A Hugo Damián García, el hermano de la Mumi, le devolvieron sus pocas pertenencias por la mañana. Una cadenita de plata, una billetera vacía que había heredado de su padre y hasta el cinturón que le quitaron el primer día de su detención para evitar «suicidios y accidentes». La devolución completa de los objetos personales era una concesión habitual sólo para los presos evangélicos. Los presos mansos. Los prisioneros de Dios. «Los hermanitos», como los llaman los pastores. El resto debe contentarse con poder salir de la tumba caminando.
Huguito recuerda que cuando entró a Devoto, en cambio, lo perdió todo. Después de la primera golpiza de ablande propinada por los guardias, vino lo peor. Cuando lo dejaron en el pabellón tuvo que entregar las zapatillas y unas bermudas de marca para que no lo agredieran los presos más antiguos. Salvó la camisa porque estaba a la miseria. Le dieron unas alpargatas de yute muy gastadas y un pantalón de fútbol roto en la entrepierna. Después entendió el mecanismo: todos los «primarios» pagaban un «impuesto» al «fajinero», como se denomina en la cárcel al preso que organiza cada sector y cuenta con el aval de los guardias.
En general los aportes se limitaban a la ropa. Casi nadie puede cargar con algo más cuando ingresa a prisión. Pero a los más débiles los extorsionaban para que llamaran a sus familiares. Los obligaban a pedir tarjetas de teléfono, cigarrillos o dinero. Si alguno se resistía, las represalias eran durísimas. Hugo vio cómo apuñalaban a un tipo que se hizo el duro y no quiso pagar.
«El secreto es estar justo en el medio», eso le explicaba Patricio cuando superaron las primeras semanas de encierro. «Hay que quedarse piola pero sin arrugar. Si te dejás ganar por el miedo, si el miedo se te mete en la sangre, estás listo. Ya sos de ellos, les pertenecés para siempre.»
Pero es difícil no sentir miedo en plena guerra.
Los dos amigos pagaron con todo lo que llevaban de valor, y por unos días no tuvieron problemas. Cuando los cambiaron por primera vez de pabellón, terminaron cobrando igual. Hugo piensa en esa noche, ahora que por última vez mira el cielo enrejado y hasta se permite una sonrisa. Ni el recuerdo más atroz logra perturbarlo. «Aquí me quitaron parte de mi vida, pero estoy dispuesto a recuperarla.» Eso le dijo al pastor, casi como una promesa de despedida.
Esa mañana de su último día en el penal, Hugo rezó y cantó las alabanzas con sus compañeros del segundo piso. Todos parecían felices con su libertad. Lo saludaban y lo bendecían. Hasta se emocionó con algunos abrazos y frases que parecían sentidas.
Curioso lo que sucede con los presos que se convierten a la fe. Es como si encontraran una familia. Desde la década de los ochenta, los pastores evangélicos han logrado una suerte de milagro en los penales de la provincia de Buenos Aires. En el de Olmos, la mitad de los detenidos profesa ese credo. Otro caso sorprendente es el denominado Pabellón 25, que sólo recibe presos evangélicos, y cuya fama ha trascendido las fronteras nacionales. Los pastores les han ganado varias batallas a los sacerdotes católicos en las cárceles, a pesar de que los curas gozan del apoyo oficial y la Iglesia puede nombrar capellanes carcelarios.
El reclutamiento masivo de fieles cuenta con el aval de las autoridades, ya que los pabellones evangélicos se rigen por normas internas que los vuelven más seguros y previsibles. Allí no se bebe alcohol, no se fuma, no entra la droga, se exige estricta higiene y se reza. Se canta y se reza. La violencia o el sexo entre presos es una conducta inaceptable para los pastores, y el que se atreve a desafiar esos preceptos «vuelve al horno», es decir, a los pabellones comunes.
—Cristo me salvó la vida —le explica Hugo a su primo—. Patricio me decía siempre que la religión es como estar en una cárcel dentro de la cárcel, pero se equivoca. Ahora no estaría entero si no fuese por mi fe en Dios. Sin la ayuda espiritual del pastor no hubiera logrado aguantar vivo todos estos años…
Huguito habla mientras su primo sonríe y mira la ruta. Le había pedido que lo llevara directo desde el penal a Campana, a la casa familiar. Su tía había organizado un modesto festejo para recibirlo. Los parientes y amigos de Hugo estaban convencidos de que su detención había sido una injusticia. Siempre lo consideraron ajeno al trágico final del pibe Bauer. Para el entorno de Hugo y, en gran medida, para la opinión pública, Patricio y el Gitano habían sido «las malas compañías» que habían arrastrado a un chico inexperto a protagonizar una historia que no era la suya.
Mientras el auto se deslizaba por la ruta, Hugo no paró un instante de elogiar a quien consideraba su salvador:
—Cuando le pedí que me ayudara a pasar del penal de Devoto al de Olmos me dijo que todo dependía de mí. Que a él no le importaba si yo era un ladrón o un asesino, que lo único que le interesaba era mi compromiso espiritual. «Sin compromiso espiritual aquí no dura nadie», me dijo. Comprender eso me salvó la vida.
—¿Entonces vas a seguir con todo ese rollo de la religión también acá afuera? —preguntó el primo.
—Y por qué no. Soy un legionario de Cristo. En Olmos aprendí a cocinar, a tallar madera. Pero por sobre todas las cosas aprendí el valor de la esperanza. El hombre delinque porque no vive en Dios. Eso fue lo que me pasó a mí.
El primo pide permiso para poner a Los Palmeras en el equipo de audio del auto. Tal vez, con la secreta intención de desviar el eje de la charla. Sabe que Hugo adora la cumbia. Pero es en vano: Dios viaja con ellos y la lucha de Los Palmeras por captar la atención del ex convicto es desigual. Antes que el CD terminara su recorrido, acordaron hacer un alto para orinar en la primera estación de servicio que cruzaran por el camino.
—Hay que cambiar el agua de las aceitunas —dijo el primo. Hugo se entusiasmó: quería aprovechar la parada para tomar un helado de chocolate «de palito».
—Hace nueve años que no como un bombón helado —dice, y se ríe como un pibe. Se ríe mientras su primo canta con Los Palmeras. Era imposible que, en ese estado de euforia, notaran la presencia del auto que los seguía desde Olmos. Hacía mucho tiempo que Hugo había dejado de estar alerta.
Got estacionó su Mégane alquilado justo detrás de la estación de servicio, en una suerte de playón que los camioneros utilizan para pasar la noche. A esa hora, la una de la tarde, no había ningún otro vehículo estacionado. Cerca de los surtidores tampoco se observaba mucho movimiento. Apenas un par de autos cargando combustible y otros tres estacionados frente al bar.
José Got no tenía pensado actuar en ese sitio, pero la tentación de voltear la primera ficha era demasiado grande. Su plan original era sencillo. Pensaba atacar a su presa en Campana desde la terraza del club social ubicado frente a la casa de los parientes de Hugo. Ya había estudiado el terreno y era ideal. Hasta las seis de la tarde casi nadie se arrimaba por ahí. El club ofrecía una vía de escape perfecta por una casa lindera que ahora estaba desocupada y en venta. Desde allí, a través de la mira telescópica de su viejo rifle de francotirador, dominaba el patio de los García e incluso podía atinarle cuando el blanco estuviese en el living. La ventana de esa habitación era generosa y miraba al club.
Un disparo tan silencioso como certero generaría varios minutos de confusión. Los necesarios para abandonar tranquilamente el lugar. Cuando los familiares comprendieran lo que había ocurrido, él estaría lejos del alcance de la ineficiente policía provincial.
Pero hasta un profesional puede permitirse cambiar los planes mejor estudiados. «Rigor, talento y una dosis de repentismo son la fórmula ideal para un artista», solía decirle M cuando acertaba con alguna treta legal que, a último momento, lo salvaba de una situación comprometida. «Hay que saber improvisar», pontificaba. Y él estaba de acuerdo.
Got descendió del auto. Desde donde estaba, unos ciento cincuenta metros en diagonal, podía ver perfectamente el automóvil del primo de Hugo García. Miró hacia ambos lados, comprobó que nadie lo observaba y abrió el baúl. Retiró con cuidado unas lonas, de esas que se utilizan para cubrir los autos cuando llueve, y dejó al descubierto una caja de metal. De allí sacó el rifle ruso que lo acompañaba desde hacía un cuarto de siglo. Era un Snayperskaya Vintovka Dragunova o SVD, como se lo conoce en el mundo militar, un arma semiautomática diseñada por Evgeny Dragunov para un concurso lanzado por el alto mando del ejército ruso con la idea de proveer a sus tropas de un rifle de alta precisión.
Claro que eso había ocurrido en 1963, cuando la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas no era un recuerdo. Los colegas de Got no podían creer que el ex agente utilizara un arma tan antigua para cumplir misiones sofisticadas. No entendían que para él ese rifle era parte de su cuerpo. En distancias inferiores a doscientos metros nunca falló un disparo. Solía decir que el arma había envejecido con él. Cómo dejarla. Tuvo que montar un operativo especial para ingresarla al país. A través de un amigo, capitán de la marina mercante de Brasil, logró que el rifle llegara desde Europa hasta la Triple Frontera oculto en un contéiner de repuestos para tractores. La zona que comparten la Argentina, Brasil y Paraguay es una suerte de colador por donde pasa de todo. Sólo hace falta dinero y saber recurrir a los contactos precisos. Desde allí a Buenos Aires todo fue más fácil.
Había algo más. A pesar de que se trataba de un artefacto creado para los tiradores de elite del ejército rojo, los primeros modelos SVD tenían portabayonetas, y a Got le gusta pensar en aquel tiempo cuando todavía se combatía cuerpo a cuerpo. Rifles como el suyo se emplearon en la guerra de los Balcanes, y cada tanto aparece alguno en los conflictos de Oriente Medio.
El ex agente demoró un par de minutos en preparar a su viejo amigo. Después, en un solo movimiento, apuntó hacia el auto y calibró el visor de la mira. Cuando se sintió satisfecho con sus cálculos, bajó el arma y la colocó junto a su pierna derecha.
El cazador no tuvo que esperar demasiado. Hugo y su primo salieron del bar apenas diez minutos después. El primo hablaba y gesticulaba mientras abría la puerta del auto. La presa sostenía un helado con la mano izquierda, y en la derecha agitaba un diario. Got imaginó una discusión bien argentina vinculada con el fútbol. Pero no supo más, era como mirar una película japonesa sin subtítulos.
Hugo apoyó el diario sobre el techo del auto para poder abrir la puerta del acompañante. Nunca logró entrar al vehículo. Tampoco pudo terminar el helado. Un disparo le atravesó la cabeza apagando su vida en el acto.
En unos segundos, la sangre alcanzó a mojar la cobertura del chocolate helado que se derretía sobre el asfalto.