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El sábado 22 de enero de 2000, Patricio Ramos llegó a la casa de la villa. Eran más de las dos de la tarde cuando Hugo, el cuñado del Gitano, salió a recibirlo a la puerta. De inmediato lo invitó a sumarse a la mesa. Mumi, la mujer del Gitano, había preparado tallarines con pesto, y ya estaban todos alrededor de la mesa dispuestos para almorzar. Los tallarines eran un ritual infaltable cada sábado. Los domingos la Mumi no cocinaba. «Es mi día de dormir», se defendía. Ni la altísima temperatura ni el sol que rajaba la tierra podían cambiar el menú o el día de la reunión familiar.

A Patricio le dolía la cabeza pero nunca desoía las razones de su apetito, de modo que aceptó el convite. Había pasado a buscar a la Rusita a las cinco de la mañana. Ella demoró una hora en salir del camarín. Durante la espera en el cabaret se bajó cuatro gin tonics colgado de la barra. Después, como si fueran dos pendejos, cogieron en el auto, justo frente a la puerta del edificio donde alquilaba la Rusa, en la calle Perú al 600, a unas cuadras del Mercado de San Telmo.

Ella vivía en el piso 12 de un viejo edificio. Desde el balcón se podía ver cómo la ciudad se iba haciendo más baja hacia el sur, hacia la zona más pobre de Buenos Aires. Patricio sabía que a veces la Rusa atendía allí. De todas formas nunca le importó que estuviera con otros tipos. No pensaba en eso. Cada vez que hacían el amor era como la primera vez. Esa magia irradiaba Katia. «Es que vos sos distinto», le explicaba ella. Frases como esa lo partían al medio. Lo dejaban muerto de amor. Le quedaban dando vueltas en la cabeza durante mucho tiempo. Además no podía contar lo que sentía. Qué amigo aceptaría las promesas de una puta. Quién entendería esta pasión que lo mantenía en vilo todo el día. A Patricio le importaba un carajo lo que pensaran sus amigos. Estaba dispuesto a ir con la Rusa y por la Rusa hasta el mismísimo ombligo del infierno. Tuvo mujeres más bellas, pero la Rusa era la Rusa. No había nada más que explicar. Subieron al departamento y volvieron a hacer el amor. Cuando ella se durmió, aprovechó para salir.

Ahora mismo, mientras despejaba de sus ojos los últimos vestigios de sueño frotándose los párpados y aguardaba que la Mumi le sirviera el pesto, todavía se preguntaba por qué había dirigido el auto hacia la villa en lugar de marchar para la casa paterna. «Es como si hubieses sabido», le dijo el Gitano, al tiempo que lanzaba el tenedor contra la montaña de fideos. Pero Patricio no sabía nada. O por lo menos eso es lo que se empeñó en sostener, tiempo después, en las agobiantes jornadas del juicio oral.

La conversación pasó de los negocios al fútbol. De la exaltación de la amistad a lo difícil que es comprender a las mujeres. Con el último bocado, el Gitano le pidió a la Mumi que sirviera café y los dejara solos. Fue entonces cuando expuso el plan.

—Es muy sencillo. Estoy harto de laburar por migajas. Quiero dar un golpe grande y desaparecer un tiempo. No pienso chapalear en la mierda toda mi vida. Tampoco quiero seguir trabajando como el socio bobo de un comisario. Estoy podrido de pasarles guita a esos hijos de puta.

Fernández alzó el vaso de tinto con su mano derecha e hizo un gesto de brindis en el aire.

—Es sencillo, y quiero que ustedes participen —anunció.

Desde sus atolondrados veinte años, Huguito se apuró a contestar:

—A mí me dicen birome, yo me anoto en todas.

Patricio estaba un poco sorprendido con el anuncio, y por unos segundos se quedó mirando el plato. Por un lado estaba en deuda con el Gitano y además, si no se decidía de una vez a hacer algo para cambiar de vida, sería un simple remisero como su viejo, condenado a vivir al revés para poder hacer alguna diferencia.

Hasta que el Gitano apareció en su vida un año atrás, las noches de Patricio eran un castigo. Una oficina del tamaño de un auto. Una jaula. Con él aprendió a disfrutar de las madrugadas y sus negocios posibles. «La superioridad moral de la noche sobre el día es indescontable. De noche no hay despidos, estafas a jubilados ni coimas a los políticos. Por la noche hay transas personales, ilegales también, pero menos despiadadas que las que se pactan a la luz del día», eso le dijo una vez un cantante español, venido a menos, mientras se aferraban los dos a la barra del cabaret. Le gustaba el tipo, un andaluz perdido. Cada vez que estaba de gira en Buenos Aires se acercaba a buscar a la Rusa. Además de la mujer, compartieron más de una borrachera.

El Gitano, a su vez, definía sus preferencias nocturnas de otro modo: «La noche me gusta tanto que al día habría que ponerle toldo». Quién sabe de dónde había sacado esa idea, pero era buena y todos la repetían como si fuese una consigna revolucionaria.

—¿Y? ¿No vas a contestar? —lo apuró Hugo, que se salía de la vaina. Hugo era tan ambicioso como él, aunque quizá más imprudente.

—Si hay buena plata y no hay riesgos, allá vamos —respondió Patricio. A esa altura, «Allá vamos» era su muletilla preferida, algo así como su grito de guerra antes de encarar cualquier aventura—. ¿De qué se trata? —preguntó.

El Gitano empujó hacia adelante el plato con restos de pesto y ningún fideo sobreviviente, y comenzó a armarse un porro. Pellizcó un poco de hierba de un ladrillo de marihuana que guardaba en una cajita de palo santo, la dispuso sobre el papel de fumar y luego mojó delicadamente un extremo de la hoja con la lengua para que quedara sellado. Le pidió fuego a Hugo, y recién con la primera pitada habló:

—Vamos a levantar al perejil de tu amigo Bauer. Lo llevamos de paseo, y a la vuelta nos llenamos de guita. Todo en veinticuatro horas.

Patricio recibió el impacto y contestó indignado:

—Vos estás loco, Gitano. Con mi viejo llevamos al pibe Bauer a la facultad desde hace dos años. Nos agarrarían en un minuto. Ni en pedo vamos a hacer algo así.

El Gitano lo miró con desprecio.

—Si serás pendejo. Bauer nunca se va a enterar de que vos estuviste en esto. Pero tenés toda la data como para que la cosa salga bien. Y el viejo está lleno de plata. No le va a cambiar la vida compartir una parte con la gilada.

—Es muy arriesgado. Con la distribución de merca, con los traslados… nadie sale lastimado —se quejó Patricio.

—Vos no podés ser tan boludo, simplemente porque no sos boludo. Si la gorra te abrocha en alguno de esos viajes que vos hacés muy pancho, te revientan. Esto es más limpio y más rápido que robar a una abuelita. Además, es un golpe que nos deja parados para todo el viaje. Chau cabaret, chau remís, chau noches llevándole polvo a maricones con plata. Es una vez y chau. Alpiste. Si te querés quedar afuera, te quedás. Yo no te voy a obligar. Nunca te obligué a nada.

Patricio entendió el reproche. Hasta le pareció adivinar un gesto de tristeza en el hombrón que ahora volvía a llenar los vasos con vino. Cerró los ojos un segundo, pensó en Katia, y preguntó:

—¿Cómo sabés que nadie va a salir lastimado?

—Porque ya lo hicimos otras veces. Sólo queremos la plata. Al pibe lo tenemos guardado unas horas, cobramos y lo largamos enseguida. Es tan fácil que da vergüenza —concluyó el Gitano, y le pasó el porro.