—La cosa es así: hay que matar a tres tipos. La verdad es que todo es más simple de lo que yo pensaba. Son tres tipos por los que nadie reclamará. Tres asesinos.
Mientras habla, Mariano Márquez moja, con delicadeza, una masa seca en el café con leche. Es una medialuna diminuta con las dos puntas bañadas con chocolate. Esas masas son sus preferidas.
—Esto lo haría aunque estuviera ante la reina de Inglaterra —explica ante su interlocutor, quien evita preguntar si se refiere al gesto que ejecuta con la masita o a la propuesta de ajusticiamientos.
Márquez siempre elige la confitería del Hotel Alvear para cerrar una operación. Allí funciona un sistema que impide interceptar conversaciones. Los equipos de audio quedan inutilizados. Una antena en el techo del hotel emite una frecuencia que interfiere las eventuales escuchas clandestinas. Lo instaló la Embajada de los Estados Unidos con el aval silencioso del gobierno argentino. Es uno de los sitios de Buenos Aires elegidos por empresarios, políticos y servicios de inteligencia para entablar cualquier negocio que requiera discreción. También las señoras adineradas del Barrio Norte lo prefieren, pero por otra razón: la calidad de la repostería.
—Reunís todas las características para el trabajo. Tiene que ser alguien de afuera. Un profesional con experiencia que no deje cabos sueltos. Pero además vos conocés el territorio. Este es un factor que te convierte en el hombre perfecto para el trabajo —Márquez interrumpe su relato para acercar la taza humeante a los labios.
—Si está la plata, no hay problema. Igual no entiendo tu insistencia. Con las sumas que vos manejás podrías contratar al mismísimo James Bond.
José Got se quita los anteojos de marco dorado y, mientras limpia las lentes con una servilleta de papel, habla con la seguridad que le aportan sus treinta años de oficio. Ya bebió su cortado y hace un esfuerzo para no pedir un coñac. Son las cuatro de la tarde de un viernes nublado. Le vendría de maravilla un Gran Duque de Alba o un Napoleón servido en un copón tibio. El otoño no es lo que era en esta ciudad. Se muere abril pero el calor todavía lanza sus zarpazos. Hasta persisten los mosquitos.
Eso piensa José Got y añora su casa de Berlín. Cada vez le cuesta más volver al país de su infancia. Ya no le quedan familiares vivos, sus amigos porteños de la «época de locura y gloria», como ellos mismos llamaban a los años setenta, están muertos, y los pocos que sobrevivieron a la masacre desatada por los milicos prefieren evitarlo. José Got se sabe una presencia incómoda.
—Nadie tiene que relacionar a mi cliente con el ejecutor —indica el abogado—. Ese es el secreto de un trabajo bien hecho. Tampoco deben quedar rastros de quien ejecuta la limpieza. Y como siempre: yo no existo.
No hace falta explicar demasiado. Got conoce a Márquez desde hace siete años. Los presentó un amigo en común, Carlos Berrini —un viejo compañero de militancia que por entonces se desempeñaba como embajador en Alemania—, en una fiesta en homenaje a la colectividad argentina. Berrini agarró los fierros al poco tiempo de ingresar a Montoneros, mientras Got ya andaba a los tiros con las formaciones del Ejército Revolucionario del Pueblo. Después de la derrota, en el exilio, trabaron la amistad de los sobrevivientes.
Esa noche Carlos le dijo: «El mejor abogado es aquel al que nunca querrías tener litigando en tu contra». Agregó: «Te puedo asegurar que preferirías entenderte con Pinochet, en sus años de plenitud homicida, antes que enfrentar al doctor Márquez en un pleito». Got recuerda que Márquez ni se inmutó con el elogio, tampoco pareció molesto con la comparación. Sólo dijo: «Hago lo que hay que hacer», y luego apeló a la Biblia. En realidad hago «lo justo y necesario». Got tomó el guante: «Es interesante, doctor, la Biblia nos une y nos separa».
Se encontraron un par de veces más en Berlín. Apenas mostraron sus barajas, ambos comprendieron que había nacido entre ellos una sociedad tan discreta como provechosa para ambos. Got era un «limpiador», y Márquez un especialista en hombres abrumados por los desperdicios del alma. Un «ángel exterminador» capaz de solucionar cualquier «problema terrestre». Desde entonces intercambiaron información, favores y negocios.
Después de casi dos décadas sirviendo a la causa de Israel, Got se había mudado a Berlín, y hacía una eternidad que había sepultado sus ideales juveniles. Ahora sólo confiaba en el dinero. A pesar de su edad era uno de los profesionales más requeridos del mercado.
—Costará por lo menos medio millón de dólares —aclaró.
—Será un millón sumando gastos de traslado, viáticos, cobertura legal y policial para el ingreso y la salida, más mis honorarios —explicó M con serenidad, y agregó—: Es barato, si se tiene en cuenta que son tres barbas. Menos de medio kilo por cada uno. Es un buen precio.
—Sigo sin entender por qué me elegiste a mí. Por la mitad de ese dinero podrías contratar aquí mismo a media docena de hombres eficaces. Incluso más jóvenes y hasta mejor entrenados que yo. Por otro lado, sabés que estoy a punto de retirarme.
—No creo que te retires nunca. Este trabajo está en tu naturaleza. Además, no quiero a otro. Tiene que ser alguien con experiencia en operaciones especiales. Un hombre que pueda desaparecer sin dejar rastros. Un extranjero que a la vez sea argentino. Que pueda observar sin ser observado. Un fantasma. Cuando te cuente lo que le hicieron al chico antes de despacharlo tendrás una motivación extra…
Márquez sabía que había lanzado una estocada. Le gustaba provocar a ese tipo duro al que respetaba, pero nunca había podido comprender del todo.
—Lo dudo. Desconfío de las acciones surgidas de creencias religiosas o nacionales. Y estoy asqueado de las movidas que se amparan en la ideología o en la moral. Estoy más decepcionado de lo que podrías imaginarte. Di todo para que cuatro idiotas detrás de un escritorio vivan entregándonos —se lamentó Got—. Y pasó lo mismo aquí que allá. Aunque ya no sé dónde es acá y dónde es allá.
Márquez soslayó la confusión geográfica motivada por la melancolía, y concedió:
—Es posible que tengas razón, pero la motivación suele ser una ayuda importante para cualquier tarea. De todas formas confío en tu eficacia. Hay que eliminar a los tres. No me importa si tenés que contratar a más gente. Eso sí, no quiero que quede ningún rastro que me asocie a este juego.
El hombre que lo escuchaba se quitó los anteojos de moldura de oro, que después de la limpieza reposaron durante el resto de la charla sobre su nariz aguileña, y soltó una carcajada que acaparó la atención de los merendantes que los rodeaban.
—Mariano, no dejás de sorprenderme. Para qué tantas advertencias. Como si no conocieras mi forma de trabajar. Le preguntás al zorro si es correcto comerse una oveja, cuando sabés que te dirá «comete dos». Nadie lo notará.
El abogado tomó la broma de su viejo socio como el punto final de la reunión. Antes de levantarse retiró de su maletín tres carpetas azules que dejó sobre la mesa.
—Ahora es tu turno —sentenció. Luego le estrechó la mano y se dirigió hacia la puerta.
Hacía calor, pero la tarde se prestaba para un paseo. En esa zona, Buenos Aires es casi París. Las casas señoriales; los negocios de ropa de marcas del primer mundo; el servicio doméstico con riguroso uniforme; los autos importados. Se decidió a comprar algunas variedades de té en una galería junto al hotel, y como aún era temprano cruzó la plaza hasta el Cementerio de la Recoleta.
Era uno de sus paseos preferidos. Le gustaba caminar entre las tumbas ilustres. Pasaba muchas tardes en ese lugar silencioso de Buenos Aires jugando a inventar diálogos imaginarios entre antiguos amantes o peleas dialécticas entre enconados enemigos del pasado nacional, ahora cercanos en el último descanso.
Algunas parejas eran deliciosas: Manuel Dorrego y su fusilador Juan Lavalle; Domingo Faustino Sarmiento y Facundo Quiroga; Bartolomé Mitre y Juan Manuel de Rosas; Leandro Alem e Hipólito Yrigoyen; Pedro Eugenio Aramburu y Eva Perón. Doscientos años de historia en un cónclave democrático al que sólo asistían gatos, turistas y almas sensibles como la suya.