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—Patricio era un buen pibe. A él lo cagó la guita, se lo puedo asegurar, señor. Yo lo conocía muy bien, desde que era un mocoso lo conocía. Si vivía al lado de mi casa. Con el viejo éramos como hermanos. Mire si no lo voy a conocer…

El Tincho Peralta habla a borbotones, casi sin respirar. Las primeras palabras que suelta mueren atropelladas por las que vienen detrás. Cada tanto, y pensando en las complicaciones que me demandará la desgrabación de la charla, le pido que reitere alguna frase, pero más lentamente. Tincho podría argumentar la misma explicación del notable prestidigitador manco René Lavand, cuando remataba alguno de sus extraordinarios trucos: «No se puede hacer más lentamente». Peralta no podría hablar más lentamente aunque quisiera, y menos cuando el objetivo excluyente de sus comentarios es defender al hijo de su «amigo del alma».

—Terminó el secundario de noche, pero lo terminó. Hizo un sacrificio tremendo. Le quedaron algunas materias y las fue dando como pudo. Yo creo que le hubiese gustado estudiar Arquitectura, pero se tuvo que poner a laburar con el viejo. La familia lo necesitaba. Una lástima, tenés que ver cómo dibujaba —insiste Tincho, y dice la verdad.

Por lo menos una parte de la verdad. Patricio Ramos podría haber tenido una vida normal. Cuando terminó el colegio comenzó a hacer algunas changas manejando los autos de la remisería que administraba su papá. Reemplazaba a los choferes que faltaban. Casi sin quererlo se fue metiendo en el mundo de la noche. Para Tincho, que por esa época también era chofer de la remisería, al pibe lo torció la Rusita.

—Estaba loco por esa mina. Ella le hacía hacer cualquier cosa —se lamenta Peralta, mientras juega a doblar hasta límites imposibles la servilleta de papel que tiene entre las manos. Estamos en un bar de la Avenida de Mayo. Tincho labura de ordenanza en el Ministerio de Economía, a pocas cuadras de allí. Lo hizo entrar un amigo, me cuenta.

—Yo desde chiquito siempre fui un buen peronista. Por eso cuando uno de los muchachos de la agrupación llegó ahí arriba, me llamaron —agrega como para despejar dudas sobre la legitimidad de su puesto de trabajo.

Me cae bien el tipo. Cualquier manual del oficio señala que el periodista no debe encariñarse con «las fuentes de información», pero a veces es inevitable. Tincho tiene una rara y envidiable manera de entender la lealtad hacia los amigos. Llegué hasta él después de chocar varias veces contra la tozudez de Anselmo Ramos. El padre de Patricio no quiere hablar de su hijo con nadie. Es como si lo hubiese matado en su corazón desde que cayó preso. Tincho me contó que la mamá de Patricio murió de un infarto «hundida en la vergüenza». Eso dijo. Hundida. Y así lo anoté en mi libreta. En la vergüenza. Ocurrió dos meses después de la detención.

Con los años, el padre se enfermó de la columna y tuvo que dejar el negocio. Ahora vive de una jubilación miserable mientras espera que su hijo vuelva. Nunca fue a visitarlo al penal, pero lo espera. No lo dice, pero lo espera. En ninguna circunstancia lo nombra, pero lo espera. Eso me explica, con los ojos llorosos, su mejor amigo.

En líneas generales el testimonio de Tincho coincide con los datos que pude extraer del expediente judicial. Patricio estaba loco por Katia Wider, una joven hermosa dueña de un cuerpo delgado y bien proporcionado, hija de un matrimonio de inmigrantes polacos. Le decían Rusa porque en la Argentina a todos los inmigrantes de Europa del Este se los llama de esa manera, y no hay argumento que pueda contradecir esa designación popular. De cualquier forma, Katia se ganó su apodo en los boliches de la noche porteña, donde se movía como pez en el agua. Rubia y alta, era de una belleza imposible de soslayar. Había nacido en Bahía Blanca, pero desde 1998 vivía en Buenos Aires. Trabajaba como stripper en un cabaret de la calle Suipacha. La mayor parte de sus clientes eran turistas que aprovechaban para disfrutar de los dos placeres que Buenos Aires ofrecía a bajo costo: buena carne en la mesa y buena carne en la cama.

A Patricio le tocó ir a buscar a la Rusa varias veces. Al principio la esperaba en la puerta, sin bajarse del auto. Con el tiempo comenzó a matizar la espera aferrado a la barra. Empezó rechazando las copas, y terminó exigiéndolas. La ansiedad le quemaba el corazón y la garganta. Ella terminaba su turno cerca de las seis de la mañana. Patricio era el único hombre al que no le pedía nada por charlar. Se entendieron enseguida. Katia le llevaba cinco o seis años, pero ni se notaba. Tenía una cara angélica, la piel muy blanca y unos ojos verdes que paralizaban a todo aquel que los mirara sin tomar precauciones.

A las dos semanas Patricio se animó y la invitó a desayunar. Estaba enamorado como un adolescente. Al mes, ya no permitía que ningún otro chofer lo reemplazara en la tarea de pasar a buscarla. Y si no le asignaban un auto, pagaba un taxi para no faltar a la cita. Algunos días también la llevaba hasta el trabajo, primero iban a cenar a alguna parrilla del centro y después la dejaba en la puerta del boliche.

—Él sabía que se la cepillaban por plata, pero no le importaba nada. Se fue metiendo como un boludo. Adoraba tanto a esa mina como ella adoraba la buena vida —agrega Tincho con amargura.

Yo apunto la definición en mi libreta y me abstengo de contradecirlo. Aunque en su boca la frase resplandece con el peso de una bula papal, en el expediente judicial la chica aseguró que lo quería. «Estaba enamorada», explicó ante el fiscal. Y eso que nadie le pidió que hablara sobre sus sentimientos. Dijo amor, y la palabra quedó asentada en el folio 1.089, una hoja que con los años se comerán las ratas.

Hay que señalar que su amor era de baja intensidad. A diferencia de Patricio, no soñaba con hijos ni con una casa en algún pueblo tranquilo de la provincia de Buenos Aires. Sus pulsiones eran más simples y directas. Patricio le había contado a Tincho que el sueño de la Rusa era comprarse una moto para viajar por toda Sudamérica, por África. «Tengo que encontrarme con lo que soy de verdad, y para eso necesito espacios grandes y poca gente a mi alrededor», le decía. Mientras se buscaba, dejó que Patricio se hiciera cargo de todos sus gastos.

Al pibe los números empezaron a no cerrarle. Una noche en la que tuvo que esperarla más de la cuenta, uno de los gerentes del boliche, probablemente Marcos Godoy —ahora procesado por narcotráfico—, le ofreció completar sus ingresos con algunos «mandados» que aceptó de buena gana. Tincho dice que lo hizo para no perder el tren de vida que llevaba en la noche, y sobre todo para no perder a la Rusa.

Primero se limitó a trasladar la droga. Siempre desde distintos puntos de la ciudad y en cantidades pequeñas. Unas veces utilizaba el remís, y otras el transporte público. Después puso el auto para afanar a un turista brasileño. Según su abogado defensor, Patricio aportó el vehículo y manejó, pero no quiso participar.

Las nuevas tareas hicieron que sus ingresos aumentaran de manera considerable. La Rusa lo alentaba. De algo Patricio estaba seguro: no tendría la vida de su padre. No quería pudrirse trabajando catorce horas diarias en una remisería.

En una de sus diligencias ilegales conoció al Gitano Fernández. En realidad se topó con él, y enseguida simpatizaron. Marcial del Sagrado Corazón de Jesús Fernández, alias el Gitano, era el principal distribuidor de cocaína y marihuana de La Cañada, una de las villas miseria que crecen como hongos al norte de la Capital. A pocos kilómetros —a veces cuadras— de esas casas marginales se extienden barrios privados, countries y lujosas quintas. Allí vivían también algunos de sus clientes más fieles.

Las actividades del Gitano también incluían atracos a casas y robos de automóviles. Era un tipo temible. Pesaba cien kilos, y a pesar de la prominente barriga que lucía sin complejos se movía con agilidad. Era capaz de asfixiar a un hombre con un abrazo: de hecho, el adversario que llegó a probar esa tenaza no conservó el aliento suficiente para contar la experiencia. Siempre andaba armado. Mandaba en la villa y se jactaba de una aceitada relación con la Comisaría 14. Hasta que pasó lo del pibe Bauer, fue un intocable. Pero todo termina. En especial si se proyecta la vida sobre parámetros erróneos de falsos momentos eternos. Todo termina.

Patricio no abandonó los mandados que cumplía para los dueños del cabaret, pero empezó a hacer negocios más importantes con el Gitano. Casi siempre como chofer «apto para todo servicio». Durante un año las cosas funcionaron sin contratiempos. A veces se quedaba a dormir en la villa. La primera vez la idea no le hizo ninguna gracia, pero era tarde y estaba un poco borracho. La casa del Gitano era una de las pocas de material. Aunque le faltara el revoque exterior y las aberturas no estuvieran pintadas, el interior era muy confortable. Una cocina grande, un living presidido por una tele enorme, tres dormitorios amoblados de primera, dos baños y un patio trasero donde crecía un naranjo espléndido, y a un costado del árbol, una pequeña huerta. Contra el fondo se levantaba un cuartito destinado a guardar herramientas, que permanecía vacío.

El Gitano Fernández no quería salir de allí. «Acá soy invisible», le decía a Patricio cada vez que le preguntaba sobre las razones que lo mantenían en el corazón de un asentamiento precario. «Me voy a ir de la villa cuando acierte un pleno», explicaba. «Ese día, desaparezco.»