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Patricio Ramos aceptó mi pedido de continuar con las charlas. Puso apenas una condición: no debía publicar nada que pudiese comprometerlo en la causa judicial. Acepté sin problemas. El reportaje que perseguía no se relacionaba con su vida de preso sino con las razones profundas que lo impulsaban a querer permanecer en el infierno. Esa era mi nota. La información sobre el crimen ya estaba en el expediente. Lo que necesitaba saber eran las razones de su miedo a salir en libertad. Estaba convencido de que esa confesión era la punta del iceberg de una historia extraordinaria. La gran entrevista que me permitiría sobresalir del rebaño de redactores que pululaban por Buenos Aires alquilando las manos y el corazón por un sueldo de mierda.

Lo más difícil estaba hecho. Contaba con la confianza de Patricio y estaba decidido a aprovechar a fondo esa situación. Como dice mi editor, cuando un tema nos interesa, los periodistas somos vampiros eficientes.

Patricio intuye mi fidelidad y por eso habla. Habla y camina sin parar.

—Cuando volví, a las dos semanas de la pelea, la cosa funcionó mejor. No acusé a nadie y eso me ganó el respeto del negro Zárate y del resto de los presos. Pero cuando creía que nada malo me iba a pasar, me cambiaron de pabellón. Estoy seguro de que fue a propósito, los guardias querían darme un escarmiento. Ellos también me insultaban. Me decían trolo, violador, negro careta… Nunca en mi vida me putearon tanto.

—Pero ellos sabían bien por qué estabas preso…

—Claro que lo sabían. Al principio traté de explicarles que fue un error, que había hecho una locura, que estaba arrepentido, que me había vuelto loco. Que estaba adentro por eso: por idiota, por demente… por haber creído que la plata fácil te compra felicidad para siempre, pero en la tumba a nadie le importa un carajo lo que dice un preso.

Patricio dispersa el humo de su cigarrillo con un manotazo. Como si abofeteara a un fantasma. Y vuelve a hablar.

—Me llevaron al Uno, un pabellón de presos reincidentes. Eso lo supe después. Ahí me encontré con Hugo. Hacía un mes que no lo veía. Entramos juntos a Devoto pero desde entonces nos mantenían separados. Estaba más asustado que yo, a él lo habían trasladado hacía sólo unas horas. «Hoy nos la ponen», me dijo. «Ni siquiera me hablan.» De verdad creía que nos iban a matar. Quise calmarlo pero no lo logré.

Patricio se aferra a su propio relato. Recupera el recuerdo con precisión pero no por mí, su propia angustia es la que le reclama memoria.

—En ese pabellón no hay celdas individuales, sólo treinta camas una al lado de la otra. A Hugo le tocó una punta y a mí la otra. Durante todo el día nadie nos habló, era como si no existiéramos. Cuando llegó la hora de dormir, le dije a Hugo que tratara de mantener los ojos abiertos y que me llamara si necesitaba ayuda. A las dos o tres horas de vigilia no aguanté más y me dormí. Fue un instante. Me despertaron los gritos. Apenas me incorporé sentí un golpe terrible en la cara. Cuando mi espalda tocó el colchón me tiré de la cama. De pibe, como era un patadura para el fútbol, estudié cuatro años de karate. Nunca me hubiese imaginado entonces que esos conocimientos rudimentarios me podrían ayudar. Sólo veía las sombras de mis atacantes, tiré una trompada a ciegas que estalló en la cabeza de alguien, lo sentí caer. Lo demás fue una pesadilla: le pegué a otra cabeza, tiré algunas patadas y rompí una nariz de una piña. Pensé que podía zafar, pero no. Un brazo me agarró del cuello y comenzó a apretar. De lejos me llegaban los gritos de Hugo. Casi al límite de la asfixia, me pegaron con algo en la frente. Creo que me desmayé. Cuando recobré el sentido estaba atado al camastro. Me la dieron, sabés. Huguito tenía razón. Dos, tres, cuatro tal vez. Pero no te voy a contar más nada. No es que me avergüence. Que te la den no quiere decir nada. Para ser puto hace falta otra cosa.

—Pero casi te matan…

—Cuesta entenderlo, pero era una prueba. Algunos que después de esa noche dejaron de ser mis enemigos me explicaron que casi todos los nuevos pasaban por eso. Es algo así como un sistema de clasificación: este para acá, este para allá; este hace esto y este no; este se deja y este no se deja. Igual no estaba dispuesto a que me volviera a pasar. Te voy a contar algo para que entiendas que sobre venganza debe haber pocos tipos que sepan más que yo.

—Tres semanas después, cuando logré reponerme de los golpes —me rompieron la nariz y perdí parte de la visión de un ojo—, conseguí comprarle una faca a uno de los guardiacárceles y la escondí entre los flejes del colchón. Era un metal con la punta afilada. El mango estaba reforzado con tela anudada. Seguro que fue fabricada por otro preso enloquecido de bronca o miedo. Muchas de las armas caseras que se requisan en el penal vuelven a circular. Es un comercio clandestino donde lo más barato es la vida. Mi objetivo era Tito Luna: un grandote condenado por el robo a un blindado. No sabía si era el principal responsable del ataque pero era el que más me gastaba: «La pasaste bien, mariquita. Cuando quieras más, me llamás», y cosas así.

Estaba harto de sus provocaciones, esa actitud me volvía un blanco móvil, todos se sentían con derecho a curtirme. Comprendí que si quería sobrevivir era indispensable pararlo. No me costó demasiado tomar la decisión, es increíble lo que despierta el odio cuando no tiene ningún canal de salida. Se convierte en un combustible tan poderoso como el amor. Y te lo digo yo, que estuve tan enamorado que llegué a no saber por qué hacía lo que hacía.

Una noche esperé a que todos se durmieran. Lo había planeado con detenimiento, repasándolo en mi mente una y otra vez. Me levanté sin hacer ruido y me acerqué a su cama. Tito dormía boca arriba entre ronquidos espantosos. Parecía un cerdo, por lo enorme y despatarrado. Agarré el improvisado mango de la chuza con las dos manos y se la enterré en el corazón con un solo golpe, como si clavara una estaca en la tierra. El tipo lanzó una especie de grito ahogado. No sé si alguien alcanzó a ver algo, pero si fue así no se movió de su cama. Y está claro que si escucharon el gemido de Tito, eligieron callar. El grito de su muerte me acompaña todavía. Pero te puedo asegurar que no me remuerde la conciencia. En cambio lo de Alejandro me pesa en el corazón.

—Pero fue un asesinato premeditado. ¿Cómo pudiste…?

—No sé, pero no sentí nada. Ni miedo ni asco. Al contrario, esa fue la primera noche que dormí tranquilo en el penal.

—No lo puedo creer: mataste a un tipo a sangre fría, ¿y me decís que dormiste bien?

—Sí, porque fue en defensa propia. Además yo ya cargaba con una muerte que todavía no termino de perdonarme. No tenía nada que perder. Te puedo asegurar que nadie lo lamentó, a Luna lo odiaban todos. Apenas nos castigaron un par de días. Un secretario del juzgado nos tomó declaración a todos, y como nadie dijo nada, al tiempo el caso se cerró.

—¿Y tu compañero?

—Hugo no estaba esa noche. Él la pasó peor que yo. Estuvo dos meses en el hospital. Le quebraron varias costillas y le rompieron los dientes de adelante. Eso porque mordió a uno de sus atacantes cuando lo quisieron violar. Pobrecito, no volvió a ser el mismo. Estuvo un tiempo como un autista. No hablaba con nadie. Embadurnaba las paredes de la celda con su propia mierda. Escupía y maldecía hasta a sus amigos cuando lo venían a visitar. Yo lo entendía. Cuando a un tipo lo tratan como a un animal, con asco y con odio, ese tipo se vuelve un animal.

—¿Y cómo salió de la crisis?

—Empezó a zafar cuando se hizo amigo de un pastor que lo venía a visitar. Gracias a ese chabón logró que lo pasaran al Penal de Olmos. Fue una movida rara, porque los que estamos en Devoto no podemos pasar a Olmos, pero el quía lo consiguió. Una vez que le dieron el traslado fue a parar al pabellón de los evangelistas. Claro que para que lo cambiaran se tuvo que convertir. Yo no creo en nada pero te digo una cosa: la fe o lo que sea lo mantuvo vivo. A mí me costó un par de años de buena conducta que me autorizaran a volver a un pabellón con celdas individuales.

—Si Dios te salva de los puntazos y los abusos, no parece un mal negocio creer en su existencia…

Patricio me mira con indiferencia, cree que no entiendo nada. Que no alcanzo a comprender la magnitud del drama. Hace silencio por unos segundos y después larga su bronca:

—La pregunta es para qué. Tal vez hubiese sido mejor que lo mataran aquí adentro. Siempre pensé que la venganza era un acto que en determinadas circunstancias podía llegar a justificarse…

—Eso me queda claro, y si no que le pregunten a Tito Luna…

—No me jodás, pendejo. Lo que quiero decir es que nunca pensé que se pudiera alimentar el odio durante tantos años. Huguito no podía saber lo que le esperaba afuera. Estaba tan feliz cuando le anunciaron la libertad condicional que se emocionaba cada vez que le recordaban que pronto volvería a comer asados con sus amigos, o que podría ir a la cancha.

—¿Sabés bien lo que pasó con él?

La pregunta era casi una provocación. Patricio no podía no saber. El circuito informal que motorizan policías, guardiacárceles y presos está más afianzado que internet.

—¿Vos me tomás por pelotudo? Claro que lo sé, aunque no tenga los detalles precisos. Soy uno de los destinatarios de ese mensaje. A ver si te despertás y entendés de una lo que está pasando. Cuando a Hugo lo largaron ni siquiera llegó a ver a sus tíos. Lo mataron en la ruta. Iba camino a la casa de sus parientes con un primo que lo pasó a buscar por Olmos. Me contaron que el flaco quedó medio trastornado.

Grabo nuestra conversación y tomo apuntes a la vez. A Patricio le dije que era por costumbre. Para no perderme ningún detalle. La explicación es más simple: desconfío de la tecnología. Siempre estoy pensando que las máquinas pueden fallar. La mano no tiene esa posibilidad. La mano sólo traiciona deliberadamente.