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—¿Miedo? Mirá la mierda que preguntás.

Patricio Ramos camina sin parar. Cuatro pasos hacia un lado y cuatro para el otro. La puerta de la celda es de metal. Tiene una pequeña ranura con barrotes delgados y una mirilla corrediza. Da cuatro pasos más. La puerta de metal es de color verde y parece extraña a ese diminuto paisaje. Las paredes de la celda están sucias y marcadas por las uñas de los hombres y los dientes de las ratas.

—¿Miedo? Claro que tengo miedo. Para mí la libertad es eso: miedo acumulado. Me quieren matar, ¿entendés eso, pendejo? Y vos me preguntás si tengo miedo.

Patricio Ramos camina sin parar y yo lo interrogo. Preguntar es mi oficio. Me gano la vida de esa manera. «Hago periodismo.» A los veinticinco años me convertí en una mezcla rara de antropólogo, cazador de historias y detective aficionado. Pregunto, y al preguntar no me importa nada más que obtener lo que busco. Me «nací» como periodista y esa decisión fue la tabla que me salvó del naufragio existencial en el que me encontraba. Hace tres años trabajaba en un banco. Y antes fui empleado en una imprenta. Entraba a las seis de la mañana y me pasaba hasta doce horas adentro del taller. Salvo por el embriagante olor a tinta, fue una tortura.

Tengo la teoría de los dos nacimientos y las dos muertes. Se nace de manera natural una vez en la vida. En ese proceso nada tiene que hacer la propia voluntad. Luego hay otro nacimiento posible al que no todos tienen acceso, lo que llamo «nacerse» a través del deseo. Eso ocurre cuando alguien encuentra su verdadera vocación y decide convertirse en lo que soñó.

Están también los que no pueden elegir. Los olvidados, los sumergidos, los que nacen apenas para sobrevivir. Los que no tienen opciones. Uno de mis poetas más queridos, el turco Nazim Hikmet, decía: «Para que la muerte sea justa, es preciso que la vida sea justa». Pero no lo es.

Con la muerte ocurre algo parecido. Se muere al dejar de respirar, pero también es posible morir cuando se cancelan todos los proyectos. Lo ideal es que ambos decesos ocurran en el mismo instante. Pero no siempre es así. Conozco a muchos que están muertos y no lo saben.

Siempre me gustó escribir y hasta dirigí una pequeña publicación en el colegio secundario. También me considero un buen lector, pero nunca había pensado que se podía vivir de esto. Me avivó un amigo que empezó de cadete en un diario y terminó redactando noticias policiales. Desde entonces no dejé de golpear puertas y trabajé gratis muchos meses. Cuando renuncié al banco para iniciar mi primera experiencia rentada en un medio gráfico, mi viejo me alentó a su manera: «Te puede ir bien, el periodismo es la profesión ideal para los inútiles». No me importó la calificación, había nacido de nuevo.

Patricio Ramos da cuatro pasos hacia adelante, y cuando la pared descascarada parece que hará estallar su nariz, gira con un golpe de talones y se vuelve para dar otros cuatro pasos más. Cruza la celda en forma diagonal, y habla.

—Si salgo a la calle me van a matar. Así de simple. Por eso no quiero salir. Por eso no voy a salir. Yo ya pagué por lo que hice. Y pagué doble por lo que hice. No maté y me sepultaron en vida.

Patricio Ramos nunca deja de caminar mientras habla. Sus pasos son firmes y decididos, conoce cada imperfección del piso, cada signo estampado en las cuatro paredes de la habitación que lo cobija desde hace nueve años.

—Si acepto la libertad condicional me van a matar. Me quiero quedar acá. El juez lo tiene que entender, si es necesario voy a apelar a la Corte Suprema. Es una elección libre y vos me tenés que ayudar.

La necesidad del entrevistado puede convertirse en un socio inesperado del periodista, pero eso no garantiza la eficacia del trabajo final. La calidad de una nota depende de múltiples factores.

El penal de Devoto fue inaugurado en 1927. Se trata de una de las cárceles más antiguas del país. Sin refacciones, su vida útil ha sido largamente sobrepasada. En sus primeros años estuvo destinada a alojar contraventores. Aquellos ciudadanos díscolos que cometían alguna falta podían ser encerrados hasta un mes por la simple decisión del jefe de la Policía. Pero con el tiempo devino en lugar de hacinamiento para presos comunes y políticos.

En los últimos años de la década del treinta fue depósito de anarquistas, revolucionarios de toda laya y más tarde, en los setenta, cuando pasó a la órbita del Servicio Penitenciario Federal, albergó a parte de «la juventud maravillosa» que luchaba por la patria socialista con las banderas del peronismo o de la izquierda revolucionaria.

Desde la reinstauración del régimen democrático en 1983, guarda en su interior a gente de la peor calaña: ladrones, violadores, asesinos. Es la cárcel más poblada de la Argentina.

Los vecinos de la zona odian en silencio a ese edificio golpeado por el tiempo y los motines, que se levanta entre las calles Bermúdez, Nogoyá, Desaguadero y Pedro Lozano, justo al lado del Club Lamadrid. Cuando el equipo del barrio juega de local, los presos cuelgan trapos y ropa con los colores del rival en las ventanas de las celdas que miran al modesto estadio y, desde allí, llenan de insultos a los jugadores locales. «Siempre estamos en contra», me contó Patricio con una sonrisa. «Es divertido, los vecinos se ponen locos. Es nuestra revancha contra los de afuera.»

Cuando al Gitano Fernández —el viejo compañero que lo empujó a una aventura que todavía lamentaba— lo trasladaron a un penal de máxima seguridad, Patricio pensó que él y Hugo habían tenido suerte al menos en algo. Imaginaba, por entonces, que lo mejor era quedarse en la vieja prisión. Pero al poco tiempo comprendió que estaba equivocado. En realidad, la única ventaja sobre el resto de las cárceles del país era que en Devoto se podía pensar en una fuga. Aunque sólo fuera en el terreno de la fantasía, escaparse de Devoto era una posibilidad que se podía acariciar. Un sueño alcanza para alimentar la esperanza durante toda una vida. Y si algo aprendió Patricio en esos años es que a los sueños de los presos se los respeta siempre.

Con el tiempo también comprendió que Devoto no era célebre por su seguridad, sino por la violencia. El motín más sangriento del que se tenga memoria ocurrió en esa prisión el 14 de marzo de 1978, y pasó a la historia como «El motín de los colchones». En medio del caos, y mientras algunos intentaban fugarse, otro grupo de internos prendió fuego a los colchones de sus celdas para protestar. Sesenta presos murieron por asfixia mientras los guardias miraban hacia otro lado.

—Ellos están tan presos como nosotros. Y cuando pueden se descargan —explica Patricio como si comprendiera esa lógica de odio en la que está sumergido.

Desde su creación, el penal registra doce fugas exitosas y veinte frustradas. De todas las que le contaron los presos más antiguos, la más elegante, a su juicio, fue la del «Loco» Pacheco, que se escapó por la puerta principal vestido con el traje de su abogado. El «boga» quedó en la celda atado y desnudo. Y la más espectacular ocurrió el 18 de septiembre de 1994, cuando seis presos disfrazados de guardias y médicos se descolgaron por los muros y ganaron la calle. La frase que inició aquel escape se convirtió en consigna para todos los detenidos del país: «A abandonar el nido». En algunos muros, cercanos a los penales, aparece pintada como un desafío.

Los cuentos —así los llama Patricio— son interminables. Es una pena que el archivo del penal sólo conserve efemérides y discursos del director. Mientras lo escucho narrar esas aventuras desgraciadas, se me ocurre que la osadía y el ingenio de los presos deberían ocupar un lugar en la memoria popular, porque en ese juego muchos perdieron la vida.

La puerta de metal está abierta. Por allí se cuelan las órdenes cortantes de los guardiacárceles y el cuchicheo animado de los pocos internos que todavía deambulan por el corredor. Hace apenas una hora terminaron de almorzar, y la mayoría de los presos eligió el patio para el único descanso de la tarde. La puerta está abierta y las voces llegan como las notas sueltas de una canción desafinada.

Patricio Ramos camina sin parar. Camina y habla, ajeno a ese murmullo de rencores y objetivos fracasados. Habla y yo lo escucho con toda la atención que me permite el oficio. Estoy ante un preso que no quiere abandonar su celda. Es una gran historia. Si me dejan, puedo convertirla en tapa de la revista. Ramos cumplió las dos terceras partes de su condena y tiene derecho a la libertad condicional o transitoria, pero no quiere salir. Está como loco ante esa posibilidad que le anunció su abogado. Grita, llora y exige quedarse a vivir en el lugar que maldijo tantas veces.

Tengo que conseguir que me dejen entrar con una cámara, y listo. Por ahora sólo necesito convencer al director del penal para que me autorice algunas visitas más. Una mención destacada en la crónica o alguna promesa que lo entusiasme lo suficiente quizá lo convenzan. Tal vez algún regalo, si en la editorial aceptan hacer una pequeña inversión. La historia de Patricio Ramos lo vale. Ya se me ocurrirá alguna idea. Lo veo muy posible, el director no tiene nada que perder y además por alguna razón me permitió esta primera entrevista.

Ajeno a mis pensamientos, Patricio camina sin parar y habla. Ahora expone sus argumentos a favor de su encierro en tono monocorde. Tomo apuntes como puedo en mi libreta. Estoy sentado en el camastro que abrigó sus sueños de fuga durante tantas noches de insomnio. Pero eso fue cuando no sentía miedo y ansiaba salir. Ahora el preso que abomina de su libertad camina sin parar. Y habla, habla, habla.

Patricio me recuerda a un pájaro encerrado que se golpea contra los barrotes de la jaula pero no atina a escapar por la puerta que dejaron abierta. Un ser atormentado que perdió lo más preciado de la animalidad: el deseo de libertad. Una vez en María Susana, una pequeña localidad de la pampa húmeda donde se afincó parte de mi familia materna, se me ocurrió hacerle una maldad a mi tía Dorita. Ella tenía un jilguero encerrado en una jaula grande pintada de rojo.

Mi tía era dueña de muchos pájaros. Casi todos canarios anaranjados y amarillos. Pero este era especial, por eso estaba solo en un jaulón enorme, comparado con las pobres comodidades que les dispensaba a los otros. Dorita amaba a las aves y hasta las estudiaba. Se indignaba si alguien decía que eran animales estúpidos. Yo solía hacerla rabiar con eso. La provocaba y ella, con aire de maestra, argumentaba que quienes menospreciaban a las aves eran unos ignorantes. Y citaba como ejemplo las proezas de su loro Juanito, que podía lanzar insultos, que recitaba varias fórmulas de saludo y hasta sabía cantar una estrofa de la marcha peronista. Un solo verso en realidad: «Todos unidos triunfaremos…», cantaba el loro. Parecía una broma, ya que en la familia se cultivaba un odio refinado por el peronismo. El loro era capaz de otras proezas: abrir una caja para buscar comida o la operación contraria, guardar un pedazo de galleta para más tarde si en ese momento no tenía hambre.

Años después, cuando me hice periodista, tuve la oportunidad de entrevistar a un ornitólogo que trabajaba para el Zoo de Buenos Aires. Él me confirmó que en las ideas de mi tía había un fundamento científico. Recuerdo que sus palabras me causaron una profunda sorpresa. Me explicó que durante mucho tiempo se creyó que las aves poseían un cerebro mucho más simple que el de los mamíferos. Eso respondía al proceso lógico de la teoría de la evolución: de peces a anfibios, de anfibios a reptiles, de reptiles a aves y por último a mamíferos. Sin embargo, estudios científicos realizados sobre el comportamiento de loros y cuervos lograron establecer que muchos de estos pájaros tienen una inteligencia equiparable a la de algunos primates. Me aseguró que algunas especies recuerdan el pasado y pueden planear el futuro. Me contó finalmente que los científicos aún no se ponen de acuerdo acerca de cómo lograron las aves ese nivel de desarrollo intelectual.

Yo entonces no lo sabía, pero ese era el caso del jilguero de mi tía Dorita. «Es un bicho inteligente», decía orgullosa. Se lo había regalado mi abuelo Luis, que era el juez de paz del pueblo. Se llamaba Benito, y junto con el loro peronista eran las dos únicas aves de la casa —había una docena— con derecho a un nombre. Cantaba todo el día, y cuando ella lo llamaba, hasta comía de su mano. «Los jilgueros tienen el canto más dulce de todos los pájaros», decía mi tía. Y era cierto, el resto de los canarios emitía sonidos cortados como las notas de un piano de juguete. Pero, cuando el jilguero trinaba, parecía entonar una melodía. Dorita lo adoraba.

Yo andaba por los diez años y estaba furioso con mi tía y con el pájaro. El abuelo intentó conformarme con una tortuga estúpida, que a las dos semanas se perdió en el terreno del fondo. Por eso cada tarde, durante todo un verano, me dediqué a dejar abierta la puerta del jaulón rojo. Quería que su mascota también se fugara.

—En las condiciones que me ofrece el juez no puedo aceptar salir. Con esa terrible amenaza afuera, la libertad que me ofrecen me provoca una angustia que no puedo soportar —explica Patricio—. Todo es una trampa. Una mentira. Yo estoy bien acá. Leo, fumo, juego al fútbol, espero nada. Me gusta esto. Al principio la pasé mal, te lo juro, pero ahora no, ahora estoy bien. Hasta me puse a estudiar Sociología. Ya aprobé todas las materias de primer año, y eso que de pibe no me gustaba, para nada, agarrar los libros. Prefería dibujar.

A través del estudio en el Centro Universitario de Devoto, Patricio había logrado eludir una lógica infalible: estar preso implica volverse tumbero. De esa manera llaman en la cárcel a los que se dejan vencer por el ambiente, por las propias debilidades y miserias, a los tipos que pasan todo el tiempo del encierro dándole vueltas a la causa judicial, repasando las razones por las que cayeron detenidos, o que viven pasándoles facturas a los compañeros que zafaron. Patricio, en cambio, conservaba un sentido de la realidad que lo sacaba de esa categoría. Por eso resultaba tan extraño que se negara a salir.

—Pero este lugar está repleto de asesinos y violadores… No entiendo por qué querés quedarte…

—Te acostumbrás, chabón. Acá te acostumbrás a todo. Además, ahora soy de los viejos y nadie me toca. La primera noche que me trajeron desde la Jefatura no pude pegar un ojo. Me dijeron de una que me iban a violar, que me iban a romper la cabeza. Pero no pasó nada. Apenas me robaron la radio y las Nike. Me insultaron un poco también, me curtieron por nuevo, por pendejo, y nada más. Es raro, acá está todo dado vuelta. Me gritaban asesino, puto, drogón. Todo lo que son ellos me lo gritaban a mí. Es raro. Llevo casi diez años de tumba y todavía sigo sin entender bien ese mecanismo. A los primarios les dan un bautismo de infierno. Los cubren con toda la porquería acumulada en el penal. Si no llegaron con bastante de afuera, se los infecta con la mugre de adentro.

—¿Nunca te agredieron?

—Sí, claro, varias veces. Todo te llega, pero a su debido tiempo. Aunque acá el tiempo es distinto. Es pesado y lento como un cerdo que no se deja matar. Recién me pegaron a los cinco días. Yo sabía que iba a pasar, porque aunque había hecho buenas migas con casi todos los puntos del pabellón, el negro Zárate me la tenía jurada. Era un uruguayo petiso y morocho, de nariz rota. Después me enteré de que fue boxeador y que hasta llegó a pelear en el Luna Park. Pero eso fue antes de que amasijara a la esposa, que según me contaron lo engañaba con su entrenador. Estuve dos semanas en la enfermería. Dos costillas fracturadas y un puntazo en el brazo que casi me toca una arteria. Mirá la cicatriz que tengo, parece una sonrisa. Ahora me gusta, es como la cinta de capitán de Maradona.

Patricio me pide un cigarrillo. Se lo doy encendido. Parado en mitad de la celda, aspira el humo con los ojos cerrados. Y vuelve a caminar. Completa con dos pasos el trayecto que lo deja ante la pared, y se demora un instante, como si quisiera estamparse contra la pintura descascarada. Larga el humo y da la vuelta.

—Igual, en un momento te cae la ficha y entendés que las peleas con los otros presos no conducen a nada y traen más desgracia. Podés terminar sumando años a tu condena.

Había revisado su ficha personal en la oficina del director. Tiene treinta y dos años pero aparenta cincuenta. La barba rala tiznada de canas y la pequeña aureola que, como un claro en la selva, le corona la cabeza, lo hacen parecer mayor. Debajo de ese agujero tiene el pelo largo. Se dejó una coleta que remata con una cinta azul sobre su espalda. Parece un hippie viejo. Viste unos jeans gastados, una remera que alguna vez fue negra y unas alpargatas de yute. Si fuera posible cambiar su vestimenta actual por un traje moderno, una camisa limpia y una corbata de seda italiana; si fuese posible eliminar sus ojeras violetas y distribuir por el resto de su cuerpo los diez o doce kilos que le sobran en la cintura, Ramos podría acercarse a la imagen de lo que siempre quiso ser antes de que lo apresaran: arquitecto. Pero no se puede. El tiempo es el único constructor que destruye y, en prisión, encuentra en el encierro y las privaciones sus aliados más eficaces.

Le cuento a Patricio Ramos la historia del jilguero Benito. Al principio el bicho parecía no darse cuenta de que la puerta del jaulón estaba abierta. Saltaba indiferente de un palito a otro. Yo me escondía para ver desde lejos cómo se consumaba mi travesura. Pero pasaban los minutos y el pájaro no escapaba. A veces se acercaba a la puerta y, cuando parecía que estaba por salir, hundía el pico en un resto de fruta o lo frotaba en una piedrita y, como si ignorara la ventana al cielo que yo le había fabricado, volvía a su rutina de saltitos. Durante un mes, día tras día, le abrí la puerta del jaulón, y nada. No podía lograr que saliera. Comencé a creer que el pájaro comprendía mi intención de darle un disgusto a su dueña, y que por esa razón no estaba dispuesto a colaborar. Por otra parte, el pájaro parecía preferir la seguridad de la jaula a la incertidumbre de la libertad. Ahora pienso que el pájaro sabía.

Una tarde me dio tanta bronca que decidí sacarlo a la fuerza. Aproveché que mi tía dormía la siesta, abrí la jaula y metí la mano para atraparlo. El jilguero empezó a aletear desesperado. No se dejaba apresar. Pero una vez que le di caza, ya no pude soltarlo. Estaba tan enojado que no podía pensar. El corazón del pájaro me latía en la palma. Y apreté, apreté fuerte, apreté hasta que le saltaron los ojos. Todavía me avergüenza recordarlo. Lo deshice en mi palma. A veces sueño con ese momento y me levanto con náuseas. Es el pequeño crimen que cargo.

Patricio Ramos suelta una carcajada. La primera risa desde que nos conocemos. Mi angustia le da una tregua a su miedo.

—¿Y tu tía? —me interroga con satisfacción.

—Jamás se enteró. Además yo la quería mucho, no sé por qué le hice eso. Enterré al pobre bicho en un macetón y pensaron que se había escapado. Culparon a mi abuela. Ella siempre limpiaba las jaulas por la mañana y por eso imaginaron que, en un descuido, había dejado la puerta del jaulón abierta.

—Qué lindo cuento, muy lindo cuento. Todos cargamos con algún muerto —dice Patricio sin mirarme, y vuelve a cruzar la celda con sus zancadas.