Nota para el lector

La idea de este libro comenzó con el destello de un relámpago y el estrépito de un trueno. Iba yo andando por el Upper West Side de Manhattan, cuando me sorprendió sin paraguas un torrencial aguacero de verano. Avisté un posible refugio: un elegante edificio de tres o cuatro pisos, con doble puerta de un negro reluciente y una placa de bronce que rezaba: «Sociedad Norteamericana para la Investigación de los Fenómenos Psíquicos». Atraída por las posibilidades que pudiera haber dentro, llamé al timbre, y pasé el resto del día examinando los archivos de la sociedad.

Al igual que la primera biblioteca pública que visité, la sala estaba abarrotada del suelo al techo por los lomos de tela y piel de libros antiguos, pequeñas lápidas de ideas e historia, revestidas de azul marino, violeta, marrón o negro, con los títulos impresos en desvaídas letras doradas. En el centro de la sala había taburetes altos, una estrecha mesa de madera y gavetas llenas de fichas del sistema decimal de Dewey. En «A-Ca» encontré varias entradas correspondientes a «automática, escritura», que remitían a «mensajes del mundo invisible» archivados en la biblioteca. Estaban escritos en diversos idiomas y caracteres, incluidos el chino, el japonés y el árabe, y supuestamente habían sido transmitidos a personas sin conocimientos de la lengua recibida. Los mensajes de personajes famosos o de la realeza eran dignos de atención, por tener las firmas «verificadas por expertos».

Me impresionaron particularmente las transmisiones recibidas entre 1913 y 1937 por Pearl Curran, «ama de casa corriente», de Saint Louis, sin instrucción formal más allá de los catorce años, que recibía las historias de una verborreica aparecida de nombre Patience Worth. Supuestamente, Patience había vivido en el siglo XVII y escribía sobre la época medieval. El resultado eran volúmenes enteros de prosa arcaica, basada en un íntimo conocimiento de los giros coloquiales y las costumbres de aquellos tiempos, en una lengua que no era del todo el inglés de la época, pero tampoco contenía anacronismos posteriores a 1700. Una de sus apasionantes narraciones comenzaba de esta animada guisa: «Veíase ya del rocío el brillo argénteo, en el campo deleitoso…». Aparte del inconmovible estilo de su prosa, había una buena razón para admirar o bien para aborrecer a Patience Worth y Pearl Curran: una de sus novelas había sido dictada en el plazo de treinta y cinco horas.

En los archivos había otro caso que me fascinó aún más. Los escritos habían sido registrados por una médium llamada Karen Lundegaard, residente en Berkeley, California, que en cincuenta y cuatro sesiones había recibido una historia llena de divagaciones, a medio camino entre la diatriba y las memorias, transmitida por un espíritu de nombre Bibi Chen.

El nombre me sorprendió. En San Francisco, mi ciudad natal, había una mujer muy conocida que se llamaba igual. Era una dama de la alta sociedad, propietaria de uno de los comercios más selectos de Union Square, Los Inmortales, que vendía antigüedades orientales. Murió en circunstancias extrañas que nunca se esclarecieron del todo. Karen Lundegaard la describía con precisión: «Una mujer de origen chino, menuda y quisquillosa, obstinada en sus opiniones e hilarante sin proponérselo».

Yo había tenido cierto trato con Bibi Chen, aunque no podía decirse que la conociera personalmente. Intercambiábamos breves saludos en los habituales actos de recaudación de fondos para las artes, en beneficio de la colonia asiática norteamericana. Su nombre solía aparecer destacado en negrita en las crónicas de sociedad, y la fotografiaban a menudo, ataviada con modelos espectaculares, una trenza multicolor y pestañas postizas espesas como las alas de un colibrí.

Karen había transcrito a lápiz las palabras de Bibi, en papel de carta amarillo. Las sesiones empezaban con trazos espasmódicos y falsos arranques convulsivos, que daban paso a páginas y páginas de rayas frenéticas y garabatos atolondrados, hasta adquirir gradualmente las suaves formas de la escritura. Era como estar viendo el electroencefalograma de un paciente con muerte cerebral que resucitara, una marioneta cuyas cuerdas se tensaran de un tirón y le dieran vida. Página tras atestada página fluía con generoso derroche de signos de exclamación y frases profusamente subrayadas: precisamente el estilo que a la mayoría de los escritores noveles se les aconseja evitar.

Cuando regresé a San Francisco, visité varias veces a Karen Lundegaard en su cabaña abarrotada de objetos de ocultismo y, según ella misma decía, «cosas para vender en un rastrillo». Estaba bastante frágil, debilitada por un cáncer de mama en fase metastásica, que desde hacía tiempo sabía que padecía, pero para el cual no había podido recibir tratamiento adecuado, por carecer de seguro médico. («Si alguna vez escribe algo de mí —me dijo—, cuénteselo a la gente»). Aunque estaba enferma, agradecía que yo la asaeteara a preguntas. Sus sesiones con Bibi Chen, según me contó, eran gratificantes desde el punto de vista profesional, porque su espíritu se expresaba con gran claridad. La conexión con otros espíritus, me explicó, solía ser inestable, como pasa con los móviles cuando no es buena la cobertura. «Bibi tiene una personalidad sumamente insistente», me dijo.

Yo me preguntaba si sería posible presenciar una sesión de escritura automática. Karen prometió intentarlo, pero dijo que tendría que ser más adelante, cuando se sintiera mejor. «Recibir» le absorbía mucha energía.

Cualquiera que fuera el origen de los escritos, decidí que el material era irresistible. En una ciudad conocida por sus personajes, Bibi Chen era la pieza genuina, una auténtica habitante de San Francisco. Sin revelar su historia, sólo diré que versaba sobre once turistas desaparecidos en Birmania, que ocuparon los titulares de la prensa durante semanas, una historia que los lectores probablemente reconocerán. Aunque es posible que Karen Lundegaard construyera su relato a partir de lo que había leído en los periódicos, sus escritos contenían detalles que no habían sido difundidos, según me dijeron personas que entrevisté más adelante.

Ya sea que creamos o no en la comunicación con los muertos, los lectores estamos dispuestos a suspender el escepticismo cuando nos sumergimos en la ficción. Queremos creer que existe realmente el mundo al que accedemos a través del portal de la imaginación ajena y que el narrador está o ha estado entre nosotros. Por eso he escrito así la historia, como una ficción inspirada en la escritura automática de Karen Lundegaard. He conservado las observaciones de cariz religioso o racial de Bibi, que pueden resultar ofensivas o humorísticas, según las tendencias políticas de cada lector. Algunas de las personas que participaron en los hechos reales me han pedido que no mencione sus nombres. Y aunque no he podido confirmar algunos detalles que daba Bibi, he dejado los que me han parecido interesantes. Por tanto, puede haber datos erróneos. Pero una vez más, la naturaleza de la memoria de mucha gente comporta cierto grado de embellecimiento y exageración, así como el sesgo de sus opiniones.

Aunque pueda pensarse que este libro me ha exigido tan poco esfuerzo en su redacción como los textos dictados por Patience Worth, he contado con la colaboración de muchos para ensamblar las piezas. Por las entrevistas, estoy agradecida a más personas de las que podría mencionar, pero todas ellas saben quiénes son. Quiero dar las gracias al Museo de Arte Asiático de San Francisco y a la Sociedad Norteamericana para la Investigación de los Fenómenos Psíquicos, de Nueva York, por haberme abierto sus puertas. Espero que los lectores visiten sus exposiciones y que engrosen sus arcas con generosos donativos.

Durante la redacción de este texto, los escritores y periodistas extranjeros teníamos prohibida la entrada a Birmania, por lo que no he podido ver con mis propios ojos los lugares mencionados. Agradezco, por tanto, los vídeos del país que me prestó Vivian Zaloom. Bill Wu me ofreció sus comentarios de experto sobre el arte budista que hay en China y a lo largo del camino de Birmania, y corrigió algunas de las interpretaciones de Bibi sobre influencias culturales. En algunos casos, he conservado deliberadamente los errores de interpretación de Bibi, y espero que el profesor Wu sepa perdonarme. Mike Hearn, del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York, me ofreció información adicional sobre la estética china. Robert y Deborah Tornello, de los Viveros Tornello, desenmarañaron lo que puede hallarse en una pluviselva de bambú, y la obra The High Frontier: Exploring the Tropical Rainforest Canopy, de Mark Moffett, me brindó una visión a vuelo de pájaro del ecosistema, con vívido y entrañable placer; Mark Moffett no guarda ninguna relación con el personaje del mismo nombre que aparece en este libro. Ellen Moore organizó las montañas de información reunidas y mantuvo las distracciones bajo control. El etólogo Ian Dunbar me iluminó sobre la conducta de los perros y los principios del adiestramiento, pero los métodos y la filosofía recogidos en esta ficción no son fiel reflejo de los suyos.

Si bien es imposible corroborar las ideas y los motivos de la junta de Myanmar, he incorporado el «informe de Bibi» como elucubraciones de personajes de ficción. Puede que de ese modo haya desdibujado el límite entre lo dramáticamente ficticio y lo horrorosamente cierto. Permítanme decir tan sólo que la veracidad de la historia de Bibi se puede comprobar en numerosas fuentes, donde aparecen mencionados el mito del hermano menor blanco, la matanza sistemática de los karen e incluso la prohibición del régimen militar de informar cuando la selección nacional de fútbol pierde un partido. Pido disculpas por los errores, la mayoría de los cuales son indudablemente míos, aunque puede que algunos sean «de Bibi». Las correctoras Molly Giles y Aimée Taub eliminaron el caos de las páginas y aclararon hacia adonde me dirigía y por qué me había perdido. Anna Jardine exterminó una plaga de atolondrados errores.

Un último e importante reconocimiento: quiero dar las gracias a título póstumo a Karen Lundegaard, que me dio su bendición para que usara los «escritos de Bibi» a mi leal saber y entender, que respondió incansablemente a mis preguntas y que me abrió sus puertas como a una amiga. Karen sucumbió a su enfermedad en octubre de 2003.

Mya Nat