La naturaleza de los finales felices
El dieciséis de enero, la Global News Network difundió el espectacular rescate de mis amigos y del Ejército del Señor por un flamante helicóptero Mi-8MPS generosamente cedido por el gobierno de la India. La mayor parte de la tribu podría haber bajado a pie, pero cuando los gemelos dijeron que querían ser elevados por los aires en el arnés gigante, todos los demás también quisieron. ¿Por qué no? Fue material para excelentes imágenes televisivas, durante todo el día.
Así pues, el destino (si así podemos llamarlo) cambió su curso sobre el dosel de la selva, y llovieron las bondades y los milagros, como un bienvenido aguacero después de una sequía. Tal es la naturaleza de los finales felices.
Antes de seguir cada uno su camino, mis amigos, algunas de cuyas personalidades habían llegado a chocar, dijeron sentirse tan próximos como familiares cercanos y prometieron reunirse una vez al mes para una «celebración de la vida», además de la reunión anual del día de Acción de Gracias. Compartirían cenas caseras preparadas con recetas de la selva, descubrimientos de profundización espiritual, consejos prácticos de supervivencia y apoyo en momentos de desasosiego personal. Todos acordaron con entusiasmo comprar tambores y calabazas autóctonos, para reproducir la pulsación y la exaltación colectivas que habían compartido aquella noche increíble. La experiencia les había abierto posibilidades que desbordaban sus aculturados sentidos occidentales. Sin embargo, la inmersión en sus vidas norteamericanas no tardó en devolverles una perspectiva más racional. Cuanto más pensaban, más se convencían de que sencillas fuerzas causales habían llevado de una cosa a la otra. Había sido esto, esto y esto: una cascada de acontecimientos, combinada con un potente efecto de carambola. En cualquier caso, los tambores habían sido asombrosos, ¿verdad? Convinieron en que debían seguir tocando los tambores en sus reuniones.
Y hablando de tambores, Dwight tuvo que pasar de contrabando el que había comprado, tanto por la aduana birmana como por la de Estados Unidos. Lo encontró en una tienda de Mandalay que prometía «genuinas antigüedades y rarezas». La etiqueta amarilla rezaba: «Hacia 1890. De la masa de la quiebra de lord Phineas Andrews. Tambor de cráneo humano, que produce un sonido diferente de cualquier otro». El propietario de la tienda creía que se trataba de un instrumento sagrado, llevado a Birmania por un sacerdote tibetano de visita en el país. En Birmania había una tribu con fama de haber sido cazadora de cabezas, pero no era particularmente aficionada a la música. En la tienda había otras curiosidades: abanicos fabricados con plumas de aves actualmente extinguidas, una alfombra de piel de tigre, butacas de pie de elefante y otras cosas por el estilo. Pero a Dwight no le interesaban.
La marea también cambió para la tribu. Tal como esperábamos, una productora de televisión expresó su interés por hacerlos participar en «el mejor reality show de todos los tiempos». Quiso la suerte que la productora tuviera una subsidiaria en Birmania, una fábrica textil que había estado haciendo negocios antes de las sanciones. Aprovechando varios huecos de la normativa vigente y diversas excepciones, así como cierta dosis de presión por parte de algunos grupos de interés, el proyecto recibió luz verde. Como diría Harry: ¡que comience el espectáculo!
Sólo hubo una modificación menor. El programa no se llamó «Los supervivientes del Señor», como Mancha Negra y sus amigos hubiesen deseado. Los responsables de marketing de la productora realizaron un estudio sobre una muestra representativa de público, en Fallbrook, California, y llegaron a la conclusión de que el nombre propuesto no caería bien entre los musulmanes, que podían ser muy numerosos en algunos países, ni entre los cristianos más conservadores, que podían molestarse al ver que Dios Nuestro Señor aparecía en compañía del Señor de los Nats y el Hermano Menor Blanco. Lo más decepcionante fue el sonoro rechazo del nombre por parte del sector del público que más interesaba a la productora: los chicos de entre doce y diecinueve años. En busca de un nombre mejor, los responsables de marketing recorrieron los centros comerciales del país, y pronto lo encontraron: «¡junglamanía!». Los briosos signos de exclamación captaban la emoción de presenciar los auténticos peligros de la selva, con concursantes reales, en una jungla real, donde la eliminación por muerte real y dolorosa era una posibilidad permanente, que incluso podía ocurrir durante la emisión en directo.
Tras unas amigables negociaciones que duraron varias horas, y no los meses de disputas sobre pequeños detalles que determinan el estancamiento de la mayoría de los tratos, los miembros de la tribu se enteraron de que iban a recibir una generosa participación en los beneficios a «coste de reembolso anticipado», con «puntos sobre el saldo neto», todo lo cual estaría sujeto a una estricta contabilidad por parte de costosos abogados, aunque en ese sentido no había por qué preocuparse, ya que los honorarios corrían enteramente a cargo de la productora, de lo cual la tribu estaba muy agradecida. Sin duda, los beneficios serían enormes, teniendo en cuenta la popularidad de que gozaban los miembros de la tribu, y como probablemente obtendrían millones de kyats, no era necesario pagarles nada por adelantado. De hecho, esa práctica era una tradición, conocida como «la norma del sector». ¿Era satisfactoria para la tribu?
—¡Dios es grande! —entonaron los gemelos.
—¡Es un milagro! —gimió su abuela.
Cuando empezó a emitirse la serie, las predicciones se cumplieron. Las dos primeras semanas, los índices se dispararon: número uno entre los reality shows programados en Estados Unidos los jueves por la noche, en horario de máxima audiencia. Las cifras bajaron un poco la tercera semana, pero se recuperaron cuando dos invitados del programa, Mark Moffett y Heidi Stark, revelaron que habían descubierto una nueva especie de planta.
Durante ese episodio, Moff narró el momento emocionante en que él o, mejor dicho, Heidi y él habían descubierto y estudiado el espécimen en su hábitat, además de documentar su localización secreta. La rarísima planta tenía un bulboso extremo superior, que recordaba cierta parte del organismo masculino, tal como la describió Moff discretamente al público familiar, poco antes de que la chocante imagen apareciera en pantalla. Un botánico de la Academia de Ciencias de California ya había confirmado que la planta no estaba catalogada, y en colaboración con Moff había redactado un artículo que había sido enviado a una prestigiosa publicación especializada, para su evaluación por parte de otros botánicos. Cuando se publicara el artículo, explicó Moff, la planta se conocería oficialmente con el nombre de Balanophora moffettorum por Heidi y él, que pronto contraerían matrimonio. Moff tuvo el orgullo de publicar un artículo científico en Weird Plant Morphology, y la prensa generalista no tardó en hacerse eco del descubrimiento, con testimonios de satisfechas mujeres de mediana edad.
El episodio de «¡Junglamanía!» en que aparecieron Moff y Heidi tuvo una audiencia enorme. La noche anterior a su emisión, la pareja había estado invitada en el «Show de David Letterman», y el presentador había abierto la entrevista observando que Moff y Heidi tenían un aspecto decididamente «radiante». Se inclinó hacia ellos, como buscando una confidencia.
—¿Tendrá algo que ver esa planta afrodisíaca que acaban de descubrir?
Moff rio y dijo que no había pruebas científicas de que la planta tuviera ningún efecto sobre la libido, el rendimiento o la resistencia, pero el hábil sondeo de Letterman lo llevó a divulgar que varias personas, como servicio a la ciencia, se habían sometido valerosamente a unos experimentos durante un período de dos meses. Las «observaciones empíricas» eran meramente anecdóticas y no podían considerarse científicas, pero aun así sugerían —aunque no probaban— que los usuarios podían potenciar y mantener la «actividad orientada a la reproducción» durante días enteros y, más interesante aún, la planta era igualmente eficaz para las mujeres, o incluso más. Los titulares de la prensa cubrían todo el espectro, desde «“Ya era hora”, dicen las mujeres», hasta «Las autoridades eclesiásticas temen un aumento de la infidelidad». Para evaluar los potenciales usos médicos, se creó una nueva empresa con socios dispuestos a arriesgar capital, y se le prometió a la tribu parte de los beneficios.
—¡Dios es grande! —entonaron los gemelos.
—¡Es un milagro! —gimió su abuela.
Los índices de audiencia de «¡Junglamanía!» volvieron a aumentar, aunque de manera menos espectacular, cuando los botánicos que acudieron a estudiar la nueva Balanophora en su ambiente natural hallaron, además, una especie desconocida de ajenjo dulce, que contenía el compuesto artemisinina en concentraciones elevadísimas. Habían sorprendido casualmente a las ancianas de la tribu administrando la medicina al birmano que operaba la grúa del programa, que había contraído malaria y yacía como un bulto delirante y sudoroso. Al cabo de pocos días, el operador de la grúa prácticamente se estaba columpiando de liana en liana por la jungla. El ajenjo recién descubierto, según demostraron los estudios iniciales, era un antipalúdico de gran eficacia, posiblemente hasta cien veces más potente que las plantas que ya se cultivaban en otras partes de Asia para obtener compuestos activos contra la malaria. Sorprendentemente, la nueva especie era también eficaz en los casos resistentes a los fármacos. Por si fuera poco, crecía más aprisa, ya que maduraba en nueve meses, en lugar de dieciocho. Además, a diferencia de otras especies relacionadas y menos eficaces, no necesitaba mucho sol. Le bastaba con un poco de luz filtrada, o quizá incluso la necesitaba, y una torrencial lluvia monzónica de vez en cuando le resultaba beneficiosa. Las selvas densas y húmedas, en lugar de los campos soleados, eran el mejor ambiente para la especie, que era ideal para proliferar en los millones de hectáreas de jungla virgen.
¡Una cura lista y disponible! Naturalmente, los habitantes de los países tropicales no cabían en sí de dicha, ante la perspectiva de disponer de un remedio eficaz y barato contra la malaria. Solamente en África morían tres mil niños al día, un millón al año. Las compañías farmacéuticas fueron las únicas que no se alegraron. No era preciso realizar investigaciones, ni complicados procesos de extracción, ni tampoco hacían falta pruebas clínicas, ni autorización de la FDA para el uso de la planta en otros países. Sólo se necesitaba una abuela karen, para enseñar a la gente cómo preparar una infusión con la planta. El Ejército del Señor se embolsaría millones, quizá miles de millones, suministrando el producto a la Organización Mundial de la Salud.
—¡Dios es grande! —entonaron los gemelos.
—¡Es un milagro! —gimió la abuela.
Para la recién rebautizada Red Estatal de Paz e Innovación (REPI), la planta era objeto de benévolo interés. Se aprobó una nueva ley que se aplicaría con implacable firmeza. ¡No más deforestación de los bosques de teca! ¡No más tala de árboles para construir oleoductos! ¡No más destrucción de la jungla para cultivar la adormidera de la heroína! Los que atentaran contra el medio ambiente serían torturados y posteriormente ejecutados. Moff comentó con una risa sardónica:
—Donde el ecologismo ha fallado, el comercio triunfa.
La felicidad y los elevados índices de audiencia prevalecieron durante más tiempo. Pero si los milagros son como la lluvia después de una sequía, la codicia es la riada que le sigue. Los productores de heroína y los cazadores furtivos, tras sobornar a los miembros del REPI, se presentaron en la selva armados de palas y fusiles AK-47, y saquearon las laderas hasta no dejar ni un zarcillo de Balanophora intacto. El consumo de la planta por parte de los militares condujo a un aumento de las violaciones de mujeres de las minorías étnicas, una práctica que algunos jerarcas militares justificaron como una forma natural de asimilar a las tribus, porque ¿quién iba a librar una guerra civil con una nueva generación de niños mestizos? Tras declarar que la destrucción de la planta se debía a «una situación de mala gestión que requería intervención», la junta se hizo con el control del territorio, para que el daño no se extendiera al valioso ajenjo. Nadie tenía autorización para recoger ni una sola hoja de la planta, ni siquiera la tribu. Se oyeron débiles voces de protesta de varios grupos de defensa de los derechos humanos en todo el mundo. Pero para entonces «¡Junglamanía!» ya no se emitía en horario de máxima audiencia, sino en la franja mucho menos popular de los domingos a las siete de la mañana. El consejo de la REPI explicó que en realidad los karen nunca habían ostentado la propiedad de la tierra. El régimen les había concedido el «usufructo responsable» de la tierra y, con toda seguridad, la tribu así lo había comprendido, puesto que todos los birmanos sabían que la propiedad privada de la tierra no existía en el país. La tierra pertenecía al pueblo, dijo la junta; así pues, en interés de todos los birmanos, los miembros de la junta tenían que intervenir para proteger los bienes comunes. Opinaban que los integrantes del Ejército del Señor, siendo verdaderos patriotas, tenían que entenderlo perfectamente. Varios altos oficiales se habían entrevistado con ellos y habían confirmado ese extremo.
Pasó otro mes, y para entonces, los índices de audiencia de «¡Junglamanía!» se habían hundido hasta las profundidades de una fosa tectónica. Ni siquiera las trágicas muertes de varios miembros de la tribu, por malaria sin tratar, consiguió resucitarlos. El programa fue cancelado, sin que hubiese ganado un triste centavo ni un kyat birmano, y tras invertir cantidades ingentes en publicidad y gastos varios.
Poco después, las estrellas de «¡Junglamanía!» desaparecieron tan repentinamente como lo habían hecho sus huéspedes norteamericanos aquella mañana de Navidad. Mientras tanto, los nombres de mis amigos siguieron asomando en unos pocos artículos de revistas: «Lo que si se lleva y lo que no», «¿Dónde están ahora?» y «Quince segundos».
Unos meses después de que el Ejército del Señor se perdió de vista, sus integrantes reaparecieron en un campo de refugiados, cerca de la frontera tailandesa. En preparación para la muerte, habían emprendido el viaje a pie hasta la frontera con sus mejores galas, las prendas que les había dado la productora, para que lucieran en el programa como publicidad indirecta: camisetas del repelente en aerosol Fuera Bicho, vaqueros de la marca Roto & Desgarrado y gorras de béisbol de la Global News Network. Las abuelas llevaban los chales de campanitas. Al realizar los controles médicos, los doctores del campamento descubrieron que los gemelos Botín y Rapiña no eran niños de siete u ocho años, como habían supuesto mis amigos, sino chicos de doce, retrasados en el crecimiento por pasarse el día fumando cigarros. Un psiquiatra norteamericano de visita en el campamento diagnosticó que la abuela de los gemelos padecía trastorno por estrés postraumático. En su opinión, entre un diez y un veinticinco por ciento de los refugiados sufría la misma perturbación. En el caso de la anciana, se debía al hecho de haber presenciado el asesinato de ciento cinco habitantes de su aldea. Esa experiencia, según decía, le había provocado el «pensamiento mágico» de que los gemelos eran deidades. Los gemelos admitieron que le seguían la corriente a su abuela para hacerla feliz, y también porque de ese modo les daban todos los cigarros que querían.
Varias ONG trabajaron brevemente con la tribu, señalándole formas de volverse autosuficiente. Algunas de las sugerencias recibidas fueron crear una empresa para instalar antenas parabólicas en lugares apartados, abrir una franquicia de generadores de bicicleta o vender a través de eBay los interesantes chales de campanitas, adornados con escarabajos esmeralda y confeccionados con el «punto secreto». Mancha Negra explicó que la tribu simplemente quería un palmo de tierra donde poder cultivar sus hortalizas, preservar sus historias, vivir en armonía y esperar el día en que el Hermano Menor Blanco volviera a encontrarlos.
Al final del verano, el gobierno tailandés decidió que no todos los karen acogidos en los numerosos campamentos de refugiados eran refugiados auténticos. Los que no habían huido de la persecución política no estaban en peligro y debían regresar a Birmania. En opinión de las autoridades, unos mil quinientos entraban en esa categoría, entre ellos los miembros del Ejército del Señor, que no sólo no habían sido perseguidos, sino que habían recibido tratamiento de celebridades. Los condujeron al otro lado de la frontera, donde una comitiva militar de bienvenida los estaba esperando. Algunos temían las represalias del régimen contra los fugitivos, pero no había motivo de alarma. Hasta ese momento, no había habido quejas de ninguno de los repatriados, ni una sola queja. De hecho, no se sabía nada en absoluto de ninguno de ellos.
Mientras eran transportados —según un sucinto informe militar difundido posteriormente—, los insurgentes de las montañas, antes conocidos como el Ejército del Señor, se fugaron y se ahogaron, tras arrojarse tontamente a un río crecido.
Mis amigos norteamericanos se sintieron destrozados cuando les llegó la noticia, meses después del suceso. No habían vuelto a verse desde su regreso, pero convocaron una reunión. Hubo gran profusión de abrazos y lágrimas. ¿Qué les habría sucedido a Mancha Negra, Grasa, Salitre y Raspas? ¿Dónde estarían los gemelos fumadores de cigarros, Botín y Rapiña, y la lunática de su abuela? ¿Sería cierto que se habían ahogado o les habrían disparado cuando estaban en el agua? ¿Estarían vivos, pero trabajando de porteadores, operarios del oleoducto o barredores de minas? ¿Estarían justo en ese instante en la jungla, silenciosamente ocultos, mientras los soldados pasaban cerca, cazando cabras?
Con la Mente de los Otros, yo veía dónde estaban. Hay un sitio en la selva llamado El Otro Lugar, una hondonada que divide la Vida y la Muerte, más profunda y oscura que el otro barranco. Están tumbados sobre sus esterillas, todos en fila, y miran fijamente las copas de los árboles, que ocultan el cielo.
Cuando el sol se marcha y arriba no hay estrellas, vuelven a sus recuerdos. Oyen cien tambores de bronce, cien cuernos de vaca y cien calabazas talladas en forma de rana espinosa. Oyen el trino de las flautas y el eco de los cascabeles. Oyen la cantarina música del agua fluyendo sobre las piedras, grata a los oídos de cualquier dios. Juntos, cantan en perfecta armonía: estamos juntos y eso es lo que importa.
Me permitirán que les confiese que me equivoqué respecto a Heinrich. Nunca fui capaz de discernir sus verdaderos sentimientos. Era un maestro del subterfugio, y yo estaba convencida de que no quería saber nada más de él.
Pero los rumores estaban en lo cierto. Era verdad que había sido agente de la CÍA. En 1970, dejó de estar de acuerdo con la política de Estados Unidos acerca de Vietnam. Si quieren saberlo, fue a raíz del Programa Fénix, cuando los integrantes del Frente de Liberación Nacional fueron clasificados como miembros del Vietcong y asesinados. Abandonó el servicio como idealista desilusionado y, puesto que había trabajado de asesor de hostelería y turismo como tapadera, no vio razón para no seguir desempeñando la misma función en Bangkok. ¡Ah, y el acento era falso! O al menos lo fue al principio. Había nacido en Los Ángeles, tierra de actores, de padre suizo alemán y madre austriaca, y por oído familiar era capaz de fingir el acento. Como lo hacía constantemente, llegó a hacerlo con total naturalidad, incluso cuando estaba borracho. El estupor alcohólico, en cambio, no era una tapadera. Heinrich era un hombre triste y amargado, que sólo se encontraba bien cuando perdía el sentido.
Lo que me sorprendió fue su conexión con las tribus de las montañas y, en particular, con el Ejército del Señor. Conocía a Mancha Negra por las muchas veces que el barquero había llevado turistas al hotel. En Heinrich, Mancha Negra encontró un espíritu amigo. Había oído al alemán proferir palabras de odio contra el régimen. Finalmente, hizo un pacto con Heinrich, que éste ocultó al personal del hotel. Heinrich compraría suministros y materiales para el hotel, que luego —¡maldita mala suerte!— serían «robados». En los últimos tiempos, había sido una bicicleta y un televisor, una antena parabólica, un generador de pedales y varias baterías de coche. También la comida desaparecía con frecuencia, por lo general, especias y pescado fermentado. Pero Heinrich jamás le había dicho a Mancha Negra que pudiera «robar» su teléfono vía satélite, ni menos aún que Mancha Negra y sus amigos pudieran secuestrar a sus huéspedes.
Aunque bien mirado, considerando las cosas en retrospectiva, era posible que se lo hubiera dicho, inadvertidamente. Recordaba el día en que Mancha Negra le dijo con gran exaltación que habían encontrado al Hermano Menor Blanco. Estaban hablando en birmano delante de los turistas. ¿Lo ves ahí? El chico alto que está jugando con la pelota. Mancha Negra profetizó que muy pronto conseguirían reunirlo con sus seguidores, allá arriba, en el lugar llamado Nada. Heinrich intentó disipar la confusión. El chico no era más que un turista norteamericano —señaló—, y no una deidad. Pero había hecho magia con las cartas, dijo Mancha Negra. Durante un tiempo estuvieron presentando argumentos y contraargumentos sobre los rasgos que catalogaban a Rupert como dios o como turista. Para demostrar la imposibilidad de que Rupert se aviniera a ir a Nada, Heinrich observó:
—La única probabilidad de que tal cosa suceda es que todo el grupo acepte ir, por pura diversión.
Y ahora recordaba que Mancha Negra le había contestado:
—Gracias por tu sabiduría.
Cuando los turistas no regresaron el día de Navidad, Heinrich intentó no demostrar que estaba preocupado. Tenía que alejar a los militares de la verdad tanto como pudiera. Si las autoridades se enteraban de que todos ellos estaban confabulados, eso sería la sentencia de muerte para la tribu y probablemente también para él. Y tenía que conseguir que ese imbécil de Bailley dejara de agitar las aguas. La siguiente vez que Mancha Negra volvió al hotel a por suministros, Heinrich lo agarró por el cuello. «Los hermanos y las hermanas blancos están bien —le aseguró Mancha Negra—. Adoran a los karen. Lo han dicho delante de su cámara de cine. Y están muy, pero que muy cómodos, por lo que no hay ningún problema. Les parece una gran aventura dormir dentro de un árbol. Y en cada comida elogian los inusuales platos, diciendo que nunca han comido tantas exquisiteces desconocidas ni tantos sabrosos insectos». Heinrich no podía creer que los turistas se hubiesen tragado la absurda historia del puente caído, pero se sintió aliviado al saber que disponía de más tiempo para sacarlos del aprieto. Esperaría unos días más, con la esperanza de que los turistas se cansaran de su aventura y la tribu advirtiera que el chico no era su salvador. Mientras tanto, se aseguraría de que Mancha Negra les llevara provisiones en abundancia para que no murieran de inanición, por mucho que abundaran los insectos sabrosos. También regañó a Mancha Negra por robarle su teléfono vía satélite. Le dijo que no tenía sentido que la tribu tuviera un teléfono en plena jungla, porque era imposible recibir la señal debajo de los árboles. Mancha Negra repuso que su pueblo se sentía indefenso sin teléfono y que, ahora que tenían uno, podrían ordenar que sucedieran muchas cosas. Le aseguró a Henry que pronto se lo pagaría.
Mancha Negra regresó otras tres veces más. La primera fue para recoger provisiones, entre ellas fideos, que el Hermano Menor Blanco ansiaba comer. En la segunda visita, le entregó las curiosas plantas rojas que efectivamente le sirvieron para pagar un nuevo teléfono vía satélite. En la tercera, le dio la cinta de vídeo que convertiría a los integrantes del Ejército del Señor en estrellas de televisión, y le pidió que se la hiciera llegar a Harry, que ya tenía un programa muy popular, visto en todo el mundo. Heinrich vio la cinta dos veces, intentando decidir si serviría de algo o resultaría contraproducente. ¿Quién podía saberlo con certeza? Fue a su despacho, cerró la puerta y se sirvió dos vasos de un vino añejo de Oporto, uno para él y otro para el nat que habitaba en el armario de los licores. Varios días y muchos vasos después, el nat se avino finalmente a no hacer ninguna de sus maldades.
Walter recuperó la memoria dos días después de ser hallado inconsciente en la pagoda, tras recibir el impacto de una losa suelta caída de canto. Recordó exactamente lo sucedido.
Estaban todos en el muelle, esperando a Rupert. Los turistas y las lanchas estaban aguardando a que los llevara a ver su sorpresa navideña, la escuela situada del otro lado del lago, donde un grupo de alumnos interpretaría unos villancicos. Para encontrar al fastidioso niño, uno de los barqueros había ido en una dirección, y él en la otra. Poco después, el barquero lo alcanzó corriendo, para decirle que creía haber visto al chico, pero que podía estar herido. Había visto a un niño trepando por una pagoda sagrada que estaba en reparación, le dijo, y que después el chico había resbalado y caído fuera de su vista. El barquero dijo haber llamado muchas veces al chico, sin recibir respuesta. Le sugirió a Walter que trepara, para ver si lo encontraba, mientras él iba en busca de ayuda para llevarlo de vuelta.
La pagoda se encontraba en un estado lamentable. Se habían desprendido piedras y ladrillos de varios sitios y los Budas de los nichos de las paredes ya no tenían cara. Apoyada contra la pared interior del fondo, Walter encontró una escalera de mano. Subió e hizo un cuidadoso registro, pero no había ni rastro de Rupert. ¿Sería aquélla la pagoda que le habían indicado? Cuando quiso bajar, se encontró con que la escalera de madera se había caído (gracias al barquero, que la había derribado para dejarlo a él atrás, mientras sus amigos escamoteaban a los turistas). Seis metros separaban a Walter del suelo. ¿Qué hacer? Gritó. Seguramente alguien vendría a buscarlo. Pero cuando hubo transcurrido un cuarto de hora, comenzó a preocuparse, pensando que los turistas estarían impacientes y enfadados, y decidió bajar sin la escalera. Hundió los dedos en las grietas entre las piedras y apoyó los pies en pequeñas protuberancias del muro, al tiempo que pedía disculpas al nat de la pagoda por pisar la frágil pared. Pero aun así debió de ofender al nat, porque cuando estaba a tan sólo medio metro del suelo, el bloque de piedra del que estaba colgando con la mano izquierda se desprendió como un diente podrido de unas encías tumefactas. En un destello de dolor, se precipitó a un lugar sin fondo, donde vio a su padre por primera vez desde hacía más de diez años.
Ese día y al día siguiente, permaneció en el lugar sin fondo, donde habló largamente con su padre. ¡Qué buena conversación había sido, a la vez jubilosa y amarga! Su padre le dijo que no debía considerar como una maldición el legado de su familia. El inglés podía salvarlo. Tenía que irse al extranjero, estudiar y dejar que su mente vagara libremente. Hasta entonces, no debía doblegarse en espíritu ante quienes lo atropellaban. Su padre le dio entonces una foto de él con su propio padre. En el dorso había escrito: «Con esperanza, la mente siempre es libre. Honra a tu familia y no a aquellos que nos han destruido». Walter asintió y puso la fotografía bajo la piedra que le había golpeado la cabeza y liberado los pensamientos.
Cuando despertó en la habitación verde, su cabeza era un tambor. Había tres policías militares a su lado. Se enteró de que los turistas norteamericanos habían desaparecido. Estuvo a punto de decir a la policía lo que sabía, pero entonces recordó con claridad las palabras de su padre. Recordó el sonido de su voz. Recordó el dolor de haberlo perdido.
—No recuerdo nada —dijo a la policía militar.
Walter siguió siendo tan eficiente como lo había sido siempre, desde el primer día en que lo conocí. En cuanto oyó que sus turistas iban a ser rescatados en helicóptero, lo dispuso todo para recoger su equipaje en el hotel Isla Flotante y enviarlo a la embajada de Estados Unidos en Rangún. Reservó billetes de avión para el viaje de los norteamericanos a la capital, donde se reunieron con funcionarios de la embajada, para un análisis final de la situación. Cuando mis amigos insistieron en que cenara con ellos la noche antes de su partida, tuvo ocasión de hablar abiertamente, seguro de que guardarían en secreto lo que les dijera. Les habló de su padre, el periodista y profesor, de su compromiso con la verdad y del precio que había pagado.
—Hubo un tiempo en que yo también quise ser periodista —dijo Walter—, pero tuve miedo, pues me inquietaba más mi vida que el futuro de mi país.
—Ven a Estados Unidos —le dijo Wendy—. Allí podrás estudiar periodismo. Tu inglés es perfecto, así que no tendrás problemas para seguir las clases.
Muchos de los turistas que había conocido le habían dicho que tenía que ir a Estados Unidos, pero lo suyo no pasaba de ser un comentario amable, porque era prácticamente imposible conseguir el visado. En primer lugar, había que dominar el inglés, y él lo dominaba. En segundo lugar, había que tener unos antecedentes académicos impolutos, y él los tenía, y además en literatura inglesa. Por último, había que tener suficiente dinero para el viaje, la comida, los libros, la matrícula y el alquiler, y a él le faltaban unos veinticinco mil dólares.
—Vente —repitió Wendy—. Nosotros nos ocuparemos de todo.
El corazón de Walter se aceleró. Era terrible que le agitaran delante de la cara, así, como si nada, una esperanza tan grande.
—Eres demasiado amable —dijo él con una sonrisa.
—No es sólo amabilidad —replicó Wendy—. Te estoy ofreciendo poner dinero en el banco, para que puedas venir a estudiar periodismo. Necesitamos a gente como tú.
Walter se presentó al examen oficial de inglés y lo aprobó con una puntuación alta. Fue admitido en la Escuela de Periodismo de la Universidad de California en Berkeley, con una beca que cubría el coste completo de la matrícula. Y fiel a su palabra, Wendy abrió una cuenta bancaria a su nombre y depositó en ella veinticinco mil dólares. Para entonces, los funcionarios consulares de la embajada de Estados Unidos en Rangún lo conocían de sobra, y todo el papeleo fue resuelto con deliberada celeridad. Pero antes de su partida, Estados Unidos fue atacado. Los rascacielos más altos de Nueva York se desplomaron, al igual que el sueño de Walter de viajar a Norteamérica. No se enteró de los ataques por los periódicos, ni por Myanmar TV. El gobierno había prohibido toda mención al respecto. Un funcionario consular norteamericano se lo dijo, cuando le explicó por qué su solicitud quedaba indefinidamente congelada. Como muchos otros con esperanzas similares, se encontraba en una lista de espera, a la merced de numerosos factores desconocidos.
El día que se lo dijeron, volvió al lago Inle, a la pagoda a cuyos pies yacía la piedra que le había cambiado la vida. Sacó la fotografía de su padre, le dio la vuelta y leyó las palabras que preservarían su libertad.
Un año después del rescate, Moff y Heidi aún no se habían casado. La que dudaba era Heidi. Sabía que tanto el amor como el miedo eran estados reducidos de conciencia, poco idóneos para tomar decisiones importantes. De momento, vivir juntos ya era suficientemente arriesgado.
Los fines de semana, Moff la llevaba al circuito de carreras de Laguna Seca, cerca de su plantación de bambú. Los coches atronaban y el corazón de ella palpitaba, casi hasta salírsele del pecho. Le encantaba la sensación, la liberación del terror. Cerraba los ojos y prestaba atención al ciclo del aullido de los motores, ensordecedor primero y menguante después. Acercamiento y retirada, amenaza y exaltación, un ritmo que se repetía incesantemente. Los bólidos corrían a la velocidad del amor, a punto de salirse del circuito y llevársela por delante. Pero siempre se mantenían en la pista, y ella también, a salvo del desastre, vuelta tras vuelta. Cuando la vieja angustia avanzaba y amenazaba con consumirla, ella recordaba que ya le había ocurrido aquello para lo que se había preparado. Había sobrevivido a la jungla. También se había matriculado en un curso de formación de personal paramédico, el primero de muchos que necesitaría seguir, porque algún día se metería en una furgoneta y saldría directa hacia el desastre, y lo haría por su propia voluntad.
Moff, por su parte, se estaba volviendo más cauto. Nunca había sido uno de esos padres que se preocupan, pero para él había sido una agonía ver a Rupert al borde de la muerte. La cámara no había mentido. Cuando su hijo estaba temblando con tal fuerza que Moff sentía que se le partían los dientes y se le agrietaba el cráneo, supo que los horrores del remordimiento no harían más que ahondarse y ensancharse, abarcando el resto de su ser y consumiendo su corazón con dientes de bebé. Lo veía en sueños, como la cinta que había visto, rebobinándose y ocurriendo de nuevo, y él intentaba una y otra vez salvar a su hijo, y fracasaba, todas las veces fracasaba. Cuando le habló a Heidi de esa pesadilla recurrente, ella le dijo:
—Lo sé.
Era exactamente lo que él necesitaba oír. Ella sabía que el miedo de él no era suficiente. Se preocuparía. Siempre estaría prestando atención a todas las cosas en que podría ser más cuidadoso.
Aunque Rupert había actuado como si le fastidiara que lo trataran como a un dios, ahora fantaseaba acerca del Hermano Menor Blanco y el Señor de los Nats. Veía mentalmente una versión en anime de sí mismo, interpretando los dos papeles. A veces se convertía en un árbol, o en un pájaro, o en una roca. Otras, llevaba puesta la máscara de un mártir, con una mueca de agonía. Se representaba a sí mismo escalando templos y arrojando ladrillos a los soldados del régimen, que avanzaban hacia él. Algún día regresaría a Birmania para salvar a su pueblo. Lo volvería invisible.
Mientras tanto, practicaba nuevos trucos de cartas y navegaba por Internet. Por curiosidad, buscó referencias al «Hermano Menor Blanco» y se sorprendió al encontrarlo mencionado en varios sitios web, como un mito de las tribus karen de las montañas. Le había parecido extraño lo que aquella gente creía, pero esto era todavía más extraño. Decían que el Hermano Menor Blanco traería de vuelta los Escritos Importantes perdidos y pondría fin a su sufrimiento. Realizó más búsquedas y encontró un artículo que formaba parte de las memorias inéditas de la esposa de un capitán del Raj británico. En amena prosa, la dama narraba su encuentro con un inglés, «en la parte salvaje de la jungla habitada por los karen de las montañas». El hombre pretendía ser un caballero pero ella había notado en él «la desatinada arrogancia de quien ha accedido a la nobleza no por sus méritos, sino por el repugnante lucro». Contaba que los habitantes de las montañas, al estar aislados del mundo moderno, creían que el inglés era el «mítico Hermano Menor Blanco». El hombre respondía al curioso nombre de Seraphineas y había engendrado numerosos hijos con sus dos docenas de «vírgenes perpetuas».
Rupert pasó la mayor parte de la noche buscando, como un perro olfateando una pista, hasta dar con un hallazgo que lo hizo estremecerse. Su libro favorito, El experto en trucos de cartas, era una reedición de Artificios, artimañas y subterfugios con las cartas, cuyo autor era S. W. Erdnase, que no era sino «E. S. Andrews» al revés. No estoy sugiriendo que Rupert fuera verdaderamente el Reencarnado, como lo llamaba la tribu karen. Simplemente les recordaré las palabras del propio Rupert: «En tierras de magia, pueden suceder cosas mágicas, pero sólo si creemos». Rupert creía.
Wendy y Wyatt ya no estaban juntos. Pero eso ya lo habían adivinado ustedes. Wyatt se despidió de ella para ir a recibir una bienvenida de héroe en Mayville y nunca regresó. Sólo le escribió una carta de agradecimiento por el «inolvidable viaje a Birmania», diciéndole que esperaba volver pronto, para asistir a una de esas reuniones de las que habían hablado. Wendy estuvo llorando un día seguido y siguió llorando de vez en cuando, durante varias semanas más.
Finalmente, se entregó en cuerpo y alma a su trabajo. Se había convertido en militante a tiempo completo de Libre Expresión Internacional, dedicada a denunciar al régimen birmano y la penosa situación de la población. Phil Gutman la instruía.
—Una cosa así no se puede acallar —decía—. Hay que denunciar al puto régimen. Los que se creen toda esa mierda de las negociaciones constructivas, por lo general acaban trabajando como asesores de relaciones públicas, contratados por las empresas que tienen allí sus negocios. Son los que hacen que la gente se haga ilusiones, diciendo que los militares van a entablar conversaciones con Aung San Suu Kyi. ¡Seamos realistas! No es más que un engaño, para que la gente se crea que van a hacer reformas.
—¿Cómo sabes que esta vez no va en serio? —decía Wendy.
—Porque ya lo han hecho antes —respondía Phil—. La pusieron en libertad, la volvieron a arrestar, la liberaron de nuevo y la arrestaron otra vez. Es el viejo juego del gato y el ratón. No puedes rehabilitar a unos psicópatas asesinos, violadores en serie y torturadores. Nadie en su sano juicio los dejaría salir de la cárcel. ¿Cómo van a permitirles que gobiernen un país?
Así preparada, Wendy decidió dedicarse al periodismo de investigación, con especial atención a los temas relacionados con los derechos humanos. No escribía demasiado bien, pero era reconfortante ver que había encontrado una pasión y que estaba actuando en consecuencia. Sí, desde luego que era inmadura y bastante tonta, y que sin duda cometería muchos errores, pero era de esperar que ninguno fuera demasiado grave. Wendy deseaba cambiar las cosas y algún día maduraría lo suficiente como para hacerlo, en pequeña escala o incluso a lo grande. Ya había convencido a su madre para que se convirtiera en la principal contribuyente de las pobres arcas de Libre Expresión Internacional. Wendy estaba feliz de haber despertado la conciencia política de su madre. Incluso le pidió que les financiara otro viaje a Birmania, para que Phil y ella pudieran ir como observadores de los derechos humanos, de incógnito, naturalmente. Su madre asintió y le dijo:
—¡Qué valiente eres!
Pero yo sabía que el viaje nunca llegaría a realizarse. A Mary Ellen el último rescate le había añadido veinte años, de modo que ahora aparentaba su verdadera edad. Yo también pensaba que Wendy no debía ir. La junta había incluido su nombre en una lista especial de extranjeros, y si algún día ponía un pie en tierra birmana, se lo cortarían.
Era tanta la admiración que Wendy sentía por Phil como mentor que se acostaba con él, y lo hacía con suficiente frecuencia como para que pudiera decirse que eran amantes. Había decidido que los cuerpos macizos ya no eran tan importantes. Phil era inteligente y elocuente, y eso era una forma de seducción. Le gustaba que Phil se preocupara porque ella no le prestaba suficiente atención, que era lo contrario de lo que le sucedía antes con Wyatt. De hecho, se daba cuenta de que Phil podía llegar a ser un poco pegajoso. De vez en cuando le hacía preguntitas como: «Hoy he estado pensando en tu culito. ¿Has estado pensando tú en el mío?». A veces, lo suyo parecía desesperación. A ella le hubiese gustado que demostrara tanta confianza en la cama como ante la prensa.
De tanto en tanto, cuando pensaba en Wyatt, que no era «casi nunca», se decía que lo tenía «totalmente superado». No había sido más que un enamoramiento fugaz, probablemente un efecto secundario hipomaníaco, inducido por un cambio en su medicación. Wyatt era un perdedor y no muy inteligente. Además, no tenía ni idea de lo que significaba la responsabilidad hacia los demás. Ni siquiera se planteaba conseguir un trabajo de verdad o tener un objetivo en la vida, aparte de engatusar a la gente para poder partir en su siguiente aventura. Nunca haría nada para destacar sobre los demás, como no lo había hecho cuando estaban varados en la jungla. No tenía nada de particular —sentenciaba ella varias veces al día, cada vez que él le venía a la cabeza—, excepto aquel culito prieto y cierto talento de martillo neumático en la pelvis.
Wyatt regresó en efecto a Mayville, que celebró otro desfile y un gran banquete en su honor. Durante semanas, recibió invitaciones para una recepción tras otra. Su instituto de secundaria organizó un baile de la victoria en el salón de actos, y allí se topó con una mujer, que riendo tristemente le dijo:
—¿No sabes quién soy?
Era la majadera de los ojos perfilados de negro azabache que habían entrevistado en la Global News Network, la que había dicho ser su novia.
—No tengo ni idea de quién puede ser usted, señora.
Ella se encogió de hombros y con una sonrisa amistosa replicó:
—Así es el tiempo, ¿no? Pasa sin que te des cuenta y, entremedias, la gente envejece, y algunos más que otros. Supongo que no me parezco a nadie que hayas conocido.
Soltó una risita amarga.
—No importa —añadió—. Sólo quería decirte, como todos los demás, que me alegro de que estés de vuelta.
Wyatt conocía aquella risa. Era Sherleen, la mujer que lo había iniciado en el sexo. En aquella época, él tenía dieciséis años, la mitad de los que tenía ahora, y ella treinta y uno, menos de los que ahora tenía él. Trabajaba en el rancho donde su madre había encontrado una cuadra para el caballo de Wyatt, el regalo que le había hecho su padre poco antes de morir de enfisema. Él era el chico rico, y ella, la chica que se describía a sí misma como «rica en sentimientos y desengaños». Ella había sido su refugio secreto, a medio camino entre el consuelo y la evasión. Cuando cumplió veinte años, Wyatt se fue a recorrer en coche el suroeste. Le envió postales, pero ella no tenía adonde contestarle, y cuando él regresó, se enteró de que se había marchado a vivir a otro sitio.
Le resultó embarazoso recordar todo eso.
—¿Cómo te ha ido, Sherleen?
—Como siempre —dijo ella—, que no es mucho.
Y él pudo ver que habían sido tiempos difíciles, por la cantidad de veces que ella dijo «qué se le va a hacer», mientras hablaba de las cosas «normales» que le habían pasado. Interiormente, él la veía cayendo y recibiendo coces mientras domaba a los caballos, y liándose con los trabajadores temporeros que pasaban por el rancho, con este «imbécil» y con aquel «cabrón», que la molían a palos después de cabalgarla como a una potranca salvaje en la cama. Eso había sido cuando todavía podía trabajar. Ahora ya no. Tenía la espalda destrozada y un dolor terrible, que aliviaba bebiendo cualquier cosa barata que cayera en sus manos. Había vuelto a la ciudad cuando se enteró que de que Wyatt había desaparecido en Birmania. Pensando en los viejos tiempos, se había preocupado mucho.
Sherleen era, además, la madre del hijo de once años de Wyatt. Él lo advirtió de inmediato, nada más ver al chico viniendo hacia ellos, con un plato lleno de pavo y puré de patatas. Era como verse a sí mismo a esa edad, con sus mismas expresiones faciales y su misma forma inclinada de caminar. O sea, que esas cosas también son hereditarias, pensó. Y tal como esperaba, el chico respondió «Wyatt» cuando le preguntó su nombre.
A partir de ese día, supo que tenía que hacer lo necesario para enmendarse y ser un buen padre. Lo que haría con Sherleen era otra historia. Habló con su madre y con Gus Larsen, su nuevo marido. Una familia tiene que cuidar de los suyos, dijo Dot, y los Fletcher sabían cómo portarse bien con la gente. Le dijo a Wyatt que enviarían a Sherleen a una clínica de rehabilitación en el campo —que ellos pagarían, naturalmente—, y mientras ella estuviera recuperándose, ellos acudirían a los tribunales y presentarían una demanda acusándola de ineptitud como madre, para quedarse con la custodia del muchacho. Era lo mejor para el bien del chico y también de la madre.
Pero Wyatt se resistía a actuar solapadamente. La mujer era un caos, de eso no cabía duda, pero su risa todavía era sincera y, en un momento de su vida, Wyatt había pensado que era bellísima, el ángel más dulce de la tierra. En infinidad de tardes le había dicho «te quiero, Sherleen, te prometo que siempre te querré». Eso tenía que contar para algo, ¿no?
Podía proponerle que se instalara en un apartamento, cerca de la casa de su madre. De ese modo, podría visitarlos de vez en cuando y llevar a su hijo a pescar, a ver un partido o incluso a una de sus expediciones, cuando el chico fuera un poco mayor. A Sherleen le ofrecería su amistad. Ella comprendería —Wyatt lo sabía— que no sería más que eso. La conocía muy bien. Le diría lo que siempre decía: «Lo que tú quieras».
Roxanne y Dwight seguían juntos, pero no de la forma que podrían ustedes pensar. Antes incluso de llegar a casa, ella empezó a encontrar argumentos para poner fin a su matrimonio. Todas aquellas semanas en el lugar llamado Nada deberían haber fortalecido su pareja, pero en lugar de eso magnificaron la soledad que ella sentía junto a él. La inseguridad de Dwight los separaba, y su agresividad ahuyentaba a los demás. Roxanne no podía compartir sus éxitos con él, porque Dwight no hacía más que reaccionar con comentarios cortantes («otro trofeo para la vitrina»), y eso la irritaba y le hacía pensar que lo único que compartían eran diferentes desilusiones.
Dwight intuía lo que Roxanne estaba pensando. La idea del final de su matrimonio le producía miedo y tristeza, pero no podía decírselo a ella. Al comienzo de su relación, él había querido protegerla emocionalmente, pues sabía que lo necesitaba, aunque se mostrara fuerte ante los demás. Pero ella había rechazado sus esfuerzos, quizá inadvertidamente, haciendo que él se sintiera un inútil, un extraño, completamente solo. Era tan poco lo que ella quería de él. Dwight no era tan listo como Roxanne, ni tan fuerte, ni siquiera tan atlético como ella. Su desdén había sido evidente durante el viaje. Nunca había aceptado su ayuda ni sus sugerencias. Cuando no rechazaba sus propuestas de plano, guardaba un silencio hostil. Lo veía en sus ojos. Ella sólo era tierna cuando él se sentía débil o cuando estaba enfermo.
Después del rescate, ninguno de los dos habló de lo inevitable, pero los dos sintieron con agudeza la falta de alegría al verse por fin solos y juntos. Hicieron planes por separado. Ella cogió un avión a San Francisco y él viajó a Mandalay, para explorar la zona en torno al Irrawaddy. Era lo que había ido a ver. Junto a esas orillas, había muerto su tatarabuelo.
Se imaginaba a su ancestro como alguien muy parecido a él, aproximadamente de su edad, con su mismo color de tez y de cabellos, e idéntico sentimiento de estar fuera de lugar, alejado de una esposa decepcionada y oprimido por la tiranía de una sociedad que se negaba a darle nada que pudiera hacerlo destacar sobre los demás. Era sólo una pieza más del engranaje. Había ido a Birmania a trabajar con una empresa maderera, para ver qué oportunidades tenía y averiguar si su alma seguía viva. Contempló el río y su ancha extensión. Entonces se oyeron gritos y se sorprendió de que la muerte sucediera con tanta rapidez. Flechas de ballesta llovieron sobre él, y afilados cuchillos lo atravesaron con asombrosa facilidad, como si no tuviera músculos ni huesos. Y entonces estaba tendido en su propia porquería, con la cara cerca del agua, sin sentir su cuerpo, pero con los pensamientos aún fluyendo impetuosos. Iba a morir como un extraño en aquellas orillas. Mientras los feroces chispazos llenaban su campo visual, tuvo un pensamiento sorprendente; pensó que, mucho después de su muerte, ese río seguiría fluyendo y también él. Imaginó a un hombre joven, muy parecido a él, aproximadamente de su edad, con su mismo color de tez y de cabellos. Se maravilló de que su sangre fluyera por las venas de ese joven y de que quizá algún día lo atrajera hasta ese lugar salvaje y maravilloso. Más adelante, ese joven tendría los mismos pensamientos, pensaría que algún día habría otro, y otro más, con su mismo color de tez y de cabellos, y los mismos pensamientos, que los comprenderían a los dos. Y cuando eso sucediera, ninguno de los dos estaría solo. Seguirían viviendo juntos, en la corriente de ese río interminable. Murió en paz, creyéndolo. Y esa paz habría sido la de Dwight, de no haber sido porque no tenía hijos.
Cuando regresó a San Francisco, él y Roxanne acordaron divorciarse. No hubo ninguna pelea que desembocara en la decisión. Convinieron sin lágrimas ni discusiones que el matrimonio se había terminado. Dos semanas después de que él se hubo mudado de la casa de ambos y una semana después de iniciar los trámites del divorcio, Dwight se enteró de que Roxanne estaba embarazada de tres meses. Él sabía que ella quería una niña. Pero la ecografía había revelado que era un niño. Roxanne le explicó que no había dicho nada, porque le parecía que el embarazo no debía afectar la decisión acerca de su divorcio. Dwight hubiese querido llorar por la triste ironía. Pero asintió.
El destino no dejaba de cambiar de curso. Roxanne estuvo a punto de perder al bebé y tuvo que tomar medidas drásticas. El médico le cosió el cuello del útero, le prescribió reposo absoluto y le aconsejó que evitara el estrés. Sin que se lo pidieran, Dwight volvió a casa. Cocinaba y le llevaba la comida a Roxanne, limpiaba cuando había terminado y fregaba los platos. Recogía la correspondencia, la clasificaba, pagaba las facturas, contestaba al teléfono y cogía los mensajes cuando ella estaba durmiendo. La ayudaba a bañarse y empujaba su silla de ruedas en la corta distancia hasta el baño. Eran las humildes tareas que ninguno de los dos había hecho nunca por el otro.
Asombrosamente, todo funcionó bien. Sin expectativas, ya no tenían que hacer frente al desencanto. Sin desencanto, a menudo se sorprendían encontrando lo que en el pasado no habían podido encontrar. Pero era demasiado tarde y lo sabían. Dwight no esperaba la reconciliación, ni tampoco Roxanne. Siguieron reuniéndose con los abogados, para dividir las propiedades comunes, y decidieron que la custodia de su hijo sería compartida.
Roxanne se sentía agradecida por la ayuda y, para Dwight, eso era suficiente, le bastaba con un «gracias, necesitaba tu ayuda». Y ella sabía que eso era suficiente y también que no lo hacía por ella, sino por el bebé. Estaba protegiendo al bebé. El bebé era una especie de esperanza para él. Roxanne podía verlo en la expresión de su cara, que no era de amor hacia ella, sino de paz y serenidad. Dwight había abandonado la lucha consigo mismo. Ella no sabía cuál era la lucha, que siempre había sido parte de su problema juntos. Si Roxanne le hubiera preguntado por qué se sentía tan sereno, él no habría sabido decírselo. Era una sensación vaga, pero gratificante, un poderoso recuerdo que perduraría hasta el final de su vida.
En ese recuerdo futuro que aún no ha tenido, su hijo es un hombre que se parece mucho a él. Ha llegado a un punto de su vida en que se siente perdido y sin rumbo. Ha sido empujado hacia un lugar donde es un extraño. Está de pie a orillas del Irrawaddy y piensa en los que estuvieron antes que él y los que vendrán después, y cómo juntos, aunque separados en el tiempo, contemplarán la misma corriente y la sentirán en su sangre. Nunca han sido extraños.
Cuando Lucas nació, Roxanne empezó a padecer repentinos ataques de pánico varias veces al día. Temía olvidar alguna cosa fundamental, como dar de comer al bebé, cambiarle los pañales o comprobar si tenía fiebre o había dejado de respirar. La preocupaba entrar en una habitación sin pensar y dejarse allí al bebé, olvidando dónde lo había puesto, como hacía a menudo con las llaves. El bebé era enormemente exigente y resultaba agotador estar al tanto de todas sus necesidades, quizá demasiadas en una persona tan pequeña.
El proyecto de investigación también exigía su atención, pero Roxanne estaba demasiado cansada como para mantener la concentración y un grado de organización aceptable para ella y sus estudiantes de posgrado. Había un océano de datos de diferentes expediciones pendientes de documentar y analizar, investigaciones de sus estudiantes que tenía que revisar y propuestas de becas que debía redactar, así como un artículo para una revista, escrito en colaboración, que había prometido terminar y enviar cuanto antes. Por si fuera poco, tenía que desmontar su oficina y meterla en cajas, para un próximo traslado a otro edificio. Vacilaba entre atender al bebé o al trabajo. Se negaba a dejar de trabajar, pero no hacía nada en su trabajo, excepto preocuparse. Nunca había sentido tanta ambivalencia en cuanto a sus prioridades, y cuando ya no pudo decidir, se sumió en la depresión. Cada vez que Dwight recogía al bebé para llevárselo a su casa o al médico, para una revisión, Roxanne se sentía aliviada. Liberada de la responsabilidad, se iba a la cama, pero no podía dormir.
—¿Qué me pasa? —se preguntaba—. ¡Ansiaba tanto este hijo! Mil millones de mujeres tienen bebés. No puede ser tan difícil.
Atribuía sus problemas a los cambios hormonales, y su angustia, a su cautiverio en la jungla. ¿Por qué si no iba a sentirse tan indefensa ahora?
Aun así, no podía aceptar ayuda cuando se la ofrecían. Ésa habría sido la prueba de que le estaba fallando a su hijo y de que siempre lo haría. Aceptar ayuda sería como drogarse, pensaba ella. Resultaría adictivo y al final la dejaría peor de lo que estaba. Pero todos veían claramente que pronto iba a derrumbarse.
Dwight volvió a instalarse en su casa. Tuvo que insistir y hacer como que no oía sus protestas, ni reparaba en su furia ante la prueba implícita de que ella era incapaz de manejar la situación. A él le había costado el final de una nueva relación sentimental, pero ¿cómo no iba a ayudar, cuando el bienestar de su hijo estaba en juego? Más adelante, cuando Roxanne se disculpó y le dio las gracias, él le dijo que no había sido nada, y ella se echó a llorar. Dwight estableció las rutinas y los horarios. Ella observaba lo relajado y tranquilo que parecía él cuando le daba de comer a Lucas o lo cambiaba. Dwight no tenía preocupaciones. Le cantaba al bebé canciones inventadas sobre su nariz y los deditos de sus pies. Roxanne veía con cuánta facilidad organizaba las compras. No mimaba a su hijo, ni a ella. La dejaba que alimentara y cambiara al bebé, y cuando le llegaba el turno, Roxanne veía su mirada de maravilla y adoración. A ella le había mostrado la misma expresión, cuando la conoció como estudiante suyo. La había adorado. Y ella, inconscientemente, había esperado que siempre fuera así.
Poco a poco, Roxanne se fue dando cuenta de que nunca había sabido quedarse en segundo plano, ni ceder a nadie el protagonismo. Durante toda su vida, desde la primera infancia, todos se habían ocupado de ella y la habían colmado de elogios y palabras de aliento. Para sus padres y profesores, ella era un genio que necesitaba atención especial, para asegurarse de que todo su potencial llegara a florecer. Todos la consideraban extraordinaria, poderosa e infalible, pero su actitud solícita había acabado por debilitarla, y ahora no sabía qué hacer con su vida, cuando ese bulto que tenía entre los brazos lloraba y clamaba que sólo él, y no Roxanne, debía ser lo único que contara en el mundo entero. Roxanne siguió intentando ser extraordinaria e infalible como madre, pero fracasó una y otra vez, o al menos eso le pareció. Sentía que los gritos de malestar o enfado de su bebé eran acusaciones.
Con la presencia serena y confiada de Dwight en la casa, su ansiedad se disipó. No se había vuelto más fuerte, pero comprendía que le había dado muy poco a Dwight. Él no era tan egoísta como ella lo había acusado de ser. Nunca lo había dejado que cuidara de ella, aparte de exigirle que se aviniera a sus preferencias. En pocos meses había llegado a conocerlo mejor que en diez años. Y lo admiraba. Todavía sentía afecto por él. No era amor, pero había confianza en la mezcla, y también paz, al saber que él no la valoraba menos porque ella lo necesitara. ¿Qué nombre darle entonces al sentimiento que albergaba hacia él? ¿Era suficiente para que volvieran a ser una pareja? ¿Lo desearía él alguna vez? ¿La necesitaba a ella de alguna manera?
Mi querida amiga Vera escribió el libro sobre independencia personal que había estado desgranando en su mente durante su estancia en la jungla. Pensar al respecto la había mantenido activa y le había dado un propósito. Cuando hubo confiado sus pensamientos al papel, se sintió liberada de algunos lastres que no sabía que cargaba. Se preguntaba si habría capturado lo que su bisabuela había escrito en su libro, el que nunca había podido encontrar.
Vera escribió sobre las curiosas técnicas mentales que había utilizado para sobrevivir. Cuando sentía que no podía dar un paso más, conjugaba verbos en francés. Siempre había deseado viajar a Francia y pasar allí un mes entero. Varios años antes, se había matriculado en un curso de francés, pero siempre estaba demasiado ocupada para asistir a clase. Sin embargo, había podido estudiar en la jungla, donde el francés no cumplía ninguna función, excepto la de su propia práctica. Mientras conjugaba, no tenía espacio en el cerebro para pensar en el miedo, ni en la incomodidad, ni en la futilidad de preguntarse «¿por qué a mí?». «Je tombe de la montagne —recitaba—. Je tombais de la montagne. Je tomberai de la montagne».
Después llegó a las preguntas molestas. En una época había estado muy segura de lo que consideraba ayudar a los demás. Wendy había querido devolver el Tíbet a los tibetanos, y Vera había argumentado a su vez que era preciso renunciar al idealismo y lograr que los tibetanos dependieran sólo de sí mismos. Había que darles puestos de trabajo. Su intención era fortalecerlos. Su organización abordaba los problemas sociales exactamente de ese modo.
Pero ¿cómo saber si la intención iba a ayudar, o si no haría más que provocar problemas aún peores? ¿Sanciones o negociación? ¿Cómo podía saber nadie cuál de las dos estrategias funcionaría? ¿Quién podía ofrecer garantías? Y en caso de fracasar, ¿quién sufriría las consecuencias? ¿Quién asumiría las responsabilidades? ¿Quién desharía el entuerto? ¿Quedaría alguien que se preocupara?
Nadie tenía ninguna respuesta, y Vera hubiese querido gritar y llorar.
No escribió nada de eso en el libro. En cambio, rememoró la noche en que la habían sobrecogido los tambores palpitantes. Por un momento, ella y los otros habían creído habitar la mente de los demás, y eso era porque se habían convertido en una misma mente. Escribió que había sido una especie de alucinación, naturalmente, pero una alucinación que merecía la pena tener de vez en cuando. La empatía no era suficiente. Había que ser la otra persona y conocer sus esperanzas como si fueran las propias. Había que sentir la desesperación de querer conservar la vida.
El libro había sido más difícil de escribir de lo que esperaba. El impulso de las ideas importantes y de las poderosas epifanías parecía menguado sobre el papel. Se convertían en palabras fijas y perdían la cualidad del debate interno en proceso. Aun así, terminó el libro, exaltada y nerviosa por conocer la reacción de los lectores y saber de qué modo podía cambiarles la vida su obra. Su efecto podría expandirse como las ondas en un estanque. No quería que sus expectativas se dispararan aún, pero escribir sobre el descubrimiento personal quizá resultara ser su vocación.
Pero no pudo encontrar un editor. Envió el manuscrito a innumerables editoriales y sólo recibió negativas o silencio por toda respuesta. Había sido una pérdida de tiempo escribir el maldito libro. Pensó en tirarlo a la basura, porque le dolía verlo allí, todo aquel montón de tiempo perdido. Pero lo reconsideró. Era demasiado fuerte como para hacer eso. No era un fracaso. Sencillamente, aún no había salido de la jungla. Necesitaba perspectiva. Necesitaba repasar su vida, antes de sentarse a corregir su libro.
No más excusas con sus obligaciones. No más pensar que era imprescindible. Compró un billete a París. En el avión, fue conjugando verbos que pronto tendrían significado real: «fe crie au monde. J’ai crie au monde. Je prierai pour que le monde m’entende». Gritaré para que el mundo me oiga.
Bennie se reunió con Timothy y sus hijos, los tres gatos, y descubrió que Timothy verdaderamente le había leído el pensamiento. Era asombroso, no se cansaban de repetir. La Navidad los había esperado. Todo estaba allí: los adornos y la casita de pan de jengibre con gominolas; las luces intermitentes en torno a los marcos de las ventanas y las velas eléctricas sobre el alféizar; el tapete de los años cincuenta sobre la repisa de la chimenea y los calcetines colgados, con los nombres de ambos bordados. Los platos de la Franklin Mint que representaban los doce días de la Navidad aún decoraban la mesa del comedor, en cuyo centro había una fuente con granadas y mandarinas, que había sido preciso cambiar a medida que se iban poniendo mohosas.
—Qué suerte que he regresado —dijo Bennie—, porque de lo contrario esto habría acabado por parecerse al banquete de bodas de la señorita Havisham[2].
Después se echó a llorar, abrazó a Timothy y le susurró:
—No nos separemos nunca.
Como fue preciso retirar el abeto debido a las normas de seguridad contra incendios, los regalos yacían bajo una palmera de seda, rociada con un aroma balsámico. Los paquetes aguardaban, sin abrir y vueltos a envolver con cintas amarillas. Había un regalo adicional, que Timothy había comprado en cuanto se enteró de la desaparición de Bennie. Era un suéter de cachemira, y le quedaba enorme, comprobó Bennie con orgullo. Pero añadió que el sentimiento era perfecto y que se quedaría el suéter, lo cual, a mi entender, fue muy juicioso de su parte. Las diarias celebraciones de pastel y champán, más los huevos con beicon por las mañanas y las costillitas asadas por la noche, iban a devolverle los diez kilos perdidos, y con bastante rapidez.
Pero casi todo lo demás siguió igual. Nada había cambiado, excepto su sensación de gratitud y su aprecio por todo lo que tenía. Era justo lo que todos esperan sentir y lo que casi nunca sucede en realidad, sin que haya pequeños reveses desagradables. Lo que más agradecía Bennie era el amor. Lo sentía tan hondamente que lloraba varias veces al día, simplemente al advertir lo afortunado que era. Tenía la clase de satisfacción que yo nunca experimenté en vida.
Marlena y Harry tuvieron por fin su noche de pasión largamente esperada. Cuando salieron de la jungla, el padre de Esmé estaba esperando a su hija para llevarla a casa. Harry y Marlena viajaron a Bangkok y se alojaron en un hotel de lujo, pero hubo que aplazar el amor una vez más, porque Harry tuvo que conceder docenas de entrevistas exclusivas. Cuando finalmente estuvieron a solas, examinaron el ambiente. Nada de mosquiteras sobre la cama, ni de velas de citronela, ni de vestidos de diseño que fueran a sufrir un incendio ritual. Ella era tímida y él intrépido, pero no hubo vacilaciones ni incomodidad. Con la secreta ayuda de una rodajita de Balanophora que Moff le había dado como regalo de despedida, su noche de pasión fue un éxito resonante y prolongado.
Cuando cayeron exhaustos, ella se echó a llorar, y él se inquietó, hasta que ella le dijo que era de alegría, por haberse sentido suficientemente libre como para perder el control. ¡Qué chica tan encantadora! Muy pocas mujeres le habían confesado algo así después de hacer el amor. Harry no se hubiese cansado nunca de oírlo. Pero había terminado con todas las otras mujeres, se recordó a sí mismo, especialmente con las jóvenes. Era agotador seguirles el tren, sobre todo cuando no siempre podía satisfacer sus expectativas. Marlena lo entendería. Con ella no le había sucedido nunca; pero si llegaba a sucederle, ella lo aceptaría con amor, y nunca con pena ni con burlas. Además, siempre podían conseguir un poco más de Balanophora. Eso sí que estaría bien.
A lo largo de los meses, su relación sentimental siguió siendo maravillosa, una pareja perfecta. Harry llamaba a Marlena su prometida, como había declarado ante la prensa. Todavía no había elegido el anillo de bodas. Según le dijo a Marlena, pensaba encargar uno especialmente para ella, pero aún no había encontrado al diseñador ideal. El diseñador ideal vendría cuando hubiesen firmado las capitulaciones matrimoniales. Eso no sería un problema, razonaba él, porque Marlena ganaba casi tanto dinero como él, o incluso más, teniendo en cuenta que no pagaba pensiones compensatorias ni de alimentación, como en cambio él sí hacía. Probablemente ella tendría la misma actitud práctica que él ante ese tipo de cosas, aunque también era cierto que a menudo las mujeres consideraban los asuntos jurídicos desde una perspectiva totalmente errónea.
De algún modo, las cosas saldrían bien, de eso estaba seguro. Su amor se basaba en la comprensión, en pasar por alto sus pequeños defectos y ver lo que era más importante. Amor con camaradería. Hubiese querido darse de bofetadas por haber estado tan ciego al respecto. En el pasado había buscado a las mujeres para verse reflejado. Los ojos de las mujeres, sus iris pulsantes, había sido el espejo de lo que él deseaba que adoraran. Su fuerza, sus conocimientos, su forma de conducirse en sociedad, su confianza, sus palabras oportunas y todas las cualidades de un hombre superior a los otros hombres. Había representado una parodia de la divinidad masculina, bastante semejante a su personaje televisivo. Pues bien, había que desterrar esa divinidad, al menos fuera del horario de trabajo. En casa, con Marlena, sería simplemente él mismo. Tendría que averiguar lo que era eso, lo cual no dejaba de ser intimidante, pero estaba dispuesto.
Su programa marchaba viento en popa. Los índices de audiencia eran más altos que nunca. Ganó otro Emmy. Todas las críticas recibidas por haber sido un tonto útil en manos del régimen militar birmano se disiparon en cuanto tuvo oportunidad de explicar cómo había utilizado los focos de la notoriedad para dar a conocer la penosa situación de sus amigos y de todos los que vivían en Birmania atenazados por el miedo. Al fin y al cabo, ¿no había sido todo para bien?
Harry siguió trabajando en su libro, Ven, sentado, quieto. Su capítulo sobre capacidad de adaptación incluía ejemplos reales, tomados de la estancia de sus amigos en la jungla. Era la oportunidad perfecta para observar el comportamiento de los grupos humanos en situación de estrés y compararlo con el de las jaurías de perros. Había preguntado a sus amigos por las alianzas que habían forjado por el bien del grupo. ¿Quién se había convertido en el líder? ¿Cómo tomaban las decisiones? ¿Había problemas para tomarlas? Pero mis amigos fueron discretos, que es una característica que los perros no poseen. Mintieron por el grupo. Dijeron que Bennie había sido el líder de principio a fin, que recogía las opiniones del grupo y conferenciaba con Mancha Negra, el líder del otro grupo, para llegar juntos a un acuerdo. ¿Y qué si esos informes no eran veraces? En algunos casos, las mentiras son dignas de admiración.
Marlena habría deseado que Harry cambiara de idea y se quedara de vez en cuando en casa de ella, un lugar precioso en Parnassus Heights, pero ella acabó instalándose en el apartamento de Harry en Russian Hill, cuando él lo declaró su nidito de amor. Era más pequeño que su casa, y lo parecía aún más por servir de cobijo a varios perros, entre ellos un spinone italiano y un briard del tamaño de un poni. Siendo Harry un experto en adiestramiento canino, Marlena había esperado que sus perros supieran hacer toda clase de cosas útiles, como ir a buscar el periódico. No esperaba en cambio que, agitando el rabo, derribaran valiosos objetos de arte de la mesita del salón, ni encontrarlos desparramados por el suelo en los sitios más inconvenientes. Acomodados en los mejores lugares había dos pequeñas bolitas peludas, Pupi-pup y mi dulce Poochini, que, como pude comprobar con alegría, estaba cómodamente establecido. Ya no pasaba el día sentado junto a la puerta, esperando mi regreso para llevarlo a casa.
Tras un mes de vida en común, Marlena elaboró las razones por las que ella y Harry debían alternar domicilios. Ella tenía un gran jardín vallado para los perros —observó—, y una vista de la ciudad casi tan bonita como las vistas de él a la bahía. Además, su casa era más amplia, con espacio para que los dos pudieran tener su estudio, así como una sala de prensa en el futuro. Él respondió que le parecía fantástico y que ojalá sus malditos horarios fueran menos exigentes e impredecibles, con todas esas llamadas a primera hora de la mañana, los contratiempos de último minuto y los desastres imprevistos. Esa misma mañana, en el plató, un chow-chow se había tragado una caja de bombones, que el cretino de su dueño había dejado sobre la mesa para regalarla al equipo del programa. Tuvieron que llamar al servicio veterinario de urgencias y quedarse hasta tarde para solucionar el problema. Marlena reconoció en seguida que su casa estaba demasiado lejos de los estudios, quince minutos más que el apartamento de él, y hasta veinte, si el tráfico era demasiado denso. Lo entendía perfectamente. Ella y Esmé seguirían quedándose en la casa de ambas de vez en cuando, sobre todo cuando él estuviera inmerso en la redacción de su libro y necesitara soledad. El querido Harry respondió:
—Pero si de verdad quieres que me quede en tu casa de cuando en cuando, cariño, yo…
¡No! Marlena no quiso ni oírlo. Pero le pareció muy amable por su parte que lo ofreciera. Más adelante, se preguntó si de verdad lo había ofrecido.
Aunque el sexo seguía siendo fantástico, a veces Harry estaba demasiado bebido para hacer el amor. A Marlena empezaba a aguijonearla la preocupación. Lo cierto es que Harry bebía demasiado. Tuvo que pasar cierto tiempo para que la idea se abriera paso en la mente de Marlena. Pero era innegable. Iba de recepción en recepción, con reuniones, almuerzos, cenas y fiestas generosamente regados con el lubricante social. Ella sólo disfrutaba bebiendo una copa ocasional de algún costoso borgoña francés. Él también disfrutaba con el costoso borgoña, pero prefería que fueran dos botellas. Marlena intentó insinuarle una vez que «los dos» debían beber un poco menos, a lo que él respondió bromeando que, en el caso de ella, beber «menos» sería beber un par de gotas. Pero reaccionó. Había entendido la indirecta, y esa noche sólo bebió un martini antes de cenar; sin embargo, después de cenar, su aritmética y su memoria dejaron de funcionar correctamente, por lo que incrementó la consumición posprandial con varias copas adicionales.
Quizá ella se estuviera preocupando por nada. Harry no estaba precisamente alcoholizado. Nunca conducía cuando estaba bebido, o, mejor dicho, nunca parecía bebido cuando conducía. Además, era un hombre respetado y con éxito, y ella podía considerarse afortunada de que la amara. Era un amante juguetón y lleno de recursos, siempre dispuesto a intentar nuevas aventuras y a probar nuevas intimidades. Adoraba todas sus pecas y sus lunares, y no es que ella tuviera muchos, pero él les ponía nombre a todos los que encontraba. Y hablaba del amor de todas las maneras que ella había soñado: conocerse mutuamente las debilidades y reírse de ellas, envejecer con las manos entrelazadas e intercambiar miradas secretas que formaban parte de su lenguaje, y le prometía que seguirían haciéndolo cuando estuvieran seniles y demasiado ancianos para entrechocar las pelvis sin descoyuntarse la espalda o las prótesis de cadera. Le prometía que lo recordarían todo y que estarían cada vez más enamorados a medida que pasaran los años. Le decía todas esas cosas maravillosas. Ojalá las recordara a la mañana siguiente.
¿Duraría su relación hasta que estuvieran seniles? Quién sabe. Habían pasado por la prueba de fuego, que o bien los forjaría como al acero, o bien los resquebrajaría como al vidrio sin templar. Pero una cosa era cierta: los dos querían lo mismo. Los dos deseaban ser amados por lo que eran. Solamente tenían que descubrir quiénes eran realmente, por debajo de sus hábitos de incursiones y retiradas.
También había que considerar a Esmé. Si algún papel podía desempeñar la niña, era el de la fuerza que los mantuviera unidos.
Esmé adoraba la pequeña habitación que Harry le había reservado en su dúplex. Estaba en un nivel aparte y era sumamente privada. Ahora Esmé tenía trece años y necesitaba intimidad. La cama de la habitación estaba instalada en un mirador, con ventanas curvas sobre tres lados, de modo que cuando la niña contemplaba las aguas de la bahía, se imaginaba a bordo de un barco volador. También había una puerta baja que conducía a un balcón acristalado, con vistas a la isla de Alcatraz. Por la noche, se oían los leones marinos del muelle 31, ladrando como posesos. A Pupi-pup le gustaba responder a sus ladridos, pero paraba en cuanto Esmé le ordenaba que callara.
A veces, Rupert iba de visita con su padre. Esmé y él ya no jugaban a aquellos juegos infantiles de nombrar las comidas que más echaban de menos. Había pasado muchísimo tiempo desde entonces. Esmé ya no era la «wawa» de su madre, gracias a un repentino estirón que había añadido unos cuantos centímetros a su estatura. Ahora tenía pechos, y usaba sujetador y vaqueros ceñidos de tiro bajo. Los pechos se le notaban, eso lo sabía ella, porque muchas veces había sorprendido a Rupert bajando la vista para mirarlos. Una vez, se los tocó. Puede decirse que le pidió permiso. Se los quedó mirando un buen rato y finalmente levantó la vista y dijo: «¡Eh!». De inmediato, ella asintió levemente con la cabeza, se encogió de hombros y sonrió al mismo tiempo. Él se los tocó, pero solamente las puntas. No la besó, como ella hubiera querido. Le apretó los pechos a través de la ropa. Su mano empezó a reptar por debajo de los pantalones de ella, y ella le hubiera permitido llegar más lejos, de no haber sido porque su madre gritó:
—¡Esmé! ¡Rupert! ¡A cenar!
Oyeron el ruido metálico de sus pasos, cuando estaba a medio camino de la escalera de caracol, para volver a llamarlos. Entonces Rupert saltó como si se hubiera quemado la mano, perdió el equilibrio, se golpeó contra la pared y cayó al suelo. (Por supuesto, ese momento de turbación me recordó la noche en que la pasión de Harry y Marlena recibió una buena ducha de agua fría). Esmé comprendió de inmediato que no debería haber reído con tanta fuerza. Debería haber hecho como que no lo había visto. Pero una vez que empezaron las carcajadas, no pudo parar. Todavía estaba riendo cuando él empezó a subir la escalera.
La próxima vez que fue de visita, los dos estaban demasiado azorados para decir nada acerca de los pechos, la mano bajo los pantalones o la risa de ella. Se sentaron juntos en la cama, casi sin decir nada, mirando películas de anime en el ordenador de Esmé. Mientras tanto, Marlena encontraba razones para llamarlos cada quince minutos. Esmé había pensado acerca de «aquello». Si él quería hacerlo de nuevo, lo dejaría. Desde luego que no pensaba quitarse la ropa y hacer «lo otro». Le habría resultado demasiado extraño. Pero tenía curiosidad por saber qué sentiría cuando un chico la tocara. ¿Se volvería loca con una sensación que nunca había experimentado antes? ¿Se convertiría en una persona diferente?
La otra cosa que le gustaba a Esmé de su habitación era la escalerita alfombrada del suelo a su cama, que Harry había fabricado para que Pupi-pup pudiera subir y bajar cuando quisiera. Esmé valoraba que Harry pensara en esas cosas. Lo sabía todo acerca de los perros. A menudo ella lo acompañaba a los estudios de televisión, cuando grababan el programa en fin de semana. A veces se quedaban en el plató (ya no lo llamaba «el escenario») y otras veces salían con el equipo móvil, cuando Harry grababa el programa en las casas de las personas. Esmé había notado que él gritaba con frecuencia «¡Silencio todo el mundo!», e inmediatamente todos le obedecían. Era muy importante en el programa, la persona más respetada de todas, y todo el mundo intentaba atraer su atención y complacerlo. Pero bastaba que Esmé dijera que tenía hambre o frío para que él empezara a dar órdenes a diestro y siniestro, hasta que le llevaban un bocadillo o una manta. La niña pensaba que su madre debería ir con más frecuencia a los estudios, para ver cómo trataban allí a Harry. Si lo hiciera, no discutiría tanto con él. Su madre nunca estaba satisfecha con nada de lo que él hacía.
Lo mejor que hizo Harry, en opinión de Esmé, fue presentarlas a ella y a Pupi-pup en un programa, para demostrar que los niños pueden ser excelentes adiestradores de perros.
—Esmé, que hoy nos acompaña —había dicho en ese episodio—, tiene paciencia, es observadora y sabe actuar oportunamente.
Pupi-pup tenía casi un año, y Esmé había demostrado que su perrita obedecía sus órdenes de sentarse, tumbarse, venir, ladrar, dar la pata, bailar, ir a buscar un juguete y quedarse en su sitio esperando cuando ella se marchaba de la sala. Esmé vio ese episodio de «Los archivos de Manchita» por lo menos cincuenta veces. Había decidido especializarse en el comportamiento de los animales, como Harry, pero no quería tener un programa de televisión. Pensaba regresar a Birmania a salvar a los perros. Si trataban de ese modo a las personas, no quería ni imaginar lo que les harían a los perros.
Ha llegado mi turno. Ahora sé cómo morí.
Ayer, el inspector de la policía llamó a Vera, que por cierto es mi albacea testamentaria, la que está negociando que le pongan mi nombre a un segundo edificio del Museo de Arte Asiático (y no solamente a una nueva ala), gran parte de cuya construcción será posible gracias a mi legado de veinte millones de dólares.
El inspector le dijo que tenía en su poder varios objetos de mi pertenencia, entre ellos la alfombra sobre la cual me desplomé, la tela miao con que me cubrieron y las cosas que rompí al caer: un biombo de rejilla de madera, una fuente Ming y dos figurillas de doncellas danzantes de la dinastía Tang, que eran reproducciones, pero muy bien hechas. Había también dos objetos espeluznantes: la peineta metálica asesina y el lazo de cortina con flecos que habían encontrado en torno a mi cuello. ¿Los quería Vera?
«No, gracias», respondió ella.
El hombre recordó algo más: había una carta personal.
Vera quiso ver la carta. Pensaba que quizá la hubiera escrito yo y, en ese caso, la conservaría como un tesoro. Concertó una cita para ver al inspector.
Se sentaron en el despacho del policía.
—¿Puede decirme algo más acerca del accidente? —preguntó Vera—. ¿Por qué tenía esa especie de peineta en la garganta? ¿Y qué me dice de las huellas ensangrentadas? Todavía no comprendo cómo puede considerar que la muerte de Bibi fue un accidente.
Me alegré de que planteara esas preguntas, porque eran las mismas que me hacía yo.
—Tenemos una hipótesis —dijo el inspector—, pero no es más que eso. Verá, había un taburete bajo, cerca del escaparate. Creemos que la señorita Chen se subió al taburete, mirando hacia el escaparate, para poner unas luces de Navidad. Por qué estaría haciendo algo así pasada la medianoche es algo que escapa a mi comprensión.
—Era el primer fin de semana de diciembre y todas las tiendas ya habían puesto las luces y los adornos —explicó Vera—. Bibi me dijo que iba a tener que quedarse toda la noche levantada para preparar su escaparate.
—Las luces y los adornos —prosiguió el inspector— estaban sobre una mesa alargada de madera…
—Un altar —dijo Vera—. Siempre colocaba allí los pequeños artículos que quería exponer.
—No soy decorador —replicó el inspector—. En cualquier caso, debió de darse la vuelta para coger algo y entonces perdió el equilibrio y cayó. En la mesa había un peine y cayó justo encima. El peine era curvo, de metal, probablemente de plata, y la parte superior se partió. Lo he incluido en la lista de artículos. Quizá usted quiera verlo; puede que sea valioso. Tiene unos adornos que podrían ser diamantes.
Le pasó a Vera una caja con varias cosas, en su mayoría rotas.
—Creo que las piedras son de imitación —dijo Vera—. Nunca se sabía por dónde podía salir Bibi en lo referente a la ropa y los accesorios. Prefería lo divertido a lo esplendoroso. Éste debía de ser uno de sus accesorios divertidos.
—No soy decorador —repitió el inspector, mientras repasaba su expediente—. En cuanto a las huellas ensangrentadas, fue un poco más difícil averiguar lo sucedido, pero estamos bastante seguros de haberlo descubierto. Probablemente un transeúnte vio a la señorita Chen sangrando en el escaparate. Forzó la puerta y saltó a la plataforma. Se arrodilló junto a ella, lo cual explica la sangre en las rodillas de los pantalones que fueron hallados después en otro sitio. Con toda probabilidad, ella estaba inconsciente. Al caer al suelo, se había golpeado la nuca con una estatuilla de bronce de Buda. La autopsia reveló un traumatismo en esa zona. El hombre le arrancó la peineta de la garganta y, con toda probabilidad, quedó anonadado por el volumen de sangre que manaba. Entonces cogió una cuerda con flecos de una cortina del escaparate y se la enrolló en torno al cuello, para contener la hemorragia. Pese al heroísmo del transeúnte, ella murió, sofocada por su propia sangre.
El inspector dejó que Vera asimilara las novedades. La pobre estaba llorando un poco, imaginando el horror y la futilidad de la actuación del desconocido.
—Creemos que el hombre se asustó, pensando en ser sorprendido allí —prosiguió el inspector—. Tenía las manos totalmente ensangrentadas. Encontramos huellas dactilares en el peine metálico. Debió de salir corriendo bastante aprisa. Supongo que se deshizo de los pantalones y los zapatos cerca del lugar donde tenía aparcado su coche. Ahora ya sabe usted tanto como nosotros.
Vera se enjugó los ojos y dijo que veía lógica la historia. Yo también lo creí. Sin embargo, me resultaba tan insatisfactoria. ¿Torpeza? ¿Había sido ésa la causa de tanta sangre y dramatismo? ¿Y el desconocido? Me hubiese gustado darle las gracias por haberlo intentado. Y mientras lo pensaba, vi instantáneamente quién era, un hombre que yo conocía desde hacía veintisiete años. Lo veía cada pocos días, pero apenas sabía nada de él. Era Najib, el libanes propietario del almacén de ultramarinos que había a la vuelta de mi casa. Regresaba a su casa, después de una cena con amigos que se había prolongado hasta tarde. Él, que nunca me había hecho ninguna rebaja en su tienda, había intentado salvarme la vida.
—No sabemos quién fue el hombre —le dijo el inspector a Vera—, pero si yo lo supiera, no presentaría cargos contra él.
Vera se puso en pie, y el inspector abrió su carpeta y le entregó la carta. Estaba escrita en chino. Dijo que la había encontrado cerca de mi cadáver y que se la había dado a un chino de su departamento, quien le había echado un vistazo rápido y había determinado que se trataba de una carta informal de alguna mujer de mi familia en China.
—Tal vez alguien debería enviarle una nota a esta persona —dijo el inspector—, por si no se ha enterado. Aquí está su dirección.
Le entregó a Vera la traducción que había hecho su colega de la dirección.
Si un espectro puede temblar, eso era lo que yo estaba haciendo. Recordaba esa carta. La había leído.
Era de mi prima Yuhang, mi confidente de la infancia, la que me contaba los chismorreos de la familia cuando venía a visitarnos con sus padres y hermanos una vez al año. Cuando los comunistas estaban a punto de tomar Shanghai y nuestra familia se marchó, la suya se quedó. La carta era una de las que me enviaba ocasionalmente. Había llegado la mañana de mi muerte, en el interior de un paquete. Yo estaba en la zona del escaparate, reordenando los artículos expuestos, cuando el cartero me dio el paquete. Lo dejé sobre la mesa del altar y el tiempo voló antes de que lo recordara. Tal como había supuesto el detective, yo estaba subida a un taburete, colgando las luces de Navidad. Vi el paquete de mi prima, me incliné para alcanzarlo y saqué la carta. Empezaba con las naderías habituales acerca del tiempo y la salud y, a continuación, mi prima pasaba a lo que consideraba «las noticias interesantes».
«El otro día —me escribió—, estaba yo en el mercado de segunda mano, buscando cosas para mi negocio en eBay. Ya sabes cómo les gusta a los extranjeros comprar cosas viejas, raídas y gastadas. A veces cojo unos cuantos trastos viejos y los revuelco por la tierra, para que parezcan antigüedades. ¡No se lo digas a nadie!
»Deberías venir conmigo al mercado a primera hora de la mañana, la próxima vez que vengas a Shanghai. Siempre se encuentran gangas, muchas cosas imperialistas que las familias escondieron durante la Revolución Cultural. Vi varios juegos de mahjong en sus cajas originales. A los extranjeros les encantan. También vi a una mujer que estaba vendiendo joyas. Las piedras eran auténticas y no lo que normalmente habrías esperado que tuviera una mujer basta como ella, una persona de río abajo, ya sabes lo que quiero decir.
»Le pregunté, solamente por ser amable, cómo era que tenía cosas tan valiosas, y ella respondió, presumiendo: “Pertenecían a mi familia. Mi padre era un hombre enormemente rico antes del cambio. Teníamos montones de sirvientes y vivíamos en una mansión de cuatro pisos y cinco cuartos de baño occidentales, en la rué Massenet”.
»¿Qué? ¿Massenet? ¡Ya imaginas lo que pensé! Así que en seguida le pregunté: “¿A qué se dedicaba su padre?”. Y con una sonrisa rebosante de orgullo, me respondió: “Era el dueño de unos grandes almacenes, los grandes almacenes Honestidad, enormes y muy famosos. Ahora ya no existen, pero en los viejos tiempos, producían tanto dinero y tan rápidamente que casi no había tiempo de meterlo en el bolsillo”.
»La miré con dureza a los ojos mendaces, y le pregunté: “¿Cómo se llama su padre?”. Sabía que una persona como ella jamás mentiría al respecto, por miedo a que sus antepasados la fulminaran en el acto. Tal como yo pensaba, respondió: “Luo”. Y yo le dije: “¡Entonces eres hija del portero Luo, la sanguijuela infecta que robó el oro y las joyas de nuestra familia!”. Deberías haber visto lo redondos que se le pusieron los ojos y la boca. Empezó a gemir, diciendo que su padre había sido ejecutado, porque le habían encontrado algunas de esas joyas disimuladas en el forro de la chaqueta. (Te escribí al respecto, ¿recuerdas?). Dijo que el Ejército Rojo le había quitado el oro y que después ella lo había visto encima de un carro, cuando lo conducían al estadio, con palabras de condena escritas en una tabla colgada a la espalda y una venda medio caída, que dejaba ver sus ojos asustados. Cuando lo fusilaron, la familia enterró los otros objetos de valor. Pero cuando vino la gran hambruna, decidieron probar suerte. Una por una, fueron vendiendo las piezas. Uno por uno, fueron muriendo los miembros de la familia por tenerlas. “Ahora a nadie le importa que tengamos estas cosas imperialistas”, dijo la mujer llorando, y añadió que estaba vendiendo las últimas piezas, porque no quería que la maldición recayera sobre su hijo.
»Le dije que los espíritus le estaban ordenando que devolviera los objetos de valor a la familia que había sufrido el robo. Le dije que ésa era la única manera de librarse de la maldición. De modo que fue así como recuperé estas cosillas para ti. He sido lista, ¿verdad? Son solamente unos cuantos recuerdos de tu familia. Nada demasiado valioso, pero quizá te procuren buenos momentos, cuando vuelvas a pensar en aquellos tiempos…».
Dejé la carta de mi prima y desenvolví los recuerdos. Y en seguida la vi. Era una peineta con cientos de hojitas diminutas de jade y capullos de peonía hechos de diamantes. Dulce Ma me la había robado. Yo se la había robado a ella y el portero Luo había vuelto a robarla.
Allí estaba, otra vez en mis manos, la verdadera peineta de mi madre; en efecto, una peineta, y no un broche, como erróneamente recordaba. La peineta y yo éramos las únicas dos cosas que quedaban en el mundo que habían pertenecido a mi madre.
Me pasé la peineta por la mejilla y la estreché contra mi corazón. La acuné como habría hecho con un bebé. Por primera vez, sentí que la plenitud del amor de mi madre reemplazaba el vacío de su pérdida. Estaba a punto de estallar de alegría. Entonces se me aflojaron las rodillas. Me temblaron y las sentí como de goma. Sentí que me ablandaba e intenté resistir. Pero entonces comprendí lo que era. Era yo reprimiendo mis sentimientos para no caerme. ¿Por qué no podía sentirlo? ¿Por qué me había denegado la belleza del amor? Así que no me contuve. Dejé que la alegría, el amor y el dolor me inundaran. Y con la peineta cerca de mi corazón, me desplomé del taburete.
Cuando morí, pensé que había llegado el final. Pero no fue así. Cuando encontraron a mis amigos, pensé que todo había terminado. Pero tampoco fue así. Y cuando hubieron transcurrido cuarenta y nueve días, pensé que desaparecería instantáneamente, como algunos budistas creen que ocurre. Pero aquí estoy. Tal es la naturaleza de los finales, por lo visto. Nunca finalizan. Cuando encuentras todas las piezas faltantes de tu vida y las ensamblas con el pegamento de la memoria y la razón, todavía quedan más piezas por encontrar.
Pero no me quedaré mucho tiempo más. Ahora sé lo que hay después de aquí. Mis amigos lo vislumbraron una vez. Estaba en el aliento que hacía volar a un centenar de escarabajos esmeralda. Estaba en los ecos que seguían a cada golpe del tambor. No puedo decir nada más, porque ha de seguir siendo un misterio, uno que nunca termina.