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La apariencia de los milagros

Durante los últimos días en la jungla, mis amigos se habían turnado para pedalear en la bicicleta y mantener cargadas las baterías. Noche y día, veían las noticias de los diversos canales por satélite: la BBC, la CNN, la Star de Hong Kong, Myanmar TV International y la cadena que les parecía la más informada de todas, la Global News Network.

Por algún motivo, Myanmar TV International había dejado de pasar los informes de Harry desde Bagan y Mandalay, que antes repetía cada dos horas. Mis amigos disfrutaban viendo esos programas cuando no había ninguna noticia en los otros canales internacionales y, como los habían visto infinidad de veces, podían recitar todas las palabras antes de que salieran de la boca de Harry: «El lacerante esplendor…». Cuando Harry se volvía hacia la cámara y decía esa frase, mis amigos reventaban de risa. Sus aspavientos irritaban a Marlena. ¿Por qué se burlaban de él? Gracias a su programa, todos ellos estaban en las noticias internacionales. Esa noche, estaba preocupada de que no hubiera más redifusiones. Según el último informe de Harry, ese día tenía que estar en Rangún. Se estaba alejando cada vez más, pero viéndolo cada dos horas por televisión, ella lo sentía emocionalmente cerca.

Mis otros amigos habían concentrado su atención en un programa especial de la Global News Network. Estaban viendo entrevistas sobre sí mismos, intercaladas con comentarios de familiares y amigos. Durante la hora siguiente, se enteraron de que había héroes y heroínas entre ellos.

¿Quién sabía que Heidi había descubierto el cadáver de su novio asesinado? No era de extrañar que fuera tan precavida y, a la vez —ahora lo comprendían y lo apreciaban—, tan hábil en su preparación para cualquier contingencia. No era su novio, sino alguien que compartía su casa intentó explicar ella, y los demás la admiraron aún más, por restarle importancia a su traumática experiencia.

Tampoco sabía ninguno de ellos, ni siquiera Roxanne, que Dwight había servido durante tres años como «hermano mayor» de un chico que había sido víctima del acoso en la escuela primaria y había dejado de asistir a clase para eludir el tormento. El que entonces era un niño se había convertido en un joven becario en Stanford e, inspirado por el ejemplo de Dwight, también era voluntario en un programa extraescolar para adolescentes con problemas. (El chico llevaba más de diez años sin ver a Dwight, a quien había acusado de ser el peor matón de todos. Como consecuencia de ello, Dwight había quedado bastante amargado por la experiencia).

Vera, según pudieron descubrir, tenía dos hijas mayores, que recordaban cómo en una ocasión su madre había donado dinero a los más desfavorecidos, en lugar de comprarles regalos de Navidad. (En realidad, Vera les había comprado bicicletas, en lugar de los atronadores equipos de audio que ellas querían). En un primer momento se habían enfadado bastante, lo reconocían, pero con el tiempo advirtieron, como dijo una de ellas, que su madre «era una santa entonces y sigue siéndolo ahora».

Cualquiera que fuera la porción de verdad que contuvieran esos comentarios televisados, escucharlos hacía llorar a mis amigos y multiplicaba el afecto que se profesaban mutuamente. Abrazaban al destinatario de cada homenaje. Prometieron que a partir de entonces celebrarían juntos todos los días de Acción de Gracias, sin importar dónde estuvieran. Con esa promesa, expresaban su confianza en que saldrían de la jungla sanos y salvos.

El pueblo del Ejército del Señor también estaba escuchando homenajes, pero no por televisión, sino los que se decían unos a otros, acuclillados en círculo. Su estado de ánimo era sombrío, y tenían motivos para creer que sus días estaban contados.

Hacía varios días que Mancha Negra había bajado la cinta a la ciudad de Nyaung Shwe. Se la había entregado a su contacto de confianza, el mismo hombre a quien solía dar las plantas de la «segunda vida» que ellos encontraban. Pero la cinta no había aparecido en ninguno de los informes de Harry Bailley, y ahora Myanmar TV había eliminado el programa y todas sus redifusiones. La tribu conocía la razón. Los generales en el poder estaban enfadados. Ahora conocían los rostros del Ejército del Señor. Los perseguirían y los matarían por rebeldes. Irían a la ciudad de Nyaung Shwe y colgarían en los muros fotografías de los miembros de la tribu, y los barqueros cuyas tarifas habían echado por tierra dirían: «¡Eh, pero si ése es Mancha Negra! ¡Él llevó a esa gente al hotel Isla Flotante!». Los militares retorcerían brazos, incluso hasta arrancarlos si fuera necesario, hasta que alguien confesara dónde estaba el escondite del Ejército del Señor. Y había por lo menos una persona con una idea bastante aproximada de dónde estaba. La cinta no los había ayudado, después de todo. No serían estrellas de televisión en el programa de Harry. El programa había sido cancelado, lo que significaba que pronto también ellos serían cancelados.

Habían pasado todo el día contando historias, las conocidas y también las que nunca habían sido dichas en voz alta. Botín y Rapiña estaban acuclillados en el centro, cerca de la hoguera, balanceándose rítmicamente mientras chupaban sus cigarros.

Un cuenco con agua circulaba de mano en mano, y cada uno que bebía un sorbo contaba una historia de un valiente soldado del Ejército del Señor: un hermano que se había negado a transportar provisiones para alimentar al ejército del SLORC; una madre, cuyos hijos ya habían sido asesinados, que ni siquiera desvió la vista cuando la boca del fusil se alzó hasta su boca; un joven que podría haber saltado a un camión que llevaba a los demás a un lugar seguro, pero en lugar de eso prefirió regresar al sitio donde su novia había sido capturada por el ejército; un abuelo que se negó a abandonar su casa en llamas; una hermana, de apenas doce años, arrastrada por seis soldados hacia los lugares ocultos de la selva, donde gritó, paró, volvió a gritar y paró otra vez, hasta que se oyó el disparo de un fusil y ya nunca más volvió a oírse ningún sonido. Había sido valiente. Todos habían sido valientes. Los que ahora estaban escuchando intentarían ser valientes.

Cuando faltaba poco para que oscureciera, las ancianas sacaron los chales rojos de campanitas, que habían reparado esa misma mañana. Habían enhebrado las alas iridiscentes de un centenar de escarabajos esmeralda en los largos flecos —veinte élitros por fleco—, y los habían anudado con un pequeño cascabel de latón en la punta. Sus nietas sacaron cincuenta y tres mantas, y las colocaron sobre las esterillas, para que se orearan. Las mujeres casadas sacaron lo mejor de su ropa, ahora andrajosa, para enseñar a sus hermanas el punto secreto de tejido, que habían custodiado celosamente como propio. Ya no había necesidad de secretos. Las abuelas colgaron los chales de campanitas de las ramas de los árboles, pues las jóvenes solteras ya no estarían allí para ponérselos y guardarles luto. Pronto vestirían sus mejores galas, y cincuenta y tres personas, jóvenes y viejas, yacerían cada una sobre una manta y se enrollarían como una oruga en su capullo. Para entonces, ya habrían tomado las setas venenosas que los gemelos habían encontrado. Se agitarían y se retorcerían como una crisálida a punto de hacer estallar su envoltorio. El borde de las mantas les frotaría las caras insensibles, señal de que esta vez el sueño no tendría final. Y cuando su aliento partiera como la brisa, las alas de esmeralda emprenderían el vuelo, haciendo sonar las campanitas y cantando a los muertos: «Id a casa, id a casa».

Botín se puso en pie y trajo una fuente de comida, hecha con las últimas especias almacenadas. La comida circuló entre los presentes y todos cogieron un pellizco, para hacer ofrendas. Botín gritó: «Para los nats, que con su gentileza no nos han jugado demasiadas malas pasadas». La letanía resonó en inglés. «¡Dios es grande! Al Señor de la Tierra y el Agua, que posee toda la naturaleza y nos permite vivir en ella. ¡Dios es grande! A la Abuela de las Cosechas, que no ha tenido cosechas que cuidar, pero no ha sido culpa suya. ¡Dios es grande! Al Gran Dios en el cielo y a su Hijo, el Señor Jesús, que nos acogerá en el Reino de los Arrozales Eternos y de las botellas interminables de ponche dulce, que beberemos mientras miramos las danzas más grandiosas, los mejores espectáculos de marionetas y los programas número uno de televisión. ¡Dios es grande! ¡Dios es grande! Nos volveremos fuertes, y después más fuertes todavía, para que cuándo mueran nuestros enemigos e intenten colarse en nuestro reino, podamos golpearlos y aporrearles las cabezas hasta volverlas blandas como yemas de huevo. ¡Dios es grande! ¡Dios es grande! Machacaremos sus huesos y moleremos sus corazones, hasta que los trozos sean como estiércol mohoso. ¡Dios es grande! ¡Dios es grande! Arrojaremos la porquería a un río de fuego. ¡Dios es grande! ¡Dios es grande! Serán arrastrados, hirviendo y burbujeando, gritando y llorando, al borde de un precipicio y por una catarata ardiente, hasta las fauces del infierno, erizadas de colmillos, tal como ha profetizado el Señor de los Nats. ¡Dios es grande!

»Entonces, nuestra gente estará lista para resucitar como soldados del Ejército del Señor —¡Dios es grande!—, y por fin regresarán al mundo y recuperarán nuestras tierras robadas. ¡Dios es grande! Pero antes de sembrar y cosechar los campos, encontraremos los huesos dispersos de nuestras queridas familias, madre, padre, hermana, hermano, niña, niño, bebé, bebé. Los envolveremos tiernamente en mantas tejidas con los puntos secretos y, mientras les hablamos y los consolamos, los depositaremos en la tierra, no en un lugar escondido llamado Nada, sino en la cima de una montaña, con una vista clara del cielo. Amén».

Durante una pausa en las noticias, mis amigos se acercaron para ver la ceremonia que estaban celebrando los lajachitó. Estaban sentados sobre troncos y taburetes bajos. Aquel día debía de ser algún tipo de fiesta, de ahí la celebración, con la fuente de comida circulando entre todos, las oraciones y las letanías rituales. Wendy se dirigió a Mancha Negra.

—¿Qué están celebrando? —preguntó.

La expresión de él era sombría.

—Día de nuestra muerte, señorita.

Wendy pensó que sería como el día de los muertos en México.

—¿Se celebra en todo Myanmar, esta fiesta?

—No, señorita. Aquí no hay fiesta. Aquí hay preparación para muerte. Mañana, quizá al otro día, nosotros estamos muriendo. Pensamos será muy pronto.

Wendy volvió corriendo con el grupo y les contó lo que había dicho Mancha Negra. ¿Un suicidio colectivo? Los once norteamericanos habían hablado antes al respecto, pero la última semana la tribu parecía estar de un humor excelente. ¿Qué los había hecho cambiar? Había, además, un pensamiento pavoroso: ¿pretendería la tribu que sus invitados se unieran a ellos en su éxodo? Tenían que poner freno a esa idea cuanto antes.

Bennie abordó a Mancha Negra y le preguntó a qué se refería cuando decía «preparación para muerte».

—Soldados del SLORC están viniendo —dijo Mancha Negra—. Ya decir antes a ustedes. Cuando ellos encontrando a ustedes, también encontrando a nosotros. Ellos salvando a ustedes y matando a nosotros.

—¡Oh, no, por favor! —exclamó Bennie, intentando calmar sus propios nervios destrozados—. Eso no ocurrirá.

—¿Por qué no? —replicó Mancha Negra, y se alejó.

Se internó en la selva, al sitio donde estaban sepultados los que habían muerto después de llegar al lugar llamado Nada. Se sentía muy mal por su pueblo. Se avergonzaba de ver que el chico no era el Reencarnado. No era el Hermano Menor Blanco, ni el Señor de los Nats. Y las otras diez personas no eran sus discípulos ni su comitiva de soldados. Eran turistas que sólo habían atraído la mala suerte. Qué desastre tan grande había acarreado Mancha Negra a su pueblo.

Durante la hora siguiente, hubo mucho que hablar entre mis amigos. ¿Qué debían hacer? Esos pobres desdichados habían sido amables y habían compartido con ellos su comida, sus mantas y su ropa. No era culpa suya que el puente se hubiera caído. Una cosa era segura: los once ayudarían a la tribu. Le dirían a quien viniera a salvarlos que los de la tribu no eran guerrilleros. No tenían armas. Eran gente corriente, todos excepto los gemelos y su abuela, la pobre, que había quedado traumatizada por toda la violencia padecida y se creía capaz de hablar con Dios. Y si aun así los militares causaban problemas a sus amigos de la jungla, ellos recurrirían a sus influyentes contactos en Estados Unidos. Un senador, un alcalde, ya lo verían más adelante… Lo importante era ayudar.

Pero ¿qué ocurriría si los soldados del SLORC actuaban precipitadamente y empezaban a disparar antes de preguntar? ¿Y si disparaban contra ellos, sin darles tiempo a gritar que eran norteamericanos? ¿Los ayudaría ser norteamericanos? ¿Y si obraba el efecto contrario?

Dos horas después de la puesta del sol, Botín y Rapiña se subieron al tocón donde antaño el espíritu de la Abuela de las Cosechas había multado guardia, para proteger nada en absoluto. Botín alzó los brazos y gritó en dialecto karen:

—¡Oremos!

Comenzó a balancearse sobre los talones, con los ojos en blanco, y mis amigos volvieron a oírlo farfullar el mismo galimatías. Por encima se elevaba la voz más aguda de Rapiña, dirigiendo al pueblo en su letanía: Dios es grande, Dios es grande.

Botín gritó que el Hermano Menor Blanco no estaba entre ellos. El chico era un simple mortal, pero no lo culpaban. Tampoco culpaban a los nats, que los habían inducido al error, porque lo habían hecho como una simple travesura. Pero ahora había llegado el momento de ir en busca del verdadero Hermano Menor en el Reino de los Arrozales Eternos. Antes de tomar la última cena de setas segadoras de la vida, batirían los tambores y harían sonar los cuernos. Prepararían las almas de sus cuerpos, el alma de los ojos, el alma de la boca, todas ellas, una por una. Sabrían estar listos, sin demorarse ni quedar rezagados. Pronto llegarían los soldados, que los apuñalarían con sus bayonetas y les dispararían con sus rifles, pero ellos ya no estarían allí, sólo sus cuerpos vacíos, como las cáscaras huecas de los escarabajos esmeralda.

¡Almas, preparaos!

Los hombres en el borde interior del círculo dispusieron sus tambores, el de bronce y los otros, fabricados con piel de animal tensada sobre un marco de madera. Las mujeres, del otro lado, cogieron sus instrumentos: las flautas de bambú y los nudos de árbol ahuecados, tallados en forma de ranas espinosas. Cuando hacían trinar las flautas y frotaban con un palo las verrugas de la rana, el sonido era de agua fluyendo sobre las piedras, un sonido muy apreciado por el Señor de la Tierra y el Agua, y grato a los oídos de cualquier dios.

Mancha Negra trajo huesos de pollo, plumas y una bolsita de arroz. Los colocó junto a Rapiña, que los fue tirando al fuego, trozo a trozo. Habían sido los utensilios de adivinación de los gemelos. Convenía quemar cuanto antes esos instrumentos de chamán, pues de lo contrario sus enemigos podrían utilizarlos para engañar a sus almas o enviarlas al reino equivocado, o al cuerpo de una persona débil.

Mis amigos contemplaban cómo los efectos personales de la tribu eran arrojados al fuego: esterillas gastadas, ramas talladas, el tejido de ratán que cubría sus estrechos porches cuando llovía… Bennie lamentó ver un cuenco de madera con grabados, sacrificado de la misma forma. El fuego ardía más y más alto.

—Señor Dios —gritó Rapiña en inglés por encima de la pira—, nosotros viniendo pronto. Manomayó Jesús, nosotros viniendo pronto. Padre Salado, nosotros viniendo pronto. En vida, nosotros te servimos, en muete, nosotros te servimos. Nosotros, tus sivientes; nosotros, tus hijos; nosotros, tus corderos. Y nosotros, tus soldados, marchando adelante; nosotros, el Ejército del Señor.

Roxanne le dio un codazo a Dwight.

—¿Ha dicho «el Ejército del Señor»?

Él asintió.

—Nosotros, el Ejército del Señor —repitió ella.

Entonces volvió a decir las palabras, imitando el acento de la niña. Nosotros, lajachitó del señó. Los lajachitó. ¡Cuánto se habían equivocado acerca de cuántas cosas! ¿Qué más habrían entendido mal?

Los cánticos aumentaron de volumen, y los tambores, los cuernos, las calabazas y las flautas empezaron a marcar el ritmo de un corazón exaltado: Bum-toc, bum-toc. Más y más rápido, más y más fuerte. El repetitivo estrépito les dificultaba pensar o moverse. Bennie temía que su cerebro quedara atrapado en la monótona pulsación y que eso le provocara una crisis epiléptica. La percusión y los cantos se habían convertido en el latido de un corazón colectivo.

Con un último retumbo del tambor de bronce, todas las almas del lugar llamado Nada se liberaron con un sobresalto de sus cuerpos, entre ellas las almas de mis amigos. ¿Estaban muertos? ¿Les habían disparado? No se sentían heridos. Se sentían más grandes y ligeros. Parecían verse a sí mismos, no a sus cuerpos físicos, sino a sus pensamientos y sus verdades, como si hubiera un espejo de la mente capaz de reflejar esas cosas. Todos tenían esos espejos. Ahora que estaban fuera de su cuerpo, podían oír sin las distorsiones del oído, hablar sin el enredo de la lengua y ver sin las anteojeras de la experiencia. Eran portales abiertos a muchas mentes, y las mentes se internaban volando en el alma, y el alma estaba contenida en las mentes de todos. Sabían que no era normal, pero que aun así era natural. Se esforzaron por encontrar palabras para describir lo que sentían, que eran todos los pensamientos que alguna vez habían tenido y también los de los demás, un depósito abierto, en cuyo interior había partículas brillantes y hebras interminables, estrellas microscópicas y trayectorias infinitas, constelaciones perpetuas que eran hologramas dentro de hologramas dentro de sí mismas, lo invisible vuelto visible, lo imposible vuelto obvio, el más grande de los conocimientos ahora conocido sin esfuerzo, y el mayor de los conocimientos era el amor. Simplemente el amor. Y yo también lo supe.

—Amén —dijo Botín.

Con otro sobresalto, mis amigos regresaron instantáneamente a sus cuerpos separados, a sus mentes separadas, a sus corazones separados, volviendo a ser uno entre muchos y ya no muchos en uno. Miraron a su alrededor, a los otros, a Botín y a Rapiña, esperando a ver si la sensación volvía a estallar. Pero la experiencia comenzó a desvanecerse como lo hacen los sueños, pese a sus intentos por resucitarla o aferrarla como quien intenta atrapar motas de polvo. Habían recuperado sus sentidos, pero nunca se habían sentido menos sensibles.

La luz de la televisión parpadeaba. Se fueron hacia allí y se sentaron en las butacas de ratán y bambú, esperando las noticias matinales de Nueva York. Entre ellos empezaron a hablar lentamente. ¿Habían experimentado un éxtasis religioso? ¿Habían vislumbrado las orillas de la muerte? Quizá sucediera lo mismo cuando uno pasaba varios días sin comer ni dormir… Estuvieron dándole vueltas, hasta que finalmente lo perdieron. Y sin embargo, sin que ellos lo supieran, algún cambio ya había echado sus frágiles raíces. Parte de sus almas se había liberado.

Esa noche sucedió el primero de cuatro milagros. O de cinco, según se mire.

El primero se reveló cuando mis amigos estaban delante del televisor.

—Nuestra principal noticia esta mañana —dijo el presentador de la Global News Network— es el hallazgo de una cinta de vídeo, perteneciente a uno de los once turistas desaparecidos en Myanmar, que muestra exactamente lo que ocurrió antes de que fueran vistos por última vez. Tenemos conexión directa con Belinda Merkin, en Bangkok. Belinda, ¿puedes contarnos cómo llegó esta cinta a tu poder?

Belinda estaba en el mercado nocturno de Bangkok.

—Como ya sabes, Ed, estábamos trabajando de forma encubierta en Birmania, intentando hallar pistas fidedignas y siguiéndolas hasta los rincones más apartados de un país que vive detrás de un velo de secretismo. Y como Birmania está dominada por un régimen opresor, tenemos que proteger la identidad de nuestras fuentes. Digamos simplemente que un pajarito dejó caer esto en nuestras manos —dijo, enseñando una cinta falsa.

Los contenidos reales habían sido copiados en disco y enviados a la sede de la GNN, desde Bangkok, a través de una conexión digital de alta velocidad.

—También tu vida debió de correr peligro, ¿no es así, Belinda?

—Bueno, Ed, sólo te diré que me alegro de estar en Bangkok y haber dejado Birmania atrás. Pero lo principal ahora son los norteamericanos desaparecidos. Y en esta cinta hay pistas importantes. Es un vídeo casero grabado por una de las personas desaparecidas, Roxanne Scarangello…

—¿Qué? —exclamó Roxanne—. Eso es imposible.

—Y ahora —dijo el presentador—, podrán ver ustedes desde su casa exactamente lo que captó la cámara. Debemos advertirles que algunas de las escenas son bastante impresionantes y no son aconsejables para niños…

Tras la emisión de la cinta, Roxanne corrió a buscar su mochila.

—¡No está! ¡No está! —gritó, con suficiente fuerza como para atraer la atención de Mancha Negra.

Se quedó parada sujetando la videocámara, con el compartimento de la cinta abierto y vacío. Mancha Negra se acercó, para oír lo que estaban diciendo.

Los visitantes estaban parloteando como posesos. Con el puente caído, era imposible que la periodista se hubiera colado en la aldea para robar la cinta. Y ninguno de los habitantes del poblado había podido llevarla a la oficina de correos más próxima, para enviársela a la GNN.

—Quizá sea cierto que un pájaro encontró la cinta —sugirió Bennie—. Se sabe que los cuervos recogen todo tipo de cosas y se las llevan a sus nidos. ¿De qué otro modo se explica?

Mancha Negra abrió los brazos.

—Es un milagro —declaró.

Mis amigos consideraron esa posibilidad. La liberación de sus almas, apenas unos momentos antes, había abierto sus mentes a lo misterioso y lo inexplicable.

—Sea como sea que ha llegado la cinta hasta ellos —dijo Roxanne—, lo que me preocupa es cómo termina. Rupert estaba delirando, Moff estaba trastornado…

—No creo que se note nada de eso —dijo Moff, procurando no mirar a su hijo—. En el vídeo se ve claramente que yo estaba agotado.

El grupo se puso a analizar si los espectadores en otras partes del mundo podrían interpretar que todos habían muerto. ¿Proseguiría la búsqueda en Rangún? Esperaban que no. ¿Vendrían los equipos de rescate a la jungla y a las montañas en torno al lago?

—La jungla es grande —señaló Heidi—, pero quizá se produzca otro milagro.

Aunque Mancha Negra sabía cómo había llegado la cinta a Mandalay, seguía creyendo que había sido un milagro. ¿De qué otro modo se le habría ocurrido a Harry entregársela a la señorita periodista? La historia que había en la cinta era todavía mejor de lo que recordaba. La hermana Roxanne había hablado con gran emotividad del sufrimiento de todos ellos y había empleado las palabras justas para describir la crueldad de los soldados del SLORC. Había enseñado las heridas de la tribu, los miembros mutilados, las caras de la gente buena. Había hablado de su amabilidad. Y su historia no estaba en Myanmar TV, sino en la Global News Network. El corazón le latió con fuerza. El mundo entero conocía su historia. Su historia era mucho mejor que cualquiera que hubiese aparecido en «La supervivencia del más fuerte». Una canoa con unas cuantas vías de agua era un problema menor. Los hipopótamos no existían en realidad, como tampoco los cocodrilos. Para la gente de la televisión, todo era fingimiento. Pero su pueblo tenía una historia real y, por tanto, mejor. Ahora el mundo entero sabía quiénes eran ellos, y sus corazones los hallarían en el lugar llamado Nada. Su programa sería el número uno, semana tras semana, y tendría demasiado éxito para que lo cancelaran. Serían estrellas de la televisión, y nunca más tendrían que preocuparse por ser acosados o asesinados.

Ya sabía qué nombre ponerle a su programa: «Los supervivientes del Señor». Quería difundir la buena nueva.

La exaltación de mis amigos se desvaneció en el transcurso de la hora siguiente.

Todo empezó cuando le dieron la espalda al televisor, convencidos de que ya no era necesario mirar ni inquietarse. Lo que no sabían es que, en la jungla, un televisor no es simplemente un televisor. Es un nat. Hay que mirarlo constantemente o se enfadará y cambiará la historia.

El nat-televisor había estado hablando y hablando, sin que nadie le prestara atención. Sus adeptos estaban parloteando entre ellos y cambiando el pasado. ¿El angustioso vídeo de Roxanne? ¡Ahora resultaba que era divertido! ¿Os acordáis de cuando íbamos en la caja del camión —decían—, de camino a la sorpresa navideña, y Roxanne nos pidió que saludáramos? ¿Y cuando Wendy dijo que más les valía que la sorpresa fuera buena? ¡Ja, ja, ja! ¡Si lo hubiesen sabido!

Mancha Negra se acercó a mis amigos y les pidió disculpas por todas las molestias que les había causado al llevarlos al lugar llamado Nada.

—Cuando Walter no viene y nadie sabe por qué, nosotros pensando: «Lugar llamado Nada también es muy buena sorpresa navideña». Nosotros queriendo traer al Hermano Menor Blanco, para así él conocer su tribu. El Gran Dios está ayudando a nosotros, señorita, y estoy pensando que también está ayudando a ustedes.

El nat del televisor estaba irritado. Nadie le había dado las gracias, así que por un momento se marchó de Nada y voló hacia Nueva York.

Allí, en la sede de la GNN, el presentador se desplazó desde su mesa hasta una zona lateral, decorada para que pareciera una pequeña y acogedora biblioteca llena de libros. Cuando mis amigos volvieron a prestar atención a las noticias de la televisión, estaban emitiendo una entrevista que evidentemente había empezado varios minutos antes.

El presentador estaba sentado en una butaca de contornos rectos.

—Incluso han llegado a encarcelar a periodistas extranjeros que han dado noticias desfavorables acerca del régimen.

Un hombre joven sentado en un sofá replicó con acento británico:

—Así es, y a los espías los tratan con más dureza todavía. Si les caen veinte años de cárcel, pueden considerarse afortunados, y eso, amigo mío, después de la tortura.

—Tengo entendido que, al igual que Belinda, ha corrido usted un riesgo considerable para grabar el material que ha conseguido…

El hombre asintió modestamente.

—No ha sido nada en comparación con el peligro que probablemente estarán corriendo esos once norteamericanos. No quisiera estar en su piel.

Mis amigos sintieron escalofríos.

El presentador se inclinó hacia adelante.

—¿Cree usted que esos norteamericanos se han unido a la tribu karen para luchar como rebeldes en la clandestinidad?

—No —susurró Heidi—, no hemos hecho nada de eso.

El hombre apretó los labios, como si le costara responder.

—¿Quiere que le diga sinceramente lo que pienso? Pues bien, de verdad espero que no sea así. De verdad lo espero.

Mis amigos sintieron un torniquete en la garganta.

El hombre prosiguió:

—Se sabe que hay insurgentes entre los karen. No son toda la tribu, ¡cuidado!, pero se trata de un grupo étnico bastante grande. Muchos han opuesto resistencia pasiva a la junta, mientras que otros han adoptado tácticas guerrilleras. La junta no parece distinguir demasiado entre los dos. Algunos karen se ocultan en la jungla, entre ellos, por lo visto, el grupo que había acogido a los Once Desaparecidos la última vez que tuvimos noticias de ellos.

El presentador meneó la cabeza y dijo:

—Y ahora acabamos de oír en el vídeo casero, grabado por la norteamericana Roxanne Scarangello, que querían ayudar a la tribu karen, pero no de una manera simbólica, sino, como ella misma dijo, aportándole «una ayuda más sustancial, una ayuda que marque una diferencia».

—Cien dólares —murmuró Roxanne.

El presentador pareció preocupado.

—Al régimen no va a sentarle nada bien, ¿verdad?

El hombre británico suspiró ruidosamente.

—Ha sido una iniciativa muy valiente, pero también muy tonta. Me perdonará lo que voy a decirle, pero los norteamericanos tienden a funcionar con sus propias reglas cuando se meten en el patio trasero de los demás. La verdad es que en Birmania los extranjeros reciben el mismo trato que los nacionales. La pena por tráfico de drogas es la muerte. La pena por insurrección es la muerte. La pena por participar en acciones guerrilleras al lado de los insurgentes es la muerte.

El presentador se irguió en el asiento, claramente disgustado de tener que terminar la entrevista en ese tono.

—Bueno, todos esperamos sinceramente que las cosas no acaben así. Pero pasemos ahora a otro tema. Usted es productor de documentales. Ha investigado bastante acerca de la forma en que el régimen trata a los disidentes, incluso a aquellos que han expresado la más leve crítica. Y ahora acaba de producir un documental precisamente sobre este tema…

—Es un primer esbozo.

El presentador miró a la cámara.

—A nuestros espectadores les interesará saber que el documental completo será emitido por la GNN en el transcurso de esta semana. Pero de momento, vamos a ver solamente unos fragmentos, en exclusiva para la GNN. La calidad de la imagen no es perfecta en algunas escenas, pero estoy seguro de que nuestros televidentes lo sabrán disculpar, para permanecer informados acerca de las últimas novedades, en nuestro ciclo «La democracia se va a la jungla».

El presentador se volvió una vez más hacia el documentalista.

—Así pues, señor Garrett, ¿qué vamos a ver ahora?

—Se llama «Oprimidos y suprimidos»…

Una hora después, mis amigos estaban sentados sobre dos troncos, frente a frente. Roxanne se sentía particularmente mal. En el documental habían visto detalles truculentos de lo sucedido a los miembros de ciertos grupos étnicos, así como a periodistas y estudiantes birmanos que habían criticado al régimen y ahora se encontraban en la cárcel. Al pie de la pantalla, a lo largo de todo el documental, aparecían fotos de birmanos desaparecidos. Mis amigos sentían pena por sus amigos karen, allí, en la jungla, pero más pena sentían por sí mismos.

—Los soldados no pueden matarnos. ¡No nos lo merecemos! —exclamó Bennie.

—Tampoco los karen lo merecen —dijo Heidi.

—Ya lo sé —replicó Bennie con contundencia—, pero no estamos aquí porque hayamos querido ser rebeldes. Nos quedamos atrapados y donamos cien dólares por cabeza. No deberían torturarnos hasta la muerte, sólo porque se cayó un puente y nosotros quisimos ser generosos.

Esmé no decía nada. Estaba acariciando a Pupi-pup. Marlena suponía que estaba demasiado asustada para hablar, pero en realidad Esmé disfrutaba de la bendita perspectiva infantil. Pensaba que los adultos lo exageraban todo y, si bien la situación le parecía inquietante, su principal preocupación era asegurarse de que nadie le hiciera daño a su perrita.

Mis amigos estaban exhaustos, después de un largo día de pedalear en la bicicleta, experimentar un trance durante la ceremonia, creerse casi a salvo y caer después en un abismo emocional tan profundo como el que les impedía abandonar el lugar llamado Nada. Sin nada más que decir, se arrastraron hasta sus jergones, para llorar, rezar o maldecir, hasta poder caer en la piadosa inconsciencia.

La gente del Ejército del Señor estaba reunida en otra zona del poblado, fumando cigarros y bebiendo agua caliente. La última emisión de televisión había mostrado su valor ante la muerte, lo cual no haría más que incrementar la popularidad de su programa. Estaban dando gracias a Botín y a Rapiña, a los nats, al Señor de la Tierra y el Agua, al Gran Dios y, sí, también al Hermano Menor Blanco, aunque él no reconociera que lo era. Las dudas que habían podido tener se habían desvanecido. Lo supiera él o no, estaba obrando milagros. Los había vuelto visibles en todo el mundo.

El nat-televisor estaba abandonado. Los gemelos olvidaron apagarlo para que pudiera dormir y hacer menos maldades. Por eso continuaba proyectando luz y sombras sobre el mundo ante él. Estaba en su punto más luminoso, formulando profecías, cambiando el destino y creando catástrofes, para luego retractarse en el siguiente avance informativo.

Mis amigos se despertaron al alba, entre una profusión de cantos de pájaros. Nunca habían oído a las aves cantar de manera tan persistente y aciaga. Los karen nunca las habían oído cantar de un modo tan maravilloso. Pese al coro de las aves, el poblado parecía desusadamente silencioso. Moff se acercó al televisor. El aparato estaba frío como la muerte. De inmediato, Grasa saltó a la bicicleta del generador y empezó a pedalear. Los otros miembros de la tribu fueron a recoger leña para la hoguera y a buscar comida. Se sentían felices desarrollando sus tareas diarias, los hábitos cotidianos de la vida.

A mediodía, consideraron que una de las baterías estaba suficientemente cargada como para encender la televisión. La Global News Network volvía a estar en el aire. Mis amigos temían acercarse al objeto que la noche anterior les había asestado un golpe tan doloroso. Se sentaron silenciosamente en los dos troncos enfrentados, escuchando a los pájaros y preguntándose qué significarían sus gritos agudos.

Harry había experimentado una montaña rusa de emociones similar a la de sus amigos. Se encontraba en una oficina de Rangún, donde era interrogado por cinco hombres. También estaban allí Saskia y los perros, al igual que la madre de Wyatt, Dot Fletcher, con su novio Gus Larsen, y la madre de Wendy, Mary Ellen Brookhyser Feingold Fong. Harry estaba bebiendo una taza de té.

Gracias a Dios, los funcionarios consulares se habían presentado esa mañana, para llevarlos a él y a los demás a la embajada de Estados Unidos. Podrían haber sido los militares birmanos. De hecho, los soldados del SLORC habían acudido a su hotel, media hora después de que el personal consular se lo hubo llevado.

—¿Por qué no aparecieron ustedes hace siglos, nada más saberse de la desaparición de mis amigos? —se quejó Harry.

Un funcionario consular de nombre Ralph Anzenberger respondió en tono sarcástico:

—Verá, señor Bailley, es que estábamos sentados sobre nuestros traseros, esperando a que el gobierno birmano nos diera autorización para salir de Rangún e iniciar la búsqueda. De hecho, todavía estábamos esperando, cuando finalmente se materializó usted en Rangún, para producir otro espectáculo de propaganda para el régimen.

Harry graznó. ¡No estaba haciendo nada de eso! Había seguido el único camino que conocía para mantener la atención pública concentrada en sus amigos.

—Y lo ha logrado —convino Anzenberger—, pero la junta también se ha beneficiado, transformando su reality show en publicidad para promocionar el turismo. Por cierto, no hubo ningún testigo que viera a sus amigos en Pagan, Mandalay o Rangún. Pero usted ya lo sabía, ¿no?

Harry se sonrojó, ante la obvia realidad, que sólo recientemente se le había revelado.

—Claro que lo sabía —sostuvo—. ¿Por qué tipo de imbécil me ha tomado?

Saskia arqueó una ceja y le dedicó la misma mirada dubitativa de años antes, cuando él le negó que coqueteara con otras.

Anzenberger miró el contenido de una carpeta.

—¿Cómo se le ocurrió darle la cinta a la periodista de la GNN, Belinda Merkin?

—¿A ella? ¡Ja, ja! No, en realidad no es periodista. —Harry se alegraba de saber algo que Anzenberger ignoraba—. Es una maestra de parvulario que conocí en la piscina de un hotel en Mandalay. Me prestó su videocámara y vimos juntos la cinta, eso es todo. Pero no se la he dado. La tengo aquí, ¿lo ve? —añadió, sacando la cinta del bolsillo.

Anzenberger frunció el ceño y echó una mirada a sus colegas.

—Señor Bailley —dijo—, Belinda Merker es reportera de la Global News Network. Lo es desde hace varios años, y ahora ha conseguido para sus patrones unas imágenes muy interesantes. Fueron difundidas anoche en las emisiones internacionales y han causado bastante revuelo. ¿Le apetece verlas?

Veinte minutos después, Harry estaba estupefacto. ¿Estaría soñando? ¿Habría contraído la malaria? Nada tenía sentido. Era la misma cinta, eso era evidente. ¿Habría distribuido Roxanne varias copias? ¡Y esa zorra de Belinda! ¡Maestra de parvulario! ¡Lo que se habrían reído! Anzenberger le estaba hablando. Le decía que ahora iba a enseñarle otras escenas, las repercusiones.

«Y ahora, desde la sede de la GNN en Nueva York, las últimas noticias acerca de los Once Desaparecidos y su nuevo papel como luchadores por la libertad y la democracia…». Le siguieron breves pantallazos de ciudades de todo Estados Unidos, celebrando lo que a Harry le parecieron desfiles. Eran mítines y manifestaciones, cuyos participantes llevaban carteles y pancartas: «Libertad para los once norteamericanos», «¡Arriba los luchadores por la democracia!», «Viva el pueblo karen», e incluso uno que decía: «¡La bomba atómica contra el SLORC!». Hubo imágenes de vigilias y huelgas de hambre en Tokio, Oslo, Madrid y Roma, así como de una marcha silenciosa en Alemania, con velas que iluminaban unas fotografías gigantescas, no sólo de los once norteamericanos, sino de estudiantes y periodistas birmanos y de simpatizantes de la Liga Nacional por la Democracia. Un millar de fotos de desaparecidos. Un millar de fotos de muertos. Un mar de gente.

—A medida que aumenta el apoyo a los Once Desaparecidos —dijo el presentador—, también lo hacen las protestas contra el régimen militar birmano en todo el mundo. Ciudadanos de infinidad de países están exigiendo a sus gobiernos que hagan algo. En breve hablaremos con expertos en política exterior, para determinar lo que esto puede suponer para las relaciones entre Estados Unidos y Birmania, puesto que así es como la gente ha vuelto a llamar al país que la junta había rebautizado con el nombre de Myanmar. Lo veremos próximamente.

Un logo apareció en la pantalla, «La democracia se va a la jungla», impreso sobre la imagen de dos nativos con el pecho descubierto conduciendo a un elefante, la misma que aparecía en la caja de cerillas que Harry había recibido en su habitación y en incontables folletos turísticos.

Cuando terminó el programa, Harry lo agradeció en silencio.

—Siempre hay gente de buen corazón —le comentó al personal de la embajada—, dispuesta a identificarse con los desfavorecidos. Por eso vinimos a Birmania, ¿saben?, para observar la situación con nuestros propios ojos y averiguar si podíamos ayudar en una pequeña medida, en ningún caso mediante la violencia, por supuesto, sino utilizando una amable persuasión, una presencia gentil… En realidad, con unos medios no muy diferentes de los que utilizamos para modelar la conducta de los perros.

Harry permaneció en la sala, con el personal de la embajada, viendo la siguiente remesa de exclusivas de la GNN. Los informes de último minuto se fueron sucediendo hora tras hora, durante todo el día. Las autoridades de los países que no habían anunciado boicots en años anteriores se estaban reuniendo en sesiones especiales, para debatir la posibilidad de hacerlo. La ASEAN había convocado una reunión extraordinaria, para determinar la manera de manejar una situación que estaba siendo sumamente perjudicial para su imagen colectiva. Era un asunto muy delicado, pues según el calendario de su presidencia rotatoria, a Myanmar le correspondería presidir las sesiones de la ASEAN en un futuro no muy lejano. Quizá había llegado el momento de controlar al país con más firmeza. Restricción del comercio, moratoria en la construcción del oleoducto, embargo sobre la venta de armas, retención de las ayudas al desarrollo, e incluso suspensión de la participación en las reuniones de la ASEAN… Sí, los otros países miembros considerarían todas esas medidas como un amistoso estímulo.

Los tambores y las calabazas resonaban en el lugar llamado Nada. Las flautas cantaban como los pájaros al alba. Los karen estaban interpretando una danza, que representaba la llegada del Hermano Menor Blanco y la derrota de sus enemigos. Mientras tanto, Heidi y Moff improvisaban una giga, y Wyatt y Wendy bailaban uno en torno al otro, con los brazos entrelazados, primero a la derecha y después a la izquierda. Todos habían visto la cobertura televisiva de las manifestaciones internacionales convocadas para apoyarlos y honrar a los birmanos muertos. Mancha Negra se dirigió a Marlena:

—Señorita, le estoy diciendo de verdad que ahora todo está bien. Es un milagro.

El quince de enero, tras varios días de protestas y denuncias internacionales del régimen militar, combinadas con discretas amenazas por parte de los miembros de la ASEAN, el gobierno de Myanmar hizo pública una declaración, elaborada por su recién contratada asesoría de imagen con sede en Washington, que se difundió por televisión a todo el mundo.

—Al Consejo Estatal de Paz y Desarrollo de Myanmar le preocupa que otras naciones hayan recibido información inexacta. Nosotros no perseguimos a ninguna minoría étnica. Apreciamos y cultivamos la diversidad de todos los pueblos, incluidos los turistas. Incluso a las tribus que han creado agitación e inestabilidad les hemos ofrecido treguas, y con ellas hemos firmado acuerdos de paz. Tenemos varios líderes tribales que pueden atestiguarlo…

—¡Mentira! ¡Mentira! —gritó Rapiña—. Manomayó Jesús os castigará a ti, a ti y a ti.

—Lamentablemente, algunas tribus de las montañas no se han enterado de estas treguas. Viven en lugares remotos y no bajan desde hace muchos años. Algunas de esas personas han pisado minas, es cierto, pero no como parte de un trabajo que se les hubiera forzado a realizar, sino porque se internaron en áreas de acceso restringido, donde las minas habían sido sembradas años antes por otras tribus de las montañas, quizá incluso la suya propia. Pensando en la seguridad de nuestro pueblo, acordonamos esas áreas y las marcamos con grandes señales de advertencia. Quizá no sabían leer. La tasa de analfabetismo es elevada entre los que viven en lugares remotos, pero también estamos trabajando en el desarrollo de la enseñanza. Y si esas personas de la etnia karen acuden a nuestros modernos hospitales, recibirán atención gratuita, aun cuando la culpa haya sido suya, por internarse en áreas de acceso restringido.

—¡Mentira! ¡Mentira! —aulló Rapiña.

—Pero lo más importante es que hoy nos dirigimos a la tribu karen de la selva con toda nuestra sinceridad. En este día, en este mensaje televisado que se emite a todo el mundo, firmamos un importante compromiso. Nos comprometemos a garantizar la seguridad y la libertad de la tribu karen y de los norteamericanos que están con ella.

»Obviamente, los norteamericanos no deberían haberse adentrado en la jungla, habiendo tantos y tan hermosos sitios para ver, que son cómodos y seguros. En estos sitios, los puentes no se caen. Así pues, cuando los norteamericanos regresen sanos y salvos, les ofreceremos con nuestros mejores deseos un paquete especial de turismo en Bagan, para visitar sus dos mil doscientos monumentos y conocer el lacerante esplendor que el doctor Harry Bailley ha hecho tan famoso. Creemos que nuestros turistas norteamericanos quedarán encantados con las excelentes carreteras, los restaurantes de categoría internacional y los hoteles de ocho estrellas con baño privado. Incluso, como bonificación, tendrán opción a practicar saltos deportivos desde gran altura, por gentileza de nuestras cordiales fuerzas aéreas.

»Para nuestros amigos karen, hemos decidido otorgarles en propiedad su tierra, el lugar donde se encuentran ahora, dondequiera que estén, y toda el área circundante, hasta un máximo de cuatro mil hectáreas. Pueden hacer lo que quieran con ella: talar la selva y cultivar el suelo, vender la madera de teca, lo que quieran…

»Esto es lo que prometemos: vacaciones de lujo para nuestros amigos norteamericanos y cuatro mil hectáreas para nuestra familia karen de Myanmar. Y ahora, con todo el mundo mirando, firmaremos este documento, y para demostrar nuestra sinceridad y nuestra honestidad, hemos invitado a un testigo muy especial: nuestro buen amigo y estrella de televisión, el doctor Harry Bailley.

O sea, que ése fue el tercer milagro. El cuarto se produjo apenas unas horas más tarde. Después de la danza y el estrépito de tambores, un similar espíritu de éxtasis se apoderó de mis amigos y de los karen. Estaban sintiendo una gran atracción mutua, cuando de pronto Salitre atravesó corriendo el poblado, al grito de:

—¡Milagro! ¡Milagro!

Mancha Negra tradujo lo que estaba diciendo Salitre.

—El puente resucitado, ¡levantado de la muerte!

Sesenta y cuatro personas corrieron al barranco y vieron que era verdad. Grasa cruzó el puente corriendo y se puso a saltar en el centro, para demostrar su resistencia. Mis amigos chillaron de alegría y muchos se echaron a llorar. Los karen gritaban:

—¡Dios es grande! ¡Loado sea el Hermano Menor Blanco!

Cuando regresaron al poblado, los karen se acercaron a Rupert, que había ido a ver la televisión con mis otros amigos. Le hicieron profundas reverencias y le dijeron en lengua karen:

—Gracias por venir. Gracias por darnos los milagros y por traer la paz a nuestro pueblo, el fin de nuestro sufrimiento.

—¿Por qué tienen que estar siempre con la misma cantinela? —se quejó Rupert.

—¿Qué? ¿Aún no sabiendo quién ser tú? —dijo Mancha Negra, que se inclinó y añadió—: Nuestro Hermano Menor Blanco, Señor de los Nats.

Una vez más, Mancha Negra le contó a Rupert lo del hombre que había llegado hacía más de cien años. Le habló de los Signos Sagrados. Botín levantó en una mano los naipes de Rupert. Rapiña hizo lo propio con el libro negro de los Escritos Importantes. Era evidente que el Hermano Menor Blanco los había vuelto fuertes. Seguramente, tenía que saber quién era.

Cuando terminó, mis amigos se miraron entre sí y se hablaron en silencio con la mirada. ¿Debían decírselo? ¿A quién beneficiarían con eso?

Pero fue Rupert quien decidió.

—No soy el hermano blanco de nadie. Soy hijo único.

Cogió el paquete de la baraja y le dio la vuelta.

—¿Veis esto? Cathay Pacific. Me lo dieron en el avión. Fue así como vine aquí, no a través de una reencarnación, sino pasando por la aduana, como todo el mundo. Y este libro es una novela que le pedí prestada a un tío de mi clase. Se llama Misery, y no es la historia de vuestra tribu. Es una historia inventada por un tipo llamado Stephen King. ¿Lo veis? Aquí lo tenéis, leedlo vosotros mismos.

Mancha Negra cogió el libro.

—Lo guardamos como un tesoro para siempre —dijo—. Muchas gracias.

No había entendido nada de la cháchara de Rupert, excepto la palabra King, «rey». Pero era evidente que el Hermano Menor Blanco seguía confundido. Algún día sabría quién era. Recordaría que antes de llegar él, nadie sabía nada del Ejército del Señor ni de su sufrimiento. A nadie le importaba. Solían esconderse, pero ahora todos los conocían. Les habían dado una tierra. Tenían un programa de televisión que era el número uno en audiencia. ¿Qué más pruebas necesitaban para saber que el Hermano Menor Blanco estaba entre ellos?

Mis amigos por fin podían marcharse del lugar llamado Nada. Pero ¿cómo harían para bajar por la ladera de la montaña hasta el camión?

—No es lejos —indicó Mancha Negra—. Caminando, una hora, nada más.

—Puedo intentarlo —dijo Bennie.

Todavía estaba bastante débil por la malaria, lo mismo que Esmé. Era evidente que ninguno de los dos estaba en condiciones de caminar ni siquiera un centenar de metros. Quizá pudieran bajar solamente algunos, en busca de ayuda. Pero a Esmé la aterrorizaba la idea de quedarse atrás.

—¿Y si no encontráis el camino para regresar? —gritó—. ¿Y si el puente se vuelve a caer?

—¿Quizá llamando por teléfono y pidiendo ayuda? —sugirió Mancha Negra.

¿Llamar por teléfono? ¿Estaba loco?

—Olvidando decir a ustedes —dijo—. ¡Hay tanto milagro!

Mancha Negra se dirigió a los bosquecillos de bambú que había junto al poblado y, a su regreso, extrajo de un estuche un objeto oblongo de plástico azul: el teléfono vía satélite de Heinrich Glick.

En su exaltación, en su deseo de marcharse lo antes posible, los norteamericanos no cuestionaron la repentina materialización del teléfono.

—¿A quién llamamos? —preguntó Marlena.

—Número Especial de los Testigos —dijo Mancha Negra—. Les decimos a ellos que nosotros viendo a nosotros.

Metió el teléfono en el estuche, apoyó el pie en la base del árbol de teca y subió saltando hasta la copa, por encima del dosel de la selva, donde había una vista clara y despejada del cielo.