Como saltaron a los titulares
La decepción de Harry no duró mucho. A la mañana siguiente, poco después de pedir que le subieran un gran desayuno americano a su suite del hotel Golden Pagoda, oyó dos rápidos golpecitos. ¿Servicio de habitaciones? ¡Sí que había sido rápido! Se echó por encima un albornoz. Pero cuando abrió la puerta, vio a un hombre vestido con un vulgar longyi, con la gorra blanca de los botones del hotel, pero sin la impoluta americana ni los guantes. El hombre le entregó un pequeño paquete, envuelto en un sencillo trapo blanco. Aunque Harry no lo sabía, el paquete le había llegado a través de la misma red que ayudaba a Mancha Negra a distribuir las plantas de la «segunda vida» de la virilidad. De propina, Harry le dio al botones sin uniforme el primer billete que encontró en la cartera. No pudo calcular el equivalente en dólares, pero fuera cuanto fuese, el destinatario pareció sumamente complacido.
Adherida al paquete había una pequeña nota, doblada por la mitad. Por fuera, la nota iba dirigida en letras toscamente impresas al «Sr. Hary Bailley». Por dentro, la nota decía: «Especial para usted. Por favor, vea rápido». El objeto envuelto era ligero y pequeño como una caja de cerillas; de hecho, cuando Harry abrió el trapo, vio que efectivamente se trataba de una caja de cerillas, decorada con una figura de dos nativos conduciendo a un elefante. A los lados había elegantes arabescos de escritura birmana. ¿Quién le enviaba cerillas? Él no fumaba. Sacudió la caja. ¡Ah, había algo dentro! Una cinta de videocámara. La etiqueta rezaba en pulcra caligrafía: «Viaje a China/Myanmar». Del otro lado, estaba escrito: «Cinta n.º l. 16/12/2000».
Harry no vio nada interesante en esas palabras. Supuso que la cinta contenía material que su colega birmano quería que repasara antes del rodaje del día siguiente. A última hora de la tarde, iban a partir de Mandalay en dirección a Rangún, donde según otros tres testigos oculares, Moff y los niños habían sido vistos paseando, como en trance, por el mercado de jade. Era una gentileza que los colegas de la televisión birmana le proporcionaran material para informarse, pero ¿por qué demonios no le habrían enviado algún aparato para ver la condenada cinta? Estaba acostumbrado a que la producción de sus programas de televisión se desarrollara de manera eficiente, con los subordinados adelantándose a sus necesidades y preferencias. Decidió salir a buscar una videocámara, para poder estudiar el contenido de la cinta mientras tomaba el desayuno. Se puso una camisa blanca recién planchada y pantalones cortos de color tostado, ceñidos con un cinturón de cocodrilo a juego con los mocasines, que llevaba sin calcetines. Cuando eres una personalidad de la televisión, tienes que estar a la altura de tu papel las veinticuatro horas del día. Se metió la cinta en el bolsillo de la camisa y bajó al vestíbulo, en busca de un turista convenientemente equipado. Era increíble lo mucho que lo hacían trabajar, y sin pagarle ni un centavo. Pero merecía la pena: cualquier cosa, con tal de mantener a sus amigos en el centro de la atención pública.
Asombrosamente, había bastantes huéspedes, mientras que apenas la semana anterior todos los hoteles habían quedado prácticamente vacíos, a causa del pánico desatado por los turistas desaparecidos. Harry dedujo que sus reportajes debían de haber hecho regresar a la gente. Era extraordinario cómo una sola persona podía cambiar las cosas en el mundo. Todos los turistas habían huido precipitadamente del país cuando se difundió la noticia de la desaparición, como si no pudieran hacer las maletas suficientemente aprisa. Pero ahora, después de su primer informe desde Bagan y del episodio desde Mandalay, emitido el día anterior, el vestíbulo del hotel bullía de turistas. No quería pensar cómo estaría después del tercer episodio. No es que quisiera ayudar a atraer a los turistas, pero las cifras significaban algo. Eran una prueba tangible de su poder de cambiar las percepciones de la gente. Pasó como una brisa por el vestíbulo y vio que ninguno de los viajeros tenía un equipo de vídeo decente, sólo modelos anticuados que funcionaban con las cintas más grandes. ¡Y qué ropa tan horrible! Las agencias de viajes debían de haber bajado los precios, para haber atraído a turistas de clase tan baja. Prosiguió, dejando atrás la doble puerta de cristal que conducía a la piscina.
La temperatura del aire era agradablemente cálida. Contempló la piscina de dimensiones olímpicas, con sus aguas intactas por los repeinados bañistas que yacían sobre las tumbonas cubiertas con toallas del hotel. En el extremo opuesto había una cabaña en forma de tienda de campaña, con ornamentos de caoba que le conferían el aura romántica de una vieja y remota localidad colonial. ¡Ah, allí, junto a la mujer del sombrero! El objeto plateado que distinguía sobre la mesa tenía que ser una videocámara. Aceleró su marcha hacia el aparato y entonces vio que su joven dueña, en biquini, se volvía y lo miraba, al notar su aproximación. Incluso con el sombrero enorme y las gafas oscuras disimulándole los ojos, resultaba atractiva. Cuando él se acercó, ella se levantó las gafas de sol, y entonces Harry le asignó a la bronceada princesa de largos cabellos color chocolate un ocho alto en la escala de follabilidad. No tenía previsto ningún avance en esa dirección, pero no había nada de malo en mantener aguzada su capacidad analítica.
Del otro lado de la mesa, había una mujer de aspecto andrógino consultando una guía. Harry calculó que debía de estar al final de la treintena, una edad que antes consideraba próxima a la fecha de caducidad, aunque eso había sido antes de conocer a Marlena. Para su gusto, esta segunda mujer nunca había sido apta para el consumo. Tenía peinado de pelopincho y cara de pocos amigos. Era atlética hasta la exageración: un modelo anatómico de pectorales, deltoides y bíceps, endurecidos con grandes dosis de disciplinado ejercicio. Harry había observado que las mujeres amantes del ejercicio padecían frigidez. Por esa razón, las mujeres atléticas no eran su tipo. Además, ésta tenía cierto aire sáfico, y el área hirsuta por encima del labio superior parecía una contundente declaración a lo Frida Kahlo.
No era una coincidencia que Harry se hubiera topado con las dos mujeres. Las dos eran reporteras de la Global News Network. Desde que había estallado la noticia de los viajeros desaparecidos, una docena de agencias habían enviado equipos disfrazados de turistas para obtener material. Había un límite a las entrevistas que las cadenas de televisión podían hacer a los familiares, los amigos, los vecinos, los colegas, los ex profesores, los antiguos compañeros de trabajo, los ex cónyuges, los ex novios, los hijastros y los ex hijastros de los desaparecidos. Un periodista incluso había llegado a entrevistar a la señora que le limpiaba la casa a Marlena.
Hacía tiempo que la televisión no tenía una historia de tanto interés humano, desde la niñita que se había caído a un pozo en Texas, hacía más de doce años. Como en el caso de la niña, las noticias de último minuto de los turistas desaparecidos, difundidas cada hora, desplazaban a la información sobre guerras y bombardeos, sobre el Sida y las revueltas en Angola. Nuevos anunciantes se habían subido al carro (fabricantes de comida para perros y de fármacos contra la ansiedad), comprando espacios publicitarios de treinta segundos. Pero si las cadenas querían sacar aún más provecho del afán del público por saber más, necesitaban más pistas, diferentes ángulos y, a ser posible, una exclusiva jugosa que las distinguiera de las cadenas competidoras.
Se celebraron reuniones a última hora de la noche entre los productores de los noticiarios. Volaron las propuestas y emergió la siguiente: ¿qué tal si enviamos un equipo de reporteros disfrazados de turistas corrientes y molientes, para conseguir la verdadera historia? Los equipamos con videocámaras aparentemente anticuadas, los vestimos con camisas hawaianas y les hacemos llevar calcetines con las sandalias. Se pasarán el día consultando mapas y guías turísticas. ¡Fantástico, hagámoslo!
Así que eso fue lo que Harry vio cuando atravesó el vestíbulo del hotel Golden Pagoda: alrededor de una docena de periodistas, todos secretamente orgullosos de mimetizarse a la perfección entre los auténticos turistas. Vestían chillonas camisas hawaianas y blandían videocámaras repulsivamente anticuadas, con las que jamás se habría dejado ver ningún periodista de verdad, excepto como camuflaje. Naturalmente, las entrañas de los aparatos habían sido modificadas para grabar imágenes de calidad cinematográfica.
Como pueden suponer, la misión encomendada por cada cadena de televisión era una entrevista exclusiva con Harry Bailley. La GNN dio instrucciones a sus periodistas de grabar secretamente a Harry. El hombre tenía demasiada experiencia y siempre decía lo correcto delante de las cámaras, lo cual era mucho menos interesante que la verdad detrás de los objetivos. Pero ¿no era ilegal grabar a una persona sin su autorización? No hacía falta preocuparse. En Myanmar, la pregunta no era «¿es legal?», sino «¿es letal?». Mucho cuidado todo el mundo.
Para engatusar a Harry y lograr que desnudara su alma, la GNN envió a Belinda Merlán, su reportera más estratégicamente equipada, una morena de ojos verdes y frondosa cabellera, ex patinadora artística, que además había estudiado en China con una beca Fulbright y era diplomada por la Escuela de Periodismo de Columbia. La acompañaba Zilpha Wexlar, una ingeniera de sonido con un soberbio equipo de grabación digital y el oído crítico para utilizarlo. El aparato iba cosido al interior de su desgastada mochila, con el micrófono sobresaliendo por un orificio deshilachado del tamaño de una bala. El dúo llevaba casi dos días acechando, recorriendo los bares que quizá frecuentara Harry. El plan original era parecer aturulladas y pedirle consejo sobre lugares que visitar y cosas que hacer. ¿Adonde piensas ir después?, le preguntarían, con Belinda rezumando suficientes insinuaciones como para que él les propusiera unirse a su grupo. Dada la reputación de Harry y su ojo para las mujeres jóvenes y atractivas, los investigadores de la cadena les habían asegurado que era muy probable que recibieran esa invitación.
—Perdóneme, señorita —le estaba diciendo ahora Harry a la reportera de pelo largo—. Probablemente usted no sabe quién soy…
Hizo una pausa, esperando a que ella lo reconociera.
—¡Claro que lo sé! —respondió Belinda con expresión radiante—, ¿Acaso no lo sabe todo el mundo? Usted es Harry Bailley, y es un gran honor saludarlo.
Le tendió la mano. Qué ironía, canturreó para sus adentros. Él la estaba persiguiendo a ella. Cuando los investigadores le dijeron que iba a resultarle fácil, no imaginaban hasta qué punto.
—¿Me ha visto? —Harry aparentó estar a la vez sorprendido y halagado—. ¿En la tele de aquí o en Estados Unidos?
—En los dos sitios —dijo ella—. En Estados Unidos, todo el mundo ve su programa, y yo siempre he sido una fan de «Los archivos de Manchita». Tengo un spaniel enano terriblemente travieso. Y esta serie del «Misterio en Myanmar» es el mejor reality show que hay ahora mismo en televisión. Todos lo dicen.
—A decir verdad —dijo Harry, algo crispado—, el programa que hago aquí no es un reality show, sino más bien un documental de investigación.
—Es lo que yo quería decir —se corrigió ella amablemente.
Harry le sonrió con simpatía.
—¿Y cómo se llama, si se puede saber, esta persona que dice las cosas tan bien dichas?
—Belinda Merkin.
—Merkin. Un nombre interesante. ¿Debo llamarla señora… o señorita Merkin?
—Llámeme simplemente Belinda.
—Fantástico. Muy bien, Simplemente Belinda, me estaba preguntando si podría pedirle prestada la videocámara solamente un momento. Claro que si tiene prisa por salir a ver los monumentos…
—No, ninguna prisa. Mi hermana y yo aún no hemos decidido adonde queremos ir.
—Oh, perdón —le dijo Harry a la falsa hermana, de aspecto más andrógino—. Aún no hemos sido presentados formalmente.
—Zilpha —dijo ella, ofreciéndole a Harry una leve sonrisa y un enérgico apretón de manos.
—Encantado de conocerla, Sylvia —replicó Harry.
Belinda cogió la cámara.
—¿Necesita que le enseñe cómo funciona?
Aunque Harry sabía perfectamente cómo funcionaba la videocámara, respondió rebosante de gratitud:
—¡Oh! ¿Sería tan amable?
Mientras Belinda extraía su cinta e insertaba la de él, Harry añadió en tono despreocupado:
—Es solamente un material que tengo que revisar antes de mi próxima grabación. Ustedes también pueden verlo, si quieren.
Sabía que la oferta era electrizante.
Y tal como esperaba, ella replicó:
—¿De verdad? ¡Qué emocionante!
Belinda se hizo a un lado y Harry se sentó pegado a ella, mascullando disculpas sobre la necesidad de estar tan a la sombra como fuera posible, para ver mejor el vídeo. Su áspero muslo desnudo se apoyó contra el muslo de ella, recién depilado a la cera. Belinda tuvo que esforzarse para no reírse a carcajadas de la adolescente estratagema de Harry. Colocó la videocámara entre los dos, y Harry entrecerró los ojos y decidió no ponerse las gafas de leer que llevaba en el bolsillo de la camisa.
Apareció una imagen en la pantalla diminuta y los tres se estremecieron con un repentino estruendo de gritos y bocinazos, ruido de tráfico y el zumbido de un motor, cuando la cámara captó un vehículo acelerando.
—¡Eh, vosotros! —gritaba en la grabación una voz de mujer, sobreponiéndose al alboroto—. ¡Mirad hacia aquí!
Belinda puso la videocámara de lado, para ajustar el volumen, hasta dejarlo apenas audible.
—Mucho mejor así —dijo Harry.
Cuando volvieron a mirar, ya había pasado la parte en que se veían los rostros sonrientes de los turistas en el autocar.
Incluso sin sus gafas de leer, Harry podía distinguir que no se trataba de material informativo rodado por profesionales. No era mucho mejor que lo que podía grabar un turista en uno de esos viajes organizados que recorren un templo por día. ¿Por qué supondrían los de Myanmar TV International que iba a servirle de algo? ¡Era pura basura! La terminal de un aeropuerto. Un grupo de diminutos personajes, arracimados para la ineludible toma colectiva. Edificios distantes, en alguna aldea típicamente rústica. La película era patética. Reunía todos los defectos de los vídeos caseros: sacudidas de la cámara, medio metro de espacio vacío por encima de las cabezas de la gente y un montón de paisajes que probablemente quitaban el aliento en la vida real, pero resultaban mediocremente planos en vídeo. Las mejores tomas, que eran pocas, captaban los temas universales de los libros ilustrados de viajes: gente del lugar en traje típico, riachuelos serpenteantes y callejones llenos de humo. También aparecían aquellas mujeres de no recordaba qué grupo étnico, con las correas entrecruzadas y la pesada carga de agujas de pino, que él y Marlena habían visto a las afueras de Lijiang. ¿Cómo se llamaban? El nombre de la tribu era algo así como «nazi» o «taxi». ¡Naxi! ¡Ése era el nombre! Por lo visto, la misma tribu estaba también en Myanmar. ¡Ja! Quizá eran las mismas mujeres, nativas profesionales que circulaban por todas partes, como esos peruanos tocadores de quena que aparecen siempre en todos los rincones del mundo.
Las imágenes se sucedían en estallidos inconexos, reflejo de la mente de una persona aquejada de déficit de atención. Harry miraba a ratos, haciendo amplio uso de la oportunidad de admirar los voluptuosos muslos de Belinda e imaginar el afelpado delta oculto a la vista por un endeble trocito de lycra. Mientras tanto, en la pantalla de la videocámara: un campo que rápidamente quedaba atrás, una franja fugaz de cielo, pagodas primitivas y abuelas atónitas; después, búfalos y más búfalos, un niño montado en un búfalo y, a continuación, un sinfín de rótulos, muchos de ellos con innovadoras aplicaciones de la lengua inglesa. Belinda leyó en voz alta: «Alojamiento y Comiendo», «Restaurante y Barras». Después apareció un grupo de personas, apenas más grandes que hormiguitas en la pantalla, reunidas detrás de un cartel que rezaba: «Sinceramente son bienvenidos a la famosa grútea de Genitales Femeninos».
En el preciso instante en que ella comprendió que los occidentales eran Harry y los turistas desaparecidos, a Harry le dio un vuelco el corazón. «¿La gruta de los Genitales Femeninos?». Las escenas que acababa de ver adquirieron de pronto una fantasmagórica cualidad de déjà vu. Zilpha observó que Belinda tenía una expresión de intensa concentración.
—¿Me permite? —dijo Harry, y antes de que Belinda pudiera contestar, le arrebató la videocámara de las manos y pulsó con determinación el botón de rebobinado, para luego ponerse las gafas de leer.
Play. Allí estaba, el conocido cartel, y allí estaban ellos: Dwight, Heidi, Moff… y la dulce y querida Marlena. Curiosamente, parecía mayor de lo que la recordaba. Pero allí estaba ella, junto a él en China, y él le estaba pasando un brazo por la cintura, y a su alrededor estaban los demás. Viva, tan viva y tan feliz entonces. ¿Y ahora? Comprendió que en sus manos, en aquel diminuto rectángulo de cintas circulares, tenía un mundo paralelo, el pasado visto como presente, reexperimentado como aquí y ahora, inmutable, y dispuesto para repetirse una y otra vez.
—Somos nosotros —dijo.
—¿Puedo verlo? —preguntó Belinda.
—¡Oh, perdón!
Harry subió el volumen y la dejó ver.
—Somos nosotros —anunció—. Es una cinta nuestra, de mis amigos, antes de desaparecer.
Belinda fingió sorpresa.
—¡Dios mío! ¿De veras?
Más retazos del pasado se desplegaron ante sus ojos, sin el menor asomo de desastre en ninguno de ellos. Mientras Harry contemplaba esos fragmentos de diez a veinte segundos, su mente era una maraña de preocupaciones. ¿De dónde venía la cinta? ¿Realmente había querido enviársela Myanmar TV? No era posible. Lo habrían llamado para decirle que iban a enviársela. ¿Quién la habría enviado, entonces? Se le aceleró el corazón, sin saber adonde ir, ¿hacia arriba o hacia abajo? ¿Era la cinta una señal de que estaban vivos, o de que…?
Belinda irrumpió en sus pensamientos.
—¿De dónde ha salido esta cinta?
—Me la entregó un botones esta mañana, o, al menos, supongo que era un botones. La ha grabado Roxanne, una de las mujeres del grupo.
Belinda asintió. Por supuesto, conocía el nombre. Conocía todos los nombres, así como las edades, las ocupaciones, los rasgos físicos y los nombres de los miembros de sus respectivas familias. ¿Cómo había sido tan tonta para no darse cuenta antes de lo que estaban viendo? Ni siquiera tenía la excusa de Harry de no haberse puesto las gafas de leer. Daba igual, porque allí estaba, en sus manos. La exclusiva. Sintió el instinto asesino apoderándose de su cerebro y vio todos los signos que conducían a la noticia bomba, el especial en profundidad, una rápida promoción a presentadora del informativo de la noche o a un programa propio semanal, numerosos Emmys y, su mayor sueño, el premio Peabody.
Mientras los tres miraban con absoluta concentración, Belinda intentaba parecer interesada, pero no transportada de dicha. ¡Santo Dios, qué exclusiva tan fantástica! Y le había caído literalmente en las manos, junto con Harry, la presa más codiciada de los entrevistadores. Seguramente se trataba de un regalo del destino y de los dioses de la audiencia. Sólo quedaba un problema: ¿cómo haría para escamotear la cinta de las manos de Harry y entregársela a su productor de la GNN? Arrugó la nariz, mirando a Zilpha, para indicarle que había olido un pez que había que atrapar y pescar, y su colega le respondió con un repentino bostezo, para hacerle saber que podía quedarse tranquila.
Belinda intentó ser optimista:
—Esto debe de querer decir que están vivos. Se lo han hecho llegar para hacérselo saber.
Harry asintió y suspiró. Aún le parecía ver a Rupert tiritando en la cinta.
Zilpha se inclinó hacia él.
—Tengo un ordenador en la habitación, ¿sabe? Podríamos ver la cinta con más claridad si le conectamos la videocámara. De ese modo, las imágenes serán del tamaño de la pantalla del ordenador y usted podrá ver bien todos los detalles.
Belinda miró a Harry con expresión interrogativa y él respondió:
—Sí, sí, claro que sí.
Subieron apresuradamente a la habitación. Con un hábil y rápido movimiento, Zilpha conectó la videocámara al ordenador y, subrepticiamente, insertó un DVD virgen. Volvieron a poner en marcha el vídeo y las imágenes saltaron a la pantalla. Cuando vio que Harry estaba totalmente absorto, Zilpha metió la mano en su mochila, conectó el grabador y dirigió el micrófono hacia Harry.
Para entonces, Harry acababa de ver que las imágenes tenían sobreimpresas la fecha y la hora. Diciembre 18, 22.55; diciembre 19, 03.16… Arrugó el entrecejo.
—No recuerdo que ocurriera nada a esa hora.
—Y no ocurrió —dijo Belinda—. No han cambiado la hora, que sigue siendo la de California.
Harry arqueó las cejas.
—¡Es asombroso que haya pensado en eso!
—No, en absoluto —replicó ella—. A mí siempre se me olvida ajustar el reloj cada vez que estoy en…
Se interrumpió tosiendo, pues había estado a punto de decir «en alguna misión».
—De vacaciones —se corrigió en seguida, mientras mentalmente se daba de puntapiés.
Se prometió no volver a cometer ningún desliz.
—De todos modos, es asombroso —comentó Harry admirativamente.
Pulsó el botón de avance rápido, y las vidas de sus amigos discurrieron a toda velocidad ante sus ojos, con vocecitas que se habían vuelto chillonas, hasta que vio su llegada al hotel Isla Flotante. Allí estaba Heinrich, observó, su viejo y mantecoso conocido de palmas grasientas, recibiéndolos en el muelle. Harry subió el volumen y oyó a Roxanne narrando la escena que estaba grabando: «Aquí, los pescadores intha pescan en equilibrio sobre una sola pierna…».
La siguiente imagen era el bungalow de Harry, con el techo parcialmente quemado. ¡Recórcholis! ¿Había filmado eso? Roxanne estaba ofreciendo una irónica descripción:
—… Anoche se incendió su bungalow —dijo con una risita, antes de soltar el resto—, e intentó extinguir las llamas vestido como su madre lo trajo al mundo.
Harry se sonrojó, pero cuando miró a Belinda, vio que la expresión de ella era seria y que estaba mirando el vídeo con sobria concentración. Después, como una prueba de la existencia de los fantasmas, once sombras subieron a bordo de unas lanchas. La fecha y la hora sobreimpresas indicaban el 24 de diciembre, a las 15.47, lo cual equivalía a una hora absurdamente temprana del día de Navidad en Myanmar, tan jodidamente de madrugada que todavía era de noche.
El corazón le palpita en los oídos.
Está con ellos, en ese tiempo perdido hoy recuperado.
Oye a Marlena preguntando a Esmé: «Cariño, ¿has traído el abrigo?».
El ruido gutural del motor fuera borda ahoga la respuesta. Corte.
Moff contempla las montañas y no se oye más que el chapoteo del agua contra los lados de la embarcación. Cuando unas espadas de luz hienden la silueta violácea de las montañas y abren el cielo, los once murmuran al unísono su admiración. Corte.
Todos se hallan entre el rítmico traqueteo de un taller textil. Corte.
Ruidosas chanzas y regateos en una fábrica de cigarros. Moff y Dwight menean sendos cigarros en la comisura de la boca y profieren comentarios ingeniosos al estilo de Groucho Marx. Corte.
Sus amigos están mirando a un hombre que vierte una mezcla gomosa sobre un marco de aspecto artesanal. Harry advierte que tiene que ser la fábrica de papel. ¡Todo lo que habían declarado los testigos era cierto! ¿Qué habría ocurrido después? Harry casi no puede respirar. Corte.
Y ahí está: un destello de verde, un parche de cielo, y los cuerpos dando bandazos, entre gritos y gruñidos. Se oye el chirrido de una caja de cambios y la voz de alguien —parece la de Moff— que grita: «¡Agarraos bien!». El mundo se bambolea de un lado a otro y Dwight entra en escena, para luego desaparecer. Roxanne grita en tono irónico:
—Como veis, estamos en este autocar de hipermegalujo que nos lleva hacia una sorpresa navideña en plena selva…
—¡Y más les vale que sea buena! —se oye replicar a Wendy. Corte.
Todo está en silencio, a excepción del canto de un pájaro y los crujidos y los chasquidos de los helechos jóvenes pisoteados. El ojo de la cámara mira adelante y ve las espaldas de los viajeros, subiendo trabajosamente en fila india. Un hombre se queja: Bennie. Una mujer también: Vera. Corte.
Algunos aparecen sentados y otros recostados contra un tronco. El objetivo se acerca a una sombrilla de papel encerado y, cuando Roxanne llama «¡Eh, tú!», la sombrilla se aparta y aparece Esmé, abrazando al cachorrito blanco. Arruga la nariz mirando a la cámara. Corte.
¿Qué es eso? ¿Un río? ¿Un barranco? Decididamente, algún tipo de precipicio, pero por más que baja la vista, el fondo no se distingue. Parece tremendamente profundo. Corte.
Hay largas cuerdas tendidas a través del peligroso despeñadero, ¡Oh, es un puente colgante!
—¡Maldición, no! —se oye la voz de Bennie, fuera de la cámara. Le sigue una serie de palabras susurradas. «¿Seguro?». «Miedo». «Mierda». ¿De verdad se disponen sus amigos a atravesar ese abismo? ¡Dios santo, allá va Moff! ¡Ahora Rupert! ¡Heidi! ¡Y Marlena! Ella también lo consigue, ¡buena chica! Y allá van Esmé, Dwight, Vera, Wyatt, Wendy, Bennie… Roxanne le pide a Dwight que coja la cámara que le lleva Mancha Negra, y la imagen se vuelve borrosa, para después fijarse en ella, que también cruza el puente, con un bamboleo y un grito. Aclamaciones y risas. Corte.
Caras morenas, birmanas, quizá tribales. Dos ancianas con turbante aparecen detrás de la cabeza parcialmente encuadrada de Dwight. Levantan la vista y saludan a la cámara.
—Ésta es la tribu karen —dice Roxanne—. Como podéis ver, todo es realmente primitivo por aquí, intacto por el siglo XX.
Corte.
Dwight está inspeccionando una pequeña choza hecha de raíces arbóreas. El ojo de la cámara mira hacia arriba y hacia abajo.
—Éste es el mejor hotel de la región —dice Roxanne.
La cámara muestra un grupo de árboles. Corte.
Un banquete y caras sonrientes. Sus amigos están comiendo. Saludan:
—¡Hola, mamá!
—¡Hola, mami!
—Nuestra nueva casa…
—Vamos a aprender a hacer comida exactamente como ésta…
—¡Hola, papá, esta tribu mola mazo!
—Esto es tan estupendo que nos quedaremos para siempre…
«¿Se quedarán para siempre? —Harry está espantado—. ¿Verdaderamente se han quedado por su propia voluntad? ¿Como simpatizantes de la tribu?». Corte.
Rupert está enseñando trucos de cartas a dos niñitos pelirrojos que fuman cigarros.
—En tierras de magia, pueden suceder cosas mágicas, pero sólo si creemos. ¿Vosotros creéis?
—Nosotros creyendo en Dios —responde la niña en inglés.
Corte.
El objetivo se desliza a través de una escena desenfocada y se detiene sobre un objeto desconocido, una rama caída… no, no es eso. ¿Qué es? ¡Dios mío, no es una rama, sino el muñón de una pierna! Y su dueño tiene un ojo vacío y cosido. Y a esa pobre chiquilla, ¡qué horror!, le falta un brazo, y a aquel de allí, parte de una pierna, y al otro, un pie. La cámara hace un barrido, hasta el rostro de un hombre joven de expresión sombría. Tiene las mejillas como cinceladas y unos ojos enormes, casi negros. Parece un dios asiático. Habla inglés, pero en voz muy baja y con un acento que cuesta entender:
—Cuando la mina está explotando, no más peligro y soldados muy felices. Ahora camino seguro, ya pueden caminar.
El ojo de la cámara recorre los cuerpos mutilados y se acerca, hasta que la carne carmesí llena la pantalla. Roxanne habla con voz estremecida:
—Es sobrecogedor… ¡Los obligaban! Los cabrones de los militares les quitaron la tierra, quemaron sus aldeas y los esclavizaron. Santo Dios, esto es horrible… Hace que de verdad aprecies… —Su voz se quiebra en un susurro y es evidente que está llorando—. Hace que agradezcas no haber tenido que conocer nunca estas cosas… Hemos de ayudarlos… No podemos darles sólo nuestra compasión o una ayuda simbólica. Queremos aportarles una ayuda más sustancial, una ayuda que marque una diferencia.
Corte.
Otra vez el abismo. Voces refunfuñando, discutiendo, quejándose, insistiendo.
—¡Qué puta mierda! —dice Roxanne.
El objetivo de la cámara apunta hacia una escalerilla de cuerdas, que cuelga del otro lado del despeñadero. ¡El puente se ha descolgado! ¿Están mirando abajo? ¿Se ha caído alguien? ¿Quién? ¿Cuántos? ¿Marlena? ¿Esmé? ¿Moff? ¿No? ¡No! Gracias a Dios, están bien. Ahí están. ¿Todos? Sí, tienen que estar todos, porque no parecen acongojados ni atenazados de dolor, sino únicamente irritados. O sea, que ha sido eso. No pueden salir. El puente se ha caído. Siempre han tenido intención de regresar. Y están vivos. Simplemente, se han quedado atrapados. Deben de estar bien. Tienen comida. ¡Gracias a Dios! Corte.
Es de noche. ¿Por qué ha pasado tanto tiempo sin que nadie grabara nada? La fecha sobreimpresa es el 30 de diciembre, por lo que debe de ser el 31, la víspera de Año Nuevo. Rupert está tumbado en el suelo, mirando hacia arriba, quizá a las estrellas. La persona que sujeta la cámara, quienquiera que sea, la está sacudiendo, y eso hace que la imagen de Rupert parezca temblorosa. El chico está mascullando algo, pero es imposible distinguir lo que dice. De vez en cuando, suelta un grito. Una mariposa nocturna revolotea a su alrededor, danzando en el humo iluminado.
Vera le está hablando.
—No, no hagas eso.
No lo está regañando; su voz es muy suave. Debe de estar diciéndole a Rupert que no alborote, porque hay otras personas durmiendo.
Rupert no responde. La cámara sigue agitándose. No, se diría que es Rupert el que se agita. Está temblando, tiembla violentamente. Debe de estar enfermo, terriblemente enfermo. El que habla ahora es Moff, aunque no se ve.
—Su madre… —dice, con la respiración entrecortada, y la cámara se estremece con él—. Ella querrá sentir que ha estado cerca de Rupert… cuidándolo también…
¡Dios santo, está llorando! ¡Moff está llorando! Harry jamás había oído que Moff hubiese llorado nunca. ¿Qué significa eso? Rupert vuelve a soltar un alarido.
—Cariño, por favor —está diciendo Vera con enorme ternura—. Su madre podrá abrazarlo en persona. No ocurrirá nada malo. No lo permitiremos. Vamos, deja esa cámara. Siéntate, descansa un poco. Todavía te necesitamos para que nos ayudes con los demás…
¿Los demás? ¿Qué les ha pasado? ¿También están enfermos? ¿Será demasiado tarde? ¿Se referirá Vera a la necesidad de cavar tumbas para sepultarlos? ¿Habrá sido un envenenamiento, la malaria, el hambre? ¿O les habrá hecho daño alguien? ¿Los habrán descubierto mientras intentaban huir? ¿Qué había ocurrido? ¿Qué pudo causar esa clase de tristeza? ¿Sería peor saberlo que imaginarlo?
Vera aparece en el cuadro de la cámara, tiende la mano y entonces la imagen se vuelve borrosa. Moff está llorando como un niño, y cuando el objetivo vuelve a ver con claridad, el mundo está torcido, lleno de humo y cenizas en ascenso. Debe de haber dejado la cámara encima de algo, de modo que ahora está enfocando hacia arriba. Se enciende un cartel rojo, «batería baja», que palpita como un corazón. El ojo de la cámara no parpadea, no intenta mirar más lejos en la oscuridad, ni se desvía a los lados. Mira directamente hacia arriba, observando las partículas de ceniza ascendiendo en el interior del humo dorado y las rojas palabras palpitantes. El oído de la cámara escucha, sin favorecer ningún sonido en particular. Actúa como simple testigo del batiburrillo de gritos, murmullos y gemidos, y del ocasional crepitar de la leña mientras se consume. Está almacenando serenamente en su interior esos últimos momentos, para preservarlos en una memoria que se retrotrae en el tiempo y que algún día una tecla hará avanzar.
Es lo que Harry está mirando. Ha entrado en ese mundo y se ha convertido en la mirada emborronada por el humo, barrida por el aleatorio vuelo de las polillas, atrapada en una escenografía, el mundo entero, su única existencia. No puede parpadear, no puede perderse ni un milisegundo. Está memorizando todo lo que hay, de este momento al siguiente, y al otro, y al otro… hasta que de pronto la pantalla se vuelve negra y ya no hay nada más que memorizar.
Estaba tan aturdido que no oyó a Belinda.
—¿Se encuentra bien?
Zilpha se inclinó hacia él.
—¿Quiere verlo otra vez?
Harry negó con la cabeza. Estaba emocionalmente exhausto. Retiró la cinta de la videocámara; la envolvió cuidadosamente en el trapo blanco y la deslizó en el bolsillo de la camisa. Walter y Heinrich no habían mencionado ninguna sorpresa navideña en la jungla. Pero ¿qué podía recordar Walter? Probablemente le había quedado una lesión cerebral, tras el ladrillazo recibido en la cabeza. Y Heinrich, el germano borrachín, iba siempre cocido.
—¿Todavía piensa ir a Rangún?
—Sí, desde luego… No… No lo sé.
—¿Cree que todavía están en la jungla?
La mente de Harry funcionaba a marchas forzadas. Los testigos habían dicho que estaban en Rangún. Pero en la cinta se veía que habían quedado atrapados, porque el puente se había descolgado. Era imposible que la tribu los estuviera llevando de aquí para allá, a Bagan, Mandalay, Rangún… Al minuto siguiente, la verdad resplandeció. ¡Los cabrones de mierda lo habían engañado! Todos los sitios turísticos y los testigos eran pura invención. ¡Qué gilipollas había sido! Pero entonces recordó que sus informes habían mantenido la atención centrada en sus amigos. Belinda le dijo que la historia salpicaba todos los programas de noticias de Estados Unidos. Eso había sido parte de su plan; de hecho, racionalizó, había sido la parte más importante de su plan. ¿Y ahora qué? ¿Estaría Marlena aún en la jungla? Podía haber ocurrido cualquier cosa desde la fecha en que terminaba la cinta.
Belinda y Zilpha permanecieron en silencio, aguardando pacientemente a que Harry anunciara su decisión. Incluso antes de encontrarlo, las dos habían considerado la posibilidad de que la investigación de Myanmar TV fuera una farsa y que Harry fuera un tonto al que utilizaban. Le pasaba como a muchas personas desesperadas, que necesitan agarrarse a cualquier cosa con tal de conservar la esperanza. Varias cadenas de televisión, además de la GNN, sospechaban una estratagema para mejorar la imagen del país, pero habían decidido no levantar todavía ninguna duda al respecto, porque no disponían de nada sólido para contradecir la creencia de Harry, ni la opinión popular.
Harry se volvió hacia las mujeres.
—Tengo que regresar al lago, a ese maldito hotel. Se encuentran cerca de allí, de eso no hay duda.
Belinda y Zilpha lo miraron con expresión inquisitiva. Era su técnica de reporteras para sonsacarle más información.
—Verán —dijo él, que ya volvía a ser plenamente dueño de sí mismo—. El grupo no ha estado nunca en ninguna de las ciudades donde los testigos dijeron haberlos visto. Tenía la intuición de que así era, pero les seguí la corriente, para mantener la atención del público. No quería que mis amigos cayeran en el olvido. Los medios hacen que sucedan las cosas, ¿saben? Lo sé, porque trabajo en la televisión.
Belinda y Zilpha asintieron.
—Escuche, puede que mi pregunta le parezca estúpida —dijo Belinda—, pero ¿cómo piensa buscarlos? ¿Quién va a llevarlo? Si es cierto lo que contaban en el vídeo acerca de los campos sembrados de minas y todo eso, no creo que los militares vayan a rescatarlos. Puede que no hagan exactamente lo que usted tiene en mente, sobre todo si sus amigos tienen vinculaciones con los karen rebeldes.
—¡Un momento! —gritó Harry—. ¿Quién ha dicho que sean rebeldes?
—Para los militares, los karen escondidos en la jungla son rebeldes.
Harry frunció el entrecejo.
—¿Y eso cómo lo sabe?
Belinda mantuvo una expresión impasible.
—He visto varios programas especiales sobre el régimen militar en la Global News Network.
Harry pensó apresuradamente.
—Pediré a la embajada de Estados Unidos que intervenga.
—No pueden hacer nada en el lago —dijo Zilpha—. No tienen permitido salir de Rangún sin autorización.
Harry recordó que alguna otra persona le había dicho lo mismo, el residente estadounidense, en el otro hotel a orillas del lago. Maldición.
—Aun así, he de hablar con alguien de la embajada. Pueden presionar y asegurarse de que encontremos a mis amigos sin que nadie resulte herido.
—Quizá debería ir usted a Rangún, tal como estaba previsto —dijo Belinda—. Así, podrá hablar personalmente con la gente de la embajada.
¡Brillante!, se dijo Harry. ¿Cómo no había pensado en eso?
—Sí —dijo—, lo he estado pensando. Les daré la cinta. Ellos se ocuparán de darla a conocer y, de ese modo, todo el mundo estará mirando.
Belinda miró a Zilpha por el rabillo del ojo. Tendrían que darse prisa para regresar a la oficina en Bangkok. El DVD que habían grabado tenía que llegar a la Global News Network antes de que Harry entregara su cinta a la embajada, porque, de lo contrario, adiós exclusiva.
Belinda le preguntó a Harry si aún pensaba hacer el informe desde Rangún para Myanmar TV. Él le respondió secamente que no. Les seguiría el juego y dejaría que lo llevaran a Rangún en avión y le pagaran el hotel, y después fingiría una intoxicación alimentaria justo antes del rodaje. «Que tomen un poco de su propia medicina», se dijo.
Antes de salir de la habitación de Zilpha, Harry dijo:
—No sé cómo darles las gracias por haberme dejado utilizar su videocámara y su ordenador. Son ustedes un regalo del cielo. ¿A qué se dedican?
—Somos maestras —respondió Belinda de inmediato—. Zilpha, de parvulario, y yo, de primer año.
La expresión de Harry dio paso a una gran sonrisa.
—Ya suponía que debía de ser algo así.
A la mañana siguiente, en Rangún, Harry se levantó a las cinco y repasó su plan. Esperaría a que el periodista birmano lo llamara a las siete. Enronquecería la voz para parecer mortalmente enfermo y para demostrar que le era imposible hablar ante las cámaras. Un par de arcadas también irían bien. Haría una actuación completa. Hoy no se afeitaría, ni se ducharía. Se desarregló el pelo y se puso ropa arrugada. A las nueve menos cuarto, cogería un taxi para la embajada de Estados Unidos. Si alguien de Myanmar TV lo veía saliendo del hotel, diría que iba en busca de un médico occidental. ¿Había pensado ya en todas las eventualidades? Perfecto. Estuvo a punto de pedir el desayuno, pero cambió de idea y en lugar de eso sacó sus notas y el borrador de Ven, sentado, quieto.
A las siete, llamó el periodista, pero antes de que Harry pudiera mencionar su excusa, el hombre dijo sucintamente:
—Hoy no habrá rodaje. Todo ha sido cancelado.
—¡Oh! —exclamó Harry, olvidando poner voz de enfermo—. ¿Por qué?
El periodista fue parco en sus respuestas. Cuanto más preguntaba Harry, más opacos se volvían sus comentarios. El periodista no estaba dispuesto a decir nada más.
Harry estaba atónito. ¿Se habría declarado una crisis nacional? Puso la televisión. Nada. Fuera cual fuese la razón, al menos no tenía nada que ver con él.