Una pista prometedora
Esa noche, los desharrapados ciudadanos de la jungla se agruparon delante del televisor, según su jerarquía divina. Los dioses gemelos estaban sentados al frente, con la abuela en el medio. Mancha Negra, su primo y otros dignatarios se acuclillaron en segunda fila. Las mujeres y los niños se quedaron de pie, al fondo, y los que habían perdido una pierna o un brazo se acomodaron a un lado, sobre esterillas. Ya era casi la hora de la emisión nocturna de «La supervivencia del más fuerte». Hacía varios días que mis desamparados amigos no veían el programa, pues las exigencias de la malaria habían acaparado toda su atención.
Mancha Negra y las abuelas propusieron a los honorables huéspedes que fueran a reunirse con ellos. Pero mes amis declinaron la invitación. En lugar de eso, como ya era su costumbre, fueron a sentar sus taciturnas y silenciosas personas sobre troncos y tocones, en torno a la hoguera del poblado. Dwight se sentó junto a Bennie. Habían tenido un acercamiento. Dwight se había disculpado por descargar su irritación contra Bennie, y éste había admitido que nunca había estado debidamente preparado para el viaje.
—Te metimos en esto en el último minuto —le dijo Dwight.
Ambos reconocieron que todos se necesitaban mutuamente. No sabían a quién podían precisar en caso de emergencia, ni quién podía consolarlos si las cosas se ponían verdaderamente feas.
Las rojas brasas proyectaban una nerviosa danza de luz sobre sus caras. En los primeros días de su desgracia, habían debatido con urgencia el modo de salir del lugar llamado Nada. A medida que su imprevista estancia se prolongaba, pensaban con angustia en las posibles maneras de ser rescatados. Durante el pánico de la malaria, habían negociado con Dios y con los poderes de la tribu. Y cuando todos habían emprendido la precaria ruta de la recuperación, se enteraron de que el barquero había perdido el juicio y creía que Rupert era un dios. ¿También ellos enloquecerían?
Pensaban en lo que estarían haciendo sus familias y amigos, allá en su país, para encontrarlos. Seguramente se habrían puesto en contacto con la embajada de Estados Unidos en Myanmar. Probablemente, en ese mismo instante, habría una escuadrilla de aviones norteamericanos realizando misiones de reconocimiento. Mis amigos no sabían que el gobierno militar de Myanmar había restringido la zona donde el personal de la embajada tenía permitido realizar búsquedas. En consecuencia, las investigaciones se estaban llevando a cabo únicamente en los destinos turísticos que la junta deseaba promocionar; desde allí, Harry Bailley, consumada estrella de televisión de voz meliflua y persuasiva, transmitía sus conmovedoras noticias de última hora.
Esa noche, el estado de ánimo era más sombrío que de costumbre. Esa misma tarde, Esmé, en un estallido de frustración, había exclamado:
—¿Es que vamos a morirnos en este sitio?
Sólo una niña podría haber enunciado en voz alta la pregunta tabú. Marlena la tranquilizó, pero la pregunta quedó flotando en el aire cargado de humo. Estaban todos en silencio, sabedores de que otra enfermedad exótica o cualquier déficit en el suministro de alimentos podía llevarlos al borde de la extinción. ¿Sería verdad que iban a morir? Cada uno imaginó la noticia de su fallecimiento.
Wyatt recordó que su madre, que había tenido cáncer de mama, le había suplicado que renunciara a sus emocionantes y peligrosas aventuras.
—No te juegas tu vida, sino mi corazón —le había dicho—. Si te pasara algo malo, sería cien veces peor de lo que ha sido mi cáncer.
Él se había reído de sus temores. Ahora, con los ojos de su mente, veía a su madre mirando fijamente su retrato. «¿Cómo has podido hacerme esto?».
Moff se imaginaba a su ex esposa, furiosa con él por haberse llevado al hijo de ambos a un viaje que sabía que era peligroso. Estaría intentando creer con cada centímetro de su alma que Rupert aún estaba vivo y que él, el marido de quien se había divorciado por su insensibilidad, había sido arrebatado del mundo por las manos del destino, que le habría arrancado ya su último aliento.
Vera recordaba historias de personas que se habían negado a creer que uno de sus seres queridos había muerto en accidente de aviación, en un naufragio o en el derrumbe de una mina. Las palabras «sin supervivientes» eran sólo una conjetura y, al final, varios días después de que otras familias más resignadas a la tragedia hubieron celebrado los funerales, las esperanzas de los más optimistas se habían visto colmadas, cuando los presuntos muertos habían regresado a casa sanos y salvos, sin más secuela que un desmesurado apetito por la comida casera. ¿Era la fuerza del amor lo que había hecho posible el milagro? ¿Cuánto la querrían sus hijas? ¿Disminuiría sus probabilidades de ser hallada el hecho de que ellas ya estuvieran llorando su muerte?
Heidi pensaba en otros medios que les permitieran sobrevivir. Quizá había otras medicinas. Las abuelas karen lo sabrían. Y más les valía empezar a prepararse para las lluvias. Hizo una lista mental de las diversas situaciones para las que debían estar preparados, y las respuestas adecuadas. Ante todo, si venían los soldados y empezaban a disparar indiscriminadamente, tendrían que correr a esconderse en la jungla. Después tuvo otra idea: quizá ella y Moff pudieran hacer otra incursión en la selva, para buscar un par de sitios secretos.
Bennie era el único que pensaba en el futuro, en volver a casa y encontrar una jubilosa celebración. Antes de emprender el viaje del camino de Birmania, Timothy y él habían acordado abrir los regalos de Navidad cuando él regresara. Era más que probable, pensaba Bennie, que Timothy hubiera vuelto a envolver todos sus paquetes con cintas amarillas —era muy propio de él—, e incluso que hubiera añadido regalos más fastuosos; algo de lana de cachemira sería fantástico. Seguramente ya habría cortado las etiquetas de las tiendas, señal de su absoluta confianza en el regreso de su amado. Pero entonces Bennie imaginó a Timothy desmontando el árbol, pagando las facturas y cambiando la arena del gato, tarea que había sido su motivo más frecuente de disputas. Llevaban una vida corriente y rutinaria pero aun la rutina era valiosa, y él quería recuperarla.
Sin que viniera a cuento, Dwight se echó a reír.
—Mañana tengo cita con el higienista dental. Voy a tener que llamar para pedir que me la cambie.
Los demás recordaron entonces las obligaciones desagradables que los esperaban en casa: un coche con una abolladura en el parachoques que había que arreglar; ropa pendiente de recoger en la tintorería, y prendas deportivas abandonadas sin lavar en la taquilla del gimnasio, que para entonces probablemente estarían mohosas. Se concentraron en los asuntos más triviales, de los que podían prescindir fácilmente. Recordar cualquier otra cosa les habría resultado intolerable.
Sus voces volvieron a disolverse en el silencio. Las llamas de la hoguera iluminaban sus rostros desde abajo, creando huecos oscuros en sus ojos. Pensé que parecían fantasmas, lo cual no dejaba de ser irónico, viniendo de mí. Muchos creen que los muertos tienen esa misma apariencia espectral, pero no es cierto. En realidad —y por el mero hecho de tener conciencia tengo realidad—, mi único aspecto es el que yo misma imagino. Es extraño que aún no conozca la razón de mi muerte, cuando por lo visto conozco todo lo demás. Pero nuestros pensamientos y nuestras emociones después de la muerte no son diferentes de lo que eran cuando vivíamos, o al menos eso creo. Sólo recuerdas lo que quieres recordar. Sólo sabes lo que tu corazón te permite saber.
A lo lejos, en el centro recreativo de la jungla, el griterío de los niños se mezclaba con un feliz y animado parloteo. «¡Número uno! ¡Número uno!», entonaban, haciéndose eco del pretendido primer puesto en audiencia de «La supervivencia del más fuerte». Había empezado el programa, anunciado con su característica sintonía de apertura. Los violines se estremecían y vibraban en un crescendo borborígmico, al tiempo que rugían los leones, restallaban las fauces de los cocodrilos y unas grullas de cuellos esbeltos emitían gritos de alarma.
Bennie se incorporó, con los ojos irritados por el humo. Adoraba secretamente todos los reality shows, las crueles eliminatorias, el intercambio de papeles con consecuencias calamitosas y el radical cambio de imagen de personas sin un diente, o con el pelo imposible, o sin barbilla. Echó una mirada a la televisión. Sí, ¿por qué no? El entretenimiento inane era preferible al dolor consciente de la desesperanza. Se dirigió hacia el lado feliz del poblado.
En la negrura de la jungla, la pantalla brillaba como un faro. Vio a la presentadora de «La supervivencia del más fuerte», con el mismo salacot y las mismas prendas de safari manchadas de tierra de hacía un par de semanas. Esta vez, se había aplicado artísticamente un brochazo de barro en el pómulo izquierdo. Los dos equipos de concursantes estaban construyendo canoas, ahuecando madera de balsa. Su ropa se había vuelto traslúcida con el sudor que, según pudo observar Bennie, no dejaba ninguna protuberancia, curva o surco oculto a la vista. Bennie advirtió que los más fuertes, cuyos cuerpos eran exponentes libres de grasa de la vida sana, inspiraban el odio de los demás, como correspondía.
—¿Estáis listos? —dijo la mujer del salacot—. El nuevo desafío de hoy…
Y les anunció que iban a practicar orificios en los cascos de sus canoas, para simular el ataque de un hipopótamo, y que ellos tendrían que taponar las vías de agua con cualquier material que encontraran, confiar en que aguantara y remar un centenar de metros contra corriente, hasta el lugar donde conseguirían el agua potable y la comida necesaria para sobrevivir los tres días siguientes.
—Si no lo conseguís —les advirtió—, estaréis literalmente hundidos.
Después, procedió a hacer un repaso de las diversas criaturas que acechaban en el agua: cocodrilos quebrantahuesos, peces carnívoros, serpientes acuáticas venenosas y, la fiera más peligrosa de todas, el hipopótamo enemigo del hombre. Con primeros planos del rostro de cada concursante, la cámara captó los rápidos parpadeos de los medrosos, los labios apretados de los intrépidos y las mandíbulas flojas de los que ya se sabían condenados.
Bennie se identificaba con sus temores y su pública humillación. Cuando se rascaban una picadura, él también se rascaba. Cuando tragaban saliva por culpa del miedo, él también lo hacía. Pensó que parecían presos, encadenados unos a otros. Pensó en ir a decirles que estaban todos en el mismo barco y que deberían unir fuerzas. Se acercó un poco más y entonces se dio cuenta. ¿Qué estaba haciendo? «¡Es la tele, imbécil, no es real!». Sus ojos vidriosos regresaron a la pantalla y, un minuto después, su lógica volvió a desbarrar, de modo que siguió guiándose por el razonamiento de los sueños. «Es un reality show —se dijo—, lo que significa que es real. Las personas son reales, las canoas son reales y los orificios son reales. Lo único que separa su realidad de la mía es un trozo de cristal. Si puedo conseguir que me vean a través de la pantalla…». Alzó los brazos en el aire y esa brusca acción fue suficiente para arrebatarlo de la fantasía. «Deja de pensar locuras», se conminó. Pero como una persona arrastrada irresistiblemente hacia el sueño, volvió a caer gradualmente en un estado semionírico. Envió un mensaje con el poder de su mente «Miradme, por favor. ¡Maldita sea, miradme! Yo también estoy varado en la jungla. ¡Miradme!».
Yo conocía su padecimiento. Desde mi muerte, me he sentido abrumada por una frustración alternada con desesperanza. Imaginen lo que es tener la propia conciencia separada de la de los demás por una barrera invisible levantada en un abrir y cerrar de ojos. Y ahora mis ojos ni siquiera se abren, ni volverán a abrirse jamás.
En su porosa mente, Bennie estaba dando consejos a los equipos. «Desgarrad vuestra ropa, mezcladla con barro para hacer una bola. ¡No, no! ¡Dejad los pelos de coco! Olvidaos de eso, y no cojáis tampoco la paja, que no formará una pasta suficientemente impermeable. ¡Idiotas! ¡Yo soy el director del grupo! ¡Se supone que tenéis que escucharme…!». Su desobediente equipo acababa de echar la canoa al agua, cuando un anuncio escrito se desplegó por la base de la pantalla. «Informe especial: más sobre el misterio de los once turistas desaparecidos en Myanmar».
Bennie se sorprendió de que otro grupo de turistas hubiera sufrido su misma suerte. La única diferencia era que ellos eran once, en lugar de doce. «¡Espera un momento! Nosotros somos once». Parpadeó con fuerza para evitar las jugarretas de su cerebro. ¿Era sólo la manifestación de sus deseos? ¿Un fenómeno alucinatorio? Corrió para acercarse aún más al televisor, bloqueando la vista de todos. Pero para entonces, el anuncio había desaparecido.
—¿Lo habéis visto? —gritó.
Botín le ordenó a Bennie que se quitara de delante. Nadie de la tribu había leído las palabras al pie de la pantalla, ni siquiera Mancha Negra, que a duras penas era capaz de reconocer las letras. Las palabras en inglés habían atravesado la pantalla con tanta rapidez como un escarabajo cuando le destruyes el escondrijo.
El anuncio se repitió, reptando por la pantalla como una serpiente de neón. «Informe especial: más sobre el misterio de los once turistas desaparecidos en Myanmar».
Bennie inhaló con fuerza el aire.
—¡Eh, vosotros! —gritó—. ¡Venid aquí, de prisa! ¡Vamos a salir en la tele!
—¿Qué se estará imaginando ahora? —dijo en voz baja Dwight.
Ya se habían creído otras fantasías de Bennie: afirmaciones de que el puente estaba tendido (y de hecho lo estaba, cuando Mancha Negra había ido por más provisiones) y gritos de que había visto gente del otro lado del barranco (que de hecho había visto, cuando Mancha Negra y Grasa regresaron). ¿Y ahora les estaba diciendo que iban a aparecer en «La supervivencia del más fuerte»? Pobre Bennie, desde su crisis epiléptica se estaba deteriorando mentalmente, fue la conclusión a la que llegaron. Intentaban seguirle la corriente, pero temían la posibilidad de que otros del grupo también se volvieran locos.
Bennie volvió a gritarles.
—¡Las noticias! —exclamó—. ¡Estamos en las noticias!
—Es tu turno —le dijo Moff a Roxanne, y ella suspiró y se fue con Bennie, a intentar disipar la última de sus falsas esperanzas. Si no le hacían caso, no pararía.
Pero unos segundos después, Roxanne gritó:
—¡Venid todos! ¡Rápido!
Casi se cayeron unos sobre otros para llegar a la televisión.
Una presentadora de un canal australiano estaba diciendo que acababan de recibir nuevas imágenes de los Once Desaparecidos. Mis amigos clavaron la vista en la pantalla. Pero lo que vino a continuación los defraudó. Era un reportaje sobre viajes a Egipto o algo parecido. Había una persona subiendo a una pirámide y contemplando desde lo alto otras muchas pirámides similares, que se extendían hasta el horizonte. La cámara se acercó, hasta ofrecer un primer plano de un hombre bien peinado, de cabello oscuro y sienes plateadas. Resultaba curiosamente familiar.
—¡Harry! —exclamó Marlena.
—El lacerante esplendor… —estaba diciendo Harry con voz soñadora, mientras dejaba que su vista se perdiera en la distancia, hacia un panorama de más de dos mil cúpulas y espiras—. Al ver tanta estoica magnificencia —añadió volviéndose a la cámara—, no puedo dejar de pensar en mis valerosos amigos. Cuando los encuentren, y sé que eso sucederá pronto, los traeré aquí, al glorioso Bagan, donde podremos disfrutar juntos de los amaneceres y los crepúsculos.
Heidi se echó a reír y soltó un chillido.
—¡Está hablando de nosotros! ¡Vamos a regresar!
Moff le dio un entusiasmado achuchón.
—¡Oh, Dios mío! —burbujeó Wendy—. ¡Estamos salvados! ¡Nos vamos a casa!
—Subid el volumen —dijo Moff, con una calma que contradecía su nerviosa expectación.
Dwight le arrebató el mando a distancia a Botín. La gente de Nada se preguntaba qué era lo que emocionaba tanto al Hermano Menor Blanco y a sus amigos. Sólo Mancha Negra lo sospechaba, y el nudo de su estómago se estrechó. ¿Habrían ofendido a algún nat? ¿Por qué tenían que superar tantas pruebas?
—Tenemos noticias muy, pero que muy buenas —oyeron los Once Desaparecidos que decía Harry en su mejor voz de personalidad de la televisión.
Un vitoreo resonó entre mis amigos, que procedieron a entrechocarse las palmas de las manos. Bennie ya estaba pensando en abrazar a Timothy, darse un baño fastuoso y caer rendido en la mullida cama de ambos. La cámara se alejó, para enseñar a Harry hablando con un periodista birmano.
—Nuestro equipo de búsqueda tiene una nueva pista —dijo Harry—, una pista muy prometedora, en Mandalay. Parece ser que un fabricante de marionetas de cartón piedra ha visto algo sospechoso, y dos monjes confirman su versión. Los tres dicen haber visto a un hombre alto, con el pelo largo recogido en una coleta y pantalones cortos de safari, acompañado de un niño y una niña de rasgos eurasiáticos. El fabricante de marionetas dice haberlos visto en la cima de la colina de Mandalay, mientras que los dos monjes los vieron ese mismo día, horas más tarde, en la pagoda Mahamuni.
El periodista birmano intervino:
—Ese hombre de la coleta coincide con la descripción de su amigo, ¿verdad?
—Así es —respondió Harry con autoridad—. Podría ser Mark Moffett, con su hijo Rupert y con Esmé, la hija de mi prometida, Marlena Chu, que también ha desaparecido.
Las cuatro fotografías se sucedieron rápidamente.
—¡Ésa soy yo! —gritó Esmé, e inmediatamente hizo una mueca de disgusto—. Detesto esa foto.
Moff dio una patada en el suelo.
—¡Mierda! ¡Harry, puñetero idiota! ¡Estoy aquí, en medio de la selva, y no en Mandalay!
—Prometida —susurró Marlena para sus adentros.
—Lo más preocupante —prosiguió Harry— es que estaban siendo conducidos por dos hombres…
—Pero no eran birmanos —lo interrumpió el periodista—, como pudimos confirmar hace un momento.
—Sí, exacto. Los testigos han dicho que parecían indios o tailandeses, o quizá incluso chinos, pero en ningún caso birmanos, porque como muy ingeniosamente usted mismo ha señalado, los testigos birmanos han dicho que no entendían ni una palabra de lo que decían los malhechores. Pero lo que sí observaron, y esto es muy interesante, es que hablaban en tono brusco y autoritario, y que tanto Moff (o, mejor dicho, el hombre que pensamos que puede ser Mark Moffett) como los dos chicos simplemente los obedecían, como si estuvieran drogados. El fabricante de marionetas y los dos monjes lo atribuyen a un encantamiento de los nats, que según la creencia de algunos birmanos son espíritus perturbados, que no han encontrado la paz después de una muerte violenta hace siglos.
—Sí, son muy corrientes por aquí —dijo el periodista.
—Pues yo creo que deben de estar drogados —prosiguió Harry—, lo cual es una explicación más racional. Según nos han dicho, tenían la mirada vidriosa de los heroinómanos…
El periodista lo interrumpió:
—La heroína está rigurosamente prohibida en Myanmar. El castigo por el consumo o la venta de heroína es la muerte.
—Sí, en efecto, y ninguno de mis amigos es proclive a ese tipo de consumo, en absoluto, se lo puedo garantizar. Por eso precisamente nos preocupan las personas que estaban con ellos, que posiblemente los han drogado. En cualquier caso, este avistamiento representa un gran avance para nosotros, un avance enorme, y allí es donde vamos a concentrar nuestros esfuerzos en los próximos días, en Mandalay, en la cima de la colina, en la pagoda y en cualquier sitio donde nuestro equipo de búsqueda estime que debemos investigar, sobre la base de fuentes de información fidedignas. Fidedignas, ésa es la clave. El gobierno de Myanmar nos está ayudando mucho en ese sentido. En cuanto descienda de este extraordinario exponente de la historia y la arquitectura birmanas, nos pondremos en marcha hacia Mandalay. Mientras tanto, si alguien ve algo de importancia, le rogamos que llame al Número Especial de los Testigos que en este momento ven ustedes en pantalla.
Harry le hizo señas a una mujer con dos perros para que se acercara. Comenzó a rascarle vigorosamente el cuello al labrador negro, hasta que la pata trasera del perro empezó a tamborilear sobre el suelo.
—¡Qué bueno es mi chiquitín! —le dijo Harry, y después se inclinó sobre el otro miembro del equipo de búsqueda, una border collie.
—Chu, chu, chu —la arrulló, con los labios fruncidos como para darle un beso.
Antes de que la perra pudiera darle un lametazo en la boca, Harry se retiró ágilmente.
—Estas bellezas son mejores que el FBI —los elogió—. Perros de búsqueda y rescate. Narices infalibles, con una ética del trabajo basada en el simple mecanismo del premio cada vez que encuentran algo. Y esta fantástica mujer es su intrépida adiestradora.
La cámara captó a una mujer vestida con una blusa de alegre algodón rosa y amarillo, ceñida a su cuerpo esbelto y juvenil.
—Saskia Hawley. Ella misma los ha entrenado —declaró Harry—, y ha hecho un trabajo estupendo, si me permiten que lo diga.
—Con las técnicas que tú me has enseñado, a mí y a otros miles de adiestradores… —repuso ella con generosidad, batiendo cómicamente las pestañas.
Harry compuso su mejor sonrisa traviesa pero encantadora de niño pequeño y luego se volvió hacia la cámara.
—Esto ha sido todo por ahora. Volveremos a vernos en Mandalay. ¿Qué me dices, Saskia? Lush y Topper, ¿estáis listos para trabajar? ¡Vamos allá!
Los perros se incorporaron, con los rabos girando a la velocidad de los rotores de un helicóptero. Saskia le sonrió a Harry con excesiva veneración, en opinión de Marlena. Con una suave orden de Saskia, los perros partieron impetuosamente, olfateando el suelo mientras abrían la marcha.
Mis amigos y los integrantes del Ejército del Señor vieron cómo Harry y Saskia se dirigían codo con codo hacia un atardecer de deslumbrante belleza. Sus figuras se empequeñecieron, mientras la cámara se alejaba. Le siguió un lento fundido en negro, como si se hubiese extinguido toda esperanza.
Volvió a aparecer la presentadora de las noticias.
—Para todos aquellos que se hayan incorporado tarde al programa, lo que acabamos de ver era un reportaje enviado por Myanmar TV Internacional, con Harry Bailley…
Durante unos segundos, mis amigos en el lugar llamado Nada se sintieron demasiado estupefactos para hablar.
—No me lo puedo creer —dijo finalmente Roxanne, en voz baja y monótona.
Wendy empezó a llorar, apoyada en un hombro de Wyatt.
Marlena se preguntaba quién sería esa mujer a la que Harry había tratado con tanta familiaridad. ¿Por qué había dicho que era «fantástica»? ¿Por qué la miraba con esos ojos? ¿Sería otra de sus «prometidas»? Se dio cuenta de lo poco que sabía de Harry.
Vera se incorporó en el asiento.
—No seamos pesimistas. Es una buena noticia. Creen que estamos vivos y nos están buscando. Hablemos ahora de lo que esto significa y de lo que conviene que hagamos.
Los demás se esforzaron por hacer lo que Vera sugería. Hasta bien entrada la noche, estuvieron debatiendo la mejor manera de dar a conocer su paradero a sus potenciales rescatadores. Todos consideraron también la forma de garantizar la seguridad de la tribu. Quizá los lajachitó pudieran esconderse en la selva, y entonces ellos les dirían a sus salvadores que habían encontrado ese poblado abandonado. O simplemente podrían insistir en que los lajachitó eran héroes y debían ser protegidos de las represalias.
Dwight se puso en pie de un salto.
—Muy bien, ahora que tenemos un plan —dijo— me voy a la selva, a intentar salir de aquí. ¿Alguien quiere acompañarme?
—No seas ridículo —le dijo Roxanne.
Dwight no le prestó atención.
—Si consigo salir de esta selva y llegar a un sitio donde puedan vernos desde arriba, será mucho mejor que quedarnos aquí esperando, durante quién sabe cuánto tiempo más.
—Ten un poco más de seriedad —dijo Roxanne.
Él no la miró. Los otros se encogieron de hombros y Dwight se alejó disgustado. Roxanne se preguntó por qué había tenido que actuar de ese modo, precisamente cuando los dos empezaban a llevarse mejor.
Mis amigos pasaron entonces a una conversación que reflejaba su nuevo optimismo. Lo primero que haría cuando llegara a casa, dijo Marlena, sería darse un interminable baño caliente. Roxanne aseguró que dejaría correr el agua de la ducha durante una larga y pecaminosa hora hasta quitarse toda la tierra que llevaba adherida a la piel. Wendy quería hacerse un masaje, cortarse el pelo, hacerse las manos y los pies, y comprar maquillaje, ropa interior y calcetines. Bennie pensaba renovar todo su vestuario, porque había perdido más de nueve kilos. Heidi anhelaba acostarse entre sábanas limpias. Y Moff ansiaba acostarse entre las mismas sábanas limpias que ella.
Pensaban en el futuro, en las pequeñas cosas y los pequeños lujos. Su gran esperanza ya estaba en buenas manos. Los estaban buscando.
En otro lugar del poblado, la conversación era más solemne. Mancha Negra había referido a su gente lo que los turistas habían visto por televisión. El hombre llamado Harry Bailley tenía ahora un programa propio de televisión. No estaba ambientado en las selvas de «La supervivencia del más fuerte», sino allí mismo, en Birmania. Estaba buscando al Hermano Menor Blanco y a sus seguidores, y los había elevado a la categoría de estrellas de televisión. Mancha Negra estaba seguro de que los soldados del SLORC estaban ayudando al hombre a buscarlos. A nadie más se lo hubieran permitido.
Una de las abuelas se lamentó:
—Pues ya podemos ir saltando a la olla y dejar que nos hiervan las carnes, hasta convertirnos en una sopa de huesos muertos.
Salitre estuvo de acuerdo.
—Ahora son un señuelo para el tigre. Y nosotros seremos los devorados.
—Ya basta de hablar de sopas y de tigres —replicó Mancha Negra— Tenemos que preparar un plan para huir a otro escondite.
—El Hermano Menor Blanco nos protegerá cuando nos vayamos —dijo la esposa de Mancha Negra.
Algunos hicieron gestos de asentimiento, pero un hombre que tenía un muñón en la rodilla se opuso:
—Él nos ha metido en este lío. ¿Y qué señales tenemos de que sea el auténtico Reencarnado? ¿Las cartas y el libro? Quizá los haya robado.
Otros desconfiados asintieron. Al instante, estaban discutiendo sobre si el chico era o no el auténtico Reencarnado, el Hermano Menor Blanco. El verdadero Hermano Menor debería haberlos fortalecido, en lugar de debilitarlos. Se suponía que tenía que volverlos invisibles.
—Pero ahora somos más visibles que nunca —se quejó un hombre.
Mancha Negra se incorporó de un salto. ¡Ésa era la respuesta! El Hermano Menor Blanco no había venido para volverlos invisibles, sino visibles, a la vista del mundo entero. Le recordó a la tribu su acariciado sueño de tener un programa de televisión propio. ¡Por eso había venido el Hermano Menor Blanco con diez personas y una cámara de vídeo que registraba toda su historia! Ellos le mostrarían al mundo que eran más valerosos y que podían superar pruebas más difíciles que los equipos de «La supervivencia del más fuerte». Sus peligros eran reales. Los televidentes desearían que sobrevivieran. Su programa sería el número uno, semana tras semana, el número uno entre kiwis y canguros, norteamericanos y birmanos, demasiado popular para cancelarlo. El camino había sido trazado delante de sus ojos. Ahora sólo necesitaban que Harry Bailley los sacara en su programa.
El pequeño dios gemelo Botín se puso en pie, se quitó el humeante cigarro de la boca y extendió ambos brazos. Sus ojos vidriosos se alzaron al cielo y exclamó:
—¡Oremos!
Mis amigos seguían pegados al televisor, esperando a que les iluminara la cara con nuevas noticias suyas y sobre cómo iban las cosas. Los más fuertes se turnaban para pedalear en la bicicleta y recargar así cualquiera de las dos baterías que no estuviera en uso. Todos sus rostros estaban vueltos en una sola dirección y, así concentrados, no advirtieron el momento en que Mancha Negra entró en la choza de la higuera estranguladora donde Roxanne y Dwight guardaban sus pertenencias. No lo vieron sacar la cámara de la pequeña mochila y extraer la cinta, ni notaron que abandonaba el poblado en compañía de Grasa, Salitre y Raspas, y se marchaba corriendo por el sendero que conducía al barranco.
Raspas se quedó montando guardia, por si se acercaba alguno de los huéspedes extranjeros. Era poco probable, porque estaba oscuro y los amigos del Hermano Menor Blanco temían al abismo. Grasa y Salitre enrollaron la cuerda en el tronco que hacía las veces de cabrestante y tiraron de ella hasta que el puente se levantó lo suficiente como para coger las sogas y atarlas a los tocones. Mancha Negra y Grasa atravesaron a toda prisa el despeñadero. Salitre y Raspas bajaron el puente. No lo levantarían hasta que sus compatriotas regresaran. Pero para entonces ya habría amanecido.
El lugar llamado Nada se había convertido en un feliz campamento para sus visitantes. A toda hora del día se oían gritos y risas. Los norteamericanos bailaban en torno al televisor. Los miembros de la tribu permanecían sentados más discretamente en sus esterillas, volviéndose para mirar a cada extranjero que mostraba su cara en la pantalla.
Fue un gran alivio para mis amigos enterarse de que Walter no se había despeñado por el precipicio ni había muerto. Estaba en un hospital, con amnesia, tras ser golpeado por una piedra en la cabeza, cuando se encaramaba por los muros de una pagoda para ir en busca de Rupert.
—¿Ves lo que pasa cuando otras personas tienen que ir a buscarte? —reprendió Moff a su hijo—. Tus actos afectan a los demás.
Por la mañana, la GNN transmitió un desfile organizado por la ciudad de Mayville, Dakota del Norte, para demostrar su confianza en el regreso de Wyatt sano y salvo. Niños con gorras de lana y monos de nieve amarillos desfilaban en trineos arrastrados por sus madres, también vestidas de amarillo. Tres hombres que exhalaban nubecillas cada vez que hablaban o reían sujetaban una gran pancarta donde podía leerse: «Los 1.981 habitantes de Mayville rezamos por el hijo de nuestro pueblo». En el salón de actos del instituto de secundaria May-Port estaba teniendo lugar una nueva venta de bollos y pasteles, la cuarta de la semana, esta vez a cargo de los profesores. Los pastelitos decorados con lacitos amarillos de azúcar se vendían como pan caliente. Detrás de las mesas, un cartel enorme rezaba: «La Compañía Americana de Azúcar Cristalizado le desea lo mejor a la familia Fletcher».
—¡Brrr! ¿Qué temperatura hace hoy en Mayville? —le preguntó el periodista a una de las profesoras.
—He oído que tenemos trece grados bajo cero —dijo la mujer—. Tiempo suave, para nosotros.
En el otro extremo del salón de actos, una banda ofrecía una pasable interpretación de una conocida marcha. Había varias mujeres sentadas detrás de mesas cargadas de bufandas amarillas, con un cartel que proclamaba: «Tejidas a mano por la Asociación de Madres y Padres de May-Port».
El periodista estaba conduciendo ahora al cámara hasta una mujer que afirmó ser la novia de Wyatt.
—¿Mi qué? —dijo Wyatt.
Wendy se inclinó hacia adelante, con el corazón desbocado. ¡Así que Wyatt tenía novia! Ahora se explicaba su inaccesibilidad emocional.
—Cuénteles a nuestros televidentes cómo es Wyatt —pidió el periodista.
Apuntó el micrófono a una mujer de baja estatura, con el pelo rizado teñido de un rubio casi blanco. La piel le colgaba de los carrillos y se había delineado los ojos de negro, al estilo de Cleopatra.
—¿Quién demonios es ésa? —masculló Wyatt.
Moff y Dwight ululaban.
El periodista le pidió a la mujer que describiera a Wyatt como novio. Ella vaciló un momento y, a continuación, con la voz grave y rasposa de una fumadora empedernida, respondió:
—Tolín, es un hombre que haría cualquier cosa por un amigo, y viceversa. —Bajó la vista y puso una sonrisa coqueta—. Es un hombre de verdad.
Alaridos selváticos resonaron entre Moff, Dwight y Roxanne.
—¡Muy bien, chaval! —le dijo Moff a Wyatt, propinándole un puñetazo en el brazo.
Wyatt sacudía la cabeza.
—¿Quién demonios es ésa? ¿Por qué está diciendo que es mi novia?
—¿Le gustaría decirle algo ahora mismo a Wyatt? —le preguntó el periodista a la mujer, y una vez más apuntó el micrófono hacia su boca diminuta.
—Sí, claro. —Arrugó la cara y consideró la pregunta—. Supongo que le diría: «Bien venido a casa, Wyatt, bien venido a casa en cualquier momento que vengas».
La mujer tiró un beso a la cámara y saludó con la mano.
—¡Qué patético! —exclamó Wendy, que para entonces ya estaba suficientemente tranquila como para indignarse en nombre de Wyatt—. ¡Es increíble lo que es capaz de hacer alguna gente con tal de llamar la atención!
En las siguientes noticias de último minuto, apareció la ex mujer de Moff, sentada en un sofá del salón de su casa, un lugar donde Moff no había estado nunca. Siempre recogía y dejaba a su hijo en la acera, delante de la casa de Lana. Su ex mujer todavía presentaba el aspecto de alguien con su imagen, su vida y sus pensamientos bajo control. Pero el interior de su casa lo sorprendió. La decoración era acogedora e informal, sin el aire pulcro y remilgado que había imaginado. De hecho, en la habitación reinaba el leve desorden de un lugar donde hay gente viviendo, un tipo agradable de desorden, con periódicos dispersos sobre la mesa, zapatos por el suelo, una caja de pañuelos de papel y álbumes de fotos apilados al azar sobre la mesa baja. Era sorprendente, teniendo en cuenta lo rígida que había sido, cuando estaban casados, en lo referente a mantener todas las superficies absolutamente prístinas. En las manos llevaba una foto enmarcada de Rupert, que enseñó a la cámara. Habló en tono sereno y confiado:
—Sé que está bien. Su padre es muy protector. Mark nunca, nunca permitiría que le ocurriera algo a nuestro hijo. Haría cualquier cosa que estuviera en su mano para traérmelo de vuelta.
Moff se preguntó agriamente si eso último había sido un cumplido o una orden. Pero entonces Lana cogió un pañuelo de papel, se enjugó los ojos y empezó a llorar.
—Daría cualquier cosa por tenerlos aquí a los dos —añadió en un tembloroso suspiro.
¿A los dos? Moff estaba estupefacto. ¿Había sido eso una invitación para volver a ser amigos, o quizá algo más? Heidi lo miró en silencio y preparó su corazón para el desastre.
A las cinco en punto, empezó la emisión de otro programa especial con Harry Bailley, rodado esta vez en Mandalay.
—Estamos en la cima de la fantástica, fantástica colina de Mandalay, desde donde se aprecia el paisaje a kilómetros de distancia, en todas direcciones —comenzó, y mis amigos prestaron atención, esperando oír algún indicio de su inminente rescate.
El informe especial desde Mandalay había sido grabado esa misma mañana. Cuando el equipo de la televisión birmana llegó al pie de la colina, Harry se enteró con profunda desazón de que iba a tener que subir a pie una escalera de mil setecientos veintinueve peldaños de piedra. Lo veía como un rápido ascenso al cielo por la vía de un ataque al corazón. Pero compensó sus carencias en cuanto a preparación aeróbica con la esperanza de encontrar pistas sobre el paradero de sus amigos. Por fortuna, la escalera estaba cubierta con un toldo, que lo libraba de tener el sol abrasándole la espalda. Tal como le habían indicado que hiciera, Harry se quitó los zapatos y se los enseñó a la cámara.
—El calzado no está permitido en los lugares sagrados, y éste lo es.
Inició entonces el largo ascenso.
Los peldaños de piedra eran lisos y fríamente sensuales. Pensó en los millones de pies desnudos que habían subido esos mismos escalones en el transcurso de los últimos siglos. ¿Qué plegarias habrían traído consigo, qué hongos entre los dedos?
Al principio, mantuvo un buen ritmo, pasando junto a tenderetes de artículos del nirvana, figurillas de Buda rústicas o refinadas, réplicas de pagodas y objetos lacados. Pero al cabo de un centenar de escalones, empezó a resultarle difícil respirar sin que sonara como los estertores de la muerte. Le hizo señas a los cámaras para que dejaran de filmar, pero ellos interpretaron que les estaba pidiendo un primer plano. Daba lo mismo. Tenía experiencia en ese tipo de cosas, sabía salvar una toma, proporcionando añadidos que luego facilitaran el montaje, ¡Ah, ahí tenía su oportunidad para una transición: un pequeño tenderete lleno de toscas figuritas de madera de Buda! ¡Magnífico! Fingió descubrirlas de pronto. Dando la espalda a la cámara, se puso a jadear, sin aliento. Levantó al sol uno de los Budas de madera y comenzó a examinarlo, como si fuera un joyero estudiando un diamante. Se dio cuenta de que estaba sudando copiosamente, pero a diferencia del plato donde rodaba su programa, allí no había ningún estilista con una borla de polvos en la mano, listo para eliminar al instante el brillo de la transpiración. A su alrededor no había más que monjas, monjes y niños fumando cigarros. Se puso a buscar algo que hiciera las veces de pañuelo y se decidió por la manga de su camisa. Miró a la cámara. ¡Demonios, aún seguían grabando! ¿Qué podía hacer? Colocó la estatuilla a bocajarro, delante de la cámara.
—Ingeniosamente tallada, en un estilo primitivo, actualmente muy popular entre los coleccionistas de arte.
Le pidió a la vendedora que pusiera un precio y no hizo el menor intento de regatear, creyendo conveniente hacer gala de la generosidad norteamericana. Soltó los billetes, el equivalente a tres dólares en dinero estadounidense. Ahora tendría que reanudar la tortura de la escalera.
¡Dios santo! Hacía un calor tremendo y el aire espeso se le metía como grava en los pulmones. Bueno, si Moff, Rupert y Esmé habían subido aquellos jodidos escalones, él también podría hacerlo. Era parte de su esfuerzo por hacer lo que podía. Aquellos programas informativos grabados desde el lugar de los hechos eran su mejor oportunidad para mantener la atención del mundo concentrada en sus amigos. De ese modo, si habían sido secuestrados, los raptores no se atreverían a matarlos. Si estaban perdidos, un millón de personas estarían buscándolos. Aquellos reportajes eran tan importantes como cualquiera de los episodios de «Los archivos de Manchita» que hubiese grabado jamás o, mejor dicho, eran más importantes, más incluso que los de la semana en que se medían los niveles de audiencia. Sus amigos dependían de él. Sus vidas dependían de él. El amor dependía de lo que hiciera. Así reconfortado en espíritu, cuerpo y corazón, miró directamente a la cámara y dijo en tono autoritario:
—¡Vamos allá! ¡Adelante y arriba!
Esta vez, se fue administrando el ritmo y contemplando tranquilamente la arquitectura, las llanuras que se extendían debajo y el horizonte cada vez más amplio. Hizo una larga pausa en un templo situado a mitad de camino.
—Me dicen que en este lugar se conservan tres huesos de Buda, reliquias auténticas, de primera clase —informó—. Me da la impresión de que esto es bastante similar a lo que hacen los católicos con sus santos. Guardan una costilla o un mechón de pelo, para que siglos después puedan contemplarlo los peregrinos en busca de renovación espiritual.
Se sintió orgulloso de que se le hubiera ocurrido decir algo así. Era importante que la gente se identificara con el lugar y no pensara que por ser extranjero tenía que ser incomprensible y extravagante.
Al cabo de unos tramos más, vio otra excusa conveniente para hacer un alto: la estatua de una mujer arrodillada ante Buda, ofreciéndole unos pasteles. Le echó un vistazo a sus notas. ¡Cielo santo! No eran pasteles. ¡Eran sus pechos cortados! ¿Qué se suponía que simbolizaba aquella estatua? ¿Y por qué estaba sonriendo Buda? ¿Para qué demonios querría Buda los pechos?
—Y aquí vemos a una devota mujer —se le ocurrió decir en seguida—, presentando una ofrenda de… sí misma.
Estuvo a punto de hacer alguna comparación cultural con los mártires cristianos, pero decidió abstenerse. No habría beneficiado a sus amigos. Con la imagen de los pechos cortados en la mente, prosiguió el ascenso, menos entusiasta y menos confiado.
Finalmente llegó a la cima, a una pagoda de cristal azul y plateado. Se alegró de ver a los dos perros de búsqueda y rescate. Al acercarse, también vio a Saskia, que estaba sentada en uno de los asientos de una larga hilera de taburetes altos, instalados para contemplar el paisaje a vuelo de pájaro. Observó que no estaba sonriendo, y el temor le erizó el cuero cabelludo. Trozos de cadáveres, pensó, los perros habían hallado trozos de cadáveres. Las cámaras lo siguieron, mientras se dirigía hacia Saskia.
—¿Alguna novedad? —preguntó con tanta calma como pudo.
Para su alivio, ella negó con la cabeza.
—Les di las muestras de olor y realizaron una búsqueda. Toda la terraza y los escalones. Pero no han encontrado nada.
Harry dejó escapar un suspiro.
—Entonces, eliminamos este sitio. Informe falso. Bueno, de todos modos podemos disfrutar de la vista, antes de encaminarnos al otro extremo de la ciudad. Y no lo olviden. Si ven algo sospechoso, cualquier indicio de los norteamericanos, llamen al Número Especial de los Testigos, que en este momento ven ustedes en pantalla.
Consciente de que la cámara aún lo enfocaba a él, se dirigió al borde de la terraza y contempló la lejanía. La llanura se extendía más allá de pagodas, santuarios, torres y otros edificios llenos de cosas que él no podía comprender: secretos, gloria en la muerte, tributos a los nats, ideas de veneración e historias singulares y extrañas. Mientras sus ojos recorrían el panorama describiendo un arco cada vez más amplio, le dijo en voz baja a Saskia:
—¿No ha sido espantosa la subida? He estado a punto de desmayarme.
—Mira detrás de ti —dijo ella.
Al volverse, Harry vio del otro lado de la terraza a un grupo de turistas japoneses, todos con sombreros idénticos, siguiendo como patitos a una mujer que enarbolaba una bandera amarilla.
—Yo he subido por ese lado —dijo Saskia.
Harry volvió a mirar. Entonces vio la ruta alternativa: una serie de escaleras mecánicas que conducían a un aparcamiento, justo al pie de la colina, donde aguardaban varios autocares con aire acondicionado, para transportar a los turistas a su siguiente destino.
Una hora después, se encontraba con las cámaras delante de una enorme estatua dorada de Buda, en una ornamentada alcoba de la pagoda Mahamuni, iluminada con tubos fluorescentes y luces de colores, que le conferían el aspecto de una atracción de feria en Coney Island. ¡Cielo santo, pensó Harry, una estatua de cuatro metros de oro puro! Los ojos de la imagen parecían contemplar desde la altura a sus admiradores. Más de un centenar de personas estaban sentadas delante de la estatua, con las piernas cruzadas y las palmas abiertas. Docenas de hombres, los aspirantes del día a obtener mérito, esperaban en fila, llevando en las manos láminas cuadradas de pan de oro, finas como el papel. Las mujeres, que no tenían permitido tocar al Buda, entregaban sus cuadrados dorados a un hombre vestido de blanco. Harry vio cómo un buscador de mérito se apoyaba en un pie del Buda, subía hasta la rodilla y se estiraba tanto como podía, para apretar el blando pan de oro contra el brazo de la estatua y frotarlo con fuerza. A cada frotamiento, parte del oro se fundía con el cuerpo del Buda. Otros aplicaban su oro sobre la mano de la imagen, que con el paso de los años se había hinchado hasta proporciones desmesuradas, a causa de las diarias devociones, mientras que las manicuradas uñas, cuidadosamente sobredoradas, parecían perforar la plataforma.
Los buscadores de mérito habían comprado el pan de oro a unos desgraciados que no hacían más que aporrear láminas de oro con un martillo doce horas al día. Aporreaban el oro una y otra vez, hasta convertirlo en una fina lámina del grosor de la piel. Muchos de los buscadores de mérito también eran pobres, y para comprar el oro, ellos y sus familias tenían que sacrificar algunas necesidades básicas de la vida. Pero lo hacían de buen grado. Porque ¿de qué otra manera iban a avanzar en la vida siguiente, si no era de esa forma? Obtener mérito era mejor que comer. El mérito era esperanza.
Saskia hizo señas con la mano desde el otro lado del vestíbulo, y Harry le devolvió el saludo. Se abrió paso entre el gentío, con los dos perros detrás. Cuando se reunieron, Harry se agachó y palmoteo cordialmente a los perros en la grupa y les rascó vigorosamente detrás de las orejas. Las cámaras empezaron a grabar y Harry lo notó.
—Hola, princesa —le dijo con cariño a Lush—. Cuéntale al viejo Harry dónde has estado y lo que has visto.
Por toda respuesta, la perra comenzó a batir el suelo con el rabo.
—¡Eh, colega! —le dijo a Topper.
Señaló su reloj y el labrador desvió la nariz en la dirección indicada.
—¿Qué te parece si me concedes diez minutos más y después seguimos jugando a buscar y encontrar? ¿Eh, qué te parece?
El perro respondió con un gemido gutural.
Harry levantó la vista hacia la cara del Buda, para que los cámaras pudieran captar la imagen, antes de que empezara a explicar dónde se encontraba.
Un viejo borracho, con la espalda encorvada, lo observaba todo. En otra época se había pasado el día aporreando oro, hasta que los huesos se le aflojaron y se le desmoronaron. Se fue directamente hacia la estrella de cine y lo miró a la cara, intentando atraer su atención, pero sin éxito. Harry estaba muy ocupado expresando su maravilla, con la vista puesta en los ojos escrutadores del Buda. «Ajá —se dijo el aporreador de oro—, el extranjero está tan electrizado contemplando la manifestación de Buda que es incapaz de ver a otras personas». Había visto a otros muchos comportarse de modo similar, cuando él estaba junto a la imagen. Los turistas nunca lo veían. Se volvió hacia la estatua y se colocó junto a Harry.
—Ya veo que eres un hombre rico —masculló en birmano—. Y tú ves que yo soy pobre. No tengo zapatos que quitarme antes de entrar en esta pagoda. Pero hoy me he lavado los pies, así que Buda sabe que mi respeto es grande. Aunque no tengo láminas de oro que traer, durante muchos años las he preparado para los demás. Así pues, con mi trabajo, yo también le he dado muchas láminas de oro a Buda. En mi mente, cojo cada una de las láminas de oro que he preparado y las aplico sobre las piernas, las manos, los brazos y el pecho de Buda. He engordado su cuerpo. He renunciado a muchas cosas materiales de la vida para traerle este oro. En mi mente, Buda sabe todo esto y yo recibo mérito. Por tanto, como puedes ver, aunque soy pobre, mi respeto es grande, y soy tan bienvenido como cualquier otra persona —dijo señalando a la gente que tenía a su alrededor—. Puedes ser pobre. Puedes ser rico. Puedes hablar con los perros. Yo hablo y nadie me escucha. Pero en la próxima vida, quizá cambiemos los papeles. Quizá tú seas el perro con quien yo hable…
El hombre rio con un resuello asmático.
Mientras esperaba a que se fuera el loco, Harry se concentró en lo que iba a decir. Finalmente, uno de los cámaras ahuyentó al lunático y Harry se volvió hacia la cámara.
—Estamos en esta hermosísima pagoda, con un fantástico Buda de oro. Miren esto. En este mismo instante, los fieles están aplicando oro puro sobre la imagen de Buda, en un acto de constante renovación. Este lugar es también el sitio donde unos monjes vieron a mi amigo Mark Moffett, conducido por dos hombres de aspecto sospechoso…
El periodista birmano que acompañaba a Harry le recordó que dijera que los hombres que habían sido vistos con su amigo podían ser, por su aspecto, tailandeses o indios, pero en ningún caso birmanos. Harry asintió, aunque empezaba a irritarle que le indicaran todo el tiempo lo que tenía que decir. El hombre también le había advertido que debía decir «Myanmar» en lugar de «Birmania», «Bagan» en lugar de «Pagan» y «Yangón» en lugar de «Rangún».
—¿También yo tendré que cambiarme el nombre? —había bromeado Harry con el periodista, que simplemente había respondido que no.
Ahora le estaba indicando a Harry que volviera a la entrada de la sala y avanzara hacia la estatua, como si se acercara a ella por primera vez. Durante la media hora siguiente, Harry caminó repetidamente hacia el Buda, desde diferentes ángulos, fingiendo en cada ocasión el mismo maravillado asombro.
Finalmente, llegó el momento de mostrar a los perros en acción. Harry llamó a Saskia y a sus chuchos, para que se pusieran delante de la cámara.
—Nos han dado una autorización especial —explicó Harry— para que los perros puedan recorrer esta pagoda sagrada y dirigirse a donde su olfato los conduzca, y quédense tranquilos, porque estos perros cuidadosamente entrenados no harán nada que pueda profanar este lugar, ni siquiera una gota.
Del interior de una bolsa, sacó tres piezas de calzado: una bota de excursionismo, una zapatilla Nike y una chancla rosa con una margarita sobre la tira del dedo.
—Estos zapatos pertenecen a mis amigos desaparecidos —explicó Harry—. Me he tomado la libertad de cogerlos prestados, de entre los efectos personales que dejaron en el hotel. Nos resultarán muy útiles. Verán. Suponemos que, como todos los demás, mis amigos han tenido que descalzarse para entrar en la pagoda. Mientras caminaban descalzos (en una especie de trance, según nos han dicho), habrán dejado las huellas de su olor, invisibles pero reveladoras, en el pulido pavimento de piedra. Lo que tengo aquí en mis manos contiene esos mismos olores individuales. Imagino que ya habrán adivinado adonde quiero llegar. Haremos que los perros olfateen uno de los zapatos. Ese olor servirá de muestra para que intenten encontrar el mismo olor en el suelo, con la ayuda de sus avanzados órganos olfativos. Así es como darán con la pista. A partir de entonces, será un juego de niños, tan fácil y directo como seguir el rastro de migas de pan de Hansel y Gretel.
Saskia lo interrumpió para recordarle que en ese cuento en concreto los pájaros se comen las migas de pan y que a raíz de eso los niños se pierden.
—Habrá que cortar la alusión a Hansel y Gretel —le dijo Harry al periodista.
Miró nuevamente a la cámara y echó a andar lentamente, señalando el suelo de piedra.
—Incluso en un área muy transitada como ésta, por donde han pasado miles de personas en los últimos días, a los perros adiestrados les resulta bastante fácil distinguir un olor. Cuando lo hayan localizado, los recompensaremos jugando un poco con la pelota.
Enseñó la bola de tenis. Llamó a los perros, que se acercaron agitando frenéticamente la cola.
—Muy bien, mis queridos chuchos. Ahora vamos a olfatear bien.
Saskia les ofreció la bota de excursionismo, primero a Lush y después a Topper. Los perros la olfatearon con interés, movieron animadamente las patas delanteras en el aire y después se sentaron, señal de que habían comprendido que aquél era el olor que tenían que buscar. Respondiendo a una orden prácticamente inaudible de Saskia, se incorporaron y empezaron a trabajar, desplazándose en un arco cada vez más extenso, con las narices tiritando como abejorros en pleno vuelo.
—Pronto conoceremos la respuesta —dijo Harry, con confianza y creciente esperanza.
Una hora y media después, un Harry de rostro sombrío puso fin a la búsqueda.
Ese día no habría juegos con la pelota para los perros.