La invención de los fideos
Al final de la segunda semana en el lugar llamado Nada, mis amigos aquejados de malaria habían mejorado un poco, lo suficiente para quejarse del menú y de los mosquitos. Estaban sentados sobre dos troncos colocados uno frente a otro, en un claro al que denominaban solemnemente «el comedor». Se habían frotado la cara, los brazos y las piernas con polvo de termita, que les había dado Mancha Negra para evitar las picaduras de mosquitos. El polvo procedía de una corteza o de un mineral que también era eficaz contra las termitas, de ahí su nombre, o al menos eso creían ellos. En realidad, se fabricaba machacando termitas. De haberlo sabido, igualmente se lo hubieran puesto. Habían dejado de cuestionar automáticamente los consejos que les daba la tribu. Todos los días, con cada comida, bebían la infusión de ajenjo dulce.
También tomaban la sopa preparada especialmente para los enfermos. La insulsa sopa de arroz había estado bien cuando finalmente pudieron tolerar algo de alimentación. Pero ahora sus paladares de San Francisco se estaban recuperando y empezaban a pedir más variedad en las comidas. No se quejaban a sus selváticos anfitriones, pues tal cosa habría sido una descortesía, pero entre ellos lamentaban los tres platos diarios de arroz, con su deplorable acompañamiento de salsas fermentadas y criaturas desecadas. Suponían que la tribu debía de tener una despensa subterránea, donde los alimentos se pudrirían hasta adquirir el grado exacto de babosa inmundicia. Aun así, se alegraban de que hubiera comida en abundancia. Mientras ellos comían, los pájaros parloteaban entre sí, sacudiendo las hojas y aleteando, para apropiarse de una buena rama sobre potenciales sobras de comida. La rama por encima de Bennie era el mejor territorio, porque solían caérsele las cosas.
Botín y Rapiña estaban acuclillados en un extremo del poblado, fumando cigarros. Las abuelas que habían dado a los enfermos la infusión de ajenjo dulce estaban felices de ver a sus amigos extranjeros comiendo con apetito la comida que ellas mismas habían preparado pensando en los gustos norteamericanos. No le quitaban la vista de encima al Hermano Menor Blanco, que estaba sentado frente a ellas.
—Ojalá tuviéramos alguna otra cosa que comer —oyó Rapiña que gruñía Rupert.
—¿Como qué? —preguntó Esmé.
—Sopa Top Ramen —dijo él.
—No tenemos fideos chinos.
—Ojalá tuviéramos fideos.
Unos minutos después, Rapiña le contó a Mancha Negra lo que había dicho el Hermano Menor Blanco. Mancha Negra asintió. Pensaba bajar al pueblo en busca de más provisiones: el pescado fermentado y las especies que le habían pedido las abuelas, hojas de betel y cigarros. También encontraría fideos.
—Esto es rarísimo —dijo Rupert esa noche, durante la cena—. Hoy se me ocurre pensar en fideos y de pronto aparecen.
Probablemente eran uno de los ingredientes básicos que utilizaba la tribu, supusieron los demás, aunque era curioso que no se los hubieran servido antes. Los fideos estaban deliciosos. Esa noche también estaban mejor las verduras: brotes frescos de bambú y setas del bosque. Las cosas fermentadas parecían menos rancias y, por fortuna, no había nada negro, crujiente ni con ocho patas.
—A propósito, ¿quiénes inventaron los fideos? —dijo Roxanne.
Marlena respondió con expresión radiante:
—Los chinos, desde luego.
Moff se golpeó la frente.
—¡Claro! Siempre está la influencia china. Por un momento, estuve a punto de culpar a los italianos.
—Marco Polo comió fideos por primera vez cuando estuvo en China —añadió Marlena.
—Una vez vi una película con Gary Cooper haciendo de Marco Polo —dijo Wyatt—. En una escena está hablando con un chino, interpretado por Alan Hale padre, con un tremendo bigote a lo Fumanchú y los ojos maquillados para que parezcan rasgados. Entonces, Marco Polo se está comiendo unos fideos, y va y le dice: «¡Eh, Kemosabe! ¿Qué es esto tan bueno?». Y Alan Hale responde: «Spa-guet». ¡Ja! ¡Como si los chinos también los llamaran espaguetis! Fue para partirse de risa. ¡Espaguetis!
Wendy rio a carcajadas, hasta que intervino Dwight:
—Bueno, en realidad hay otra teoría, según la cual los inventores de los fideos fueron los antepasados de los italianos.
—Eso no era lo que mostraba la película —replicó Wyatt.
—Lo digo de verdad —prosiguió Dwight—. Hay unas pinturas murales etruscas que demuestran que los fideos ya existían en el siglo VIII antes de Cristo, o incluso antes. Eso significa que los fideos forman parte de la herencia genética de muchos de los italianos actuales.
—Perdona —dijo Marlena con tanta serenidad como pudo—, pero los chinos llevan más de cinco mil años comiendo fideos.
—¿Quién lo dice? —repuso Dwight—. ¿Acaso alguien ha desenterrado algún menú de comida china para llevar, de la dinastía Ping-Pong?
Él mismo se rio de su pequeña broma, con los ojos fijos en Marlena.
—Podemos debatir los orígenes de cualquier cosa —dijo—. Tú afirmas que los fideos se originaron en China. Lo que yo digo, en realidad, es que probablemente evolucionaron en diferentes sitios, hacia la misma época, y que su invención fue quizá un accidente. No hace falta demasiada evolución culinaria para que un cocinero salga corriendo por la puerta durante una batalla, abandonando la pasta tras de sí, para luego encontrarla dura como una piedra a su regreso. Después, a media tarde, hay una inundación repentina y, ¡milagro!, la pasta se vuelve a ablandar. A partir de ahí, sólo es cuestión de tiempo y refinamiento para que alguien descubra que cortando la pasta en tiras finas resulta más fácil hervirla, para hacerse una comida sobre la marcha. Es lo que podríamos llamar un spandrel o tímpano evolutivo, siendo los tímpanos los soportes que se colocaban para construir las bóvedas y que con el tiempo se adoptaron como elemento decorativo, sin relación con su utilidad original. Inventas algo con un propósito determinado y acabas utilizándolo con otro fin. Así sucedió con los espaguetis, un accidente que acabó dando frutos…
Marlena lo escuchaba en pétreo silencio. Cuántas tonterías.
—Es lo que necesitamos encontrar aquí —prosiguió Dwight—, si queremos salir de este sitio. Ideas que hagan las veces de tímpanos. Algo que esté aquí ahora mismo y que podamos adaptar para otro fin. Alguna cosa obvia, que tengamos justo debajo de la nariz. Tenemos que mirar a nuestro alrededor lo que tenemos aquí, pensar en cómo utilizarlo…
Marlena sabía que ella estaba en lo cierto a propósito de los fideos. Probablemente los fideos existían desde el comienzo de la civilización china. Recordaba que se habían hallado buñuelos en las tumbas de los emperadores. Entonces, ¿por qué no fideos? Ambos se hacían con pasta. El problema es que no sabía la antigüedad de las tumbas donde se habían encontrado los buñuelos. ¿Qué diría si sólo tenían dos mil años? Consideró la posibilidad de mentir, diciéndole a Dwight que habían sido hallados en cavernas de la Edad de Piedra, quizá incluso en yacimientos del hombre de Pekín. Eso les supondría unos seis mil años de antigüedad.
No era propio de Marlena mentir, pero siempre se enfurecía cuando alguien trataba de intimidarla. En su interior era una bola de electricidad estática, que crepitaba y chisporroteaba, pero por fuera daba la imagen de una persona demasiado acostumbrada a ser dominada. Eso no significa que tuviera una actitud apocada, como las víctimas de malos tratos. Su postura era recta, con su largo cuello imperial bien erguido. Pero no se defendía. Simplemente esperaba, como cuando un gato retrae las orejas, listo para saltar a la próxima provocación. Era lo que había hecho toda su vida, callarse cuando su padre la menospreciaba o la desairaba, aplastando todas sus ideas y deseos. Más adelante, en la vida, tuvo ocasión de adquirir conocimientos de arte contemporáneo y pudo expresar sus opiniones ante la flor y nata del mundo artístico. En ese sentido, ella y yo teníamos mucho en común. Fue así como nos conocimos. Lo mismo que yo, Marlena no solía ceder en sus ideas sobre el arte. Había aprendido que la confianza en sí misma y las opiniones firmes eran vitales para presentarse como responsable de cualquier colección. Esa actitud suya era una habilidad cultivada y no un rasgo propio de su psique, por lo que fuera de su profesión volvía a caer en su inseguridad. Muchas veces deseé ser capaz de comunicarle la fuerza para triunfar. Bien sabía Dios que me había sobrado bastante, de las muchas batallas que había librado.
Animé a Marlena a mantenerse firme, a mirar a Dwight a los ojos con una expresión tan resuelta como la suya y a decirle que su especulación era tan defectuosa que no merecía ser considerada.
—¡Habla! —le grité—. ¿Qué puedes perder?
Pero sólo conseguí que se reconcomiera todavía más por dentro.
La única persona con la confianza suficiente para discutir con Dwight era su esposa, y eso porque Roxanne era más inteligente que él y conocía sus deficiencias específicas en cuanto a lógica, conocimientos y faroles. Un ejemplo era lo que había dicho acerca de los spandrels: siempre sacaba a relucir ese término cuando quería impresionar a alguien. Los demás no tenían ni idea de lo que podía significar aquello, pero les sonaba elaborado e inteligente y, por tanto, no podían contradecirlo. Roxanne podría haber dicho delante de todos que el paradigma de los spandrels, tal como lo había formulado el biólogo evolutivo Stephen Jay Gould, no se aplicaba a la transformación de la pasta reseca en espaguetis. Eso era adaptación por accidente, otra forma de salto evolutivo. Sin embargo, Roxanne jamás lo habría dicho ante los demás. ¿Para qué? ¿Para mostrar una vez más su superioridad intelectual respecto a Dwight? Había aprendido a no humillar a su marido en público. Pero no lo hacía por lealtad. Él ya era bastante inseguro de por sí, y ella sufría las consecuencias. Cuando se sentía atacado, luchaba enseñando los dientes, y si lo derrotaban, se apartaba y se volvía lejano e insular. Entonces ella tenía que soportar la carga de su orgullo herido, su negatividad ante todo y su cólera soterrada. «No me pasa nada», decía él, pero lo contrario era evidente incluso en los más pequeños detalles. Declinaba sus invitaciones para ir al cine, diciendo que estaba ocupado, ¿acaso no lo veía ella? Pasaba horas enteras jugando al solitario en el ordenador. La rechazaba, pero de tal manera que ella no podía quejarse, haciendo que se sintiera aislada y sola.
Ella sabía desde hacía tiempo que su matrimonio estaba desfalleciendo. Suponía que él sentía lo mismo, pero no podían admitirlo abiertamente, porque eso habría hecho que el fin fuera inevitable. Pero la realidad era clara. Habían evolucionado de pareja bien avenida a matrimonio mal conjuntado. Ella anhelaba tanto tener un bebé que se sentía angustiada y a veces deprimida, con una vaga sensación de desesperanza. Estaba acostumbrada a definir los parámetros y a controlar los resultados, a generar éxitos académicos a partir de situaciones que podrían haber sido completos desastres. ¿Por qué precisamente su cuerpo, entre todas las cosas, se negaba a cooperar? El bebé era su prioridad en ese matrimonio, y Dwight era su mejor oportunidad para conseguirlo. Quién sabe quizá el bebé incluso podría conferirle sentido a su pareja. Por algún motivo, imaginaba a una niña. Las niñas tenían más que ver con la esperanza. Si su matrimonio terminaba, el bebé aún sería suyo, un gorjeante paquete de eructos. Pero ¿qué ocurriría si no se quedaba embarazada? ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que su matrimonio se derrumbara definitivamente?
Lo mismo que Marlena, Bennie veía en Dwight a un adversario. Le irritaba que hiciera valoraciones críticas de otras personas delante de todos. Dwight había insinuado que Bennie debería haber sido más firme con la tribu y exigirles que los ayudaran a salir de allí.
—Lo siento —había replicado Bennie en tono malhumorado—, pero no creo que eso sea lo más adecuado. Además, creo que deberíamos esperar a que todos estén completamente recuperados.
Dwight también criticaba la dificultad de Bennie para tomar decisiones y su incapacidad para establecer prioridades. Bennie estaba harto. ¿Quién demonios era Dwight para decir esas cosas de él? Las críticas se habían vuelto más frecuentes en los últimos días. Si alguien contradecía a Dwight, diciéndole que se equivocaba o que sus comentarios eran una descortesía, él respondía:
—Simplemente estoy tratando de indicarte algo que puede resultarte útil a ti como persona. Soy psicólogo y tengo experiencia en este tipo de cosas. El hecho de que tú lo interpretes como una grosería dice más de ti que de mí.
A Bennie le enfurecía que Dwight fuera capaz de darle la vuelta a una situación y hacer que la otra persona quedara en falta. La noche anterior había permanecido en vela, repasando las afrentas de Dwight e imaginando los ataques verbales que lanzaría la próxima vez contra la bestia.
Estaban sentados una noche en torno al fuego, después de la cena, cuando Dwight volvió a insultarlo. Había surgido una vez más la conversación sobre la forma de ser rescatados sin poner en peligro a los lajachitó.
Dwight empezó diciendo que quizá los lajachitó eran víctimas de sus propias fantasías paranoicas. Dijo que había un montón de tribus alrededor del lago Inle, y que nadie parecía estar huyendo de la justicia ni de temer por su vida. Todos habían visto a las mujeres con turbantes, vestidas con ropa roja y negra. Eran mujeres karen, inconfundibles. Y nadie las estaba poniendo en fila para ejecutarlas, ni mucho menos para hacerles las cosas que había contado Mancha Negra. Dwight conocía sectas en Estados Unidos, desarrolladas en torno a una cultura de la persecución, cuando en realidad no había nada de eso. Las sectas hablaban de suicidio colectivo, como los lajachitó. Algunas incluso llegaban a hacerlo, como el Pueblo del Templo: murieron novecientas personas, algunas de ellas forzadas a tomar veneno. ¿Y si sucedía allí? No querían quedar atrapados en la locura, ¿verdad que no?
—Tenemos que hacer todo lo posible para que nos rescaten —dijo Dwight—. Podemos mantener hogueras encendidas y llamar la atención con el humo. O podemos elegir a un par de nosotros, los más fuertes, para que se abran paso hasta abajo y vuelvan con ayuda.
—Pero ¿cómo podemos saber con seguridad que el peligro no es real? —replicó Heidi—. ¿Y si los soldados asesinan a la tribu? ¿Cómo nos enfrentaríamos a nosotros mismos por el resto de nuestras vidas?
No les dijo que había visto a un hombre asesinado.
—Yo no estaría tranquila si los pusiera en peligro —añadió.
—¡Pero ya estamos intranquilos! —objetó Dwight—. ¡Y somos nosotros quienes estamos en peligro! ¿No te das cuentas de dónde estamos? ¡Estamos en la puñetera jungla! Ya hemos tenido malaria. ¿Qué vendrá después? ¿Mordeduras de serpiente? ¿Tifus? ¿Cuándo vamos a añadir el factor de nuestra propia seguridad en la ecuación de lo que vamos a hacer?
Dwight había formulado en voz alta las inquietudes secretas de todos, así como una serie de cuestiones moralmente desagradables. ¿A quién salvar? ¿Podían salvarse todos? ¿O mejor se salvaban solamente ellos? ¿Se quedaban sin hacer nada y sin arriesgar nada, quizá para acabar muriendo de cualquier desgracia que les sobreviniera, mientras esperaban los acontecimientos sentados en un tronco?
Pasaban el día dándole vueltas a esos interrogantes en privado, con el secreto deseo de olvidar la moral y salir de una vez de aquel sitio. ¿Quién más había desechado la moral para salvarse? ¿Podrían vivir después consigo mismos? Si dejaban de preocuparse por los lajachitó, ¿cuánto tiempo tardarían en olvidar también el bienestar de los demás? ¿A partir de qué punto empieza cada uno a pensar únicamente en sí mismo?
Dwight volvió a hablar.
—Algunos de nosotros podrían intentar el descenso.
Era la idea que habían considerado la primera vez, cuando se enteraron de que estaban varados. Irían a lo largo del barranco, por el curso de la antigua corriente seca. Era posible que la fosa de hundimiento se cerrara un poco más abajo. Iban a tener que andar bastante, porque Wyatt y Dwight ya habían realizado una exploración inicial, y el despeñadero se prolongaba hasta donde alcanzaba la vista, antes de desaparecer detrás de otro recodo.
Irían solamente unos pocos, dijo Dwight. Pedirían machetes a la tribu y llevarían provisiones y algo de material: una de las linternas de Heidi, pilas de repuesto, hojas de ajenjo dulce…
—¿Quién viene conmigo? —preguntó Dwight.
Moff sabía que en buena lógica le correspondía ir a él, pero no podía dejar a Rupert. Había estado a punto de perderlo. Ahora tenía que cuidarlo hasta que salieran de allí.
—¿Nadie? —dijo Dwight.
Todos permanecieron en silencio, con la esperanza de que advirtiera por sí mismo que no era una propuesta razonable. Pero Dwight jamás interpretaba el silencio como desaprobación, sino únicamente como signo de timidez e indecisión. Le pidió su opinión a Bennie.
—Después de todo, eres el director del grupo. De hecho, quizá deberías venir tú.
A Bennie le pareció que Dwight había dicho las palabras «director del grupo» con un exceso de sarcasmo. Para contrarrestar el desaire, hubiese querido decirle que estaba dispuesto a ir. Pero para entonces llevaba más de dos semanas sin tomar su medicación antiepiléptica y ya había experimentado algunas advertencias: destellos de luz, olores inexistentes y, más recientemente, la familiar sensación de hundirse en el suelo, como arrastrado hacia abajo, de sentir su mente reduciéndose, como si estuviera volviéndose más pequeño y a la vez más pesado, y de precipitarse de espaldas al centro de la tierra, para ser lanzado después al hiperespacio. Había recibido esas señales como malos augurios, y necesitaba toda su fuerza y concentración para no dejarse llevar por el pánico. En el pasado, algunos de esos signos habían sido auras anunciadoras de la llegada de un episodio más generalizado, la excitación neuronal sincrónica que se extendía a todo el cerebro y producía una crisis de gran mal. Sentía que se estaba preparando algo grande, y por eso mismo hubiese sido una pésima idea marcharse al medio de la nada. Podía morir en la selva, despeñándose por un abismo cuando cayera inconsciente, o sofocado por una maraña de plantas pegajosas, mientras las sanguijuelas y las hormigas carnívoras gigantes se le metían por las fosas nasales y las órbitas de los ojos. ¿Y qué pasaría si encontraban otra tribu que aún conservara una mentalidad de la Edad de Piedra? Quizá pensaran que estaba poseído por un mal espíritu y procedieran a golpearlo para liberarlo. Había leído historias similares. Recordaba una en particular, acerca de un submarinista norteamericano en Indonesia, que una noche salió a bucear con una linterna en la frente y fue atacado a bastonazos por unos pescadores que lo confundieron con un manatí hechizado.
Antes de que Bennie pudiera responder a la sugerencia de Dwight de que debía ir, Marlena intervino:
—No creo que sea buena idea dividir de esa manera al grupo. ¿Qué pasaría si vosotros no volvierais dentro del plazo previsto? ¿Enviaríamos a otras personas más a buscaros, arriesgando también sus vidas?
Bennie asintió con la cabeza, aliviado de que Marlena hubiera encontrado una excusa tan buena para su negativa. Pero Dwight insistió:
—Le he preguntado a Bennie lo que piensa.
A Bennie lo sorprendió con la guardia baja.
—Bueno —contestó, ordenando sus pensamientos—, creo que lo que ha dicho Marlena tiene sentido. Pero si todos los demás opinan que debo ir, desde luego que iré.
Sonrió amablemente, con la íntima seguridad de que nadie compartía la opinión de Dwight.
—¿Sabes una cosa, Bennie? —dijo Dwight con un punto de impaciencia en la voz—. Te he estado observando y me he dado cuenta de que eres incapaz de tomar decisiones y mantenerlas. Cuando lo haces, te basas sobre todo en lo que crees que quieren oír los demás. No necesitamos que nos complazcas y nos halagues. Necesitamos un liderazgo firme y, para serte franco, no creo que nos lo hayas proporcionado desde el comienzo de este viaje.
A Bennie se le enrojeció la cara. Todas las réplicas que había ensayado huyeron de su mente.
—Siento mucho que pienses así —fue lo único que pudo articular.
Los demás no dijeron nada. Sabían que aquélla había sido la manera de Dwight de culpar a Bennie de sus presentes desdichas y, en su fuero interno, ellos también lo pensaban. Bennie debería haberse opuesto a la idea de irse de picnic navideño a la selva con unos desconocidos. Y ahora, al no defender a Bennie, en cierto modo expresaban su acuerdo con Dwight.
Bennie sintió un hormigueo en la cabeza. «¿Por qué me miran así? ¿Por qué no dicen nada? ¡Santo Dios! ¡Ellos también me culpan! Creen que soy idiota… ¡pero no es verdad! Soy excesivamente confiado. Confié en ese maldito guía. ¿Es tan malo confiar en la gente?».
De pronto, soltó un grito profundo, cayó de espaldas y golpeó el suelo con fuerza. Los otros se sobresaltaron, creyendo que había perdido el equilibrio. Pero entonces vieron que su cara estaba desfigurada y congestionada. Tenía todo el cuerpo en tensión, como si fuera un pez enorme agitándose fuera del agua. Una mancha oscura de orina se le formó en la entrepierna.
—¡Dios mío! —exclamó Roxanne—. ¡Que alguien haga algo!
Dwight y ella intentaron sujetarlo contra el suelo, mientras Moff se arrodillaba para insertarle un palo en la boca.
—¡No, no! —gritó Heidi—. ¡Así no se hace!
Pero como nadie le prestaba atención, los apartó a empujones, agarró el palo que Moff tenía en la mano y lo arrojó a un lado. Ella, la hipocondríaca consumada, había hecho tres cursos de primeros auxilios y era la única que sabía que lo que estaban intentando hacer era un método anticuado, actualmente considerado peligroso.
—¡No lo sujetéis!
Su voz resonó con una autoridad que incluso a ella la sorprendió.
—Solamente apartadlo del fuego y mirad que no haya nada cortante en el suelo. Y cuando hayan terminado las convulsiones, intentad acostarlo de lado, por si vomita.
Al cabo de un minuto, había terminado. Bennie yacía inmóvil, respirando pesadamente. Heidi le tomó el pulso. Estaba aturdido, y cuando cayó en la cuenta de lo que había sucedido, gruñó y murmuró:
—Oh, mierda. Lo siento, lo siento mucho.
Sentía que los había defraudado a todos. Ahora lo sabían. Heidi trajo una esterilla para que se acostara, y aunque aún estaba molesto y preocupado, tenía un dolor de cabeza monumental y una abrumadora necesidad de dormir.
Dwight, por su parte, sentía que todos lo culpaban a él por haber provocado el ataque de Bennie. Evitaban mirarlo a los ojos. Ese día ya nadie volvió a hablar de salir a abrirse paso por la jungla.
Lejos, en otra parte del poblado, Rupert y Esmé no habían hecho más que echar un vistazo rápido al alboroto. Siempre había alguien soltando un alarido, por haber visto una serpiente o por tener una sanguijuela pegada a la pierna. Las sanguijuelas parecían sentir especial preferencia por Bennie, y solían lanzarse sobre sus blancas y carnosas pantorrillas, por encima de sus tobillos sin calcetines.
Rupert y Esmé, débiles, aún por la malaria, estaban sentados sobre una esterilla, con la espalda apoyada en un tronco musgoso y medio podrido, lleno de termitas bajo la corteza descascarada. Los chicos estaban jugando a un juego de mímica, en el que se turnaban para representar las cosas que echaban de menos. Esmé estaba haciendo ademán de lamerse el puño cerrado.
—¡Un perro lamiéndote la cara! —exclamó Rupert.
Esmé soltó una risita y sacudió la cabeza.
—Eso ya lo tengo —replicó, rascándole la barriga a Pupi-pup.
—¡Un chico lamiendo a una chica!
Ella soltó un chillido, se cubrió la cara con las manos y después le pegó a él en el brazo.
Rupert sonrió.
—Ya sé lo que es. Un cucurucho de helado.
Ella también sonrió. A continuación trazó un círculo en el aire y utilizó un dedo para cortarlo en trozos irregulares.
—¡Pizza! —arriesgó Rupert, y un segundo después añadió—: ¡Son las comidas que echas de menos!
Esmé asintió con la cabeza, resplandeciente de felicidad.
Marlena miró a los chicos, impresionada por lo que acababa de sucederle a Bennie. ¡Qué inocentes eran, disfrutando de la mutua compañía sin pensar en el futuro! Apenas dos semanas antes no querían saber nada el uno del otro. Pero cuando Rupert había empezado a recuperarse, vio a Esmé tendida a su lado, delirante, y se sorprendió a sí mismo animándola para que mejorara, tal como había hecho él.
—¡Eh! —la llamaba—. ¡Eh, despierta!
Ahora demostraba un cariño fraternal por la niña, convencido de ser la principal razón por la que se había salvado, y a juzgar por las risitas y las miradas de Esmé, ella también pensaba lo mismo.
El primer deslumbramiento, pensó Marlena. Se sentía a la vez triste y alegre de que Esmé tuviera un chico que le llenara el corazón de esperanza, alguien que la hiciera mirar al futuro y que mantuviera su voluntad de seguir adelante, ahora que sus vidas parecían tan inciertas.
La malaria los había asustado terriblemente. Por lo menos allí en el poblado tenían un techo, agua limpia y algo semejante a comida. Sus anfitriones eran amables y hacían lo posible para que estuvieran cómodos. Les ofrecían los sitios más seguros para dormir y las porciones más grandes de los alimentos del día. Para complementar el arroz y los fideos, recorrían el bosque en busca de alimentos frescos y atrapaban una variedad de pájaros y roedores de huesos frágiles, y también algún mono de vez en cuando. Fuera lo que fuese, Marlena siempre le decía a Esmé que la carne era de pollo. Esmé sabía que no era cierto, pero aceptaba lo que fuese, para poder darle un poco a Pupi-pup.
Esmé guardaba las golosinas, para dárselas a la perrita cada vez que ésta hacía una reverencia. Antes de que el grupo se perdiera, Harry Bailley le había enseñado a adiestrar a la perrita para que hiciera ese truco.
—No hay ninguna razón para aplazar el adiestramiento del animal hasta que empiece a presentar conductas indeseables —le había dicho— Un cachorro te dará con gusto todo lo que le pidas, una y otra vez, siempre que le des una recompensa cada vez que haga algo que quieras que repita. ¿Quieres que ladre, que mueva la cola, que bostece…? ¿O quizá que baje la cabeza sobre las patas delanteras, dejando arriba el rabo? Es entonces cuando tienes que darle su premio, en cuanto veas que lo hace.
Esmé había visto a Harry agitar una golosina sobre Pupi-pup y cómo la cachorrita levantaba inmediatamente el hocico para seguir el olor. Cuando Harry movía el trocito de carne arriba y abajo, y de lado a lado, la nariz de Pupi-pup iba detrás, como si estuviera atada a la golosina con un cordel invisible. Su nariz subía cuando el trocito pendía sobre su cabeza, y bajaba, haciendo una reverencia, cuando la golosina estaba a ras del suelo.
—¡Buena chica! —exclamaba Esmé, dándole por fin su trocito de carne.
Así pasaba los largos días en la jungla, y Pupi-pup nunca dejaba de entretenerla.
Un día, Esmé le dijo a Rupert:
—¡Observa esto!
Entonces miró seriamente a Pupi-pup y le ordenó:
—¡Inclínate ante el rey!
Pupi-pup hizo su reverencia, con el trasero levantado, agitando el rabito en el aire.
—Mola —dijo Rupert, lo cual le produjo a Esmé un paroxismo de estremecido deleite. ¡Rupert pensaba que ella molaba!—. ¡Inclínate ante el rey! —le ordenó Rupert a la perrita, una y otra vez.
No lejos de allí, un grupo de niños los observaba, acuclillados en el suelo. Botín y Rapiña estaban entre ellos. Cuando la sesión de entrenamiento canino hubo finalizado, Rapiña corrió a buscar a Mancha Negra.
—El Hermano Menor Blanco ha reconocido quién es —le dijo—. Todas las criaturas de la tierra lo saben. El perro se inclinó ante él cuando el Señor de los Nats le dijo quién era. Por fin está listo el Señor para volvernos fuertes.
Mancha Negra se sentó en el banco largo, junto a Marlena. Tenía la sensación de que esa norteamericana era amable. Con sus rasgos chinos, se parecía más a ellos, y quizá por eso pudiera entenderlos mejor.
—Señorita —comenzó tímidamente—, ¿le estoy formulando una pregunta?
—Sí, por supuesto. Adelante —contestó Marlena, con su expresión más cordial.
—Señorita, el chico Rupi, ¿puede ayudar a nosotros?
Creyendo que le estaba preguntando si Rupert podía ayudarlos en las tareas diarias, le respondió:
—Claro que sí, desde luego. Estoy segura de que lo hará con mucho gusto.
Y si no fuera así, se dijo Marlena para sus adentros, ya se ocuparía ella de convencer a su padre para que ejerciera la presión necesaria.
—¿Qué quieren que haga? —preguntó.
—Salvar a nosotros —dijo Mancha Negra.
—No lo entiendo —replicó Marlena. Se preguntaba por qué pensarían ellos que Rupert podía sacarlos de Nada mejor que cualquiera de los demás.
—Salvar a nosotros de soldados del SLORC —aclaró Mancha Negra—. Nosotros muchos, muchos años esperando nuestro Hermano Menor Blanco. Ahora él está aquí, trayendo nuestro libro.
Marlena estaba desconcertada. Le hicieron falta diez minutos de interrogatorio intensivo para comprender en líneas generales lo que Mancha Negra intentaba decirle. ¡Ésa era su sorpresa de Navidad! Habían sido secuestrados por una tribu demente, que creía en una monserga acerca de un salvador capaz de volverlos invisibles. Dwight había dicho que quizá padecieran fantasías paranoicas, y tenía razón.
Pero no, no podía ser verdad, se dijo a sí misma. Después de todo, no los tenían prisioneros. No los habían atado con cuerdas ni les habían vendado los ojos. No habían pedido ningún rescate, hasta donde ella sabía. Los habitantes del poblado eran amables. Eran capaces de privarse de muchas cosas para que sus huéspedes estuvieran más cómodos. Además, nadie había intentado impedir que se marcharan. Simplemente, el puente se había caído y no podían irse. Ni ellos ni nadie. Miró a Mancha Negra, sus ojos de obseso. Quizá se hubiera vuelto paranoico y delirante al ver cómo asesinaban a sus familiares. De hecho, parecía un poco febril. Lo mejor sería ir a pedirles a las abuelas que le dieran un poco de la infusión de ajenjo dulce.
Todas las mañanas, los que tenían suficiente fuerza formaban parejas para ocuparse de las labores. Sacudían las mantas de bambú, para desalojar los insectos acumulados a lo largo de la noche, y esparcían polvo de termita sobre las esterillas. Al principio habían intentado calentar agua en el fogón, pero ahora se bañaban en el canal por donde fluía el agua, como el resto de la tribu. Se turnaban para lavar la ropa sucia, haciendo una rotación entre las prendas que habían traído y las que les había dado la tribu: túnicas y longyis que en su mayoría eran mucho más bonitos que los que usaban sus anfitriones. Marlena y Vera estaban aprendiendo de la abuela de los gemelos a hilar fibras machacadas de bambú y a tejerlas en una blusa. Bennie se afeitaba con una navaja, que un hombre de un solo ojo le mantenía afilada. Los otros dejaron que la pelusilla se les convirtiera en barba.
Una mañana, Moff y Heidi le pidieron dos machetes a Mancha Negra, cogieron sus bastones y se internaron en la selva, para recolectar comida. Iban en busca de brotes tiernos de bambú, que encontraban sabrosos y suaves, y nada amargos, como muchas de las otras plantas. Los karen les habían enseñado a localizar las plantas jóvenes. Mientras se marchaban, oyeron el alegre griterío de niños y adultos que miraban a Rupert hacer uno de sus trucos de cartas.
Para estar seguros de no perderse, Moff y Heidi se situaron primero con la pequeña brújula que Heidi había cosido por fuera de su mochila. Se adentraron en línea recta en la jungla y, cuando se veían obligados a desviarse a causa de los obstáculos, descargaban unos machetazos sobre la vegetación, para marcar dónde habían estado. Se habían envuelto con tiras de tela las perneras de los pantalones, para que no se les metieran bichos, pero aun así tenían que usar un cepillo de bambú para desprender los abrojos y los brotes de hojas pegajosas que se les enganchaban a la ropa. Los árboles eran altos y las copas interconectadas hacían las veces de parasol. Esa parte de la jungla recibía poca luz e infundía, por tanto, una sensación de perpetua penumbra. Pero incluso en ese mundo sombrío era imposible dejar de ver algunas plantas de aspecto peculiar.
Lo primero que advirtió Heidi fue el color, un brillante rojo gomoso. Las plantas parecían plátanos escarlata, creciendo del suelo esponjoso, en el hueco entre las raíces de un árbol podrido.
—Mira qué rojo tan intenso —dijo—, casi fluorescente.
Moff se volvió y vio lo que ella había encontrado. Cuando se acercaron, Heidi lanzó una exclamación de sorpresa e inmediatamente se arrepintió de haberlo hecho. Los plátanos eran exactamente iguales que penes erectos, con su bulboso capuchón, y el color rojo hacía que parecieran turgentes y llenos a reventar. Se dio la vuelta, como buscando otros comestibles. Pero Moff seguía inspeccionando la planta.
—Unos dieciocho centímetros de largo —calculó—. ¡Qué coincidencia!
Le hizo un guiño a Heidi y ella rio débilmente. Moff estuvo a punto de seguir atormentándola con las bromitas, pero se detuvo, comprendiendo en ese momento que no sólo se sentía atraído por Heidi, sino que le había cogido cariño, que incluso le gustaban sus manías, y sobre todo su recién descubierta intrepidez a pesar de sus temores. Se preguntó si ella sentía algo similar por él. Y así era, claro que sí. A Heidi le gustaba esa cualidad suya a la vez rústica y amable. A veces parecía excesivamente confiado, pero desde la enfermedad de su hijo se había vuelto más blando y protector, y aun así vulnerable. Era capaz de reconocer sus errores. En conjunto, ella lo encontraba atractivo. Le gustaba su barba.
Moff se inclinó para inspeccionar la planta más de cerca.
—Podrían ser setas —conjeturó—. La pregunta es, ¿serán comestibles? Algunas setas son deliciosas, pero otras te hacen papilla el hígado.
Advirtió que varias de las plantas presentaban florecitas de un blanco céreo. Parecían diminutos crisantemos que hubiesen estallado de los bultos verrucosos en la base de los capuchones.
—Hum, no son setas —le dijo—. Las setas no florecen. El misterio se ahonda.
Pasó delicadamente el dedo en torno a la cabeza de una de las plantas y después la apretó y la palpó para determinar su estructura y su textura.
—Ajá, suave al tacto, pero firme —declaró.
Captó la mirada de Heidi y durante cinco segundos, de los cuales aproximadamente cuatro coma cinco fueron excesivos, se quedaron mirándose mutuamente, con una leve sonrisa. Era su táctica habitual con las mujeres, la mirada que les hacía saber que estaba a punto de abordarlas. Pero esta vez no había sido calculado, y a Moff no le resultó nada familiar la incomodidad que experimentó cuando finalmente desvió la mirada y volvió a concentrarse en la planta.
—¿No es asombroso que crezcan tantas cosas por aquí? —dijo Heidi, tratando de parecer casual—. Prácticamente no hay sol.
—Hay muchas plantas que no hacen fotosíntesis —replicó Moff—. Las setas, por ejemplo. Las trufas. Necesitan sombra. Por eso las encontramos en ambientes frondosos. Es una pena que las selvas del mundo estén siendo taladas por unos estúpidos avariciosos. Ni siquiera imaginan la cantidad de especies increíbles que están siendo destruidas para siempre.
—¿También aquí en Birmania están destruyendo las selvas?
—Tan rápidamente como pueden talarlas. Algunas, por la madera; otras, para plantar la adormidera de la heroína, y muchas, para construir un oleoducto hasta China, que por cierto varias empresas norteamericanas están ayudando a construir.
Heidi observó más detenidamente la planta.
—¿Ésta es rara?
—Puede ser. Es algún tipo de planta parásita con flores. ¿Ves cómo se agarra a las raíces del árbol? Se alimenta de su sistema de raíces.
—¡Cuánto sabes sobre plantas! —exclamó Heidi—. Yo apenas distingo un árbol de un arbusto.
—Ayuda un poco el hecho de tener un vivero de dos hectáreas —dijo Moff modestamente—. Me gano la vida cultivando las cosas que se encuentran en las selvas. Bambú, palmeras gigantes…
Se enjugó el sudor de la frente con el dorso de la muñeca.
—No puedo decir que me encante la abundancia de bambú que hay por aquí —prosiguió—. Pero si alguna vez conseguimos salir, hay una especie de bambú particularmente resistente a la que le tengo echado el ojo y que sería perfecta para un zoológico con el que trabajo.
Arrancó con cuidado una de las extrañas plantas rojas y la levantó para observarla. Estaba unida a otra planta gemela, conectada a través de una raíz esférica. Vista de esa forma, parecía todavía más obscena, pensó Heidi, como los órganos sexuales de dos sátiros siameses. Intentó actuar despreocupadamente.
—¡Ajá! —exclamó Moff—, Lo que pensaba. ¡Balanophora! Sí, señor. El ecosistema es el adecuado y crece en Asia, al menos con seguridad en China y en Tailandia. Unas cuantas especies. Dieciséis, si no recuerdo mal. Ésta podría ser la número diecisiete. Aparecen catalogadas en los anales de Weird Plant Morphology. Todos estamos bastante familiarizados con los ejemplares más raros del mundo vegetal. ¿Ves la forma de la cabeza? La mayoría tienen forma de bellota, no tan lisa como ésta.
Extrajo algunas plantas más.
—Nunca he visto fotos de nada como esto —añadió, entusiasmándose más por momentos—. Si es una especie nueva, es una belleza, más larga y gruesa que la mayoría y completamente roja, en lugar de tener un tallo color carne.
La examinó desde todos los ángulos.
—¿Una especie nueva? —preguntó Heidi—. ¿Qué quieres decir con eso? ¿Que es una planta mutante?
—Solamente que no ha sido catalogada en las taxonomías oficiales donde se controlan este tipo de cosas. Pero es posible que la gente de aquí tenga un nombre para esta planta. La «roja grande», por ejemplo. ¡Vaya! ¡Es increíble!
De pronto, vio que Heidi lo estaba observando con expresión divertida.
Le sonrió.
—¡Eh, si es una especie nueva, podría ponerle mi nombre! —Hizo un gesto con la mano, como leyendo una placa—: Balanophora mofetti.
Volvió a mirar a Heidi.
—Es broma —dijo—. Algún científico tendría que comprobar primero si de verdad se trata de una especie desconocida, y seguramente le pondría su nombre. Aunque, a veces, a las nuevas especies les dan el nombre de su descubridor.
—Yo la vi antes que tú —le dijo Heidi en tono de broma.
—¡Claro que sí! Entonces se llamará Balanophora mofetti-starki.
—Balanophora starki-mofetti —corrigió ella.
—Si estuviéramos casados —dijo él—, podría llamarse Balanophora moffetorum y nos abarcaría a los dos.
Ella abrió la boca para responder, pero no pudo pensar en una réplica ingeniosa con la rapidez suficiente. Casados. La palabra la había sorprendido. En el silencio, oyó el canto de los pájaros. Él estuvo a punto de decirle que no lo había dicho en serio, pero eso la habría hecho pensar que él ni siquiera soñaba con esa posibilidad.
Finalmente, ella dijo:
—Yo conservaría mi apellido. Pero no te preocupes, no creo que me gustara mucho darle mi nombre a una planta con ese aspecto.
Entonces él se sintió intrépido. Se puso de pie.
—Pero de todos modos podríamos casarnos.
Las dos últimas semanas lo habían obligado a contemplar de otra manera el tiempo y los riesgos. Antes, su mente estaba concentrada en el futuro: los proyectos futuros, los futuros clientes, la expansión futura… pero en esos días, la vida existía en el contexto de antes y ahora.
Heidi se echó a reír.
—No seas ridículo. Deja de bromear.
—Puede que no esté bromeando —dijo él.
Ella guardó silencio y lo miró, maravillada. Él inclinó la cara hacia ella y le besó levemente los labios.
—Qué bien. Mi mejor beso de las últimas dos semanas.
—El mío también —dijo ella suavemente.
Y con esa autorización, él la rodeó lentamente con sus brazos y ella le respondió con sorprendente fiereza. Llegados a este punto, les diré simplemente que los dos dejaron que el lado salvaje de la jungla se apoderara de sus sentidos. Dejaré librado a su imaginación lo que ocurrió exactamente. Después de todo, no sería apropiado revelar los detalles, que fueron —debo decirlo— bastante extensos.
Una hora después, Moff y Heidi recogieron la ropa y unas cuantas plantas que reconocieron con certeza como comestibles o útiles: muchos helechos, brotes tiernos de bambú, más ajenjo dulce medicinal y las hojas de un arbusto que olían a limón y que reducidas a polvo servían para evitar que los bichos se metieran en sus chozas. Colocaron su carga en las cestas de ratán que habían llevado consigo y regresaron al poblado, con una sensación de doble satisfacción. Los niños corrieron hacia ellos, con gritos de bienvenida, y les tiraron de las manos para llevarlos hasta una tabla junto al fogón, donde depositaron los tesoros de la mañana.
La hija de Mancha Negra cogió la planta roja de aspecto fálico. Las mujeres que se ocupaban de la cocina se la quitaron prestamente de las manos y una de las más ancianas mandó llamar a Mancha Negra, que a su vez llamó a Grasa y a Salitre.
—¿La habías visto antes? —le preguntó Moff a Mancha Negra.
—Sí, sí —dijo él—. Muchas veces. Muy buena planta.
Moff se sintió decepcionado. No parecía que su hallazgo fuera una novedad, después de todo.
En realidad, la planta no se conocía oficialmente en el resto del mundo. La tribu la había descubierto pocos años antes, y al probarla, había comprobado que su forma era un buen reclamo de sus efectos. Tenía propiedades afrodisíacas, y bastante potentes. Una rodaja de la planta, masticada lentamente, podía proporcionar a un hombre el vigor de un veinteañero. También resolvía los problemas de fontanería causados por la próstata. Y obraba similares efectos de excitación en las mujeres, aunque se suponía que no había que hablar al respecto, por miedo a una rebelión de hembras lujuriosas.
Mancha Negra, Grasa y Salitre hacían incursiones periódicas en la selva, y cada vez que encontraban una de esas raras plantas, levantaban el puente, bajaban de la montaña con su tesoro y se dirigían a Nyaung Shwe, donde contactaban con una red karen de confianza y con un hombre experimentado en obtener grandes ganancias con total discreción.
En todo Myanmar, el poder de la planta había asumido proporciones legendarias. Un vendedor advertía a sus clientes que probaran solamente una pequeña cantidad, porque sabía de una esposa anhelante de amor y de su marido anteriormente indiferente que habían acabado en el hospital, a causa del agotamiento sexual. Se hablaba también de un anciano que había sido padre de tres pares de gemelos, tras dejar embarazadas a tres bellas hermanas. Estaba también la solterona de mediana edad, demasiado rígida por falta de uso para asumir las posturas idóneas para el amor, que ahora había adquirido la flexibilidad de una acróbata. Se decía que los efectos de la planta duraban por lo menos una semana. También servía para prevenir una de las enfermedades más terribles y mortales que puede padecer un hombre, el koro, que provoca la absorción de los genitales en el interior del cuerpo. Cuando desaparecían, la víctima moría. No era de extrañar, por tanto, que las plantas rojas se conocieran como «la segunda vida».
Con el dinero procedente de la venta de las plantas, Mancha Negra y sus compañeros compraban mercancías en discretas cantidades, de diferentes comerciantes: golosinas, rollos de tela y, naturalmente, deliciosos alimentos fermentados. Después volvían a escalar la montaña y se quedaban allí hasta que tenían más de aquel tesoro para vender. Pero hacía mucho tiempo que no encontraban una planta.
Mancha Negra les preguntó a Heidi y a Moff si habían visto más.
—Media docena —respondió Moff.
Mancha Negra tradujo para sus compatriotas.
—¿Dónde las están encontrando? —preguntó—. ¿Mostrar a mí?
—Sí, claro. ¿Son buenas para comer?
—Muy buenas, sí —respondió Mancha Negra—. Pero sólo para medicina. No para comer todos los días.
—¿Para qué enfermedad? —preguntó Moff.
—Oh, para enfermedades muy malas. Koro es una. No sabe nombre en inglés. Si estoy teniendo koro, me estoy muriendo.
Los otros miembros de la tribu asintieron.
—Supongo que no es lo que creíamos —le dijo Moff a Heidi, y ambos rieron.
Mancha Negra les pidió que se adentraran en la densa selva, volviendo sobre sus pasos. Con la brújula de Heidi, apartaron la cortina de verdes hojas y se abrieron paso hacia el lecho selvático donde poco antes habían hecho el amor.