Particularmente preocupante
Harry, que era decidido por naturaleza, ahora dudaba. Quería abandonar el hotel Isla Flotante para ir en busca de Marlena, pero no se atrevía a marcharse, por temor a no estar presente cuando ella regresara. No sabía si debía confiar en Heinrich, pero no había nadie más a quien dirigirse, ni por otra parte nadie más que hablara inglés. Se imaginaba a Marlena yaciendo inconsciente en el suelo de un templo semiderruido, lo mismo que Walter. Pero después la veía en un hotel mucho más elegante, riendo y echando hacia atrás la cabeza, rodeada de una horda de hombres apuestos y diciendo:
—Harry es un imbécil. Se merece que lo hayamos dejado tirado en ese sitio espantoso.
Harry daba vueltas, tratando de usar la lógica y el sentido común. El segundo día desde la desaparición de sus amigos, el día veintisiete, se las arregló para conseguir que lo llevaran en lancha hasta el hotel Princesa Dorada, para ver si encontraba a alguien que supiera cómo hacer para llamar por teléfono a la embajada de Estados Unidos en Rangún. Finalmente, localizó a un estadounidense residente en la zona, pero el hombre no fue optimista.
—Un asunto complicado —le dijo.
Le explicó que el personal de la embajada necesitaba autorización de la junta militar para salir de Rangún. Por eso, si un norteamericano se metía en problemas, los funcionarios de la embajada quedaban bloqueados por quién sabe cuánto tiempo. Además, la semana de Navidad era mala época para conseguir que las cosas se hicieran rápidamente. Quizá la embajada ni siquiera estuviera abierta. Probablemente era por eso por lo que no atendían el teléfono.
—Mala suerte —dijo el hombre—. Estados Unidos considera a Birmania «un país particularmente preocupante». Una expresión excesivamente diplomática, en mi opinión.
Por la tarde, otro grupo de viajeros en busca de placer llegó al hotel Isla Flotante. Eran alemanes de clase media, de la periferia residencial de Frankfurt, y Heinrich les hablaba en su lengua común. Harry estaba algo bebido, sentado en un taburete alto en el bar del muelle, y contemplaba a los recién llegados con expresión sombría. Cuando Heinrich los reunió para el obligado brindis con «burbujas», les presentó a Harry diciendo que era «una estrella de la televisión de Estados Unidos, ahora entre nosotros». «Weltberühmt», dijo para concluir. Sí, claro. Era tan «famoso en todo el mundo» que los alemanes no tenían ni la más remota idea de quién podía ser, aparte de otro norteamericano ensoberbecido por sus fünfzehn Minuten de gloria. Heinrich les explicó que los otros integrantes del grupo de Harry habían salido para realizar varias excursiones de toda la jornada y que él había tenido que quedarse, porque se hallaba enfermo. «Nicht ansteckend», los tranquilizó Heinrich. Después se inclinó hacia Harry y le aclaró:
—Les he dicho que estaba usted enfermo, pero que no era contagioso.
Era la sutil manera de Heinrich de hacerle saber a Harry que había sido discreto en lo referente a su resaca.
Harry les hizo un gesto afirmativo a los alemanes, les sonrió y después les dijo en inglés:
—Es cierto. La intoxicación alimentaria no es contagiosa. No hay nada que temer.
—¡Dios santo! —exclamó Heinrich—. ¿Qué está diciendo? ¡Desde luego que no ha sido intoxicación alimentaria! ¡Vaya idea! ¡Aquí nunca hemos tenido ese tipo de problemas!
—Sí que ha sido intoxicación alimentaria —insistió Harry, que estaba borracho y le apetecía ser terriblemente desagradable—. Pero no se preocupe. Ya estoy prácticamente recuperado.
La conversación llegó a oídos de algunos de los alemanes que hablaban inglés, que la tradujeron a los demás.
—Quizá le doliera el estómago por estar siempre tan nervioso —gruñó Heinrich.
—Así es —convino Harry—. Y el hecho de que mi bungalow ardiera casi hasta los cimientos la otra noche tampoco ha ayudado mucho.
Heinrich se echó a reír con campechana falsedad y después dijo unas cuantas palabras joviales a los nuevos huéspedes:
—Ein berauschter und abgeschmackter Witz.
De ese modo les hizo saber que Harry era simplemente un borracho estúpido y alborotador. Para entonces, la mitad de los nuevos huéspedes tenían fruncido el entrecejo y los otros estaban pidiendo más detalles. Aunque fuera cierto que el norteamericano sólo estaba bromeando, ¿qué clase de borracho loco les había caído encima, en un hotel que supuestamente era de primera clase? Heinrich se excusó y se marchó para ocuparse de los pasaportes y de los preparativos para la cena.
Harry se dirigió al alemán que había traducido con más diligencia.
—¿De qué parte de Birmania vienen ustedes, si me permite que se lo pregunte?
—De Mandalay —respondió el hombre—. Ciudad muy interesante. Hermosa y con muchas historias.
—¿No habrán visto por casualidad a un grupo de norteamericanos, once en total? —Aquí, Harry hizo una pausa, para pensar en la mejor manera de describirlos, por sus características más distintivas—. Una señora china muy guapa, con su hija de doce años. Una señora negra bastante alta, que viste un caftán largo de rayas y camina como una reina africana. También hay un chico adolescente de aspecto más bien asiático, porque lo es a medias. Los demás, bueno, tienen más o menos el aspecto típico de todos los norteamericanos… Altos, con gorras de béisbol… ¿Los han visto? ¿Sí?
El hombre tradujo apresuradamente para su grupo:
—Nos pregunta si hemos visto a un grupo de turistas chinos, mujeres y niños, vestidos al estilo norteamericano.
Todos respondieron lo mismo. No.
—Lo imaginaba —dijo Harry.
Permaneció un momento en silencio y después le dijo al improvisado intérprete:
—¿Tendría la amabilidad de decirles a sus amigos que presten atención, por si encuentran a mis amigos? Si por casualidad los ven cuando salgan a recorrer la zona, hoy o mañana… Es que, verá… Están desaparecidos desde la mañana de Navidad. Los once.
—¿Once? —repitió el hombre—. ¿Qué quiere decir con eso de que es tan «desaparecidos»?
—El hecho es que no los ha visto nadie, ni hemos vuelto a tener noticias suyas. De todos modos, ustedes están de vacaciones y no es mi intención alarmarlos. Pero si tienen la gentileza de hacer correr la voz, les estaré muy agradecido.
—Desde luego —dijo el hombre—. ¡Once norteamericanos!
Añadió a sus palabras un gesto de enérgico asentimiento, una mirada destinada a transmitir a la vez solidaridad y confianza en que todo saldría bien.
—Haremos correr la voz —respondió.
Y vaya si lo hicieron. Difundieron la noticia. A medida que pasaron los días, el rumor dio pie a especulaciones desenfrenadas, presunciones, conclusiones y, finalmente, pánico generalizado.
—¿Lo has oído? Han desaparecido once norteamericanos y la policía militar está intentando taparlo. ¿Por qué no habrá emitido nuestra embajada ningún comunicado de advertencia para los turistas?
Era imposible visitar una pagoda sin oír el angustioso zumbido. Los turistas que llegaban al hotel Isla Flotante estaban comprensiblemente inquietos, y se habrían marchado si sus guías les hubieran encontrado alojamiento en otra parte. En el bar del muelle, un empresario estadounidense dijo que lo sucedido llevaba probablemente la firma siniestra de los militares. Una pareja francesa repuso que quizá los turistas desaparecidos habían hecho algo prohibido por el gobierno, como repartir panfletos a favor de la democracia u organizar manifestaciones por la liberación de Aung San Suu Kyi. No puedes hacer ese tipo de cosas y esperar que no haya consecuencias. Birmania no es Estados Unidos. Si no sabes lo que estás haciendo, lo mejor es no hacer nada. Ése era el problema, le dijo la mujer francesa a su marido. Esos norteamericanos querían tocar, tocar y tocar todo lo que se les decía que no tocaran, desde la fruta en el mercado hasta las cosas prohibidas en otros países.
Mientras tanto, la gente de la etnia shan, alrededor del lago Inle, creía que a los norteamericanos se los habían llevado los nats encolerizados.
Era indudable que los turistas habían ofendido a algunos e incluso a muchos. De todos los occidentales, los estadounidenses solían darse los mayores atracones, pero nunca les daban nada de su comida a los nats, y eso seguramente tenía que resultarles ofensivo. Además, muchos turistas occidentales no respetaban nada. Cuando creían que nadie los estaba mirando, no se molestaban en quitarse sus costosas zapatillas deportivas antes de entrar en los recintos sagrados. Creían que si nadie los veía, no hacían ningún mal. Incluso las mujeres hacían caso omiso de las cosas sagradas y se metían en zonas de los monasterios donde sólo podían entrar los hombres.
Las agencias de noticias occidentales con oficinas en Asia se enteraron de la historia, pero nadie pudo ofrecerles información sólida, sino únicamente rumores. ¿Cómo podían llegar al norteamericano en el complejo de bungalows? ¿Y al guía turístico? Necesitaban fuentes, contactos, entrevistas y material de autenticidad contrastada. Pero ¿de dónde iban a sacarlo? Ningún periodista birmano se habría atrevido a trabajar con ellos, y los periodistas occidentales no podían moverse por el país con cámaras y equipos de sonido. Muchos habían intentado hacerlo subrepticiamente (una entrevista con Aung San Suu Kyi habría sido un premio para cualquier periodista), pero la mayoría eran descubiertos, interrogados durante días, registrados hasta la última prenda de ropa y deportados, tras serles confiscado todo su equipo. Obtener información era tan arriesgado como el contrabando de drogas, y el resultado podía ser una cuantiosa gratificación o la ruina más absoluta. Aun así, siempre había informantes anónimos, residentes extranjeros y periodistas que entraban en el país con visado de turista, sin equipos vistosos, y usaban los ojos y los oídos.
El día de Año Nuevo, ciento treinta servicios de noticias habían difundido la historia de los once turistas desaparecidos en «Birmania» o «Myanmar». Los teléfonos de la embajada de Estados Unidos sonaban incesantemente, y los funcionarios consulares tenían que medir sus palabras, porque debían colaborar con el gobierno birmano para poder salir de Rangún e investigar. Para el dos de enero, los jefazos de la sede central neoyorquina de la Global News Network sabían que tenían entre manos una noticia de primera línea, merecedora de más minutos de emisión. Los espectadores (según pudieron comprobar estudiando muestras de población) quedaban electrizados por el misterio de la desaparición, por la presencia de dos niños inocentes entre los desaparecidos, por el aura romántica de Birmania y por tener la historia un «malo» evidente: el régimen militar. También estaba Harry Bailley, atractivo para las señoras de mediana edad y muy querido por los menores de dieciocho años, su público principal, por el amor que demostraba a los perros desobedientes Era el tipo de noticia que los ejecutivos de la GNN consideraban «seductora», y estaban dispuestos a hacer todo cuanto fuera necesario para conseguir la historia y presentar todo el dramatismo y la carroña que pudieran, para superar a las cadenas rivales y mejorar sus cifras de audiencia.
Cuando la desdichada historia de Harry ya había recorrido todos los complejos hoteleros de Birmania y Tailandia, un joven turista de cabello ondulado procedente de Londres, llamado Garrett Wyeth, llegó al hotel Isla Flotante. Era un cámara independiente que trabajaba para programas de bajo coste sobre viajes y aventura, y soñaba con hacerse un hueco en el sector de los documentales serios. Había viajado a Birmania con una modesta cámara de vídeo como las que llevan los turistas, con el propósito de reunir material para un documental cuyo título provisional era «Oprimidos y suprimidos». Esperaba venderle el material, una vez montado, al Channel Four británico, que varios años antes había financiado el reportaje «Las habitaciones de la muerte», en el que unos periodistas occidentales que se hicieron pasar por trabajadores humanitarios revelaron que las niñas de los orfanatos chinos estaban siendo sistemáticamente asesinadas. Ese documental había sido su inspiración. Era increíble lo que habían conseguido esos reporteros disfrazados. Se habían infiltrado en el sistema y habían engañado a esos cretinos para que hablaran abiertamente de toda clase de problemas. Las cámaras ocultas lo captaron todo: secuencias asombrosas y escenas estremecedoras de un horror truculento. Fue un éxito enorme, que produjo gigantescas oleadas de escándalo internacional y de condena a China. ¡Hurra por los periodistas! Premios por doquier. Claro que siempre tiene que salir algún imbécil, haciendo un condenado alboroto por las «consecuencias negativas». ¿Es que hay alguna controversia que no las tenga? Vale, sí. China cerró a cal y canto las puertas de sus orfanatos por un tiempo. Se acabaron las adopciones, las operaciones de paladar hendido y las mantas bonitas. Pero ¿cuánto duró eso? Un año, como mucho. A veces hay que aceptar algún contratiempo, para asegurarse el triunfo. Entonces todos ganan. En cualquier caso, su reportaje no tendría nada que ver con bebés agonizantes, y sólo produciría buenas consecuencias, de eso no le cabía la menor duda, y al mismo tiempo, le daría credenciales de periodista serio, capaz de cubrir una auténtica noticia. ¿Verdad que era una idea increíblemente brillante?
En Harry Bailley, Garrett vio una oportunidad imprevista pero lucrativa. Convencería a su compatriota (después de todo, Harry era británico de nacimiento) para que le concediera una exclusiva. Después iría a Channel Four y les presentaría la electrizante entrevista, un pequeño adelanto de lo que estaba por venir. Y si lo rechazaban, vendería el reportaje a la primera cadena que le hiciera una oferta sustanciosa. Global News Network era una posibilidad, aunque no su primera elección, ya que esa cadena solía hacer equilibrios en las fronteras más resbaladizas del periodismo; pero cuando se trataba de primicias y escándalos, ellos sí que sabían apilar los billetes y abanicarte la cara con ellos. ¡Ah, el aroma del éxito! Una entrevista con Harry Bailley podía suponerle unos ingresos rápidos de varios miles de libras. Y si los turistas morían… bueno, entonces no quería ni pensarlo.
—No sé si es prudente la idea —le dijo Harry cuando Garrett lo abordó por primera vez. Estaba confuso y cansado, pues llevaba toda la semana durmiendo solamente a ratos—. No quiero empeorar aún más las cosas para mis amigos —añadió—. Por lo visto, el gobierno militar de aquí es bastante estricto acerca de la forma de hacer las cosas. El tipo que dirige este sitio opina que es más seguro quedarse callado.
Garrett advirtió que Harry no estaba en absoluto al corriente de lo que ya habían difundido los canales internacionales de noticias. El hotel Isla Flotante era un yermo informativo: no había televisión vía satélite, ni BBC, ni CNN, ni GNN, sino únicamente dos canales oficiales del gobierno de Myanmar, que sólo emitían predicciones de buen tiempo. Tenía que actuar con precaución, para que Harry no se sintiera demasiado confuso en cuanto a lo que le convenía hacer y a quién dirigirse.
—Escuche, amigo mío —le dijo Garrett—, tiene toda la razón en poner por delante el interés de sus amigos. Pero lo único que quiere ese tío, Herr Heinrich, es cubrirse las espaldas. Teme ahuyentar a los clientes. ¿Puede usted confiar en él? ¡Desde luego que no! Es un timador de primera línea. Lo correcto es lo que usted siente en su corazón y en sus entrañas. Todo lo demás no vale para nada.
—Pero los militares…
—¡Bah! ¿No les tendrá miedo, no? ¡Usted es norteamericano! Puede hacer todo lo que le dé la gana. ¡Libertad de expresión! Es su derecho y perdone que se lo diga tan abiertamente, también es su responsabilidad.
Cuando hablaba de libertad, Garrett se refería, naturalmente, a los derechos civiles en Estados Unidos y no a la legislación internacional, como hizo que el desconcertado Harry creyera. La verdad es que Harry tenía tanto derecho a expresar libremente sus puntos de vista como cualquier ciudadano birmano, es decir, ninguno en absoluto.
—Sus palabras llegarán a millones y millones de personas —le dijo Harry—, y ése es precisamente el tipo de presión que usted necesita para que esos imbéciles sepan que todo el mundo los está mirando, y para que la embajada de Estados Unidos se sienta obligada a hacer algo más para encontrar a sus amigos.
—Comprendo lo que quiere decir —replicó Harry—, pero aun así… No sé…
—Muy bien, muy bien —dijo Garrett con paciencia—. Ya sé que usted también se estará preguntando cómo hacer para salvar su propia piel…
Harry lo interrumpió:
—¡No, no, nada de eso!
—Entonces, déjeme que le pregunte una cosa. ¿Quién es el principal opositor de los militares birmanos? Correcto, esa mujer, Aung San Suu Kyi. Hace diez años que los está mandando a tomar por saco, por así decirlo. ¿Y qué hacen? No la encierran y tiran la llave, no. La tienen confinada en su propia casa. ¿Por qué? Porque saben que el mundo los está mirando. Ésa es la diferencia. Centímetros de columna, minutos de transmisión. Los medios hacen que sucedan las cosas.
Levantó el pulgar en conspiratorio acuerdo consigo mismo y añadió en voz baja:
—¡Así es como las noticias determinan lo que pasa en el mundo!
Después le dio un codazo a Harry.
—Pero todo empieza por usted.
Harry asintió con la cabeza, casi convencido.
—Yo sólo quiero hacer lo mejor para mis amigos.
—Créame. Esto es indudablemente lo mejor que puede hacer. Y ni siquiera es preciso que diga nada desagradable sobre el gobierno militar. Sólo tiene que contar de manera objetiva y sin sesgos de ningún tipo que lo que usted quiere es recuperar a sus amigos. Sincero y heroico.
—No puede haber ningún mal en eso —convino Harry.
Garrett se hizo cargo de la cámara mientras su novia, Elsbeth, realizaba la entrevista. Era rubia, alta y delgada, y podría haber sido una belleza, de no ser por los dientes torcidos, que el té, la nicotina y la tradición británica de higiene dental habían estropeado aún más. Estaban en el bungalow de Harry, donde nadie más podía verlos.
—Doctor Bailley —comenzó ella—, ¿podría contarnos lo que ocurrió la mañana del veinticinco de diciembre?
Harry suspiró profundamente y se puso a mirar por la ventana que tenía a su derecha.
—Yo estaba enfermo ese día. Intoxicación alimentaria…
Mientras relataba la historia, Harry recordaba que no debía sonreír ni mirar con excesiva cordialidad a la cámara. No había nada peor que ver a un corresponsal sonriente informando de una tragedia. Cuando terminó, parecía melancólico y ligeramente esperanzado. No todo era interpretación.
Elsbeth se volvió hacia Garrett.
—¿Es suficiente con esto?
—Pregunta por los otros. Pídele que los describa para los televidentes —respondió Garrett.
En algunos canales ya habían enseñado fotos y habían hablado de las historias de cada uno, pero Garrett quería el toque personal, la verdadera esencia de cada una de esas personas, contada por un hombre con el corazón destrozado.
—Sí —le dijo a Elsbeth—, el toque personal. Hagamos que se deshagan en lágrimas y que deseen ver a salvo a esos pobres desdichados.
Harry también oyó las instrucciones de Garrett. ¡Claro que sí! Ése era el propósito, ¿no? Tenía que conseguir que los rescataran. Como había dicho Garrett, los medios podían hacer que sucedieran las cosas. Era una oportunidad maravillosa, mucho mejor que imprimir las fotos de los desaparecidos en los envases de leche. Asumió una actitud pensativa, con la mirada ligeramente desviada hacia un lado, intentando encontrar la combinación perfecta de palabras que generara un aluvión de compasiva emoción. Ahora agradecía su experiencia como presentador de la televisión. ¡Vamos! Enamora a la cámara, haz aflorar las emociones, impide que esos idiotas usen el mando a distancia. Y entonces empezó a hablar La Voz, como la llamaba su productor, cálida y suave como un whisky de treinta años.
—Somos todos muy buenos amigos, ¿sabe?, de San Francisco y sus alrededores.
Se puso a juguetear con las manos. Era un hombre sensible, abstraído en su preocupación. Volvió a mirar a la cámara.
—De hecho, uno de ellos es mi viejo y querido amigo de la infancia, Mark Moffett, que dirige una de las fincas más grandes y exitosas de producción de plantas para proyectos paisajísticos. Sobre todo bambú. Una reputación inmaculada y un corazón de oro. —Dejó escapar una risita melancólica—. Siempre va vestido con pantalones cortos de safari, sea cual sea la estación. Una vez escaló el Everest, y apuesto que también llevaba puestos los mismos shorts.
Rio tristemente, como se hace cuando se cuentan anécdotas en los panegíricos de los funerales.
—Su hijo, Rupert… ¡Qué chico tan fantástico! En seguida hace amigos con los niños de otros países. Juega con ellos al baloncesto, les enseña trucos de magia… Tiene bastante talento para eso, y suele atraer a mucha gente…
Y así prosiguió Harry con la descripción de sus compatriotas, con grandes superlativos, inflando sus virtudes morales, ofreciendo breves semblanzas de su apariencia, restándoles edad y exagerando su presencia de ánimo. Todos eran sumamente cultos, pero con los pies en la tierra; profundamente enamorados y felizmente casados; valientes y aventureros, pero no temerarios; altruistas y considerados, sin pensar ni un momento en su propia comodidad; gente sin dobleces, que apreciaba a los pueblos autóctonos…
Harry reservó lo mejor para el final. Una vez más, se puso a juguetear con las manos, frotándoselas, como si le resultara difícil hablar, por la tristeza.
—También hay una mujer muy especial, Marlena Chu. Es una persona increíble, de verdad, una proveedora de grandes obras de arte: De Kooning, Hockney, Diebenkorn, Kline, Twombly… Yo soy un ignorante en todo lo referente al arte moderno, pero he oído que esos pintores son bastante buenos.
Tonterías. Harry se había inventado la lista. Siempre memorizaba nombres de artistas, poetas, músicos y presidentes de diversos países africanos, consciente de que esos conocimientos podían serle de utilidad en las numerosas fiestas y funciones importantes a las que asistía. Su mejor baza era recitar «La luz agonizante», un poema sobre un soldado que veía morir la luz del crepúsculo, mientras transcurrían sus últimos instantes. Casi sin excepción, hacía que a las mujeres se les llenaran los ojos de lágrimas y que desearan rodearlo con sus brazos, para protegerlo de la muerte, la soledad y la belleza de pensamiento sin un oído apreciativo.
—¿Se sentía próximo a ella? —preguntó Elsbeth.
—Sí. Nosotros estamos muy, muy…
Se le quebró la voz, y Elsbeth le palmoteo la mano. Harry inspiró profundamente y prosiguió con valentía, en un susurro:
—Estoy destrozado. Yo debería haber estado en esa lancha con ella.
La emoción de Harry era sincera en su mayor parte, pero la forma en que la expresaba resultaba ridículamente tópica. Elsbeth y Garrett no dejaron traslucir que eso era lo que pensaban.
—¿Qué edad tiene ella? —preguntó Elsbeth con suavidad.
—Tiene… —empezó a decir Harry, pero se dio cuenta de que no tenía ni idea de cuál podía ser la respuesta. Se detuvo bruscamente y soltó una risita.
—Bueno, si esto va a salir por televisión, supongo que ella no querrá que revele su edad. Pero le diré una cosa: como muchas mujeres asiáticas, aparenta unos veintinueve años y ni un día más. Ah, y además tiene una hija, una niña de doce años, así de alta, más o menos. Esmé. Una niña adorable. Es bastante precoz, no tiene miedo de nada y es muy cariñosa. Tiene un perrito, un cachorro de unas seis o siete semanas, de raza shih tzu, que padece una hernia umbilical. Yo soy veterinario, ¿sabe? Por eso me fijo en esas cosas. A propósito, quizá hayan visto ustedes mi programa, «Los archivos de Manchita». ¿No? De hecho, estamos negociando su emisión en Gran Bretaña. ¡Oh, no! Será mejor que corte ese comentario, porque el trato aún no está cerrado. Pero los perros son mi amor, aparte de Marlena, y si dispusiera de los medios, organizaría el envío de un equipo de perros de búsqueda y rescate en el próximo avión…
Al noveno día de la prolongada estancia de mis amigos en Nada la GNN difundió la siguiente información: «Once norteamericanos, dos de ellos niños, llevan una semana desaparecidos en Birmania, el país que el régimen militar rebautizó con el nombre de Myanmar, poco antes de anular el resultado arrollador de las elecciones democráticas de 1990. Los norteamericanos se encontraban realizando un viaje de placer, cuando salieron a dar un paseo en barca del que nunca regresaron».
Se vieron fotos de los desaparecidos, reemplazadas por la imagen de unos soldados de aspecto adusto, empuñando fusiles.
«Desde el golpe militar, Birmania se ha visto asolada por los conflictos civiles, y su gobierno ha sido denunciado en repetidas ocasiones por violación de los derechos humanos. Un reportaje exclusivo difundido por la GNN, el año pasado, informó de los abusos sistemáticos a las mujeres de las minorías étnicas por parte de los militares. Sucesos igualmente horrendos se producen en las regiones del país ocultas a la vista de la prensa, desde el secuestro de hombres, mujeres y niños que luego son obligados a transportar pesadas cargas para los militares hasta que mueren de agotamiento hasta la total destrucción de aldeas sospechosas de dar cobijo a simpatizantes de la Liga Nacional para la Democracia».
Aparecieron escenas de niños monjes y de niñas sonrientes.
«Ésta es la atmósfera en la que se encuentran los norteamericanos desaparecidos. Los militares birmanos y el personal de la embajada de Estados Unidos en Rangún afirman no disponer de ninguna pista. Pero algunos especulan que los turistas podrían haber sido detenidos por ofensas desconocidas al régimen. Se cree que una de las personas desaparecidas ha defendido la causa de la ganadora del Premio Nobel de la Paz, Aung San Suu Kyi, la prestigiosa líder de la Liga Nacional para la Democracia, actualmente en arresto domiciliario. Mientras tanto, los turistas que se encuentran en Birmania se apresuraron a abandonar el país. Pero hay un hombre que conserva el optimismo y confía en que los turistas serán encontrados. Es Harry Bailley, del popular programa de televisión “Los archivos de Manchita”, que formaba parte del grupo cuyos otros miembros han desaparecido. Por encontrarse indispuesto en aquella aciaga fecha, el señor Bailley permaneció en el hotel, mientras sus amigos salían a dar un paseo en lancha, poco antes del amanecer, el día de Navidad. La GNN ha hablado personalmente con él, en una entrevista exclusiva, grabada en un lugar no revelado de Birmania. La veremos a continuación en “”Puntos calientes del mundo”, aquí, en la GNN, donde la forma de contar las noticias ya es noticia».
En el antipodiano mundo de San Francisco, Mary Ellen Brookhyser Feingold Fong se despertó una mañana con la llamada telefónica de una persona del Departamento de Estado, para informarle de que su hija, Wendy, había desaparecido.
Pensando que la voz masculina era del casero de Wendy, Mary Ellen respondió:
—No, no ha desaparecido. Está en Birmania. Pero si se ha retrasado en el pago del alquiler, con mucho gusto me ocuparé de ello.
Ya había sucedido otras veces.
El hombre del Departamento de Estado volvió a explicarle quién era y, dos veces más, la mente de Mary Ellen se resistió a abandonar el concepto de que Wendy no había desaparecido, sino que era simplemente irresponsable, ya que abandonar esa lógica suponía aceptar una realidad que escapaba a su comprensión.
En Mayville, Dakota del Norte, la madre de Wyatt, Dot Fletcher, recibió una llamada igualmente desconcertante. También ella estaba convencida de que su hijo se encontraría en otra de sus expediciones por una región del mundo sin comunicaciones adecuadas. Sucedía muy a menudo. Estaría en medio del océano Indico, con el motor averiado y sin una pizca de viento. O recorriendo a pie el este de Bhután, a siete u ocho días de marcha del teléfono más cercano. No había desaparecido. Simplemente era imposible localizarlo por teléfono. En ese sentido, estaba en lo cierto.
Y así se sucedieron las llamadas. A la ex esposa de Moff, puesto que era la madre de Rupert. Al ex marido de Marlena, puesto que era el padre de Esmé. A la combinación de padres, madres y padrastros de Heidi y Roxanne. A la madre de Bennie, pero no a su compañero sentimental, Timothy, pues no constaba oficialmente como pariente cercano. Las llamadas llegaron a horas intempestivas, cuando era seguro que los destinatarios iban a encontrarse en casa y cuando incluso el primer timbrazo anunciaba problemas, antes de que la GNN difundiera las últimas noticias. En la televisión, los familiares de mis amigos contemplaron perplejos y horrorizados cómo un hombre repeinado de acento británico hablaba de sus seres queridos en términos que normalmente se reservan para las reseñas necrológicas. Mirando la entrevista desde su suite del segundo mejor hotel de Bangkok, Garrett lamentó no haber pedido más de quince mil dólares.
A las siete de la mañana del mismo día, hora del Pacífico, los diversos parientes cercanos miraban ansiosamente la GNN por tercera vez. La misma historia se repetía a cada hora, con el añadido de detalles mínimos, anunciados como «novedades de última hora». La GNN desvió investigadores y cámaras de otros proyectos y les dio una lista de lo que debían encontrar y con quién debían hablar. Para la ilustración visual, recurrió a imágenes de archivo del golpe militar y de viajes a lugares exóticos. También usaron secuencias captadas por videoaficionados que habían partido apresuradamente de Birmania y estaban llegando en grandes oleadas al aeropuerto de Bangkok. En Estados Unidos, el personal de la cadena de televisión había descubierto detalles adicionales de interés para los espectadores. Una de las personas desaparecidas era una rica heredera, según informaron, hija del rey de las tuberías de PVC. Se veía entonces una foto de Wendy Brookhyser, tomada años atrás, en una fiesta de presentación en sociedad. Roxanne aparecía recibiendo un premio, con expresión despierta y la cara brillante por el sudor. Había una instantánea de Marlena abrazando a una Esmé de ocho años, en Disneylandia, junto a un Mickey Mouse que saludaba a la cámara. Heidi aparecía sentada en los escalones del porche de una amiga, comiendo un helado. Incluso una vieja secuencia de «Los archivos de Manchita» fue presentada como «novedad de última hora».
A lo largo de la jornada, prosiguió el goteo de noticias. Había evidencias, informó la GNN, de que uno de los miembros del grupo había sido detenido en una ocasión por posesión de marihuana. Era Moff, que veintidós años antes había sido arrestado, acusado de un delito menor, multado y puesto en libertad condicional. En la GNN, lo mostraron de pie delante de una pared de bambú, con su sempiterna camisa de safari, pantalones cortos y gafas de sol. En ese contexto, parecía un traficante de drogas exponiendo orgullosamente su mercancía. Un hábil realizador de la GNN había ensamblado ese segmento de noticia con otro que le seguía inmediatamente, sobre el Triángulo de Oro birmano y su agitada historia como «capital mundial de la heroína». Si bien la noticia no decía explícitamente que Moff tuviera ninguna relación con los productores de heroína, la yuxtaposición implicaba un vínculo.
Yo lo vi en el televisor de Heinrich, conectado a una antena parabólica recién comprada en el mercado negro, que había sustituido a la desaparecida poco tiempo antes. Debo confesar que me resultó un peu amusant ver a mis amigos convertidos en víctimas de la mala información y de las fotos poco halagüeñas, tal como me había sucedido a mí cuando los periódicos informaron acerca de mi misteriosa muerte.
Lo peor de las noticias, en mi opinión, fue Philip Gutman, de Libre Expresión Internacional. Ese megalómano se puso en contacto con los periodistas de la GNN, les agitó un señuelo delante de la cara y ellos mordieron. Con su boca carnosa y aleteante, se dedicó a desmentir enérgicamente los rumores:
—No es cierto, no es cierto. Ninguno de los desaparecidos era un espía.
Después, astutamente, elogió a quienes sí servían como vigilantes en favor de la paz, particularmente en países como Birmania, con atroces antecedentes de violaciones de los derechos humanos, y se declaró orgulloso de que un miembro de Libre Expresión figurara entre los desaparecidos. Añadió en tono dramático que esa persona se había sumado «a las decenas de miles de desaparecidos que hoy se cuentan en Birmania» y expresó su esperanza de que no acabara como los demás, «corriendo una suerte de indecible horror». Naturalmente, su declaración condujo a un frenesí de conjeturas acerca de quién podía ser el activista. Los curiosos e interesados en el tema no eran únicamente los televidentes internacionales de la GNN, las familias de mis amigos y el gobierno de Estados Unidos, sino también el régimen militar de Myanmar. Querían saber quién era el alborotador y quién había permitido que se colara por la frontera. El castigo que Myanmar reservaba a los espías era similar al que aplicaba a los traficantes de droga: la muerte.
Puede que Wendy fuera una tonta inmadura, pero no por eso merecía que le cortaran la cabeza simplemente porque un antiguo compañero de universidad estuviera dispuesto a aprovechar cualquier oportunidad para promover su causa. No me opongo a que las personas trabajen para mejorar los derechos humanos, en absoluto. Su labor es admirable y esencial. Pero toda la estrategia de Gutman estaba dirigida a conseguir titulares. Fomentaba las denuncias, las manifestaciones y las peticiones que acapararan espacio en la prensa. Nunca negociaba discretamente detrás de la escena, como hacen otros activistas. Gutman se reservaba las historias sobre abusos hasta el momento más ventajoso para conseguir los mayores titulares, por lo general, en torno a la época en que tenía programada una campaña de recaudación de fondos. Por desgracia, en toda sociedad que se propone hacer el bien, siempre hay unos pocos que lo hacen esencialmente para sí mismos.
A la hora de las noticias de la noche, la GNN ya sabía que tenía entre sus afortunadas manos la sensación periodística de la semana en Estados Unidos, un bombazo capaz de superar a los preparativos de la Super Bowl, al escándalo sexual del congresista con la principal donante de su campaña y a la estrella de cine arrestada por pedofilia. Era la conmovedora historia de la misteriosa desaparición de un grupo de ciudadanos norteamericanos inocentes y guapos, triunfadores y respetados, ricos y envidiados, francos y directos, y con el toque suficiente de detalles escandalosos como para electrizar al público. La GNN organizó una encuesta telefónica, pidiendo a los televidentes que votaran si los turistas eran responsables de su desaparición, totalmente, en parte o nada en absoluto. Un reconfortante ochenta y siete por ciento consideraba que los turistas eran víctimas inocentes. ¿Cuál debía ser la respuesta de Estados Unidos? ¿Ninguna, ofrecer un rescate o enviar al ejército? Un chocante setenta y tres por ciento votó a favor de invadir Birmania, y un número considerable de mensajes en el foro de la GNN proponía atacar el país con armas nucleares. El gobierno de Washington negó con vehemencia que tuviera la menor intención de hacer ninguna de las dos cosas, mientras la GNN daba luz verde para ampliar la cobertura y el tiempo de emisión.
El jefe de la oficina de la GNN en Bangkok coordinaba las entrevistas con la sede central en Nueva York. En el aeropuerto de Bangkok, los periodistas de la GNN y de otros medios caían en enjambre sobre los turistas procedentes de Mandalay y Rangún. ¿Habían tenido miedo? ¿Habían adelantado su partida? ¿Estarían dispuestos a regresar algún día?
La gente de Nueva York o Río de Janeiro miraban a su alrededor con hastío y disgusto, mientras se abrían paso entre las hordas de periodistas, pero algunos viajeros resultaban muy fáciles de interceptar, porque procedían de ciudades como Indianápolis o Manchester, donde se considera una descortesía no prestar atención cuando te hacen una pregunta. Los residentes en Los Ángeles también se ponían delante de la cámara por su propia voluntad, porque lo consideraban su derecho inalienable.
—Ha sido muy duro estar en un país donde de pronto aparecen once personas muertas —afirmó una mujer de Studio City.
Cuando le recordaron que aún no se había confirmado el fallecimiento de ninguno de los desaparecidos, añadió:
—Bueno, de todos modos, te afecta.
—¿Han pasado miedo? —le preguntó un periodista a una pareja que emergía de una puerta giratoria.
—Ésta sí que ha pasado miedo —respondió en tono uniforme un hombre bronceado, señalando con el pulgar a la mujer que venía detrás—. Se puso histérica.
La mujer le dedicó una sonrisa helada, se volvió hacia el periodista y, con la sonrisa aún petrificada en el rostro, declaró:
—A decir verdad, lo que más me preocupaba era quedarnos varados allí si cerraban los aeropuertos.
Su respuesta, con la agresiva sonrisa destinada a su marido, volvió a emitirse hora tras hora, haciéndola quedar ante millones de personas como una perra sin corazón.
Los habitantes de Mayville organizaron una vigilia con velas y venta de bollos y pasteles, en beneficio de la familia de Wyatt, con el fin de recolectar fondos para que la señora Fletcher pudiera viajar a Birmania en compañía del asistente del sheriff, con quien estaba saliendo, en busca de su único hijo. El programa de enseñanza de las escuelas primarias de todo el país incorporó una lección de geografía sobre la ubicación de Birmania en el mundo, lección que además fue transmitida por las cadenas de televisión nacionales, pues otra encuesta había revelado que el noventa y seis por ciento de los estadounidenses ignoraban dónde se encontraba Myanmar o Birmania. En San Francisco, Mary Ellen Brookhyser Feingold Fong estaba en contacto permanente con el alcalde y con «los tres Georges», uno de los cuales era un pez gordo de la política con conexiones en el Departamento de Estado; otro, un productor de cine, y el tercero, un filántropo multimillonario que disponía de jet privado. El equipo de «Los archivos de Manchita» seleccionó lo mejor de sus programas, para una redifusión que incluía un episodio de gran éxito sobre el entrenamiento de los perros de búsqueda y rescate mediante la detección por el olfato y el rastreo de pistas, así como una serie de sencillas técnicas que podían usar los dueños de perros, para que sus perezosas mascotas (ya fueran bóxers, beagles, bichons frisés o de cualquier otra raza) aprendieran a localizar por el olfato a un niño jugando al escondite. Incluso antes de que terminaran las emisiones de la jornada, ya había planes para que viajaran a Birmania en jet privado las siguientes personas: Mary Ellen Brookhyser Feingold Fong, Dorothea Fletcher con su asistente del sheriff, de nombre Gustav Larsen, y Saskia Hawley de la Compañía Golden Gate de Perros de Búsqueda y Rescate, antigua novia de Harry.
En el avión, Saskia Hawley iba pensando en el pasado que había compartido con Harry Bailley. Él todavía le gustaba. ¿Qué sentiría él por ella? Al igual que todas las antiguas amantes de Harry, Saskia era menuda, delgada y, como él lo expresó una vez, «emocionalmente exigente». «Mona» era otro término que Harry utilizaba para describirla, un término que ella aborrecía porque implicaba que él no la consideraba su igual.
—No me llames «mona» —le exigía repetidamente.
—¡Pero si lo eres, cariño! —respondía Harry—. ¿Qué puede haber de malo en que te lo diga?
Como recordaba Saskia ahora, Harry tenía sus buenas cualidades. Para empezar, era fiel, tan fiel como un perro. A las otras mujeres las miraba, pero no las tocaba, y en ese sentido nunca la había traicionado, como en cambio sí lo había hecho el último de sus amantes, aquel imbécil. Cuando ella tenía problemas o inquietudes de cualquier tipo, Harry acudía en su ayuda, sin importarle la hora que fuera. El otro factor era la cama. Entre las sábanas, Harry era pura diversión. En retrospectiva, era mucho más deseable y convivible que los otros amantes que habían surgido y desaparecido desde que los dos habían puesto fin a su relación, seis años antes. En realidad, se habían concedido «un tiempo para reflexionar». Nunca habían dicho que fuera definitivo. ¿Estaría ella dispuesta a volver con él algún día? ¡No, no, no!, protestó ella, con excesiva vehemencia.
Saskia había decidido llevar consigo dos perros que probablemente tenían las mejores narices del mercado. Uno de ellos era Lush, una border collie blanca y negra, de lengua colgante y expresión sonriente, que se había ganado sus galones como perro de búsqueda y rescate de los servicios federales de emergencias urbanas, empezando por el gran atentado terrorista de Oklahoma. Lush también tenía experiencia buscando cadáveres, pero Saskia no se lo reveló a los otros pasajeros del avión. Quería parecer tan optimista como los demás. Oficialmente, se trataba aún de un rescate y no de una recuperación de cuerpos. Pero Saskia era realista, porque la experiencia la había obligado a serlo. Y si los turistas estaban muertos, Dios no lo permitiera, su olor seguiría siendo discernible para los perros incluso años después del deceso, especialmente si los materiales en descomposición eran absorbidos por las raíces de los árboles. El equipo de Saskia había participado en la investigación de dos casos de asesinato en los cuales se desenterró un cadáver, el primero junto a un pino y el otro al pie de un gingko. Como en todos los hallazgos de Lush, la perra había dado vueltas, había olfateado y finalmente había regresado al punto donde el olor era más penetrante, y allí se había sentado con gesto decidido, como señal de haber encontrado el objeto que le valdría su recompensa: unos minutos jugando a ir a buscar una pelota vieja de tenis. La primera vez que Lush le había señalado un árbol a Saskia, los otros miembros del equipo se habían desternillado de risa. Saskia les había indicado entonces que cavaran cerca del árbol, en el lugar más oculto y apartado. Como era de esperar, desenterraron los huesos, y cuando Saskia les explicó por qué perciben los perros el olor en el tronco, los otros miembros del equipo exclamaron:
—¡Dios Santo! ¡Un árbol carnívoro y chupasangre!
Pero en Birmania había un problema con los perros buscadores de cadáveres. Podían entrar en constante frenesí, a causa del número excesivo de cadáveres enterrados secretamente. Lush corría el peligro de despellejarse la nariz de tanto trabajar.
El otro miembro canino del equipo de Saskia era Topper, un labrador negro, especializado en rescates en lugares agrestes. Al ser un labrador, era además un perrazo que adoraba trabajar en el agua. Era posible que eso también fuera necesario, a juzgar por lo que habían dicho de la desaparición los funcionarios consulares. Saskia se preguntaba qué profundidad tendría el lago y, otro aspecto igualmente importante, a qué temperatura estaría el agua, porque de ello dependía que los cadáveres estuvieran bien refrigerados. En agua fría, la descomposición avanzaría más lentamente y los perros podrían concentrarse en buscar un objetivo más pequeño, en lugar de uno disperso.
Así pues, esas cuatro personas y los dos perros viajaron a Bangkok Allí averiguarían si el gobierno militar de Myanmar les daba su autorización para entrar en el país. ¿Les concederían visados de urgencia o cualquier otro tipo de visado? Para ayudarlos en ese sentido, uno de los Georges de Mary Ellen, el pez gordo de la política, había movido sus influencias en el Departamento de Estado. Se esperaba que ella y sus acompañantes pasaran por turistas corrientes, aunque muy ricos y con jet privado, y que por tanto les fueran concedidos sus visados de último minuto. Para conseguirlos, era preciso que el régimen de Myanmar ignorara su vinculación con las personas desaparecidas. Y eso era posible, según creían los funcionarios del Departamento de Estado, porque la GNN no transmitía en Myanmar o, más exactamente, estaba prohibido recibir su señal. La prohibición se extendía a todos los programas extranjeros. Las noticias aprobadas se difundían a través de los dos canales estatales, y los reportajes de ambos debían contar con la aprobación previa del Ministerio de Información. Uno de los viejos generales establecía la normativa que debían cumplir todas las noticias aptas para ser difundidas, y el Consejo de Vigilancia de la Prensa comprobaba que todos los criterios se respetaran al pie de la letra. Estaban prohibidos, por ejemplo, las predicciones de mal tiempo, las noticias de reveses económicos y las imágenes de civiles muertos. Nada de eso era bueno para la moral del país. Y si en algún momento se llegaba a mencionar el nombre de Aung San Suu Kyi, más le valía al redactor que las palabras «malévolo instrumento de los intereses extranjeros» aparecieran cerca. Así pues, era muy poco probable que una noticia sobre once turistas desaparecidos y posiblemente muertos llegara a los titulares de los periódicos, las radios y las cadenas de televisión controlados por el régimen.
Pero no se confundan. Eso no significa que el Ministerio de Información y su Oficina de Estudios Estratégicos en el Ministerio de Defensa no supieran quiénes eran los parientes de los desaparecidos. Los generales, los directores y sus subordinados ya habían visto grabaciones de los reportajes de la GNN sobre el tema. El ministerio tenía la obligación de encontrar ese tipo de reportajes y cualquier otra historia que hiciera alusión al país, ya fuera para alabarlo o para criticarlo. Los funcionarios escuchaban la Voz de América y la BBC, que escapaban a su control y que muchas personas malintencionadas sintonizaban subrepticiamente. También disponían de una antena parabólica para captar los canales extranjeros, y su Consejo de Vigilancia de la Prensa escrutaba todos los programas de televisión de los poderosos países enemigos, tomando nota de cada mención a Myanmar. Con frecuencia, los sobrinos o sobrinas de algún alto funcionario tenían la responsabilidad de seguir con atención los episodios de «Los Simpson», de «Sexo en Nueva York» o de «La supervivencia del más fuerte», que además muchos de ellos encontraban interesantes. La revisión de los programas de noticias, una labor más rigurosa, se reservaba a las mentes más críticas. De ese modo, los nombres de los culpables se reunían y se colocaban en listas apropiadas, para prohibirles la entrada al país, expulsarlos o, en caso necesario, «reeducarlos».
El año más agitado en cuanto a noticias fue el año en que la hija del General Muerto ganó el Premio Nobel de la Paz. ¡Qué cantidad de noticias negativas había generado! ¡Un bombardeo constante! ¡Un desastre! ¡Esos suecos siempre estaban repartiendo premios de la paz con el único propósito de alborotar! En su fuero interno, sin embargo, los ministros encargados de la propaganda y el patriotismo recordaban que no habían manejado la «situación» de la mejor manera posible. Habían cerrado filas y rápidamente habían impedido toda manifestación de apoyo a la Señora. Y de ese modo no habían hecho más que aumentar el rechazo que el mundo sentía por ellos. Iba a ser muy importante la forma en que ahora se enfrentaran a este último desafío.
La Oficina de Estudios Estratégicos estaba particularmente agitada y quería respuestas cuanto antes. La campaña «Visite Myanmar», lanzada varios años antes, nunca había alcanzado los magníficos resultados pronosticados y ahora estaba por los suelos. Las cancelaciones de reservas inundaban las centralitas de los hoteles y la ya mediocre tasa de ocupación, que normalmente oscilaba entre el veinticinco y el treinta por ciento, se estaba viniendo abajo. Las compañías aéreas informaban de que los aviones llegaban vacíos a Mandalay y Yangón, pero se marchaban llenos. Por si eso hubiese sido poco, varios líderes de la ASEAN (mandatarios de Tailandia, Vietnam, Malaysia y especialmente Japón) se habían puesto en contacto con la oficina del gabinete para hacer hincapié en la conveniencia de que Myanmar solucionara con celeridad el delicado asunto, antes de la siguiente cumbre de la ASEAN. Los países de la ASEAN eran como una familia, y el problema podía convertirse en una vergüenza familiar. ¿Habrían cometido un error al permitir el ingreso de Myanmar en la ASEAN? ¿Debían reducir el comercio con Myanmar y suspender las ayudas al desarrollo?
La Oficina de Estudios Estratégicos celebró reuniones a todos los niveles para debatir la mejor manera de manejar la «situación temporal».
Y afortunadamente para Harry, sucedió lo inesperado. A riesgo de parecer excesivamente presumida, admito que yo tuve algo que ver. Visité a varias personas en el País de los Sueños. Había descubierto que podía entrar con bastante facilidad en los sueños de la gente más predispuesta a la magia. Como había dicho Rupert en el muelle, mientras enseñaba sus trucos, pueden suceder cosas mágicas, pero sólo si creemos. Incluso en los peldaños más altos del gobierno de Myanmar, muchos creían en nats, espíritus y signos. Mi idea no fue nada original. Podría habérsele ocurrido a cualquiera, por lo que no pretendo atribuirme el mérito de lo que sucedió después, en absoluto, o al menos no en su totalidad. Yo simplemente procuré que los tiranos pensaran que era bueno proteger a los turistas y también a quienes los acogían. Garrett lo había dicho muy bien: «El mundo está mirando».
Baste decir que varios ministros de Myanmar plantearon de pronto la misma sugerencia, una sugerencia bastante sorprendente y poco ortodoxa en comparación con la forma habitual de hacer las cosas: «¿por qué no aprovechar la atención gratuita de los medios de información, para mostrar la belleza de nuestro país, sus maravillas, la cordialidad de su gente y también, por qué no, la actitud amistosa y atenta de su gobierno?».
Los generales quedaron perplejos, pero diez segundos más tarde, uno a uno, todos fueron diciendo: «¡Sí! ¿Por qué no?».
Una vez adoptado el concepto con entusiasmo, era preciso, lógicamente, hacer algunos preparativos para mejorar la imagen y asegurarse de que el mensaje se transmitiera a la perfección. Por ejemplo, tal como habían sugerido los líderes de la ASEAN, quizá pudieran liberar un par de centenares de presos —o incluso mil, sugirió un general, ¿por qué no ser magnánimos?— para destacar que no se arrestaba a nadie por motivos políticos, sino únicamente por su propio bien. La Señora, por ejemplo —hablemos abiertamente de ella—, quizá cuenta con el aprecio de una pequeña parte de nuestro pueblo particularmente sentimental, pero es evidente que no tiene el apoyo de la mayoría de nuestros felices ciudadanos, que elogian los tremendos progresos realizados en el último decenio. Nosotros tememos por la seguridad de nuestra pequeña hermana —¡sí, excelente, llamémosla «hermana»!—, porque sabemos que son muchos los que desaprueban sus actos y, triste es decirlo, quizá quieran hacerle daño. Lo mejor para ella es permanecer en la comodidad de su hogar, en lugar de arriesgarse a ser asesinada, como su padre. ¿Quizá un envío diario de frutas y flores frescas serviría para destacar aún más la preocupación por su salud? Oh, ¿no sabían todos que estaba enferma? ¿Acaso no era por eso por lo que no se movía libremente, creando sus habituales alborotos? No es que los preocupara demasiado que la gente alborotara de vez en cuando (los niños lo hacen todo el tiempo), pero los alborotos no debían causar desasosiego. No debían conducir a la insurrección, a la violencia, ni a una generalizada falta de respeto hacia los líderes. Después de todo, ningún gobierno toleraría nada semejante.
Un buen gobierno debía guiar a su pueblo, a veces con suavidad y otras con mano dura, como hacen los padres con sus hijos. Podía permitir ciertas libertades, pero dentro de un estilo adecuado para el país. Sólo los líderes sabían cuál debía ser ese estilo. Era como la moda. En algunos países, las mujeres iban prácticamente desnudas, enseñando los pechos, el vientre y los feos surcos de sus traseros. Ellos no criticaban ese estilo. Pero en su país, era más bonito vestir un longyi. Era una cuestión de diferencias culturales. Por eso era preciso que cada país manejara sus propios asuntos. China manejaba sus asuntos. ¿Por qué no Myanmar? China gobernaba a su estilo. ¿Por qué criticaban a Myanmar por hacer exactamente lo mismo?
La nueva campaña funcionaría muy bien, en eso estaban de acuerdo los generales y los ministros. Lo más importante para su éxito era demostrar que se estaban haciendo todos los esfuerzos necesarios para encontrar a los desaparecidos. La oficina de turismo coordinaría su acción con la policía militar, para desarrollar un plan metódico. El mundo entero sería testigo de la dedicación con que el cálido pueblo de Myanmar buscaba el paradero del grupo, investigando por todas partes, entre los dos mil doscientos templos sagrados y hermosas stupas de Bagan; en el fabuloso monasterio de las afueras de Mandalay, con su increíble colección de estatuas budistas, o en un muelle desde el que se apreciaran las vistas más espectaculares del Ayeyarwaddy. Cuando se encendieran las cámaras en el estado meridional de Shan, donde habían sido vistos los turistas por última vez, los objetivos se concentrarían en las fotogénicas mujeres padaung de «cuello de jirafa», vestidas con su atuendo tradicional y con una docena de aros metálicos en el cuello, que les empujaban los hombros hacia abajo y les conferían ese aspecto alargado que tanto maravillaba a los turistas. Y las mujeres, a quienes habrían hecho ensayar la expresión de preocupación por sus amigos extranjeros, inclinarían grácilmente la cabeza sobre sus cuellos ornamentados, saludando al mismo tiempo con la mano o, mejor aún, sollozando.
Si resultaba que los turistas eran hallados muertos —aunque era poco probable que así fuera—, su deceso se explicaría de manera aceptable. Dirían, por ejemplo, que la culpa había sido de ellos, pero que el pueblo de Myanmar no les guardaba rencor.
Los jerarcas del Ministerio de Hoteles y Turismo decidieron contratar a un experto internacional en relaciones públicas, pero no a la misma firma que los había ayudado a desarrollar la fracasada campaña «Visite Myanmar» en 1996, ni a la agencia que había colaborado con ellos para encontrar su nuevo y amistoso nombre. El ministerio localizó una empresa consultora con sede en Washington, con una impresionante lista de clientes, entre ellos Samuel Doe de Liberia, Saddam Hussein de Iraq y el presidente de Rwanda, Juvenal Habyarimana. El asesor enviado por la empresa se encargaría de desarrollar un plan multifacético, para saturar las noticias de imágenes positivas.
Llegó el asesor y, al principio, los ministros lo acogieron con escepticismo. Era un hombre bastante joven, que sonreía todo el tiempo. ¿Quién podía tomarlo en serio? Además, hizo varios comentarios ofensivos acerca de la imagen del régimen en el mundo, y después se descolgó con una sugerencia pasmosa: difundir las palabras «la nueva Birmania» y asociar la frase con «Myanmar».
—La situación, tal como nosotros la conocemos —dijo el joven—, a partir de conversaciones con los responsables de las principales agencias de viajes de otros países, es de conocimiento inadecuado de su país y de su potencial turístico.
Citó las cifras de una encuesta, según la cual, más del noventa y cinco por ciento de las personas interrogadas fuera de Asia ignoraban dónde se encontraba Myanmar. Tampoco reconocían el nuevo nombre de la capital, Yangón, aunque todavía se acordaban de Rangún.
Prosiguió señalando que toda esa gente, desde luego, estaba desinformada y rezagada con respecto a su tiempo, y por tanto no asociaba a Myanmar con las famosas glorias y bellezas de su pasado, todas ellas merecedoras de numerosas visitas y del gasto de importantes recursos monetarios. Sin embargo, los encuestados recordaban el nombre antiguo, Birmania. Para los turistas occidentales, «Birmania» sonaba alegre, acogedor y romántico.
Uno de los jerarcas del ministerio añadió:
—Sí, pero de esa forma terrible, asociada con el colonialismo británico.
Ya habían gastado grandes sumas de dinero para difundir la idea de que «Myanma» había sido el nombre original e igualitario, mientras que «Birmania» se refería a la clase dominante de los bamar. ¡Al cuerno los que decían que «Myanma» y «Bama» eran meras variantes de la misma palabra! También era mentira que la mayoría de los birmanos asociaran la palabra «Myanma» con la antigua clase dominante. ¿Dónde estaban esos birmanos mentirosos que decían semejante disparate?
—La encuesta no miente en lo referente a las percepciones del público —dijo el joven—. Por eso les sugiero una estrategia atrevida. Van ustedes a retroceder, hasta igualarse con la percepción rezagada del público, y de ese modo podrán avanzar, guiando al mundo hacia la nueva Myanmar. Para empezar, propongo el eslogan «La nueva Birmania es Myanmar».
La propuesta fue acogida en silencio. Todos miraban a su alrededor, sin saber qué contestar.
Pero entonces el jerarca responsable de la propaganda asintió con cara inexpresiva y dijo:
—Es una idea poco ortodoxa, pero bien razonada, e incluso adelantada. El mundo está atrasado y tenemos que conseguir que nos siga. La nueva Birmania es Myanmar. Ése es el mensaje. Me gusta.
Estruendosas aclamaciones resonaron en la sala de reuniones.
—¡La nueva Birmania!
El jerarca se puso a reflexionar, rascándose la barbilla.
—¿O ha dicho usted «La vieja Birmania es la nueva Myanmar»?
Todos guardaron silencio, mientras el jefe cavilaba. Finalmente asintió.
—Sí, así se transmite mejor la idea.
La sala estalló en fervientes expresiones de aprobación.
—¡La vieja Birmania es la nueva Myanmar! ¡Excelente! Una corrección muy sabia, señor.
Así comenzó la campaña del régimen militar para reclutar a Harry como su portavoz de turismo. Y, naturalmente, los visados para Mary Ellen y los otros miembros de la expedición de búsqueda fueron autorizados en un abrir y cerrar de ojos. Pero eso ya lo sabían ustedes.
Arriba, en la selva, Marlena, Vera, Heidi y Moff atendían a los enfermos. Marlena y Vera se ocupaban de Esmé, Bennie, Wyatt y Wendy. Heidi atendía a Roxanne y a Dwight, y Moff daba vueltas alrededor de su hijo. Los últimos días los habían sacudido hasta lo más profundo de su ser. Por un tiempo, les pareció imposible ser capaces de proporcionarles ningún alivio, aparte del agua que vertían sobre sus inconscientes pacientes, para apaciguarles la fiebre que les arrasaba el cerebro. Y cuando la fiebre se trocaba en temblores que les sacudían los huesos, rodeaban con sus brazos a los enfermos, los acunaban y lloraban. No podían hacer nada más.
Un día, al volver de la letrina, Heidi sorprendió a dos abuelas haciendo beber a Wendy y a Wyatt un líquido de olor penetrante. Una de las mujeres le explicó tranquilamente y sin rodeos lo que estaba haciendo, pero Heidi no entendió ni una palabra. La mujer sacó unas hojas de una bolsa, las señaló y sonrió, como diciendo: «¿Ves? Te lo he dicho. No es más que esto».
Heidi examinó las hojas. Eran verdes y plumosas, con cierto parecido al perejil o al cilantro. Se las llevó a Mancha Negra, para enseñárselas y preguntarle qué eran.
—Es bueno —dijo él—. Una planta. Yo estoy conociendo el nombre birmano, pero no conociendo el nombre inglés. Buena medicina para fiebre de la jungla.
Entonces, Heidi se fue a ver a Moff, que estaba sentado en silencio junto a su hijo. El chico estaba inconsciente y gemía. Heidi dejó caer las hojas sobre las rodillas de Moff.
—¿Qué te parece esto?
Moff las recogió, observó sus finos tallos bifurcados y las olió.
—Ah, sí, la fragancia balsámica es reveladora. En Estados Unidos, esta planta crece junto a los vertederos y a los lados de las carreteras. Ajenjo dulce, se llama. Artemisia annua. Hay muchas especies de Artemisia, y ésta no la había visto nunca, pero la estructura de las hojas es característica. Crece rápidamente y alcanza el tamaño de un arbusto, como un arbolito de Navidad. La fragancia es típica.
Se llevó una hoja a la boca y chasqueó los labios.
—También es típico el sabor amargo. ¿Dónde la has encontrado?
—Una de las ancianas preparó una especie de infusión y se la estaba dando a Wyatt y Wendy.
Los ojos de Moff se iluminaron.
—¡Brillante! ¡Dios mío, tiene toda la razón! Es cierto que la Artemisia annua tiene propiedades antibacterianas, y quizá también antipalúdicas. ¿Dónde está esa mujer?
Se puso de pie. Y entonces él y Heidi salieron rápidamente en busca de la señora de las hierbas.
—Hoy, cuatro de enero —anunció el alto funcionario de Myanmar a las cámaras de televisión y a la multitud en el aeropuerto de Mandalay—, el pueblo unificado de Myanmar celebra con orgullo su Día de la Independencia, nuestra liberación en 1948 del dominio colonial británico. Hoy comeremos, celebraremos fiestas, presentaremos nuestros respetos en los templos y haremos ofrendas, además de tocar música y bailar con nuestros trajes tradicionales. Visitaremos nuestras pagodas más sagradas y los principales monumentos de nuestra hermosa tierra dorada. Hoy también damos la bienvenida, en el nuevo y moderno Aeropuerto Internacional de Mandalay, a nuestros honorables huéspedes de Estados Unidos, que se suman a nosotros en la búsqueda de sus compatriotas y sus familiares.
Un intérprete tradujo las palabras al inglés para Mary Ellen Brookhyser Feingold Fong y Dot Fletcher. Las dos mujeres estaban atónitas ante las dimensiones del gentío. ¿Realmente estaban allí por ellas todas aquellas cámaras de televisión? Mary Ellen desconfiaba, pero a Dot la conmovió el torrente de buenos deseos de las autoridades de Myanmar.
—Pronto —prosiguió el orador— esperamos celebrar su feliz reencuentro con sus familiares, que así podrán reanudar su visita a nuestro hermoso país.
El novio de Dot Fletcher estaba francamente impresionado.
—¡A ver quién puede superar ese discurso! —comentó Gus Larsen.
Saskia Hawley estaba feliz de que sus dos perros hubieran pasado por la aduana sin necesidad de cuarentena, ni un vistazo siquiera a sus certificados sanitarios.
—Son perros de búsqueda y rescate —le explicó al intérprete.
Y el viceministro de información exclamó:
—¡Búsqueda! Sí, eso es. Queremos que busquen ustedes por todo nuestro maravilloso país. Busquen por todas partes. Los ayudaremos.
Y diciendo esto, desplegó varios folletos de algunos de los lugares más espectaculares de Myanmar, en cada uno de los cuales había un equipo de televisión aguardando.