12

La supervivencia del más fuerte

Lo único seguro en época de gran incertidumbre es que la gente se comportará con gran fortaleza o con gran debilidad, y casi nada entre medias. Lo sé por experiencia. De hecho, recuerdo con total claridad un momento en que mi familia corrió peligro mortal y tuvo ante sí un futuro incierto. Se lo cuento a ustedes ahora, como ejemplo de que un solo incidente puede ser instructivo para el resto de la vida.

Corría el año 1949 y nos disponíamos a abandonar el hogar de nuestra familia en Shanghai, en vísperas de la victoria comunista. Ya he mencionado la locura que fue decidir lo que íbamos a llevar y arreglar nuestra salida. Sólo había sitio para nuestra familia, por lo que no pudimos llevar con nosotros a ninguno de nuestros sirvientes, lo cual fue terriblemente triste para todos nosotros, que además pudimos comprobar nuestra chocante ignorancia para valemos por nosotros mismos. La cocinera y la niñera de mis hermanos gemían incesantemente, diciendo que habían perdido su lugar en el mundo. Otros (los menos industriosos de nuestros sirvientes, como pude advertir) ya estaban haciendo planes para convertirse en poderosos proletarios bajo el nuevo régimen y, ensayando su nuevo carácter bravucón, nos decían a la cara que estaban impacientes por deshacerse de nosotros, «los burgueses parásitos de China», como ellos nos llamaban. Una despedida bastante odiosa.

Pero el sirviente al que recuerdo más vividamente de aquella noche es al portero, Luo, que había estado con nuestra familia toda su vida, lo mismo que su padre y su abuelo.

Al margen de la tradición, Luo era un tipo desagradable, aficionado al juego, a pasarse el día durmiendo y a visitar ciertas casas de té, pasatiempos que determinaban su desaparición a intervalos regulares. Mi madrastra decía también que era irrespetuoso con ella, pero eso lo decía prácticamente de todo el mundo, especialmente de mí.

Durante aquellas últimas horas, todos estábamos desconcertados. Mi padre mascullaba para sus adentros, incapaz de decidir qué libros llevaría. Al final no se llevó ninguno. Mis hermanos fingían aburrimiento, para disimular su terror. Mi madrastra, como ya he contado, tuvo una rabieta. En cuanto a mí, bueno, es difícil hablar con objetividad de uno mismo, pero yo diría que me movía como si estuviera en trance, sin emociones. Sólo el portero parecía conservar la calma. Pueden imaginar ustedes nuestra sorpresa, cuando en aquellas frenéticas horas de nuestra partida, el portero trabajó con amabilidad y eficacia y consiguió que tuviéramos las maletas hechas y que partiéramos bien abastecidos de provisiones para nuestro peligroso viaje. En lo que pareció un acceso de lealtad de último minuto, tuvo palabras de consuelo para cada uno de nosotros, expresiones de interés y manifestaciones de confianza en que los dioses nos protegerían. ¡Qué mal lo habíamos juzgado! Él también fue el único que tuvo la astucia de sacar el oro, la moneda extranjera y nuestras joyas de familia de las inadecuadas bolsas que habíamos disimulado entre nuestro equipaje, y coser todos los objetos de valor en el interior de mis muñecas, los forros de nuestras chaquetas y los dobladillos de nuestras faldas y pantalones, para que no fueran hallados. En el forro de mi abrigo, yo llevaba el broche de jade de mi madre, que había robado del tocador de Dulce Ma.

No nos preocupaban los ladrones, sino el Kuomintang, porque bajo pena de ser ejecutados por antipatrióticos, nos habían ordenado cambiar todos los lingotes de oro y la moneda extranjera por la nueva moneda china. Habíamos cambiado un poco para guardar las apariencias, pero conservábamos la mayor parte de nuestro oro y nuestros dólares. Hicimos bien, porque al poco tiempo la nueva moneda no valía nada. Pero allí estábamos nosotros, tratando de salir del país cargados de bienes antipatrióticos, lo que podía convertirse en instantánea sentencia de muerte. ¡Qué buen hombre era el portero Luo, que nos había ayudado a eludir la detección de las autoridades y a iniciar nuestra nueva vida con desahogo!

Pero nuestros peores temores se hicieron realidad y fuimos detenidos en el primer puesto de control, de camino a la costa. La policía del Kuomintang rodeó nuestro automóvil, y los agentes anunciaron que iban a registrarlo. Cuando abrieron nuestras maletas y nuestros cofres, bendecimos silenciosamente a nuestro portero, por su sagacidad al sacar de allí nuestros objetos de valor. Los agentes devolvieron el equipaje al maletero. A continuación, comenzaron a palpar los puños y el forro de nuestra ropa y a tirar de los dobladillos hasta descoserlos. De pronto, uno gritó que había encontrado algo y los demás empezaron a desgarrarnos la ropa. Yo temblaba con tanta fuerza que mis dientes parecían marcar un ritmo de claqué. Mis hermanos eran como fantasmas sin sangre ni emociones. Mi padre nos contemplaba con ojos que parecían despedirse de nosotros. Uno de los policías enseñó lo que había encontrado en mi abrigo. Yo contuve la respiración.

Después los oí reír. Sólo entonces supimos la verdad: el portero nos había salvado la vida, aunque no había sido su intención. Había cambiado el oro por pesas de plomo; los billetes extranjeros, por hojas recortadas de los libros de mi padre, y los diamantes sueltos, por grava. Al darme cuenta de que habíamos sido engañados y a la vez salvados, fue tal mi alegría que mis piernas cedieron bajo mi peso y caí al suelo, hecha un montoncito de felicidad. Ésa fue una de las pocas veces en las que perdí el sentido.

Como he dicho antes, en momentos de gran peligro, mucha gente revela sus defectos. Se vuelven tontamente confiados, como nos pasó a nosotros, o tontamente codiciosos, como le pasó al portero. Seis meses después, una prima que aún vivía en la rue Massenet nos escribió que Luo había sido ejecutado por ser demasiado rico. La noticia no nos alegró ni nos entristeció. Era simplemente el nuevo orden y cada uno tenía que ajustar su destino en consecuencia.

Era una lección que también mis amigos pronto aprenderían.

A la mañana siguiente, Marlena fue la última en levantarse. Su visión del gibón, la noche anterior, le había dejado el corazón palpitante y los nervios destrozados. Le pareció como si estuviera apartando densas nubes de su mente, mientras intentaba entender una conversación entre Bennie y Vera.

—Era un ciempiés y no un milpiés —oyó decir a Vera.

Los dos continuaron su intercambio de historias de insectos.

Al salir al claro, Marlena no vio el menor rastro del simio glotón de la noche anterior, pero se encontró con un curioso espectáculo: un hombre de la tribu pedaleando en una bicicleta fija, con tanta diligencia como si estuviera en un centro de fitness.

Heidi también se había levantado más tarde que los demás. Cuando volvió de la letrina en la selva, también advirtió al lajachitó montado en la bici. Al acercarse, vio que la bicicleta estaba conectada a la batería utilizada para hacer funcionar el televisor.

—¡Mira eso! —le dijo Moff desde atrás, causándole un sobresalto.

Moff saludó al ciclista inclinando levemente la cabeza y se acercó para examinar la instalación.

—¡Mira qué interesante! Eje estacionario. Fija en su sitio la parte posterior del cuadro, para que la rueda trasera gire contra los rodillos y genere fricción. Ahí tienes el volante, el embrague centrífugo, simple pero eficaz, y aquí, un motor corriente. Ingenioso. No he visto uno de estos motores desde la clase de ciencias de secundaria. El cable conecta con la batería de doce voltios. Y al lado, tienen la batería de repuesto.

Se puso delante de la bicicleta.

—Genial.

El hombre de la bicicleta sonrió al oír el tono admirativo.

—¿Por qué no lo conectan directamente al televisor —preguntó Heidi— y pedalean todo el tiempo que quieran mirar?

—No, no sería buena idea —dijo Moff—. Cualquier aumento de la velocidad y la fricción haría estallar las entrañas electrónicas del televisor. Los televisores son quisquillosos en ese sentido. Recargar la batería es mucho más conveniente, porque las baterías son más tolerantes a las variaciones. Además, con una batería de coche para almacenar la energía, puedes hacer funcionar todo tipo de cosas: televisores, lámparas, radios…

—¿Cómo sabes todo eso? —dijo ella, sonriendo.

Él se encogió de hombros, secretamente halagado.

—Soy un chico de campo, un pueblerino.

Me di cuenta de que le mantenía la mirada intencionadamente y de que persistió hasta que ella se dio por vencida con una risita azorada. Fue el hombre de la bicicleta quien rompió el encanto. Se deslizó del asiento e invitó a Moff a ocupar su lugar.

—Se me olvidó ir al gimnasio anoche —le dijo a Heidi mientras montaba en la bicicleta—, así que no importa si hago un poco de ejercicio esta mañana.

Y empezó a pedalear enérgicamente, como hacen los hombres cuando quieren demostrar su virilidad.

En medio del claro y hacia el frente del poblado, el fuego crepitaba en el fogón y una olla de sopa hervía a fuego lento, sobre una placa de metal confeccionada con la puerta de un coche siniestrado. Cerca de allí, sobre una bandeja, había una pila de arroz cocido y un montón más pequeño de vegetales del bosque. Iba a ser el desayuno. Esmé y Rupert lo contemplaban de pie, con expresión hambrienta en la cara sin lavar. Las cocineras, una mujer mayor y dos guapas jovencitas, les sonrieron y les dijeron en su dialecto:

—Sí, sí, ya sabemos que tenéis hambre. Ya casi está listo.

—¿Sabes qué? —le dijo Esmé a Rupert con tranquila discreción—. Mi madre y yo vimos un mono anoche. Era enorme.

Levantó los brazos por encima de la cabeza y se puso de puntillas, para parecer tan alta como pudo.

—No me lo creo —repuso Rupert.

—¡Sí que lo vi! —replicó Esmé, recuperando su altura original. En realidad, ella no había visto al mono; pero cuando su madre se lo describió, unos minutos antes, había sentido tal sensación de horror y fascinación al saber que el animal había estado tan cerca que fue como si lo hubiera experimentado personalmente.

—Pues yo vi un murciélago anoche —dijo Rupert. En realidad no había visto ningún murciélago, pero oyó un aleteo que le hizo pensar que quizá hubiese uno revoloteando.

—No me lo creo —dijo Esmé.

El resto de mis amigos circulaban por el poblado, ocupándose de sus rituales matutinos y haciendo cola para el desayuno. Tenían la ropa arrugada y el pelo aplastado en penachos y remolinos. Las cocineras distribuían cuencos de arroz, con una salsa hecha de harina de arroz, guisantes, cacahuetes en polvo, camarones secos, pimiento picante y hierba limonera, que acababa de traer Mancha Negra. Los primeros en ser servidos fueron los estimados huéspedes, mientras los residentes de Nada hacían cola detrás. Varias de las chicas más jóvenes soltaron una risita tímida al ver a Rupert y desviaron la vista cuando éste se volvió. Una mujer mayor lo agarró por el codo e intentó conducirlo hasta un asiento labrado en un tronco caído. Rupert sacudió la cabeza y se soltó, mascullando entre dientes:

—Esto ya empieza a ser molesto.

En realidad, se sentía halagado y algo turbado por tanta atención.

Bennie asumió su papel de director del grupo. Mientras los demás tomaban su desayuno, se acercó a Mancha Negra.

—Necesitamos su ayuda para poder marcharnos esta mañana —le dijo—, lo antes posible.

Mancha Negra negó con la cabeza.

—Ustedes no pudiendo irse.

—No me entiende —le dijo Bennie—. No podemos quedarnos más tiempo. Ahora que ya es de día, tenemos que ponernos en camino, aunque no esté nuestro guía.

Mancha Negra le habló con gesto apenado:

—Puente roto. Nosotros no pudiendo ir. Entonces ustedes no pudiendo ir tampoco. Mismo problema para ustedes, para mí, para todos.

Bennie se embarcó en una enmarañada conversación sobre quién podía reparar el puente y sobre lo que era posible intentar ahora que era de día. Mancha Negra no hacía más que sacudir la cabeza, y a Bennie le hubiese gustado agarrarlo por los hombros y zarandearlo. ¡Era tan pasivo! No tenía la menor iniciativa. ¡Demonios! ¡Si había un televisor en el poblado, tenía que haber una forma de salir!

—¿No pueden hacer otro puente? ¿Quién construyó el anterior?

Si la tribu hubiese necesitado un puente nuevo, podría haberlo construido en cuestión de horas. Pero Mancha Negra se limitó a negar con la cabeza.

—No posible hacer puente.

—¿Ya ha bajado alguien para ver si Walter ha regresado? Walter, nuestro guía. ¿Sabe a quién me refiero?

Mancha Negra pareció incómodo, porque estaba a punto de sugerir algo que no era cierto.

—Creo que él no está viniendo. Puente se fue abajo. Guía… creo que también guía se fue abajo.

Bennie se llevó las manos al pecho.

—¡Oh, no! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Mierda!

Cuando consiguió recuperar el aliento, dijo débilmente:

—¿Han mirado?

Mancha Negra asintió y replicó en tono uniforme:

—Nosotros mirando. No pudiendo hacer nada.

Lo que, en cierto modo, era verdad, porque no habían visto nada.

Bennie volvió con mis otros amigos.

—¿Sabéis lo que acaba de decirme el barquero? —dijo con voz temblorosa.

Los otros levantaron la vista.

—Walter ha muerto.

Durante un par de horas estuvieron lamentando la muerte de Walter.

—Cometió un solo error, ¡pero en todo lo demás era tan eficiente! —murmuró Heidi.

Marlena usó las palabras «dulce» y «galante». Moff dijo que había sido «elocuente y condenadamente listo». Bennie observó que Walter había sido un héroe, porque había caído, salvándolos a ellos de correr la misma suerte.

Dwight y Wyatt no sabían qué decir acerca del finado, por lo que regresaron al precipicio, para representarse exactamente lo sucedido. Esta vez, miraron con más atención. Calcularon la trayectoria que habría seguido un cuerpo que hubiera caído del centro del puente o de uno de sus extremos. Repasaron con mirada escrutadora las cornisas y el rocoso embudo que se abría debajo. Aplicaron la geometría pitagórica para sus trágicos cálculos y, al observar indicios de sangre, señalaron «el lugar del impacto»: un afilado saliente rocoso, con manchas oscuras de líquenes rojizos.

—Un solo golpe, y ya no te enteras de nada más —fue la conclusión de Wyatt.

—Esperemos que así haya sido —añadió Dwight.

Los hombres regresaron con su informe de campo. Walter estaba a un paso o dos de completar la travesía del puente, cuando… Dwight hizo chasquear los dedos. Debía de haber sido así. Una fracción de segundo después, todo había terminado. Así es como sucede. Casi no tienes tiempo de sorprenderte.

Bennie se puso a pensar en la sorpresa. Cuanto más hablaba el grupo más se desarrollaba en su mente un espectáculo de terror, cuyo protagonista no era Walter, sino él mismo, precipitándose, gritando, intentando aferrarse a la eternidad y sintiendo finalmente un colosal golpe seco, que le arrebataba la vida, como succionada por una aspiradora gigante. Le dolían los músculos. Toda aquella charla lo estaba poniendo enfermo. Se alejó para ir a sentarse solo en un tronco. De vez en cuando, dejaba escapar un suspiro, se rascaba la cara sin afeitar y aplastaba un mosquito. Se reprendió a sí mismo. Los problemas actuales del grupo eran culpa suya. ¿Hasta qué punto? No podía determinarlo. Pero él era el director de la expedición, y ésa era la horrible e inalterable realidad. ¿Cómo iba a hacer él para sacar al grupo del desastre? Se puso a contemplar el vacío, con los ojos y la mente en blanco por el agotamiento. Sin su aparato de presión positiva continua, había dormido muy mal. Su mayor problema es que no tenía sus medicamentos, los que tomaba para la depresión, la hipertensión, la ansiedad y, lo peor de todo, los ataques de epilepsia.

Hasta ese momento, yo ignoraba que padeciera epilepsia, y es que Bennie no se lo había contado a nadie. ¿Por qué iba a contarlo?, razonaba él. Las crisis estaban prácticamente controladas. Además, pensaba él, la gente estaba muy mal informada al respecto, y solía creer que todos los que padecían crisis epilépticas caían al suelo y sufrían convulsiones. La mayoría de las suyas, sin embargo, asumían la forma de extrañas distorsiones: percibía el hedor inexistente de un ratón putrefacto, o veía rayos cayendo en su dormitorio, o sentía que la habitación giraba sobre sí misma, lo cual le producía una sensación de euforia. Esos episodios eran ataques parciales simples y prácticamente no contaban, solía decirse Bennie, porque eran sumamente breves, de uno o dos minutos de duración, y porque en su mayor parte eran bastante agradables, como un viaje de ácido, sin el ácido.

Pero de vez en cuando, sufría otro tipo de crisis, un ataque parcial complejo. Empezaba con una sensación peculiar, como de olas que le subían por la garganta, que le producía pavor y náuseas. Después se sentía volar como en una montaña rusa, impulsado hacia adelante y a los lados, hasta atravesar los confines de su conciencia. Alguna gente le había dicho después que se le ponía cara de zombi y que jugueteaba insistentemente con los botones de la camisa, al tiempo que murmuraba «cuánto lo siento, cuánto lo siento». Al oír esas explicaciones, Bennie solía ruborizarse y decir:

—Oh, cuánto lo siento.

Más recientemente, el paseo en montaña rusa se había convertido en preludio de un ataque clásico de epilepsia. Solía sucederle cuando estaba cansado o cuando inadvertidamente olvidaba tomar la medicina. Desde que le habían aumentado la dosis, hacía más de un año, no había vuelto a tener un ataque realmente malo. Podía pasarse un día o dos sin tomar la medicina. Ese pensamiento lo devolvió al dilema original. ¿Cómo lo harían para salir de allí? ¿Qué pasaría si tenían que quedarse dos días más? No te pongas nervioso, se recordó a sí mismo. El estrés era lo que siempre le provocaba las crisis. Se preguntó si la tribu —jalachitó, lajachitó o como se llamara— tendría café. El café se cultivaba en las montañas, ¿no? Si no tomaba su ración diaria, hacia el mediodía estaría sufriendo una jaqueca irreductible. Y eso sí que sería estresante.

Heidi se sentó junto a Bennie en el tronco.

—¿Qué tal va eso?

Para ella, la noche había transcurrido sin incidentes. Le había encantado el capullo protector de su refugio de ratán trenzado, y también los ruidos de la jungla y la novedosa idea de estar viviendo una aventura y no una catástrofe. Había dormido profundamente, envuelta en repelente para insectos y en su manta de supervivencia, prueba de que había manejado bien la nueva situación. Ella era la más asombrada de todos. Estaba en medio de la jungla y allí no era preciso imaginar el peligro, ni temer que manifestara su espantoso rostro. El peligro era un hecho en un lugar sin cerrojos, ni luz, ni agua caliente, ni alarmas de incendios, en un hábitat que bullía de criaturas venenosas. Los demás… Bastaba ver sus rostros ojerosos y sus miradas que saltaban de un lugar a otro. Ahora se sentían como se había sentido ella en los últimos diez años. Estaban siempre en guardia, anticipándose a los peligros desconocidos, desconcertados y temerosos de lo que pudiera ocurrirles, mientras que ella había estado preparada. Se sentía —¿cómo podía describir la sensación?—, se sentía libre. Sí, estaba libre, había salido de una prisión invisible. Se sentía como en la época anterior al asesinato, cuando podía ir a cualquier parte y hacer cualquier cosa, sin pensar ni una vez en los riesgos ni en las consecuencias. Se sentía eufórica. Pero ¿duraría? En todo caso, razonó, tenía que seguir siendo prudente. No tenía sentido dejarse llevar por la embriaguez del momento hasta el punto de volverse estúpida. Buscó su mochila sacó un frasco de loción antibacteriana para las manos y se untó ambas palmas.

—¿Cuál es nuestro plan? —le preguntó a Vera, cuando la vio venir.

—Trazar un plan —respondió Vera.

Al cabo de menos de una hora, el grupo había debatido dos vías de acción. La primera era bajar abriéndose paso por la jungla, siguiendo el borde del barranco mientras fuera posible, hasta encontrar otro poblado. Pedirían prestado un machete y se llevarían a los barqueros, que necesitaban bajar tanto como ellos. Quizá también pudiera acompañarlos uno de los lajachitó, ya que conocían la jungla a la perfección. La idea les pareció razonable, hasta que Roxanne sacó a relucir la historia de un grupo que se había perdido en las Galápagos y había intentado volver de manera similar, sólo para ser hallados treinta o cuarenta años más tarde, con unas notas garabateadas atadas a los zapatos y convertidos en un montón de huesos dispersos y descoloridos. Wyatt añadió que una revista de aventuras había publicado recientemente un reportaje sobre dos tipos que se habían perdido en Perú y habían sobrevivido. Claro que ellos eran montañistas expertos, disponían de clavijas y sabían lanzarse en rápel por una cuerda.

El grupo decidió intentar hacer señales para que los rescataran, como primera vía de acción. Al menos, de ese modo no tendrían que arriesgar la vida. Sencillamente tenían que usar la inteligencia. Vaciaron las mochilas sobre una esterilla, en el claro. Naturalmente, Heidi era la que ofrecía más posibilidades. Tenía la linterna pequeña, con diez o veinte horas de luz. Marlena tenía la otra, y también había pilas de repuesto. Asombroso. Podían dirigir las linternas hacia el cielo, por la noche, cuando pasaran aviones sobre sus cabezas. La manta de supervivencia, con su brillo metálico, sería excelente para crear un destello que los tripulantes de los helicópteros de rescate pudieran ver. Pero ¿cómo iban a distinguir los aviones que pasaran volando, si casi no veían el cielo? ¿Y por qué iban a pensar los pilotos que eran ellos que hacían señales y no los insurgentes que les disparaban? Decidieron encender hogueras día y noche en el poblado, y alimentarlas con ramas verdes para crear grandes columnas de humo.

El grupo fue a hablar con Mancha Negra y le propuso que pidiera ayuda a la tribu para buscar más piedras y leña, con la convicción de que todos agradecerían el ingenio estadounidense. Pero en lugar de demostrar alegría, Mancha Negra pareció resignado. Tenía que contárselo:

—Ellos no pueden ayudar a ustedes. Cuando los soldados encontrando a ustedes, ellos encontrando también al pueblo karen —dijo—. Entonces ellos matando a nosotros.

Oh, no, le aseguraron mis amigos, nadie culparía a la tribu por la desaparición de los turistas. El puente se había caído. Eso saltaba a la vista. Y cuando los encontraran, lo primero que dirían ellos es que la tribu los había ayudado y les había ofrecido su hospitalidad. Quizá incluso consiguieran una bonificación de la agencia de turismo.

—Dígaselo a ellos —instaron a Mancha Negra.

—Ellos no están creyendo nada de eso —repuso Mancha Negra.

Una vez más, intentó explicar a sus huéspedes que había una razón para que aquella gente viviera en el lugar llamado Nada. Habían llegado para esconderse. Para los soldados del SLORC, eran como cabras, animales que cazar y descuartizar. Seguirían cazándolos, hasta que se hiciera realidad el sueño de uno de los cabecillas del SLORC: que el único karen que pudiera verse en Birmania estuviera disecado en el aparador de un museo.

—Eso es algo terrible de decir —convino Roxanne, aunque pensaba que la tribu, como otros muchos pueblos sin instrucción, interpretaba las cosas demasiado literalmente—, pero es una amenaza vacía. No podrían hacer una cosa semejante.

Mancha Negra se puso una mano sobre el pecho.

—Esto aquí vacío —dijo—. Todos vacíos. —El sudor le bañaba la cara—. Si los soldados encontrando a nosotros en Nada, nosotros gente muerta. Mejor que saltamos dentro de gran agujero en la tierra.

Hizo una pausa y decidió decirles por qué los había llevado allí:

—Nosotros no pudiendo ayudar a ustedes para irse. Nosotros estamos trayendo a ustedes para ayudar.

—Y lo haremos —dijo Vera—, si podemos salir de aquí…

—Este chico —la interrumpió Mancha Negra, mirando a Rupert—, él pudiendo ayudar a nosotros. Puede hacer a nosotros invisibles. Puede hacer a nosotros desapareciendo. Entonces el SLORC no puede encontrar a nosotros.

Mancha Negra añadió después una versión de lo que había oído decir a Rupert durante sus trucos de cartas:

—Ahora lo estamos viendo, ahora no lo estamos viendo.

Mis amigos se miraron entre sí. Moff le dijo la verdad:

—Era un truco de magia. Él no puede hacer desaparecer las cosas.

—¿Cómo lo sabe? —dijo Mancha Negra.

—Es mi hijo —respondió Moff.

Mancha Negra replicó:

—También es Hermano Menor Blanco de pueblo karen.

Mis amigos decidieron que no tenía sentido discutir con el barquero. Tendrían que encontrar por sí mismos la forma de salir de allí.

Esa noche, Rupert fue el primero en padecer escalofríos. Moff aplicó una mano sobre la frente de su hijo y susurró con una voz enronquecida que rozaba el pánico:

—Malaria.

Otros le siguieron a lo largo de los días siguientes: Wendy, Wyatt, Dwight, Roxanne, Bennie y Esmé, derribados uno a uno por estremecimientos que les sacudían los huesos y una fiebre que los hacía delirar. Los que aún no habían caído enfermos estaban ocupados atendiendo a sus compatriotas y ahuyentando frenéticamente a los zumbadores mosquitos, que ahora veían como mortales enemigos.

Pero no eran aquellas hembras de mosquito las que los habían infectado con Plasmodium. Los parásitos necesitan al menos una semana de incubación para salir del hígado. Siete días antes, estaban en China. Siete días antes, habían recibido la maldición del jefe de la minoría bai, en la montaña de la Campana de Piedra. Como les había dicho la señorita Rong antes de marcharse, el jefe había prometido que, en adelante, los problemas y las contrariedades los perseguirían a dondequiera que fuesen, por el resto de sus días. E incluso antes de que la señorita Rong los informara al respecto, ya se habían cumplido las palabras del jefe bai, porque en la primera parada para estirar las piernas, después de visitar las grutas, en el preciso instante en que mis amigos se apearon del autobús, una nube de mosquitos se precipitó sobre ellos para darse un festín con la carne prometida.

A lo largo de la noche, la tribu pasó junto a Rupert y escuchó sus delirantes peticiones de auxilio. Estaban doblemente preocupados. ¿Cómo era posible que estuviera tan enfermo el Hermano Menor Blanco? ¿Cómo podría hacerlos invulnerables a la muerte, cuando él mismo se estaba escurriendo de los bordes de la vida? Antes de que llegaran mucho más lejos con esa cháchara, la abuela de Botín y Rapiña zahirió a los desconfiados y a los descreídos. ¿No recordáis lo que nos ocurrió a nosotros, cuando Botín, Rapiña y yo nadamos por el río de la Muerte? En el combate con la muerte, descubres tu poder. En el combate, te deshaces de tu carne mortal, capa tras capa, hasta llegar a ser quien se supone que debes ser. Si mueres, significa que siempre has sido mortal. Si sobrevives, es que eres un dios. Así que no manifestéis en voz tan alta vuestras dudas, porque este dios podría despertar y levantarse. Y si oye vuestro parloteo veleidoso y provocativo, os pondrá en un lugar donde no haya hermosas doncellas, sino únicamente arrozales estériles. Cuando todos nosotros estemos listos para marcharnos, os obligará a quedaros aquí, en Nada.

Dos mujeres trajeron jarras de agua fría y mojaron unos paños. Se los pusieron al Hermano Menor Blanco en la coronilla y debajo de su cuello, donde palpitaba el pulso caliente. Después, la abuela de los gemelos intentó darle un tónico, pero Vera la detuvo. Examinó el cuenco y aspiró el fuerte olor de las hierbas amargas y el alcohol.

La abuela de los gemelos se lo explicó claramente: «Es todo muy bueno, todo puro, yo misma lo cocí y lo puse a fermentar. Esta infusión se hace con las hojas de un arbusto que crece en la selva. La primera vez que comimos esas hojas fue simplemente porque no teníamos nada más que comer. ¿Y sabe qué? Los que estaban enfermos se pusieron bien y los que estaban bien, nunca más se pusieron enfermos».

Por supuesto, Vera no entendió ni una palabra. Sacudió la cabeza y apartó el cuenco. Las mujeres trataron de persuadirla, pero ella se mantuvo firme.

—Nada de medicina vudú.

Entonces, las señoras de la jungla suspiraron y se llevaron el cuenco con la infusión especial que podía salvar una vida. «No importa —dijo la abuela de los gemelos. Esperarían a que la señora negra se durmiera—. Si sigue interfiriendo, le pondremos en la comida un poco de esa otra clase de hoja, y entonces cada noche dormirá un poco más. Hay que hacerlo. Si mueren aquí, sus espíritus verdes se quedarán varados en estos árboles. Y entonces nosotros nos quedaremos varados aquí, tratando de sacarlos».