11

Todos permanecieron unidos

El niño estaba rezando, pero no a una deidad budista, como podría haberse supuesto, sino al Dios cristiano, al Gran Dios, y a su emisario, el Hermano Menor Blanco, Señor de los Nats. La suya era una tribu renegada, que no tenía una religión ortodoxa, pero había generado un panteón propio en el transcurso del último siglo. Así pues, sus miembros creían en los nats, las brujas y los espíritus verdes, como malhechores y portadores de desgracias. Adoraban al Señor de la Tierra y el Agua: «Señor, lamentamos haber tenido que talar los árboles jóvenes, pero te suplicamos que no permitas que la tierra fértil y los cultivos se escurran por la ladera». Habían dado gracias a la Abuela de las Cosechas, cuando aún tenían campos: «Te rogamos que nos mandes buena lluvia, buen arroz, ningún insecto picador y pocas malezas pegajosas».

También creían en el Hermano Menor Blanco, que formaba parte de su mitología desde hacía cientos de años. Antaño habían tenido una escritura elegante, y no los garabatos semejantes a huellas de pollo que algunos utilizaban ahora. Sus historias estaban contenidas en los tres libros de los Escritos Importantes. En esos escritos residía su fuerza y su protección contra las fuerzas del mal. Se decía que los libros habían quedado bajo la custodia de dos hermanos celestiales, pero distraídos, que los habían perdido, dejándolos en un sitio donde fueron devorados por las fieras salvajes o por las llamas de un fogón. Estaba vaticinado que algún día el Hermano Menor Blanco regresaría con una copia de los Escritos Importantes, que devolvería a la tribu su poder.

Como pueden imaginar, los misioneros que fueron llegando a lo largo de los años encontraron una congregación ansiosa por aceptar a Jesús y estudiar la Biblia. La tribu confundía a cada uno de los pastores con el Hermano Menor Blanco. Tal como hacía con Buda, la tribu llevaba ofrendas al Gran Dios para ganar mérito; de ese modo, también los misioneros ganaban mérito y se sentían felices. La tribu apreciaba por encima de todo el consenso y el respeto mutuo. Cuando un pastor moría (como habían muerto muchos, de malaria, de fiebre tifoidea o de disentería), la tribu esperaba pacientemente su regreso bajo la forma del Reencarnado. En 1892, se instaló entre los karen el que sería el más influyente de los Hermanos Menores Blancos.

Había nacido en Inglaterra, como un niño corriente, y se llamaba Edgar Seraphineas Andrews. El extraño segundo nombre se lo debía a su madre, que estaba segura de haber muerto mientras le estaba dando a luz y de haber sido devuelta milagrosamente a las orillas de la vida por un ángel de grandes alas, que la había enganchado por el cuello y la había arrancado de las frías garras de la muerte. Ése era el serafín. El resto de su nombre le venía de su padre, Edgar Phineas Andrews. Su familia no tenía título nobiliario, pero poseía una enorme fortuna. En sus primeros tiempos, Andrews padre había destacado por su encanto, el prodigioso brillo de su conversación y su esplendidez. Con el apoyo de su esposa, solía invitar a batallones de huéspedes, para celebrar semanas enteras de divertidas fiestas, en las que todos se vestían con los extravagantes trajes de los nativos de cualquiera de las colonias que hubiese sido elegida como tema del festejo. Sin embargo, con el paso de los años, su brillo social se fue eclipsando al mismo ritmo que su cuenta bancaria. Embarcado en un negocio especulativo, sufrió un revés devastador. Se acabaron los bailes de disfraces llenos de risas, y también las risas, pues ya no quedaban sirvientes que se ocuparan de prepararlas, mantenerlas y eliminarlas. No quedo ni un mayordomo, ni un mozo, ni una cocinera, ni una doncella, ni un jardinero, ni un palafrenero. Matilda Andrews cayó en un perpetuo estado de mortificación y se pasaba el día entero en sus habitaciones, hablando con las esposas de los dignatarios en los espejos. El joven Seraphineas se encerró en sí mismo y se dedicó a leer. Leía libros de magia, pues para él la magia era el arte de birlarle el dinero a los ricos tontos. Ensayó muchos de sus trucos con su padre, un sujeto muy adecuado, como él mismo se había encargado de demostrar.

En 1882, Phineas Andrews fue invitado a Rangún por un viejo y leal amigo suyo, un capitán del Raj británico, que lo animó a ser testigo del coraje de los soldados que servían a su majestad en las junglas salvajes de Birmania. Phineas se enamoró a primera vista de Birmania y de sus porches, de sus días perezosos, sus palanquines y su cortés deferencia hacia los británicos. Fundó un pequeño negocio de exportación de abanicos de plumas, confeccionados con la maravillosa variedad de aves de esa tierra tropical. Al poco tiempo, su negocio ya abarcaba otros lujos exóticos: taburetes de patas de elefante, lámparas de monos disecados, alfombras de piel de tigre y tambores fabricados con los cuencos de dos cráneos humanos, que producían un sonido diferente de cualquier otro. Muchos artículos se quedaban sin vender, pero el margen de ganancias era suficiente para que Phineas volviera a ser un hombre acaudalado. En aquella pequeña sociedad, la familia Andrews no tardó en ser elevada a la categoría de los grandes personajes. Tenían veinte sirvientes (podrían haber tenido cien, de haberlo querido) y vivían en una casa con un número tan enorme de habitaciones y jardines que la mayoría no cumplían ninguna función.

Phineas no era mala persona, sino únicamente disoluto e inepto. Pero el menor de sus tres hijos era «la piel del diablo», según lo definiría más tarde uno de sus estafados. Todos los encantos que había tenido su padre para organizar recepciones, Seraphineas los utilizaba para sacar provecho de la gente. Mientras que el padre solía convencer a los invitados de sus fiestas de que era el jeque de Arabia, el hijo era capaz de convencer a los miles de miembros de una tribu de que era el Todopoderoso Señor de los Nats.

Habiendo pasado buena parte de su infancia en Birmania, Seraphineas Andrews sentía inclinación por el libertinaje en dos culturas. Se habituó a fornicar con señoras de vida ligera, a seducir a las casadas, a fumar opio y a beber absenta. En Mandalay, aprendió a hacer trucos observando a ilusionistas de todas las nacionalidades y pelajes, y pronto fue capaz de enredar incluso a los tahúres más experimentados. Hallaba su oportunidad en las milésimas de segundo entre un movimiento y otro, y conocía el poder de la distracción psicológica y las cortinas de humo verbales. Lo que su padre había perdido por culpa de la especulación él lo recuperó con creces mediante la manipulación. Las reservas de gente crédula en el mundo eran fantásticamente inagotables.

Seraphineas Andrews tenía por costumbre determinar rápidamente las creencias religiosas, místicas y supersticiosas de la gente, pues había descubierto que las ilusiones ajenas añadían interesantes giros a sus trucos de ilusionismo. A veces daba golpes sobre una Biblia, para pedirle a Dios que colocara la carta adecuada en la mano de la víctima. Otras veces hacía desaparecer un reloj del bolsillo de un caballero, para luego hacerlo aparecer en la mano de Buda. Cuantas más creencias tenía la gente más fácil resultaba engañarla.

Un día, estaba realizando su repertorio habitual de trucos, con un mazo de cartas en una mano y una Biblia en la otra. Apoyó la Biblia en la mesa, la abrió por los Salmos y, mientras barajaba e instaba a Dios a manifestarse ante los descreídos, una exhalación de su propio aliento hizo que varias páginas se levantaran y se volvieran. No lo había hecho deliberadamente, pero al instante, dos docenas de nuevos creyentes sintieron la mano de Dios que los agarraba por el cuello.

A partir de entonces, Seraphineas Andrews practicó y perfeccionó un truco al que llamaba «el Aliento de Dios». Al principio, era capaz de volver una sola de las finas páginas de la Biblia desde unos treinta centímetros de distancia. Después aumentó la distancia al doble y aprendió a exhalar el aire por la comisura de la boca, sin el menor signo de estar hinchando las mejillas o redondeando los labios. Con el tiempo, podía estar hablando y, entre palabra y palabra, dirigir el aire hacia atrás y pasar las páginas de la Biblia, desde el Viejo hasta el Nuevo Testamento, a metro y medio de distancia.

Había descubierto que cambiar las creencias de las personas le resultaba embriagador, mucho más gratificante que realizar trucos que sólo suscitaban un pasmo momentáneo. Durante un tiempo, consiguió convencer a una serie de jóvenes damas de que era la voluntad de Dios que le concedieran sus favores íntimos, y que podían hacerlo sin pagar precio alguno, porque Dios, como ya verían, les devolvería la pureza en cuanto hubiesen entregado su don. De ahí pasó a engatusar a viudas dolientes, quitándoles el dinero del banco, a cambio de una reunión con sus maridos fallecidos, que enviaban saludos y se despedían a través de las páginas movedizas. Después tuvo una banda de muchachos que obedecían sus órdenes, desde atracar bancos hasta matar a puñaladas a un hombre que había amenazado con delatarlo como impostor. Cuando los amigos del difunto empezaron a investigar, el retorcido dedo del destino señaló a Seraphineas Andrews, que huyó a la jungla birmana.

Seraphineas Andrews conocía el mito del Hermano Menor Blanco y se daba la afortunada coincidencia de que a él lo consideraban blanco. Así pues, en un animado día de mercado, Andrews instaló una iglesia improvisada. Abrió una mesa plegable, colocó una pila de doce naipes en un extremo y una Biblia abierta en el otro.

—En vuestras aldeas —entonó— tenéis muchos nats, que sólo buscan perjudicaros y haceros daño.

Con un golpe seco de un solo dedo, abrió las cartas en abanico.

—Aquí he captado sus imágenes —añadió.

La multitud contempló los rostros: el Rey de Picas, la Dama de Picas, el Hijo del Rey de Picas… Después, Andrews invocó al Padre Eterno y a Jesús Nuestro Señor, para que lo reconocieran como el Hermano Menor Blanco, que había llegado para librar del mal a aquellas almas.

—¡Enviadme una señal de que soy el elegido para dirigir al Ejército del Señor!

Levantó la vista al cielo. Las páginas se estremecieron y se quedaron inmóviles, pero en seguida empezaron a pasar a toda velocidad.

Había otro signo que Seraphineas Andrews solía utilizar. Localizaba al más bravucón de los hombres del público y le pedía que escogiera una carta de un mazo de cincuenta y dos. La carta elegida era siempre el rey de tréboles, una de las coloridas cartas que representaban a un nat. Después, le pedía que eligiera otra carta, que invariablemente era el dos de diamantes. Le indicaba a continuación que ocultara esta última carta detrás de su espalda, en el turbante, bajo uno de sus zapatos o donde quisiera. Entonces, Seraphineas deslizaba el rey de tréboles entre el resto de las cartas y barajaba el mazo. Después, le daba un golpe a la carta superior y le pedía al hombre que le diera la vuelta. Invariablemente, el dos de diamantes que el hombre supuestamente había ocultado aparecía allí, mientras que la carta oculta resultaba ser la del nat. Seraphineas Andrews preguntaba entonces a la multitud:

—¿Creéis ahora que soy el Señor de los Nats, al que todos los nats obedecen?

Y las páginas de la Biblia abierta empezaban a pasar una tras otra, exigiendo una respuesta.

Pronto el Señor de los Nats tuvo una congregación en rápido crecimiento. Sus seguidores se hacían llamar el Ejército del Señor, un subgrupo de los karen que eran a la vez sus hijos amados y sus soldados en la batalla. Sus doctrinas contenían la combinación exacta de elementos para mantener bajo el más absoluto control a un pueblo oprimido: miedo a la exclusión, normas estrictas de obediencia, castigos severos para todos aquellos que dudaran, banquetes rituales, manifestación de milagros y promesa de inmortalidad en un Reino de Arrozales Eternos. En pocos años, la grey de Seraphineas Andrews sumó millares de fieles, reforzada por los numerosos «hijos del Señor de los Nats», el centenar aproximado de bebés concebidos por Seraphineas Andrews y sus dos docenas de esposas perpetuamente vírgenes.

Si algo bueno puede decirse de Seraphineas Andrews es que construyó escuelas y hospitales. Permitió que sus hijas y, con el tiempo, todas las niñas asistieran a la escuela, para aprender a leer, escribir y sumar. La enseñanza era una mezcla variopinta, una colisión entre el inglés y el birmano, pero no se pueden negar las bondades de la educación, aunque se imparta en un idioma híbrido.

Hay otro misterio relacionado con Seraphineas, que nunca se ha despejado con un mínimo grado de certeza. Se refiere a un libro escrito en tono ingenioso y corrosivo, publicado en Estados Unidos por un tal S. W. Erdnase y titulado Artificios, artimañas y subterfugios con las cartas, que evidentemente era obra de una mente cultivada. Nadie ha podido determinar la identidad de S. W. Erdnase, pero algunos han señalado que «S. W. Erdnase» es «E. S. Andrews» leído al revés.

Como resultado de sus estafas o sus derechos de autor, Seraphineas disponía de dinero para comprar mercancías en Norteamérica, que un amigo le expedía a Birmania. Todos los años llegaban grandes cajas de madera con libros de texto, pizarras, medicinas y nuevas provisiones de sus comidas favoritas. También había vestidos blancos con adornos de pasamanería para sus esposas vírgenes, así como las últimas novedades de la moda para su guardarropa, todo en blanco marfil: camisas de hilo, americanas, chalecos, corbatines y un sombrero panamá. Los botines de cabritilla siempre eran negros. El bastón era de ébano y oro, con mango incrustado de marfil.

Un día, estando de picnic con varias de sus esposas favoritas y varios de sus hijos, se adentró en la jungla y nunca más regresó para terminarse la merienda. Al principio, nadie se preocupó demasiado. El Señor de los Nats tenía el poder de la invisibilidad. Con frecuencia desaparecía, cuando los soldados del Raj británico acudían para arrestarlo por estafa y asesinato. Incluso había concedido parte de sus poderes de invisibilidad a sus hijos, pero esa vez pasaron demasiadas horas, las horas se convirtieron en días y los días en semanas y en meses. Nunca se encontró el menor rastro de él, ni un jirón de su ropa, ni un zapato, ni un hueso, ni un diente. Los Escritos Importantes también desaparecieron. En años posteriores, cuando llegó el momento de ampliar los mitos, varios de sus seguidores recordaron haberlo visto volando junto a blancas aves angélicas, en dirección a la Tierra Más Allá del Último Valle, hacia el Reino de la Muerte, a cuyo soberano iba a doblegar. Pero regresaría, decían los fieles, no había nada que temer, porque así lo aseguraba el libro de los Escritos Importantes. Y cuando regresara, lo reconocerían por los tres Signos Sagrados, fueran cuales fuesen esos signos.

Aunque muchos misioneros habían llegado y partido hasta entonces, la influencia de Seraphineas Andrews fue la que prevaleció en este subgrupo de los karen. Sus prosélitos siguieron siendo conocidos como «el Ejército del Señor», pero sus auténticos descendientes eran pocos, ya que la mayoría habían sido asesinados durante las épocas de revuelta. Los gemelos de cabello cobrizo eran dos de los que quedaban, del linaje del Señor de los Nats y su Más-Más Favorita Concubina, muy superior en rango a la Más Favorita Concubina y algo menos importante que la Más-Más Apreciada Esposa. Así lo explicaba la abuela de los gemelos, que no pertenecía a la línea paterna y no era, por tanto, de estirpe divina. Pero había sido ella quien bautizó con el nombre de «Botín» al niño y de «Rapiña» a la niña, palabras occidentales que aludían a la acción y el efecto de «obtener bienes de gran valor durante una guerra». Así evitaba ella que los niños se convirtieran precisamente en eso, según explicó a la tribu y al Hermano Menor Blanco.

—Todos reconocieron que Botín y Rapiña eran divinidades —contó la abuela—. Hubo tres signos…

»El primero fue su doble nacimiento con salud, en tiempos de penuria. Aquéllos fueron largos días de hambre; pero en el preciso instante en que ellos dos vinieron al mundo, un pájaro grande y jugoso cayó del cielo (borracho de fruta fermentada) y aterrizó cabeza abajo y patas arriba, justo dentro del fogón. No hubo más que sacarlo, sacudirle la ceniza y meterlo en la olla.

»Ni una sola lágrima, ése fue el segundo signo. Los gemelos no han llorado nunca. ¿Cómo es que los dioses no necesitan llorar? Eso no lo sé. Pero ellos no han llorado nunca. Ni cuando eran bebés. Ni cuando han tenido hambre. Ni cuando se han caído y se han roto la nariz o un dedo del pie. Ni cuando murió su padre, ni cuando murió su madre. Habría sido muy extraño en cualquier otra persona, pero no cuando eres una divinidad.

»Pero la mayor prueba se manifestó cuando vinieron los soldados y nos persiguieron hasta el río. Fue hace tres años, cuando aún vivíamos en el extremo sur del estado Karenni, al sur de donde estamos ahora, antes de que volviéramos al hogar del Hermano Menor Blanco. En aquella época, vivíamos en la llanura. Allá abajo estaban construyendo el gran oleoducto hacia Tailandia, y muchas aldeas estaban siendo incendiadas, para dejarle sitio. Mi marido, que era nuestro jefe, nos dijo que el ejército del SLORC no sólo quemaría nuestras casas, sino que nos obligaría a trabajar en el oleoducto. Sabíamos lo que les pasaba a los que trabajaban en la obra: pasaban hambre, los azotaban, enfermaban y morían. Entonces, trazamos un plan. Nos negaríamos a ir, ése era el plan. Nos llevaríamos a la montaña y a lo más profundo de la jungla nuestras mejores cosas: nuestros utensilios de cocina, nuestros útiles de labranza… Y dejaríamos solamente unos pocos trastos, para hacerlos creer que íbamos a regresar.

»Nosotros, agricultores de la llanura, nos fuimos a vivir a la jungla como las tribus de las montañas. Nos instalamos junto a un río y aprendimos a nadar en el agua lenta y verde. Nos bañábamos todos los días en la corriente y el agua nunca era profunda. Habíamos preparado otro plan: si venían los soldados, saltaríamos al río para escapar. Pero el día en que llegaron los soldados, el río corría como un demonio trastornado. Era la estación del monzón. Aun así, huimos hacia el agua cuando los soldados vinieron por nosotros. Yo cogí a Botín y a Rapiña, y el río nos cogió a nosotros, y ya no hubo tiempo para distinguir lo que estaba arriba de lo que estaba abajo, mientras íbamos rodando.

»Algunos de los aldeanos agitaban los brazos, otros chapoteaban y yo me aferraba al borde de un jergón de bambú, que era donde Botín y Rapiña iban sentados. ¿De dónde sacamos ese jergón? En ese momento no me lo pregunté, ni lo había hecho hasta ahora, pero ahora os digo que el Gran Dios debió de dárselo a Botín y a Rapiña, pues no había ninguna razón para que me lo diera a mí.

»Así pues, Botín y Rapiña iban montados en su jergón, y yo iba agarrada a un borde, un simple pellizco del borde, poniendo mucho cuidado para que no volcaran. Yo veía a toda la aldea moviéndose por el río como un solo hombre, y entonces tuve una visión, o quizá fuera un recuerdo. Nos vi a todos en el campo, el primer día de la cosecha, que no había quedado muy atrás, ni tampoco estaba muy lejano en el futuro. En aquel campo también agitábamos los brazos, moviéndonos entre oleadas de cereal maduro. Nos movíamos como una unidad, porque éramos el campo y éramos el cereal, así es como lo recordaba yo. Pero allí estábamos de nuevo, toda nuestra aldea, nuestro jefe, mi familia y las caras tan queridas de las chicas que habían batido conmigo el arroz desde la época en que vestíamos los más diminutos vestiditos blancos. Ahora estaban batiendo el agua blanca a mi lado, para mantener las cabezas a flote.

»Esas queridas chicas y yo vimos a los soldados verdes correr por la ribera. ¡Qué enfadados estaban de que hubiésemos escapado! Habíamos saltado al río y les habíamos arruinado la diversión. Ahora iban a tener que esperarse a otro día. Me dio mucha risa, y a las chicas también. Se les arrugaron los ojos en una sonrisa. Sobre sus viejas caras había un velo de agua de un brillo maravilloso, que fluía desde la coronilla, bajaba por los ojos y caía en la copa de la boca abierta y feliz. Con esos velos brillantes, mis viejas hermanas volvían a tener caras jóvenes, como la primera vez que nos pusimos los chales de campanitas. Fue para el funeral de uno de nuestros mayores, que era viejo, viejísimo. Las chicas caminábamos alrededor del difunto, fingiendo dolor y sacudiendo los flecos del chal para hacer sonar los cascabeles. Los chicos caminaban en sentido contrario, tratando de robarnos una sonrisa y contando las que conseguían. ¡Cuánto nos alegrábamos de que aquel viejo viejísimo finalmente hubiese tenido la sensatez de morirse!

»Antes de que nos diéramos cuenta, los años habían pasado y allí estábamos nosotras, en el agua endemoniada, con más de cincuenta años la misma edad que el muerto. Y los chicos corrían ahora por la ribera, con sus feos uniformes verdes. Los vimos apuntar contra nosotras las narices de sus fusiles. ¿Por qué lo hacían? Cada nariz estornudaba un poco, así arriba y abajo, arriba y abajo, pero sin ningún sonido. Ningún estallido ningún silbido, sólo un velo de agua que se volvía rojo, y luego otro, y yo que no salía de mi asombro. ¿Por qué no se oía ningún ruido? Ningún paf-paf. Mis hermanas temblaban, tratando de conservar el espíritu dentro del cuerpo, y yo intentaba agarrarlas para que resistieran; pero de pronto, después de hacer un gran esfuerzo, se quedaron inertes, asimismo.

»Cuando recobré el sentido, vi que los gemelos y su jergón ya no estaban. Aparté de un empujón a mis pobres hermanas, para ver si Botín y Rapiña estaban debajo. Los soldados todavía nos apuntaban con sus fusiles. A mi alrededor, la gente de la aldea agitaba los brazos en el agua, pero no para alejarse, sino para llegar cuanto antes a la orilla. Quizá mi marido les había dicho que lo hicieran. Todo el mundo escucha al jefe y nadie discute. Quizá les había dicho: «Trabajaremos en el oleoducto y ya pensaremos en otro plan más adelante». Dijera lo que dijese, yo los vi subiendo a la orilla. Permanecían unidos, porque así somos nosotros. Yo también lo habría hecho, pero antes tenía que encontrar a Botín y Rapiña. El Gran Dios me había dicho que tenía que hacerlo.

»Así que me quedé en el agua, respetando la voluntad del Gran Dios, contra la mía propia. Sólo un soldado apuntó contra mí la nariz de su fusil, pero era muy joven, y en lugar de un estornudo pequeño, su arma soltó un estornudo enorme, de manera que sólo pudo disparar contra el cielo. Vi que nuestra aldea ya estaba en llamas. La techumbre de las casas se estaba quemando, y también los cobertizos del arroz, que desprendían una humareda negra. Vi a mi familia y a los otros aldeanos arrastrándose a gatas hacia los soldados. Estaban mi marido, mi hija, mi yerno, mi otra hija, los cuatro hijos varones de mi hermana, la que batía el arroz, y su marido, que todavía miraba atrás, buscándola. Vi que algunos caían al suelo de cara. Pensé que los habrían derribado de una patada. Uno a uno fueron cayendo y por cada uno gritaba yo un ¡ay! Uno a uno, los iba dejando atrás. Y aunque hubiese intentado volver nadando, la corriente era demasiado fuerte y me arrastraba como a una barca vacía.

»Pensé en dejarme caer al fondo del río. Pero entonces los oí, a Botín y a Rapiña. Reían como los cascabeles de los chales. Estaban todavía sobre el jergón, dando vueltas en un remolino. Cuando los alcancé y los hube revisado un par de veces para asegurarme de que no tuvieran agujeros, me puse a llorar y a llorar, porque me sentía muy feliz, y después seguí llorando y llorando, porque me sentía muy triste.

»Ese día supe que Botín y Rapiña tenían el poder de resistir las balas y también el de desaparecer. Por eso los soldados no los vieron. Por eso todavía están aquí. Son divinidades, descendientes del Hermano Menor Blanco, que también sabía desaparecer. Claro que como Botín y Rapiña todavía son niños y, además, bastante traviesos, suelen desaparecer cuando menos lo quiero. Pero ahora que el Hermano Menor Blanco ha venido, puede enseñarles a desaparecer como es debido. Ya va siendo hora de que aprendan.

»¿Por qué sigo yo aquí? Yo no tengo poderes divinos. Eso no es para mí. Creo que el Gran Dios me salvó para que pudiera cuidar a Botín y a Rapiña, y eso es lo que hago. Nunca les quito la vista de encima.

»También quería que yo viviera para que contara esta historia. Si no estuviera yo para contarla, ¿quién lo haría? ¿Y quién la conocería entonces? Ya he pasado la edad en que casi todos se marchan, lo cual es otra prueba de la voluntad del Gran Dios. Me ha pedido que diera testimonio de lo que sé, pero sólo de las partes importantes, y no de todo eso de las chicas y lo guapas que estaban. Pero eso es lo que recuerdo, eso, y que no se oía ningún sonido. ¿Por qué no había sonidos?

»La parte importante que se supone que tengo que contar es todo lo que no vi, lo que sucedió después de que me llevó el río. Lo que ahora sé es que a algunos les dispararon nada más llegar a la orilla. A otros les ataron las manos a la espalda, les echaron pimientos picantes en los ojos, les taparon la cabeza con bolsas de plástico y los dejaron al sol. A muchos los golpearon con los fusiles y con nuestros propios útiles de labranza. A los demás, que no hacían más que llorar, les gritaban: «¿Dónde habéis escondido los fusiles? ¿Quién es el jefe del ejército karen?». Cogieron a un hombre y le cortaron las dos manos y todos los dedos de los pies. Colgaban a los bebés para hacer hablar a los padres. Pero no los llevamos a donde estaban los fusiles. Nadie lo hizo. ¿Cómo podríamos haberlo hecho? No teníamos fusiles. Entonces, un soldado le enseñó su fusil a un hombre, le disparó y lo mató. Mataron a tiros a todos los hombres que aún vivían. No puedo decir lo que les hicieron a los bebés, porque son palabras que no quieren salir de mi garganta. En cuanto a las mujeres y a las niñas, incluso a las que tenían nueve o diez años, los soldados se las quedaron durante dos días. Las violaron, también a las viejas, daba igual que fueran viejas o jóvenes, seis hombres por cada chica, toda la noche, todo el día. Los gritos no cesaron ni por un momento en esos dos días. Los soldados las llamaban cerdas, las perforaban como cerdas, les decían que gritaban como cerdas y que sangraban como cerdas. A las que se resistían, les cortaban los pechos. Algunas chicas murieron desangradas. A las que sobrevivían, cuando ya estaban usadas, los soldados las mataban a tiros. A todas, menos a una. Ella rezó y rezó para que hubiera una forma de seguir viviendo, incluso cuando los soldados se estaban aprovechando de ella. Y el Gran Dios escuchó sus plegarias. Mientras los soldados la estaban usando, ella se desmayó, y los soldados la dejaron tirada en un rincón. Cuando volvió en sí, vio que estaban ocupados con otra chica, y entonces se alejó arrastrándose y huyó corriendo a la jungla. Muchos días después, encontró otra aldea y contó lo sucedido. Cuando terminó, empezó de nuevo. No podía parar de hablar. No podía parar de llorar ni de temblar. Las lágrimas le siguieron manando, como la lluvia del monzón, hasta que agotó toda el agua que tenía en el cuerpo y murió.

»Yo no estaba ahí para ver nada de eso, pero se supone que tengo que contar estas cosas. Y si no tengo tiempo para decir todo mi testimonio, entonces lo importante es saber que sólo quedamos vivos Botín, Rapiña y yo, y que ciento cinco personas de mi aldea murieron. Ésa es la única razón por la que el Gran Dios no me dejó que permaneciera con ellos, para que estuviera hoy aquí y pudiera contaros todas estas cosas, para que las recordéis y para que podamos escribirlas, ahora que el Hermano Menor Blanco ha traído de vuelta los Escritos Importantes.

En cuanto la anciana abuela hubo terminado su testimonio, el niño gemelo Botín comenzó a salmodiar en su lengua:

—Queridos Gran Dios y Hermano Mayor Jesús, hoy nos libráis del mal. Nos habéis enviado a vuestro mensajero, el Hermano Menor Blanco, Señor de los Nats. Nos habéis enviado un guerrero para la victoria. Nos habéis traído a vuestras tropas, ¡hombres y mujeres robustos! ¡Contadlos! Nos enviáis comida, excelente comida para nutrir nuestros cuerpos, comida para hacer frente a vuestros enemigos y luchar con cuerpos que no pueden ser perforados por las balas, ni los cuchillos, ni las flechas. Hacednos invisibles. Dadnos la victoria contra el ejército del SLORC. Rezamos también por los nats, mantenedlos en calma. Rezamos por nuestros hermanos y nuestras hermanas, que murieron de la muerte verde después de ser bautizados en el torrente. Porque vuestros son el poder y la gloria…

A mis amigos les sonó como un rap.

Intervino entonces Rapiña, con una plegaria en una especie de inglés litúrgico:

Carido Padre del Cielo, Gran Dios y Manomayó Jesús, os rezamos para que el Gran Señor de los Nats nos salve de la muele vede. No nos dejéis morir en la flor de la edad, como a nuestro pade y nuestra made antes que nosotros, como a nuestros hemanos y hemanas antes que nosotros, como a nuestros tíos y tías antes que nosotros, como a nuestros pimos y amigos antes que nosotros. Potegednos para no caer en manos enemigas o en manos de los nats que traen la muete vede. Cuando nuestros amigos y enemigos estén muetos, tenedlos en vuestra gloria. Potegednos.

Los dos niños cerraron los ojos y parecieron quedarse dormidos, aun de pie.

—¿Qué demonios habrá dicho? —le susurró Dwight a Roxanne—. Casi parecía inglés. ¿Has entendido algo?

Roxanne negó con la cabeza y replicó:

—Nada, aparte de no sé qué del Gran Dios y de un yoyó.

Los habitantes de Nada hicieron circular entonces un plato de madera lleno de semillas, que fue primero para los gemelos y después para el resto, y cada uno cogió una semilla, tragándola como si fuera la sagrada forma. Mis amigos, educadamente, también tomaron una cada uno.

Finalizado el ritual, la abuela de los gemelos se acercó a Rupert, llevando en las manos una sencilla túnica larga, de tela azul cielo con motivos en zigzag en el entramado. La anciana se inclinó y masculló algo en karen, suplicándole que aceptara el humilde obsequio, símbolo de la fidelidad que había demostrado al regresar. Las chicas que había alrededor de Rupert rieron tímidamente, cubriéndose la boca con las manos.

—Toma tú —le dijo a Rupert en inglés.

Rupert levantó las manos y se encogió de hombros.

—No tengo dinero —dijo.

Antes muerto que regatear por un vestido. Cuando la abuela le insistió una vez más para que aceptara el regalo, Rupert se volvió los bolsillos del revés.

—¿Lo ve? No tengo dinero. Se lo juro.

Lo único que llevaba encima era el mazo de cartas que le habían regalado en el vuelo desde China. Lo enseñó como prueba de que no llevaba nada de valor.

Al instante, la gente que tenía delante cayó de rodillas en actitud reverente.

—¡Por favor! —le dijo Moff a su hijo—. Te lo están suplicando. Es un regalo de Navidad. Sé amable y cógelo.

—Cógelo tú —replicó Rupert.

Pero cuando Moff se disponía a aceptar la túnica, Rapiña exclamó:

—No, no. ¡Él! ¡Toma él!

Mientras la niña se encaminaba hacia Rupert, Moff le susurraba enérgicamente a su hijo, a través de los dientes apretados, que aceptara de una vez el condenado vestido y acabara con la historia. En cuanto Rupert hubo aceptado el indeseado obsequio, la gente se puso en pie y los gemelos avanzaron furtivamente hasta situarse a su lado.

Botín le dio un golpecito en la mano que sujetaba las cartas e imitó con los gestos una baraja abierta en abanico.

Rupert sonrió.

—¡Jo, cómo les gustan a los birmanos los trucos de cartas!

Con aire feliz, barajó el mazo, levantando todas las cartas con una mano y dejando que cayeran por sí solas en su sitio. Después le puso el mazo delante a Botín.

—Muy bien, elige una carta, cualquier carta.

Y las divinidades gemelas sintieron gran deleite al oír el comienzo del ritual, las palabras idénticas a las proferidas más de un siglo antes por el fundador de su estirpe, el artista del timo Seraphineas Andrews. En seguida, los gemelos gorjearon alegremente, al ver que aparecía su signo, el Señor de los Tréboles, el vengador de todo mal.

Otros tres niños se alinearon cerca del centro del poblado y comenzaron a cantar a cappella. La melodía sonaba casi como un himno religioso, pero mucho más triste —pensó Vera—, y tenía una tonalidad asiática, como si las terceras armónicas se hubieran desplazado a quintas. Ella y los otros norteamericanos permanecieron en silencio, apreciando la sentida interpretación. Para la segunda pieza, se les sumaron dos hombres, uno que tocaba un tambor de bronce ornamentado con primorosas ranitas y otro que hacía sonar un cuerno de búfalo. Mis amigos le expresaron su aprobación a Mancha Negra, enseñándole los pulgares levantados.

—¿Qué tribu nos ha dicho que era ésta? —le preguntó Bennie—. Quiero contarles a mis amigos en Estados Unidos que la he visitado.

—Somos pueblo étnico karen —respondió Mancha Negra en su trabajoso inglés—, pero también nos estamos llamando el Ejército del Señor.

—¿Perdón? ¿Podría repetir eso último?

Bennie se le acercó para oírlo por encima de los cánticos.

—El Ejército del Señor —repitió Mancha Negra.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Vera.

Bennie se encogió de hombros.

—Algo como «lajáchito-no-sé-qué».

—Hay una subtribu que empieza por «ele» —intervino Heidi—. Bibi había escrito algo al respecto. Está en la carpeta que dejamos en el hotel. Los «la-algo». Deben de ser los lajachitó.

Wendy añadió:

—Se ve que son una tribu, por los colores rojo y negro que visten los ancianos, y por esa especie de toalla que llevan enrollada en la cabeza. Eso es un signo seguro de algo.

Ya eran las tres de la tarde, observaron mis amigos.

—¡Maldición, Walter! —exclamó Dwight—. ¡Estés donde estés, dentro de poco vamos a bajar y será mejor que tengas una buena razón para no haber estado aquí!

Mancha Negra oyó los planes de retirada y se volvió hacia Grasa y Salitre. Era preciso que hicieran recordar cuanto antes al Reencarnado su verdadera identidad. Los tres hombres se acercaron a las pequeñas chozas más alejadas del claro y les pidieron a sus habitantes que salieran.

Roxanne había sacado su cámara y estaba instruyendo a sus compañeros de grupo para que fueran paseando por todo el poblado, de manera que ella tuviera ocasión de captar unas últimas imágenes de los gemelos y de las chozas bajo las higueras estranguladoras, así como de los miembros más pintorescos de la tribu de los «lajachitó». Mientras estaba haciendo una panorámica, se paró en seco. ¿Qué era eso? ¿Un animal despellejado? Acercó la imagen con el zoom. ¡Era el muñón de una pierna! Y su propietario tenía la cara todavía más desfigurada. Mis otros amigos se volvieron, murmurando también su incredulidad. ¿Qué podía haberle pasado a esa gente? Eran dos hombres, dos mujeres y una bonita niña que no tendría más de diez años. A cada uno le faltaba un pie, un brazo o la mitad de una pierna, y sus extremidades terminaban en un racimo coralino de carne reventada. ¿Por qué estaban tan horriblemente mutilados? ¿Habrían sufrido un accidente de autobús?

Roxanne se volvió hacia Mancha Negra.

—¿Qué les ha ocurrido? —preguntó en voz baja, dirigiendo la cámara hacia él.

—Tres de ellos trabajando antes para ejército del SLORC —dijo Mancha Negra—. Caminando para encontrar minas. Delante de los soldados, yendo a la derecha, yendo a la izquierda. Cuando la mina está explotando, no más peligro y soldados muy felices. Ahora camino seguro, ya pueden caminar.

Miró fugazmente a Rupert.

El chico estaba desconcertado.

—¿Trabajaban pisando minas? —preguntó.

—El pueblo karen no está teniendo otra salida. Ese hombre —dijo Mancha Negra, señalando a uno de los heridos— es hombre con suerte y sin suerte. Ahora está viviendo, sí, pero esposa, hermano y hermana no están viviendo. Los soldados le están disparando en la cabeza y el cuerpo. Pero no muriendo. La niña, tampoco muriendo.

Roxanne dirigió la cámara hacia el desdichado, que tenía un orificio del tamaño de una moneda en la mejilla y los hombros cubiertos de pálidas cicatrices. La niña de cara bonita tenía un brazo flexionado en un ángulo extraño, y en un hombro tenía un queloide que parecía un tumor rojo carnoso. Pese a sus mutilaciones, los cinco sonreían a la cámara y saludaban.

Dah blu, dah blu —entonaban.

Roxanne lloraba cuando apagó la cámara. También otros lloraban, y Mancha Negra sintió crecer la esperanza de que ayudaran a la tribu.

Cuando mis amigos estuvieron fuera del alcance de los oídos de Mancha Negra, Wendy dijo:

—Un amigo me dijo que los militares birmanos hacen cosas como éstas —se refería a Gutman—. Mi amigo trabaja con un grupo de defensa de los derechos humanos y conoce estas atrocidades. Cosas horribles, horribles. Por eso dice que los turistas deberían boicotear este país, a menos que vengan como testigos.

—Me siento fatal —comentó Bennie, instantáneamente inundado de culpa.

—Todos nos sentimos mal —añadió Vera, apoyando una mano en el hombro de Bennie—. No seríamos humanos si no fuera así.

—Ya dije yo que no teníamos que venir a Birmania —masculló Malena.

—Bueno, pero estamos aquí —replicó Dwight en tono sombrío—, y ahora no podemos hacer nada para cambiarlo.

—Pero deberíamos hacer algo —dijo Heidi.

Mis amigos asintieron, mientras pensaban en silencio. ¿Qué podían hacer? ¿Qué puede hacer alguien en vista de tanta crueldad? Se sentían vanamente solidarios.

—Es bastante raro que Bibi preparara una visita a un sitio como éste como parte de nuestras actividades —señaló Wyatt.

Yo estaba hecha una bola de indignación a punto de reventar, hasta que oía Vera decir:

—Bibi no incluyó este sitio en el itinerario original. El lago Inle fue un añadido, ¿os acordáis?, porque alguna gente votó a favor de irnos anticipadamente de China.

Heidi suspiró.

—Ojalá Bibi nos hubiese hablado un poco más acerca del régimen militar y todo el horror. Yo tenía una idea de todo esto, pero creí que había ocurrido hace mucho tiempo.

Siguieron hablando en voz baja entre ellos, buscando la manera de sobreponerse a su incomodidad moral. Si lo hubiesen sabido antes, si alguien los hubiese avisado, si hubiesen sabido que había vidas en juego… Si esto, si aquello… Ya ven ustedes cómo estaba la situación. Desde su punto de vista, yo habría tenido que proporcionarles la información, los argumentos y las razones por las que era correcto o incorrecto visitar el país. Pero ¿cómo podía yo hacerme responsable de su moral? Deberían haber tomado la iniciativa de averiguar más por su cuenta.

Aun así, tengo que reconocer que también a mi me dejó perpleja la gente de Nada. Nunca había visto nada parecido cuando estaba viva, en ninguno de mis viajes anteriores a Birmania. Pero cuando estaba viva no iba en busca de tragedias. Lo que buscaba eran gangas, buenos lugares donde comer, pagodas que no estuvieran inundadas de turistas y las mejores escenas para fotografiar.

—Quizá el turismo sea su única manera de ganar dinero —razonó Heidi.

—Deberíamos hacer algo a favor de su economía, de verdad que sí —dijo Bennie, que prometió comprar muchísimos recuerdos.

—He hecho de guía en varios viajes de ecoturismo —dijo Wyatt—, en los que los clientes pagan un montón de dinero extra por plantar árboles o investigar sobre especies amenazadas. Tal vez aquí podrían hacer algo parecido, conseguir que venga gente para ayudarlos a encontrar la manera de ser autosuficientes.

—Cada uno de nosotros podría darles un poco de dinero cuando nos vayamos —propuso Esmé—. Podemos decirles que es para los niños.

Mis amigos aceptaron esta idea como la manera obvia de ofrecer una ayuda inmediata y aliviar las penurias de la tribu.

—¿Cien cada uno? —sugirió Roxanne—. Yo llevo suficiente para todos. Podéis pagármelo después.

Todos asintieron. Era la misma solución que usaban para muchas situaciones. No los estoy criticando. Probablemente yo habría hecho lo mismo. Dar dinero. ¿Qué otra cosa se puede hacer? Roxanne cogió su cámara y captó una última panorámica, deteniéndose más tiempo en los mutilados, los niños pequeños y las ancianas de cara sonriente. Wyatt le pasó un brazo por el hombro a un hombre que había perdido la mitad de una pierna. Los dos se sonrieron mutuamente como si fueran grandes amigos.

—Hemos venido a este hermoso lugar —narró Roxanne para el vídeo— y hemos aprendido que hay tragedia dentro de la belleza. La gente de este lugar ha sufrido terriblemente bajo el régimen militar… Es sobrecogedor…

Habló de los trabajos forzados y de las minas que estallaban, y concluyó con una promesa de ayuda.

—No podemos darles solamente nuestra compasión o una ayuda simbólica. Queremos aportarles una ayuda más sustancial, una ayuda que marque una diferencia.

Se refería, naturalmente, a su generosa contribución.

Decidieron entregar el dinero a la abuela de los gemelos, que parecía ser la que mandaba más. Celebraron una pequeña ceremonia, para darle las gracias por la hospitalidad de la tribu. Hablaron en inglés lentamente, se inclinaron para expresar gratitud, elogiaron la comida con la señal del pulgar levantado y gesticularon para indicar que apreciaban las maravillas de aquel poblado sombrío y húmedo. Después, pusieron cara de tristeza, para dar a entender que les costaba despedirse de unas personas tan maravillosas.

Finalmente, Roxanne dio un paso al frente, cogió las diminutas manos de la abuela, ásperas y retorcidas como garras, y depositó el dinero en su interior. Asombrada y ofendida, la anciana miró el fajo de billetes, se lo devolvió a Roxanne y levantó una mano con la palma extendida, como para detener a un demonio. Ya esperaban que lo hiciera. Marlena les había advertido que era costumbre entre los chinos rechazar tres veces todos los regalos. Quizá allí tuvieran una costumbre similar. Al cuarto ofrecimiento, cuando Mancha Negra instó entre dientes a la abuela a aceptar el regalo, la anciana le replicó secamente que allí donde estaban no les serviría de nada el dinero, y que si los soldados del SLORC descubrían a alguien llevándolo encima, sería lo mismo que llevar firmada su sentencia de muerte. Mancha Negra le dijo que lo aceptara y se lo diera a Grasa, que a su vez volvería a meterlo en el bolso de Roxanne cuando los norteamericanos no miraran. Entonces, la anciana sonrió a mis amigos, hizo un sinfín de reverencias, besó el dinero y lo alzó al cielo, para que lo viera el Gran Dios. Gritó palabras de gratitud, como si delirara de agradecimiento.

Reconfortados por haber hecho lo que debían, mis amigos recogieron sus bolsos y mochilas y se volvieron para marcharse.

—Ya va siendo hora de regresar —le dijo Moff a Mancha Negra.

—¿Por qué quiere abandonarnos el Hermano Menor Blanco? —exclamaron varios miembros de la tribu.

En voz baja, Mancha Negra les dijo que no se preocuparan. Llevaba cierto tiempo que un Reencarnado se reconociera como tal, incluso después de mostrar los tres signos. Ocurría lo mismo con otras personas de naturaleza divina, incluso con Botín y Rapiña. Pero en cuanto un Reencarnado reconocía su propia identidad, comenzaba a recuperar poco a poco su sensatez y sus poderes, y cumplía las promesas realizadas. La tribu sintió alivio al oír esas palabras. Todos sabían lo que había prometido el Hermano Menor Blanco. Había prometido volverlos invisibles, con cuerpos que ninguna bala podría perforar. Recuperarían sus tierras. Vivirían en paz y nadie volvería a intentar hacerles daño, porque si lo hacían, el Hermano Menor Blanco desencadenaría contra ellos el poder de todos los nats.

Mancha Negra y sus secuaces se pusieron a considerar la mejor manera de manejar los últimos acontecimientos. Habían tenido suerte al conseguir que el muchacho y su comitiva los siguieran hasta el poblado. Quizá necesitaran ahora un poco de mala suerte, para hacer que se quedaran. No tenían otra alternativa. Había que retener al chico tanto como fuera posible. Mancha Negra instruyó a la tribu para que despidiera a los extranjeros y los saludara con la mano tal como estaban haciendo ellos.

Mis amigos salieron del poblado, con Mancha Negra, Grasa, Raspas y Salitre siguiéndolos. Vera elogió a la tribu, sabiendo que Mancha Negra estaría escuchando sus palabras y que las transmitiría a su pueblo. Una gente fabulosa, verdaderamente generosa y sincera. Otros se sumaron a los elogios. Era el mejor sitio que habían visto. ¡Y esas higueras estranguladoras! ¿Había visto alguien alguna vez una cosa tan extravagantemente bella? ¡Qué sorpresa tan maravillosa! Estaban encantados de haber ido. Y la comida había sido rara, pero sabrosa. Siempre estaba bien probar cosas nuevas. Pero ahora no veían la hora de darse una ducha de agua caliente. Claro que todavía les faltaba cruzar aquel puente tembloroso. La segunda vez, sería más fácil. Bastaba con respirar hondo.

Cuando mis amigos llegaron al punto por donde habían cruzado, quedaron desconcertados. ¿Dónde estaba el puente? Seguramente habían bajado por el camino equivocado. Estaban a punto de pedirle a Mancha Negra que los orientara, cuando Rupert gritó:

—¡Papá, mira!

Estaba señalando el puente apenas visible, que colgaba de unas cuerdas sueltas, del otro lado del abismo.

Bennie se quedó boquiabierto.

—¡Dios mío, se ha caído!

Corrió hacia Mancha Negra.

—¡El puente! —dijo, gesticulando como un loco—. Se ha roto. ¿Cómo vamos a salir ahora de aquí?

Mancha Negra miró el puente colgante. Les gritó a sus compañeros, pidiéndoles que fingieran sorpresa. No quería que sus huéspedes se alarmaran, pensando que estaban siendo retenidos contra su voluntad. Simplemente quería que se quedaran en el poblado como invitados. Moff le hizo señas a Mancha Negra para que se acercara.

—¿Qué otro camino hay para salir de aquí? —preguntó—. Tenemos que bajar antes de que anochezca.

Señaló el cielo, cada vez más oscuro.

Mancha Negra negó con la cabeza.

—No hay otro camino —dijo.

Dwight intervino:

—Quizá el barranco es menos profundo más adelante. Podríamos bajar al fondo y volver a subir.

Una vez más, Mancha Negra negó con la cabeza.

—¡Oh, no, esto es malo! —gimió Bennie—. ¡Esto es muy malo!

—¡Mierda, Walter! —vociferó Dwight—. ¿Por qué no estás aquí para hacerte cargo de este jodido asunto?

Vera advirtió que los hombres de la tribu parecían avergonzados de que sus huéspedes no se sintieran felices, por lo que intentó calmar al grupo. Tenía mucha habilidad para hacer frente a las crisis.

—Si los lajachitó no pueden sacarnos pronto de aquí, estoy segura de que Walter irá a buscar ayuda en cuanto llegue. Quizá ya lo ha hecho. Probablemente ha venido y, al ver que el puente se había caído, ha vuelto atrás. Lo mejor que podemos hacer es quedarnos donde estamos.

Se oyeron murmullos de asentimiento, en reconocimiento de que la idea tenía su lógica y de que probablemente era la verdad. Ahora todos creían que la ayuda estaba en camino. Así pues, todos, con excepción de Dwight, estuvieron de acuerdo en regresar al lugar llamado Nada y esperar allí. Cuando volvieron a entrar en el poblado, los miembros del Ejército del Señor los recibieron con las manos unidas en actitud de plegaria. ¡Loado sea el Gran Dios! Mancha Negra les pidió que ofrecieran a sus huéspedes lo mejor de todo lo que tuvieran.

Llegó el crepúsculo, pero Walter no. Pasó otra hora y otra más. Excepto por la luz de las hogueras, reinaba en el poblado la más absoluta oscuridad. Los habitantes de Nada cortaban cañas de bambú y aguzadas hojas de palma, para fabricarles taburetes a sus ilustres huéspedes. Mancha Negra les había dicho que a los extranjeros nos les gusta sentarse sobre esterillas. Grasa y Raspas trajeron una pila de ropa y la depositaron en el suelo. Se la señalaron a mis amigos.

—Toma, toma.

—¡Eh, éste es mi forro polar! —dijo Rupert, mientras extraía del montón una chaqueta naranja. Revolviendo en la pila, los otros encontraron las prendas de abrigo que se habían puesto durante el frío paseo en barca de la mañana, que ahora les parecía tan lejano.

—Creía que las habíamos dejado en el camión —dijo Marlena.

—Los que cargaban los bultos debieron de traerlo todo —replicó Vera.

—Ha sido una suerte que lo hicieran —señaló Marlena—. Hace mucho más frío aquí arriba que allá abajo.

Le pasó a Esmé una parka lila y ella se puso su abrigo negro.

—Ojalá estuviésemos en el hotel, con un baño de verdad —comentó Esmé.

Horas antes, por la tarde, todos habían visitado la letrina, situada a una distancia discreta del poblado. Un tabique de palma trenzada de metro y medio de alto ofrecía un mínimo de intimidad. Detrás había un canal por donde fluía el agua, flanqueado por dos tablas alargadas, sobre las cuales podía apoyarse el usuario. En lugar de papel higiénico, había un cubo de agua con un cucharón, al lado del canal.

Marlena le pasó un brazo por los hombros a Esmé, mientras contemplaba a una anciana que atizaba las brasas en el fogón de piedra. ¡Qué noche tan larga iba a ser! Sus pensamientos derivaron hacia Harry. ¿Qué estaría haciendo en ese momento? ¿Le preocuparía su paradero? ¿Habría pensado en algún momento en ella? Volvió a ver su cara, pero no la de expresión lasciva o consternada. Estaba recordando la pura maravilla que había en sus ojos cuando ella se acostó por primera vez en la cama con él. Mañana, pensó. Pero esta vez sin velas ni mosquiteras.

—Tómatelo como si fuera un campamento de verano —consoló Marlena a su hija—. O como unas convivencias.

—Nunca he ido a unas convivencias que se parecieran a esto.

Esmé estaba alimentando a Pupi-pup con los restos de la gallina.

Los otros tenían pensamientos similares. ¿Serían sus camas duras como la roca? ¿Habría camas al menos? ¿Qué clase de gente eran los lajachitó, después de todo? Moff y Wyatt intercambiaban anécdotas sobre las penurias de sus pasados viajes como mochileros: un temporal en una tienda que dejaba pasar el agua, osos ladrones de comida, la vez que se perdieron después de fumar marihuana… Moff dijo que probablemente recordarían esa noche como uno de los episodios más memorables del viaje.

Se oyó un extraño sonido. ¿Sirenas? ¿Era posible que hubiesen enviado… coches de policía al lugar donde estaban? A un lado, mis amigos vieron un resplandor de luz intensa y brillante. Parpadeaba. Se levantaron, se acercaron a la misteriosa iluminación y encontraron varias filas de gente mirando, entre todas las cosas sorprendentes que pueden encontrarse en la jungla, un televisor. Estaban viendo un canal de noticias, en el que una voz femenina informaba de un gigantesco incendio en una discoteca china.

—¡Un televisor! —exclamó Wendy—. ¡Qué increíble! ¡Y el programa es en inglés!

Siguieron más noticias. Mis amigos estaban paralizados de asombro.

Al cabo de unos minutos, una grave voz masculina anunció que estaban viendo la Global News Network, donde «la forma de contar las noticias ya es noticia».

¡Era la vieja y querida GNN!

Mis amigos se acercaron un poco más para ver. Los rostros familiares de los presentadores les devolvieron la mirada. Instantáneamente, se sintieron reconfortados. Estaban más cerca de la civilización de lo que creían. Pero entonces, uno de los gemelos blandió el mando a distancia y cambió las noticias por un programa en el que aparecían unas personas caminando por la jungla. El público reaccionó con gritos y vitoreos.

Una mujer en uniforme de campaña empuñaba un micrófono al estilo del reportaje de guerrilla.

—¿Se comerá Bettina las sanguijuelas? —preguntó con acento australiano—. ¡No se vayan! ¡Volveremos dentro de un momento, con «La supervivencia del más fuerte»!

—¿Cómo demonios reciben la señal aquí? —preguntó Dwight.

—Ahí tienes la respuesta.

Wyatt señaló unos cables serpenteantes que iban del televisor a una batería de coche. Otro cable recorría el suelo y subía por el tronco de un árbol.

—Deben de tener una antena parabólica allá arriba —dijo Moff—. ¡Sí que hay tronco que cubrir!

Se arrodilló y señaló una cuerda enlazada alrededor del tronco.

—Y así es como trepan —añadió—. Se meten en el lazo y saltan como ranas.

—¿Pero de dónde han sacado la antena parabólica? —preguntó Bennie—. No creo que sea posible encargarla y que te la entreguen aquí arriba.

Rupert observó más de cerca la batería.

—¿No vino eso con nosotros en la plataforma del camión?

Dos jóvenes mujeres karen se acercaron corriendo, para ofrecerle a Rupert un taburete de ratán más alto que los demás, y él se habría sentado si Moff no le hubiera sugerido con una mirada inequívoca que le cediera el asiento a Vera. Muy pronto, los otros invitados tuvieron a su disposición más asientos improvisados: tocones y varios taburetes bajos, que colocaron cerca del televisor.

—¡Ya estamos de vuelta! —gorjeó la australiana—. ¡«La supervivencia del más fuerte», el programa número uno entre kiwis y canguros!

—¡Número uno! ¡Número uno! —gritaron los niños de la tribu.

La australiana se acercó a la cámara, hasta que su nariz pareció una rana con agujeros negros por ojos.

—Y ahora veremos cuáles de nuestros supervivientes se atreverán con todo y cuáles se arriesgarán a padecer hambre y a morir de inanición.

Una música grave de cuerdas subrayó el suspense.

—Se diría que la gente del poblado ve el programa por los consejos prácticos —bromeó Roxanne.

De hecho, así era. La tribu fantaseaba con tener un programa propio de televisión algún día. Ellos eran más fuertes que cualquiera de esos supervivientes. Si tuvieran un programa, todo el mundo los admiraría. Y entonces el SLORC no se atrevería a matar a una tribu que era la número uno.

Cuando el programa terminó, los anfitriones de la selva condujeron a sus invitados a sus alojamientos. Les dieron mantas de color verdoso, tejidas con fibras de bambú tierno y cosidas con hilo grueso. A Rupert, Wendy y Wyatt se les iluminó la cara con una sonrisa cuando se enteraron de que iban a dormir en los «bungalows» de las higueras estranguladoras. Bennie advirtió en seguida que el suelo era una plataforma de ratán de unos quince centímetros de espesor, con una mullida cama encima, hecha de varias capas de pequeñas tiras de bambú, que según pudo comprobar después de tumbarse de espaldas y de lado era asombrosamente cómoda.

Heidi utilizó su linterna para inspeccionar el interior de la que sería su habitación para la noche. Las fibrosas paredes eran suaves y estaban limpias y libres de las cuatro plagas más temidas: moho, murciélagos, arañas y mugre. Sacó su manta de supervivencia y se envolvió con ella; reflejaría y retendría hasta el ochenta por ciento de su calor corporal, o al menos eso decía la publicidad. Mientras se estaba poniendo encima la manta lajachitó, una mujer asomó la cabeza. Irrumpió en la habitación, le quitó la manta a Heidi, le dio la vuelta y, señalándole el borde desflecado, le indicó por gestos que ese extremo de la manta debía ir siempre del lado de los pies y nunca del lado de la cara. Era un error enorme. A Heidi le divirtió que la mujer fuera tan puntillosa con los detalles. Seguramente todo eso importaba muy poco allí donde estaban.

Cuando Heidi estuvo instalada, Marlena le pidió prestada su linterna, diciéndole que Esmé tenía miedo de la oscuridad. En realidad, Esmé ya estaba dormida.

—No te pongas el borde desflecado de la manta del lado de la cara —le advirtió Heidi—, porque te perseguirá la policía de la moda. Y puedes quedarte la linterna. Tengo otra más pequeña.

Marlena dirigió la luz al interior del árbol que compartía con su hija. Las porciones más retorcidas parecían gnomos artríticos agonizantes, un bajorrelieve creado como versión lamaísta de un Ars moriendi.

Y así se instalaron para su primera noche, convencidos de que sería la única. Moff le dijo a Rupert que durmiera con los zapatos puestos, por si tenía que levantarse en medio de la noche. Esmé se acomodó a Pupi-pup bajo el brazo. Bennie estuvo en vela durante horas, preocupado porque no se había traído sus medicamentos ni el aparato de presión positiva continua.

Marlena estaba intentando recordar cuáles eran las serpientes que por la noche se sentían atraídas por el calor del cuerpo. Pero pronto esos pensamientos cedieron el paso a reptilianas fantasías sobre Harry. Se lo imaginó ondulando la lengua y serpenteando a lo largo de su cuello, sus pechos y su vientre. De pronto sintió una punzada de anhelo y tristeza, de miedo a que ambos hubiesen perdido su oportunidad. Sabía lo que significaba que dos amantes tuvieran las estrellas en su contra. En el negro cielo había un billón de estrellas, y algunas de ellas trazaban una figura eterna para cada pareja de amantes predestinados, una constelación que era sólo para ellos y que hasta ese momento ella nunca había visto. Había estado demasiado ocupada mirando al suelo en busca de trampas. Lamentó los años que ya habían pasado sin demasiada pasión, la posibilidad de que lo poco que había tenido con su marido (aquellos escasos instantes de arrobo que prefería olvidar) fueran lo único que pudiera recordar durante el resto de su vida como aproximación del éxtasis amoroso. ¡Qué triste sería! Y con esos pensamientos, se sumió en un sueño agitado.

Horas después, se despertó sobresaltada, con el corazón palpitante. Había soñado que era un mono que vivía en un árbol. Estaba trepando por el tronco para huir de los peligrosos animales que había abajo, pero pronto se cansó y clavó las uñas en la corteza. ¿Eran así de cálidos todos los árboles? Cuando apoyó la cara contra el tronco, se dio cuenta de que era Harry, y en seguida el árbol y ella se pusieron a hacer el amor. Pero al hacerlo, ella se soltó y cayó, y fue entonces cuando despertó.

¿Por qué habría soñado que ella era un mono y Harry un árbol? ¿Y por qué le habría clavado tan profundamente las uñas? ¿Sería ella demasiado posesiva? Antes de que pudiera pensar nada más, vio que alguien se movía fuera. Todavía no había amanecido. ¿Ya estarían preparando el desayuno? La figura estaba encorvada y parecía comer furiosamente, mientras lanzaba miradas furtivas a un lado y a otro. La figura se congeló, con los ojos fijos en Marlena. Ella estaba perpleja, porque fue como si su personalidad simiesca del sueño se hubiera escapado y se encontrara ahora a escasos tres metros de distancia: un gibón de anteojos blancos, que se llenaba la boca con los caramelos que habían dejado fuera los nuevos intrusos del lugar llamado Nada.

Por la mañana, mientras tomaban café, Harry y Heinrich estaban considerando a quién mandar en la expedición de búsqueda, cuando un estruendoso matraqueo y un gemido agudo desgarraron el aire. Una lancha con cuatro policías militares se precipitaba hacia ellos, dejando atrás una impresionante estela de espuma. Casi todas las embarcaciones reducían la marcha a un suave traqueteo antes de llegar al hotel, pero aquellos hombres estaban por encima de las normas, porque ellos las hacían.

Saltaron al muelle y, con importantes zancadas, fueron directamente hacia Henry y comenzaron a hablarle rápidamente en birmano. Harry hizo un esfuerzo para tratar de deducir lo que decían por el tono de la voz, los gestos y las reacciones. Heinrich parecía sorprendido, y los policías, serios y severos. Heinrich señaló en dirección al lago. Los policías señalaron una dirección ligeramente diferente. Hubo más preguntas y respuestas, y Heinrich sacudió la cabeza con vehemencia. Los policías señalaron a Harry, y Heinrich hizo un gesto negativo.

—¿Qué pasa? —preguntó Harry con el corazón palpitante—. ¿Los han encontrado?

Heinrich pidió excusas a los policías y se volvió hacia Harry.

—Han encontrado al guía, el joven llamado Maung Wa Sao.

—¿Walter?

—Sí. Walter, exacto. Estaba en el suelo, en el interior de una pagoda, del otro lado del lago. Lo encontraron unos monjes a primera hora de la mañana.

—¡Dios mío! ¿Lo han matado?

—Tranquilícese, amigo. Parece ser que se estaba encaramando a alguna cosa dentro de la pagoda, cuando un trozo de relieve sagrado se desmoronó y lo golpeó en la cabeza. Quedó inconsciente. ¡Ah, esas pagodas están todas en un estado lamentable! Ni siquiera un millar de birmanos recibiendo mérito por sus donaciones serían suficientes para repararlas adecuadamente. Es un milagro que no se haya derrumbado la estructura entera sobre su cabeza, en un montón de escombros. En cualquier caso, ahora el pobre hombre está en un hospital, un poco deshidratado, con un feo chichón en la cabeza, pero, aparte de eso, perfectamente bien.

Harry suspiró, aliviado. ¡Entonces era eso lo que había pasado!

—¿Y los otros están con él?

—Bueno, ése es el problema. Me temo que no están allí y que nadie los ha visto. Y lo que es peor, ese hombre, Walter, no puede decir adonde han ido.

El corazón de Harry volvió a acelerarse.

—¿Cómo que no puede? ¿Por qué no?

—No lo recuerda. No se acuerda de nada…

—Creía que había dicho que estaba perfectamente bien.

—Bueno, no está terriblemente herido. Pero su mente… —Heinrich se golpeó la sien con un dedo—. No recuerda su nombre, ni su ocupación. Ni siquiera remotamente. Y, desde luego, no tiene la menor idea de lo que estaba haciendo antes del accidente. Por eso ha venido la policía. Para ver si su grupo había regresado.

—Seguramente fueron en busca de ayuda —conjeturó Harry, empleando un tono profesional que sugería autoridad, para acallar su propio pánico. Se imaginó a Marlena haciéndose cargo de todo. Tenía esa vertiente maternal. Habrían ido a buscar una aldea, desde luego, y un médico, y aspirinas… Pero entonces Harry recapacitó. ¿Por qué no se habría quedado alguien con Walter? No era preciso que fuesen todos. No tenía sentido.

—Tenemos que pedirle a la policía que organice una búsqueda y los encuentre inmediatamente.

Heinrich habló en voz baja y uniforme:

—Paciencia, amigo mío.

—¡Paciencia, un cuerno!

Heinrich levantó la mano, a la vez como bendición y advertencia.

—¿De verdad quiere involucrar a los militares? Ya se están preguntando cómo es posible que sus amigos hayan desaparecido y usted esté aquí.

—¡Santo Dios, no irá a decirme que piensan que yo he tenido algo que ver con esto! ¡Sería un escándalo!

—Yo no me pararía a adivinar lo que piensan, fuera o no fuera un escándalo. De momento, lo mejor que puede hacer, amigo mío, es mantener la calma y no alborotar ni pedir nada. Ahora voy a mi despacho a sacar de la caja fuerte los pasaportes de todos. La policía me los ha pedido. Le sugiero que aproveche la ocasión para admirar la belleza del lago. Déjeme que yo me ocupe de esto…

Resulta asombrosa la facilidad con que la gente entrega las riendas a quienes asumen el poder, ¿verdad? Contra su propia intuición, se permiten confiar en quienes saben que no merecen confianza. Me incluyo a mí misma, porque yo también lo hice una vez. Pero yo era sólo una niña, mientras que Harry era un hombre adulto, con un doctorado en psicología del comportamiento. Obedientemente, se fue a la orilla del lago. Contemplando sus aguas, trató de imaginar dónde estarían Marlena y los demás. Aunque la niebla del lago se había evaporado hacía tiempo, lo único que veía era un futuro incierto.