El lugar llamado Nada
Pobre Harry. Estaba echado en una tumbona de madera, en el muelle, a las puertas de su bungalow recién reparado. Se sentía más irritado que preocupado al ver que Marlena y los otros seguían sin regresar. Era Navidad, ¡por Dios santo!, y allí estaba él, solo y enfangado en el aburrimiento, mientras ellos estarían triscando como elfos, enrojeciéndose la nariz con cerveza birmana y —sí, sin ninguna duda— bromeando sobre el incendio de la noche anterior. Dondequiera que estuvieran, se dijo refunfuñando, era terriblemente desconsiderado de su parte no haberlo llamado para darle noticias de su paradero. Aunque, pensándolo bien, ¿habría teléfono en un hotel tan remoto como aquél?
Harry consideró la posibilidad de ir a preguntar y yo reforcé su pensamiento con una oleada de urgencia. Se puso en pie de un salto y yo aplaudí. Salió en busca de Henry, de muelle en muelle, pero sólo encontró al personal de servicio. «Te-lé-fo-no», les dijo, exagerando la pronunciación y formando con la mano el símbolo universal de la llamada telefónica, Pero sólo recibió encogimientos de hombros y expresiones de desolación por toda respuesta. La jaqueca debida a los excesos de la noche anterior comenzó a palpitar con más intensidad.
De vuelta en el bungalow, para no dejarse consumir por el abatimiento y la autocompasión, Harry desvió su atención hacia el trabajo lucrativo Había traído consigo el primer borrador del libro que estaba escribiendo, titulado Ven, sentado, quieto, destinado a ser una recopilación de comentarios y anécdotas sobre interacciones entre personalidades humanas y caninas. No era la clase de libro que le hubiese gustado escribir, claro que no, pero una editora lo había abordado con la idea, poco después de que le concedieron su tercer Emmy. Le dijo que había mucho mercado para el libro y bastante pasta, la suficiente —según calculó Harry— para pagar la entrada de un chalet en la estación de invierno de Squaw Vallev y sería toda para él si entregaba el manuscrito en menos de un año. Inflamado de orgullo por el Emmy, Harry le respondió que sí, que lo haría sin problemas. Ahora pensaba que había sido demencial comprometerse a cumplir un plazo tan imposible. Leyó las notas de su editora, con las sugerencias que le había dado como punto de partida: «¿Qué sucede cuando una persona inquieta tiene a su lado un tranquilo perro labrador? ¿Qué ocurre cuando un nervioso border collie convive con una persona relajada? ¿O cuando un audaz terrier tiene un amo indeciso? ¿Quién influye en quién? ¿Hay alguna combinación terapéutica?».
¡Qué idiotez! La pobre chica iba tremendamente desencaminada. Hizo una pausa para intentar situar las cosas en un marco adecuado de referencia… Quizá algo que tuviera que ver con la personalidad y la capacidad de adaptación en diferentes especies… Empezó a hacer anotaciones: explicar la ciencia que hay detrás de todo eso, o sea, la paleoantropología del homínido erectus, antes y ahora. ¡Sí! Añadir la biología de la diversificación de las especies, con algunas analogías darwinianas básicas, para proporcionar al conjunto una base capaz de impresionar. ¡Genial! Roxanne no era la única que sabía un par de cosas acerca de Darwin. ¿Qué más podía decir para diferenciarse del memo del otro canal, que también se hacía llamar especialista en conducta animal?
Harry creó dos columnas: «Humanos» y «Perros». Debajo de «Humanos» escribió: «Jerarquías sociales y cuestiones sobre el orden de primogenitura; lenguaje evolucionado como fuente de la inteligencia social compartida; conciencia pública, ética y moral; fijación de objetivos; capacidad de discernir y juzgar; en consecuencia, necesidad de dar un sentido a las cosas». Debajo de «Perros», anotó: «Jerarquías sociales iniciadas en la fase de neonato ciego; temperamento (¡y personalidad!) cambiante en los primeros meses; ventana de oportunidad de cuatro meses de duración, para inculcar comportamientos sociales desde el entorno; modalidades de condicionamiento operante; la comida como motivación; la necesidad de complacer como forma de sumisión…». Las columnas no eran exactamente equivalentes, pensó. Aun así, ya era algo, un inicio excelente: las diferencias entre las especies, en el marco de la adaptabilidad social.
Se vio a sí mismo, disertando sobre esos puntos delante de su lector ideal. ¿Marlena? Sí, ¿por qué no? Imaginó la mirada de arrebatada adoración de Marlena al escucharlo, la sinergia de los temas expuestos en su mente abierta, el modo en que la transformarían, enviando un cosquilleo a su corazón, que después se extendería en oleadas hasta sus órganos sexuales, produciendo un enorme, un grandísimo… aburrimiento. ¡Santo Dios, menuda sarta de tonterías!
Imaginó otra vez la cara de Marlena. ¡Qué inescrutable y distante le había parecido la noche anterior! ¿De qué demonios servía la adaptabilidad humana, si la gente no estaba dispuesta a cambiar? ¿No era por eso por lo que ningún sistema penal funcionaba realmente para prevenir el crimen? ¿No era por eso por lo que la gente iba al psiquiatra durante años, sin la menor intención de superar sus obsesiones y depresiones? Los humanos sentían un extraordinario aprecio por sus pequeños defectos. Por eso era imposible convertir a un republicano en demócrata o viceversa. Por eso había tantos divorcios, litigios y guerras. Porque la gente se negaba a adaptarse y a acomodarse a los demás, aunque fuera por su propio bien. ¡Precisamente! En lo concerniente a sus necesidades, los humanos, y muy especialmente las mujeres, eran más territoriales acerca de sus condenadas psiques —sus pretendidas necesidades— de lo que podía serlo un perro respecto a un hueso con carne cruda.
Ese había sido el problema central con todas las mujeres que había amado. ¡Ah!, desde luego, al principio ella parecía asombrosamente flexible y decía que podían ir a cualquier restaurante o a ver cualquier película. Pero después, en cuanto se mudaba a su casa, ya no le gustaba el su-shi, e incluso lo detestaba, ¿cómo era posible que él no lo hubiese notado? Y aunque llegaba tarde a todas las citas, exigía que él la avisara por teléfono si iba a retrasarse solamente un minuto.
—¿Para qué puñetas quieres un teléfono móvil —le había recriminado la última chica— si nunca lo enciendes?
Ninguna había sido capaz de estimular su comportamiento, sino únicamente de criticarlo. Todo se reducía a ella, a sus necesidades y a sus percepciones. Si ella pensaba que él era insensible, ipso facto lo era. Si él lo negaba, su protesta bastaba para demostrar que ella estaba en lo cierto. Y lo que es peor, ella siempre tenía que ir por delante, por muy ocupado que estuviera él con su programa de televisión. Cualquier cosa se convertía en terreno de pruebas para lo que ella consideraba más importante. Con la última que había salido, no podía irse a esquiar un fin de semana con Moff, sin que su salida se convirtiera en una «declaración negativa» acerca de su relación. ¿La declaración negativa de quién?
En cuanto a cambios de opinión, su ex esposa era prácticamente un caso de personalidad múltiple. La cocina de la casa de él, por ejemplo. Cuando empezaron a salir, a ella le encantaba, le parecía de escándalo, la adoraba; estallaba en efusivas exclamaciones cada vez que admiraba sus accesorios de los años veinte y la fabulosa joya de cocina, que era casi idéntica a una O’Keefe & Merritt y habría valido miles de dólares de haber sido auténtica. En cuanto se casaron, empezó a atormentarlo a propósito de la misma cocina, que de pronto era de ella, con sus defectos y sus desastres. ¡Oh, no, de ningún modo podía conformarse con lo que desdeñosamente describía como «un brochazo de pintura aquí y otro allá»! No quiso ni oír hablar de renovar las puertas de los armarios; hubo que destripar la cocina, del suelo al techo. Exigió armarios hechos a medida, un fogón La Cornue, con quemadores capaces de alcanzar la temperatura suficiente para soldar dos camiones, un mueble-isla con tabla de carnicero, fregadero de cobre envejecido y una encimera de mármol frotado, que parecía como si varias generaciones de italianos la hubiesen utilizado desde el Renacimiento para amasar pasta. Después, vino el problema del suelo. No, no pensaba que el suelo de linóleo de los años cincuenta fuera acogedor, divertido y estuviera lleno de historia. Dijo que tenía aspecto de «ríos de vómito». ¿Vómito? ¿Cómo podía decir algo así? Entonces ella prosiguió, diciendo que quería losas de piedra caliza, con pequeñas criaturas fosilizadas en su interior.
—¿Me quieres decir para qué? —había respondido él en tono de broma—. ¿Para que alternen con los macarrones caídos, en un mar de pesto derramado?
No estuvo bien que dijera eso. Pero en realidad nada de lo que decía estaba bien. Con la cantidad de dinero que gastaron en la cocina, podrían haber cenado en Chez Panisse todas las noches durante años. Y de hecho, prácticamente lo hicieron, porque su querida esposa casi nunca cocinaba.
Imaginó a Marlena viendo su cocina por primera vez.
—Bonita —diría sin duda—. Muy bonita.
Repasaría el mármol con sus dedos manicurados, sentaría su hermoso trasero sobre la fresca encimera y se tumbaría con aire seductor. La cocina reformada podía tener sus ventajas. Las había tenido con otras de las mujeres con las que había salido, aunque pronto descubrió que no era aconsejable hacer el amor sobre una encimera estrecha y fría. Quizá era mejor imaginar a Marlena de pie junto a la encimera, fregando los platos, dándole la espalda. Era agradable, muy agradable.
Pese a lo ocurrido la noche anterior, ella seguía siendo buen material para sus fantasías sexuales. Su última novia le había dicho que era anormal y repugnante que pensara en el sexo a todas horas y con cada mujer que conocía. Debió de ser la locura y el exceso de martinis lo que lo impulsó a confesarlo. No cometería el mismo error con Marlena. Ninguna relación necesitaba llegar a esos extremos de honestidad. Era preferible conservar algo del misterio, para que todo fuera más romántico. Al menos, la divinamente madura Marlena no sacaría el tema de producir más bebés. El tema de los bebés mataba el idilio. Sin embargo, entre sus amigas más jóvenes, la necesidad de reproducirse solía levantar su fea cabeza en los momentos más inoportunos, por lo general cuando acababan de hacer el amor y a él le faltaban unos dos segundos para caer profunda y felizmente inconsciente. Y era así, pese a que él seleccionaba únicamente a las mujeres que situaban la perspectiva de tener hijos muy por debajo del deseo de conocer todos los continentes del mundo. Solía preguntarles específicamente: «¿Qué te gustaría más, un bebé haciendo provechitos o un viaje a la Antártida?». Todas optaban por los témpanos de hielo. Pero al cabo de tres meses de relación, cuatro como máximo, la novia de turno bromeaba acerca de tener una «versión en miniatura» de Harry. Todas utilizaban exactamente esa misma imagen. Curioso, ¿no? Lo querían tanto que deseaban miniaturizarlo, para después verlo crecer desde pequeñito, hasta verlo convertido en un apuesto joven dispuesto a cambiar el mundo.
Una vez cayó en esa trampa, sólo una vez. En cuanto ella cruzó el umbral de la casa convertida en la señora Bailley, empezó la campaña para cambiarlo. Le exigió que bebiera menos, que hiciera más ejercicio, que dejara de contar siempre las mismas bromas «que ni siquiera la primera vez tenían gracia» y que, por favor, intentara controlar ese aire de superioridad. ¿Qué aire de superioridad? Entonces ella le explicó lo que quería decir. ¿Cómo era posible? ¡Quería convertirlo en otra persona!
Harry estaba tan alterado recordando todo eso que no podía pensar en nada positivo a propósito de Marlena. Después de todo, apenas la conocía… Pero entonces hizo una pausa para reflexionar. ¿Qué era la vida sin la intimidad con el otro? ¿De qué servía el éxito si no se compartía con la persona amada? Algo en Marlena le decía que era la persona adecuada. Él ya no quería a alguien inferior; quería a una igual. ¡Qué idea tan asombrosa! Y, lo que es más, ella era diferente del resto. Él conocía la naturaleza humana, y ella le parecía más segura, más satisfecha y también más independiente, por no mencionar su independencia financiera. Ella no lo buscaría a él para sentirse realizada y completa. A ella no le faltaba nada, excepto la diversión y la alegría de estar a su lado.
Era verdad que a veces ella parecía demasiado reservada, pero en cierto modo eso no hacía más que multiplicar el deleite del cortejo. Su reticencia era su misterio —razonó Harry—, un adorable enigma, y él era el hombre que tendría el privilegio de abrir el complicado e íntimo envoltorio, para ver el alma desnuda de Marlena. Y ella sabría que ése era el señuelo y la promesa. Sí, él también estaba dispuesto a enseñarle su alma: las inseguridades, la soledad, la ocasional decisión precipitada de la que luego se avergonzaba, todo, todo, excepto la parte sobre su obsesión con el sexo. Al fin y al cabo, él no era una persona complicada. En todo caso, su mayor defecto era hacerse demasiadas ilusiones. Las decepciones lo habían hundido, pero siempre se había recuperado.
Esperaba que Marlena no fuera como las demás. Se la imaginaba haciéndole bromas sobre el desastre de la noche anterior, riendo como una escolar y asegurándole que todo acabaría convirtiéndose en un hermoso recuerdo para los años venideros. Suspiró feliz.
Pero, en seguida, la recordó en actitud de condenar sus débiles intentos de sofocar las llamas con su vestido. ¿Cómo podía saber él que aquel trozo de tela tirado en el suelo era un carísimo vestido de marca? ¡Santo Dios, se había puesto como una fiera por aquel trapo anaranjado! No le gritó, fue mucho peor. Se lo quedó mirando con aquella implacable cara asiática suya, inescrutable, inalcanzable e inconmovible como la de un gato. No era raro que él prefiriera a los perros. Cuando las cosas iban mal, eran las mejores criaturas para tener cerca: indulgentes, constantemente alegres, todo el tiempo «vamos a jugar», moviendo el rabo, «guau-guau» y «ráscame la barriga, por favor». Podía tener la certeza de que ninguna neurosis insidiosa iba a manifestarse con un arañazo en la nariz.
Cuando Harry despertó de la siesta, a última hora de la tarde, todavía estaba solo, a excepción de los empleados del hotel, que iban y venían sin decir nada. Quizá el grupo había decidido continuar, para visitar más museos, pagodas y monasterios. No era que le interesara asomarse a ninguno de esos sitios, pero consideraba que Walter, al menos, debería haberlo avisado de que iba a perderse todo un día de actividades (¡y sin Marlena!), si no se reunía con ellos a aquella hora impía, para ir en barca a ver el amanecer. Miró el reloj. De un momento a otro, regresarían para la cena. «¿Tan pronto de vuelta?», les diría él en su tono más displicente, disimulando la enorme irritación que sentía en realidad.
A la hora de la cena, Harry finalmente vio a Heinrich, que entró en el comedor con paso despreocupado. Harry corrió hacia el director del hotel, para preguntarle qué planes concretos tenía el grupo para el día. Heinrich consultó su reloj y recorrió la sala con la mirada, como si sólo entonces hubiese notado que estaba vacía.
—¡Ay, ay! —suspiró—. El guía dijo que estarían aquí para la cena.
—Bien, ¿pero dónde están?
—Eso digo yo, ¿dónde? La gente suele llegar tarde cuando está de vacaciones —dijo Heinrich con aparente naturalidad, aunque yo noté que su mirada era evasiva y que tenía la espalda rígida y los hombros tensos. Me pareció que no estaba transmitiendo la verdadera preocupación que sentía. Se inclinó sobre una mesa y arregló unos cubiertos que estaban perfectamente alineados—. Tenga paciencia y, por favor, siéntese a cenar. Esta noche servimos un excelente plato de camarones. Sería una pena que nadie lo probara.
Harry renunció a la cena, pero se llevó cuatro botellas de cerveza birmana, que se bebió mientras iba y venía por el muelle, escrutando el paisaje cada vez más tenuemente iluminado y el lago que se iba oscureciendo. Los botones del hotel, vestidos ahora de camareros, estaban en posición de firmes en el bar, con las manos detrás de la espalda. Cuando Heinrich fue en busca de su quinto bourbon con limón, Harry lo arrinconó.
—Tenemos que hablar.
—Ah, ya veo que sigue mortificándose.
Heinrich dejó caer la ceniza de su cigarrillo en un cuenco esmaltado se sentó pesadamente en una silla de ratán, dio una profunda calada y se puso a contemplar la noche.
Harry permaneció de pie.
—Verá, estoy empezando a pensar que quizá hayan tenido algún tipo de problema.
Heinrich tosió y soltó una pequeña carcajada.
—¡No! Lo dudo mucho.
Su tono era claramente insincero y yo seguía notando su tensión y su duplicidad. Esperaba no tener que informar a las autoridades, al menos no tan pronto. Pero ¿por qué? Estaba protegiendo su propio pellejo, eso es lo que yo veía. Los detalles se me escapaban.
Gesticuló moviendo el cigarrillo en círculos, mientras pensaba qué decirle a Harry.
—Bueno, quizá hayan tenido algún problema insignificante. —Hizo el gesto de coger algo diminuto entre el índice y el pulgar—. Muy pequeño. Podría ser un problema con los motores, o quizá hayan quedado varados a causa de un bloqueo militar del lago. Ha pasado otras veces. Llega algún pomposo personaje de la capital y quiere atravesar el lago para ir a recoger a su amiguita. Entonces la policía impide el paso de cualquier otra embarcación. Dicen que es por razones de seguridad, pero todo el mundo sabe que lo hacen para impresionar a la dama. Creo que sus presidentes norteamericanos hacen lo mismo cuando aterrizan en aeropuertos civiles. Casi toda la ciudad se paraliza. ¿Tengo razón? Así que, ya lo ve, ese tipo de cosas es corriente en todas partes. Condenadamente irritante, pero nadie puede hacer nada al respecto.
—Aun así —dijo Harry—, debemos informar a las autoridades, para que los busquen.
Heinrich gruñó.
—¿Quiere que la policía militar persiga a sus amigos? ¿Eso es lo que quiere? No, no sería una buena idea. En absoluto. ¿Se ha parado a pensar que eso es precisamente el tipo de cosa que de verdad podría acarrearles problemas?
—Dígame, ¿tiene un teléfono?
—A decir verdad, el tendido telefónico se vino abajo durante el último monzón, esas espantosas lluvias que tenemos todos los veranos, y hasta ahora no hemos logrado repararlo. No es fácil encontrar repuestos por estos parajes. Pero eso contribuye a darnos una aura de hotel exclusivo y apartado, ¿no cree? —dijo, guiñando un ojo.
—¿No hay ningún teléfono? —exclamó Harry, retrayendo la cabeza como una tortuga rechazada.
La respuesta de Heinrich le parecía sospechosa.
—¿Cómo demonios hacen para aceptar reservas, si nunca se ponen al teléfono? —preguntó Harry.
Heinrich le dedicó una plácida sonrisa.
—De las reservas se ocupa la agencia de turismo en Yangón. Ellos nos asignan a los turistas, si prefiere verlo así. Recibimos un informe semanal, que nos envían por mensajero. El grupo de usted fue una reserva de último minuto, como ya sabe. Afortunadamente, teníamos plazas.
Harry seguía incrédulo.
—¿Entonces llevan todos estos meses sin teléfono?
—Bueno, para las emergencias, tengo mi teléfono vía satélite, desde luego.
—¡Fantástico! Podemos usarlo para preguntar a la gente de la zona.
—Pero, mi buen amigo, ¡si casi no conozco a nadie! El lago tiene veintidós kilómetros de largo. Además, sería terriblemente caro recurrir al teléfono vía satélite para llamar a diferentes personas, por si hipotéticamente… Después de todo, no puede decirse que sea una emergencia, ¿verdad? Llamar a los vecinos podría causar una alarma innecesaria.
Heinrich se dio cuenta de que no estaba disuadiendo a Harry. ¿Cuánto podría costar hacer unas cuantas llamadas? Muy pronto le presentaría a Harry una factura de doscientos dólares, para cubrir los daños de su bungalow. ¿Por qué no subirla simplemente a doscientos cincuenta? Heinrich se frotó la barbilla.
—Supongo que podría llamar a mis colegas de los bungalows Isla dorada y a algunos sitios más. ¿Qué le parece?
—¡Excelente! Muchísimas gracias.
—De nada.
Heinrich se dirigió a su habitación, detrás de la Gran Sala. Minutos después, volvió a paso de marcha y con expresión de ira.
—¡Me han robado el teléfono vía satélite! —exclamó, dando un puñetazo en la mesa que hizo saltar a uno de los camareros—. ¡Esto ya es demasiado! El generador, pase, pero esto… ¡Han llegado demasiado lejos!
—¿Quiénes han llegado demasiado lejos? —preguntó Harry—. ¿Tiene esto algo que ver con…?
Heinrich agitó las manos con impaciencia y comenzó a aullar órdenes en birmano a un par de hombres que se habían asomado desde la cocina Los dos asintieron y salieron corriendo del edificio. Después, Heinrich se volvió otra vez hacia Harry.
—Estamos teniendo problemas con los robos. No se llevan las pertenencias de nuestros huéspedes, no tema; pero nuestros equipos desaparecen como el contenido de un reloj de arena. Y ahora, ¡mi teléfono vía satélite! ¡Dios santo, me costó una fortuna en francos suizos!
Ya no se habló más sobre lo que convenía hacer. Tendrían que esperar hasta la mañana siguiente, pues sólo entonces podrían enviar una lancha con un grupo de exploradores en busca de los huéspedes desaparecidos.
Durante la larga noche, Harry permaneció despierto, esperando a que se presentara el centinela de reemplazo para cubrir la guardia. Finalmente, el hombre llegó navegando por el lago, retrasado pero listo para servir. Era el pescador borracho, que prorrumpió en un quejido que a Harry le pareció suficiente para hacerle saltar al firmamento sus dientes de estrella. A los acordes de aquellos maullidos, Harry cerró los ojos y empezó a soñar que Marlena regresaba a su lado, sólo que esta vez él era un árbol y ella un mono. Fui yo quien sembró esa imagen en las resbaladizas riberas de su cerebro, donde los sueños se deslizaban y caían. Harry sintió que Marlena trepaba por su tronco y se acurrucaba contra él, aplastando sus pechos contra el dorso del árbol. Después le clavó los dedos para sujetarse, y siguió apretando, hasta perforarle el corazón. Pero él podía soportar el dolor. El dolor era necesario. El amor lo hacía así.
La última vez que informé acerca de nuestros intrépidos y hambrientos viajeros estaban caminando entre enredaderas y malezas para llegar al lugar llamado Nada, donde creían que se encontraba el sitio elegido para su comida de Navidad. En su recorrido por la selva, pasaron junto a muchas Cosas Sin Nombre, criaturas que ni siquiera llegaron a ver, porque estaban tontamente ocupados pensando en dónde poner los pies, mientras sorteaban troncos caídos y marañas de bejucos. También retorcían el torso, para eludir las ramas espinosas y las hojas donde probablemente acechaban insectos que, en opinión de Heidi, debían de estar genéticamente programados para implantarles la encefalitis y la fiebre de la jungla.
Pero yo sí que veía los detalles del mundo que estaban recorriendo. Ahora que tenía los dones de Buda, podía dejarme fluir sin preocuparme por cuestiones de seguridad, y entonces las formas ocultas de la vida se manifestaban: una serpiente inofensiva de rayas iridiscentes, miríadas de hongos, floridas plantas parásitas de colores y formas que evocaban las turgencias de la sexualidad… Todo un tesoro de cérea flora y húmeda fauna, endémicas de aquel rincón oculto de la Tierra y aún desconocidas por los humanos, o al menos por los que asignan etiquetas taxonómicas. Me di cuenta entonces de lo mucho que nos perdemos de la vida mientras formamos parte de ella. Somos ciegos al noventa y nueve por ciento de las glorias de la naturaleza, porque para verlas deberíamos tener simultáneamente visión telescópica y microscópica.
Mis amigos avanzaban con esfuerzo, acompañados por una orquesta de ramitas quebradas, silbidos de aves y el zumbido nasal de una rana arborícola macho, pregonando su deseo de saltarle encima a una rana hembra. Bennie respiraba ruidosamente y de vez en cuando tropezaba. Tenía manchas rojizas en la cara, a causa del agotamiento y el acné rosáceo. En una guía de viajes de aventura —iba refunfuñando para sus adentros—, la presente excursión aparecería clasificada como «extremadamente difícil, sólo para expertos», con cinco bastones de excursionista de los cinco posibles, para disuadir a la gente. Pero no, no era cierto. No era tanta la dificultad, y Vera era la prueba. Si el recorrido hubiese sido más arduo, sencillamente se habría parado y habría proclamado:
—Seguid vosotros y enviadme una postal cuando os estéis recuperando en la unidad de cuidados intensivos.
Eso fue lo que dijo, varios años antes, cuando íbamos subiendo la senda que conduce al monasterio de Taktsang, en Bhután. Lo dijo varias veces y se negó a ir más allá de la posada donde servían café. Pero aquí siguió subiendo con los demás. Era extraño, sin embargo, que fuera recitando en francés:
—Je tombe de la montagne, tu tombes de la montagne…
Durante casi una hora, el grupo siguió caminando laboriosamente. Cuando se toparon con el enésimo árbol de teca caído, Bennie les gritó a los birmanos que abrían la marcha:
—¡Eh, vosotros! ¿Podríamos hacer un alto para descansar?
Mancha Negra y Grasa se volvieron.
—Ninguna preocupación —contestó Mancha Negra, utilizando la misma frase vacua que nos venía siguiendo desde China.
Grasa y él tuvieron una conversación privada.
—Adelántate y anuncia a todo el mundo nuestra llegada —le dijo Mancha Negra a su primo.
Momentos después, Grasa partía a la carrera, mientras Mancha Negra volvía con los viajeros, que para entonces habían asumido diversas posiciones de reposo sobre el enorme tronco caído, con su colosal laberinto de raíces. Debajo había árboles más pequeños aplastados, con las ramas proyectadas en diferentes ángulos, como brazos fracturados.
—¡Santo cielo! —le dijo Bennie a Mancha Negra, con almibarado sarcasmo—. ¡Sí que está siendo divertida esta pequeña marcha de la muerte que nos habéis preparado!
—Gracias —contestó Mancha Negra.
—¿Cuándo llegaremos a ese sitio? —preguntó Vera.
—Pronto —respondió Mancha Negra—. Estamos caminando solamente un poco más por este camino.
—¡Pronto! —repitió Vera con un suspiro, mientras se abanicaba con el fular—. Eso es lo mismo que dijo hace una hora.
Después se volvió hacia Mancha Negra y le preguntó:
—Perdone, ¿podría decirnos cómo se llama usted?
—Ustedes pudiendo llamar a mí Mancha Negra.
Esmé se desplomó con un profundo suspiro sobre una roca y comenzó a arreglarse la cara con expresión de absoluto cansancio. Pupi-pup chilló con simpatía, saltó de su cabestrillo y se puso a lamer la mano de su cuidadora. Esmé soltó la sombrilla de papel que había comprado esa mañana, que cayó rodando a su lado. Como había insistido silenciosamente para llevarla consigo, no podía quejarse. Normalmente, Marlena se lo habría reprochado y la habría obligado a cargar el objeto de su impetuoso deseo hasta que admitiera su equivocación. Pero esta vez, Marlena tendió la mano y recogió la sombrilla. Había sido una locura comprarla y deberían haber dejado esa cosa tan aparatosa en el camión, pero Esmé había dicho:
—Necesitamos un parasol, por si hace muchísimo calor y a Pupi-pup le hace falta un poco de sombra.
¿Parasol? ¿De dónde habría sacado Esmé esa palabra? Bueno, lo importante era que finalmente su hija había vuelto a hablarle. No sabía si aún seguía molesta, porque era difícil deducirlo de su estado de ánimo, que oscilaba entre la impaciencia y el cansancio, por un lado, y las ganas de jugar y hacer tonterías con la perrita, por otro. Aun así, Marlena estaba preocupada. ¿Qué habría visto Esmé la noche anterior? ¿Lo habría visto todo?
Marlena sintió una gota en la coronilla. La humedad del aire hacía que las ramas sobre sus cabezas sudaran tan profusamente como Bennie. Se cubrió con el parasol. En lo alto, en el dosel de la jungla, un mono que volaba de rama en rama dejó caer unos goterones que tamborilearon sobre el tenso papel encerado.
—¡Eh, mami! —exclamó Esmé con evidente orgullo—. Ha sido una suerte comprar la sombrilla, ¿verdad?
—Tienes toda la razón, Wawa —convino Marlena, feliz de ver feliz a Esmé.
Más gotas cayeron sobre la sombrilla, y le recordaron a Marlena el intento de Harry de apagar el fuego. Pensó en el vestido empapado que había usado para azotar las llamas y en los churretes grises que habían caído a la cama y al suelo. Volvió a ver a Harry, desnudo y perplejo, intentando discernir el significado de la mosquitera chamuscada, como si fuera un móvil de Calder en un museo. ¡Parecía tan perdido como un niño pequeño! Después recordó su cara, la forma en que la había mirado antes del incendio, la pura lascivia en sus ojos y su boca entreabierta. Se estremeció y soltó una risita.
—¡Mami! —oyó que la llamaba Esmé—. ¿Tenemos algo de comer? Me estoy muriendo de hambre.
En un instante, la inundó una oleada de dedicación materna, y se puso a buscar en su bolso las provisiones de caramelos y frutos secos.
Esmé eligió entre el surtido y después dijo:
—¿Nos devuelves el parasol a Pupi-pup y a mí? Aquí también nos están cayendo gotas.
Wyatt se había acostado cuan largo era sobre un tronco y Wendy estaba quitando hojas y ramitas de la ondulada cabellera de su amado. Recorrió con un dedo su nariz y le sopló en los párpados con juguetona coquetería, lo que hizo que él riera y la apartara con la mano.
—Para —dijo.
Ella volvió a soplar.
—Para —repitió—. Por favor.
Ella necesitaba su constante atención, la prueba de que él la adoraba tanto como ella a él, y si insistía, era porque él aún no había dicho el ansiado «te quiero». Visto del lado de Wyatt, era un juego infantil y asfixiante. Hubiese deseado que Wendy simplemente disfrutara del momento, en lugar de empeñarse en hacer algo a cada minuto. Lo había pasado mucho mejor con ella al principio, cuando parecía despreocupada y no exigía su atención, sino que la atraía naturalmente.
Rupert, con sus flexibles rodillas jóvenes, se había acuclillado en imitación de los lugareños. Había descubierto un árbol enorme y habría dado cualquier cosa por escabullirse y trepar por él. Pero su padre le había advertido severamente que tenía que quedarse con el grupo. Sacó su novela de la mochila y se puso a leer.
Vera se enjugaba el sudor de la cara con el borde del fular. Llevaba unos minutos considerando ideas para ofrecer a sus subalternos un tonificante discurso sobre la confianza en uno mismo y la perseverancia, esos anticuados conceptos de la época de su bisabuela. O quizá pudiera escribir un libro sobre el tema. Podía verse a sí misma, escribiendo que ese viaje había sido el punto de partida para el libro: «Allí estaba yo, una mujer de sesenta años, sin la capacidad pulmonar necesaria para subir el equivalente a un edificio de cien pisos. Y si bien en el aspecto físico podría haber pedido ayuda, sólo yo podía ayudarme en el aspecto mental. Se trataba casi tanto de resistencia mental como de…». Hizo una pausa para pensar si eso era cierto. Estaba brillante de sudor y la punta de un helecho se le había insertado en el pelo esponjoso, por lo que parecía gallarda y hermosa, como una cazadora.
Los otros se habían recostado contra árboles caídos. Los crujidos y chasquidos de la vegetación se habían detenido, las respiraciones agitadas se habían vuelto más lentas y apacibles, y el silencio descendió, pesado como una nube de tormenta. En lo alto se oía de vez en cuando el ocasional ulular de un mono, ¿o quizá fuera algo más peligroso?
—¿Qué clase de animales hay por aquí? —preguntó Wendy, escrutando el denso follaje.
Dwight soltó una histriónica carcajada.
—¡Leones, tigres y osos, Dios mío!
—A decir verdad —intervino Moff en tono jovial—, sí que hay tigres y osos en Birmania.
Las cabezas se volvieron hacia él.
—¡Estás de broma! —dijo Wendy.
—Venía en el material que nos dio Bibi —añadió Heidi—. Había toda una sección sobre flora y fauna.
Moff empezó a enumerar los animales:
—Un ciervo pequeño que emite una especie de ladrido, tapires grandes como asnos, gibones y elefantes, desde luego, y también un zorro volador, rinocerontes y el surtido habitual de loros, pavos reales, molestos insectos picadores, sanguijuelas todavía más molestas, najas aún peores y una cobra krait mortalmente venenosa. Te mata en cuestión de una hora, paralizándote los músculos, por no hablar de lo que puede hacerte un oso o un tigre cuando ya no eres capaz de salir corriendo.
Bennie habló:
—Seguramente, la agencia turística ha dado el visto bueno a esta área y puede garantizar que estamos en un lugar sin peligro.
Miradas cautelosas comenzaron a recorrer los bordes oscuros de la selva. Desde Lijiang, ya no confiaban tanto en que las opiniones de Bennie estuvieran bien fundamentadas. Moviéndose lentamente, levantaron los pies y se inspeccionaron el dorso de las piernas, para ver si llevaban pegadas criaturas venenosas y chupasangres.
—Por eso siempre uso ropa con repelente de permetrina incorporado y DEET al ciento por ciento —dijo Heidi.
—Hablas como en un anuncio —bromeó Moff.
—Y por eso llevo esto —añadió Heidi, levantando su improvisado bastón de excursionista, que era una simple rama larga y delgada.
—¿Y crees que eso va a impedir que te ataque un tigre? —le dijo Dwight con sorna.
—Una serpiente —respondió ella—. Lo planto delante, por donde camino, ¿lo veis?
Movió el bastón entre las hojas del suelo. Un escarabajo empapado de humedad salió huyendo.
—De este modo —prosiguió—, si hay una serpiente o alguna otra cosa atacará primero al palo o se marchará.
Los otros comenzaron a buscar entre los árboles un palo del tamaño adecuado. También Dwight. Así equipados, pronto se pusieron en camino. Cada pocos minutos, un grito o un improperio horadaba el aire, señalando que uno de ellos había hallado alguna horripilante criatura adherida a una pernera de su pantalón. Entonces, Mancha Negra se acercaba y espantaba al bicho.
—¿Qué es ese sitio al que vamos? —preguntó Bennie—. ¿Una aldea?
—No, aldea no. Más pequeño.
—Más pequeño que una aldea —reflexionó Bennie—. Vale. Un caserío un asentamiento, un suburbio… una finca privada, un enclave, una urbanización vallada… una micrometrópolis, un complejo, una prisión…
Vera se echó a reír, oyendo la lista de Bennie.
—Es un lugar —dijo Mancha Negra—. Lo estamos llamando Nada.
—¿Y cuánto falta para llegar a ese lugar llamado Nada? —preguntó Bennie.
—Muy poco —prometió Mancha Negra.
Bennie exhaló un profundo suspiro.
—Eso ya lo hemos oído antes.
Pocos minutos después, se detuvieron, y Mancha Negra señaló algo que les pareció el cauce de un riachuelo, que discurría a lo largo de una hondonada en la montaña.
—Justo al otro lado —dijo.
Pero a medida que se fueron acercando, advirtieron que se trataba de un despeñadero que se extendía a uno y otro lado, hasta donde alcanzaba la vista, y que medía unos seis metros de ancho y tenía una profundidad aterradora. Mirando hacia abajo, sólo se veía un vertiginoso laberinto de quiebros y curvas que descendían en espiral, de tal manera que resultaba imposible determinar dónde estaría el fondo. Parecía como si el corazón de la tierra se hubiera agrietado y hubiera partido la montaña.
—Podría ser una fosa de hundimiento —señaló Roxanne—. Vimos una en las Galápagos. Ciento ochenta metros de profundidad, o al menos eso se creía. Nadie lo sabía con certeza, porque ninguno de los que habían bajado a explorar había vuelto.
—Gracias por contárnoslo —dijo Bennie.
Atravesaba el abismo un puente de aspecto endeble, hecho con tablillas de bambú, unidas con una red de cuerdas. Los extremos estaban atados a gruesos troncos de árbol. No daba la sensación de gran competencia arquitectónica ni de gran rigor ingenieril. Yo diría que se parecía bastante a un perchero de madera apoyado sobre un mantelito individual de varillas. Evidentemente, mis amigos pensaban lo mismo.
—¿Esperan que pasemos por ahí? —chilló Heidi.
—No parece muy estable —convino Vera.
—¡Yo puedo! —gorjeó Esmé, haciendo girar su recuperado parasol.
—Tú no te muevas de aquí —le ordenó secamente Marlena, mientras la agarraba de un brazo.
Raspas fue andando hasta el centro del puente y comenzó a saltar, para enseñar a los turistas que era seguro y resistente. Llegó corriendo al otro extremo, cubriendo los seis metros en cuestión de segundos, y después volvió sobre sus pasos y les tendió la mano.
—Debe de ser seguro —dijo Bennie al grupo—. Apuesto a que estos sitios tienen que respetar unas normas estrictas de seguridad, para ser clasificados como lugares turísticos.
Moff se asomó al abismo y contempló la enorme boca de rocas y maleza, que parecía bostezar. Recogió una piedra del tamaño de un puño y la arrojó al precipicio. Golpeó contra una cornisa, botó y cayó unos quince metros más, antes de topar con otro saliente, unos treinta metros más abajo. El ruido del objeto precipitándose de cornisa en cornisa se siguió oyendo, mucho después de que lo hubiesen perdido de vista.
—Me ofrezco para ser el sacrificio humano —declaró Moff—. Solamente os pido que filméis la escena; de ese modo, si me mato, tendréis pruebas para demandar a quienquiera que haya construido esa cosa.
Roxanne lo enfocó con su cámara.
—Considéralo una de las extraordinarias aventuras de Tarzán —dijo Moff.
Hizo varias inspiraciones profundas, rechinó los dientes y comenzó a avanzar poco a poco, inclinado hacia adelante. Al sentir que el puente se hundía en el centro, dejó escapar un prolongado grito con modulaciones.
—¡Hua-ah-ah-aha!, —parecido al vuelco que le dio el estómago. En cuanto recuperó el equilibrio, siguió andando sin detenerse, y finalmente llamó a Rupert, para que fuera el siguiente en pasar. Si su ex esposa hubiese podido ver lo que estaba haciendo, lo habría mandado a la cárcel por exponer a su hijo a actividades de riesgo.
—Agárrate a los lados —le aconsejó—. Avanza siempre al mismo ritmo tan suavemente como puedas, y acomoda tu cuerpo a las subidas y bajadas, en lugar de reaccionar y empujar en contra.
—O sea, todo lo contrario de lo que has hecho tú —dijo Rupert.
El grupo lo vio avanzar a grandes zancadas, sin agarrarse, como un equilibrista caminando por la cuerda.
—¡Cómo mola! —dijo al llegar al otro extremo.
Mancha Negra, Salitre y Raspas también pensaron que molaba muchísimo.
Uno por uno, todos los demás atravesaron la breve distancia, algunos lentamente y otros a toda prisa, algunos con el aliento de los demás y otros con Mancha Negra delante, guiando sus pasos. Roxanne fue la última en cruzar. Ya le había dado la cámara a Mancha Negra y éste se la había entregado a Dwight, para que documentara su rito de paso. En cuanto todos estuvieron sanos y salvos sobre suelo sólido, los viajeros estallaron en exaltadas felicitaciones, mientras cada uno rememoraba en voz alta sus diez minutos de peligro, hasta que Heidi les recordó que tendrían que volver por el mismo camino después de la comida. Acallada de ese modo su exaltación, prosiguieron el camino.
A sus espaldas, del otro lado del puente, estaban todavía los tres jóvenes con los machetes y las provisiones. En equilibrio sobre los hombros llevaban gruesas varas de bambú, de las que colgaban grandes baterías de doce voltios, el marco de un generador, las chaquetas de sus invitados y una variedad de suministros comestibles. Uno a uno, los intrépidos hombres cruzaron el puente y dejaron su carga en el suelo. Con la destreza que confiere la práctica, uno de ellos comenzó a desatar los nudos que unían el puente a los troncos, mientras los otros dos desenrollaban una cuerda situada en torno de otro árbol, que hacía las veces de cabrestante. Era la cola larga del puente. Con mucho cuidado, soltando la cuerda, los hombres hicieron descender el puente, hasta dejarlo colgando como una inútil escalerilla del otro lado del abismo. Agitaron y movieron la porción de la cuerda que seguía unida al puente, hasta conseguir que se confundiera con las lianas del despeñadero y desapareciera de la vista. El extremo libre lo ataron a las raíces de un árbol que llevaba varios decenios caído. Los helechos lo cubrieron completamente.
Desde su lado del abismo, los habitantes de Nada veían el puente, pero nadie que se acercara desde el otro lado a su hogar secreto podría imaginar que allí había habido alguna vez un puente. Así era como se mantenían aislados y ocultos en un mundo secreto cuya existencia nadie imaginaba, o al menos eso esperaban. Durante el último año, habían tendido el puente cada dos semanas, cuando necesitaban provisiones y consideraban que no había peligro de que hubiera soldados patrullando el área. Si los soldados descubrían el puente, los karen estaban dispuestos a correr hacia las profundas fauces de la montaña y arrojarse en su interior. Mejor eso que ser atrapado, torturado y asesinado. Y si no conseguían suicidarse antes, se arrancarían los ojos, para no tener que ver a los soldados violando a sus hijas y a sus hermanas, o degollando a sus madres y a sus padres. Los soldados —según podían recordar— sonreían cuando empuñaban la bayoneta para hacer que alguien se levantara o se inclinara, como hacen los titiriteros cuando mueven las cuerdas de una marioneta, para contar una de las viejas fábulas Jataka de los birmanos.
Temían a los soldados sobre todo durante el monzón. La lluvia derribaba las techumbres sobre los pequeños porches de la tribu y tenían que vivir entre el fango, quitándose las sanguijuelas cada pocos minutos. En esa época del año, colgaban hamacas de malla de bambú de los árboles y allí se sentaban y dormían. Era entonces cuando venían los soldados del SLORC. Podían tomar toda una aldea por detrás y acorralar a sus habitantes contra un torrente enfurecido, impidiéndoles toda posibilidad de huida, excepto la de arrojarse al agua. Los soldados, algunos de ellos niños de doce o trece años, se apostaban en la orilla, apuntaban los fusiles y se echaban a reír cada vez que hacían diana y el objetivo dejaba de agitar los brazos. A veces lanzaban al torrente una granada, que estallaba y dejaba flotando en la superficie cuerpos sin vida y peces, que después giraban formando remolinos, como las plantas acuáticas. Algunos habitantes de Nada habían perdido así a toda su familia. Había sido un milagro y una desgracia que el Gran Dios los salvara a ellos. Pero ahora era la estación seca, la época en que los soldados cazadores se volvían perezosos y se preparaban para celebrar el Día de la Independencia. El número de soldados había disminuido el año anterior por esa misma época, pero no había pautas seguras en nada de lo que hiciera el SLORC.
Corriendo, Mancha Negra se adelantó a mis amigos, que seguían avanzando con paso cansado. Tenían unos cien metros por delante, antes de llegar a Nada.
Antes, mientras descansaban junto al tronco caído, Grasa había corrido montaña arriba, para anunciar la inminente llegada del Hermano Menor Blanco y su comitiva. Los habitantes de Nada no se movieron ni hablaron. Era el milagro por el que tanto habían rezado. Llevaban tres años presentando ofrendas para que sucediera.
—¿Es cierto lo que dices? —dijo finalmente una abuela.
—Matad una gallina —dijo Grasa—. Esperan un banquete.
Y entonces los miembros de la tribu salieron corriendo en diferentes direcciones. Tenían el tiempo justo para prepararse. Las mujeres sacaron sus mejores galas: chaquetas rectas de cuadros rojos con rombos dorados. Las más ancianas desenterraron sus últimas joyas de plata. Algunas señoras se cubrieron el pecho con una profusión de largos collares de cuentas de vidrio, adquiridas a los antiguos mercaderes, y de cuentas chinas que la familia atesoraba desde hacía cientos de años. Otras sólo las tenían de plástico.
Grasa oyó silbar a Mancha Negra, señal de que había cruzado el puente. Le respondió con dos agudos trompetazos. Medio minuto después, Mancha Negra entró corriendo en el poblado y sus amigos lo rodearon. Hablaban apresuradamente en la lengua karen, incapaces de contener su alegre incredulidad.
—¡Cuántos has traído! —dijo un hombre.
—¡Dios es grande! —exclamó otro.
—¿Cuál de ellos es el Hermano Menor Blanco?
Mancha Negra les contestó que estaba claro, si sabían usar los ojos. Contemplaron a sus salvadores (mis amigos), que se acercaban levantando un pesado pie después del otro, todos ellos agotados, excepto Rupert, que podría haber corrido en círculos a su alrededor y que ahora avanzaba a grandes zancadas, gritando:
—¡Ánimo! ¡Ya casi hemos llegado!
Una niñita flacucha de tres años salió corriendo y se abrazó a las pierdas de Mancha Negra. Él la levantó en el aire y le examinó la cara, deduciendo que su sonrisa y sus carcajadas eran la prueba de que estaba bien y se había recuperado de la malaria. Se la subió a los hombros y siguió entrando en el poblado. La mujer de Mancha Negra contemplaba la escena, pero no sonreía. Cada vez que volvían a reunirse, se preguntaba si recordarían esa reunión como la última.
Mancha Negra era el jefe de aquel pequeño grupo de supervivientes de otras aldeas. Los guiaba siguiendo una política de consenso, ofreciéndoles buenas razones para zanjar los conflictos. A menudo les recordaba su tradición de unidad. Como todos los karen, tenían que permanecer unidos, pasara lo que pasase.
Mis amigos entraron en el poblado y de inmediato se vieron rodeados por una docena de personas de aspecto tribal, que se daban empujones y saltaban para verlos aunque fuera un poco. Oyeron a los lugareños profiriendo un batiburrillo de sonidos. Algunas de las ancianas tenían las manos unidas delante del pecho y les hacían rápidas reverencias.
—Es como si fuéramos estrellas del rock o algo así —comentó Rupert.
Bennie vio que algunos de los hombres abrazaban a Mancha Negra y le ofrecían cigarros. Otros les daban palmotazos en la espalda a Raspas y a Salitre, entre sonoras exclamaciones.
—Esta gente parece muy amistosa con nuestros guías —señaló Bennie—. Walter debe de traer mucha gente aquí arriba.
Mis compatriotas sintieron cierta decepción, al pensar que su «rara oportunidad» quizá fuera un destino turístico corriente.
—¿De qué tribu son? —preguntó Vera a Mancha Negra.
—Son karen —dijo—. Toda buena gente. Los karen son el pueblo primero de Birmania. Antes de haber bamar y otras tribus viniendo a Birmania, los karen ya estaban aquí.
—Ka-ren —repitió Roxanne.
—¿Le gusta el pueblo karen? —preguntó Mancha Negra con una sonrisa.
—Son fantásticos —dijo ella, y su afirmación fue coreada por mis amigos, dispuestos a expresar la misma opinión sobre un pueblo del que prácticamente no sabían nada.
—Bien. Porque yo también soy karen —declaró Mancha Negra, antes de señalar a los otros barqueros—. Ellos son karen también. Lo mismo. Nuestras familias están viviendo aquí, en el lugar llamado Nada.
—¡Ahora entiendo por qué conocían tan bien el camino! —dijo Bennie.
—Sí, sí —asintió Mancha Negra—. Ahora, ustedes están sabiendo esto.
Algunos de mis amigos sospechaban que Walter y Mancha Negra debían de tener algún trato bajo cuerda. Bueno, ¿y qué si lo tenían? El sitio era muy interesante.
Con una estela de lugareños detrás, mis amigos llegaron a un claro más amplio, de unos quince metros de diámetro. Arriba, prácticamente no se veía el cielo, oculto entre las copas superpuestas de los árboles. El poblado estaba parcialmente cubierto de esteras. Cerca del centro había un fogón hecho de piedras apiladas, con una abertura para echar la leña. A los lados, había troncos de teca a modo de mesas, que tenían encima fuentes, con una variedad de alimentos. ¡La comida sorpresa de Navidad! ¡Genial!
Miraron a su alrededor. En los bordes del claro había chozas circulares del tamaño de las casitas que los niños se construyen en los árboles. Observando con más atención, mis amigos advirtieron que efectivamente se trataba de casas en los árboles, sólo que cada una estaba construida en la base hueca de un árbol, con el espacio justo para una o dos personas. Largas raíces esqueléticas formaban las paredes, con tejido de palma para cerrar los espacios entre una y otra. Los techos eran bajos y estaban asegurados con enredaderas y plantas rastreras entrelazadas. Más allá del perímetro, había otras chozas arbóreas y varios refugios pequeños.
—¡Está tan intacto! —le susurró Wendy a Wyatt—. Como si el siglo veinte hubiese olvidado pasar por aquí.
—¿Le gusta? —preguntó Mancha Negra. Estaba henchido de orgullo.
En el poblado se aglomeraban ahora sus residentes (yo conté cincuenta y tres), muchos de los cuales, sobre todo los más viejos, lucían turbantes y casacas negras y rojas. Mis amigos vieron abuelas con el rostro agrietado, muchachas de cara tersa, niños curiosos y hombres con los dientes manchados del jugo rojo del betel, que parecían como si tuvieran las encías sangrando por una enfermedad ulcerativa. La gente gritaba en lengua karen:
—¡Ha venido nuestro líder! ¡Él nos salvará!
Mis amigos sonreían ante la calurosa acogida, y decían:
—¡Gracias! Estamos muy contentos de estar aquí.
Tres niños se acercaron corriendo para verlos más de cerca. ¡Extranjeros en su poblado de la selva! Se quedaron mirando, maravillados. Sus jóvenes rostros eran solemnes y vigilantes, y en cuanto Moff y Wyatt se agacharon, los niños gritaron y salieron huyendo.
—¡Eh! —les gritó Wyatt—. ¿Cómo os llamáis?
Unas niñas con vestidos blancos de arpillera se mantenían a una distancia prudencial, evitando el contacto ocular. Cuando el hombre blanco no las miraba, se le iban acercando poco a poco, con tímidas sonrisas. Uno de los niños corrió hacia Moff, el más alto de los extranjeros, y en el juego universal de la osadía, le dio un palmotazo en la pantorrilla y escapó a toda prisa, con un chillido agudo, antes de que el ogro pudiera alcanzarlo. Cuando otro chico hizo lo mismo, Moff soltó un quejido y fingió estar a punto de desplomarse, para gran deleite de los niños.
Aparecieron otros dos pequeños, un niño y una niña de unos siete u ocho años. Tenían el pelo castaño cobrizo y los dos llevaban la ropa más limpia y con bordados más complicados que los demás. El niño vestía una larga túnica blanca y la niña un vestido occidental de comunión, con orlas de encaje. Vera advirtió consternada que los dos estaban fumando cigarros. En realidad, eran gemelos y, según las creencias de la tribu, eran divinidades. Con actitud resuelta, se abrieron paso entre los demás, cogieron a Rupert de la mano y lo llevaron a ver a la abuela de ambos, que estaba cuidando una marmita junto al fogón de piedra. La anciana regañó a los niños cuando los vio venir.
—No lo arrastréis de ese modo. Coged sus manos con respeto.
Cuando tuvo a Rupert delante, desvió con timidez la mirada y le señaló un tocón para que se sentara, pero el muchacho declinó la invitación. Se soltó de sus admiradores y se fue a recorrer el poblado.
Marlena estaba observando que, a excepción de los gemelos y la gente mayor, muy pocos lucían los trajes distintivos que suelen verse en la mayoría de los espectáculos folclóricos. ¿Sería ésa una tribu auténtica y no un grupo de gente vestida con ropa étnica? Los turbantes que lucían hombres y mujeres no eran decorativos, sino claramente funcionales. Parecían toallas sucias de baño turco, enrolladas sin la menor contemplación por la moda. Y las mujeres y las niñas que vestían sarongs habían escogido chillones motivos de cuadros o vulgares dibujos de flores. Los hombres llevaban harapientos pantalones de pijama y sucias camisetas sin mangas que les llegaban hasta las rodillas. Uno de ellos llevaba una camiseta que por delante tenía el escudo del MIT (Massachusetts Institute of Technology) y, por detrás, el logo de un congreso de informática ¿Quién podía habérsela dejado allí? Sólo unos pocos iban calzados con chanclas de goma, lo que hizo recordar a Marlena las advertencias que recibía en su infancia a propósito de no tocar nunca con los pies descalzos la tierra del suelo, so pena de que gusanos minúsculos le horadaran las plantas de los pies, le subieran reptando por las piernas y le llegaran al estómago, para luego continuar su recorrido hacia arriba, hasta alojarse en el cerebro.
Moff se acercó un poco más a las casas de los árboles. Cuando finalmente comprendió cómo estaban construidas, se entusiasmó enormemente y llamó a Heidi.
—Mira —le dijo, señalando las raíces—. Son higueras estranguladoras. Las he visto en Sudamérica, pero éstas son absolutamente colosales.
—Estranguladoras… —repitió Heidi, con un estremecimiento.
—¿Ves allá arriba?
Entonces, Moff le explicó que las semillas arraigaban en las fangosas grietas del árbol huésped. Después, las raíces aéreas se extendían hacia abajo y rodeaban el tronco, y a medida que el árbol parasitado crecía, las raíces vasculares se iban haciendo cada vez más gruesas y su abrazo se volvía mortal.
—Más o menos como el matrimonio en el que estuve metido hace un tiempo —dijo Moff.
Después, siguió explicándole que el árbol huésped moría sofocado y que se descomponía, gracias a un ejército de insectos, hongos y bacterias, que dejaban solamente el esqueleto del tronco.
—El resultado es ese hueco —dijo Moff—, una acogedora cabaña para roedores, reptiles, murciélagos y, por lo que se ve, para los residentes de esta selva.
Levantó la vista y emitió un silbido de admiración.
—¡Me encanta esto! —añadió—. He escrito algunos artículos sobre el dosel de los bosques lluviosos. Mi objetivo es conseguir que me publiquen alguno en la revista Weird Plant Morphology.
En otro rincón del pequeño poblado resonaron gritos de júbilo. La tribu contemplaba a Rupert, mientras éste cortaba varas de bambú con un machete que le había dado Mancha Negra. A cada machetazo, la tribu estallaba en aclamaciones.
—Ya veis lo fuerte que es —señaló Mancha Negra en karen—. Es otro signo de que es el Hermano Menor Blanco.
—¿Qué otros signos has visto? —preguntó un hombre de mediana edad.
—El libro y las cartas de los nats —respondió Mancha Negra—. Primero hizo que se manifestara el Señor de los Nats, y después hizo que desapareciera y saltara a otro sitio.
Más gente se acercó al grupo, para ver al Reencarnado.
—¿De verdad es él? —se preguntaban unos a otros los habitantes de la selva.
—Se nota que lo es —dijo una mujer joven—, porque tiene las cejas espesas e inclinadas, como los hombres prudentes.
—Parece un artista de televisión —dijo otra mujer, soltando una risita tímida.
—¿Ése es el libro de los Escritos Importantes? —preguntó un hombre.
Mancha Negra explicó que esta vez el Hermano Menor Blanco había decidido traer consigo un libro negro, en lugar de uno blanco. Era parecido al que había perdido el Hermano Mayor, pero éste llevaba por título Misery, «desdicha», en alusión a las viejas Lamentaciones. Mancha Negra sólo había podido leer un poco, pero, por lo que había visto, deducía que el libro versaba sobre los sufrimientos de su pueblo durante los últimos cien años. Si era así, serían los Nuevos Escritos Importantes.
—Pero ¿qué le has visto hacer? —preguntó un hombre que sólo tenía una pierna—. ¿Cómo era el signo?
—Estaban en los muelles, en la ciudad de Nyaung Shwe —les informó Mancha Negra—, y el Hermano Menor reunió fácilmente una muchedumbre a su alrededor, como sólo los grandes líderes pueden hacerlo. Habló con gran autoridad e instó a la gente a creer en su magia.
Justo en ese momento, Rupert pasó por su lado.
—Por favor, señor —le dijo Mancha Negra en inglés, mientras imitaba con las manos el gesto de abrir en abanico una baraja—, ¿será posible mostrar a nosotros la desaparición de las cosas?
—Supongo que sí —respondió Rupert, encogiéndose de hombros.
Sacó el mazo del bolsillo y empezó a barajar las cartas por el aire, haciéndolas saltar.
La tribu estalló en gritos de agradecimiento. Por fin recuperarían la fuerza. Ya no tendrían que comer los frutos podridos del Árbol del Juicio. Para los karen, era evidente que el destino había conducido a Rupert a su poblado. Tenía el mazo de cartas, los Escritos Importantes y las cejas inclinadas. Durante años, aquel grupo desgajado de otros grupos había buscado signos. Sus miembros habían estudiado con atención a cada extranjero que arribaba a los muelles de Nyaung Shwe, el lugar que un siglo antes había recibido la llegada de un extranjero, el Hermano Menor Blanco. Podrían haber interpretado como un signo cualquier otra cosa por ejemplo, un joven rubio con americana blanca y sombrero de paja, o también un hombre con bastón dorado, bigote cuidadosamente recortado y una pequeña cicatriz semejante a un gusano debajo del ojo izquierdo. Igualmente convincente habría sido cualquier truco de ilusionismo, sobre todo la capacidad de cambiarle el sombrero a alguien sin que la persona lo notara, o de abrir un libro y crear la impresión de que Dios estaba pasando las páginas con su aliento. Esa gente tan ansiosa de cualquier clase de esperanza veía lo que quería ver: los signos, la promesa… ¿Acaso no los vemos todos? Esperamos ver signos de que nos salvaremos, o de que estaremos protegidos de futuros daños, o de que gozaremos de inusual buena suerte. Y a menudo los encontramos.
Los habitantes de Nada formaron una fila para estrechar las manos a los visitantes y por señas les indicaron que se acercaran.
—Usad la mano derecha —les aconsejó Bennie—. En algunos países, la izquierda se considera intocable.
Mis amigos hicieron tal como Bennie les había sugerido, pero sus anfitriones usaron las dos manos para estrecharles la mano derecha. Les sacudían la mano suavemente, arriba y abajo.
—Dah ler ah gay, dah ler ah gay —susurraba la gente de la jungla, y a continuación hacía una pequeña reverencia.
A Marlena la sorprendió sentir la aspereza de su piel, incluso en los niños. Tenían las manos encallecidas y cubiertas de cortes. La conmociono ver a un hombre que sólo tenía dos dedos huesudos en una mano, y que le apretó la suya como si quisiera quedarse con tres de sus dedos de repuesto.
Marlena, que estaba junto a Rupert, notó algo curioso mientras recorrían la fila de sus anfitriones. Cuando le daban la mano a Rupert, los karen bajaban la vista, se tapaban la boca y hacían una reverencia mucho más profunda. Primero pensó que sería el saludo reservado a los hombres, pero después vio que a Moff y a Dwight les dedicaban las mismas leves inclinaciones que a ella, y nadie parecía tener problemas en mirarlos directamente a los ojos. ¡Quién sabe cuántos tabúes y costumbres había en el poblado!
Unas niñas descubrieron la perrita que Esmé llevaba abrazada contra el pecho.
—¡Bu-bú, bu-bú! —gritaron, señalándola.
Todos rieron, excepto Esmé. Varios niños intentaron acariciarla, pidiéndole permiso a Esmé con la mirada.
—Está bien, pero sólo la cabeza —las instruyó Esmé con firmeza y expresión vigilante—. Así, con suavidad.
La perrita lamió la mano de cada niño como si fuera una bendición.
Roxanne le hizo señas a Mancha Negra para que se acercara y le enseñó la cámara.
—¿Puedo filmarlos? ¿No les importará?
—Sí puede. Por favor —respondió él, haciendo un amplio gesto con las manos, como para sugerirle que podía filmar todo lo que estaba a la vista.
Primero Roxanne hizo una panorámica, girando sobre sí misma para hacer una toma de trescientos sesenta grados, al tiempo que narraba dónde se encontraban y lo amables y acogedores que habían sido los karen. Entonces vio a Dwight.
—Cariño —le dijo—, ¿puedes ponerte al lado de esas mujeres que tienes detrás?
Él conocía la estratagema. En lugar de filmarlo a él, Roxanne quería captar a las mujeres lugareñas en actitud natural. Pero en cuanto pulsó el botón de grabar, las ancianas comenzaron a saludar, mirando directamente a la cámara.
—¡Qué actrices! —dijo Roxanne, devolviéndoles el saludo—. Ésta es la tribu karen. Como podéis ver, todo es realmente primitivo por aquí, intacto por el siglo XX. Estamos en este precioso lugar… —prosiguió su narración, para la película.
Wyatt y Wendy estaban hablando con dos muchachas.
—América —dijo, señalándose a sí misma—. América —añadió después señalando a Rupert.
—Méraga, Méraga —repitieron las chicas.
Mancha Negra les explicó en su dialecto:
—Son de Estados Unidos.
—Eso ya lo sabemos —repuso una de las chicas—. Ahora nos están diciendo sus nombres. Los dos se llaman igual.
—¡Qué gente tan amistosa! —señaló Wyatt, mientras dejaba a dos niños mirar la foto que acababa de hacer con su cámara digital.
El resto de mis amigos también estaban entregados a la tarea de conocer a los lugareños, procurando sacar el máximo partido a la actividad cultural. Bennie intentó comprar un par de cosas que le parecieron interesantes (una taza de bambú, un cuenco de madera…), pero cuando preguntó el precio, con la intención de pagar el doble de lo que le pidieran, los dueños de los objetos insistieron en regalárselos.
—¡Son tan generosos! Y su generosidad vale el doble porque son pobres —le comentó a Vera.
Casi toda la atención, naturalmente, se concentraba en Rupert. La gente lo rodeó y lo llevó hacia una larga tabla tallada, donde lo esperaba un banquete, o al menos lo que una tribu atormentada por años de penurias consideraba un banquete. Mancha Negra formuló la invitación:
—Por favor, nosotros lo estamos invitando a comer, señor.
A mis amigos, el festín de la jungla no les pareció muy bien preparado, pues consistía en una sucesión de lo que Moff llamaba «carnes misteriosas» y sustancias verde-grisáceas, algunas brillantes, otras fangosas, y ninguna de ellas con aspecto de ser comestible. Aun así, pronto descubrirían que la comida era en realidad deliciosa. Había hierbas de la estación, arroz gomoso y hojas de varios árboles y arbustos de la selva. También había, en primorosos cuencos fabricados con los nudos ahuecados de los árboles, tubérculos y semillas, tallos y brotes, pequeñas yemas sabrosas como los pistachos o las almendras, y setas de todo tipo, recogidas al pie de los árboles, desecadas y conservadas para ocasiones como ésa. En las bandejas más grandes, había juncos tiernos, y en el otro extremo de la mesa larga y estrecha, había cuencos con raíces, huevos fermentados en rodajas, larvas asadas y una valiosa gallina. Para dar color y sabor a los manjares, se habían utilizado todos los condimentos y conservas almacenados en la cocina primordial: pasta de camarones, cúrcuma, pimientos picantes, curry, copos de ajo seco en lugar de ajo fresco, verduras en conserva, pimentón, sal y azúcar. Al lado de la gallina, el más preciado de los platos era el talapaw, una sopa de verduras preparada por la abuela de los gemelos, conocedora de las proporciones exactas de especias y pimientos, que había pellizcado con los dedos y mezclado con arroz machacado, salsa de pescado y judías verdes, ingredientes traídos por Mancha Negra en su última incursión a la ciudad. Para amalgamar tantos sabores diversos, en medio de la mesa había una gran fuente de arroz blanco.
La abuela de los gemelos le indicó a Rupert que fuera el primero en llenar su cuenco.
—Vale —dijo él en tono uniforme—. Ahora mismo empiezo.
Después del primer bocado, arqueó las cejas.
—No está mal —dijo después del segundo.
Las chicas que estaban a su lado no levantaban la vista; aun así, se les iluminó la cara y rieron con timidez cuando él asintió y expresó su agrado levantando el pulgar. Dos niños imitaron su gesto.
Marlena se inclinó y le dijo a Moff:
—Creo que Rupert ha encontrado admiradoras.
Cuando terminó la comida, Roxanne empuñó la cámara, para captar el feliz momento. Bennie se situó junto a la mesa del banquete, que todos señalaban, saludó a la cámara y exclamó:
—¡Hola, mamá! ¡Lo estamos pasando en grande! Y la comida es muy buena. ¡Nos encanta!
Marlena intentó pensar en algo que decir a propósito de las higueras estranguladoras.
—Nuestra nueva casa… —dijo en tono jocoso, indicando la maraña de raíces aéreas—. El alquiler es supereconómico. El jardín es enorme y hay un montón de árboles. Hemos decidido instalarnos.
A Rupert lo sorprendió la cámara enseñando otro truco de cartas a la tribu. Miró al objetivo y sonrió.
—Tal como me están yendo las cosas, no creo que vaya a irme nunca de este sitio.
De pronto, se oyó el grito agudo de un niño y todos guardaron silencio. Las cabezas se volvieron hacia el niño de pelo cobrizo con un cigarro humeante colgando de la boca. Estaba de pie sobre un tocón, con aspecto trastornado. Se balanceaba adelante y atrás. Su hermana gemela se subió a otro tocón y también comenzó a balancearse. Con la vista fija en el vacío, el niño parecía estar en trance, mientras movía el torso al ritmo de su plañidero canto. Los habitantes de la jungla cayeron de rodillas, cerraron los ojos, juntaron las manos y empezaron a rezar. La abuela de los gemelos se puso en pie y se dispuso a hablar.
—Empieza la función navideña —anunció Moff—. Ésta debe de ser la escena del pesebre.
Mis amigos miraron a su alrededor. ¿Quiénes eran aquellas gentes? No podían comprender lo que estaban haciendo los gemelos, aunque indudablemente les parecía muy extraño. Sin embargo, yo misma había podido comprobar, cada vez con más frecuencia, que con la actitud adecuada, la Mente de los Otros y un oído atento a las conversaciones ajenas es posible conocer muchas verdades.