Sin rastro
Era la víspera de Navidad. A las nueve y media, Marlena prestó oídos a la sonora respiración de su hija y entró de puntillas en el cuarto de baño. Se pasó rápidamente la maquinilla de afeitar por las piernas y se las masajeó con una loción de ámbar gris. Se quitó la gruesa ropa interior, confiando en que la humedad le borrara de la piel la marca de los elásticos, y se puso un etéreo vestido de corte recto, del color del sorbete de mandarina. Con el corazón palpitando, como si ella fuera la hija y no la madre, pasó junto a la cama de Esmé y salió por la puerta, para deslizarse por la pasarela de madera hasta el bungalow de Harry.
Por fin estaban juntos, Harry y Marlena, tumbados bajo la mosquitera, con sus cuerpos desnudos iluminados por el resplandor amarillo de una vela de citronela. Marlena apretó con fuerza los ojos, mientras su mente libraba con su cuerpo una desigual batalla entre conservar el control o perderlo completamente. Harry trazaba pequeños círculos sobre su cuello, sus hombros y sus pechos, besando cada centímetro de piel y volviendo a su boca, para seguir después la senda hacia abajo. Sobre el rostro de Marlena se extendió una calidez que la sorprendió. Tanta pasión. Tanto calor. Tanto… ¿humo?
De pronto, Harry lanzó un grito y se tiró de la cama, arrastrando a Marlena consigo. Ondulando y flotando, la mosquitera cónica había llegado hasta la vela encendida y ahora parecía un nevado árbol de Navidad en llamas, con la fina malla blanca convertida en una ennegrecida red de temblorosos filamentos. En cuanto consiguió ponerse en pie Marlena abrió la puerta de par en par, al grito de «¡Fuego! ¡Fuego!». Estaba a punto de salir corriendo, cuando recordó que estaba desnuda, por lo que se quedó paralizada en la puerta, con el rostro vuelto hacia la resplandeciente habitación en llamas.
—¡Tenemos que salir! —gritó.
Pero Harry ya estaba funcionando en modalidad heroica. Agarró un trozo de tela que encontró en el suelo, le echó por encima una botella de agua que había en la mesita de noche y lo usó para azotar las llamas, que ya lamían el techo. Segundos más tarde, después de una eternidad, Harry soltó el trapo mojado.
—Está apagado —anunció con gesto agotado. Marlena encendió la luz. Los jirones carbonizados de la mosquitera flotaban como un fantasma chamuscado.
Bajo la azulada luz fluorescente y entre residuos negruzcos, Harry y Marlena hubieron de confrontar las diversas concavidades y convexidades de sus respectivas desnudeces, esta vez sin el indulgente resplandor del deseo y de la llama de una vela y, al poco tiempo, sin intimidad. ¿Qué era aquello? ¡Hombres gritando, pasos resonando por la pasarela! Harry y Marlena buscaron frenéticamente su ropa, que tan poco tiempo atrás habían abandonado en el suelo con felices sacudidas. Harry consiguió localizar sus pantalones y ya estaba intentando meter una pierna, pero Marlena no encontró más que un trozo ennegrecido y mojado de gasa anaranjada, que de inmediato identificó como los patéticos restos de su vestido, que había sido utilizado para apagar el fuego en más de un sentido. Soltó un gemido y, en ese preciso instante, cuatro birmanos armados con extintores entraron corriendo. Marlena huyó entre gritos al cuarto de baño, exactamente un segundo demasiado tarde.
Aunque el fuego estaba apagado, los hombres rociaron por si acaso el techo humeante y la mosquitera chamuscada, turnándose para descargar chorros de polvo blanco, que estallaban contra las cenizas y formaban nubes de lluvia gris. Pronto apareció Rupert, seguido de Moff, Dwight, Roxanne y Vera. El único que no oyó nada fue Bennie, que tenía puesta la mascarilla del aparato de presión positiva continua. Desde sus bungalows, a través del agua, los otros preguntaban:
—¿Qué ha pasado? ¿Estáis todos bien?
Marlena se puso una camiseta y unos bóxers de Harry. Cuando volvió al dormitorio, vio una expresión lastimera. Esmé estaba de pie en el vano de la puerta.
Poco después, Harry vio a Marlena marcharse con su hija. Estaba demasiado ofuscada para hablar, y había desechado sus preguntas y sus disculpas con vagos gestos de la mano. Los hombres se habían llevado la mosquitera destrozada, habían arrancado de la cama las sábanas arruinadas y ahora él estaba solo. El colchón desnudo y mojado le recordó a Harry un vergonzoso incidente de su infancia.
—¿En qué estarías pensando? —le habían gritado su madre y Marlena. La jaqueca empezó a palpitarle en las sienes.
Como no podía dormir, se sentó al borde de la otra cama gemela intacta y comenzó a pegarle puñetazos a la almohada, mientras maldecía su suerte. Si algo podía torcerse, seguramente se torcería. Recordó la cara de Marlena y su expresión avergonzada, con una toalla demasiado pequeña tapándole el cuerpo encorvado, mientras le rogaba a su hija que volviera al bungalow de ambas y la esperara allí. Pero Esmé se había quedado en la puerta, inescrutable y sin decir palabra.
Una hora después, Harry se terminó la botella de champán que había adquirido al exorbitante precio de Heinrich. La había comprado para brindar por el comienzo de su relación amorosa con Marlena. Dejó la botella y se puso a buscar en su maleta de mano el litro de alcohol libre de impuestos que había comprado en el avión. Allí estaba Johnnie Walker Black, su buen amigo escocés para la noche solitaria. Fuera, un pescador intha, obviamente borracho hasta las cejas, empezó a bramar con operístico vigor. En el anfiteatro formado por el lago y el semicírculo de bungalows flotantes, su serenata atronaba y reverberaba para un público cautivo. El canto le sonaba a Harry como el quejido del universo. En tono meditativo, se dijo que era espantoso, ideal para la ocasión.
La noche anterior, Walter les había asegurado que el madrugón valdría la pena.
—Ver salir el sol el día de Navidad es el mejor regalo que pueden hacerse —les había dicho—. Iremos en dos de las lanchas a un sitio maravilloso junto al lago. Traigan ropa de abrigo y calzado resistente, nada de chanclas, porque vamos a caminar un poco. Después de ver amanecer, visitaremos varias fábricas: de papel, de telas y de cigarros. Traigan la cámara y algo para comer a media mañana. Si no están en las lanchas a las seis y cuarto, supondré que han preferido quedarse durmiendo. En ese caso, nos encontraremos en el Gran Salón, para el almuerzo.
A las cinco y media de la mañana, todos, excepto Harry, se levantaron para tomar un desayuno madrugador. Harry, por su parte, después de pasar casi toda la noche escuchando al pescador borracho, había conseguido dormirse hacia las cuatro. Con tanto alcohol en el torrente sanguíneo su narcotizado cerebro lo mantuvo adormecido casi hasta mediodía, que fue cuando se despertó con una resaca monumental.
En la otra punta del hotel, también Heinrich se estaba despertando. Con frecuencia se acostaba y se levantaba tarde. Se dio una ducha vivificante, se puso los pantalones y la camisa de seda y, balanceando los brazos y golpeteando a cada paso el suelo con las sandalias, se dirigió al comedor, para recibir a sus huéspedes a la hora del almuerzo. Se llevó una sorpresa cuando vio que la sala estaba vacía, a excepción de la Famosa Estrella de Televisión.
—¿No han vuelto todavía? —preguntó.
—Por lo visto, no —respondió Harry, y sorbió su café.
—¿Y usted se ha quedado?
—Por lo visto, sí.
Heinrich se fue a su despacho, para reunirse con tres de sus empleados y organizar la jornada. Echó un vistazo a la programación que le había dado Walter. Se suponía que el paseo matinal para ver amanecer y hacer compras iba a durar unas pocas horas, con regreso a las diez o diez y media y almuerzo a las doce. Quizá habían decidido prolongar las compras navideñas.
Los empleados le informaron del incendio de la noche anterior. Le hablaban en birmano. No, nadie había resultado herido, le dijeron.
—¿Ninguno saltó al lago?
Los hombres rieron. No, esta vez no, pero el hombre brincaba de miedo. Le dijeron que había sucedido en el bungalow de la mustia estrella de televisión que ahora estaba en el comedor. Los daños no habían sido importantes. Los operarios ya estaban reemplazando las secciones arruinadas del tejido de ratán del techo. La cama se secaría por sí sola. ¿Instalaban otra mosquitera?
Heinrich se rascó la cabeza. Había pensado poner mosquiteras ignífugas, pero el hijo de uno de los peces gordos locales le había insistido para que comprara las que fabricaba su tribu, que eran de un tejido menos moderno, prohibido en otros países. Aquélla era la tercera vez que se incendiaba un bungalow.
—Pongan otra mosquitera, pero quiten las velas —decidió Heinrich.
También había una señora en la habitación de la Estrella de Televisión, le dijeron a Heinrich los empleados. Una mujer desnuda. Los hombres rieron entre ellos.
—¿Cuál de ellas? —preguntó Heinrich en birmano.
La señora china, le dijeron. Él asintió con la cabeza, reconociendo el buen gusto de Harry.
—También lamentamos informarle, jefe, de que ha habido otro robo.
Heinrich suspiró.
—¿Qué ha sido esta vez?
—El generador de la bicicleta.
Era el que usaban para cargar baterías de doce voltios, durante los frecuentes apagones.
—Esta vez se han dejado la bicicleta.
—¿No estaba cerrado con candado el cobertizo, tal como ordené?
—Se llevaron el candado. Lo cortaron limpiamente.
—¿Y los perros de los guardias?
—Estaban en el corral, masticando huesos frescos.
Heinrich contó los objetos robados en los últimos seis meses: un televisor pequeño, una antena parabólica para captar ilegalmente los canales internacionales, una bicicleta, una linterna recargable a mano, varias baterías grandes de doce voltios, una caja de pipas de girasol con sabor a jengibre y, ahora, el generador de pedales.
—Id al pueblo y averiguad si el generador está a la venta en el mercado negro. Si está, denunciadlo a la policía y volved a informarme.
Pero Heinrich sabía que era muy poco probable que volvieran a encontrar el generador. Aun así, lo mejor era seguir el procedimiento apropiado. Sencillamente, le cobraría a la Famosa Estrella de Televisión doscientos dólares por unos daños que en realidad podrían haberse reparado por menos de diez. Con el dinero sobrante, compraría un generador nuevo, quizá incluso uno de gasolina, ahora que tenía un buen contacto en el mercado negro para comprar carburante sin los cupones de racionamiento del gobierno. Como con todos los problemas, simplemente había que ser un poco creativo.
Hay un famoso dicho chino acerca de ir en busca de los bordes exteriores de la belleza. Mi padre me lo recitó una vez: «Ve a la orilla del lago y mira la niebla levantarse». A las seis y media, mis amigos estaban en esa orilla. Al amanecer, se levantó la niebla, como el aliento del lago, y las vaporosas montañas del fondo se difuminaron en estratos cada vez más claros de gris, malva y azul, hasta que los confines más lejanos se confundieron con el cielo lechoso.
Los motores de las lanchas estaban apagados. Reinaba el silencio. Las montañas reflejadas en el agua del lago impulsaron a mis amigos a reflexionar sobre sus vidas agitadas. ¿Qué serenidad los había eludido hasta entonces?
—Siento como si el ruido del mundo se hubiera detenido —susurró Marlena.
Secretamente se preguntaba qué le habría ocurrido a Harry. ¿Habría pasado toda la noche en vela, como ella? Miró a Esmé, que aún se negaba a hablarle, pese a que le había permitido tomar un montón de cosas prohibidas durante el desayuno: café, pastel, donuts y Coca-Cola. Esmé había permanecido en silencio todo el tiempo.
Se sentía incómoda con lo que les había sucedido a su madre y a Harry. Habían sido tan estúpidos. Arruinaron la casita. Casi se matan. Todos lo habían visto y comentaban al respecto. Ella había hecho cosas mucho menos estúpidas que ésa y su madre se había enfadado y había pasado tiempo sin hablarle. «Es que no puedo hacerme a la idea», le decía a Esmé, y después pasaba horas sin mirarla siquiera, hasta que a ella le dolía el estómago. Pues bien, ahora su madre iba a saber lo que se sentía.
—¡Era cierto que merecía la pena venir! —dijo Wyatt. Wendy asintió, guardando silencio por una vez.
Heidi no había experimentado una quietud semejante desde el asesinato. El agua la mecía y la niebla se llevaba consigo sus preocupaciones.
Al cabo de un rato, se dio cuenta de que no había pensado ni una vez en cosas malas, como que la lancha volcara… No, las expulsó de su mente y volvió la mirada hacia las montañas.
Allí, las lecciones del budismo parecían auténticas, pensó Vera. La vida era simplemente una ilusión de la que era preciso desprenderse. A medida que envejecía, notaba su posición cambiante en la mortalidad. En su juventud, el tema de la muerte había sido filosófico; durante la treintena, intolerable, y después de los cuarenta, inevitable. A los cincuenta y tantos, se había ocupado del asunto en términos racionales, organizando su testamento, clasificando sus bienes y su legado, formalizando la donación de órganos y redactando las palabras exactas de su última voluntad. Ahora que había pasado de los sesenta, volvía a ser filosófica. La muerte no era la pérdida de la vida, sino la culminación de una serie de liberaciones. Era disolverse y ser cada vez menos. Había que liberarse de la vanidad, el deseo, la ambición, el sufrimiento y la frustración, todo el equipaje del yo, del ego. Quien lo hacía desaparecía sin dejar rastro, como la niebla del lago al amanecer, que se evapora en la nada, en el nirvana.
Me sobrecogió la idea. ¿Evaporarse? ¿Me pasaría eso a mí? Yo quería expandirme, ocupar el vacío, recuperar todo lo que había desperdiciado. Quería llenar el silencio con todas las palabras que aún no había dicho.
El fabricante de papel fue el primero en informar a la policía militar de que había visto a los turistas desaparecidos.
—¿Los vio antes o después de que desaparecieron? —preguntó la policía.
—Debió de ser antes —respondió el papelero—, porque, de lo contrario, ¿cómo iba a estar diciéndoles ahora que los he visto?
«Continúe», le dijeron. Estaban en el patio del papelero, delante de su casa, una construcción de un solo ambiente sobre seis pilotes. Los turistas lo habían visitado como clientes, explicó. Fue hasta donde había un cubo y lo levantó. Los turistas lo habían visto levantarlo y verter una pasta líquida de hojas machacadas de morera sobre una criba de seda con bastidor de madera. Entonces había cogido la llana de madera, del mismo ancho que el bastidor, «¿Lo ven?», y había extendido la pasta en una capa fina y uniforme sobre la criba. Después, dijo, había cogido trocitos de pétalos de flores y de helechos. Los policías lo vieron espolvorearlos sobre la lámina de seda y convertirlos en adornos cautivos. A la niña tan guapa del perrito le había gustado mucho, dijo el fabricante de papel. Se acercó a otro bastidor, que ya se había secado, y desprendió una hoja de papel rústico, del que se vende por diez dólares en las papelerías de Estados Unidos. ¿Se lo pueden creer? ¡Diez dólares! O al menos eso le habían dicho, aunque él les había cobrado solamente cien kyats.
En cuanto la niña cogió la hoja de papel, la señora china, que debía de ser su madre, se ofreció a comprársela. La pequeña no le dijo nada y ni siquiera la miró, como si su madre fuera invisible. Después, la niña descubrió las sombrillas de papel, hechas con el mismo papel floral y muy apreciadas por los turistas. La señora china también quiso comprar una para su hija, ¡simplemente porque vio que la niña la miraba! Y cuando la madre pagó, la hija sonrió (pero no a ella), y eso fue suficiente para colmar de felicidad a la mujer.
—Los niños norteamericanos son muy fáciles de complacer —les dijo el papelero a los policías—, porque tienen muchos deseos de donde elegir.
El fabricante de cigarros también dijo que los norteamericanos lo habían visitado. Sabía que eran estadounidenses, porque ninguno fumaba y porque expresaron más admiración por las cajas lacadas que por la docena de cigarros que contenían. Cortésmente habían observado a sus chicas fabricando cigarros. Los agentes hicieron entonces una pausa, para admirar a una chica particularmente agraciada, de expresión dulce y grandes ojos felinos. La joven cogió una hoja chata y ovalada, y enrolló con mano experta la mezcla de tabaco y raíz leñosa, junto con un filtro consistente en varias capas de hojas de maíz. El cigarrero parecía esforzarse por recordar, mientras relataba lo sucedido. Un hombre alto, de pelo largo, había comprado una docena de cigarros, para poder llevarse la caja gratis. Cuando encendió uno para fumarlo, la señora negra se molesto mucho, lo mismo que una joven muy guapa, que puso en marcha un aparatito zumbador que llevaba colgado del cuello. «Esos extranjeros eran bastante raros», fue la conclusión del cigarrero.
Varias mujeres de la fábrica de tejidos de seda confirmaron que también ellas habían visto a los extranjeros. Todas las mujeres de la planta baja del viejo y desvencijado edificio de madera eran ancianas y trabajaban en el hilado de la seda. La señora negra y una mujer de pelo medio rosa, según dijeron, parecían muy curiosas y les habían hecho preguntas extrañas. Les preguntaron, por ejemplo, por su horario de trabajo.
—Siempre que hay luz —les habían respondido las hilanderas—. Desde el alba hasta el anochecer, todos los días.
¿Y el salario? Doscientos o trescientos kyats al día, es decir, menos de un dólar. ¿Y si enfermaban o tenían un accidente? ¿Cuánto les pagaban?
—Nada. Los días no trabajados no se pagan.
¿A que era una pregunta muy extraña? Los policías asintieron.
El piso de arriba era mucho más ruidoso y las mujeres que trabajaban en él eran más jóvenes, algunas casi niñas, porque eran las tejedoras y tenían que ser fuertes para hacer funcionar los telares. Las tejedoras informaron de que la señora negra había quedado impresionada por su destreza, más que la mayoría de los turistas, que parecen suponer que sus cuerpos son meras extensiones de las máquinas. Los policías observaron entonces a una joven que movía rápidamente los pies, primero sobre los pedales externos y después sobre los pedales internos del telar, con las plantas arqueadas y danzando, al tiempo que sus manos procedían a distinto ritmo, agitando una cuerda con el grado exacto de fuerza para que la lanzadera de madera volara de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Una de las viejas hilanderas les explicó que la tarea requería una concentración y una coordinación enormes y, como era bien sabido, ningún hombre era capaz de mantener la agudeza visual durante un tiempo tan prolongado. Era una labor paciente propia de mujeres, que exigía que manos y pies actuaran con independencia y que la mente mantuviera la concentración a lo largo de los mismos movimientos repetitivos, hebra tras hebra. Desde el alba hasta el anochecer, cada mujer creaba un metro entero de tejido de seda con intrincados motivos, que se vendía al precio fijo de diez dólares. De ese modo, ayudaban a su empresa a recabar un excelente beneficio, según explicaron. Sí, les gustaba su trabajo, le habían dicho a la señora negra norteamericana. Les gustaba mucho, muchísimo. La constancia tiene en sí misma su recompensa, dijo una de las trabajadoras de más edad. El carácter predecible de los días, la serenidad de ver el mismo telar y las mismas ruecas, las mismas compañeras a su lado y las mismas paredes de madera bajo el techo alto, donde sólo ocasionalmente repicaba la lluvia como los dedos de un dios, una pequeña intrusión que aún así era bienvenida.
—Vimos todo el tiempo a los turistas, hasta el momento en que se disponían a marcharse —dijo una de las tejedoras a la policía—. Pero al momento siguiente habían desaparecido, dejando únicamente su fuerte olor flotando tras de sí. Los han raptado los nats, es lo que creo.
Lo que verdaderamente ocurrió fue lo siguiente.
A las nueve y media de la mañana, mis amigos habían terminado la visita a la fábrica textil y estaban de pie en el muelle, esperando a embarcarse en las lanchas.
—Nuestra próxima parada es la sorpresa navideña que les tengo preparada —dijo Walter—. Vamos a tener que caminar un poco, pero creo que les gustará muchísimo.
A todos les encantó el sonido de aquellas palabras: «Sorpresa navideña». ¡Qué placentera combinación de sílabas! Mancha Negra y Salitre también oyeron con cuánta facilidad habían aceptado los viajeros una invitación tan simple. Una sorpresa podía ser cualquier cosa, ¿no?
Lo que Walter tenía en mente, en realidad, era una visita a una escuela local, cuyos niños tenían ensayada una versión en birmano del villancico del reno Rodolfo. Desde hacía años, Walter había acordado con la maestra celebrar lo que ambos consideraban un jubiloso acontecimiento, tanto para los niños como para los extranjeros. Él llevaba a todos los grupos que iban en diciembre y les sugería que hicieran una pequeña donación para la biblioteca de la escuela. Aunque oficialmente las escuelas no celebraban la Navidad, era su deber contribuir a atraer más turistas, como parte de la campaña «Visite Myanmar», destinada a cambiar la percepción que del país tenían los extranjeros. Los dos grupos anteriores que Walter había llevado lo habían considerado uno de los momentos culminantes de su viaje, algo que les había llegado al corazón. Walter esperaba que también ese grupo lo apreciara.
Mientras esperaban en el embarcadero, mis amigos no imaginaban que su sorpresa navideña era una humilde función escolar y, por tanto, estaban impacientes por salir y descubrir la fuente de maravillas o diversiones que los estaba esperando. Pero, como de costumbre, se retrasaron, esta vez por culpa de Rupert.
—Deberías comprarle un reloj —le dijo Vera a Moff con sequedad.
—Ya tiene un reloj —replicó Moff.
—Entonces, uno que tenga cronómetro y alarma.
—El suyo ya tiene dos cronómetros.
Mancha Negra se bajó de su lancha y le ofreció ayuda a Walter para ir a buscar al chico. Walter podía ir en una dirección, él en otra, y ambos regresarían al cabo de quince minutos. Buen plan. Se pusieron en marcha.
Felizmente, en todos los muelles y embarcaderos hay vendedores con baratijas para ver, objetos de laca que comprar y arte popular que admirar. Los artículos estaban expuestos sobre mesas de cartón, y los vendedores instaban a los turistas a examinar su excelente calidad: «¡Vean, toquen, compren!». Bennie y las mujeres se pusieron a regatear seriamente, al tiempo que Moff, Wyatt y Dwight, de pie en el extremo de un muelle, encendían los cigarros birmanos y comentaban que por su sabor parecían un cruce entre un cigarrillo y un porro. Esmé buscó entre los refrigerios que había comprado su madre y encontró un poco de cecina de pavo teriyaki, que podía compartir con Pupi-pup.
Al cabo de diez minutos, vieron que el barquero del longyi marrón volvía con Rupert. El muchacho confesó que había estado enseñando un truco de cartas a varios lugareños.
—¿Qué te he dicho de que tenemos que estar siempre juntos? —dijo Moff—. No puedes largarte y hacer lo que te dé la gana.
—Me suplicaron que les enseñara el truco —explicó Rupert—. De verdad.
Moff le soltó el sermón habitual sobre la responsabilidad de cada uno ante el universo y sobre la descortesía de hacer esperar a cualquiera y más aún a once personas.
—Diez —dijo Rupert—. Harry no ha venido.
—¿Y qué me dices de Walter? —replicó Moff.
Eso mismo. ¿Y Walter? Pasaron quince minutos, después media hora, y aún no había regresado. Salitre, el amigo de cara redonda de Mancha Negra, les indicó por gestos a los turistas que iría a investigar en la dirección por la que se había alejado Walter, para ver a qué se debía el retraso. Al cabo de cinco minutos, volvió con una gran sonrisa e intercambió con Mancha Negra unas palabras rápidas en su dialecto.
—Bien, bien, ninguna preocupación —les dijo Mancha Negra a los turistas. Señaló con un gesto su lancha y les indicó a los turistas que subieran. Y entonces, apuntando hacia algún vago lugar del otro lado del lago añadió—: Vamos allí.
—¡Eh! —susurró Esmé—. Habla inglés. ¿Alguien lo había notado? ¡Habla inglés!
Nadie le prestó demasiada atención a Esmé, porque suponían que todo el mundo hablaba cierta cantidad de inglés.
—¿Qué demonios está haciendo Walter al otro lado del lago? —dijo en voz alta Dwight.
Mancha Negra sonrió enigmáticamente.
—Sorpresa navideña —dijo, recordando las palabras de Walter.
Las palabras obraron su magia. Su ayudante secreto les había advertido que el chico no iría con ellos por su propia voluntad. Mancha Negra se había preocupado, pensando en cómo lo harían para convencer al Hermano Menor Blanco de que ésa era su misión. Pero entonces su ayudante les dio una pista muy útil: el chico no iría con ellos, a menos que fueran también todos los demás. ¡Qué fácil había sido! Ni siquiera sabían cuál era la sorpresa, pero estaban dispuestos a salir a buscarla.
Marlena le dijo a su hija:
—Walter debe de estar preparándolo todo.
Esmé seguía sin mirarla, excepto por casualidad.
—Ahora andando rápido —dijo Mancha Negra.
Y les hizo señas para que embarcaran en las lanchas a toda prisa. Unos minutos después, las dos barcas avanzaban velozmente a través del lago, bajo una fresca brisa que aliviaba las gargantas recientemente irritadas por los retrasos y el humo de los cigarros. Yo me senté en la proa de una de las lanchas, tratando de advertirles que volvieran atrás.
Navegamos entre islas de jacintos acuáticos, entrando en una caleta tras otra. El canal se curvaba y serpenteaba, como siguiendo los pasadizos de un laberinto botánico inundado. Tras innumerables vueltas, las lanchas se acercaron a una improvisada rampa de desembarco, hecha de juncos entrelazados, sobre una fila de neumáticos flotantes.
—¿Está seguro de que esto es firme? —preguntó Heidi, cuando el barquero se disponía a desembarcar.
—Muy seguro —respondió Mancha Negra.
Moff saltó de la lancha el primero y tendió la mano para ayudar a los demás. En fila india, pasaron por una estrecha abertura entre los espesos cañizares de la orilla. El aire se había vuelto más cálido y el movimiento de sus pasos incitaba a los mosquitos a la acción. Las manos empezaron a palmetear las piernas, y Heidi sacó un frasco pequeño de repelente DEET al ciento por ciento, con atomizador, que todos compartieron agradecidos. Vera, que llevaba sandalias de suela gruesa, se aplicó en los pies el repelente, que disolvió el esmalte de uñas color coral de uno de sus pies, sin que ella lo advirtiera. Tampoco notó cuando ella misma se manchó el otro pie con el esmalte disuelto.
Andando un poco más, llegaron a una estrecha carretera de tierra, donde había un camión que sobresalía por ambos lados.
—Debe de tener por lo menos cincuenta años —comentó Bennie.
Dos hombres jóvenes agitaron la mano en señal de saludo. Parecían conocer a Mancha Negra y a Salitre, que fueron hacia ellos y empezaron a charlar animadamente. De hecho, todos se conocían, pues el camionero era Grasa, el primo de Mancha Negra, y el otro era Raspas, el hombre flaco que había conducido la lancha con el equipaje, el día anterior. Mis amigos notaron que los cuatro hombres se comportaban de una manera bastante rara y les lanzaban miraditas nerviosas. ¡Ah! —conjeturaron entre ellos los viajeros—, seguramente estaban haciendo lo posible para no revelarles la sorpresa navideña de Walter.
Señalando a Grasa, Rupert le dijo a Moff:
—¡Eh, ése es el tipo que me pidió que le enseñara el truco de cartas, en el sitio donde estuvimos antes! ¿Qué está haciendo aquí?
—No puede ser el mismo —replicó Moff.
—¿Por qué no?
—Porque ese tipo estaba allí y éste está aquí.
—Nosotros también estábamos allí y ahora estamos aquí.
Rupert agitó el brazo en dirección al camionero. Cuando Grasa lo vio, le devolvió tímidamente el saludo.
—¿Lo ves? —dijo Moff—. No es el mismo.
Mancha Negra volvió con los turistas.
—Ahora estamos subiendo al camión y yendo a un sitio muy especial. Allá arriba. Gente muy simpática —dijo, señalando la montaña.
—Genial —comentó Wyatt—. Me encanta ver cómo vive la gente de verdad.
—A mí también —convino Vera—. La vida real.
—¿Tomaremos el almuerzo allí? —preguntó Rupert.
—Sí, comiendo allí —contestó Mancha Negra—. Comida muy especial que estamos haciendo para ustedes.
Mis amigos se asomaron al interior del camión. Los laterales del vehículo estaban hechos de gruesas tablas de madera, con la parte superior cubierta por una lona encerada negra, que serviría de protección contra el sol y la lluvia, según supusieron. A lo largo de la plataforma de carga a ambos lados, había bancos de mimbre con los bordes mellados y, en el suelo, dos monstruosas baterías de doce voltios, un extraño aparato alargado en cuyo interior iba montada una de las baterías, y varias cestas y bolsas de red, llenas de provisiones.
—No hay cinturones de seguridad —observó Heidi.
—¡Si ni siquiera hay asientos! —refunfuñó Vera, mirando con desagrado los bancos de mimbre.
—Probablemente, no iremos muy lejos —dijo Wyatt.
—Estoy convencida de que Bibi jamás habría elegido algo que no fuera a la vez interesante y seguro —señaló Vera.
Heidi estaba detrás del camión, escuchando con atención e intentando determinar dónde se estaba metiendo. Moff montó antes que ella y la ayudó después a subir, apreciando la forma en que sus pechos se levantaban y caían con un bonito zangoloteo. Mientras tanto, Mancha Negra y Raspas sacaron rápidamente las lanchas del agua y las disimularon entre la maleza. Un instante después, no quedaba el menor indicio de las embarcaciones. Los dos hombres se metieron en la cabina, con Salitre y Grasa, y el camión arrancó, apartando los frondosos matorrales a su paso y quebrando las ramas que se interponían en su camino. En la plataforma de carga, los viajeros iban dando tumbos y chillando a cada bache de la carretera. Iban aferrados a las tablas laterales, para no caerse. A causa de la enorme lona oscura, sólo veían lo que dejaban atrás: la estela de polvo y la densa vegetación de helechos indómitos y flora multicolor.
Al cabo de un kilómetro, aproximadamente, el conductor redujo la marcha y, con cambios chirriantes y motor quejumbroso, el arcaico vehículo inició el laborioso y serpenteante ascenso de la montaña. Mis amigos daban bandazos, inclinándose como bolos a punto de ser derribados. Agarrándose con fuerza, Roxanne se puso en pie, para intentar hacer una foto de todos, transportados como ganado. Hizo una broma a propósito del «autocar de hiper-mega-lujo» que los llevaba hacia su «sorpresa navideña».
—¡Y más les vale que sea buena! —comentó Wendy a voz en cuello.
Pasaron treinta minutos, cuarenta y cinco… Hay que señalar una cosa muy curiosa. Mis amigos nunca concibieron la idea de que el viaje pudiera ser peligroso. Antes bien, el poco ortodoxo vehículo, las penurias del trayecto y el entorno agreste los convencían cada vez más de que la sorpresa tenía que merecer la pena y que debía de ser algo muy poco conocido y fuera del alcance de la mayoría de los turistas. Les gustaba ir a la aventura y salirse de los caminos trillados, especialmente a los hombres, con excepción de Bennie. Eso era exactamente lo que habían estado deseando hacer, en lugar de las interminables visitas a mercados, fábricas y talleres. Con cada trabajoso kilómetro, sus expectativas aumentaban. Mientras compartían botellas de agua y caramelos, especulaban sobre las posibilidades. Una antigua ciudad sepultada en la jungla, ¡la Machu Picchu de Myanmar! O quizá una aldea llena de esas mujeres de «cuello de jirafa», tan famosas en esa parte del mundo. O tal vez fuera un Shangri-La de tal magnificencia y esplendor que nadie hubiese visto nunca nada similar, ni siquiera en el cine.
La única queja procedía de Roxanne.
—Ojalá pudiéramos ver por dónde vamos, para filmarlo —se lamentaba.
Por fin, el camión se detuvo. Los pasajeros asomaron la cabeza. Allí, los árboles eran mucho más altos y el dosel del bosque era tan denso que sólo dejaba pasar finos haces de luz. La carretera seguía subiendo hacia la izquierda, pero mis amigos vieron que dos de los hombres saltaban de la cabina del camión y se acercaban a una cortina de maleza y bejucos, gruesa como un colchón, dispuesta a lo largo de la ladera de la montaña. El hombre más alto soltó un grito y, entre los dos, agarraron gruesos manojos de lianas, que poco a poco, con un gruñido, fueron levantando. La movediza vegetación resultó ser una puerta de plantas, una maraña de hojas y ramas de arbustos, helechos, bambúes y enredaderas, enlazada y montada sobre un marco ligero. La puerta quedó totalmente desplazada hacia un lado, de tal manera que mis amigos, algunos de los cuales habían bajado de la plataforma del camión, pudieron ver una abertura, un arco de hojas que conducía a un mundo desconocido, tan fantástico para ellos como la entrada al País de las Maravillas de Alicia. Los hombres de la cabina ordenaron a todos con un grito que volvieran a subir al camión Los viajeros se encaramaron a la plataforma. El camión dio marcha atrás y, con un rugido del motor, dirigió el morro hacia la abertura. Parecía imposible que pudiera pasar, pero la vegetación cedió con chasquidos y arañazos, y el camión pasó por el portal, como un recién nacido desgarrando el periné de su madre.
Habían penetrado en un mundo nuevo veteado de verde, un mundo vibrante y monocolor con una vida salvaje que vibraba y respiraba. A dondequiera que miraran los viajeros, las plantas rastreras y las enredaderas lo sofocaban todo, con lianas que colgaban y se abrían paso serpenteando por todas partes, creando la ilusión de que la selva terminaba a pocos palmos de sus caras. Desorientaba ver tanto verde. Los troncos de los árboles estaban revestidos de musgo y cubiertos de epifitas: helechos, bromeliáceas y minúsculas orquídeas de tonos pálidos, que arraigaban en el sustrato acumulado en los huecos y las grietas de los árboles. Las aves daban gritos de alarma. En algún lugar, a lo lejos, crujió una rama bajo el peso de una criatura desconocida, posiblemente un mono. Con breves exhalaciones de asombro, mis amigos manifestaban su fascinación.
—Sorprendente.
—Divino.
—Irreal.
Su opinión unánime era que Walter y, en cierto modo, yo, póstumamente, habíamos hecho un trabajo estupendo al llevarlos a un sitio tan espectacular como regalo de Navidad. Sin duda alguna, el almuerzo estaría en esas cestas y lo tomarían a modo de picnic. Y a propósito, ¿dónde estaba Walter?
—¿Dónde está Walter? —preguntó Moff.
Mancha Negra señaló hacia adelante, hacia una abertura a través de la verde maraña.
—Estamos yendo por ese camino.
Para entonces, Grasa y Raspas habían terminado de colocar en su sitio la puerta de hojas. Mancha Negra explicó a los viajeros que a partir de ahí caminarían. ¿Caminar? Mis amigos estaban estupefactos. ¿Qué más, aparte de eso, habrían deseado ver? ¿Qué podía haber un poco más adelante? Obviamente, algo todavía mejor. Sin cuestionar ni por un momento a su nuevo líder, empezaron a avanzar a través del traicionero sotobosque, detrás de Mancha Negra, que iba abriendo una senda a machetazos.
Bennie se enjugó la frente.
—Walter nos dijo que íbamos a tener que andar un poco. ¡Menos mal que era un poco!
Como niños buenos, siguieron a Mancha Negra hacia el corazón de la jungla. Ni siquiera sabían su nombre. Aun así, lo siguieron ciegamente y de buen grado, por un camino que los llevaba más y más cerca de una tribu que los esperaba desde hacía más de cien años.