No fue sólo un truco de cartas
Las aguas del lago Inle son azules y tan poco profundas que en un día despejado se puede ver el fondo. Allí es donde las mujeres bañan a sus hijos recién nacidos. Allí es donde los muertos flotan con los ojos vueltos al cielo. Allí llegaron mis amigos la mañana del día de Nochebuena.
Se sentían aliviados de haberse marchado de Lashio, donde habían pasado el tiempo recuperándose de la enfermedad. Para su regocijo, Walter había encontrado plazas para ellos en un hotel de bungalows a orillas del lago Inle, donde podrían pasar unos días en un ambiente lujoso, antes de reanudar su itinerario original por Birmania. Un autobús los llevó del aeropuerto de Helo a los animados muelles de Nyaung Shwe. Mientras esperaban a que descargaran el equipaje, Rupert se metió el libro bajo el brazo, sacó la pelota de ratán recién comprada y empezó a hacerla botar de una rodilla a otra. Cuando se cansó, comenzó a botar la pelota de baloncesto, dando saltos y fingiendo que apuntaba a una canasta. Después, inquieto como siempre, sacó de la mochila un mazo de naipes y se puso a barajarlos por el aire, produciendo un sonido como de aleteo de palomas.
A su alrededor se formó un círculo de curiosos, que aumentaba de segundo en segundo.
—Elegid una carta, cualquier carta —les dijo Rupert a Dwight y a Roxanne.
Los lugareños observaban con atención, cuando Roxanne tendió una mano y extrajo un rey de tréboles.
—Enséñale a todos tu carta —pidió Rupert—. ¿Sabes cuál es?… Bien, que no se te olvide. Vamos a ponerla otra vez en el mazo. Ahora elige otra carta, la que tú quieras… Bien, el dos de diamantes… Muéstraselo a todos… Y ahora póntelo detrás de la espalda… Lo tienes ahí, ¿verdad? ¿Estás segura? Muy bien, ahora vamos a mezclar las cartas.
Los naipes volaron como un batir de alas.
—Las cosas no siempre son lo que parecen —entonó Rupert—. Y lo que eliges no siempre es lo que recibes. Puede que otros elijan por ti.
El timbre de su voz había cambiado completamente. Era más profundo y resonante, como el de un hombre mucho mayor. Había estado leyendo un libro clásico de magia, El experto en trucos de cartas, y sabía que la habilidad del ilusionista reside en las manos, la vista y el espectáculo.
Rupert depositó el mazo boca abajo y, con un solo movimiento, abrió las cartas en abanico.
—En tierras de magia, pueden suceder cosas mágicas. Pero sólo si creemos.
Miró a Roxanne con una cara que ya no era la del chico, sino la de una persona madura, un hombre sabio y conocedor del mundo. Sus ojos permanecieron fijos en los de ella, sin desviarse ni un segundo.
—Y si creemos, lo imposible puede suceder. Lo que queramos tener se manifestará. Lo que deseemos ocultar se volverá invisible…
La forma en que hablaba le produjo a Roxanne una sensación siniestra, que atribuyó al exceso de sol.
—Yo sí que creo —dijo Rupert, otra vez con su voz de muchacho—. ¿Y tú?
Roxanne se echó a reír.
—Claro que sí —dijo, mientras le hacía un gesto de escepticismo a Dwight, que estaba junto a ella.
—Toca una —pidió Rupert.
Ella lo hizo. Una de las cartas del centro. Rupert le dio la vuelta.
—¿Es tu carta?
—No —respondió Dwight por Roxanne.
—¿Estás seguro? —dijo Rupert.
—No es la carta —replicó Dwight—. Has fallado.
Roxanne, con la mirada fija en la carta, estaba sacudiendo la cabeza.
—No me lo puedo creer —dijo.
Dwight miró. Era el dos de diamantes. Entonces Roxanne sacó la carta que tenía oculta detrás de la espalda. El rey de tréboles. La gente rugió. Dwight cogió el naipe y lo palpó.
Entre el gentío había tres barqueros mirando. Vieron cómo el muchacho hacía aparecer la carta. Era capaz de volver invisibles las cosas y de hacerlas regresar. Y tenía el Libro Negro. Conocían ese libro, los Escritos Importantes que el Hermano Mayor había perdido, provocando la ruina de todos ellos. Hacía cien años que esperaban recuperarlo. Y finalmente había llegado el joven con las cartas. Era el Reencarnado, el Hermano Menor Blanco, el Señor de los Nats.
Los barqueros debatieron serenamente el asunto. El Hermano Menor Blanco no había hecho la menor señal de haberlos visto. Lo abordarían muy pronto. ¿Y qué pensar de los otros que iban con él? ¿Serían su comitiva? Poco después, le ofrecieron a Walter una tarifa lo bastante baja como para desbancar a cualquier otro grupo de barqueros ansiosos por llenar de turistas sus taxis acuáticos.
Al principio, me quedé desconcertada. ¡Eran tantos los pensamientos y las emociones que intercambiaban aquellos barqueros! ¿Reencarnado? He recibido el don de muchas mentes nuevas desde mi cambio, pero todavía no poseo la Mente de la Eternidad. Solamente sentía eso: que consideraban a Rupert una deidad capaz de salvarlos. Podía obrar milagros y hacer que se esfumaran los problemas. Al poco, tres lanchas con mis doce amigos a bordo, además de su guía y una cantidad excesiva de equipaje, surcaban las aguas del lago Inle. Yo era el invisible mascarón de proa de la primera. El trayecto habría sido idílico, de no haber sido por el aire frío y el estruendo de los motores fuera borda. Pero mis amigos se sentían felices, apretando los dientes contra el viento.
El timonel de la primera lancha era un apuesto joven que vestía un longyi de cuadros del color del revuelto de setas. Era el que había llevado la voz cantante en el muelle, insistiendo en lo que tenían que hacer. Sus amigos y sus familiares lo apodaban Mancha Negra, por la marca de nacimiento que tenía en la mano. Lo mismo que en China, ese tipo de apodos son deliberadamente poco halagüeños, como treta para disuadir a los dioses de llevarse a los bebés. Pero en Birmania muchas personas reciben un nuevo apodo, que refleja un cambio en sus circunstancias o en su reputación. Los dos compañeros de Mancha Negra, Raspas, que era bastante flacucho, y Salitre, que tenía fama de chismoso, conducían las otras dos lanchas.
Mancha Negra iba sentado en la popa, con una mano en el timón. Entrecerró los ojos, pensando en la niña enferma que había dejado en casa. Con sólo tres años, ya era capaz de ver la bondad de la gente. Imaginó sus ojos negros, brillantes e inquietos, tal como habían sido antes de la repentina y aterradora transformación. Su cuerpo había empezado a temblar, como para deshacerse de un fantasma invasor. Después, había mirado hacia arriba, como hacen los muertos, sin ver nada. Y de su boca habían empezado a salir los balbuceos de los torturados.
Mancha Negra tuvo que irse cuando ella aún estaba enferma. Los dioses gemelos le habían indicado que regresara a la ciudad. Raspas y Salitre le aseguraron un montón de veces que iba a ponerse bien, claro que sí. La abuela de los dioses gemelos había tirado los huesos de pollo, examinado las plumas y derramado el arroz, y le había dicho a Mancha Negra que su propia madre, desconcertada por su muerte verde, había estado vagando toda la noche y había llegado por error a la cama de la niña, donde su alma se había echado a dormir. No tenía intención de hacer ningún daño a nadie. Quería a la hija de Mancha Negra más que a nada en el mundo.
—No te preocupes —le dijeron Raspas y Salitre—. El chamán ha atado a tu hija por las muñecas, para ligarla a la tierra. Ha celebrado una ceremonia para expulsar al fantasma verde de tu madre. Y tu mujer le está aplicando la tintura de hojas bajo la lengua y en la humedad del interior de las mejillas. Lo hace cada hora. Así que ya ves, se ha hecho todo lo que había que hacer.
La hijita de Mancha Negra estaba en casa, con su madre, en las boscosas laderas de las montañas, en un lugar llamado Nada. En los meses de invierno, sólo iba a visitarlas cuando llovía o cuando venían los militares por culpa de algún alboroto y cerraban la zona a los turistas. Cuando eso sucedía, el aeropuerto de Helo dejaba de recibir aviones cargados de visitantes para el lago Inle. No había clientes para llenar los taxis acuáticos y llevarlos a la otra orilla. En momentos como ése, Mancha Negra y sus colegas barqueros iban a ver a su primo Grasa, que trabajaba en un taller de reparación de autocares de turismo.
—Eh, hermano, ¿me llevas a la montaña? —le pedía Mancha Negra, y Grasa nunca se negaba, porque sabía que su primo llevaría provisiones a su familia: pasta fermentada de gambas, fideos, cacahuetes, un centenar de especias y los alimentos que no se encuentran en el monte. Mancha Negra también llevaba los equipos y los materiales que él y sus colegas barqueros, con sus colaboradores secretos, obtenían mediante el robo cooperativo. Entonces, Grasa elegía uno de los vehículos en reparación y los llevaba al este, en dirección opuesta al lago, subiendo por una carretera poco transitada, que los conducía hasta una abertura secreta, en lo que parecía ser una espesura impenetrable. Siguiendo después por un camino sinuoso, se internaban en la zona de la selva donde los árboles eran más altos y donde el dosel del bosque sólo dejaba filtrar mezquinas rodajas de luz. Finalmente, se detenían al borde de una depresión, en una muesca de la montaña, formada por un desmoronamiento de las bóvedas cársticas que cubrían un antiguo río subterráneo. Grasa detenía el vehículo y Mancha Negra se apeaba, listo para atravesar la brecha hasta Nada.
Ninguno de los habitantes de Nyaung Shwe sabía que aquél era el verdadero hogar de los tres barqueros y el mecánico. Para los habitantes de la llanura, todos los que vivían en los montes eran «gente de la jungla». Podían ser tribus aisladas, bandoleros o los lastimosos restos de la insurgencia, sobre la cual costaba hablar, excepto para soltar un silencioso suspiro de alivio por no hallarse entre sus filas.
Mañana, Mancha Negra y sus hermanos tribales volverían a casa, quizá para siempre, porque hoy había cambiado el curso de sus vidas. El Hermano Menor Blanco había llegado y, tal como había prometido en su última visita a la tierra, los salvaría. Haría aparecer armas. Volvería invisible a la tribu. Entonces saldrían de Nada y caminarían abiertamente, sin ser atacados, hasta llegar a una parcela de tierra, la tierra prometida, del tamaño justo para cultivar la comida que necesitaban. Allí vivirían en paz, y ningún forastero los molestaría, ni ellos molestarían a los forasteros. Su único deseo sería vivir todos juntos, en paz y armonía con la tierra, el agua y los nats, que se sentirían complacidos de ver cuánto los respetaba la tribu. Y eso era posible, gracias al regreso del Hermano Menor Blanco.
En el muelle había hecho calor, pero cuando las lanchas cobraron velocidad sobre la superficie fresca del lago, los pasajeros empezaron a sentir frío. En la parte delantera de mi embarcación, donde la proa se estrechaba, la coleta de Moff ondeaba con fuerza y abofeteaba la cara de Dwight. Harry y Marlena se habían acurrucado juntos, con la chaqueta de Harry colocada a modo de manta sobre sus torsos y sus rodillas flexionadas. Rupert iba sentado cerca de la popa, con Walter, y, aunque tenía frío, se negaba a ponerse el cortavientos que le había dado su padre. Se enfrentaba al viento como un dios, sin saber que pronto iba a convertirse en uno. En la otra lancha de pasajeros, Esmé y Bennie iban juntos, con Pupi-pup arropada entre los dos. Wyatt y Wendy sujetaban delante el sombrero cónico, como un escudo.
A veces parecía como si las tres lanchas estuvieran haciendo carreras.
—¡Hurra! —gritó Vera al sentir que su barca aceleraba, y cuando sus amigos se volvieron desde su embarcación para mirarla, les hizo una foto. ¡Qué buena idea! Los otros empezaron a rebuscar en sus maletas para sacar las cámaras. Más allá, en las orillas del lago, había niños saludando, junto a sus madres que lavaban la ropa en los bajíos.
Walter se inclinó hacia el barquero, para darle instrucciones en birmano:
—Coja el desvío por el mercado.
Aunque Walter y los otros no lo sabían, Mancha Negra hablaba bastante bien el inglés, pero le parecía conveniente fingir que no sabía nada y escuchar las conversaciones ajenas. No muestres nunca el arma mientras no necesites utilizarla. Se lo había enseñado su padre. Pero era amargo el recuerdo de esas palabras, porque su padre no había tenido armas cuando las había necesitado. Tampoco el de Walter…
Mancha Negra había sido un niño despierto y curioso, el inglés que sabía lo había aprendido de los turistas, que todos los días hacían y decían las mismas cosas. Las mismas preguntas y peticiones, quejas y decepciones, fotos y gangas, apetencias y enfermedades, agradecimientos y adioses. Sólo le hablaban al guía. Ninguno esperaba nunca que un niño los entendiera.
Había crecido entre turistas. A diferencia de las tribus karen, que siempre están en las montañas, su gente era pwo karen, por lo que había pasado la primera parte de su vida en la llanura. Su familia vivía en un pueblo a unos cien kilómetros de Nyaung Shwe y no era rica, pero tampoco estaba en mala posición. Su padre y sus tíos no se dedicaban a la agricultura, como hacen la mayoría de los karen, sino al negocio del transporte: el transporte de turistas en barcas con motor y la reparación de autocares. Sus mujeres vendían fulares y bolsos tejidos con su punto característico. Les resultaba más fácil amoldarse a los antojos de los turistas que a los caprichos del monzón.
La vida les había ido bien hasta que llegaron las purgas. Después, no hubo nada que hacer, excepto huir a la jungla, a los montes más altos, a la más densa espesura, donde sólo crecían los frutos silvestres. Cuando se acabaron las purgas, Mancha Negra, sus amigos y su primo se fueron tranquilamente a la ciudad de Nyaung Shwe, donde nadie los conocía. En el mercado negro, consiguieron carnets de identidad pertenecientes a muertos con buena reputación. A partir de entonces, vivieron de dos maneras: la vida al descubierto de los muertos y la vida secreta de los vivos.
Las proas de las lanchas apuntaban a la izquierda, hacia un canal que conducía a un conjunto de construcciones de teca sobre pilotes, con los techos cubiertos de oxidada chapa acanalada.
—Ahora vamos hacia una pequeña aldea, una de las doscientas que hay a orillas del lago Inle —explicó Walter—. No vamos a parar, pero quiero que vean rápidamente lo que podemos encontrar en esta zona, estos caseríos al fondo de pequeños canales. A menos que hayan vivido aquí toda su vida, como nuestros barqueros, es bastante fácil que confundan el camino y se pierdan. El lago es poco profundo y todas las semanas crecen hectáreas de jacintos de agua, que se desplazan como islas. Es un problema para los agricultores y los pescadores. Sus fuentes de ingresos se van agotando, y dependen cada vez más del turismo, un sector que lamentablemente es poco seguro, porque está sujeto a los cambios del tiempo, la política y cosas así.
Bennie interpretó este último comentario como un desafío personal para no decepcionar a los lugareños.
—Haremos muchísimas compras —prometió.
Cuando las lanchas se acercaron un poco más a la aldea, los barqueros aminoraron la marcha de los motores hasta que el ruido se redujo a un suave tableteo. Avanzando una junto a otra, las dos barcas donde viajaban los pasajeros bordearon huertos acuáticos cargados de tomates brillantes se deslizaron bajo pasarelas de madera y llegaron en seguida a un mercado flotante, donde docenas de canoas cargadas de alimentos y baratijas se precipitaron sobre las embarcaciones de los turistas, como jugadores de hockey sobre el puck. Las canoas, de tres o cuatro metros de largo, tenían cascos chatos de madera ligera, tallada a mano. Los vendedores iban agachados en un extremo, vigilando sus pilas de bolsos tejidos, collares de jade de ínfima calidad, piezas de tela y figurillas de madera de Buda, toscamente labradas. Cada vendedor les suplicaba a mis amigos que miraran en su dirección. En la costa estaban los comerciantes que vendían cosas más prácticas a la gente del lugar: melones amarillos, verduras de tallo largo, tomates, especias doradas y rojas, y botes de barro con conservas en vinagre y pasta de camarones. Los colores de los sarongs de las mujeres eran los de un pueblo feliz: rosa, turquesa y naranja. A los hombres se los veía acuclillados, con sus longyis oscuros y sus omnipresentes cigarros apretados entre los labios.
—¿Y esos de ahí? —preguntó Moff.
En el muelle había una docena de soldados en uniforme de camuflaje, con fusiles AK-47 al hombro. De inmediato, Heidi se puso nerviosa. No era la única. Era un espectáculo siniestro. El grupo notó que los lugareños no prestaban la menor atención a los soldados, como si fueran tan invisibles como lo era yo. ¿O sería que los lugareños miraban como los gatos?
—Son soldados —dijo Walter—. No hay razón para inquietarse. Puedo asegurarles que no ha habido ningún problema con la insurgencia desde hace mucho tiempo. Esta región, y, a decir verdad, la mayor parte del sur del estado de Shan, fue en su momento una zona roja, un punto caliente de la rebelión donde los turistas tenían prohibido el acceso. Ahora se considera una zona blanca, lo que significa que es perfectamente segura. Los insurgentes han huido a las montañas. No quedan muchos, y los que quedan están escondidos y son inofensivos. Tienen miedo de dejarse ver.
Un miedo ampliamente justificado, se dijo Mancha Negra.
—Entonces, ¿para qué son todos esos fusiles? —preguntó Moff.
Walter soltó una risita ligera.
—Para recordarle a la gente que tiene que pagar impuestos. Es lo que todos temen ahora: los nuevos impuestos.
—¿Qué son insurgentes? —preguntó Esmé a Marlena en la barca cercana.
Advertí que Mancha Negra escuchaba con atención, desviando rápidamente los ojos de la hija a la madre.
—Rebeldes —explicó Marlena—. Gente contraria al gobierno.
—¿Eso es bueno o malo?
Marlena dudó. Había leído artículos favorables a los rebeldes que luchaban por la democracia. Decían que sus parientes habían sido asesinados, sus hijas violadas, sus hijos esclavizados y sus hogares incendiados. Pero ¿cómo decirle todo eso a su hija sin alarmarla?
Esmé interpretó la expresión de su madre.
—Ah, ya lo sé. Depende —dijo, con gesto de persona enterada—. Es lo mismo con todo. Todo depende. —Le hizo un cariño a la perrita que tenía en la falda—. Excepto tú, Pupi-pup. Tú siempre eres buena.
—¡Eh, Walter! —dijo Wendy a voces—. ¿Usted qué piensa de la dictadura militar?
Walter sabía que ese tipo de preguntas eran inevitables. Los turistas, en particular los norteamericanos, querían conocer su posición política y saber si el régimen lo afectaba negativamente y si era partidario de «la Señora», cuyo nombre no estaba autorizado a mencionar en voz alta, aunque de vez en cuando lo hacía, en sus conversaciones con los turistas. En el pasado, podían detener a cualquiera que la mencionara con admiración, como le había ocurrido a su padre. Cuando la Señora ganó el Premio Nobel de la Paz, los flashes de las cámaras iluminaron Birmania, ¿Dónde está Myanmar?, se preguntó el mundo. Por una vez, algunos lo sabían. Walter abrigó entonces la secreta esperanza de que Aung San Suu Kyi y sus partidarios en otros países pudieran derrocar al régimen. Pero pasaron los años, y a veces la junta le levantaba el arresto domiciliario, sólo para volver a imponérselo poco después. Hacía amagos de iniciar conversaciones sobre la transición a la democracia, y todos se alegraban de que los matones finalmente se hubieran ablandado. Pero en seguida decían: ¿conversaciones sobre la democracia? ¿Qué conversaciones son ésas? Era un deporte, como Walter finalmente comprendió. Dejar que los partidarios de la democracia se apuntaran un tanto y después anulárselo. Concederles otro punto y volver a anulárselo. Hacerles creer que estaban disputando el partido y verlos girar en círculos. Ahora sabía que no iba a haber ningún cambio. Los niños nacidos después de 1989 nunca conocerían un país llamado Birmania, ni un gobierno que no fuera el del SLORC. Sus futuros hijos crecerían reverenciando al miedo. ¿O intuirían quizá que había otra clase de vida que podrían estar viviendo? ¿Habría un conocimiento innato que se lo revelara?
Miró a Wendy e inspiró profundamente.
—Los pobres —empezó Walter, midiendo cada palabra—, sobre todo los que no tienen mucha instrucción, consideran que la situación es mejor ahora que en épocas anteriores. Lo que quiero decir es que, si bien Myanmar figura entre los países más pobres del mundo, la situación es… cómo decirlo… más estable, o al menos eso piensa la gente. Ya no quieren más problemas, ¿sabe?, y quizá le agradecen al gobierno los regalitos que hace de vez en cuando. En una escuela de por aquí cerca, un alto mando militar le regaló un radiocasete al director. Eso bastó para que todos se quedaran contentos. Además, ahora tenemos carreteras asfaltadas de un extremo a otro del país. Para la mayoría de la gente, es un progreso grande y bueno, algo que pueden ver y tocar. Y también hay menos derramamiento de sangre, porque los rebeldes, en su mayoría, han sido controlados…
—Querrá decir que los han matado —intervino Wendy.
Walter no se inmutó.
—Algunos han muerto, otros están en la cárcel y otros se han marchado a Tailandia o están escondidos.
—¿Y a usted qué le parece? —preguntó Harry—. ¿Es mejor Myanmar que la antigua Birmania?
—Hay muchos factores…
—Todo depende —dijo Esmé.
Walter asintió.
—Déjenme que piense cómo decirlo…
Pensó en su padre, el periodista y profesor de universidad que había sido detenido y probablemente ejecutado. Pensó en su trabajo, un empleo envidiable con el que mantenía a su abuelo y a su madre, que seguían sin dirigirse la palabra. Pensó en sus hermanas, que necesitaban un expediente limpio para asistir a la universidad. Pero él era un hombre de principios, que despreciaba al régimen por lo que le había hecho a su padre, jamás lo aceptaría. En una ocasión se había reunido con antiguos compañeros de colegio, cuyas familias habían sufrido destinos similares al de la suya, y habían hablado de pequeñas rebeliones personales y de lo que le sucedería al país si nadie volviera a alzar la voz para oponerse. En cierto momento se había interesado por los estudios de periodismo, pero le habían dicho que esa carrera sólo conducía a especializarse en la muerte. Si no era la del cuerpo, era la de la mente. Si no está permitido hablar de las malas noticias, ¿de qué se puede escribir?
La niña tenía razón. Todo depende. Pero ¿cómo decírselo a esos norteamericanos? ¡Iban a estar tan poco tiempo en el país! Nunca resultarían afectados. ¿De qué les serviría que les dijera la verdad? ¿Y a qué se arriesgaba si lo hacía? Mientras contemplaba el lago, encontró una manera de responderles.
—Miren ahí —señaló—. Ahí, ese hombre de pie en la barca.
Los viajeros volvieron la cabeza y dejaron escapar exclamaciones alborozadas, al ver a uno de los famosos pescadores intha del lago Inle. Mis amigos sacaron sus cámaras, con ruido de desgarrones al abrir los estuches cerrados con velero. Mientras miraban por los visores, arrullaban felices como palomas.
Walter prosiguió:
—¿Ven cómo está de pie sobre una sola pierna, mientras rodea un remo con la otra? De ese modo, puede deslizarse sobre el agua, utilizando las dos manos para pescar. Parece imposible. Pero él lo hace sin esfuerzo.
—¡Adaptación al medio! —se gritaron simultáneamente Roxanne y Dwight, desde distintas barcas.
—Yo me caería al lago —dijo Bennie.
Walter continuó:
—Así, esencialmente, es como nos sentimos a veces mis amigos y yo. Nos hemos adaptado, de manera que podemos asumir esa postura sobre una sola pierna sin caernos. Podemos soñar con los peces e impulsarnos hacia adelante, pero a veces nuestras redes están vacías, la pierna de remar se nos cansa y nos dejamos llevar por la corriente, con las plantas acuáticas…
Mis amigos ya habían olvidado la pregunta. Estaban contorsionando el cuello para situarse en la posición que les permitiera captar mejor esa escena de extraña belleza. Sólo Mancha Negra oyó la respuesta de Walter.
El complejo de bungalows Isla Flotante no tenía más de un año y había sido construido a imagen y semejanza de la competencia, los exitosos bungalows Isla Dorada y sus hoteles asociados. Eran propiedad de una tribu importante, que había negociado una suspensión de las hostilidades con la junta militar de Myanmar, a cambio del acceso al sector de la hostelería. El complejo más nuevo tenía la ventaja de contar con dirección y experiencia occidentales en todo lo referente a confort, decoración y servicios, o al menos así lo proclamaban los folletos.
La mencionada dirección se encarnaba en un robusto suizo alemán llamado Heinrich Glick, que conocía los gustos de los extranjeros. Cuando las lanchas llegaron al embarcadero, varios chicos uniformados con longyis verdes salieron a recibir a los viajeros y a descargar el equipaje. Se oyeron los nombres de los turistas y rápidamente les fueron asignados los números de sus bungalows. Los botones designados recogieron las llaves, atadas a pequeñas boyas. Los botones se ganaban la vida únicamente con las generosas propinas que les daban los turistas occidentales, y cada uno intentaba superar a los demás, cargando el mayor volumen posible de equipaje.
Heinrich apareció en el muelle. Hace años, cuando lo conocí, era un hombre bien parecido, con una espesa mata de pelo rubio rizado que se peinaba hacia atrás, voz suave, aire sofisticado y mandíbula teutónica. Ahora se había vuelto más corpulento y tenía la piel del cuello colgante, las piernas flacas, el pelo ralo, el cuero cabelludo de color rosa intenso y una orla rojiza en torno a los ojos azules. Vestía camisa blanca de hilo sin cuello y pantalones amarillos de seda lavada.
—¡Bien venidos, bien venidos! —saludó a los huéspedes—. Bien venidos al paraíso. Espero que el viaje haya sido agradable. Un poco frío, ¿verdad? ¡Brrr! Muy bien, entonces. Vayan a admirar sus habitaciones y, cuando se hayan instalado, vengan a buscarme al Gran Salón, para que brindemos con burbujas. —Hizo un ademán hacia atrás, señalando un edificio alto de madera con muchas ventanas, y miró el reloj—. Pongamos, hacia las doce, antes del opíparo almuerzo. Ahora vayan a sus habitaciones, a reponerse del viaje. Los ahuyentó con las manos, como habría hecho con una bandada de palomas.
—¡Hala! ¡Hasta pronto!
Mis amigos y sus botones se dispersaron en dirección a las diversas pasarelas de teca encerada que se abrían en abanico desde el embarcadero como las patas de un insecto. Gritos de regocijo resonaron a medida que se acercaban a sus alojamientos.
—¡Esto sí que está bien!
—Son como chozas en la playa.
—¡Qué monada!
De hecho, los bungalows eran encantadores en su estilo rústico.
Bennie entró en el suyo. El interior era de ratán trenzado, con el suelo cubierto de alfombras de cáñamo. Había un par de camas gemelas bajas, con sencillas sábanas blancas de hilo, envueltas en brumosas mosquiteras. A Bennie le encantó este último toque, tropicalmente romántico y evocador de noches de sudorosas piernas entrelazadas. En las paredes había imágenes pintadas de criaturas celestiales y figurillas talladas en hueso, el tipo de arte autóctono de producción masiva que pasa por ser elegantemente primitivo. El cuarto de baño fue una agradable sorpresa: espacioso y sin rastros de moho, con suelo de sencillas baldosas blancas y la ducha construida un peldaño más abajo y separada por medio tabique.
En la habitación de Heidi, el botones abrió las ventanas. No tenían persianas y a su lado había espirales insecticidas y tiestos de citronela, dos signos que la alertaron de que las aguas estancadas debajo de las pasarelas eran criaderos de mosquitos. Una puerta más allá, Marlena y Esmé se deshacían en ¡ooohs! y ¡aaahs!, contemplando las vistas del lago, comprobando con maravilla que el lugar era un verdadero paraíso, un Shangri-La.
Harry estaba aún más encantado que los demás. Su bungalow se encontraba en el extremo más alejado del quinto espigón y su situación aislada lo convertía en un perfecto nido de amor. ¡Oh! La dirección incluso había tenido la gentileza de suministrarle velas con aroma a limón, un toque romántico. Salió al pequeño porche, donde había un par de tumbonas de teca con respaldo reclinable. ¡Fantástico! Ideal para sentarse juntos a contemplar la luna y crear el ambiente justo para una deliciosa noche de amor.
Marlena y Esmé habían salido de su bungalow, a tan sólo dos espigones del suyo. Un chico que no parecía mucho más grande que Esmé había llegado arrastrando dos maletas monumentales, con un par de bolsos más pequeños colgados de los hombros. Harry agitó una mano para captar la mirada de Marlena y ella le devolvió el saludo con entusiasmo. Eran dos tortolitos agitando las alas. El mensaje era claro: esa noche sería su noche.
Media hora después, en el Gran Salón, Heinrich sirvió champán en copas de plástico.
—Por el placer y la belleza, por los nuevos amigos y los recuerdos perdurables —dijo calurosamente.
No tardaría en ponerles apodos (nuestro Gran Líder, nuestra Adorable Dama, nuestro Amante de la Naturaleza, nuestro Científico, nuestra Doctora, nuestro Pequeño Genio, nuestra Fotógrafa Incansable), las mismas descripciones estandarizadas que asignaba a todos los huéspedes, para hacer que se sintieran especiales. Nunca recordaba los nombres verdaderos.
Heinrich había pasado muchos años al frente de un complejo hotelero de cinco estrellas, en una playa de Tailandia (donde yo misma me alojé en dos ocasiones); pero un día se descubrió que los tres turistas fallecidos en los seis meses anteriores no habían muerto por accidente, infarto o ahogamiento, como constaba en sus respectivos certificados de defunción, sino por picadura de medusa. El establecimiento fue clausurado tras la muerte de la tercera víctima, el hijo de una congresista norteamericana. Al cabo del tiempo, Heinrich volvió a emerger con una función vagamente directiva en un hotel de lujo de Mandalay. Allí me lo encontré y él me trató como a una amiga muy querida que acabara de recuperar. Me llamó «nuestra Querida Profesora de Arte» y me apuntó el nombre de un restaurante, que describió como «lo máximo». Después me pasó el brazo por los hombros, frotándome con su palma húmeda como habría hecho con una amante, y me dijo en tono confidencial que anunciaría al maître mi visita y la de mis acompañantes.
—¿Cuántos sois? ¿Seis? ¡Perfecto! Haré que os reserven la mejor mesa con la mejor vista. Me reuniré con vosotros y con mucho gusto os invitaré a la cena.
¿Cómo negarnos? ¿A quién puede amargar una cena gratis? De modo que fuimos. Allí estaba él, obsequioso y jovial. Mientras mirábamos la carta, nos recomendó las especialidades que debíamos pedir. Todas costaban una fortuna, pero invitaba él. Hacia el segundo plato, comenzó a fanfarronear y a hablar con ruidoso sentimentalismo de Grindelwald, que al parecer era su pueblo natal. Después empezó a entonar una melodía suiza alemana, Mei Biber Hendel, modulada a la manera tirolesa, que sonaba como el cacareo de una gallina. Unos ejecutivos tailandeses, en una mesa cercana a la nuestra, nos miraban por el rabillo del ojo y hacían comentarios desaprobadores en voz baja. El desenlace se produjo cuando su cabeza empezó a descender, hasta que su frente quedó apoyada en la mesa. Allí se quedó, hasta que vinieron unos camareros, lo levantaron por las axilas y lo arrastraron hasta su coche, donde lo esperaba su chófer. Nuestro camarero y el maître se encogieron de hombros con gesto desolado, cuando les informé de que el señor Glick había prometido pagar la cuenta, de modo que tuve que pagarla yo. Resultó bastante caro, teniendo en cuenta el número de comensales y la cantidad y el calibre de las bebidas alcohólicas que Heinrich había pedido para todos, aunque en su mayor parte se las había bebido él. Pero al día siguiente, en el hotel, Heinrich se disculpó profusamente por su «repentina indisposición» y su precipitada partida, y se ofreció a compensarme por el coste de la cena, deduciendo una cantidad equivalente de la factura del hotel.
—¿Cuánto ha costado? —preguntó.
Yo redondeé un poco la cifra hacia abajo y él la redondeó un poco hacia arriba con un trazo de su pluma. De ese modo, se congraciaba con los clientes, cenaba opíparamente sin gastar un céntimo y sisaba a su patrón.
Como pueden ver, era un seductor escurridizo y un hombre absolutamente deshonesto. Una vez me dijo que había sido director del Mandarín Oriental de Hong Kong, algo que encontré difícil de creer, teniendo en cuenta que no sabía una palabra de cantonés.
—¿Qué se puede comer allí? —le pregunté, para ver si picaba.
—Cerdo agridulce —respondió, precisamente el plato favorito de los que no saben nada de cocina china y no están dispuestos a probar nada nuevo. Fue así como comprobé que no decía más que mentiras. Era irritante que no demostrara la menor vergüenza por sus tabulaciones. Nunca perdía la sonrisa radiante.
Otros organizadores de grupos turísticos me habían dicho que en realidad su profesión no era la hostelería. Decían que trabajaba para la CIA y que era uno de sus mejores agentes. El acento era fingido, y su nacionalidad suiza, una patraña. Era estadounidense, se llamaba Henry Glick y era de Los Ángeles, tierra de actores. En los primeros tiempos, cuando acababa de llegar a Asia, había declarado ser «asesor de gestión de residuos», y en otros documentos decía ser «ingeniero de depuración de aguas». «Residuos», según decían, era la designación en clave de los individuos señalados como objetivo por la CIA, gente de la que querían deshacerse. «Depuración» significaba, también en clave, filtrar información a través de las fuentes. Para un espía, su empleo en el sector de la hostelería era ideal, porque desde su posición de anfitrión alternaba con toda clase de altos funcionarios de Tailandia, China y Birmania, dándoles la impresión de no ser más que un borracho alborotador, demasiado alcoholizado para que nadie pudiera considerarlo una amenaza, mientras ellos hacían tratos bajo cuerda y él los escuchaba, tendido bajo la mesa.
Todo eso había oído yo, pero me parecía demasiado increíble. Si yo conocía la historia, ¿no la habría oído también la gente a quien supuestamente tenía que espiar? El gobierno de Myanmar ya lo habría expulsado mucho tiempo antes. No, no, no era posible que fuera un espía. Además, yo había olido su aliento a alcohol. ¿Cómo podría haber fingido algo así? Lo había visto beber «burbujas» casi hasta estallar por la presión de la sangre carbonatada. Por otra parte, debía de andar metido en algo, pues de lo contrario no se explicaba que todavía consiguiera empleo. Aun así, había acabado en un lugar perdido de Asia. Para un ejecutivo de la hostelería, era un claro retroceso.
Curiosamente, sólo Esmé dedujo desde el principio que Heinrich era un embaucador. La niña era inocente, pero era mucho más astuta de lo que correspondía a sus años, como era yo a su edad. Vio la facilidad con que había engatusado a su madre para caerle bien. La llamaba «nuestra Esplendorosa Belleza». Harry, por su parte, se convirtió en «nuestro Gentleman Inglés», y poco después, cuando alguien mencionó que dirigía un conocido programa de televisión sobre los perros, Heinrich pasó a llamarlo «nuestra Famosa Estrella de Televisión», algo que complació infinitamente a Harry.
Sin embargo, Heinrich carecía de habilidad para atraerse la simpatía de los niños. Sonreía demasiado y les hablaba como muchos adultos hablan a los bebés. «¿Te has hecho pupita?». Esmé lo observaba con suspicacia y percibía su estrategia, la forma en que siempre encontraba una excusa para tocar ligeramente el brazo a las mujeres, o apoyarles la palma de la mano en la espalda a los hombres, o halagarlos a todos en privado, diciendo a cada uno: «Por lo que veo, usted es un viajero experimentado, diferente de los demás, una persona que busca algo más profundo cuando está en una tierra extranjera. ¿Me equivoco?».
Esmé llevaba a Pupi-pup en una mochila de plástico, con un fular echado por encima. La perrita se conformaba con ir acurrucada en ese útero improvisado, y allí se quedó, hasta que tuvo que hacer sus necesidades e intentó salir del encierro. Entonces soltó un chillido. Cuando Heinrich miró a Esmé, ésta fingió estornudar. La perrita volvió a chillar y Esmé fingió otro estornudo. Se dirigió al lavabo, donde arrancó varias hojas de la revista juvenil de modas que había traído y las extendió sobre el suelo embaldosado. Puso encima a Pupi-pup y la animó a «hacer caquita». La perrita se agachó y las páginas de la revista se oscurecieron. Pupi-pup era muy lista, para ser una cachorrita tan pequeña.
Cuando Esmé regresó, Heinrich la recibió con una mirada helada.
—¡Ah, nuestra Niñita Chillona ha vuelto al redil! —exclamó.
Ella le dedicó su mejor cara inexpresiva y se apresuró a reunirse con su madre, en una de las mesas. Estaban a punto de servir el almuerzo, todo incluido, excepto el vino, la cerveza y, como se enterarían más tarde, el champán de «bienvenida» de precio inflado que habían consumido con su gentil anfitrión.
Durante la comida, Heinrich dijo bromeando que más les valía no quejarse de los platos ni del servicio.
—Todo esto es propiedad de una tribu antiguamente feroz, que en épocas pasadas solía zanjar los conflictos invitándote a un tête-à-tête, para quedarse con tu tête. Por si fuera poco, ahora reciben protección de sus amigos, los soldados del SLORC. Así que ya ven, la satisfacción está garantizada. No se pueden quejar. ¡Ja, ja, ja, ja!
—Por mi parte, no hay quejas —dijo Bennie—. La comida está estupenda.
—¿Protección? ¿Qué tipo de protección? —preguntó Moff—. ¿Como la que da la mafia?
Heinrich miró a su alrededor, como para comprobar que ninguno de sus empleados estuviera escuchando.
—No exactamente —respondió, frotándose los dedos para hacer el signo del dinero—. Cuando una persona ayuda a otra, recibe mérito a cambio, un trocito de buen karma. ¡Oh, por favor, no ponga esa cara de asombro! También es tradición en otros países, entre ellos el suyo —dijo palmoteando a Moff en la espalda—. ¿No es verdad, amigo mío? ¿Eh? ¿No es verdad?
Después de reír con estruendo su propio comentario, añadió:
—A decir verdad, sí, todos se han hecho muy amigos, muy amigos. Cuando los negocios van bien, las amistades van bien. El pasado es historia antigua, evaporado, ¡paf!, olvidado. Ha llegado el momento de mirar al futuro.
Hizo una pausa para reflexionar.
—Aunque, en realidad —prosiguió—, nada se olvida nunca del todo, a menos que uno esté muerto, pero podemos borrar selectivamente algunas cosas, ¿verdad que sí?
Se hizo pantalla con la mano junto a la boca y, sin voz, formó las sílabas: «Si-len-cio».
Como he dicho antes, era un hombre escurridizo. Al cabo de un minuto, su posición había dado un giro de ciento ochenta grados, y luego otro más, hasta describir el círculo completo, y todo mediante vagas diferencias en sus insinuaciones. Incluso en mi situación, me daba cuenta de que no entendía algunos aspectos esenciales de ese hombre. No podía. Heinrich había levantado una barrera. ¿O la habría levantado yo? Dicen los budistas que se necesita una total compasión para llegar a la comprensión total. Yo, en cambio, hubiese deseado que el escurridizo señor Glick se cayera al agua con la cara por delante. No creo que eso me clasifique como compasiva. Pero baste decir que en ese momento yo no sabía todo lo que había que saber a propósito de Heinrich Glick.
A la una y cuarto, mis amigos bajaron al embarcadero, donde los tres barqueros estaban juntos, discutiendo animadamente. Cuando vieron a los pasajeros, se apresuraron a subirse a las barcas, para ayudarlos mientras embarcaban. Heinrich agitó la mano para saludar a sus huéspedes.
—La cena se sirve hacia las siete. ¡Ta-ta!
—Resulta un poco irritante oírlo usar ese saludo británico —comentó Bennie—. ¡Ta-ta! ¡Ta-ta! Es como retroceder a la época de la colonia.
—En realidad, es una expresión birmana —dijo Walter—. Los británicos se la apropiaron, junto con otras cosas.
—¿De verdad?
Bennie reflexionó al respecto. Ta-ta. De pronto, la expresión le sonó más amable y menos arrogante. Probó a pronunciarla, sintiendo la punta de la lengua danzando por detrás del arco dental superior. Ta-ta. A decir verdad, era encantadora.
—Esta tarde —dijo Walter— iremos a una aldea que está celebrando unas fiestas por el primer centenario de una de sus stupas, esos santuarios de techo abovedado que ya han visto. Habrá un gran mercado de alimentación y muchos juegos y concursos; también habrá juegos de azar, pero les advierto que nunca gana nadie. Los niños de la escuela del pueblo darán una función. Cada clase lleva meses ensayando. Interpretarán pequeñas escenas. Y no se preocupen, podrán hacer todas las fotos que quieran.
Al oír a Walter diciéndoles que no se preocuparan, Wendy se preguntó si no debería preocuparse. Cada vez que había visto a la policía militar, había sentido miedo, pensando que su misión secreta se le notaría en la expresión culpable de la cara y que la considerarían una insurgente norteamericana. Ni siquiera podía intentar hablar con alguien, mientras estuvieran cerca aquellos siniestros personajes. Y aunque hubiese podido, tampoco había nadie que hablara inglés.
Le susurró a Wyatt que tenía sueño y que quizá sería mejor quedarse, para echar juntos una «siesta larga y agradable».
—Tengo píldoras de cafeína —le ofreció él.
Wendy se sintió rechazada. ¿Era ésa su respuesta a su ofrecimiento de amor y voluptuosa lujuria?
Las dos lanchas se internaron en el lago, torcieron a la derecha, y al poco estuvieron sorteando vastas matas de jacintos acuáticos y huertos flotantes. De pronto apareció un pequeño canal y se adentraron por esa ruta tranquila, entre orillas pobladas de arbustos, donde las mujeres bañaban a sus hijos echándoles cubos de agua por encima.
Desde hace tiempo estoy convencida de que los birmanos se cuentan entre los pueblos más limpios del mundo. Aunque algunos viven en condiciones en las que nadie puede permanecer impoluto, todos se bañan dos veces al día, a menudo en el río o el lago, ya que en las viviendas no suele haber cuarto de baño. Las mujeres se meten en el agua con sus sarongs, y los hombres, con sus longyis. Los niños pequeños se quitan la ropa. El baño es una hermosa necesidad, un momento de paz, una higiene del cuerpo y del espíritu. Además, el bañista consigue mantenerse fresco durante todo el bochorno del día, y su ropa ya se ha secado hacia la hora en que se encienden los fuegos para la cena.
Comparen eso con las costumbres de los tibetanos, que se bañan solamente una vez al año y hacen de ello una gran ceremonia. Bien es verdad que el clima del lugar no se presta a abluciones más frecuentes. Admito haber descuidado mis hábitos de higiene cuando estuve allí, en sitios sin una adecuada calefacción y a veces sin agua corriente.
Y antes de que me consideren prejuiciada, permítanme ser la primera en reconocer que los chinos no son precisamente puntillosos en lo que respecta a la higiene, a menos que tengan dinero y puedan permitirse las comodidades modernas. Me refiero, desde luego, a los chinos de las zonas rurales de China, a los chinos bajo el régimen comunista. Entre camaradas, la limpieza se valoraba menos que el ahorro de agua. He visto las cabelleras grasientas, aplastadas en ondas y remolinos durante el sueño. Y la ropa, ¡cielos!, la ropa impregnada con meses de vapores de fritura. El suyo es el olor del pragmatismo, de conseguir que las cosas se hagan sea como sea, considerando la limpieza como un lujo.
No me malinterpreten. No estoy obsesionada con la limpieza, como los japoneses, que se meten en una tina profunda para remojarse con el agua prácticamente hirviendo. Nunca me ha atraído esa otra posibilidad, la de escaldarme para estar limpia, con la piel desprendiéndose en mi propia sopa y la carne blanqueada hasta el hueso. ¡Si hasta sus inodoros tienen un sistema que les rocía el trasero con agua caliente y se lo seca con un chorro de aire, para no tener que tocarse esa parte de su anatomía! A mí esa antisepsia me parece antinatural.
Y ya que estoy en el tema, tampoco puedo decir que la limpieza sea un rasgo característico de los británicos que he conocido. Desde que se tiene noticia, los chinos y los birmanos han hecho maliciosos comentarios al respecto. Su higiene es de escupir y lustrar. El calzado está brillante y la cara restregada, pero descuidan las partes que no están a la vista.
Los franceses son más o menos, según creo, aunque no es enorme mi experiencia al respecto, ya que no son gente dispuesta a mezclarse por su voluntad con nadie que no domine su lengua a la perfección. Pero cabe preguntarse para qué habrán inventado tantos perfumes.
En cambio, muchos alemanes, pese a su tendencia a la pulcritud, desprenden un tufillo abrumadoramente fuerte, en particular los hombres, y no parecen advertirlo. Heinrich, por ejemplo. Tenía un olor muy intenso, una mezcla de alcohol y calculadas falsedades, según creo. Todas sus pillerías le afloraban por los poros.
En cuanto a los estadounidenses, son un mosaico de todos los olores, buenos y malos. Y también ellos son inusitadamente aficionados a sus diversos desodorantes, lociones para después del afeitado, perfumes y ambientadores. Si algo apesta, lo tapan. Aunque ellos mismos no apestan, disfrazan su olor y lo desnaturalizan. Pero no creo que sea tanto un rasgo cultural como un éxito del marketing.
Es solamente mi opinión.
Aparecieron una costa y unos muelles. Con los motores apagados, las lanchas se deslizaron hacia allí, y una docena de manos se tendieron para ayudar a arrastrar las embarcaciones y acercarlas al muelle, de manera que los pasajeros pudieran desembarcar.
—Dentro de poco encontrarán muchas cosas interesantes que comprar —dijo Walter—. Lo normal es regatear, pero déjenme que les sugiera la siguiente norma: determinen mentalmente lo que desean pagar, mencionen la mitad de esa cifra y lleguen poco a poco, durante el regateo, al precio que querían.
En cuanto sus pies tocaron tierra, un montón de buhoneros se precipitaron hacia ellos.
—¡Dinero de la suerte, dame dinero de la suerte! —gritaban todos, enseñando animalitos de jade sobre las palmas de las manos.
—Creen que la primera venta del día les trae suerte —explicó Walter.
Bennie los miró con expresión dubitativa.
—¿Cómo vamos a ser nosotros la primera venta del día? ¡Son casi las dos de la tarde!
Era por eso por lo que estaba hambriento. Se puso a buscar una barrita de Snickers en la mochila.
—Es muy probable que lo sean. No creo que mientan.
—¿Por qué no? —preguntó Dwight.
—No es propio de los birmanos. No les conviene.
—Es por la historia del karma —intervino Heidi.
—Sí, exacto, el karma. Si ustedes compran su mercancía, ellos reciben suerte y ustedes consiguen mérito.
Vera consideró la idea y en seguida cedió a la solicitud de «dinero de la suerte» que le hacía una joven. Compró una ranita de jade. La levantó para examinarla al sol y después se la guardó en el bolsillo del caftán. ¿Sería un símbolo de algo, la rana? ¿Sería un signo astrológico, alguna virtud? ¿Qué podía significar un animal verde y lleno de verrugas, que esperaba un día entero para comerse una mosca? Se echó a reír. Sería un recordatorio —se dijo— para ser más paciente cuando las cosas no marcharan tal como ella deseaba. Si hubiese sabido lo que le esperaba, habría comprado una docena.
Momentos después, nos mezclamos con los grupos de gente que caminaban por la orilla, procedentes de otras aldeas. Pasamos junto a concursos de salto a la comba para chicas, de carrera de tres piernas para chicos, y de carreras hacia atrás para niños pequeños. Un altavoz los animaba y anunciaba el nombre de los ganadores. Tres estudiantes, los mejores de su escuela, subieron al escenario para recibir multicolores diplomas. Para felicitar a los ganadores de los concursos, veinte chicos y chicas, todos ellos profusamente maquillados con perfilador de ojos y pintalabios, se alinearon en pulcras filas y entonaron la canción Baby Love, de The Supremes, siguiéndola en un karaoke.
Pronto mis amigos entraron en un bazar lleno de tenderetes. Había woks gigantes con aceite hirviendo y trozos de pasta flotando encima, junto a cestas rebosantes de rollitos vegetales. En un rincón se estaba desarrollando una partida de dados, observada por hombres de ojos enrojecidos, con chaquetas y pantalones polvorientos. Uno de ellos hizo rodar un par de dados gigantes de gomaespuma. Los otros miraban de pie. Después, se sentaron y empujaron más dinero hacia el centro con la ferviente esperanza de que su suerte cambiara a la siguiente tirada.
Yo flotaba por encima, contemplando a mis amigos, que describían sinuosos recorridos por el mercado, siguiendo cada uno su propia idiosincrasia. Rupert no tardó en ir por su propio camino y quizá no oyó a su padre cuando le gritó que lo esperaba en el muelle dentro de una hora. Marlena se dedicó a comprar bocaditos, que, en su opinión, podían gustarles a Esmé y a Harry. Esmé llevaba a Pupi-pup en su bolsa y le iba dando trocitos de carne asada. Harry vio cómo un cuentista partía un ladrillo sobre un trozo de vidrio azul sin ningún valor, y alegremente se desprendió del equivalente a cincuenta dólares, para poder sorprender esa noche a Marlena con su supuesto «zafiro auténtico». Vera, cuya expresión benévola y cuyos enjoyados dedos ya eran leyenda en el mercado, seguía atrayendo a vendedores con baratijas, que se dirigían a ella para pedirle el «dinero de la suerte». Heidi examinaba hierbas medicinales para todo tipo de picaduras.
—Bzzz —le dijo al vendedor, que no entendió que le estaba pidiendo un insecticida.
Con un dedo, Heidi trazó en el aire un bucle que acababa en zambullida sobre su brazo.
—Bzzz —repitió.
Ah, sí, sí, la entendió por fin el vendedor. Después, imitó con la mano una cabeza con dos colmillos, que saltaba hacia su pierna.
—Ssss.
Quería un remedio para las picaduras de serpiente. Ah, sí, sí.
Bennie pasaba tan inadvertido como era posible para un extranjero, es decir, nada en absoluto, mientras bosquejaba las figuras de los cocineros y sus peroles. Una docena de curiosos, que se habían apiñado a su alrededor para ver lo que estaba dibujando, murmuraban comentarios admirativos. Dwight llevaba los auriculares puestos y era sordo al bullicio natural del bazar, prefiriendo escuchar en su lugar un cede de Stevie Ray Vaughan, mientras seguía a Roxanne, que captaba con su cámara de vídeo segmentos de vida de treinta segundos de duración. Roxanne enarbolaba en una mano un micrófono digital, para captar las voces de musicales inflexiones, el alboroto inherente al comercio.
Lejos de allí, Wendy y Wyatt descubrieron un sendero sombreado que conducía a un bosquecillo de bambúes y lo siguieron, cogidos de la mano Wendy no se había repuesto aún de lo que había percibido como un rechazo de Wyatt, pero hacía como si no hubiera pasado nada. Hablaba de intrascendencias y coqueteaba, pero sentía en el pecho una enfermiza punzada de miedo. Estaba buscando pruebas de que él sentía por ella tanto como ella por él, lo cual era… no sé, difícil de determinar con exactitud, aunque ella sabía que él no experimentaba en absoluto la misma incertidumbre que ella. Wyatt estaba perfectamente a gusto con Wendy, como había estado —imaginaba ella— con todas las mujeres. ¿Por qué no le inquietaba a él la idea de sentir más por ella que ella por él? ¿Por qué no se preocupaba por saber si estaba poniendo en la relación más de lo que ponía ella? ¿No era capaz de sentir ninguna emoción? Cuando las lágrimas empezaron a escocerle en los ojos, fingió que se le había metido una pestaña debajo del párpado y se lo frotó. Él, por su parte, levantó la cara de Wendy hacia la suya, para ver si podía ayudarla a extraer la pestaña irritante. Al ver en él tanta solicitud, ella se sintió aún más desesperada y lo rodeó con sus brazos. Instintivamente, él hizo lo que ella le estaba pidiendo. La besó, mientras le agarraba las nalgas. Y en su alegría, ella profirió las palabras prohibidas:
—Te quiero.
En favor de Wyatt, hay que decir que siguió besando a Wendy, tapándole la boca para que no siguiera diciendo esas cosas. Ya se esperaba que lo dijera y se lo había estado temiendo. Wendy le gustaba mucho. Era divertida la mayor parte del tiempo, excepto cuando analizaba con aquellos ojos escrutadores todo lo que él decía. No quería herir sus sentimientos. Además, el viaje iba a durar otras dos semanas. Mejor que todo siguiera tranquilo y divertido.
Wyatt y Wendy no notaron que una pandilla de niños monjes los estaban observando. Mirad a esos extranjeros, susurraban entre risitas. El hombre y la señora estaban apoyados contra un árbol, empujándose mutuamente. Él le agarraba a ella el gordo trasero, al tiempo que desarreglaba la ropa de ambos. Los chicos empezaron a imitarlos, sacando la lengua y agitándola como si fuera una serpiente. La pareja se puso a sacudir las caderas y a moverse adelante y atrás. Los chicos estallaron en fuertes carcajadas.
Wendy y Wyatt se separaron y volvieron la vista hacia los bulliciosos niños del sendero. Los chicos salieron corriendo como ardillas y después, uno a uno, fueron abandonando su escondite detrás de los bambúes, con la mirada alerta, por si se topaban con algún monje mayor que desaprobara su conducta. A Wendy le gustaba el sexo arriesgado al aire libre, pero no delante de unos niños.
—Vamos a darles los lápices —dijo Wyatt.
En San Francisco se le había ocurrido la idea de dar lápices, en lugar de caramelos o dinero, a los niños que pidieran limosna. Walter había aprobado el plan, aunque le había sugerido que diera los lápices a algún maestro, que después los distribuiría entre sus alumnos. Pero Wyatt olvidó ese detalle, porque tenía delante un fantástico grupo de niños vestidos con túnicas de color azafrán.
—Mira esas caras —le dijo a Wendy—. Son increíbles.
Para Wendy, simplemente estaban sucias. Los chicos tenían tierra en las mejillas, mocos en la nariz y trozos de legañas verdes endurecidas en los ojos. Muchos tenían úlceras en los labios. Wyatt encendió su cámara digital y le hizo una foto a uno de los monjes. Le enseñó a los niños la imagen en el revés de la cámara. Los chicos la señalaron, riendo y exclamando en su idioma:
—¡Mira qué pinta! ¡Oh, no! ¡Mira qué feo eres!
Los dos amantes prosiguieron su paseo por el bosque, donde estaba oscuro y el aire era fresco. Pasaron junto a unos círculos ennegrecidos en el suelo. Se preguntaron en voz alta qué podían ser, antes de ver más adelante a un grupo de hombres. Uno de ellos estaba removiendo las brasas de una improvisada barbacoa, donde se estaba asando una peluda pata de cerdo, con la pezuña y todo. Cuando se acercaron, vieron a otros dos hombres de pie, uno de ellos con una especie de yugo de madera sobre los hombros, del que colgaban dos baterías de coche atadas a una cuerda. ¿Para qué las querría? El hombre parecía disfrazado de buey electrificado. Wendy y Wyatt sonrieron al pasar junto a ellos, que parecieron turbados y desviaron la vista.
Wendy y Wyatt no los reconocieron, pero eran Mancha Negra y Salitre, los barqueros de las lanchas que los habían transportado a través de las aguas someras del lago Inle. Para la mayoría de los turistas, los birmanos son indistinguibles, y sólo ven si son hombres o mujeres, jóvenes o viejos, guapos o feos. No lo digo como crítica, sino como observación. A mí me pasa lo mismo con la mayoría de la gente, sea cual sea su nacionalidad. Pero a partir del día siguiente, mis amigos iban a reconocer de sobra a esos hombres.