7

Los palosantos

Las luces interiores del autobús se encendieron, con un verde tenue que proyectaba una glauca palidez sobre el rostro de mis compañeros de viaje.

En el último tramo, durante el ascenso por el camino de Birmania hacia Lashio, el sistema de escape del autocar se había estropeado y los gases tóxicos empezaban a circular con el aire acondicionado. Mis amigos estaban atontados, con dolor de cabeza y náuseas. Walter advirtió que incluso los más alborotadores (Wendy, Moff, Bennie y Vera) estaban en silencio y adormilados. De pronto, el señor Joe, el conductor habitualmente apático, dijo a gritos que había visto a un nat avanzando a toda velocidad hacia ellos, a lomos de un caballo blanco. Walter ordenó una parada para respirar aire fresco. Todos los hombres saltaron del autobús, buscando intimidad en la oscuridad de la noche y en la vegetación desconocida. Las mujeres prefirieron esperar hasta llegar al hotel, que, según les prometió Walter, estaba a media hora de distancia. En realidad, eran cuarenta y cinco minutos, pero él sabía que esa espera les habría sonado insoportablemente larga.

Por una vez, Harry no tenía que ir al lavabo. Pero aun así, bajó del autobús para aclararse la mente. Marlena y él estaban repentinamente enemistados y no podía explicarse el motivo. Desde su punto de vista, sólo había intentado manifestarle un poco de cariño (expresándolo con una caricia en el trasero), y ella había reaccionado como si hubiese intentado sodomizarla delante de su hija adormilada. La mirada que le había dedicado era abiertamente castradora. Su ex mujer lo miraba con frecuencia de la misma forma, hacia el final de su matrimonio, y él era un experto en la interpretación de ese tipo de miradas, que significaban: «No lo haría contigo ni aunque fueras el último banco de esperma sobre la faz de la Tierra». Sin embargo, la noche anterior, Marlena había sido tan apasionada como él, de eso estaba seguro. No había puesto reparos. En la acera de Ruili, había correspondido a sus avances y se había hecho físicamente responsable del cincuenta por ciento de sus frotamientos. ¿Por qué, entonces, ese cambio repentino?

En realidad, la mirada que le había dirigido Marlena había sido de atormentado desasosiego. Ella, al igual que otros varios pasajeros del autobús, comenzaba a experimentar los dolorosos efectos de la disentería, que se preparaba a efectuar su inexorable descenso. ¿Cómo iba a confesarle, especialmente delante de Esmé, la razón por la que iba a ser preciso aplazar sus ardores? Incluso aunque Esmé no hubiese estado allí, de todas las cosas que pueden enfriar un idilio, habría preferido cualquier otra. ¡Dios santo! ¡Qué agonía! ¡Qué momento tan inoportuno!

Rupert, Moff y Bennie se alejaron apresuradamente, empuñando débiles linternas, en busca de un lugar donde pisar con firmeza. Yo desvié la vista. Sin embargo, quisiera destacar la desafortunada coincidencia de que el mismo sitio que para un norteamericano era un perfecto retrete al aire libre fuera para un nat (quizá para el mismo que murió de un trastorno intestinal) su dulce y sagrado hogar, en este caso, un bosquecillo de palosantos, frondoso todavía en invierno, pero desprovisto de las magníficas frondas de florecillas violetas. Fue un error transcultural, desde luego no intencionado, y no habría pasado nada si Rupert no hubiese gritado:

—¡Pa-paá! ¡Pa-paá! ¿Tienes papel higiénico?

Al no recibir respuesta, soltó una blasfemia, sacó del bolsillo de la cazadora el libro que estaba leyendo y, muy a su pesar, arrancó las páginas que ya había leído.

—¡Déjalo, no te preocupes! —volvió a gritar.

Arrancados de su competición para ver quién bebía más, dos nats en forma de policías militares se incorporaron de un salto. Habían abandonado sus puestos de guardia y se habían internado en el campo, con el propósito de fumar unos cigarros y emborracharse con aguardiente de palma. Los achispados oficiales gritaron en birmano, con la autoridad que les confería el hecho de estar de guardia:

—¿Qué coño está pasando ahí?

Al oír los exabruptos, Walter no tuvo ningún deseo de quedarse a averiguar si eran campesinos o fantasmas. Llamó a los pasajeros que habían aprovechado la parada para hacer sus necesidades y los instó a subir cuanto antes al autobús. Tras subirse a toda prisa los pantalones, varias figuras oscuras se dirigieron al vehículo, cerrándose las cremalleras. Pero Harry, errabundo feliz y orinador lento, no se había enterado de nada. Se había alejado por la carretera y estaba contemplando los puntitos brillantes de las estrellas, cuando oyó el alboroto. Se volvió para mirar y vio a sus compañeros subiendo al autobús. Hora de regresar. Se dispuso a volver, con el mismo paso tranquilo que lo había llevado hasta allí. Un segundo después, el motor del autobús se puso en marcha y se encendieron las luces rojas traseras. ¿Qué prisa tenían? Harry empezó a caminar un poco más rápido. Un dolor agudo le atravesó la rodilla derecha. Se inclinó y se palpó la zona dolorida. Una antigua lesión de esquí o quizá el comienzo de la artritis. ¡Demonios, se estaba haciendo viejo! Pues bien, no tenía sentido agravarlo aún más. Ralentizó otra vez la marcha, pensando que sólo tendría que disculparse por el retraso cuando se reuniera con sus compañeros. Pero en lugar de eso, cuando estaba a unos seis metros de distancia, para su gran asombro, el autobús arrancó.

—¡Eh, alto! —gritó, mientras intentaba avanzar cojeando.

El tubo de escape vomitó una negra humareda y, para eludir su malsana acometida, Harry saltó a la derecha, cayó en una zanja poco profunda y aterrizó sobre su hombro izquierdo de una manera poco propicia para la correcta rotación del brazo. Instantes después, emergió de la zanja, tosiendo y blasfemando. ¿Sería una broma? Seguramente, tenía que serlo, y del peor gusto. Se frotó el hombro. Podía considerarse afortunado si no tenía un desgarro muscular. Vale, muy bien, ¡ja, ja, ja! En cualquier momento, pararían y darían la vuelta. Sería mejor que lo hicieran cuanto antes. Esperó un poco más. ¡Vamos! Imaginó el ruido sibilante de la puerta del autobús al abrirse y la voz de Moff diciéndole: «¡Venga, sube, atontado!». Harry se arrojaría contra el torso de su amigo y le dejaría caer una lluvia de fingidos puñetazos. Pero sus expectativas de revivir las bromas de su juventud se fueron desvaneciendo a medida que las rojas luces traseras del autobús se volvían más tenues y lejanas, hasta desaparecer por completo, al igual que la oscura carretera que tenía delante.

—¡Maldición! —exclamó Harry—. ¿Y ahora qué?

Casi a modo de respuesta, dos policías borrachos en uniforme verde salieron corriendo de los sembrados, apuntando a su cara sus linternas y fusiles.

Walter nunca había cometido un error como ése. Habitualmente, era meticuloso y se aseguraba de que todos los pasajeros estuvieran presentes. Antes de que el señor Joe arrancara, Walter había encendido la espectral luz nocturna del autobús para efectuar el recuento. Con los ojos desencajados, los pasajeros nauseosos se taparon la cara con las manos.

—Uno, dos…

Contó a Bennie y a Vera, después a Dwight y a la gruñona de su mujer, Roxanne. La número cinco era esa chica tan guapa, Heidi, cuya actitud prudente le recordaba a su novia en Yangón. El seis y el siete fueron para Moff y su hijo. Después venían la madre y la hija, con el cachorrito… Walter hizo una pausa. ¿Ya había contado siete? Él tampoco se sentía bien. Tenía una jaqueca frontal, causada por la inhalación de monóxido de carbono del escape del autobús, y esa circunstancia reducía su eficiencia. Así pues, mientras volvía por el lado derecho del autobús, incluyó en el recuento un sombrero cónico de ratán colocado en equilibrio sobre una mochila, el mismo sombrero que Wendy había comprado por cien kyats en el callejón. Con la poca luz, el sombrero y la mochila parecían la cabeza y los hombros de un pasajero que se hubiera quedado dormido.

—… ocho, nueve, diez, once, doce —contó Walter—. Todos a bordo. ¡Vamos!

Pero antes de contarles lo que pasó con Harry, tengo que hablarles de Marlena. Ella debería haber sido la primera en advertir la ausencia de Harry. Pero como ya saben, estaba concentrada en sus apretones estomacales, contando los segundos que duraba cada uno, como si estuviera haciendo ejercicios de respiración para el parto. En todo caso, no le apetecía contarle sus problemas a Harry, que la había dejado con un mal gesto.

Ella supuso que era un mal gesto, pero en realidad no era más que genuino desconcierto inglés. Una confusión totalmente comprensible, debo añadir. Siempre me ha parecido que los ingleses, a diferencia de los estadounidenses e incluso de los galeses o los irlandeses, tienen severamente restringida la gama de expresiones. Placer, dolor o regocijo, todo lo expresan mediante levísimos cambios de la musculatura facial, prácticamente indescifrables para las personas habituadas a la expresión desinhibida de las emociones. ¡Y después dicen que los chinos somos inescrutables!

Pero volvamos a lo nuestro. Cuando Harry no regresó para sentarse a su lado, Marlena dedujo que era una forma de manifestar su disgusto hacia ella. Detestaba ese tipo de comportamiento en todas las personas, pero sobre todo en los hombres. La mirada desaprobadora del patriarca la sublevaba y le pulsaba todos los neurotransmisores del área del cerebro que controla las reacciones de supervivencia y defensa. De hecho, cuanto más pensaba al respecto, más se enfurecía, convencida de que Harry tenía exactamente la misma actitud que con tanta frecuencia habían manifestado su padre y su ex marido: la contención de las emociones, combinada con un crítico fruncimiento del entrecejo.

Unas filas más adelante, Bennie tenía el ceño fruncido y las cejas contorsionadas en una mueca de pura desdicha. Esperaba ser capaz de aguantarse hasta que el autobús llegara al hotel. Se inclinó y apoyó la frente sobre el respaldo acolchado del asiento de delante. Al hacerlo, su rodilla derecha fue a dar contra la bolsa hinchada de plástico rosa, que él mismo había metido en la rejilla de las revistas. En su interior, estaba el regalo de humanidad que le había dado la anciana del mercado: unos cien gramos de nabos picantes fermentados, chapoteando en su jugo.

Pero, para entonces, habían pasado tres horas, con unos últimos treinta minutos de frío y sudoroso sufrimiento. Bennie había olvidado todo lo referente a la humanidad y a los nabos en conserva. Toda su mente estaba concentrada en las perturbaciones de sus intestinos, cuyas oleadas de dolor intentaba resistir empujando un poco más con la rodilla, que a su vez ejercía una presión equivalente sobre la bolsa rosa. La bolsa se rompió con un estallido audible, y los nabos fermentados con su jugo picante cayeron al suelo, esparciendo por la cerrada cabina del autobús un olor que no dejaba de parecerse al de un cadáver de rata flotando en una alcantarilla. Así lo habrían descrito los demás, de no haberse encontrado ya haciendo arcadas y vomitando.

En cuanto a mí, siempre me han gustado los nabos fermentados Combinan bien con todo tipo de platos caseros y añaden un agradable toque crujiente a las gachas de arroz matutinas, como las que yo solía tomar.

Nadie echó de menos a Harry hasta la llegada al hotel. Walter empezó a recoger los pasaportes. ¿Once? ¿Por qué había solamente once? Miró a su alrededor, intentando relacionar caras con pasaportes. El señor Joe estaba ocupado descargando maletas del compartimento de equipajes mientras los pasajeros le señalaban cuáles les pertenecían. Todos los hombres habían llevado petates de lona, aunque una de las maletas de Bennie era una falsa Gucci de piel sintética. Las mujeres tenían preferencia por las maletas de ruedas extensibles, decoradas con grandes lazos de colores, para que los ladrones subrepticios de equipajes se lo pensaran dos veces. Heidi estaba distribuyendo antibióticos de su vasta reserva.

—Dos comprimidos al día durante tres días —dijo—. Si es el tipo habitual de disentería leve, os sentiréis mejor por la mañana. No olvidéis beber mucha agua hervida.

Moff, Rupert, Marlena y Bennie asintieron débilmente, aceptando las píldoras como habría aceptado los santos óleos un católico agonizante.

¡Harry! Tenía que ser él, dedujo Walter. Harry Bailley aún no le había entregado el pasaporte.

—¿Alguien ha visto a Harry? —preguntó Walter.

Los viajeros se irritaron. No querían que nada aplazara su instalación en las habitaciones. Supusieron que Harry habría salido a toda prisa para orinar en la oscuridad.

—¡Harry! —lo llamó Moff—. ¡Harry, cabrón, ven aquí!

Todos miraron a su alrededor, esperando que en cualquier momento saliera de entre los matorrales.

A su izquierda, había un gigantesco rótulo de neón con el nombre del hotel, «Golden Land», y, más abajo, otro dibujo de neón, con una menorah. Mis amigos estaban tan agotados por la enfermedad y el viaje que ni siquiera repararon en ese extraño toque decorativo. El hotel era un edificio colonial de dos plantas, que quizá hubiese sido elegante en otro tiempo. Tenía la obligada escalera raquítica medio en ruinas, con una alfombra roja raída y manchada. Los hospederos, un matrimonio de origen chino, decían ser judíos. Presumían de ser descendientes de las tribus perdidas que emigraron desde el Mediterráneo hasta esa parte de Asia, más de un milenio antes, algunas de las cuales habían seguido viaje hasta el norte de Kaifeng, Incluso poseían una Haggadah escrita en chino y en hebreo.

Permítanme añadir que el hecho de que los dueños fueran chinos no condicionó en absoluto mi elección del hotel. Sencillamente, no había ninguna otra posibilidad, es decir, ninguna que tuviera baño privado. Sin embargo, la intimidad que ofrecían los cuartos de baño era más aparente que real. Los tabiques eran de delgada madera contrachapada, de la que puede atravesarse de un puñetazo en las escenografías de los westerns de Hollywood. Un estornudo o cualquier otra emisión corporal involuntaria podía hacer temblar las paredes casi hasta el colapso, y los ruidos orgánicos resonaban en el piso de arriba y en el de abajo, así como de extremo a extremo de cada pasillo.

En aquellas reverberantes cámaras de ecos buscaron refugio mis amigos. Walter consiguió inscribirlos a todos como huéspedes, pese a la persistente y ya preocupante ausencia de Harry. En realidad, sólo Walter estaba preocupado. Los otros suponían que Harry habría salido a perseguir algún pájaro exótico o estaría en el bar probando algún extraño cóctel. Pero Walter había visto a Wendy bajar del autobús con los lazos de su ridículo sombrero cónico enredados en los dedos. Fue entonces cuando se dijo: «El número doce».

¿Qué lo impulsó a cometer semejante error? En cuanto la pregunta se formuló en su mente, lo supo. La señorita Chen, el nat. Ya habían empezado los problemas: la enfermedad, el pasajero perdido…

Le grité que no fuera ridículo, pero no sirvió de nada. Yo no era un nat. ¿O sí lo era? Muchos locos no saben que están locos. ¿Quizá yo era un nat y no lo sabía? Tenía que encontrar una forma de demostrar que no lo era.

Era ya noche cerrada. El termómetro marcaba dieciocho grados.

—Señoras, señores —dijo Walter—, retrasen, por favor, sus relojes a las siete. La diferencia horaria con China es de noventa minutos.

Mis amigos estaban demasiado enfermos para hacerle caso.

—Los que deseen cenar preséntense, por favor, en el comedor a las ocho, es decir, dentro de una hora —dijo Walter—. Cuando hayan cenado, los más valientes querrán tal vez pasar por el salón, donde podrán cantar con los lugareños. Me han dicho que tienen un aparato de karaoke muy bueno.

Walter se despidió de los turistas y fue a reunirse con el señor Joe en el autobús, donde le había pedido que lo esperara. El conductor se había cubierto la parte inferior de la cara con un pañuelo empapado en zumo de lima. Había pasado los últimos veinte minutos limpiando furiosamente el autobús de vómitos e inmundicias, y había dejado todas las ventanas abiertas.

Walter le anunció que regresaban al sitio donde habían hecho la parada para estirar las piernas.

—¿Cree que podrá reconocer el lugar?

El conductor se pasó los dedos por el pelo con gesto nervioso.

—Sí, sí, desde luego. Cuarenta y cinco minutos, para ese lado —replicó, señalando con un movimiento de la cabeza la carretera oscura.

Walter pensaba que quizá Harry se hubiera caído. Tal vez estaba borracho. En grupos pasados había tenido turistas problemáticos de ese tipo. También podía ser que estuviera enfermo como los demás y demasiado débil para caminar.

—Reduzca la velocidad cuando nos acerquemos al lugar —le indicó Walter al conductor—. Es posible que esté tirado en la carretera.

Con tremendo arrojo, el conductor encendió el motor. Iba a encontrar el sitio exacto, de eso estaba seguro. Era el lugar donde el nat le había salido al encuentro, montado en un caballo blanco, cerca del bosquecillo de palosantos. No había duda, el nat se había llevado a Harry. Tendrían suerte si lo encontraban. Y si lo hallaban e intentaban arrebatárselo al nat, tendrían problemas. Antes de arrancar, el señor Joe se inclinó hacia el lado de Walter y abrió la guantera, donde guardaba los suministros de emergencia. Dentro, había una pequeña estructura semejante a una casa de muñecas, sumamente ornamentada, con un tejado cuyos aleros se curvaban hacia arriba, lo mismo que mis babuchas persas. Era el santuario en miniatura de un nat. El señor Joe hizo una ofrenda de un cigarrillo, empujándolo por la puertecita.

A cuarenta y cinco minutos de distancia, Harry estaba intentando explicarles a los dos policías en uniforme militar qué hacía paseando solo, en plena noche, por un tramo desierto del camino de Birmania. El más joven lo apuntaba con el fusil.

—Identifíquese —le exigió el mayor y más achaparrado, utilizando una de las pocas palabras que sabía en inglés. El cañón de su fusil se movió levemente, como un perro salvaje olfateando el aire.

Harry rebuscó en el bolsillo. ¿Sería bueno o malo enseñarles un pasaporte estadounidense? Había leído que en algunos países era una marca de distinción, y en otros, una invitación a que te dispararan. En esos casos, según aconsejaban los folletos, cuando te preguntaban la nacionalidad, había que decir «canadiense» y sonreír jovialmente.

Quizá le convenía explicar que había nacido en Inglaterra. «Británico, británico —podía decir—. Reino Unido». Era la verdad. Pero entonces advirtió que muchos birmanos debían de albergar sentimientos negativos contra los colonialistas británicos del pasado. Los policías podían considerar su origen británico como una razón suficiente para hacerlo picadillo y, cuando hubieran terminado, lo seguirían machacando por ser, además, norteamericano. Mejor olvidar lo del origen británico. Estaba sudando, aunque hacía frío. ¿Qué había leído de la policía militar? Había historias de gente desaparecida después de protestar contra el gobierno. ¿Qué les harían a los extranjeros que se les opusieran? ¿De qué estaban hablando siempre todos esos grupos de defensa de los derechos humanos?

El policía más joven y alto cogió el pasaporte que le tendió Harry, observó la portada azul con letras doradas y examinó la foto. Después, los dos policías contemplaron a Harry con mirada crítica. La foto había sido tomada siete años antes, cuando aún tenía el pelo oscuro y la línea de la mandíbula más firme. El policía más bajo sacudió la cabeza y gruñó algo, que a Harry le sonó como una invitación a matar al extranjero y acabar de una vez. En realidad, estaba maldiciendo a su colega, por haber dejado la botella de aguardiente abandonada en un campo oscuro como boca de lobo. El policía más joven pasó las páginas del pasaporte, examinando los diversos sellos de entrada y salida: a Inglaterra, a Estados Unidos, a Francia con una nueva conquista, a Bali con otra, a Canadá para esquiar en Whistler, a las Bermudas para dar una conferencia en un club de adinerados amigos de los perros, y otra vez a Inglaterra, que fue cuando le diagnosticaron un cáncer a su madre, una mujer difícil que siempre había detestado a todas las mujeres con las que él había salido, y que había rechazado todo tratamiento, diciendo que quería morir con dignidad Después de eso, Harry había hecho un viaje a Australia y a Nueva Zelanda, para sus seminarios sobre los perros. Luego había vuelto a Inglaterra la Inglaterra de sus culpas, pero no para asistir al funeral de su madre sino a su cumpleaños, celebrado con la certeza de que ya no había el menor rastro de cáncer. Había sido un maldito milagro. De hecho, su madre nunca había tenido cáncer, sino una inflamación de los ganglios linfáticos, y había supuesto lo peor porque, según dijo, siempre tenía la misma mala suerte. Harry se había preparado tan bien para su muerte que incluso le había hecho todo tipo de promesas, convencido de que nunca tendría que cumplirlas. Pero ahora su madre intentaba cobrarse las promesas, recordándole que le había dicho lo mucho que le hubiese gustado llevarla a África de safari y rodar un especial sobre perros salvajes para su programa, con ella de narradora. ¡Hagámoslo!, le había dicho ella. ¡Dios santo! Pero ahora tal vez ya no tendría que preocuparse de ningún especial africano. Después de esto, ya no habría ningún Harry. Se imaginó a su madre llorando y diciendo que siempre había tenido la misma mala suerte, la mala suerte de que su hijo cayera muerto en Birmania, por culpa de un estúpido malentendido por un pasaporte.

Finalmente, el policía de más edad encontró el sello de las autoridades de inmigración de Myanmar, estampado en Muse esa misma mañana. Se lo enseñó a su compañero y los hombres parecieron aflojar la fuerza con que empuñaban los fusiles. Los cañones bajaron y Harry hubiese querido llorar de alivio. Oyó que el mayor le hacía una pregunta. Extremando sus habilidades de comunicación universal, Harry hizo la pantomima de ir caminando por la carretera, pensando en sus cosas, e imitó a continuación el ruido del autobús, ¡brrruuum!, que arrancaba con gran estruendo. Hizo el gesto de correr y de agarrarse la rodilla. Después les señaló la zanja y se frotó el hombro. Los policías mascullaron en birmano:

—Este extranjero imbécil debe de estar más borracho que nosotros.

—¿Hacia adónde se dirigía? —le preguntó a Harry en birmano el policía más alto, pero Harry, naturalmente, no lo entendió.

El hombre más bajo y achaparrado desplegó entonces un mapa y le indicó a Harry que señalara su lugar de destino. Lo que Harry vio le pareció un mapa del tesoro para hormigas, una maraña de chorreantes senderos almibarados que convergían en los trazos de un sismógrafo. Aunque hubiese sido capaz de interpretar el mapa, en ese momento se dio cuenta de que no tenía ni idea del lugar al que se dirigía el grupo. Eso era lo bueno de los viajes organizados, ¿no? No había que preocuparse en lo más mínimo de la planificación, ni asumir ninguna de las responsabilidades del viaje. No había necesidad de pensar en los desplazamientos, las reservas y los hoteles, ni en las distancias entre uno y otro, ni en el tiempo necesario para llegar al siguiente. Antes de salir de San Francisco, como era natural, había repasado el itinerario, pero sólo para ver las delicias que lo aguardaban. ¿Pero quién iba a recordar los nombres de las ciudades en un idioma que era incapaz de pronunciar? Mandalay. Ése era el único lugar que recordaba que iban a visitar.

—Verán —dijo Harry, intentándolo de nuevo—. El guía se llama Walter. Waaalter. Y el autobús tiene un cartel que dice «Golden Land Tours». Yo iba caminando y me caí, ¿lo ven? ¡Pum!

Volvió a señalar la zanja y después su hombro, con la camisa blanca manchada de tierra rojiza.

—El autobús hizo ¡brrruuum!

Se apoyó en un pie y extendió una mano, como si estuviera parando un taxi.

—¡Esperadme, esperadme! ¡Alto! ¡Alto!

Se puso la mano a modo de pantalla sobre los ojos, contemplando el imaginario autobús que se perdía en lontananza, dejándolo en esa espantosa situación. Después suspiró y añadió:

—Pero se marcharon. ¡Adiós, cabrones!

—¿Cabrones? —repitió el hombre más joven, que se echó a reír y le susurró algo a su compañero. Los dos estallaron en sonoras carcajadas.

Harry reconoció la clave. Años de estudio del comportamiento animal entraron en juego. Observaciones. Análisis. Su hipótesis: ya conocían la palabrota. Como todos los hombres jóvenes, adoraban los tacos. ¡Claro que sí! La afición por los términos malsonantes forma parte de la base cromosómica del cerebro masculino, cualquiera que sea su raza. Lo único que tenía que hacer Harry era reforzar positivamente cualquier atisbo de comportamiento socialmente deseable, derivado de esa reacción, y conseguir que se repitiera.

Cuando los hombres dejaron de reírse, Harry asintió con la cabeza y señaló la carretera.

—Los cabrones se fueron por ahí. Y yo aquí. —Sacudió la cabeza—. Se fueron y me dejaron aquí.

«Con estos dos gilipollas», se dijo para sus adentros.

Cinco minutos después, Harry iba andando con los dos policías en dirección al puesto de mando, un pequeño cobertizo en la intersección de dos caminos. Como los puestos fronterizos cerraban a las seis de la tarde no había tráfico que controlar. Una vez allí, Harry tuvo que esmerarse otra vez, para repetir el numerito de los tacos delante de un nuevo público: dos oficiales de mayor graduación. Después de mucha confraternización, Harry sacó un fajo de billetes y preguntó si sería posible alquilar un coche.

—¿Taxi? —preguntó, con fingida inocencia, como si fuera posible conjurar un taxi en medio de la nada—. ¿Algún taxi va zuum-zuum por esta carretera?

«Taxi» era una palabra que los hombres entendían, como también entendían el fajo de dinero que Harry había puesto sobre la mesa. Le indicaron el coche patrulla estacionado junto a la puerta. Después señalaron a Harry, se señalaron a sí mismos e hicieron un gesto afirmativo. Comenzaron a hablar solemnemente en birmano, sobre la manera de hacer que Harry llegara sano y salvo a su hotel. El mapa estaba desplegado sobre la mesa, al lado del dinero. En seguida se enzarzaron en una animada discusión sobre un minucioso plan de acción, que parecía una misión militar.

—Iremos por esta ruta, ¿lo veis?, poniendo rumbo sur desde la latitud… Eh, ¿en qué latitud estamos?

Cuando se inclinó para mirar, Harry vio que el jefe estaba palmeteando el dinero. La conversación se volvió más animada.

—A juzgar por la ropa del extranjero, seguramente se alojará en el mejor hotel, el Golden Land. En cualquier caso, haremos un reconocimiento del local e investigaremos.

Mientras uno de los hombres volvía a plegar el mapa, otro le ofreció a Harry un cigarro para fumar por el camino, y aunque éste no fumaba, no le pareció razonable rechazar el ofrecimiento, por miedo a comprometer el nivel de camaradería alcanzado hasta ese momento. Diez minutos después, un pequeño coche blanco de policía circulaba como una exhalación por la carretera, con la luz giratoria encendida y una sirena que helaba de terror el corazón de todos los que la oían.

Uno de los aterrados fue el conductor del autobús, que vio el coche patrulla avanzando en su dirección. Era blanco, blanco como el caballo que cabalgaba el nat. Mala suerte. ¿Qué calamidad habría ocurrido? ¿Estaría delante o detrás el accidente? El coche patrulla pasó de largo a toda velocidad.

Veinte segundos después, el señor Joe vio los destellos de una luz giratoria en el retrovisor. Walter se volvió. El coche de policía los seguía, como un sabueso que fuera olfateándoles las posaderas. El señor Joe miró a Walter, y éste, aun sintiendo que el corazón se le salía por la boca, se obligó a actuar con serenidad y le ordenó que parara. Mientras el vehículo se detenía, Walter hizo un esfuerzo para parecer tranquilo, se metió la mano en el bolsillo, extrajo el carnet de identidad con la soltura de quien lo ha hecho en miles de ocasiones y se dispuso a bajar del autobús. El señor Joe abrió la guantera y metió otros tres cigarrillos en el altar del nat.

—¡Cabrones! —oyó que Harry gritaba alegremente, mientras saltaba del asiento trasero del coche patrulla.

Harry los estaba señalando, sonriendo como un lunático. Los policías, que instantes antes se estaban riendo a carcajadas, volvieron a asumir una actitud de circunspecta seriedad. Uno de ellos tendió la mano y flexionó levemente los dedos, justo lo suficiente para indicarle a Walter que depositara su carnet de identidad sobre la palma. Walter le entregó también otros documentos, incluida la lista de los turistas, con el nombre de Harry. El policía miró por encima todos los papeles, los apartó y dijo en tono sombrío:

—¿Por qué permite que sus clientes salgan a pasear por su cuenta? Va contra las normas del turismo.

Walter hizo lo que normalmente convenía hacer en el trato con la policía.

—Sí —reconoció—, ha sido un error.

—¿Qué habría pasado si el extranjero se hubiera metido en una zona de acceso restringido? Un asunto muy feo.

—Sí —admitió Walter—. Es una suerte que no lo haya hecho.

El policía resopló.

—La próxima vez quizá no se encuentre con personas tan comprensivas como nosotros.

Una vez a bordo del autobús, Harry saludó alegremente por la ventana a sus amigos policías, mientras el señor Joe daba la vuelta para volver a Lashio. Cuando estuvieron a una distancia prudencial, Harry lanzó un grito victorioso.

Walter se volvió hacia él.

—Le pido disculpas por haberlo dejado en la carretera. Salimos con tanta prisa que…

—¡No hay nada que explicar! —repuso Harry con una sonrisa.

Estaba eufórico, con un subidón de adrenalina. ¡Lo había conseguido! Había usado sus conocimientos y su rapidez de reflejos para salvar el pellejo. Cada vez que lo pensaba, le parecía asombroso. Cuando los policías estaban listos para disparar, con los dedos tensos sobre el gatillo, él había analizado diestramente la situación, les había enviado señales tranquilizadoras y había interpretado correctamente el momento en que se apaciguaron los ánimos. Había funcionado. Increíblemente, había funcionado. No había experimentado una sensación semejante desde los primeros tiempos de su carrera profesional. Pim, pam, pum, todo había encajado. Soltó un suspiro. Eso era lo que venía echando en falta en su trabajo desde hacía años: la incertidumbre, la emoción derivada de asumir riesgos enormes y triunfar más allá de las más alocadas expectativas. Tenía que recuperar esa sensación y renunciar a la vieja rutina, que se había vuelto terriblemente confortable, previsible, lucrativa y sosa.

Harry inspiró profundamente, lleno de determinación. Entonces notó el olor.

—¡Dios santo! ¿A qué huele? ¡Es repugnante!

Walter se volvió una vez más.

—Me temo que varios pasajeros se han puesto enfermos. Sospecho que se trata de un brote de diarrea del viajero. Hemos hecho lo posible para que estén cómodos.

—¿Quiénes? —preguntó Harry—. ¿Quiénes están enfermos?

—El señor Moff y su hijo. También el señor Bennie y la señorita Marlena. Pero su hija está bien, completamente sana.

¡Marlena! Pobrecilla, no le extrañaba que lo hubiera tratado mal. Estaría sintiéndose fatal. ¡Muy bien! La explicación lo llenó de alegría. La situación entre ambos no era tan mala como había pensado. ¿Qué podría hacer él para hacerla sentirse mejor? Evidentemente, los métodos habituales —la floristería, unas hortensias, unos frascos de espuma para el baño— no estaban disponibles. ¿Quizá una taza de té con miel? ¿Un masaje? De pronto, lo supo. Las endorfinas que aún inundaban su cerebro permitieron que la milagrosa respuesta acudiera flotando hacia él.

Palabras. Él conocía el poder de las palabras. Simplemente tenía que escoger justamente las que ella necesitaba oír en ese preciso instante. Si la estrategia le había funcionado con una pandilla de soldados sedientos de sangre, con Marlena sería sencillísimo.

—Marlena, querida —le diría—. He vuelto para ti.

Se imaginaba su rostro levemente febril, húmedo de sensualidad. ¿Debía comportarse con autoridad, desenvoltura y actitud protectora? ¿O sería preferible asumir directamente el papel del amante y proponer al amor como antídoto de todo mal que pudiera aquejarla? Harry podía ser verdaderamente espantoso cuando intentaba ser romántico.

Por fortuna, cuando vio la fachada del hotel, se olvidó de Marlena.

—¿Qué demonios hace una menorah en un sitio como éste?

Cuando estuvo en su habitación, pudo oír a través de las endebles paredes que Marlena no estaba ni remotamente en condiciones de recibir una visita suya, ya fuera en actitud protectora o libidinosa. La pobre se encontraba en un estado lamentable. Lo mismo podía decirse de la persona que se alojaba en la habitación del otro lado. Era como una sinfonía inspirada en la peste, con tubas, fagots y un repetitivo estribillo de flautas chillonas.

A medianoche, Marlena dejó finalmente de visitar el cuarto de baño. Pero entonces, en el piso de abajo, un bullanguero grupo de birmanos tomaron el relevo. Fumaban, gritaban, golpeaban el suelo con los pies y entrechocaban botellas. El humo de los cigarros y las vaharadas de licor barato se colaban en las habitaciones de arriba. Marlena aporreó el suelo y les gritó que se callaran. Al cabo de un momento, Harry le habló a través del tabique fino como un papel:

—Marlena, querida, intenta descansar. Yo me ocuparé de esto.

Bajó la escalera y llamó a la puerta del importuno grupo. Salió a abrirle un hombre de ojos enrojecidos, con el torso oscilando como si acabara de recibir un puñetazo. Un aliento fétido a alcohol emanaba de su boca entreabierta. Harry vio que eran cinco hombres. Estaban jugando a las cartas. Debían de tener aguardiente de palma circulándoles por las venas y los cerebros saturados. ¿Qué podía decirles él para que entraran en razón?

Unos minutos después, Harry estaba de regreso en su habitación. Desde allí oyó a los borrachos, que trataban de bajar la escalera en silencio. Tropezaron con el cable de una lámpara y rompieron el marco de una ventana, mientras se arrancaban flemas de la garganta con el estruendo de una motocicleta y lanzaban escupitajos sobre todo lo que se les cruzaba en el camino. En la mano llevaban un total de cincuenta dólares estadounidenses, sus imprevistas ganancias, cortesía de Harry Bailley.

No se iban por complacer a Harry. Él sólo les había sugerido que se estuvieran callados. Por su propia iniciativa, habían decidido marcharse discretamente, antes de tener que pagar por la habitación y el licor consumido. Era una pésima decisión por su parte. El robo bajo el régimen militar de Myanmar es algo muy serio. Había que tener muchísima suerte para resultar impune y era una tontería intentarlo. Además, salir huyendo por la carretera no era la mejor manera de eludir la mala suerte.

Tras recorrer unos veinte kilómetros, cayeron con el coche en una zanja poco profunda, para evitar a un nat montado en un caballo blanco, que saltó al centro de la carretera desde un bosquecillo de palosantos.

Poco después, llegaron dos policías militares, uno alto y otro achaparrado, que les apuntaron con sus fusiles a la cabeza.

—Fue un nat —repetían los hombres.

Los policías examinaron la documentación, se incautaron de cincuenta dólares estadounidenses, dos mantas y cinco toallas de hotel, y a empujones hicieron subir a los ladrones a la plataforma de una camioneta. El vehículo arrancó y se los llevó por una negra cinta de carretera, que no tardó en desaparecer.