Salvando a los peces de morir ahogados
Al cruzar la frontera y entrar en Birmania, por la ventana del autobús se ven las mismas bonitas flores que en China: margaritas amarillas, hibiscos escarlata y lantanas que crecen con tanta profusión como la mala hierba. Nada cambia de un país a otro, o al menos eso les pareció a mis amigos.
Pero, en realidad, todo se había vuelto repentinamente más denso y salvaje, devorándose a sí mismo como hace la naturaleza cuando se la descuida durante un centenar de años. Fue la sensación que tuve cuando crucé esa frontera, como si yo, al igual que H. G. Wells en su máquina del tiempo, conservara la misma conciencia pero hubiese sido catapultada al pasado. Moff y Harry empezaron de inmediato a llamarse mutuamente Rudyard y George, por Kipling y Orwell, los cronistas de la vieja Birmania colonial. También yo, como mis amigos, encontraba embriagadora la literatura de otro tiempo, saturada de los perfumes y pastiches de una vida exótica y lánguida: parasoles Victorianos, severos salacots y sueños febriles de sexo con los nativos.
En cuanto a las historias más recientes de Birmania, ¡cómo palidecen en comparación! En su mayoría son informes deprimentes, que cuentan más o menos lo siguiente: la señorita Birmania está casada ahora con un déspota lunático, que le ha cambiado el nombre por el de señora Myanmar. Se ha ido a vivir a la Nada, para que nadie sepa dónde está. Su marido es ruin y le pega. También maltrata a los niños, que están llenos de cicatrices y se esconden por las esquinas. La pobre señorita Birmania, que fue reina de la belleza, todavía sería hermosísima si no fuera por las piernas y los brazos escuálidos, el ojo malo y los labios que siempre están farfullando la misma cháchara.
Naturalmente, todos somos muy solidarios, pero ¿quién quiere leer historias como ésa? Memorias de profanaciones, torturas y abusos, una tras otra. Qué difícil es leerlas, sin una pizca de esperanza para animarse, sin desenlaces redentores, ni nada más que el inevitable descenso al pozo sin fondo de la humanidad. Al llegar al final de una de esas historias, uno no puede suspirar profundamente y decirse: «¡Ah, qué feliz me siento de haber leído esto!». No, no pongan esa cara de reprobación. Ya sé que es un sentimiento muy feo y, de hecho, jamás lo habría reconocido en público cuando estaba viva. Nadie que tenga un poco de sentido común lo haría. Pero díganme sinceramente, ¿quién lee libros políticos sobre regímenes sumidos en el horror, excepto los historiadores que están estudiando esa parte concreta del mundo? Puede que otros digan que los leen, pero lo más probable es que miren por encima las reseñas de la New York Review of Books, para luego decir que están informados y en condiciones de formular juicios. ¿Que cómo lo sé? Porque yo lo he hecho. Nunca le encontré sentido a dedicar días enteros a la lectura de historias, que sólo podían alterarme con problemas que yo no podía resolver.
La verdad es que siempre he preferido las viejas ficciones acerca de países antiguos. Leía para evadirme a un mundo más interesante, y no para encontrarme vicariamente encerrada en una cárcel sofocante, entre personas torturadas hasta más allá de los límites de la cordura. Me encantaban las obras de ficción, precisamente por sus ilusiones, por la habilidad del autor para enseñarme la magia, para mostrarme lo que aparecía en la mano derecha y no en la izquierda, los graciosos monitos parloteando entre las ramas y no los cazadores furtivos y sus casquillos de bala al pie de los árboles. En Birmania, pese a las tristes noticias, aún es posible disfrutar de lo que hay en la mano derecha: el arte ante todo, las fiestas y los atuendos tradicionales y la encantadora religiosidad de quitarse los zapatos antes de entrar en un templo. Es lo que adoran los visitantes: el rústico romanticismo y la belleza anticuada, junto a la ausencia de líneas de alta tensión, postes telefónicos o antenas parabólicas que estropeen el paisaje. Busquen y hallarán sus ilusiones, gracias a la magia del turismo.
De hecho, las ilusiones están prácticamente santificadas en Birmania o mejor dicho, el concepto de que todo es ilusión. Después de todo, eso fue lo que enseñó Buda, que el mundo es ilusorio, y puesto que casi el noventa por ciento de los birmanos son budistas, yo diría que la mayoría viven en un País de Ilusión. Les enseñan a desprenderse de sus deseos humanos como se desprenden las serpientes de su piel. Una vez libres pueden alcanzar el nirvana, la nada, el objetivo último de los que siguen la senda marcada por las viejas escrituras del Canon Pali o incluso por una dictadura militar. Sí, es cierto que los monjes son prácticamente los únicos que practican el budismo theravada en su sentido más estricto, pero las ilusiones siguen ahí, y pueden desaparecer en cualquier momento, incluida la gente, como pronto veremos.
Permítanme que me apresure a añadir que, si bien yo fui criada como budista, el nuestro era un budismo de tipo chino, con un poco de aquí, un poco de allá y un poco de más allá: culto a los antepasados, creencia en los espíritus, en la mala suerte y en toda clase de cosas horribles. Pero la nuestra no era la versión birmana que no desea nada. Con nuestro tipo de budismo, nosotros lo deseábamos todo: riqueza, fama, buena suerte en los juegos de azar, muchos hijos varones, buenos platos confeccionados con ingredientes poco corrientes de sabor delicado y el primer puesto en todo, en lugar de una simple mención de honor. También deseábamos ascender al cielo, al nivel máximo de la rueda de la vida. Pero ahora escúchenme bien: si alguno de ustedes tiene alguna influencia sobre estos asuntos, le ruego tenga en cuenta que la Nada nunca ha ocupado un lugar particularmente elevado en mi lista de lugares donde me gustaría residir después de la muerte. ¡No me envíen allí!
¿Pueden imaginar que alguien desee ser borrado de la existencia para toda la eternidad, si hay otra alternativa aparte del infierno? ¿Y puede haber alguien que honestamente no desee nada, ni fama, ni fortuna, ni joyas familiares, ni un gran patrimonio para legar a la siguiente generación, ni siquiera un lugar confortable donde poder sentarse durante horas con las piernas cruzadas? Pues bien, los que no quieren nada nunca encontrarán ninguna ganga, y, en mi opinión, encontrar una ganga es una de las sensaciones de mayor felicidad que puede experimentar una persona.
Toda esa cháchara sobre dejar de ser, sobre no desear nada y convertirse en nadie parece bastante contradictoria desde el punto de vista budista. Buda hizo todo eso y se convirtió en nadie, en un nadie tan famoso que hoy es el nadie más grande de todos. Y nunca desaparecerá, porque la fama lo ha vuelto inmortal. Pero yo lo admiro por su actitud y su disciplina. Fue un buen hijo de familia india.
Aunque, en realidad, no todas las familias de la India desearían tener un hijo como ése, que sea famoso pero renuncie a disfrutar de las ventajas de la fama. La mayoría de los indios que conozco son hinduistas y, según ellos, el hinduismo es una religión más antigua, que contiene gran parte de los preceptos del budismo y también aconseja desprenderse de las ilusiones, los deseos y todo eso. Pero debo decir que todos los hinduistas que conozco tienen en muy alta estima sus joyas de oro de veinticuatro quilates. Y desean que sus hijos e hijas estudien en Oxford o en Yale y lleguen a ser radiólogos, y no monjes mendicantes. Procuran que sus hijas reciban algo más que cuentas de vidrio el día de su boda y que sus hijos tengan al menos un Rolex y no una mala imitación. Quieren que se casen, si no con alguien de su misma casta o superior, al menos con alguien que tenga una vivienda de su propiedad en una zona buena. No es una opinión. Es lo que he visto.
Lo que pretendo decir es que, sean cuales sean las creencias religiosas de un país, siempre hay cierto grado de ansia adquisitiva. Y por muy budista que sea Birmania, todavía hay mucho que comprar en el País Dorado. ¡Piensen, por ejemplo, que en Birmania hay seis mil stupas y pagodas ricamente ornamentadas! No dejan de ser monumentos de cierta ironía, para una religión que aconseja superar las pasiones mundanas. Prácticamente en cada stupa, donde se guardan las reliquias de los santos difuntos, encontrarán a un vendedor que les ofrecerá artículos del nirvana, pagodas en miniatura, estatuillas de Buda talladas a mano o piezas de laca verde, el arte de la paciente superposición. Podrán comprar todo eso a menos de la mitad del precio inicial, que no es nada en comparación con lo que pagarían en su país de origen. Los souvenirs son un medio para diferentes fines, uno para el vendedor y otro para el comprador. Todos tenemos que vivir y todos tenemos que recordar.
Pero me estoy adelantando. Como iba diciendo, acabábamos de entrar en Birmania después de cruzar la frontera, y lo que nos aguardaba era del tipo de cosas que el mago prefiere ocultar en la mano izquierda.
El autobús se había detenido junto a una sencilla construcción que albergaba el puesto fronterizo, con las oficinas de aduanas e inmigración, un pequeño cobertizo hecho con tablas y pintado de verde menta. El techo era de chapa ondulada, reminiscencia de la arquitectura misionera, un estilo más frugal, que contrastaba con las viejas mansiones de madera construidas como puestos coloniales de avanzada, en las montañas. También el método por el que mis amigos tuvieron que dar a conocer oficialmente su presencia en Birmania era una reminiscencia de la época británica, una era de normas complicadas durante la cual los hechos se volvían oficiales gracias al trazo de una pluma sostenida por una autoridad que jamás sonreía.
En este caso, la autoridad eran los militares del gobierno de Myanmar, los jefazos del gabinete denominado SLORC, un nombre que a mí me suena a malo de película de James Bond. En realidad, son las siglas en inglés del Consejo Estatal de Restablecimiento del Orden Público, entidad establecida —como es fácil suponer— cuando no había mucho orden público, que es precisamente lo que ocurría cuando sesenta y siete grupos étnicos no acababan de ponerse de acuerdo sobre la forma de gobernar Birmania y, más aún, cuando los militares anularon el resultado de las elecciones, confiscaron las tierras de las tribus y colocaron a Aung San Suu Kyi bajo arresto domiciliario. El SLORC también le dio a Birmania su nuevo nombre, Myanmar, y convirtió a Rangún en Yangón, y al Irrawaddy en Ayeyarwaddy. Es por eso por lo que prácticamente nadie en Occidente sabe a qué se refieren esos nombres.
Es cierto. Pregunten a diez de sus amigos dónde está Myanmar, y apuesto a que nueve de ellos no lo sabrán. Pero si les explican que es Birmania, seguramente exclamarán «¡Ah, sí, Birmania!», con una nota de vaga remembranza, del mismo modo que hubiesen dicho «¡Ah, sí, Bárbara! ¿Qué tal está?». Al igual que los disidentes birmanos desaparecidos, el país anteriormente llamado Birmania es invisible para la mayor parte del mundo occidental, una ilusión. Yo, por mi parte, todavía lo llamo Birmania, lo mismo que el gobierno de Estados Unidos. Nunca he sido capaz de llamarlo de la otra manera, aunque cada vez son más los que lo hacen, como los periódicos y las cadenas de televisión, que han sucumbido a la nueva denominación, como diciendo «ésta es la nueva realidad, así que vete acostumbrando». Pero a mí Myanmar me suena furtivo: Myanmar, como el convulsivo miau-miau de un gato antes de abalanzarse sobre un ratón acorralado.
Hace algunos años, con la ayuda de una firma de relaciones públicas el SLORC se cambió el nombre, para transmitir una imagen más amable. De hecho, la firma en cuestión fue una consultoría con sede en Washington; bastante vergonzoso, ¿verdad? El nombre elegido fue Consejo Estatal de Paz y Desarrollo, SPDC por sus siglas en inglés. Pero a algunos les cuesta pronunciar las cuatro letras, cuando era tan sencillo decir lo mismo con una sola sílaba. «SLORC» sale más naturalmente y suena más apropiado y exacto, tanto en lo semántico como desde el punto de vista onomatopéyico. Algunos han observado que la combinación de la sibilante con la consonante líquida evoca sensaciones resbaladizas y húmedas, como las paredes de una mazmorra; además, no es fácil seguir el ritmo de las terminologías cambiantes y evasivas. Por eso siguen llamándolo SLORC.
No así la gente que está en Birmania, en particular los periodistas. No les conviene quedar rezagados en materia de terminología. La mayor parte de Asia se ha adaptado a los nuevos nombres. Por otra parte, algunos occidentales ni siquiera saben que hay algo que decir a propósito de los nombres, ni que otras personas se ven obligadas a hacer una elección deliberada.
En cuanto a mí, digo Birmania porque ésa ha sido mi costumbre desde hace muchísimo tiempo; digo SLORC porque una sílaba me resulta más fácil de pronunciar que S-P-D-C, y digo Rangún porque para recordar el otro nombre tengo que pensar uno o dos segundos más. Soy demasiado mayor para cambiar al compás de los tiempos.
Pero basta ya de cháchara, y volvamos al autobús.
Walter y Bennie se apearon y saludaron a la policía fronteriza. El nuevo conductor, Kjau, o señor Joe, como lo llamaban mis amigos, se bajó también, para fumar un puro. Las autoridades del cobertizo de aduanas e inmigración trataron con suspicacia a Walter, su compatriota birmano. Así son los agentes de fronteras en todos los países. Nunca reciben con jovialidad a los viajeros, ni les dan la bienvenida, ni les desean que lo pasen bien. Letra por letra, los nombres y las direcciones de cada uno de nuestros doce turistas hubieron de ser comparados con un juego de documentos certificados, antes de proceder a su inscripción manual en un enorme cartapacio y a su copia, también manual, en otro cartapacio idéntico al primero. Era la burocracia anterior a la informática, anterior incluso al papel carbón. ¡Dios santo! Bennie comprendió que aquello podía llevar horas.
Esmé metió a Pupi-pup dentro de su gorra de béisbol, donde la cachorrita se quedó profundamente dormida, con la barriguita llena de sopa de arroz. Marlena tenía preparada una bufanda, por si fuera necesario ocultar de la vista de las autoridades su nuevo equipaje canino. En realidad, no debería haberse preocupado. En Birmania, los perros no son contrabando, ni se les impone cuarentena; sin embargo, meterlos en un hotel ya es otra historia. Harry se sentó junto a Marlena, sujetando en su mano derecha la mano izquierda de ella. Era un pequeño gesto de afecto, un símbolo de unión. Se había ganado el privilegio de tocarla la noche anterior, después de la cena.
—Marlena, cariño, ¿te apetece un caramelo de menta? —preguntó Harry, mientras los tres permanecían sentados como monos sobre un tronco, al fondo del autobús. En su juventud, el ofrecimiento de un caramelo de menta era un código para expresar secretamente el deseo de intercambiar más besos. Ahora ya no necesitaba hablar en códigos ridículos. Podía decir lo que quisiera. Un caramelo era un caramelo y un beso era un beso. Sí, señor, ya estaba muy avanzado en el camino hacia el amor, el entendimiento perfecto.
Marlena aceptó el caramelo, esperando que Harry no se comportara de un modo excesivamente amoroso delante de su hija. Mientras tanto, Esmé miraba de reojo a su madre, cogida de la mano con Harry. Arrugó la nariz, pero esta vez no fue porque desaprobara a Harry, que para ella se había convertido en una especie de héroe, sino porque le parecía embarazoso, en cualquier circunstancia, que dos personas estuvieran de la manita. Esa tal Wendy se había vuelto para mirar —lo había notado Esmé—, y había visto lo que estaban haciendo Harry y su madre. Ahora, ella y su novio estaban intercambiando sonrisitas, como si supieran algo. ¿Qué era lo que sabían ellos y Esmé no? ¿Habrían hecho aquello su madre y Harry? En cualquier caso, la historia de las manitas resultaba patética y posesiva, por no mencionar que probablemente tendrían sudorosas las palmas de las manos, con el calor que estaba haciendo.
Una hora después, Walter y Bennie volvieron del puesto fronterizo Bennie fue el primero en hablar:
—Estamos provisionalmente autorizados, pero tenemos que ir a otra ciudad para registrar la documentación línea por línea, y para eso necesitaremos los pasaportes de todos.
Se oyeron gruñidos en el autobús.
Walter levantó la mano.
—Cuando lleguemos, mientras yo me ocupo de esos tediosos detalles ustedes tendrán ocasión de explorar durante una hora, más o menos, la ciudad de Muse. Hay un mercado bastante animado y muchas tiendas de telas y similares…
—¿Tendremos libertad para bajar del autobús? —preguntó Wendy.
—Sí, exacto. Pueden salir y pasear. Como ha dicho el señor Bennie, están provisionalmente autorizados para entrar en el país. Simplemente necesitamos copiar la información sobre su itinerario y poner todos los puntos sobre las íes, como dicen ustedes. Pero antes de irse, les sugiero que cambien dinero conmigo. Les daré el mejor cambio legalmente autorizado: trescientos ochenta kyats por dólar, el mismo que les daría un banco. Indudablemente, les iría mejor en el mercado negro, pero también podría irles peor, porque si la policía los sorprendiera, les aseguro que las consecuencias serían lamentables.
—Me pregunto cuánto mejor —le susurró Wyatt a Wendy.
En Muse, mis doce amigos, llenos de dinero, con los kyats birmanos abultándoles peligrosamente los bolsillos, bajaron de un salto del autobús al cálido sol de diciembre. Se dirigieron andando al centro de la ciudad y pronto los envolvió la vida cotidiana del mercado, donde los clientes se arremolinaban en torno a tenderetes de telas, ropa y zapatos de plástico, que por su estilo muy bien podían ser saldos procedentes de China. A su alrededor, los cambistas, agachados en el suelo, intentaban captar su atención. Más adelante, atrayéndolos como el séptimo cielo de las gangas, había una enorme carpa que albergaba el mercado de alimentación.
Mientras se abrían camino entre la multitud, notaron lo mucho que se diferenciaban por su aspecto los birmanos de los chinos. Aquí, las mujeres se untaban la cara con la pasta amarilla de thanaka, como protección solar y también como signo de belleza. Sobre las cabezas lucían una tira de tela envuelta como un turbante.
—Tienen un aspecto casi tribal —comentó Roxanne.
—Es porque son una tribu —replicó Vera—. Está en las notas que preparó Bibi.
Wendy cruzó la mirada con una birmana que parecía más o menos de su edad. La mujer llevaba un sombrero cónico de ratán con ala roja. Cuando bajaba la vista, el sombrero oscurecía completamente su cara, pero cuando levantaba la mirada, su rostro expresaba desesperación y angustia, o al menos eso pensó Wendy. Era como si la mujer quisiera decirle algo, como si quisiera transmitirle un mensaje urgente. De hecho, empezó a dirigirse hacia ella, pero justo entonces, del lado sombreado de la calle, aparecieron dos agentes de la policía militar, con sus uniformes verde rana. La mujer parpadeó, se volvió y se perdió entre la muchedumbre. ¿Era sudor o lágrimas lo que tenía en las mejillas? ¿Qué habría querido decirle? ¿Sería una advertencia? Wendy tiró de la camisa de Wyatt.
—Quiero seguir a esa mujer.
—¿Por qué?
—Quería decirme algo. Necesita ayuda.
Para entonces, la mujer se estaba alejando entre la multitud, escurriéndose, a punto de desaparecer.
—¡Vamos! —dijo Wendy, y empezó a abrirse paso entre el gentío, mientras el resto de los viajeros se dirigían a la carpa de alimentación.
—¿No es asombroso? —le dijo Harry en voz alta a Marlena—. Nos hemos adentrado unos pocos kilómetros y el traje nacional ya es completamente diferente.
Indicó con un gesto a un hombre que circulaba en bicicleta.
—No imagino cómo se las arreglarán esos tipos para que no se les caiga la falda.
—Los escoceses también llevan falda —replicó Marlena—, y he oído que no usan ropa interior.
—¿Te he dicho ya que soy medio escocés?
Marlena le respondió con un gesto medio enfadado y medio risueño. Esmé estaba cerca.
En uno de los tenderetes, dos mujeres acuclilladas sobre montones de tela les hacían señas a las turistas. En cuanto Roxanne y Heidi miraron en su dirección, la mayor de las mujeres empezó a desplegar rápidamente un rollo de tela, acariciando la trama con los dedos. Vera se acercó de inmediato y se puso a admirar los tonos violetas y burdeos y los complicados motivos en oro y plata. La vendedora más joven le iba pasando más rollos de tela a la de más edad, que los iba desplegando.
—Bonito, sí, muy bonito —decía Vera, asintiendo con la cabeza.
—Monito, monito —intentaban repetir las birmanas.
Más y más rollos de tela se fueron abriendo, y Roxanne, que estaba al lado de Vera, probó con los dedos un paño de algodón tejido a mano, de color azul oscuro con un toque iridiscente.
—¿Mil? —dijo, leyendo un trozo de papel que había garabateado la vendedora. Se volvió hacia Dwight y preguntó—: ¿Dwight, cariño, cuánto son mil kyats?
—Menos de tres dólares.
Él estaba a varios metros de distancia, detrás de otras mujeres inclinadas sobre el tenderete para examinar las mercancías.
—¡Vaya! ¿Por un metro de tela como ésta? —exclamó Roxanne.
La mujer le dio un golpecito en la mano y sacudió la cabeza, para luego desplegar la tela y extenderla.
—Dos —dijo, enseñándole dos dedos.
—¡Oh, dos metros! ¡Mejor todavía! —Roxanne se drapeó la tela sobre las piernas—. Me encantaría hacerme un sarong con esto.
Levantó la vista hacia la vendedora, que se había tapado la boca para reírse, lo mismo que las otras mujeres que rodeaban el tenderete. La mujer señaló el rollo de tela azul y sacudió la cabeza; después sacó otro rollo de tela rosa, con motivos dorados, y señaló primero el rollo y después a Roxanne.
—No —dijo Roxanne, haciendo un gesto de rechazo con la mano, para indicar que no quería ni ver la tela rosa; a continuación, palmoteo la tela azul y sonrió satisfecha.
La vendedora palmoteo la misma tela y señaló a un transeúnte que pasaba, vestido con un longyi.
—Te está diciendo —intervino Heidi— que el color y el motivo de esta tela son de hombre.
Al oírlo, Dwight levantó resignado ambas manos.
—Tonterías —dijo, y se marchó detrás de Moff y de Rupert.
Roxanne no levantó la vista.
—Ya sé que es de hombre, pero me da igual. Es lo que me gusta.
Sonrió a la vendedora, mientras ésta le señalaba a varios hombres en el mercado, para asegurarse de que lo había entendido.
—Sí, ya lo sé. De hombre.
Cumplido ese trámite, la vendedora midió con gesto experto el largo habitual para un longyi de hombre. Le preguntó algo a Roxanne en birmano, mientras con dos dedos le hacía la mímica de cortar con tijeras; después, mientras sujetaba la tela con una mano, le hizo otra mímica, consistente en unir el índice y el pulgar de la otra mano y hacerlos subir y bajar repetidamente. Con los mismos gestos, Roxanne le indicó que sí, que cortara y cosiera la tela. La mujer le pasó el rollo a la vendedora más joven, que desapareció por un momento al fondo del tenderete, y finalmente regresó con la tela debidamente preparada. La vendedora mayor llamó a un joven delgado que pasaba, quien acudió prestamente y pareció encantado de hacer una demostración de la forma correcta en que los hombres se visten por la mañana. Se metió en el voluminoso tubo de tela y, con un pellizco de paño en cada mano, estiró hacia los lados el material sobrante, tensándolo; después, con un rápido y limpio movimiento, unió ambas manos con un golpe, justo en el centro, e instantáneamente anudó los extremos, de tal manera que el exceso de tela quedó colgando por delante, como una lengua.
—¡Oh, es como un truco de magia! —exclamó Roxanne.
Le pidió por gestos al hombre que volviera a hacerlo, pero más lentamente. El hombre repitió los movimientos, haciendo una pequeña pausa antes de cada paso. Al terminar, desató los extremos de la tela, se salió del tubo, lo dobló con cuidado y se lo entregó a ella.
Heidi le dio las gracias con sonrisas y apretones de manos. Pero cuando Roxanne se disponía a meterse en el cilindro de tela, la vendedora intentó detenerla, riendo y protestando.
—Ya lo sé, ya lo sé —le dijo Roxanne—. Me estoy vistiendo de hombre, Pero me da igual.
La vendedora sacudió la cabeza y sacó otra pieza de tela, esta vez de un vívido color amarillo, con motivos intrincados. Se metió dentro y estiró el material sobrante hacia un solo lado, demostrándole que el proceso para las mujeres era completamente diferente del que acababa de enseñarle el caballero. Después, amontonando la tela con una mano, formó una serie de pliegues, cuyo extremo superior remetió por la cintura de la falda.
—Hum —dijo Roxanne—. No creo que este efecto me guste tanto como el del nudo en el centro. No creo que se sujete tan bien.
—Gracias —le sonrió Heidi a la vendedora—. Ya comprendemos. Diferente. De hombre. De mujer. Muy bien.
Y entre dientes le susurró a su hermana:
—¿Por qué no te lo pruebas después de salir de aquí?
La vendedora se alegró. Había impedido que una valiosa clienta hiciera el ridículo. Roxanne y Heidi, junto con Vera, siguieron rebuscando entre las piezas de tela, para ver si encontraban un tesoro. Había infinidad de colores y motivos, a cuál mejor y más bonito que el anterior. Pero al cabo de un rato, les resultó demasiado. Estaban empalagadas e insatisfechas. Era como comer helado en exceso. Tenían los sentidos embotados, y todas las diferentes telas, que al principio les habían parecido inusuales como mariposas exóticas, empezaban a resultar vulgares para sus sobrecargados cerebros. Al final, Roxanne sólo había comprado la tela azul y empezaba a pensar que quizá debería haber esperado, por si encontraba algo más bonito y a mejor precio en otra parte.
Wendy y Wyatt, en busca de la misteriosa mujer, habían ido a parar a la otra punta del mercado. Wyatt decidió hacer fotos. Un grupo de chicos con la cabeza recién rapada pasó a su lado, con el atuendo de los monjes novicios: una sola pieza de tela, de un color naranja saturado e intenso como el de algunos pimientos, drapeada y anudada en torno a sus cuerpos flacos. Estaban descalzos e iban de un lado a otro, recién estrenados en su calidad de monjes mendicantes. Uno de ellos tendió tímidamente la mano, para pedir limosna. Otro se la bajó de un palmotazo. Todos se echaron a reír. Los monjes estaban autorizados a mendigar comida, pero sólo temprano en la mañana. Iban al mercado antes del amanecer, con cuencos y cestos que los vendedores y los clientes se apresuraban a llenar de arroz, verduras, conservas en vinagre, cacahuetes y fideos, al tiempo que les agradecían la oportunidad de aumentar su mérito. Para los budistas, el mérito es como una cuenta bancaria de buenas acciones, que los ayuda a mejorar sus perspectivas para vidas futuras. Las provisiones reunidas eran llevadas al monasterio, donde vivían los novicios, los monjes y los superiores, que a la hora del desayuno preparaban con ellas la comida que había de durarles todo el día.
Pero los niños son niños, y sentían curiosidad por ver qué les darían los extranjeros si les pedían limosna. Apenas una semana antes, eran niños normales de nueve años, que jugaban al chinlone con pelotas de ratán, nadaban en el río y cuidaban de sus hermanos pequeños. Pero un día sus padres los llevaron al monasterio local, para que sirvieran voluntariamente durante un tiempo, entre dos semanas y varios años, como hacen todos los chicos de las familias budistas. Les afeitaron la cabeza en una ceremonia familiar, envolvieron sus mechones en un trozo de seda blanca y, tras hacerles prometer que respetarían las normas del budismo theravada, les hicieron quitarse la ropa y ponerse el simple hábito de los monjes, convertidos así en hijos de Buda. Era su iniciación a la vida adulta. En una ocasión, una familia birmana me invitó a ver la ceremonia y la encontré conmovedora, de una manera bastante similar a cuando presencié una circuncisión judía.
Para las familias más pobres, era la única manera de que sus hijos recibieran una educación. Las familias acomodadas recogían a sus hijos al cabo de dos semanas, pero los niños más pobres se quedaban más tiempo, si podían. En los monasterios, los niños que habían decidido permanecer en el monasterio como monjes o superiores aprendían a leer las escrituras en pali y las recitaban constantemente bajo la atenta mirada de sus mayores. De ese modo, aprendían a leer y a la vez se volvían devotos, versados en la virtud de la pobreza. Pero la devoción —por lo que pude ver— no les hacía perder a los pequeños monjes su afición a las travesuras.
Pero Wendy no sabía nada de los pequeños novicios, porque ni siquiera había echado un vistazo a mi bibliografía sugerida.
—Es increíble que a esos pobres niños los obliguen a ser monjes —le dijo a Wyatt—. ¿Qué pasará si algún día quieren tener una vida sexual?
—¡Mira qué sonrisas! —dijo Wyatt, enseñándole el revés de su cámara digital. Los niños monjes se apiñaron a su alrededor para ver también, y comenzaron a ulular, señalando sus imágenes.
Ella notó que Wyatt no había respondido a su pregunta. Últimamente, lo hacía a menudo. En lugar de contestar, hacía un comentario sin mayor relación con la pregunta. ¿Se estaría desenamorando? ¿O quizá nunca había estado enamorado? Últimamente, cuando estaba con él, ella no sentía más que pinchazos, punzadas, dolores, crujidos, desgarros y vacíos repentinos. Quizá se lo pareciera solamente porque tenía calor y estaba irritada y pegajosa. Se había dejado el protector solar en el autobús y sus hombros pecosos se estaban enrojeciendo. El sol ardía con más fuerza en esa parte del mundo y la preocupaba el aspecto que pudiera tener su cara en la media hora que tardarían en regresar al autocar. Para entonces, sus pecas serían del tamaño de una moneda. ¿Qué pensaría Wyatt cuando se le pusiera la cara como un sorbete de frambuesa y la nariz se le pelara como una cabeza de ajo? Él no tenía ese problema. Aunque era rubio, la piel se le volvía de un delicioso tono tostado, gracias a sus frecuentes correrías al aire libre. ¡Santo Dios! ¿Por qué tenía que ser tan guapo? Sintió ganas de comérselo en ese mismo instante. Quizá pudieran regresar antes al autobús.
Justo en ese momento, Wendy vio a la mujer del sombrero, con la que había cruzado una mirada poco antes. La mujer también la vio. Con discreción, le hizo señas para que se le acercara. Wendy miró a su alrededor.
—Ven —le dijo a Wyatt—. Ahí está la mujer que quería decirme algo.
Tenía la certeza de estar a punto de descubrir algo importante para Libre Expresión Internacional. Quizá la mujer conociera el paradero de algunos de los desaparecidos. Wendy y Wyatt doblaron una esquina y vieron a la mujer delante de ellos, agachándose para pasar por una puerta. La siguieron, entraron también por la puerta y finalmente vieron a la mujer, acuclillada en la penumbra.
—¿Mona Chen? —dijo la mujer, levantando en la mano un grueso fajo de kyats birmanos.
Wendy le respondió con un susurro:
—Lo siento, yo no soy Mona, pero aun así puedo ayudarla.
—Nos pregunta si queremos cambiar dinero —dijo Wyatt.
—¿Qué?
—Mona Chen. Money change. Cambio de dinero. ¿Lo ves? Tiene dinero y nos pregunta si queremos cambiar. —Wyatt se volvió hacia la mujer—. ¿Cuánto?
—¿Qué haces? —exclamó Wendy—. ¡Podrían encarcelarte!
—Sólo por curiosidad…
Para entonces, dos policías militares habían pasado junto a la puerta, habían retrocedido y los estaban mirando fijamente.
—Eso —dijo Wendy, señalando el sombrero cónico de la mujer—. ¿Cuánto quiere por el sombrero?
Sacó un billete cualquiera del fajo que llevaba. Era de cien kyats.
La mujer asintió y cogió el billete. Después se quitó el sombrero y se lo dio a Wendy. Los policías siguieron su camino.
—Se han ido —dijo Wyatt—, Ya puedes devolverle el sombrero.
—Me lo quiero quedar. Lo necesito, de verdad. El sol me está quemando. ¿Por qué lo dices? ¿He pagado demasiado?
—Unos veinticinco centavos —respondió Wyatt—. Un robo.
Wendy se ajustó en la cabeza el aro de ratán del sombrero y se anudó las cintas bajo la barbilla. Salieron los dos a plena luz del sol, y ella se sintió más fresca y recuperada. Para Wendy, el sombrero había sido todo un éxito. Por ella se habían salvado de ser arrestados por la policía y, además, por veinticinco centavos, había conseguido un accesorio de moda que le confería un aire original y a la vez refinado, al estilo de Audrey Hepburn o Grace Kelly en las películas de los años cincuenta. Mientras tanto, los lugareños intercambiaban risitas. Era tronchante ver a una extranjera con el sombrero que usan las campesinas para las labores del campo. Como ver a un pez vestido.
A la vuelta de una esquina, siguiendo un callejón, Moff y Rupert habían encontrado una tienda en la que vendían pelotas de baloncesto y juegos de bádminton. Después de comprar uno de cada, Rupert comenzó a hacer filigranas con el balón, mientras Moff intentaba quitárselo. Comerciantes y transeúntes los contemplaban con una sonrisa en la cara. «¡Michael Jordán!», gritó alguien. Moff se volvió para mirar. ¿Michael Jordán? ¿Hasta en ese rincón del mundo lo conocían? Unos chicos con los longyis remangados a modo de pantalones cortos les hicieron señas y, cuando Rupert les pasó el balón, uno de ellos lo cogió con una sola mano. El muchacho lo manejó con habilidad por todo el callejón, antes de devolvérselo a Rupert con un solo bote.
Entonces apareció otra pelota más pequeña, un etéreo globo de ratán. Un chico de longyi marrón la lanzó con ligereza por el aire y, con un golpe de talón, la impulsó hacia otro niño. El niño dominó la pelota con la cabeza y la lanzó hacia Rupert, que instantáneamente la recibió con la rodilla y la mantuvo botando, hasta que finalmente se la arrojó a su padre. Moff extendió el pie hacia el misil, que botó en la dirección equivocada y cayó al suelo. Rupert recogió la pelota de fibras entretejidas.
—Mola —le dijo a Moff—. Es como una bola de footbag, sólo que bota más.
Le devolvió la pelota a su dueño, el niño del longyi marrón, pero Moff sacó un par de billetes de cien kyats y señaló la bola. El chico se la dio y solemnemente aceptó los doscientos kyats.
—Mola —repitió Rupert, mientras hacía botar la pelota entre sus rodillas, avanzando de ese modo por la calle, al tiempo que su padre ponía rumbo hacia los picudos toldos del mercado de alimentación, el lugar donde habían quedado en encontrarse con los demás.
La carpa era un emporio de colores: los dorados y los castaños de la cúrcuma, las caléndulas, el curry y el comino; los rojos de los mangos, los pimientos y los tomates, y los verdes del apio, las judías chinas, el cilantro y los pepinos. Los niños contemplaban con ojos golosos las bandejas de gelatina de algas, coloreada artificialmente de amarillo brillante, y sus madres vigilaban a los vendedores mientras éstos pesaban sus compras de arroz, azúcar de palma y fideos secos de arroz. Los olores eran a la vez térreos y fermentados. Moff vio a Walter y a Bennie de pie junto a la entrada, ambos con aspecto relajado y satisfecho. Los otros viajeros también estaban allí, esperando.
—¿Y bien? —le dijo Moff a Bennie.
—Facilísimo —respondió él, rebosante de dicha y haciendo chasquear los dedos, como si no hubiera concebido siquiera la posibilidad de tener problemas con el cruce de la frontera.
Devolvió los pasaportes. En realidad, Bennie se había preocupado tanto que había vuelto al autobús para estar junto a Walter, mientras los documentos eran examinados y copiados. Durante toda la dura prueba, no dejaba de mirar de un lado a otro, con los oídos alertas y los esfínteres contraídos, en preparación para la reacción de lucha o huida.
—Lo que no acabo de comprender es cómo se las arregla Walter para alternar su perfecto birmano con un inglés excelente —dijo Bennie—. ¿Os habéis fijado que su inglés es mejor que el mío? Es más estadounidense que yo.
Bennie se refería al acento británico de Walter, que a su entender sonaba más refinado que su variedad de inglés del Medio Oeste.
Walter se sintió halagado por el comentario.
—¡Oh, no! —protestó—. Ser estadounidense tiene poco que ver con el dominio del inglés y mucho con los axiomas que ustedes honran y atesoran: sus derechos inalienables, la búsqueda de la felicidad… Yo, triste es decirlo, no dispongo de esos axiomas. No puedo emprender esa búsqueda.
—Bueno, pero nos entiende —le dijo Bennie—, lo cual lo convierte por lo menos en estadounidense honorario.
—¿Por qué habría de ser eso un honor? —intervino Wendy con irritación—. No todos quieren ser estadounidenses.
Aunque molesto, Bennie se echó a reír. Walter, diplomático como siempre, le dijo a Bennie:
—En cualquier caso, me halaga que me consideren uno de ustedes.
Cuando se marchaban, pasaron junto a una reluciente pila de peces, que todavía estaban boqueando.
—Creí que estábamos en un país budista —comentó Heidi—. Pensé que aquí no mataban a los animales.
Unos metros a la izquierda, yacían los restos ensangrentados de un cerdo. Heidi lo había visto por el rabillo del ojo y ya no se atrevía a mirar en esa dirección.
—Los carniceros y los pescadores no suelen ser budistas —explicó Walter—. Pero incluso los que lo son practican la pesca con reverencia. Recogen los peces y los llevan a la orilla. Dicen que los salvan de morir ahogados. Por desgracia —añadió, bajando la vista con expresión de desconsuelo—, los peces nunca se recuperan.
¿Salvar a los peces de morir ahogados? Dwight y Harry se miraron y reprimieron una carcajada. ¿Estaría de broma?
Heidi era incapaz de hablar. ¿De verdad pensaría esa gente que hacía una buena obra? ¡Seguramente no tenían la menor intención de salvar nada! Bastaba con ver a esos peces. Estaban boqueando, desesperados por oxígeno, y los vendedores acuclillados a su lado, fumando cigarros, no tenían ni remotamente la actitud solícita de un médico de urgencias o de una enfermera de cuidados paliativos.
—Es horrible —dijo ella finalmente—. Es peor que si los mataran directamente, sin intentar justificarlo como un acto de bondad.
—No mucho peor que lo que hacemos nosotros en otros países —repuso Dwight.
—¿De qué estás hablando? —dijo Moff.
—De salvar a la gente por su bien —replicó—. Invadir países y hacerles sufrir daños colaterales, como los llamamos nosotros. Matarlos, como desafortunada consecuencia de ayudarlos. Como en Vietnam, o en Bosnia…
—No es lo mismo —intervino Bennie—. ¿Y qué sugieres? ¿Que nos quedemos tan tranquilos, sin hacer nada, cuando se está produciendo una limpieza étnica?
—Solamente digo que debemos tener en cuenta las consecuencias. No hay intenciones sin consecuencias. El problema es quién carga con las consecuencias. Salvar a los peces de morir ahogados. Es lo mismo. ¿Quién se salva? ¿Y quién no?
—Lo siento —resopló Bennie—, pero no es lo mismo. En absoluto.
Los otros estaban callados. No era que estuvieran de acuerdo con Dwight, con quien detestaban coincidir, dijera lo que dijese. Pero tampoco discrepaban completamente. Era como una de esas ilusiones ópticas, uno de esos dibujos que vistos por un lado parecen una bonita muchacha con sombrero y, por el otro, una vieja de nariz ganchuda. Todo depende de cómo se miren.
—¡Dios mío! ¿Qué podemos hacer? —dijo Heidi en tono lastimero—. ¿No podemos decir algo? Me gustaría comprarlos todos y devolverlos al agua.
—No los mires —le sugirió Moff.
—¿Cómo hago para no mirarlos?
Los peces seguían agitándose. Moff cogió a Heidi por un brazo y se la llevó de allí.
—¿Se pueden ahogar los peces en el agua? —preguntó Rupert, cuando se hubieron alejado de los tenderetes de pescado.
—Claro que no —respondió Bennie—. Tienen branquias, y no pulmones.
—A decir verdad —intervino Harry—, sí que pueden ahogarse.
Todos los ojos, excepto los de Heidi, se volvieron hacia él.
—Cuando una persona se ahoga —prosiguió—, los pulmones se le llenan de agua, y como nuestros pulmones no pueden filtrar el oxígeno del agua, la persona se asfixia. La causa de la muerte es ésa, la falta de oxígeno. Puede ocurrir en el agua o en cualquier otro tipo de líquido.
Harry observó la intensidad en la mirada de Marlena y continuó la explicación, en su estilo informal y confiado.
—Los peces, en cambio, tienen branquias que extraen el oxígeno del agua. Pero la mayoría de los peces tienen que moverse continuamente, para hacer pasar por las branquias una cantidad suficiente de agua que les permita filtrar el oxígeno necesario. Si no pueden moverse, si por ejemplo se quedan atrapados en una oquedad coralina durante la marea baja o enganchados a un anzuelo, al cabo de un tiempo empiezan a sufrir la carencia de oxígeno y al final se asfixian. Mueren ahogados.
Harry vio que Marlena lo contemplaba electrizada, con una mirada que parecía decirle: «Eres tan increíblemente poderoso y sexy que, si hubiera una cama aquí mismo, te saltaría encima». En realidad, Marlena se estaba preguntando cómo era posible que disfrutara tanto describiendo la muerte de los peces.
Heidi conservaba la imagen de los peces boqueantes que acababan de ver.
—Si pueden extraer oxígeno del agua, ¿por qué no pueden sus branquias procesar el del aire?
Marlena miró a Harry con gesto expectante. Harry lo explicó con mucho gusto:
—Las branquias son como dos series de arcos, finos como la seda. En el agua, flotan totalmente desplegadas, como las velas de un barco. Fuera del agua, los arcos se desploman sobre sí mismos, como una bolsa de plástico, y se aplastan, quedando sellados de tal manera que no puede entrar el aire. El pez se asfixia.
Vera resopló.
—Entonces, ¿no hay absolutamente ninguna manera de que alguien diga sinceramente que está salvando a los peces de morir ahogados?
—No —replicó Harry—. Se ahogan en tierra.
—¿Y qué me decís de los pollos? —preguntó Vera, señalando una jaula de aves—. ¿Qué benevolente acción servirá para cargárselos? ¿Estarán quizá recibiendo clases de yoga cuando accidentalmente se les parte el cuello?
—No es peor que lo que hacemos nosotros —dijo Esmé con desapasionada calma—. Pero nosotros lo escondemos mejor. Vi un programa en la tele. Los cerdos van todos apretujados y después los tiran por una rampa, van todos gritando, porque saben lo que les va a pasar. También se lo hacen a los caballos. Algunos piensos para perro están hechos de carne de caballo. A veces ni siquiera están muertos cuando empiezan a descuartizarlos.
Marlena se quedó mirando a su hija. Esmé parecía haber perdido la inocencia ante sus propios ojos. ¿Cómo era posible que su niñita supiera esas cosas? Marlena contemplaba los nuevos pasos de su hija hacia el conocimiento con maternal angustia y tristeza. Le había encantado la época en que Esmé se dirigía a ella en busca de protección y consuelo, cuando se esperaba que ella, la madre, escudara a su hija contra la fealdad del mundo. Recordaba una vez, no hacía mucho tiempo, cuando ambas estaban paseando por Chinatown y Esmé se puso a llorar delante de unos peces vivos, porque el vendedor le dijo que eran «para comer y no para jugar». La histérica reacción de Esmé no se diferenciaba mucho de los sentimientos de los activistas por los derechos de los animales, que repartían octavillas en la calle instando a la gente a boicotear a los restaurantes de Chinatown, por matar peces y aves en sus locales para garantizar la frescura de los ingredientes.
—A los peces les cortan la cabeza cuando todavía están vivos —había oído protestar una vez a un defensor de los animales.
—¡Todos los animales están vivos cuando los matan! —le había respondido Marlena a voz en cuello—. ¿De qué otro modo propones tú que maten a los peces? ¿Esperando a que mueran de viejos?
Le había parecido ridículo que la gente discutiera por salvar la vida de un pez. Pero ahora veía las cosas a través de los ojos de Esmé. Era espantoso ver a cualquier criatura luchando vanamente por conservar la vida.
—¡Señoras! ¡Señores! —los llamó Walter—. Si quieren, pueden volver al autobús ahora; si prefieren pasear un poco más o hacer alguna otra compra, los esperamos en el autobús dentro de quince minutos.
Mis amigos se dispersaron: Wendy, para ir en busca del sombreado interior del autobús; Moff y Rupert, para pasear por los callejones, y los otros, para hacerse una buena foto que documentara su estancia en la ciudad, fuera cual fuese su nombre.
En una esquina apartada del mercado, Bennie encontró a una anciana de dulcísima expresión. Llevaba un turbante azul, que le empequeñecía el rostro curtido por el sol. Él le preguntó por señas si podía bosquejar su retrato, en su puesto de nabos y hojas de mostaza. Ella sonrió tímidamente. Él hizo el tipo de dibujo de trazos rápidos que utilizaba para las caricaturas con las líneas justas para captar y sugerir los rasgos más distintivos de la persona retratada. Descubrir cuáles eran esos rasgos requería tanto talento artístico como la ejecución del dibujo. Sugirió el peso del turbante sobre la pequeña cabeza y, después, una gran sonrisa que casi se le tragaba toda la barbilla. Unos cuantos redondeles para los nabos y las hojas de mostaza, y unos garabatos más tenues para los que estaban en segundo plano… Al cabo de uno o dos minutos, le enseñó el bosquejo a la mujer.
—¡Vaya! —exclamó ella en un idioma que él no entendía—. Me ha convertido en otra persona, en una mujer mucho más guapa. ¡Gracias!
Cuando se disponía a devolvérselo, él la detuvo.
—Para usted —le dijo.
Ella le dedicó otra enorme sonrisa que hizo desaparecer su labio inferior. Sus ojillos resplandecían. Cuando él ya se marchaba, ella le gruñó algo, señalándole las verduras que tenía a la venta.
—¿Le gusta? —le preguntó en inglés.
Bennie asintió, por ser amable. Ella le indicó que eligiera algo. Bennie alzó una mano y negó cortésmente con la cabeza. Ella insistió. Consternado, él supuso que la anciana le estaba pidiendo que comprara alguna de sus mercancías. Ella resopló y, finalmente, sonriendo aún, metió un puñado de nabos fermentados en una bolsita rosa; después la hizo girar y anudó con fuerza las puntas, de tal manera que el aire quedó atrapado dentro y la bolsita asumió el aspecto de una gorda vejiga rosa. La anciana se la tendió para que la cogiera.
Bueno, ¡qué remedio! ¿Cuánto podía costar? Bennie le ofreció un par de billetes, el equivalente a unos treinta centavos, una suma absolutamente colosal para una bolsa de nabos fermentados. Sin embargo, ella los rechazó, ofendida, apartándole la mano con firmeza. Por fin, él lo comprendió. ¡Oh, un regalo! ¡Un regalo! Ella asintió enérgicamente. Él le había dado un regalo a ella y ahora ella le daba un regalo a él. ¡Guau! Se sentía abrumado. Era la auténtica amabilidad entre extraños. Era un auténtico momento National Geographic: dos personas enormemente diferentes, separadas por el idioma, la cultura y un montón de cosas más, que aun así daban y recibían lo mejor de sí mismos: su propia humanidad, sus caricaturas, sus conservas en vinagre. Con agradecimiento, aceptó la bolsa rosa de plástico con su húmedo contenido, ese maravilloso don de amistad universal. Era increíble y tremendamente reconfortante. Lo guardaría para siempre, o hasta que ocurriera una catástrofe, es decir, hasta apenas unas horas más tarde.
El autobús avanzaba, con sus ruedas ya en contacto con el camino de Birmania, una carretera de doble sentido, toscamente pavimentada, compartida por reses jorobadas de los dos tipos: de las vagabundas y de las que van uncidas a un carro. Mis amigos contemplaron el nuevo escenario. Las colinas estaban cubiertas por montes más pequeños, que sobresalían como forúnculos. En el campo había chozas construidas sobre pilotes, con paredes de ratán entretejido y techumbre de paja. Los hogares más prósperos lucían techos de chapa ondulada de un brillo enceguecedor. Aquella templada tarde de invierno, las ventanas estaban cerradas con postigos blanqueados por el sol y lavados por los monzones, que evocaban el estilo de decoración envejecido y lleno de historia que tanto admiraba Roxanne. A Marlena, por su parte, le pareció que las casas eran tan surrealísticamente preciosas que conseguían invertir el efecto trompe-l’oeil, de engaño de los sentidos, de tal manera que los postigos auténticos parecían pintados.
—Mirad cuántas plantas de Navidad —señaló Esmé—. Debe de haber plantas por valor de mil dólares, como mínimo.
Las flores de Pascua, entremezcladas con buganvillas, crecían al pie de las higueras de Bengala, armonizando con los ubicuos arbustos de panpuia y sus pompones lilas.
—No son autóctonas —dijo Moff—. Aquí la flor de Pascua es una intrusa; es una planta ornamental procedente de México.
Heidi preguntó si las semillas habrían llegado desde tan lejos arrastradas por el viento.
—Probablemente, las primeras llegaron en barco —respondió Moff—, como regalos de diplomáticos de tiempos pasados. Este ecosistema es bueno para cualquier tipo de planta.
A los dos o tres kilómetros de viaje, Walter volvió a hablar.
—Merecen ustedes una felicitación —dijo a los turistas—. Probablemente son los primeros occidentales en recorrer esta parte de la carretera procedentes de China. El año pasado, la carretera estaba intransitable, y yo habría tardado tres semanas en ir de Mandalay a Ruili. Este año, las obras están terminadas y el trayecto se cubre en doce horas.
Walter no les dijo que la carretera había sido reconstruida por una de las tribus birmanas, cuyo nombre no mencionaré aquí, conocida en épocas pasadas por cortar cabezas y, en tiempos más recientes, por dedicarse al contrabando de armas y el tráfico de heroína. En cierto momento, formaron una poderosa insurgencia contra el gobierno militar. La tribu luchó tanto y tan bien, que finalmente el gobierno militar propuso una tregua, para poder negociar como lo haría cualquier déspota razonable del mundo. Finalmente, la tribu acordó deponer las armas, a cambio de tener vía libre para construir un imperio comercial, sin impedimentos gubernamentales ni competidores. La carretera de Birmania y sus puestos de peaje, las principales compañías aéreas y algunos de los hoteles donde se alojarían mis amigos estaban bajo el control de esa emprendedora tribu. En el mundo empresarial de Myanmar, una OPA hostil es un poco más hostil que en Estados Unidos.
Poco después de su anuncio, Walter pidió al conductor que se detuviera en un pequeño camino de tierra, a un lado de la carretera.
—Parada para ir al lavabo —dijo Wyatt—. Justo a tiempo.
Los otros asintieron.
—No, no paramos para estirar las piernas —replicó Walter diplomáticamente—. Si tienen un poco de paciencia, haremos otra parada un poco más adelante. Los he traído aquí para que conozcan una de nuestras tradiciones que prácticamente todos respetamos, con independencia de nuestra tribu o religión.
Bajó del autobús, seguido por los demás, y se dirigió hacia lo que parecía un comedero para pájaros hecho de bambú y decorado con espumillón navideño, colocado en el hueco de un árbol.
—Esto es un pequeño altar para un nat…
Después les explicó que los nats eran espíritus de la naturaleza: de los lagos, de los árboles, de las montañas, de las serpientes y de las aves. Eran innumerables. Pero había treinta y siete nats oficialmente designados, en su mayoría personajes históricos asociados con hazañas heroicas, míticas o reales. Algunos eran mártires, personas que habían sido traicionadas o habían sufrido una muerte prematura y espantosa. Uno de ellos había muerto de diarrea y se decía que infligía el mismo castigo a quienes le desagradaban. Cualquiera que fuese su origen, todos se alteraban fácilmente y solían montar un escándalo cuando no los trataban con respeto.
Mis amigos bromearon, recordando a diferentes personas que conocían y que, en su opinión, podrían haber pasado por nats.
También había nats locales en los poblados y nats domésticos, residentes en los altares que las familias tenían en sus casas. La gente les llevaba regalos, alimentos y bebidas. Estaban por todas partes, lo mismo que la mala suerte y la necesidad de encontrarle explicaciones.
—¿Qué aspecto tiene un nat? —preguntó Esmé.
—Pueden tener distintas formas —dijo Walter—. En las fiestas celebradas en su honor, hay imágenes grandes y pequeñas que los representan: un caballo blanco, un hombre con apariencia de monje o personajes de la realeza, vestidos con trajes antiguos. Y algunos, como los espíritus de la naturaleza, son invisibles.
—¿Son como fantasmas? —preguntó Esmé.
—Hay cierta semejanza —replicó Walter—. Algunos son visibles y otros invisibles. Pero por lo que he oído, ustedes, los norteamericanos, contratan profesionales para expulsar a los fantasmas: ghostbusters, creo que los llaman. Sus fantasmas sólo pueden ser personas o a veces animales. Y ustedes no construyen altares, ni les hacen ofrendas para tenerlos contentos. Este altar en concreto es para este árbol. En la antigua carretera había muchos accidentes, hasta que la gente advirtió que aquí había un nat. Desde que han puesto aquí el altar, no ha vuelto a haber accidentes.
—Entonces son todas las cosas y están en todas partes —dedujo Esmé.
Walter asintió levemente con la cabeza, para indicar que era posible que así fuera.
—¿Y qué otra cosa se supone que hacen los nats cuando se irritan? —preguntó Vera.
—Puede ser cualquier cosa —respondió Walter—; como mínimo, alguna fechoría. Un objeto valioso puede romperse o desaparecer. Una enfermedad. También puede haber calamidades mayores, o incluso catástrofes que afectan a todo un poblado. Cualquiera que sea la desgracia, la gente piensa que no ha obrado con suficiente diligencia para ganarse la simpatía de algún nat. ¡Pero, por favor, no vayan a creer ustedes que todos los nats son malos! Si los honran como es debido, ellos los ayudarán. Uno de los turistas de un grupo que guie el año pasado los comparó con el concepto que tienen ustedes de las suegras.
—¿Usted cree en los nats? —le preguntó Marlena.
Walter se volvió y sonrió.
—La gente instruida no suele creer en esas cosas. Pero es tradicional hacer una ofrenda, como los regalos que deja Santa Claus bajo sus árboles de Navidad.
No les dijo que en su casa tenía un santuario, un altar muy bonito, bien cuidado y abastecido con ofrendas diarias. Se dirigió al altar del árbol y, dando la espalda a los turistas, introdujo cuidadosamente en su interior un paquete de pipas de girasol. Un destello de aprensión le recorrió la cara.
Se volvió hacia el grupo.
—Si alguien más desea realizar una ofrenda… por favor.
Y les hizo un gesto para que se adelantaran. El señor Joe dio un paso al frente, sacó un cigarrillo de un paquete y lo depositó en el balconcito del altar.
—Como pueden ver —dijo Walter—, a nuestros nats les encanta fumar, y también beber. Beben cualquier cosa, desde aguardiente de palma hasta Johnnie Walker Black.
Esmé se adelantó y, con gesto solemne, metió una bolsita de M&M’s dentro del altar. Heidi ofreció una caja de complejo vitamínico y Wyatt, una postal. Con aire risueño, Bennie le susurró a Marlena y a Harry que deberían darle Valium o algún antidepresivo, y los tres rieron discretamente. Vera metió en el altar un billete de un dólar. En su opinión, era preciso respetar las tradiciones de los otros países, y su ofrenda sería la prueba de que al menos un estadounidense lo había hecho. Los otros no ofrecieron nada. Los otros no pensaban que fuera necesario manifestar respeto por algo que obviamente no existía.
La carretera había empezado a describir giros sinuosos, que no tardaron en convertirse en curvas cerradas. Sólo Walter estaba despierto. Se volvió para mirar a los pasajeros que iban detrás. Las cabezas oscilaban de izquierda a derecha y de arriba abajo, al ritmo de los saltos y las sacudidas del autobús. Con el zangoloteo de las cabezas, parecía como si sus dueños fueran títeres interpretando la danza de la muerte. Miró por la ventana.
Las sombras de las nubes se arrastraban sobre las colinas boscosas, dejando oscuros moratones en el verde brillante de las laderas. Los nats vivían en la naturaleza, en los árboles y en los tocones, en el campo y en las rocas. Bajo la superficie visible, había un estrato anterior de creencias el núcleo candente y las placas tectónicas del animismo. Algunas de esas creencias animistas habían sido importadas de China hacía más de un milenio, cuando los espíritus y los demonios viajaron al sur, como lo estaban haciendo ahora mis amigos. Los errabundos nats iban enganchados como abrojos a la ropa de las tribus perseguidas y los ejércitos derrotados que buscaban refugio en Birmania. ¿Llevarían ahora algún polizón malhumorado agarrado al tubo de escape del autobús o sentado en el parachoques? Los nats siempre se habían vinculado a los desastres. Eran la coincidencia de accidentes. Y fueron creciendo, con un interminable suministro de tragedias y muertes. Ninguna religión lograría expulsarlos, ni los budistas, ni los baptistas, ni los metodistas, ni los mormones.
Walter miró hacia adelante en el autobús. Aunque parecía tranquilo a los ojos de los turistas, en realidad estaba preocupado por lo que le había dicho Bennie en su conversación telefónica de la mañana. Era imposible que la señorita Chen hubiera muerto, pensó Walter. Ayer mismo hablé con ella. Intentó racionalizar y repasar cómo era que se había enterado de antemano de la necesidad de modificar los documentos, para una entrada anticipada en Birmania. ¿Habría sido horrible su muerte? (Lo fue). ¿Se habría enfadado al ver que el viaje continuaba sin ella? (No, porque yo iba con ellos).
Walter oyó a Bennie mascullando algo para sus adentros. Había abierto parcialmente los ojos para mirar el reloj.
—Señor Bennie —dijo Walter en voz baja, y Bennie se volvió para escucharlo—. Le ruego que me disculpe, pero ¿podría contarme cómo murió la señorita Bibi Chen?
Bennie se mordió los labios, cuando la imagen de mi cadáver le vino a la mente.
—Nadie lo sabe a ciencia cierta —respondió—. Algunos dicen que fue asesinada. La encontraron degollada. No se sabe si murió desangrada o asfixiada.
—¡Oh!
A Walter se le aceleró el corazón. No cabía duda: la señorita Bibi era un espíritu atormentado.
—Fue horrible, una absoluta pesadilla para todos nosotros. Estuvimos a punto de cancelar el viaje.
—Comprendo… ¿Tenía alguna religión la señorita Bibi?
—¿Religión? No lo creo… A decir verdad, no lo sé. ¿No es espantoso? La conocía muy bien, pero la religión era un tema del que nunca hablábamos. Supongo que no tenía ninguna devoción en particular. Ya sabe cómo son esas cosas. Yo soy ex baptista por parte de madre. ¿Ha oído hablar de los baptistas?
—Bastante. Por Birmania pasaron muchos misioneros baptistas. Hicieron muchos conversos, sobre todo entre las tribus de las montañas.
—¿De verdad? ¿Por eso sabe usted inglés?
—Crecí hablando inglés en casa, además de birmano. Es parte de nuestra herencia.
—¿Herencia? ¿Cómo se puede heredar el inglés?
—Mi familia habla inglés desde hace varias generaciones. Mis tatarabuelos trabajaron para el Raj británico y las posteriores generaciones de mi familia encontraron empleo con los misioneros, pero el inglés ya era el idioma que hablaban en público.
—Pues usted lo habla de maravilla.
—Le agradezco su amabilidad y también que haya respondido a mis preguntas sobre la señorita Bibi. Aprecio su franqueza en este tema tan delicado. Pero no quiero seguir interrumpiendo su descanso.
—No hay problema. Si quiere preguntarme alguna otra cosa, no dude en hacerlo.
Bennie se recostó y cerró los ojos.
Walter miró por la ventana. Se puso a pensar. En las últimas cinco generaciones de su familia, todos habían tenido razones para usar el inglés en el trabajo. Y, como mínimo, una persona de cada generación anterior a la suya había muerto por esa causa. El inglés era su herencia, su fuente de oportunidades. Pero también era su maldición.
El tatarabuelo de Walter había aprendido inglés de niño, sirviendo en casa de un maestro británico que dirigía una escuela de aula única para los hijos de los funcionarios coloniales, en Mandalay. Mientras barría el patio, oía las voces del profesor y de los alumnos, que salían a través de las ventanas. Después repasaba las palabras escritas en la pizarra, antes de limpiarla. Tenía facilidad para aprender, y en seguida lo notó el profesor, que finalmente le permitió sentarse al fondo de la clase. Con el tiempo, su inglés llegó a ser tan bueno como el de los hijos del patrón, con los quiebros adecuados al final de las palabras y la redondez necesaria en el centro. A los veintisiete años, empezó a trabajar de intérprete para el Raj británico. Sin embargo, su dominio de las lenguas no le valió la amistad de ninguna otra tribu. En un lejano puesto de avanzada, los lugareños no toleraban la presencia británica ni la birmana. Un día, una repentina descarga de artillería barrió los árboles y los arbustos, las aves y los monos, y también al tatarabuelo de Walter. Fue sorprendente que nadie más resultara muerto.
Como compensación por la muerte del intérprete, enviaron a su hijo a estudiar a una escuela para niños nativos, con profesores británicos. Treinta años después, el mismo niño, convertido en adulto, fue el primer director birmano de esa escuela. La enseñanza era de primera calidad, pero al director lo enorgullecía todavía más el hecho de que el equipo de criquet de la escuela se mantuviera invicto en sus encuentros con otras escuelas para nativos. Un día, el equipo recibió una invitación para enfrentarse con su homólogo de la escuela británica. Los extranjeros se sentaron del lado de la sombra, bajo unos toldos, y los birmanos, al sol. Era un día especialmente caluroso y, cuando ganó el equipo birmano, el director gritó «¡Hurra! ¡Hurra!», se desplomó y murió. Probablemente, fue víctima de un golpe de calor, pero no era así como se contaba la muerte del bisabuelo de Walter. Teniendo en cuenta sus últimas palabras, murió de euforia inglesa.
El hijo del director también encontró trabajo en la enseñanza. Daba clases en las escuelas establecidas por los misioneros que habían acudido en grandes cantidades a Birmania tras la expulsión de los japoneses. En la escuela de la misión, conoció a una enfermera birmana de ojos inteligentes y chispeantes, que trabajaba en el dispensario. También ella hablaba un inglés impecable, porque había sido educada desde la más tierna infancia bajo la tutela de un matrimonio británico, dueño del automóvil que había acelerado sin razón aparente y había arrollado y matado a sus padres, que habían sido a su vez sirvientes devotos de la pareja. Un día, la enfermera y tres misioneros salieron en coche hacia un poblado donde se había declarado un brote de malaria entre los nuevos maestros norteamericanos. Por el camino, el coche se salió de la carretera y se despeñó por un barranco. La enfermera, que era la abuela de Walter, fue la única que resultó muerta, arrebatada —según decían algunos— por los nats de sus padres. ¿Qué otra explicación podía tener una tercera muerte por accidente de automóvil en la familia?
La enfermera dejó marido y cuatro hijos, tres niños y una niña. El padre de Walter era el mayor. Con el tiempo, llegó a ser periodista y profesor de universidad. Walter recordaba que su padre, que era muy puntilloso con la gramática, solía repetir un dicho, que servía para aclarar el uso de «bueno» y «bien»: «Aunque es bueno hablar bien, mejor aún es decir la verdad». El padre de Walter valoraba la verdad por encima de su propia vida. En 1989, lo detuvieron por participar con los estudiantes y otros profesores en las protestas contra el régimen militar. El hecho de que supiera inglés fue suficiente para que lo condenaran como espía. Se lo llevaron y lo metieron en la cárcel. Un año después, un hombre que acababa de ser liberado le contó a la familia que el padre de Walter había muerto, como consecuencia de una paliza que le había provocado el colapso de los pulmones.
Walter, de dieciséis años, sus hermanas y su madre viuda se fueron a vivir con el abuelo de los niños. Era una casa dividida. Para entonces, el abuelo había llegado a la conclusión de que el inglés había sido la causa de todas las muertes trágicas en la familia, entre ellas, la de su amada esposa. ¡Ojalá lo hubiera advertido antes! Prohibió a su nuera y a sus nietos que hablaran inglés. Las novelas de Thomas Hardy y de Jane Austen, y todos los libros escritos por alborotadores fueron sacados de la casa, y los altares de los nats ocuparon su puesto en las estanterías.
Sin embargo, la madre de Walter se negó a abandonar el inglés. Para ella, no había sido una herencia recibida sin esfuerzo. De niña, había luchado por aprender los difíciles giros del idioma y había superado un examen tras otro de la escritura europea. Escuchando hablar a su marido, había mejorado su pronunciación, que ya no era como la de los estudiantes que imitaban la dicción defectuosa de sus profesores nativos. El dominio de la lengua era para ella una venturosa manifestación del espíritu, lo mismo que tocar un instrumento musical. Y sus recuerdos más íntimos y Privados de su marido estaban en ese idioma. Rescató los libros y revistas que su suegro no había reducido a picadillo y los guardó bajo llave. En ocasiones especiales, los sacaba y leía las noticias rancias de las revistas de muchos años atrás, saboreándolas con mesura, tal como hacía con los blanquecinos bombones que una Navidad le había regalado un profesor visitante de una universidad estadounidense, antes de que la ley prohibiera recibir extranjeros en casa.
En los últimos diez años, el abuelo y la madre de Walter habían rehusado dirigirse la palabra, excepto a través de Walter, que hablaba birmano con su abuelo e inglés con su madre. No podría haber habido mejor preparación para su trabajo de guía turístico, una profesión que le exigía solventar los malentendidos entre dos personas que hablaban dos idiomas diferentes, mientras recorrían el mismo lugar, al mismo tiempo.
Pero de vez en cuando, Walter se preguntaba qué pasaría con la maldición que pesaba sobre su familia a causa de la lengua inglesa. ¿Sería él el siguiente? ¿Cómo sucedería? ¿Y cuándo?
El autobús se había detenido. Poco a poco, mis amigos se fueron levantando y estirando sus cuellos doloridos. Walter se puso en pie.
—Lo siento, pero ésta no es una parada para hacer fotos —dijo—. Hemos llegado a otro puesto de control. Estaremos aquí media hora, aproximadamente. Por su seguridad, les ruego que permanezcan en el autobús.
¿Seguridad? La sola mención de esa palabra hizo que mis amigos se sintieran en peligro.
Walter recogió la pila de pasaportes, bajó del autobús y se dirigió a la garita. Fuera, soldados armados con fusiles y en uniforme de camuflaje abrían los maleteros de los coches y soltaban las cajas y las maletas atadas al techo. Había ropa desparramada por el suelo, que los soldados revolvían. También había cajas de comida abiertas. Varios soldados estaban examinando un sofá de gomaespuma, que había sido comprimido y cubierto con una lona encerada, y a continuación atado con una cuerda y cargado sobre el techo de una furgoneta. Un pequeño movimiento con un cuchillo bastó para cortar las cuerdas y rasgar la lona de parte a parte. El sofá fue extirpado como un tumor y, libre ya de sus ligaduras, se expandió hasta que pareció imposible que alguna vez hubiera cabido en un envoltorio tan pequeño. Los ocupantes del vehículo, tres hombres y una mujer, parecían tristes y nerviosos. Una anciana que vendía huevos y refrigerios se acercó a la furgoneta. Ellos ni siquiera la miraron. Mientras tanto, los soldados abrían la cremallera de los almohadones del sofá y registraban su interior. Después, ordenaron a la gente que bajara de la furgoneta. Cuando aún se estaban moviendo pesadamente para obedecer, uno de los soldados les indicó con un aullido que se quedaran junto al vehículo y no se apartaran. Los soldados se inclinaron sobre la furgoneta, registraron los asientos y levantaron las alfombrillas del suelo. Desmontaron los asientos traseros y pasaron las manos por debajo del respaldo, y a continuación abrieron con violencia los paneles laterales de las puertas. Los pasajeros de la furgoneta tenían todo el aspecto de estar a punto de desmoronarse o de salir huyendo.
Entonces, repentinamente, les indicaron que ya podían volver al coche. Uno de los soldados gruñó y el conductor se apresuró a arrancar. Al cabo de pocos segundos, el coche había desaparecido rumbo a China. Mis amigos pudieron ver entonces un cartel colocado a un lado del puesto de control, escrito en chino, birmano, tailandés e inglés: «El contrabando de drogas se castiga con la muerte».
Al verlo, algunos de mis amigos se preguntaron si no llevarían inadvertidamente sustancias ilegales. ¡La cazadora con forro polar!, recordó Wyatt, y se incorporó en el asiento. ¿Había buscado en todos sus bolsillos, incluso en los secretos? ¿No se habría dejado un cigarrillo de marihuana olvidado en alguno de ellos?
Bennie recordó el frasco donde había metido todo tipo de pastillas, en caso de emergencia. Algunas tenían codeína. ¿No estaba relacionada la codeína con la heroína? ¿Se consideraría también eso contrabando de drogas? ¿Sería razón suficiente para que lo pusieran contra un muro polvoriento y lo cosieran a balazos?
Heidi tenía un temor similar, mientras pasaba revista a los artículos que podían guardar alguna relación con las drogas: las jeringuillas, los múltiples frascos con pastillas y las ligaduras de goma, como las que usaban los heroinómanos para hacerse sobresalir las venas. ¿Qué más llevaba? Se preguntó cómo haría para sobrevivir en la cárcel, por no hablar de cómo se las arreglaría para enfrentarse sola a una muerte inminente.
A Vera se le ocurrió que quizá alguno de sus compatriotas no se preocupara tanto como ella por la seguridad de los demás. Por ejemplo, le había parecido que Moff, el supuesto productor de bambú, estaba un poco demasiado ansioso por ver los mercadillos donde se traficaba con drogas. Lo miró con dureza. Estaba leyendo. Se lo imaginó leyendo todavía cuando todos estuvieran esposados en la sala de audiencias, escuchando una lista de acusaciones desconocidas, leídas en voz alta en birmano.
Moff fingía leer, pero por el rabillo del ojo seguía lo que estaba ocurriendo. Era mejor no ver demasiado. Había oído decir que había mucha corrupción entre los soldados. Quizá no estaban buscando contrabando, sino introduciendo sus propios alijos de heroína en los vehículos. Después, su contacto en el lado chino de la frontera, otro funcionario corrupto, los recuperaría y les enviaría el pago en otro coche que hubiese sido debidamente «registrado».
Esmé cubrió a Pupi-pup con una bufanda de su madre. Marlena le apretó la mano y, en un acto reflejo, apretó también la mano izquierda, donde tenía cogida la de Harry. Harry le devolvió el apretón. No estaba excesivamente preocupado. Pensaba que esa noche sería su noche. Esmé tendría a la pequeña Pupi-pup, ya curada, para dormir con ella, y él tendría a Marlena para jugar. Con la mano libre, sacó un caramelo de menta del bolsillo derecho y se lo metió en la boca.
Walter volvió al autobús.
—Señoras, señores, nos han dado permiso para continuar.
Para entonces, varios miembros del grupo tenían dolor de estómago, que interpretaron como resultado del estrés de esperar en el puesto de control. En realidad, sin que ellos lo supieran, la Shigella bacillus finalmente se había multiplicado en cantidad suficiente para asediar e invadir su mucosa intestinal. Era el recuerdo de la comida ya olvidada, servida en el restaurante de la carretera, cuando iban de camino al templo de la Campana de Piedra.
Nuestros viajeros se adentraron aún más en Birmania. Para entonces, los campos parecían alocadas mantas de patchwork, con parcelas de formas irregulares, cuyos límites no seguían líneas rectas. Las parcelas eran herencias familiares y sus fronteras originales habían sido trazadas por el crecimiento natural de los matorrales. En los campos multicolores, había almiares en forma de stupas. Junto a los riachuelos, gráciles damas se inclinaban sobre grandes barreños y se echaban agua con las manos, como parte del ritual de aseo que practicaban dos veces al día. Niños pequeños iban montados sobre búfalos, habiendo dominado a la perfección el equilibrio sobre una joroba peluda.
Estaba anocheciendo, como indicaba el olor a humo. Ya se encendían los fuegos para la cena. De cada casa se levantaba una neblina, que planeaba sobre el campo como una manta de bendiciones. Mis amigos se volvieron y vieron que las laderas de las colinas eran del color de los pimientos, una aguda sensación que traía lágrimas a los ojos. Pronto el rojo se intensificó hasta el color de la sangre y el sol se hundió por el borde del campo. La tierra y el cielo se ennegrecieron, excepto una rodaja de luna, un colador de estrellas y el humo dorado del fuego de las cocinas.