5

Todos hacemos lo que debemos

En las ciudades fronterizas, todos esperan. También es así en Ruili. Los vendedores de gemas falsas esperan clientes ansiosos de comprar jade. Los hoteleros lustran los suelos esperando a los huéspedes. Los traficantes de armas y de drogas buscan a sus contactos.

Mis amigos esperaban el permiso fronterizo que les permitiría entrar en Myanmar por el extremo septentrional del camino de Birmania. Era una agonía para Bennie, que se sentía responsable de haberlos llevado hasta allí, aunque también lo habrían culpado si no lo hubiese hecho. Comía pipas de girasol a todas horas, como si cada pipa fuera un problema por resolver. Partía la cáscara, observaba el cuerpo gris en el interior y se lo tragaba como un sedante, deseando superar la terrible sensación de espanto y poder pensar con claridad. Teniendo en cuenta que ningún occidental había entrado recientemente en Myanmar por la ruta terrestre, no imaginaba cómo lo iba a hacer para conseguir que el grupo pasara. Unos meses antes, la carretera había sido abierta a la circulación de ciudadanos de terceros países, pero hasta entonces nadie había sido capaz de completar el diabólico y anticuado proceso necesario para reunir toda la documentación, sellada y aprobada por las autoridades correspondientes. Cuando Bennie registró al grupo en el hotel de Ruili, le preguntó al gerente si podrían permanecer más tiempo, en caso de necesidad.

—Ninguna preocupación —replicó el gerente, antes de estudiar la lista de doce nombres que Bennie le había entregado junto con la pila de pasaportes y compararla con sus registros.

—¿Y la señorita Bibi Chen? ¿No viene?

La mención de mi nombre cogió por sorpresa a Bennie.

—No venido… Un problema de último minuto… Ahora soy yo el director del grupo. Nuestra agencia de viajes debe de habérselo notificado.

El hombre frunció el ceño.

—¿A mí?

—Me refiero a la oficina de turismo. Debería aparecer en sus papeles. Está ahí, ¿verdad?

—Sí, claro, ahora veo. Ha tenido accidente y está en hospital. —Levantó la vista, frunciendo otra vez el ceño—. Terribles noticias.

—Así es.

(Si sólo supiera cuán terribles).

—Por favor, dele saludos.

—Lo haré.

—Y bien venido usted. ¿Primera vez en Ruili?

—En realidad, he estado antes en la región —mintió Bennie—, pero aquí, en Ruili, nunca.

No sabía si sería perjudicial admitir que era novato.

—Excelente. Tenga muy buena y feliz estancia con nosotros.

Mientras tanto, Dwight y la perrita shih tzu se habían recuperado lo suficiente como para que Harry los declarara «rescatados de las puertas de la muerte». La cara de Dwight se había vuelto del color de las algas. En cuanto llegaron al hotel, se metió en su cama individual, asistido por Roxanne, que le llevó un vaso de agua hervida, siguiendo los consejos del doctor Harry. Dwight se bebió el agua a pequeños sorbos, tratando de no regurgitar, y se acostó. Después, mientras Roxanne lo instaba a relajarse, pasó de una sombre rêverie a un sueño profundo.

La escamoteada perrita de Esmé también estaba sumida en una ensoñación. Pupi-pup estaba tumbada boca arriba, estirando extasiada las patitas cada vez que Esmé le rascaba la barriguita. A Marlena la emocionaba ver tan feliz a su hija. Recordaba un episodio de su infancia, cuando le pidió a su padre que le permitiera quedarse con un gatito que había encontrado. Sin decirle una sola palabra, su padre le quitó al gatito de las manos, se lo entregó a una criada y le ordenó que lo ahogara. Pero la criada se limitó a sacarlo de la casa y, durante meses, Marlena estuvo alimentándolo en secreto con restos de comida, hasta que un día el gatito dejó de presentarse. ¡Qué parecida a ella era Esmé! Ahora estaba intentando que la perrita tomara una sopa aguada de pollo y arroz, recetada por Harry y conseguida por Marlena en la cocina del hotel. Marlena le había dicho al personal que su hija no se sentía bien y necesitaba una sopa especial. Unos pocos dólares norteamericanos habían sido suficientes para convencerlos de la veracidad de la historia.

—Vamos, Pupi-pup —decía Esmé, sujetando el cuentagotas a la altura de la boca de la shih tzu y chasqueando los labios para animarla un poco más. A Harry le complacía enormemente pensar que se habían convertido en una especie de familia, porque, ¿qué es una familia, después de todo, si no los actores de una crisis con final feliz?

A las siete, todos excepto Esmé y Pupi-pup bajaron al vestíbulo a reunirse con Lulu. Antes de salir, Marlena le dio instrucciones estrictas a Esmé de no abandonar la habitación. Como ya les había advertido Lulu, ningún hotel admitía perros. Además, Lulu les había explicado que ninguna persona podía tener un perro en China, a menos que tuviera en su poder un permiso especial, que costaba miles de yuanes y que, en todo caso, sólo se concedía a los residentes permanentes. Aunque la ley no siempre se respetaba, de vez en cuando las autoridades locales hacían una redada y se llevaban a todos los perros cuyos amos desobedecían las reglas. En cuanto a lo que hacían con los perros, no quiso decirles nada, excepto advertirles de que era «muy malo, muy mal resultado que ustedes mejor no conocen».

—No queremos que nos descubran —dijo Marlena.

—¡Claro que no! —le replicó Esmé con su voz más dulce.

—Wawa, prométeme, pero prométeme de verdad, que no saldrás de la habitación. ¿Me lo prometes?

Esmé soltó un sonoro suspiro.

—Déjalo ya, mamá. Ya no soy una wawa. Sé muy bien lo que tengo que hacer. No es necesario que me lo digas.

Todo eso lo dijo sin apartar los ojos de la perrita.

—Vamos, Pupi-pup, come un poco. Te hará bien…

Marlena se marchó con renuencia. En el vestíbulo, Lulu se dirigía a los turistas como una animadora deportiva.

—¿Todos hambrientos?

—¡Hambrientos! —dijeron al unísono, mientras se encaminaban hacia la puerta.

Cuando el autobús arrancó, Lulu encendió el micrófono.

—Ya dije antes a ustedes que esta ciudad se llama Ruili, sí, Ruili. Pero también tiene otro nombre: Shweli. En birmano, Shweli.

Varios pasajeros se volvieron hacia sus compañeros de asiento y enunciaron en tono monocorde:

—Shweli.

—Para pueblo dai, Ruili significa «brumoso».

—Brumoso —repitieron los pasajeros mecánicamente.

—Pero algunos dicen que significa «mucha niebla».

—Niebla.

—…o llovizna.

Llovinna —repitieron todos, imitando su pronunciación.

—A veces esa llovizna neblinosa cae solamente en un solo pequeño lugar: una calle, una casa… Pero en la otra acera está seco, ni una baldosa mojada. Muy inusual, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

—Alguna gente de aquí hace broma y dice que quizá es orina cayendo de los aviones que pasan —dijo, señalando al cielo con un dedo.

Los turistas levantaron la vista al cielo, sopesando esa posibilidad. En China, muchas ideas que normalmente se consideran imposibles no pueden descartarse tan fácilmente.

Lulu se echó a reír.

—¡Broma! Solamente hacemos broma.

Lulu le indicó al conductor que atravesara el «centro de la ciudad», para que los turistas se hicieran una idea de lo que la zona céntrica de Ruili podía ofrecerles. Lo hizo solamente porque era parte del recorrido impuesto por las autoridades, en su esfuerzo por inyectar algo de capital al comercio local. Pero Lulu también había visto la expresión de decepción en los ojos de muchos turistas, al llegar al centro de Ruili. La mayoría sólo añadían la ciudad a su itinerario con el único propósito de decir que habían pisado suelo birmano. De hecho, en las afueras de la ciudad había una caseta blanca de madera, donde era posible situarse con medio cuerpo en China y el otro medio en Myanmar. Para eso no hacía falta ningún permiso especial. Así pues, sin haber entrado nunca en Myanmar, los viajeros podían decir que habían estado allí. En aquella caseta, Lulu había hecho cientos de fotos a petición de los turistas. Por lo general, sus clientes posaban en actitud contorsionada, con las piernas en China y la cabeza y los hombros en Myanmar. También era corriente que los dos miembros de una pareja se situaran cada uno en un país diferente y que posaran mirándose mutuamente con prismáticos, a quince centímetros de distancia.

—Miren eso —solía decir a cada remesa de turistas, señalando una vivienda cercana—. Allí vive una familia: cocina en China, dormitorio en Myanmar. De ese modo, la familia come en un país y duerme en otro. Creo que la casa está ahí desde hace muchos siglos, sí, mucho tiempo, cuando todavía no se sabía dónde termina un país y empieza otro.

Dwight, todavía pálido, contemplaba el paisaje a su alrededor. Se lo imaginaba tal como debía de haber sido más de cien años atrás, cuando su tatarabuelo llegó a esta parte del mundo. Quizá también había entrado en Birmania por la ruta de la seda, pasando por esa etapa del camino. En aquel entonces, debía de ser un lugar maravilloso, de verdes montañas y bosques frondosos, corrientes caudalosas y flores silvestres en abundancia, sin barreras ni carteles que lo estropearan.

Yo también podía imaginarlo. En virtud de su sino geográfico (la afortunada yuxtaposición de un río entre dos países), era un punto natural donde detenerse y reflexionar acerca de lo que había delante y lo que quedaba atrás. Comerciantes de pieles, guerreros y refugiados habían llegado hasta ese extremo septentrional del camino, preguntándose cuál de los dos lados les ofrecería mejores oportunidades: ¿el Reino Central o el viejo Myan?

Y la ciudad todavía seguía allí. Las reliquias de los templos antiguos quedaban ensombrecidas por una anodina mezcla de hoteles de muchos pisos, tiendas de una sola planta y calles ensanchadas y urbanizadas con tanta rapidez que el campo a su alrededor había sido despojado de todo signo de vegetación. El neón había reemplazado a los crepúsculos.

Desde el autobús, mis amigos pasaban por delante de casas bajas con porches alargados, donde había hombres, mujeres y niños sentados casi a ras de suelo, sobre taburetes bajos. En una silla verde de plástico, yacía despatarrada una perrita pequinesa próxima a parir. Los comerciantes intentaban convencer a los transeúntes para que pasaran a ver su repertorio de televisores, colchones, equipos de audio, ollas para cocer arroz y frigoríficos liliputienses. Las tiendas estaban abiertas a toda hora, porque nadie podía predecir cuándo sentirían las clases emergentes el deseo de mejorar su posición social adquiriendo productos de alta calidad.

Unas cuantas calles más adelante, mis amigos entraron en el barrio de las luces rosadas, una sucesión de locales abiertos de una sola habitación cada uno iluminado con una bombilla rosa y guarnecido con rótulos publicitarios: «Karaoke y masaje, $40, incluido cordero primera calidad».

Rupert levantó la vista de su novela.

—¿Qué hacen con el cordero? —preguntó con afectada timidez.

A Lulu le resultaba embarazoso responder.

—Es expresión nueva —intentó explicar—. «Cordero primera calidad»… es como decir «debemos tener cuidado».

—¿Quiere decir que usan condones de piel de cordero? —replicó Rupert llanamente, mientras Moff intentaba disimular su sorpresa.

Rupert asistía a un colegio donde animaban a los estudiantes a hablar abiertamente sobre las prácticas de sexo seguro, y aunque el chico actuaba como si el sexo no lo perturbara en absoluto, todavía no lo había experimentado. En una ocasión le había metido mano a una chica, en una fiesta donde todos estaban borrachos.

—Muy bien —le dijo Lulu a Rupert—. Toda la gente en todos los países se preocupa por la seguridad.

En su calidad de funcionaría del Estado, se suponía que no debía mencionar la elevada incidencia del sida en la ciudad. En Ruili, el opio se filtraba por la frontera como el agua sucia a través de un colador y, en consecuencia, las enfermedades transmitidas por las jeringuillas iban y venían de un país a otro con la mayor facilidad. Cualquiera podía ver que entre las mujeres de los «salones de belleza» con iluminación rosa abundaban las adictas. Digo «mujeres», pero quizá debería llamarlas niñas. A muchas las habían raptado de sus respectivos pueblos a los doce o trece años, drogándolas para que obedecieran. La iluminación les confería un aspecto más saludable, pero bastaba mirarles las piernas y los brazos flacos para ver que muchas estaban siendo devoradas por el sida. Algunas llevaban el pelo muy corto, porque habían vendido sus bucles a los fabricantes de pelucas. Siempre había necesidad de dinero rápido, cuando el negocio no iba bien y el hábito era demasiado fuerte. Pero una larga melena sólo se puede cortar una vez.

En lo referente a las lacras sociales, China no podía contener la marea; sólo podía controlarla, del mismo modo en que se restaña la hemorragia de una arteria. La prostitución era ilegal, pero estaba a la vista prácticamente en cada esquina. En Ruili, había más oferta que demanda. En la mayoría de los locales, dos o tres adolescentes de expresión aburrida esperaban sentadas en sofás modulares, viendo series y concursos por televisión. Las más ocupadas servían bebidas a sus clientes. Los hombres, para impresionar a sus amigos, preferían ir en grupo, como si se tratara de un deporte competitivo, y hacerlo todos con la misma chica. Algunos comercios no eran más que un local vacío. El trabajo se llevaba a cabo en la trastienda, donde había un catre, una silla, una palangana y una sola toalla para lavarse. Quitarse la ropa se consideraba un extra.

El autobús dobló una esquina.

—¡Ahí! —exclamó Lulu, señalando un comercio donde había un hombre y una mujer sentados delante de sendos ordenadores—. Internet café. Doce kwais, cuarenta y cinco minutos. Última oportunidad. Cuando ustedes entran en Myanmar, no más Internet. No está permitido.

Rupert tomó nota mentalmente, para regresar.

El autobús salió de la ciudad y recorrió varios kilómetros de carreteras oscuras, hasta llegar a un restaurante que consistía en dos pabellones abiertos, iluminados únicamente por luces navideñas azules. Mejor hartarse ahora y adelgazar después, les habría aconsejado yo a mis amigos. La comida en Myanmar puede ser terriblemente monótona, por muy opulento que sea el entorno. Algunas personas me han dicho que son prejuicios míos, a causa de mi paladar chino.

El dueño del restaurante salió al encuentro de Lulu y Bennie.

—¡Qué suerte que hayan venido esta noche! —exclamó en chino—. Como pueden ver, en este momento no estamos demasiado ocupados —no había ningún cliente—, por lo que podemos prepararles algunos platos especiales —prosiguió—, de los que gustan a los extranjeros.

¡De los que «gustan a los extranjeros»! Ésas eran precisamente las palabras que más me asustaba oír. Lulu se limitó a sonreír y a traducir a Bennie lo que el dueño del restaurante acababa de decirles. Bennie hizo un curiosísimo gesto de agradecimiento, uniendo ambas manos delante del pecho e inclinándose en rápida y rígida reverencia, como si fuera un personaje de película suplicándole a un rey que no lo decapitara. «Obsequioso» es la palabra que se me ocurre. El dueño desgranó una lista de platos preparados con ingredientes baratos y propuso cerveza china en abundancia. Garabateó el precio en un trozo de papel y se lo colocó a Bennie debajo de la nariz. Yo también miré. ¿Estaría hecha de oro la comida? ¿Tallada en jade? Bennie repitió el curioso gesto suplicante.

—Estupendo, estupendo —fue su respuesta.

Contemplando el campo sombrío, Wendy vio formas que se movían.

—¿Qué son?

—Brr —dijo el dueño del restaurante, intentando decir «birmanos» en inglés.

—¡Pájaros! —intervino Lulu, traduciendo lo que creía que había dicho el hombre, que asintió, agradecido—. Aquí, en esta parte de China, muchos animales, muchos pájaros todo el año. Esos pájaros se llaman garzas: cuello largo, patas largas.

Wendy y Wyatt forzaron la vista.

—¡Ah, sí, ya las veo! —dijo Wendy—. ¿Las ves? ¡Están ahí!

Se las señaló a su amante, mientras le cogía la mano por debajo de la mesa y se la llevaba hasta su propia entrepierna. Él asintió con la cabeza.

Pero las formas en la sombra no eran garzas. Tal como había intentado explicarles el dueño del restaurante, eran campesinos birmanos o, mejor dicho, campesinas, inclinadas sobre el campo, con blusas de color claro y medias gruesas de color carne, para protegerse de las sanguijuelas y de los afilados tallos de la caña de azúcar, cortantes como navajas. Estaban cosechando la caña con largos machetes. ¡Zas!, y los floridos penachos de color lila se venían abajo. A cada machetazo, avanzaban un poco, unos quince centímetros. Diciembre y el final de la primavera eran las mejores épocas para plantar, y el invierno era la mejor de las dos. Las mujeres disponían de poco tiempo para recoger la cosecha y preparar el campo.

Finalmente, Lulu advirtió que las sombras eran personas, y se corrigió:

—Ah, no, perdón, no son pájaros. Ahora veo. Probablemente son personas japonesas haciendo ritual secreto.

—¿Espías?

—¡Oh, no, ja, ja, ja! ¡Espías, no! Turistas japoneses. En época de segunda guerra mundial, aquí ocurrió muy famosa batalla, muy feroz, terrible. Aquí era lugar importante para Japón y para KMT, porque aquí era principal entrada a Birmania, que también tenían ocupada.

A Wendy le costaba seguir la explicación.

—¿KMT? —preguntó.

—El ejército del Kuomintang —explicó Marlena.

—Ah, sí! —asintió Wendy, aunque no tenía ni idea del bando en el que había luchado el Kuomintang. Suponía erróneamente que serían los comunistas, en lugar de los nacionalistas. Ya ven lo que enseñan en los colegios estadounidenses: casi nada de la segunda guerra mundial en China, excepto para mencionar al escuadrón norteamericano de los Flying Tigers, pero sólo porque su nombre suena romántico.

—Muchos japoneses murieron aquí —prosiguió Lulu—, y ahora vienen a hacer peregrinaje.

Sólo entonces comprendí lo que intentaba decir Lulu. Hubo, en efecto, una gran batalla y los japoneses sufrieron muchísimas bajas. Muchos cayeron en esos campos y allí se quedaron. Sus familiares acuden a ese lugar a honrar su memoria y a pisar el suelo donde probablemente yacen sepultados. Sin embargo, no les está permitido hacerlo. No pueden honrar abiertamente a un soldado que intentó matar a los chinos, para que Japón pudiera subyugar a su país. China tiene mucha memoria. Pero nadie se queja si acuden por la noche y lo hacen discretamente. Así pues, la historia era cierta, pero esa vez Lulu se equivocaba. No eran turistas japoneses, sino cosechadoras de caña, tal como había dicho el dueño del restaurante.

—Las sombras en el campo —dijo Lulu— son quizá esposas, hijos, incluso nietos.

O tal vez los propios soldados muertos, imaginó Heidi. Fantasmas en el campo.

—¡Mola! —dijo Rupert—. ¿Cuántos murieron?

—Miles —supuso Lulu.

Heidi visualizó miles de soldados japoneses tendidos en el campo, con su sangre rezumando en la tierra, que se transformaba en un légamo rojizo. Y de ese fértil suelo nacían fantasmas como cañas de azúcar. Mientras contemplaba las figuras encorvadas, imaginó que estarían buscando huesos y cráneos para llevárselos de recuerdo. Cuando llegó la cena, sólo pudo mirar fijamente la comida apilada en las fuentes.

Como la iluminación era tan mala, ninguno de mis amigos consiguió distinguir lo que había en las bandejas. Tuvieron que fiarse de la descripción que les hizo Lulu de lo que tenían delante.

—Eso de ahí son tirabeques, setas y algún tipo de carne, ah, sí, buey, creo… Y esto de aquí es arroz envuelto en hoja de platanero…

Tentativamente, empezaron a palpar la comida, pasando algunos trozos de las pilas a sus platos.

Heidi aún podía oír al cerdo chillando, antes de ser sacrificado. En aquel preciso instante había decidido dejar de comer carne de cualquier tipo. Ahora empezaba a dudar acerca de las verduras. ¿Dónde las habrían cultivado? ¿Ahí fuera? ¿Se habría filtrado la sangre hasta sus raíces? ¿Los cadáveres de los soldados les habrían servido de mantillo? En una revista de jardinería había leído que el grado de dulzura de las hortalizas dependía en gran medida del mantillo utilizado. Se podía medir en la escala de Brix. Cuanto más fértil era el suelo, mayor era el contenido de azúcar de sus productos. Tomates increíbles, como los que compraba los fines de semana en el mercadillo de los agricultores, tenían un nivel declarado de 13 a 18 en la escala de Brix. En cambio, los tomates del supermercado no llegaban ni siquiera a la mitad, según le habían confiado los agricultores. ¿Y las hortalizas de Ruili? ¿Serían dulces? ¿Acaso no tiene la sangre una dulzura enfermiza?

Heidi había visto una vez un charco de sangre al lado de un hombre muerto, uno de sus compañeros de casa. Había sido diez años atrás, cuando cursaba el primer año en la Universidad de California en Berkeley. Los seis compartían una casa destartalada en Oakland. El más nuevo era un tipo que había contestado a los carteles de «habitación en casa compartida», que habían puesto en los tablones de anuncios de la cooperativa de consumo y de la librería Cody’s Books. Tenía veintidós años, era de Akron, Ohio, y lo apodaban Zoomer. Heidi había disfrutado de un par de conversaciones filosóficas con él, hasta altas horas de la madrugada. Una noche, todos los de la casa se fueron a un concierto de Pearl Jam, todos, excepto Zoomer. Cuando terminó el concierto, algunos propusieron ir a un bar, pero Heidi prefirió volver a casa. Al llegar, encontró la puerta sin llave, lo cual la irritó mucho, porque siempre había alguien —si no era uno, era otro— que descuidaba ese detalle. Cuando siguió caminando y entró en el cuarto de estar, la asaltó un olor terrible. No era de sangre, sino de sudor, la esencia misma del dolor y del miedo animal. Era extraño que el olor siguiera impregnando el aire cuando él ya había muerto. Era como un mensaje persistente, como si aún estuviera suplicando por su vida. Heidi visualizó mentalmente sus últimos momentos, el arma del intruso encañonando su rostro.

Hacía pocos meses que lo conocía, por lo que nadie pensó que su muerte pudiera afectarla demasiado. Era espantoso que hubiera encontrado así el cadáver, en eso todos estaban de acuerdo. También tenía todo el derecho a quedar medio trastornada por un tiempo. Pero parecía muy tranquila cuando contaba a la gente lo sucedido:

—En seguida me di cuenta de que estaba muerto.

No entraba en detalles y nadie se atrevía a preguntar, aunque sintieran curiosidad. Cuando Heidi le contó lo ocurrido, Roxanne se echó a llorar. A causa de la diferencia de edades, Roxanne siempre la había tratado como a una sobrina lejana. Pero aquél fue el punto de inflexión que las hizo sentirse unidas como medias hermanas o simplemente como hermanas. Roxanne pensaba que también Heidi había estado a punto de ser asesinada. Le rogó que confiara en ella y que le dijera si necesitaba ayuda profesional o mudarse a otra casa. Incluso le ofreció alojamiento en casa de Dwight, el tipo más joven con quien estaba a punto de casarse. Pero Heidi le aseguró que estaba bien. Había mantenido la sangre fría y la tranquilidad, sorprendiéndose incluso a sí misma. Siempre había sido muy sensible y propensa a estallar en llanto inconsolable cada vez que se hacía daño o cuando alguien se metía con ella.

Después del asesinato, se volvió reservada. Sentía que el joven difunto le había anunciado con una señal que también ella iba a morir pronto. Había olvidado cuál podía haber sido la señal, pero aun así, sentía temor. Estaba esperando a que el terror se manifestara. Intentaba controlarlo con todas sus fuerzas. Fue así como empezó a prepararse para todas las formas terribles en que podía presentarse la muerte. Sabía que sus precauciones eran inútiles. La muerte vendría cuando quisiera, y ella no podía hacer nada para evitarlo. Sin embargo, no podía dejar de intentarlo, aunque detestaba a la persona en que se había convertido, más pendiente de la muerte que de la vida.

Hacer aquel viaje a China era parte de su esfuerzo para superar sus problemas. Había decidido arrojarse en brazos de lo desconocido y hacer frente a situaciones que normalmente habría evitado. Había pensado que sería capaz de manejarlas, en parte porque estaría en un país completamente diferente. Al final, resultaría que los peligros desconocidos no eran nada y, habiendo sobrevivido, se sentiría más fuerte y podría regresar a casa con más práctica en la lucha contra sus fobias. China le sentaría muy bien, muy pero que muy bien, se había dicho.

La comida se había enfriado. Cuando llegó el momento de servir el helado de té verde, inventado en Estados Unidos y muy apreciado por los turistas, el propietario del restaurante llamó a su esposa y a su hijo, y entre los tres entonaron Feliz Navidad con la melodía de Cumpleaños feliz.

En el camino de regreso al hotel, mis amigos siguieron tarareando la nueva mezcolanza navideña. Faltaban pocos días para la Navidad y nadie sabía lo que podía traer el Santa Claus chino. ¿Debían intercambiar regalos? El autobús pasó junto a las mismas chicas de las luces rosas, a la espera de clientes. Los dinámicos vendedores seguían en sus tiendas, y la pequinesa preñada seguía tumbada en su silla verde de plástico. Si no conseguían pronto el permiso para pasar la frontera, ésas serían las vistas que volverían a contemplar la noche siguiente, quizá también la otra, y quién sabe cuántas noches más.

De vuelta en el hotel, Harry le propuso a Marlena «dar un paseo nocturno a la luz de la luna». No había luna, pero ella aceptó, suponiendo que Esmé ya estaría dormida con su perrita. Harry y ella bajaron por la calle oscura. Estaba a punto de pasar algo, ella lo sabía, y eso le provocaba un nerviosismo más bien agradable. Mientras caminaban, él le ofreció su brazo, para que se apoyara.

—Las aceras ocultan toda clase de peligros en la oscuridad —le dijo.

La forma en que pronunció «peligros» la hizo estremecerse. Ansiaba ser arrastrada y ahogarse en la irreflexión. Sin embargo, antes de sumirse en el abismo, quería agarrarse a una barra de seguridad, para levantarse y salir antes de que fuera demasiado tarde, antes de hundirse sin esperanzas de redención.

Mientras caminaban en silencio, Harry reunió fuerzas, intentando dar con la justa combinación de confianza en sí mismo y amabilidad. ¡Todo era tan condenadamente fácil cuando estaba delante de una cámara! No quería parecer demasiado impositivo, ni sonar como quien da las noticias de las ocho. Finalmente, habló con lo que consideró el tono justo, vagamente semejante al que usaba Cary Grant en aquellas películas en que él mismo se sorprendía de estar enamorado.

—Marlena…

—¿Hum?

—Creo que me estoy aficionando a ti.

Marlena hizo un esfuerzo por mantener su equilibrio emocional. ¿Aficionándose? ¿Qué quería decir con eso de que se estaba «aficionando»? Uno se puede aficionar a las flores, a la pasta italiana o a ciertas modas. ¿Qué quería decir con eso de «aficionarse»?

—Sería espléndido besarte —añadió.

Para entonces, el toque garboso le surgía naturalmente.

¿«Espléndido», se preguntó Marlena? Un crepúsculo es espléndido. Un amanecer es… Pero antes de que pudiera seguir doblegando sus emociones a fuerza de equívocos, él se le lanzó a la boca y los dos sintieron, pese al nerviosismo inicial, que la experiencia era muy agradable e incluso maravillosa, ¡tan natural!, ¡tantos anhelos instantáneamente colmados! Sin embargo, muy pronto empezó a crecer entre ambos otro tipo de anhelo. La mutua afición se convirtió en magreo y, a continuación, en una afición aún mayor, seguida de más magreo, que de minuto en minuto iba en ferviente aumento, y todo eso tenía lugar en una callecita de Ruili sin ningún rasgo destacable. Desgraciadamente, ambos llegaron a la conclusión de que allí no podrían hacer el amor.

—Volvamos al hotel —dijo Harry.

—Un hotel, ¡qué oportuno! —respondió Marlena con una risita. Mientras se aprestaban a regresar, ella recordó algo que le devolvió el juicio—. Debería ir a ver cómo está Esmé.

Transcurrió otro minuto en silencio.

—¡Dios mío! ¿Qué voy a decirle? —añadió.

—¿Por qué habrías de decirle nada? —replicó Harry, mordisqueándole el cuello.

—No quiero que se preocupe si se despierta en medio de la noche y ve que no estoy.

—Entonces dile que vas a bajar a tomar una copa.

Marlena encontró esa sugerencia ligeramente irritante.

—Ella sabe que no bebo. Además, no soy ni remotamente el tipo de mujer que frecuenta los bares en busca de hombres.

Había notado que a veces Harry bebía mucho. Esperaba que no fuese alcohólico.

—Tú no irías a buscar hombres —bromeó Harry—. Ya me has encontrado a mí.

A Marlena no le pareció nada romántica la respuesta. ¿De verdad la consideraba demasiado fácil? ¿Estaba sugiriendo que lo suyo no era más que sexo casual, un simple encuentro de una sola noche?

—Oye, quizá no deberíamos hacerlo. Esta noche, no.

—Sí que deberíamos. Ya lo estamos haciendo, o casi… —Llegaron al hotel—. ¿Ves? Ya estamos aquí.

—No, de verdad, Harry. Es tarde y necesito más tiempo para preparar a Esmé, para que vaya haciéndose a la idea de que tú y yo somos algo más que amigos.

¿Qué idea? Harry sintió que su inflamado ánimo se deshinchaba rápidamente, lo mismo que cierta parte de su cuerpo. Estaba decepcionado, sí, pero también irritado consigo mismo por parecer excesivamente interesado, y también —¿por qué negarlo?— un poco enfadado con Marlena por haberse echado atrás tan fácilmente, renunciando a la diversión. Realmente era tarde y, ahora que ya no sentía la emoción de la anticipación, estaba cansado.

—De acuerdo. Te dejo aquí y me voy yo al bar a tomar esa copa. —La besó levemente en la frente—. Buenas noches, mi calabaza de medianoche.

Dio media vuelta y no la miró mientras ella se dirigía al ascensor.

Acababan de servirle su whisky con agua cuando Marlena entró corriendo en el bar, con los ojos redondos de espanto.

—¡No está! ¡Ha desaparecido! ¡Y también la perrita! —Su voz sonaba débil y tensa—. Le dije que no saliera, le advertí que no abriera la puerta. ¡Dios mío! ¿Qué vamos a hacer ahora?

—Espero que no tengamos que hacer nada —replicó Harry, y antes de que Marlena pudiera reprocharle su insensible respuesta, le señaló con un dedo la otra punta del vestíbulo. Allí estaba Esmé, enseñando orgullosamente la perrita a los empleados del servicio de habitaciones, dos de los cuales habían pasado antes por su habitación—, para llevarle un termo de agua caliente. Cuando Marlena se dirigía hacia ella, Esmé la vio y salió corriendo a su encuentro.

—¡Hola, mamá! ¡Hola, Harry! Mirad lo que han hecho para Pupi-pup. ¡Sopa de pollo con arroz! Justo lo que Harry ha dicho que necesitaba. ¡Y nos la han dado en esta tacita de té tan mona! ¿A que son fabulosos? La adoran, mami. ¡Lo hemos pasado en grande!

Desde las profundidades del sueño, Bennie cogió el teléfono.

—¿Con la señorita Chen, por favor? —dijo una voz de hombre.

—No, ella no está.

Bennie miró el reloj. Mierda. Eran las seis de la mañana. ¿Qué clase de idiota lo llamaba a esa hora?

—¿Tiene idea de cuándo volverá?

La voz sonaba vagamente británica, pero no podía ser Harry Bailley.

—No lo sé —murmuró Bennie, que seguía medio dormido—. ¿Quién la llama? —atinó finalmente a preguntar.

—Walter, de Mandalay, de la agencia Golden Land Tour…

Bennie se incorporó en la cama de un salto. ¡Mandalay!

—… He quedado para encontrarme con la señorita Bibi y su grupo esta mañana, en el paso fronterizo. Me temo que en recepción no saben muy bien qué habitación le ha sido asignada. Me han puesto con esta habitación. Espero que me disculpe si ha habido algún error, pero ¿es usted el señor Chen?

Para entonces, Bennie estaba boquiabierto y pensando en todas direcciones. ¿Quién era ese tipo? Echó mano de sus notas y de la carta que le había enviado la agencia de viajes. Maung Wa So. Ése era el nombre de su guía, y no Walter. Walter debía de ser un coordinador, un contacto. ¿Estaría dispuesto a ayudarlos? Y de no ser así, ¿aceptaría sobornos?

—Walter, soy Bennie Trueba y Cela, el nuevo responsable del grupo. Seguramente no habrá recibido nuestro mensaje a tiempo y, evidentemente, tampoco yo he recibido los mensajes que usted nos habrá enviado. Lo siento. Por lo demás, ¡sí!, estamos listos para reunimos con usted en la frontera. ¿A qué hora quiere que estemos allí?

Se hizo un silencio en la línea.

—¿Hola? ¿Sigue ahí? ¿Es por lo de nuestros permisos para pasar la frontera?

Finalmente, Walter habló:

—No lo entiendo. ¿Dónde está la señorita Chen?

—No ha podido venir.

—¿Se puso enferma anoche?

Bennie consideró por un momento sus posibilidades, pero decidió que la honestidad era el mejor camino.

—Verá, lo cierto es que murió de repente.

—¡Qué horror! ¿Murió anoche?

—Hace unas semanas.

—No es posible.

—Lo sé. También para nosotros fue una sorpresa terrible. Era una amiga muy querida.

—Quiero decir que no es posible, porque yo hablé con ella ayer.

Ahora era el turno de Bennie de estar absolutamente desconcertado.

—¿Dice que usted habló…?

—Por teléfono. Me llamó para preguntarme si podía cambiar la fecha de su entrada en Myanmar y reunirme hoy aquí con ella.

—¿Lo llamó por los permisos para pasar la frontera?

—Sí. Me dio instrucciones precisas. Todo está aprobado, pero hay que comprobar que los papeles que usted tiene en su poder concuerdan. ¡Ah!, y además ahora tendré que hacer un pequeño cambio y eliminar el nombre de ella. Para eso, tendré que hacer una llamada telefónica…

La confusión de Bennie se transformó en incuestionable alegría. Obviamente, el tal Walter habría hablado con Lulu, o quizá con alguien de San Francisco. Bennie había enviado un fax a la agencia de viajes. Como todas las referencias eran siempre al «grupo de Bibi Chen», Walter debió de pensar que estaba hablando con la organizadora original de la expedición. Pero eso no importaba lo más mínimo, ¿verdad que no? ¡Tenían los permisos! Era fantástico. La persona que lo había conseguido, fuera quien fuese, era un genio. (Me complació oír un comentario tan halagador).

—¿Necesita algún dato para añadir mi nombre? —preguntó Bennie.

—No, ya está arreglado. Ya añadimos su nombre cuando recibimos el fax. Pensé que sería usted un añadido y no una sustitución. O sea, que, por ese lado, está todo en orden.

Walter hizo una pausa y suspiró. Cuando volvió a hablar, parecía bastante nervioso.

—Señor Bennie, disculpe que se lo pregunte, ya sé que no es muy delicado de mi parte, pero ¿le dio la señorita Chen el regalo de Navidad que me había comprado?

Azorado, Bennie pensó a toda prisa. Obviamente, se trataba de algún tipo de pago encubierto. ¿Cuánto querría el hombre? Esperaba que no exigiera el pago en dinero chino.

—Sí, la señorita Chen mencionó un regalo —arriesgó, intentando actuar con tacto—, pero le ruego que vuelva a decirme específicamente lo que ella prometió darle. ¿Era en dólares?

El hombre soltó una leve risita.

—Oh, no, dólares no. CD.

¿CD? ¿Certificados de depósito? Bennie se sorprendió del grado de sofisticación que podían alcanzar los sobornos en aquel rincón perdido de Asia. Se dijo que no debía dejarse dominar por el pánico. «Tú puedes solucionarlo», se dijo. Podía llamar a su corredor de Bolsa en Estados Unidos. Pero todavía era posible que el tal Walter se aviniera a aceptar una suma mayor de dinero en efectivo, en lugar de los certificados.

—¿Y cuánto me ha dicho que era, en CD?

Bennie cerró con fuerza los ojos, preparándose para oír la respuesta.

—Oh, me resulta muy embarazoso incluso mencionarlo —dijo Walter—, pero ayer la señorita Chen me dijo que me había traído un cedé, y me emocioné mucho al saber que era del musical El fantasma de la ópera.

Bennie estuvo a punto de echarse a llorar. ¡Un cedé!

—Yo he comprado uno para ella de danzas birmanas, que espero que le guste, o que le hubiera gustado, si es cierto que ha muerto.

—Diez cedés —propuso Bennie—. ¿Qué le parece?

—¡Oh, no, no! ¡De verdad, eso es excesivo! El fantasma es más que suficiente, según creo. Es lo que la señorita Chen dijo que me daría. Diez es… cómo decirlo… es una gran gentileza el solo hecho de mencionarlo. Aquí es terriblemente difícil conseguir música occidental.

—¡Que sean diez! —dijo Bennie con firmeza—. Insisto. Después de todo, estamos en Navidad.

Walter prometió hacer de inmediato la llamada telefónica necesaria. Se encontraría con Bennie en la frontera.

Después de colgar, Bennie metió las manos hasta el fondo de su maleta, para sacar los cedés que había traído. Revisó toda una pila de discos metidos en fundas de vinilo. Allí estaba: El fantasma de la ópera. Era una suerte increíble tener precisamente ese disco. ¿Y qué le parecerían los otros? Diana Krall. Sarah Vaughan. Gladys Knight. Para una mayor variedad, recurriría a los demás. Todos tenían que contribuir con algo. Ellos mismos se habían metido en ese lío. Después de todo, si Walter estaba encantado con diez, ¿qué no haría por veinte? Les pondría la alfombra roja. Un par de cedés por cabeza, eso es lo que Bennie les pediría a sus compañeros de viaje. Dos a cada uno, o bien la opción de quedarse en la turbulenta Ruili cuatro días más.

La colección reunida me pareció adorable: desde Bono hasta Albinoni, pasando por Nirvana y Willie Nelson, ilustrando las dispares preferencias musicales de doce norteamericanos que dieron alegremente lo mejor que tenían.

Que quede bien claro que yo también había dado lo mejor de mí. La noche anterior había visitado a Walter a última hora, cuando estaba en las orillas más lejanas del sueño, pues me había percatado de que era allí donde podía ser hallada: en los sueños, la memoria y la imaginación. La realidad sensorial ya no tenía la menor utilidad en mi existencia. Mi conciencia podía superponerse a la suya, ahora que se había vuelto tan permeable. Una vez allí, le aporté por osmosis el recuerdo de haberlo llamado por teléfono, con una solicitud urgente.

—Walter —le dije—, has olvidado adelantar cuatro días la fecha de paso de la frontera, del veinticinco al veintiuno de diciembre. Lo habíamos hablado, ¿recuerdas?

Él se sintió mal, porque es una persona meticulosa que nunca descuida los detalles. Cuando me prometió que se ocuparía del cambio de fechas, le canté la canción Wishing you were somehow here again, de El fantasma de la ópera. De inmediato lo invadió la añoranza de su padre, encarcelado desde hace más de diez años por el régimen militar y del que nunca ha vuelto a tener noticias. Una música preciosa, con una letra emocionante. A partir de entonces, Walter ansió volver a oír una y otra vez aquellas palabras, las mismas que tomé prestadas del cede que encontré en la maleta de Bennie.

Ese sueño no se desvaneció como la mayoría de los sueños. Nadé con él hasta las partes más profundas de su memoria, hasta los rincones subconscientes donde la gente ansiosa se vuelve aún más ansiosa. De ese modo, cuando Walter despertó a la mañana siguiente, tenía una sensación de urgencia. Montó de un salto en su bicicleta, fue a la oficina de turismo y salió a toda prisa hacia el ministerio, para registrar toda la documentación y conseguir los sellos necesarios. Después recogió al conductor, para ponerse en camino hacia Ruili a toda velocidad.

La carretera que va a Myanmar está flanqueada por «árboles decapitadores», así llamados porque, cuanto más los podan o los talan, más rápidamente crecen y más frondosos se vuelven. Lo mismo ha pasado con los rebeldes de los diversos períodos de la historia de China. Una vez que echan raíces, es imposible erradicarlos por completo.

Entre los árboles decapitadores, están los «árboles del octavo tesoro», cuyas hojas colgantes son lo bastante grandes como para cubrir el cuerpo de un niño. Y por la carretera había gran cantidad de niños temerarios, que quizá pronto necesitaran una mortaja. Tres chicos que se movían por cinco o seis bailaban sobre un cargamento de heno de tres metros de altura, en el remolque de un minitractor, mientras sus padres aparentemente despreocupados iban sentados delante. Mis amigos en el autobús, en cambio, tenían toda la sensación de que los niños estaban a punto de sufrir un traumatismo craneal. Afortunadamente, los niños parecían tener reflejos envidiables. Se dejaban caer sobre el trasero, riendo jubilosamente, y volvían a levantarse sobre las piernecitas robustas, listos para la siguiente caída.

—¡Dios santo! —exclamaba Wendy, sin dejar de hacer fotos de cada conato de desastre.

—No puedo mirar —gemía Bennie.

—Debería haber una ley que lo prohibiera —decía Marlena.

Heidi miraba al frente de la carretera, buscando rodadas anchas, capaces de derribar a los niños y causarles la muerte. Finalmente, el tractor viró por un camino lateral y siguió su camino, apartando de la vista de mis amigos a los jacarandosos niños. Cuanto más se acercaba el autobús a frontera, más colorido se volvía el mundo. Las mujeres birmanas vestían faldas con multicolores motivos florales y llevaban la cabeza enfundada en una especie de turbante, sobre el cual cargaban en equilibrio las cestas de mercancías destinadas al mercado. En las mejillas tenían dibujos amarillos, pintados con un ungüento que se fabrica machacando la corteza del árbol thanaka. Al igual que las mujeres de Shanghai, las birmanas aprecian la palidez. Supuestamente, el ungüento hace las veces de filtro solar. Sin embargo, yo lo he probado en viajes anteriores y puedo decirles que básicamente obra el efecto de resecar la piel. Puede que también la proteja un poco, pero la reseca hasta conferirle el aspecto del adobe agrietado. A mi cara no le sentó nada bien. Me hizo parecer una muñeca de barro, reseca y pintada como un payaso.

Bennie llevaba en una bolsa los cedés para Walter. Todo estaba saliendo a la perfección. Le daría el soborno y a cambio conseguirían la documentación y los permisos para entrar. No se lo había dicho a Lulu, porque temía que la intervención de Walter no se ajustara del todo a la legalidad. Prefería dejarla pensar que lo habían conseguido por pura suerte. Esa mañana, ella había dicho simplemente:

—Debemos intentar. Si tenemos éxito, su guía de Myanmar, señor Maung Wa Sao, estará esperando en lugar de paso.

En el puesto fronterizo chino, Lulu presentó los pasaportes y los documentos a los policías uniformados. A su lado había guardias armados. Al cabo de diez minutos de inspeccionar, sellar y resoplar con autoridad, la policía fronteriza nos hizo señas para que pasáramos. Mis amigos saludaron alegremente, agitando las manos, pero nadie les devolvió la sonrisa. Medio kilómetro después, el autobús se detuvo delante de un gran portón blanco.

—Pronto, ustedes y yo nos diremos adiós —dijo Lulu—. Dentro de minutos, vendrá su guía turístico birmano y los llevará cruzando frontera, hasta Muse.

—Creía que ya habíamos cruzado la frontera —repuso Moff.

—Han salido de China —declaró Lulu—. Pero salir de un sitio no es misma cosa que entrar en otro. Están en Birmania, pero no han cruzado frontera oficial. Por tanto, están en medio.

Repentinamente comprendí que la explicación de Lulu coincidía perfectamente con mi estado. En medio.

—Ah, fantástico. Estamos en el limbo —dijo Rupert.

Lulu asintió.

—Eso es. Limbo. Todavía no saben para qué lado ir. En China estamos muy habituados a esa situación.

Me pregunté cuánto tiempo estaría yo en mi limbo particular. Los budistas dicen que los muertos permanecen tres días junto a su cadáver y que, al cabo de cuarenta y seis días más, parten a su siguiente reencarnación. Si era así, entonces todavía me quedaba más o menos un mes. Como ignoraba las perspectivas, las temía.

Como si me hubiera leído el pensamiento, Marlena preguntó:

—¿Adónde irá después de esto?

—Otra vez al aeropuerto de Mangshi —dijo Lulu—. Otro grupo viene.

Miró su reloj.

—¿Nunca se aburre? —preguntó Roxanne—. ¡Tener que cuidar de gente como nosotros todo el tiempo! ¡Qué lata!

—Oh, no. Ustedes muy fáciles, ningún problema. Ni aburrimiento, ni lata.

—Es usted demasiado amable —terció Bennie—. ¿Cuál ha sido su grupo más difícil?

—Ninguno es demasiado difícil nunca —dijo ella con diplomacia. Pero después suspiró, bajó la vista y añadió—: Oh, quizá una vez hubo más dificultad que otras veces… Sí, esa vez hubo gran dificultad.

Forzó una sonrisa y continuó:

—Acababa de llevar grupo grande al aeropuerto, decimos adiós, y me estoy yendo. Entonces viene corriendo una mujer bai joven y me dice: «Sujeta a mi bebé, hermana, mientras voy a buscar mi maleta». Se va a toda prisa. Van pasando unos cuantos minutos y el bebé llora bajito. Levanto la manta y veo a la niña, muy pequeña, y, ¡oh!, tiene labio partido, espacio vacío de la boca a la nariz.

—Paladar hendido —le susurró Vera a Bennie.

—Dos horas después, sabía que la mujer no volvía, así que me llevo al bebé a casa de mis padres, para decidir qué tenía que hacer. En la manta de la niña encontramos dinero, cien yuanes, unos diez dólares norteamericanos, y también nota en escritura simple, diciendo que la niña tenía tres días. Entonces no sabemos qué hacer. Decidimos quedarnos la niña. Hacemos muchos planes, cosemos ropa. Y sabemos que la niña necesitara cirugía especial. Pero en seguida nos enteramos de que cirugía es imposible, porque la niña no está registrada como hija de nadie. Para registrarla, la tengo que adoptar. Pero para adoptar, debo tener treinta años. Y en ese momento, yo sólo tenía veinticinco.

Mis amigos escuchaban en silencio.

—Mis padres tampoco podían adoptar. Demasiado viejos. Nada que hacer: demasiado joven, demasiado viejos. De todos modos, con papeles o sin papeles, decidimos criar a la niña nosotros mismos. Pero incluso pagando con nuestro dinero la cirugía especial, ella no podía tenerla, porque para la mente del hospital, ella no era una persona registrada. No era nadie. No existía. Entonces comprendimos que, con nosotros, no había futuro para ella. Nunca podría ir a la escuela. Nunca podría casarse con un marido. En cualquier situación, no era nadie. A causa de esas situaciones, finalmente decidimos que lo mejor para la niña era adopción con otras personas. Muchos turistas norteamericanos ya me decían «sí, sí, nosotros la queremos, dénosla a nosotros». Pero yo decidí, mejor para ella, vivir con gente que se le parece. Por eso la di a un matrimonio japonés. Así que esa experiencia fue la vez que tuve más dificultades.

Guardó silencio y nadie dijo nada.

—Es la historia más triste que he oído en muchísimo tiempo —dijo finalmente Marlena.

—Triste sólo por poco tiempo —replicó Lulu—. Ahora tiene seis años. Tiene la cara preciosa, boca y nariz arregladas, ninguna cicatriz. La veo todos los años. Siempre me llama «tiíta» en japonés. Sus padres siempre me llaman buena persona.

—Pero tuvo que renunciar a ella… —dijo Marlena, poniéndose en su lugar.

—Ésta es mi idea: su madre original hizo lo que debía; yo, su madre de paso, hice lo que debía; el matrimonio japonés hizo lo que debía. Un día, esa niñita crecerá y hará lo que deba. Así que, ya ve, todos hacemos lo que debemos.

En ese momento, un hombre joven y delgado, de rasgos delicados, subió al autobús. Lulu lo saludó e intercambió con él documentos.

—Señoras y señores, les presento al señor Maung Wa Sao.

Allí estaba él, un joven menudo de veintiséis años, con camiseta blanca y pantalones oscuros. Su brillante pelo oscuro lucía un corte conservador, y tenía unos ojos preciosos, de mirada amable, inteligente y sensata. Se dirigió a su nuevo grupo:

—Por favor, prefiero que me llamen Walter.