Cómo los encontró la felicidad
A la hora de la cena, mis doce amigos atravesaron a pie unas cuantas calles del casco histórico de la ciudad, para llegar al restaurante del Valle Exuberante, el mismo que habían rechazado por la mañana. Para entonces, se habían resignado a tomar el menú que yo había bautizado como «degustación de delicias invernales». Nadie estaba de humor para buscar alternativas más «espontáneas», ni más «auténticas». Simplemente se alegraban de que la noticia de su infausta excursión al templo de la Campana de Piedra no se hubiera difundido aún por la red de rumores de Lijiang. El restaurante no sólo les había enviado al hotel un mensaje diciendo que tenían a su disposición el mismo menú para la cena, sino que el propietario les ofrecía una bonificación: «sorpresas gratis», según había dicho.
La primera sorpresa fue el propio restaurante. Era precioso y no parecía en absoluto un sitio para turistas. Yo ya lo sabía, claro. Por eso lo había elegido. El edificio, de una estrechez encantadora, era una antigua vivienda cuyo patio delantero había sido reconvertido en comedores que daban al angosto canal, uno de los muchos que recorrían Lijiang formando una acuática blonda. Cualquiera que se hubiese sentado en el umbral, podría haber metido los pies en la corriente tranquila. Las mesas y las sillas eran viejas, con marcas de carácter como las que últimamente se han puesto de moda en Estados Unidos para las antigüedades: sin barnizar, con los rasguños y las quemaduras de cigarrillo sin disimular y con restos de comida acumulados durante siglos, haciendo las veces de tapaporos sobre las grietas.
Llegaron las cervezas y los brindis fueron sombríos:
—Por tiempos mejores.
—Mucho mejores.
Dwight sugirió inmediatamente que sometieran a votación democrática la propuesta de partir de Lijiang al día siguiente, para empezar cuanto antes el recorrido por Birmania. En la votación, los únicos que se le opusieron fueron Bennie, Vera y Esmé.
Bennie estaba comprensiblemente preocupado ante la perspectiva de adelantar la partida. Si salían antes de tiempo, seria él quien tuviera que ocuparse de pergeñar un nuevo itinerario, con un día en la ciudad fronteriza de Ruili y tres días más en Birmania. ¿Qué iban a hacer? Pero no dijo nada cuando expresó su voto en contra, para que no lo tomaran por inadaptado. Debería haber sabido que en los viajes organizados no hay lugar para las votaciones democráticas. Cuando diriges un grupo, el despotismo es el único camino.
Vera intentó ejercer su veto ejecutivo. Estaba habituada a trabajar en una organización en la que era la jefa suprema. Dado su carácter de líder innata, buscaba el consenso y, a través de sus decisiones unilaterales y de su famosa mirada fija, lo conseguía. Pero en China era simplemente una más. Cuando expresó su voto, apeló a la racionalidad del grupo.
—Son todo tonterías. Ni por un segundo me creo que el jefe de los bai tenga suficiente influencia como para impedirnos visitar otros sitios. Pensadlo bien. ¿Acaso tiene acceso a Internet para avisar a sus amiguetes en un centenar de lugares? ¡Claro que no!
—Tenía teléfono móvil —le recordó Moff.
—Dudo que vaya a despilfarrar sus valiosos minutos para quejarse de nosotros. Lo dijo solamente porque estaba furioso… ¡y no es que le faltara razón!
Arqueando una ceja, echó una mirada en dirección a Harry, Dwight, Moff y Rupert. Después, pasó a tocar la fibra sensible.
—Como todos sabéis, este viaje fue amorosamente concebido por mi querida amiga Bibi Chen, que lo preparó con el mayor cuidado, como una aventura educativa e inspiradora. Si huimos ahora como ratoncitos asustados, nos perderemos algunas de las experiencias más fantásticas de nuestra vida. No sentiremos la salpicadura del agua en las magníficas cataratas del fondo del barranco del Tigre que Salta…
Esmé se quedó boquiabierta. ¿Iban a ir ahí?
—No podremos cabalgar con los tibetanos en el prado de los Yaks…
Eso atrajo la atención de Roxanne y de Heidi, que de pequeñas habían sido propietarias de sendos ponis.
Vera prosiguió:
—¿Cuándo, en vuestra vida, volveréis a tener la oportunidad de ver una pradera alpina a más de cinco mil metros de altura? Quizá nunca —asintió solemnemente, dándose la razón—, como probablemente tampoco volveréis a ver los murales de Guan Yin, en el templo del siglo XVI…
¡Pobre Vera! Prácticamente los tenía convencidos, hasta que mencionó los murales. Aunque las diosas fueran el tema preferido de Vera en la historia del arte, la mención de Guan Yin hizo estremecer de angustia a sus compañeros. ¿Otro templo? ¡No, más templos no, por favor! Vera señaló el programa, mientras lo sujetaba en alto como si fuera la Declaración de la Independencia.
—Yo me he apuntado a este programa. He pagado por este programa, y lo pienso respetar. Voto en contra de la propuesta y os invito a todos a reconsiderar vuestra posición.
Se sentó.
También Esmé votó en contra, con la mano a medio levantar.
Vera la señaló con amplios ademanes, para que los demás repararan en ella.
—¡Otro voto en contra!
Cuando le pidieron que explicara su voto, Esmé se encogió de hombros, incapaz de decir nada. Lo cierto es que estaba trágicamente enamorada. El cachorrito shih tzu se había debilitado. Cuando intentaba andar, tropezaba y se caía. Rechazaba la comida china que le daban las bellas señoritas. Además, Esmé había notado que tenía un bulto en el vientre. Sus cuidadoras no parecían preocupadas por el empeoramiento de su estado. Le habían dicho que el bulto no era nada, y una de ellas incluso se había señalado la barbilla, sugiriendo que el problema no era mucho más grave que un grano de acné.
—Ninguna preocupación —le aseguraron a Esmé, sospechando que la niña solamente buscaba una rebaja en el precio—. Tú pagas menos dinero. Cien kwais, trato hecho.
—No lo entendéis. No puedo llevarme al cachorro. Estoy de viaje.
—Lleva, lleva —le contestaron—. Ochenta kwais.
Ahora, durante la votación, Esmé sólo podía estarse callada, con expresión sombría, conteniendo el llanto. No podía explicar nada de eso sobre todo delante de Rupert, que miraba al cielo y gruñía cada vez que alguien se refería colectivamente a los dos, llamándolos «los niños». Él nunca le hablaba, ni siquiera cuando lo obligaban a sentarse junto a ella. Se quedaba con la nariz hundida en su libro. Además, ¿a cuál de todos esos adultos podía importarle que un perro muriera? «Es sólo un perro —le dirían—. Algunas personas lo pasan peor». Había oído tantas veces esa excusa que le venían ganas de vomitar. En realidad, no les importaba la gente, sino únicamente su estúpido viaje y si iban a sacarle provecho a su dinero en este estúpido país o en el otro. No podía hablar con su madre de nada de eso. Ella todavía la llamaba Wawa, un apodo chino que significa «bebé». Wawa, el sonido de una muñeca llorona. Detestaba que la llamaran así.
—Wawa, ¿qué fular te parece que me ponga? ¿De qué color? —le había preguntado su madre esa mañana, con voz aniñada—. Wawa, ¿se me nota la tripa? Wawa, ¿cómo te parece que me queda mejor el pelo? ¿Suelto o recogido?
Ella era la wawa, babeando como una estúpida por ese Harry Bailley de brazos peludos. ¿No se daba cuenta de que era un farsante?
Dwight preguntó si alguien tenía algo que agregar, antes de dar oficialmente por cerrada la votación. Yo estaba gritando con todas mis fuerzas. ¡Alto! ¡Alto! ¿Cómo se os ocurre iros de China antes de tiempo? Era una absoluta locura. Si hubiesen sido capaces de verme y oírme, podría haberlos convencido de que era totalmente ridículo pensar siquiera en marcharse. Yo había planificado el itinerario con enorme cuidado, con el fin explícito de que probaran lo mejor de lo mejor, para que fueran «como la libélula que roza las aguas». Ahora ni siquiera tocarían la superficie.
Aquí está el pino retorcido, les habría dicho. Tocadlo. Esto es China. Jardineros de todo el mundo han venido a estudiarlo, pero nadie ha podido explicar por qué sus ramas crecen como un tirabuzón, del mismo modo que nadie ha podido explicar China. Pero ahí está, igual que ese árbol: vieja, tenaz y extrañamente grandiosa. En el árbol se encuentran los tres elementos de la naturaleza, que desde hace siglos inspiran a los artistas chinos: el gesto por encima de la geometría, la sutileza por encima de la simetría y el fluir constante por encima de las formas estáticas.
Y los templos, entrad y tocadlos. Esto es China. No os limitéis a contemplar los murales y las imágenes. Volad hacia las vigas, bajad vuestras manos y vuestras rodillas al suelo y apoyad la cabeza sobre las baldosas. Escondeos detrás de aquella columna y observad de cerca esas motas de pintura. Imaginad que sois decoradores de interiores y que tenéis un millar de años. Empezad con un poco de budismo tibetano, añadidle una pizca de budismo indio, una gota de budismo han, un chorrito de animismo y un poquito de taoísmo. ¿Un batiburrillo, decís? Nada de eso. Lo que hay en esos templos es una amalgama puramente china, una elegancia adorablemente desastrada, una gloriosa y caótica mezcla que hace que China sea infinitamente intrigante. Nunca nada se desecha ni se reemplaza por completo. Si un período de influencia deja de tener adeptos, se remienda. Los antiguos puntos de vista permanecen, tan sólo una desportillada capa más abajo, listos para aflorar a la superficie a través de la más leve abrasión.
Ésa es la estética china y también su espíritu. Ésas son las huellas que han impresionado a todos los que han viajado por sus caminos. Pero si te marchas demasiado pronto, no advertirás esas sutilezas. Sólo verás lo que prometen los folletos, los palacios recién pintados. Entrarás en Birmania pensando que dejas China atrás cuando cruzas la frontera. Y no podrías equivocarte más. Verás las huellas de la tenacidad tribal y los rasgos contradictorios de obediencia y rebelión, por no mencionar las maldiciones y los encantamientos.
Pero estaba decidido.
—Nueve votos a favor y tres en contra —anunció Dwight—. Brindemos una vez más: ¡por Birmania!
Se sirvió la cena de «degustación de delicias invernales», con platos que yo había probado en un viaje anterior y había seleccionado como sensual experiencia para el paladar. Por desgracia, el propietario del restaurante sustituyó algunos, ya que yo no estaba allí para oponerme.
Wendy fue la primera en admitir que la parada en la taberna de la carretera, esa tarde, había sido «como una equivocación». ¡Si sólo hubiese sabido cuán grande! En cualquier caso, me complació oír ese reconocimiento de sus labios. Un grupo castigado es un grupo más honesto. Además, estaban encantados con el menú que les había elegido, o al menos lo estuvieron hasta que encontraron las «sorpresas» que el cocinero les había añadido gratuitamente.
Una de ellas era un plato de raíces asadas de textura crujiente, que en opinión del cocinero los turistas encontrarían tan sabroso y adictivo como sus patatas chips. Sin embargo, las raíces tenían el aspecto poco tentador de las larvas grandes fritas, también muy apreciadas en la región. Aun así, en cuanto los viajeros se animaron a probar una raíz, devoraron con avidez el pequeño entremés, lo mismo que el que les presentaron a continuación, que también se parecía a las larvas, y lo era. Después sirvieron otro crujiente refrigerio llamado «libélula», nombre que todos consideraron una licencia poética, aunque no lo era.
—Éste tiene un sabor más mantecoso —comentó Bennie.
La tercera sorpresa fue una cuajada de pimientos picantes.
—Llevo toda la vida comiendo tofu ma-po —dijo Marlena—, pero éste tiene un sabor raro. No acaba de gustarme del todo.
—Es casi cítrico y bastante fuerte —repuso Harry.
—A mi no me gusta —observó Marlena, dejando a un lado su porción.
—No está mal —dijo Dwight—. Cuanto más comes, más te convence.
Lo devoró en segundos.
Lo que estaban paladeando mis amigos no eran los pimientos picantes que suelen usarse en Estados Unidos para preparar el tofu de Sichuán. La versión de Lijiang se prepara con las vainas del fresno espinoso, semejantes a bayas. El cosquilleo en la boca se debe al efecto entumecedor que ejercen las bayas sobre la mucosa. Y la variedad concreta de bayas del género Zanthoxylum que estaban probando mis amigos no sólo crece en Sichuán, sino en la región del Himalaya, donde la gente se las come como si fueran gominolas. Esta variedad suele ser más picante y causa una paralización anestésica de los intestinos, sobre todo en las personas más delicadas. Esa persona sería Dwight, debo añadir.
Al día siguiente, cuando el grupo se reunió ante la mesa del desayuno, Bennie tenía algo que anunciarles:
—De manera casi milagrosa, la señorita Rong, como gentileza final, ha podido reservarnos vuelos para hoy, para que podamos partir lo antes posible.
Saldrían dentro de poco tiempo en dirección al aeropuerto de Liliana, para viajar a Mangshi, que se encuentra a un par de horas por carretera de la frontera de Birmania. Como Bennie bien sabía, untar unas cuantas manos siempre ayuda a acelerar las cosas. La noche anterior, después de que el grupo votó a favor de abandonar Lijiang, había llamado a la señorita Rong y le había ofrecido doscientos dólares de su bolsillo, para que los usara como le viniera en gana, sin explicaciones, a cambio de ayuda para salir del apuro. Ella, a su vez, había distribuido parte de lo recibido entre los diversos funcionarios relacionados con los hoteles, las compañías aéreas y la oficina de turismo, quienes por su parte, respetando la antigua tradición del guanxi, le demostraron su aprecio otorgándole la devolución del importe casi completo de la estancia en Lijiang.
A las diez de la mañana, mis amigos se embarcaron en el avión y, a medida que ascendían, también lo hacían sus ánimos. Habían escapado de los problemas, con sólo unas cuantas picaduras de mosquitos y unos miles de kwais menos.
Su nueva guía, la señorita Kong, los estaba esperando en el aeropuerto de Mangshi, con un cartel en la mano: «Bien venido grupo de Bibi Chen». Me encantó ver el cartel, pero a mis amigos los desconcertó. Bennie se apresuró a presentarse como el director del grupo, que había ocupado mi lugar.
—¡Oh! ¿Señorita Bibi no puede venir? —preguntó la señorita Kong.
—No, no puede —le confirmó Bennie, con la esperanza de que los otros no hubiesen oído la conversación. Si la oficina de turismo local no estaba al corriente de que la organizadora del viaje había muerto, ¿cuántas cosas más ignoraría?
La guía se dirigió al grupo:
—Mi nombre es Kong Xiang-lu. Pueden llamarme Xiao Kong o señorita Kong —dijo—. O si prefieren, mi apodo americano es Lulu. Repito, apodo es Lulu. ¿Pueden decirlo?
Hizo una pausa, para oír la respuesta correcta.
—Lulu —mascullaron todos.
—No oído bien —dijo Lulu, colocándose una mano a modo de pantalla sobre la oreja.
—¡Lulu! —obedecieron todos, con más entusiasmo.
—Muy bien. Cuando necesitan algo, simplemente gritan «Lulu». —y volvió a repetirlo con voz cantarina—: ¡Luuu-lu!
Mientras se dirigían al autobús, Lulu le dijo discretamente a Bennie:
—He visto informe de sus dificultades en el templo de la Campana de Piedra.
Bennie se sonrojó.
—No fue nuestra intención, no teníamos ni idea…
Ella levantó una mano, como el Buda pidiendo silencio para la meditación.
—Ninguna idea, ninguna preocupación.
Bennie había advertido que todos los que hablaban inglés en China repetían sin cesar la frase «ninguna preocupación». ¿Has perdido las maletas? ¡Ninguna preocupación! ¿Tienes la habitación llena de pulgas? ¡Ninguna preocupación!
Bennie quiso creer que la declaración de «ninguna preocupación» por parte de Lulu era genuina, que de verdad les había solucionado todos los problemas. Había estado esperando una señal de que su suerte había cambiado y, cada vez más, intuía que ella se la estaba presentando. Les ofrecía un plan claro, conocía todos los detalles de su oficio y sabía hablar el dialecto del conductor.
Yo también pensaba que era una guía ideal. Parecía segura de sí misma y era competente. Es la mejor combinación, mucho mejor que el nerviosismo y la incompetencia, como en la guía anterior. Lo peor, según creo, es la absoluta seguridad combinada con una total incompetencia. He padecido esa mezcla frecuentemente, no sólo en guías turísticos, sino en consultores de marketing, peritos de arte y compañías de subastas. También la presentan un buen número de estadistas. Y todos ellos traen lo mismo: problemas.
La actitud directa y sin «ninguna preocupación» de Lulu le hizo a Bennie el mismo efecto que si hubiera tomado un par de ansiolíticos. De repente, elaborar un nuevo programa ya no le parecía tan abrumador. El inglés de Lulu era comprensible, y sólo ese detalle la colocaba varias cabezas por delante de la señorita Rong. ¡Pobre señorita Rong! Aún se sentía culpable al respecto. ¡Bueno, qué se le iba a hacer! Además de hablar mandarín, Lulu le aseguró que dominaba el jingpo, el dai, el cantonés, el shanghainés, el japonés y el birmano.
—Meine Deutsche, ach —añadió humildemente, con humor y muchos errores—, ist nicht sehr gute.
Lucía una melena corta. Sus gafas eran modernas, con montura estrecha y alargada de ojos de gato, que le conferían un divertido aire retro de los años cincuenta. Vestía chaqueta marrón de pana, pantalones verde oliva y suéter negro de cuello vuelto. Sin duda alguna, parecía competente. Podría haber sido una guía turística en Maine o en Munich.
—La ciudad en la frontera china tiene muy excelente hotel —prosiguió Lulu—. Allí es donde se alojan esta noche, en Ruili. Pero la ciudad es bastante pequeña, solamente un sitio donde parar y seguir, con los turistas ansiosos por seguir viaje. Por eso no hay mucho para ver. Mi sugerencia es la siguiente, escuche: hacemos parada en poblado jingpo, de camino. —Bennie asintió en silencio—. Después, salimos excursión en bicicleta al mercado, donde vender comida es muy interesante para turistas que lo ven por primera vez…
Mientras Lulu desgranaba una sucesión de actividades improvisadas, Bennie sentía oleadas de alivio. La guía estaba haciendo un trabajo admirable, ojalá Dios se lo pagara con creces.
Al frente del autobús, Lulu hizo el recuento de los turistas, antes de dar la señal de partir al conductor, un hombre llamado Xiao Li.
—Pueden llamarlo señor Li —dijo Lulu.
Bennie observó que a los empleados subalternos se les otorgaba un tratamiento más respetuoso. Mientras el autobús aceleraba, Lulu cogió el micrófono.
—Buenas tardes, buenos días, señoras y señores —resonó su voz, potente y metálica—. ¿Están despiertos? ¿Ojos abiertos? ¿Listos para aprender algo más de la provincia de Yunnán, aquí, en esta maravillosa parte suroccidental de China? ¿Listos?
Sonrió y, con un gesto de la mano, indicó a sus turistas que esperaba respuesta.
—Listos —dijeron unos pocos.
Lulu meneó la cabeza con expresión apesadumbrada.
—¿Listos?
Se inclinó hacia adelante, llevándose la mano a la oreja a modo de trompetilla, en un gesto que comenzaba a ser familiar.
—¡Listos! —gritaron los viajeros.
—Muy bien. Mucho entusiasmo. Hoy ustedes viajan a Ruili. Pronunciación: Rei-LÍ. ¿Pueden decirlo?
—¡REI-li!
—¡Oh, qué buena pronunciación china! Muy bien. Ruili es ciudad en la frontera china, cerca de Muse, en Myanmar. Pronunciación: MU-se.
Otra vez el gesto de la mano.
—¡Mu-SEY!
—No está mal. Dentro de cuarenta y cinco minutos, veremos un poblado jingpo, para ver la vida corriente, la forma de preparar la comida y la forma de plantar algunas verduras. ¿De acuerdo? ¿Qué les parece? —La propuesta fue acogida con un aplauso—. ¡De acuerdo! Muy bien.
Lulu resplandecía de satisfacción, delante de sus atentos turistas.
—¿Alguien sabe quiénes son los jingpo, quiénes son sus parientes? ¿Qué tribu, qué país? ¿No? ¿Nadie lo sabe? Entonces, hoy aprenderán algo de nuevo, que nunca oyeron antes, sí, en efecto, algo de nuevo. Jingpo es la misma cosa que kachin en Birmania, la tribu kachin de Birmania. Birmania es la misma cosa que Myanmar. Myanmar es nombre nuevo desde 1989. En efecto. La tribu kachin, que quizá habrán oído o quizá no habrán oído, es una tribu muy sanguinaria, así es, muy sanguinaria. Quizá lo saben, leyendo el periódico. ¿Quién está leyendo el periódico? ¿Nadie?
Mis amigos se miraron. ¿Había tribus sanguinarias en Myanmar? Dwight parecía extrañamente interesado en el dato. A Roxanne le dolía la cabeza. Se preguntaba si no le estaría bajando la regla, trayendo consigo la triste noticia de que tampoco ese mes se había quedado embarazada.
—No soporto ese micrófono —farfulló—. ¿No podría decirle alguien que baje el volumen, o incluso que nos conceda un poco de silencio, en lugar de parlotear sin parar?
Lulu prosiguió:
—La historia es ésta. A menudo, los kachin producen insurrección contra el gobierno, el gobierno militar. Otras tribus en Myanmar hacen lo mismo, no todas, sólo algunas. Los karen también lo hacen, o eso creo. Así que, cuando ocurre, el gobierno de Myanmar tiene que parar la insurrección. Pequeña guerra civil, hasta que todo se calma. Pero aquí no, aquí no hay problema. Aquí nuestro gobierno no es militar. China es socialista muy pacífica, todos los pueblos, todas las minorías son bienvenidas y pueden hacer su estilo de vida, pero también pueden vivir como un solo pueblo en un solo país. Por eso aquí los jingpo son pacíficos. Ninguna preocupación por visitar su poblado. Ellos les dan la bienvenida, de verdad, les dan sinceramente la bienvenida a todos ustedes. ¿De acuerdo?
Se llevó la mano a la oreja.
—¡De acuerdo! —gritaron los viajeros al unísono.
—Muy bien, todos estamos de acuerdo. Así que han aprendido algo de nuevo. Aquí tenemos una tribu llamada jingpo. Del otro lado, kachin. Idioma, el mismo. Costumbres, las mismas. Cultivan la tierra, llevan vida sencilla, tienen fuertes lazos familiares, todos bajo el mismo techo, desde la abuela hasta el bebé pequeño, así es, en efecto, todos bajo el mismo techo. Pronto lo verán. Muy pronto.
Sonrió confiadamente, apagó el micrófono y empezó a pasar botellas de agua.
—¡Por fin! —susurró Roxanne sonoramente.
Un auténtico tesoro, pensó Bennie. Lulu era como una maestra de jardín de infancia, capaz de controlar a una clase de párvulos inquietos y encima hacerlos aplaudir e interesarse. Apoyó la cabeza contra la ventana. Si pudiera dar una cabezada, su mente funcionaría mejor… Tantos detalles que atender… Tenía que hacer el registro en el hotel… confeccionar una lista de cosas que hacer antes de entrar en Birmania. El sueño lo tentaba. No pensar, no sentir. Ninguna preocupación, ninguna preocupación, le parecía oír la repetitiva voz de Lulu, con su hipnótica calma…
—¿Señor Bennie? ¿Señor Bennie?
Lulu le dio unas palmaditas en el brazo y los ojos de Bennie se abrieron de par en par. Lo estaba mirando con expresión animada.
—Para su actualización, tengo un informe que presentarle. Hasta ahora, no tengo finalizados los pasos necesarios para entrar en Myanmar. No tenemos respuesta, todavía no…
El corazón de Bennie comenzó a palpitar como el de una madre que oye a su bebé llorando en medio de la noche.
—Aunque estoy trabajando con gran esfuerzo para conseguirlo —añadió ella.
—No lo entiendo —tartamudeó Bennie—. Ya tenemos visados para Myanmar. ¿No podemos entrar simplemente?
—Los visados son para cinco días más tarde. Cómo los consiguieron ustedes, no lo sé. Es muy inusual, por lo que sé. Además, con visado o sin visado, entrar por aquí a Myanmar no es fácil. Ustedes son norteamericanos. Normalmente, los norteamericanos van en avión y aterrizan en Yangón o en Mandalay. Aquí, en la frontera de Ruili, sólo entran y salen los chinos y los birmanos. Ninguna persona de terceros países extranjeros.
—Sigo sin entenderlo —balbuceó Bennie.
—Nunca entra ningún norteamericano por tierra, nunca en mucho tiempo. Quizá no es práctico para las aduanas de Myanmar la entrada por esta frontera de turistas que hablan inglés. El papeleo ya es suficientemente difícil, porque tantos pueblos en China y en Myanmar hablan dialectos diferentes…
A Bennie le costaba mucho seguir el razonamiento. ¿Qué tenía que ver la diversidad lingüística con que ellos pudieran pasar la frontera?
—Por eso estoy pensando que es muy raro, muy raro para ustedes entrar por este camino.
—Pero ¿por qué lo intentamos entonces?
—Estoy pensando que la señorita Bibi quería empezar la entrada por aquí, del lado chino, y pasar por carretera a Muse, del lado de Myanmar. De ese modo, su viaje puede seguir la historia del camino de Birmania.
—¡Seguir la historia! ¡Pero si no podemos pasar la frontera, no seguiremos nada más que nuestra mala suerte, de regreso a Estados Unidos!
—Así es, en efecto —dijo Lulu con expresión risueña—. Yo estoy pensando lo mismo.
—Entonces, ¿por qué no vamos directamente a Mandalay en avión y empezamos el recorrido desde allí?
Ella asintió lentamente, con gesto grave. Era evidente que albergaba serias reservas.
—Esta mañana, antes de venir ustedes, cambié todo para llegada adelantada. Mismas ciudades, mismos hoteles, sólo fecha adelantada. Ninguna preocupación. Pero si volamos a Mandalay y cancelamos otros sitios, entonces yo tengo que cambiar todas las ciudades y todos los hoteles. Necesitamos avión y dejamos autobús. Todo empieza de nuevo. Me parece posible. Podemos preguntar a la agencia Golden Land Tour de Myanmar pero empezar de nuevo significa que todo es muy lento.
Bennie ya se daba cuenta de que no era buena idea. Demasiadas posibilidades de que surgieran problemas a cada paso.
—¿Al menos ha intentado alguien en los últimos tiempos entrar por tierra?
—¡Oh, sí! Esta mañana han intentado seis mochileros, todos ellos de Estados Unidos y de Canadá.
—¿Y bien?
—Todos de vuelta. Pero ustedes tienen que ser pacientes. Estoy intentando muchas cosas. Ninguna preocupación.
Los vasos sanguíneos del cuero cabelludo de Bennie se contrajeron rápidamente y en seguida se dilataron, provocándole una fuerte taquicardia. ¿Qué significaba todo aquello? ¿Dónde estaba su Trankimazin? ¿Cómo era posible que Lulu tuviera una expresión tan radiante, cuando acababa de comunicarle unas noticias tan espantosas? Su agotada mente circulaba a toda velocidad, chocando en una sucesión de callejones sin salida. ¡Y, por favor! ¿No podía parar de una vez de decir «ninguna preocupación»?
Aquí debo intervenir. Es verdad que ningún norteamericano había entrado en Birmania a través de Ruili desde hacía mucho tiempo, desde hacía muchos, muchos años. Pero yo lo había preparado todo para ser de los primeros. Iba a ser uno de mis principales motivos de orgullo de la expedición. Durante mi último viaje de reconocimiento, había tenido un guía excelente, un joven que trabajaba para la oficina de turismo de Myanmar. Era muy listo, y cuando yo tenía un problema o necesitaba hacer algún cambio, lo primero que decía nunca era «es imposible», lo cual hubiese sido la reacción refleja de mucha gente, y no sólo en Myanmar. Este joven decía: «Déjeme pensar cómo podríamos hacerlo».
Así pues, cuando le dije que tenía intención de traer a un grupo para recorrer el camino de Birmania, entrando en el país por la frontera china, desde Ruili, me dijo que para eso iban a ser necesarios arreglos especiales, porque sería la primera vez en mucho tiempo que se hacía algo así.
Unos meses antes del comienzo previsto de nuestro viaje, me escribió anunciándome que ya estaba todo listo. Había sido complicado, pero lo había conseguido, a través de contactos en el puesto fronterizo, en la oficina central de turismo de Yangón, en la compañía turística y en la administración de aduanas. Me dijo que no había sido fácil acordar la fecha, pero tenía confirmado el día de Navidad.
Cuando llegáramos a China, se pondría en contacto conmigo en el hotel de Ruili, y vendría a buscarnos, para guiarnos personalmente a través de la frontera. Me sentí tan feliz que le prometí un regalo muy especial para Navidad, y él se emocionó y me lo agradeció calurosamente.
Naturalmente, Bennie y Lulu no estaban al corriente de nada de eso. Me correspondía a mí ponerme en contacto con el guía y asegurarme de que hiciera nuevos arreglos. Pero era muy difícil imaginar cómo iba a conseguirlo en mi presente estado.
Harry ya se sentaba otra vez junto a Marlena, pero el impulso que había cobrado su relación se estaba debilitando rápidamente. Delante de ellos, Wendy y Wyatt se morreaban y se magreaban alegremente. Era triste, pensaba Harry, que Marlena y él no se entregaran a una ocupación similar. Le resultaba molesto contemplar a la joven pareja y reparar en el contraste que había con él. Casi parecía como si le estuvieran pasando su intimidad sexual por la cara. También a Marlena le molestaban sus prolongadas sesiones de besos de tornillo. Unos mimos estaban bien, pero aquello era exhibicionismo. ¿Quién quería ver aquellas dos lenguas chapoteando y repasándose mutuamente las encías? Aquellos lances linguales parecían una representación guiñolesca de un encuentro peneano-vaginal. Puesto que los chupeteos se desarrollaban justo delante de sus ojos, tenía que hacer un gran esfuerzo para fingir que no los veía. Era muy incómodo. Pensó pedirles que pararan, pero temió que Harry la creyera mojigata. Por su parte, Harry estaba pensando en qué decir para iniciar una conversación con Marlena y poder reanudar así su flirteo.
Mientras Wendy y Wyatt se disponían a entrar en una fase aún más ferviente de su interacción, Harry los interrumpió involuntariamente, diciéndole a Marlena:
—¡Mira esos pájaros enormes! ¡Qué alas! ¡Qué movimientos tan gloriosos!
Por la ventana señaló a unas aves que volaban en círculos. Varias cabezas se volvieron, entre ellas las de Wendy y Wyatt.
—Buitres —dijo Wyatt.
—Sí, es cierto —dijo Marlena—. Hemos visto muchos. Debe de haber algún animal muerto en el campo.
Le alegró que Harry hubiese tenido el acierto de sacar un tema capaz de sofocar rápidamente cualquier pensamiento de placer sensual.
—¿A alguien le apetecen chocolate o cacahuetes?
Empezó a repartir bolsas de M&M’s y frutos secos surtidos, del tamaño de las que se preparan para Halloween. Se había traído un bolso de mano lleno de golosinas y cosas para picar. Wyatt empezó a tragar el chocolate, y Marlena esperó que teniendo la boca así ocupada se abstuviera de reanudar la gimnasia lingual.
Harry se estaba dando de patadas mentalmente. ¡Buitres! Había sido un imbécil, y era evidente que Marlena pensaba lo mismo. ¡De todas las cosas estúpidas que podría haber señalado…! ¡Claro que eran buitres! Tendría que haberse puesto las bifocales. ¿Qué había sido de la chispa, de la vibración que había entre ellos? Como un matrimonio de muchos años, masticaban en silencio sus chocolatinas, contemplando el paisaje con fingido interés y miradas vacías. Llanos en diferentes tonos de verde, colinas bajas con bosquecillos aislados… Todo les parecía igual.
En realidad, lo que estaban viendo eran campos de caña de azúcar de plumosas espigas, altas matas de bambú y pinos de aguja pequeña que alcanzaban seis metros de altura; a su derecha, una ladera de arbustos de té y una parcela de zanahorias de inflorescencias blancas, y a su izquierda, campos dorados de colza, junto a pequeños grupos de árboles del caucho, cuyas hojas se habían vuelto anaranjadas, rojas o castañas. A lo largo de la carretera, se sucedían los más vibrantes estallidos de vida: coloridas esteras de lantana e hibiscos escarlata con flores en forma de trompeta, abiertas para saludar una tarde perfecta. Una tarde perfecta, desperdiciada en Harry y Marlena.
Cuando el autobús giró por una deteriorada carretera de tierra, la primera sacudida despertó a los que venían durmiendo la siesta. Lulu intercambió unas palabras con el conductor y llegó con él a un acuerdo inmediato. Era el momento de apearse y hacer el resto del camino a pie, hasta el poblado. El conductor apagó el motor.
—Traigan sombrero, gafas de sol y agua —ordenó Lulu—. También crema de insectos, si tienen. Muchos mosquitos.
—¿Hay algún lavabo por aquí cerca? —preguntó Roxanne. La cámara de vídeo le colgaba del cuello.
—Sí, sí, por ahí —respondió Lulu, señalando con un gesto la vegetación alta, al borde de la carretera.
Mientras todos recogían lo necesario, oyeron unos débiles gemidos al fondo del autobús. Los ojos se volvieron hacia Esmé, que yacía en un asiento, aparentemente doblada de dolor.
—¡Wawa! —exclamó Marlena—. ¿Estás enferma? ¿Qué te ocurre?
Temblando de miedo, Marlena corrió hacia el fondo del autobús, y cuanto más se acercaba, más desesperada parecía Esmé. Marlena se inclinó, para ayudar a su hija a incorporarse. Un momento después, exclamó:
—¡Dios mío!
El cachorrito volvió a gemir.
Harry corrió hacia ellos. Esmé empezó a aullar.
—¡No pienso abandonarlo! Si lo dejáis aquí, yo también me quedaré.
Desde la noche anterior, Esmé ya sabía que iba pasar lo inevitable. Descubrirían lo que había hecho. Como llevaba tanto tiempo guardando el secreto, se había ido poniendo cada vez más nerviosa y ahora no podía evitar llorar a voz en cuello. Las oleadas de hormonas adolescentes también contribuían a una sensación de negra fatalidad.
Harry levantó la pañoleta que Esmé había confeccionado cortando una camiseta. Allí, en el hueco del brazo de la histérica niña, yacía un cachorro de aspecto letárgico.
—Deja que le eche una mirada —dijo suavemente.
—¡No te dejaré! —estalló Esmé entre sollozos—. Si intentas quitármelo, te mato. ¡Te juro que te mato!
—¡Para ya! —la regañó Marlena. A lo largo del último año, Esmé le había dicho eso mismo a ella y a la nueva mujer de su ex marido. Aunque Marlena sabía que todo se reducía a histrionismo y amenazas vacías, le dolía oír esas palabras en boca de su hija, sabiendo que había adolescentes que llevaban a la práctica esos mismos pensamientos violentos.
Harry apoyó la mano sobre el hombro de Esmé para calmarla.
—¡No me toques! —chilló—. Puedes poner tus asquerosas manos encima de mi madre, pero no encima de mí. Soy menor de edad, ¿sabes?
A Marlena se le encendieron las mejillas de azoramiento e indignación, lo mismo que a Harry. Levantando la vista, Harry advirtió que los otros ocupantes del autobús lo miraban fijamente.
—¡Esmé, para ahora mismo! —exclamó Marlena.
Harry, recordando su especialidad en conducta animal, recobró la ecuanimidad. Con un perro asustado, los gritos nunca sirven de nada. Decidió ser la encarnación misma de la serenidad.
—Nadie va a quitarte a tu cachorro, claro que no —dijo con voz suave—. Pero yo soy veterinario y puedo ver qué le ocurre.
—¡No es cierto! —sollozó Esmé—. Tú haces de instructor de perros en un estúpido programa de televisión. Los obligas a hacer trucos idiotas.
—También soy médico veterinario.
Los sollozos de Esmé se redujeron a leves gemidos.
—¿De verdad de la buena? ¿No eres solamente un actor?
Miró a Harry, como para sopesar si podía renunciar a su desconfianza.
—De verdad de la buena —respondió Harry, utilizando ese modismo que normalmente detestaba. Después, empezó a hablarle al cachorro—: Hola, chiquitín, no te sientes muy bien, ¿verdad?
Harry le abrió la boca al cachorro y, con gesto experto, le examinó las encías, palpándolas ligeramente. Pellizcó entre dos dedos un pliegue de la piel del lomo y lo soltó.
—Tiene las encías bastante pálidas —comprobó en voz alta—. ¿Lo ves, aquí? Ligeramente grisáceas. ¿Y ves cómo tardan en deshacerse los pliegues de la piel? Deshidratación.
Levantó al cachorro para observarlo por debajo.
—Hum. Es una perrita… Con una hernia en el ombligo… Debe de tener unas cinco semanas, por lo que veo, y probablemente no ha sido destetada correctamente.
—Una perrita —repitió Esmé, extasiada, y añadió en seguida—: ¿Puedes salvarla? Esas chicas del hotel la estaban dejando morir. ¡Por eso tuve que traérmela!
—Claro que sí —dijo Harry.
—Pero, cariño —intervino Marlena—, la triste, la tristísima realidad es que no podemos llevar un perro con nosotros, por mucho que…
Harry levantó la mano, para indicarle que esa línea de acción podía ser contraproducente. Siguió acariciando a la perrita, mientras le hablaba a Esmé.
—Es una preciosidad —le dijo, para luego añadir en tono admirativo—: ¿Cómo conseguiste pasarla por los controles de seguridad y subirla al avión?
Esmé le hizo una demostración, utilizando la improvisada pañoleta triangular, a modo de cabestrillo para el brazo. Por encima se puso una sudadera, cerrada con cremallera.
—Fue fácil —declaró con orgullo—. Pasé directamente, sin que ella hiciera ni el más mínimo ruidito.
Marlena miró a Harry y, por primera vez desde la debacle en el templo, sus corazones y sus mentes se buscaron mutuamente.
—¿Qué hacemos? —preguntó Marlena, moviendo solamente los labios.
Harry asumió el control.
—Esmé, ¿sabes cuándo comió por última vez?
—Intenté darle huevo esta mañana. Pero no tiene mucha hambre. Comió muy poco y después, cuando hizo un provechito, lo soltó todo.
—Ajá. ¿Y qué me dices de las heces?
—¿Heces?
—¿Ha hecho caquita?
—¡Ah, eso! Ha hecho pis, pero eso otro que tú dices, no, nada. Está muy bien educada. Me parece que, sea lo que sea lo que tenga, debe de tener que ver con ese bulto en la barriga.
—Una hernia umbilical —dijo Harry—. Bastante corriente y no necesariamente grave. Se ve mucho en las razas pequeñas. La estrangulación de los intestinos podría plantear problemas más adelante, pero la mayoría de los casos se resuelven por sí solos en unos meses o, en última instancia, se pueden solucionar con una pequeña operación.
Sabía que estaba diciendo más de lo necesario, pero quería que Esmé confiara completamente en su capacidad de ayudarla.
Esmé acarició el pelo de la perrita.
—¿Entonces, qué tiene? A veces, cuando se pone de pie, echa a correr como loca y después se cae.
—Podría ser hipoglucemia —dijo, rogando a Dios que no fuera parvovirus—. Como mínimo, tenemos que rehidratarla, y tenemos que hacerlo ahora mismo.
Se puso de pie y se dirigió al resto de los pasajeros del autobús:
—¿Por casualidad no tendrá nadie un cuentagotas?
Se hizo un silencio terriblemente largo. Al final, una vocecita preguntó:
—Yo tengo un cuentagotas, pero ¿no sería mejor una jeringuilla esterilizada?
Era Heidi.
Al principio, Harry estaba demasiado atónito para responder, pero en seguida exclamó:
—¿Estás de broma? ¿De verdad tienes una?
Cuando Heidi se sonrojó y bajó la vista, él intentó arreglarlo rápidamente.
—Lo que quiero decir es que jamás habría imaginado…
—La he traído en caso de accidente —fue la explicación de Heidi—. He leído que no hay que recibir transfusiones en el extranjero. En China y en Birmania hay mucho sida, especialmente en la frontera.
—Claro, claro. ¡Magnífico!
—También tengo una sonda.
—Por supuesto.
—Y dextrosa… en solución intravenosa.
—¡Guau! —exclamó Esmé—. ¡Qué pasada!
Harry se rascó la cabeza.
—Es… es absolutamente asombroso… Pero no sé si deberíamos usarlo. Después de todo, si usamos ahora tu equipo de emergencia, ya no podríamos usarlo más adelante, si surgiera… ya sabes, si se produjera algún accidente.
—No te preocupes —dijo Heidi en seguida—. Para eso lo he traído, para cualquier emergencia, no sólo para mí. También tengo comprimidos de glucosa, si prefieres probarlos en lugar de lo otro.
Tampoco esa vez Harry consiguió disimular su asombro.
—Soy hipoglucémica —explicó Heidi, levantando la muñeca derecha Para enseñar su brazalete de Alerta Médica.
Harry se figuró que Heidi padecía lo que en algunos círculos médicos se conoce como «enfermedad de Marin County», una vaga insatisfacción que hace que muchas personas, en particular mujeres, se quejen de debilidad repentina, movimientos inseguros y apetito exagerado. Heidi poseía el material y los conocimientos médicos de una hipocondríaca.
—En ese caso, nos arreglaremos por ahora con el cuentagotas, si eres tan amable…
—Sí, desde luego que sí. —De hecho, Heidi estaba encantada. Por una vez, su arsenal de remedios iba a resultar útil—, Pero, antes, tengo que llegar a donde está mi maleta.
Heidi extrajo sus suministros médicos, mientras los otros purgaban su equipaje de mano, en busca de cosas útiles: un gorro de lana para hacerle una cama a la perrita, un pañuelo para usarlo como sábana lavable y una bonita cinta, para ponérsela cuando se hubiera recuperado y estuviera lamiendo alegremente la cara de sus salvadores.
Mientras Harry, Esmé y Marlena atendían a la perrita enferma, el resto del grupo bajó del autobús con Lulu. Dwight se dirigió a la cuneta y se bajó la cremallera.
A Vera la molestó que se pusiera a orinar a la vista de todos y que dejara a los demás la responsabilidad de desviar la mirada. ¡Qué descaro! Controlaba al grupo, actuando como si él fuera la excepción a todas las reglas. Exigía alternativas, cuando nadie debería haber sugerido ninguna. Refunfuñando para sus adentros, Vera se internó entre las hierbas altas, en busca de intimidad. Cuando la vegetación se hubo cerrado sobre ella, levantó la vista al cielo, al azul sin referencias. Tragada por el verdor, desorientada, disfrutó de la sensación, sabiendo que en realidad no estaba perdida. Aún podía oír las voces a pocos metros de distancia. Se levantó la falda del vestido, recogiendo con mucho cuidado los voluminosos pliegues de tela, para no ensuciarse accidentalmente. ¿Cómo harían las señoras de la época victoriana para orinar, con aquellos refajos y aquellos miriñaques?
En la cartera tenía la foto de una joven negra, que estaba de pie delante de un paisaje pintado y contemplaba solemnemente alguna cosa a un lado. A Vera le gustaba pensar que ése sería su futuro. Llevaba el pelo peinado al estilo de la época, trenzado y recogido, y lucía un vestido negro de cuello alto, con un medallón ovalado en el cuello y una falda lisa por delante y abultada por detrás como un árbol de Navidad. Era su bisabuela, Eliza Hendricks. Vera la sentía a menudo en su alma. Había sido profesora en una de las primeras universidades para mujeres negras. Además, había publicado un libro titulado Libertad, independencia y responsabilidad. Vera llevaba años tratando de localizar un ejemplar y había consultado con cientos de libreros de viejo. Imaginaba lo que Eliza Hendricks habría escrito y, como resultado, reflexionaba a menudo sobre esos temas: libertad, independencia, responsabilidad, lo que habían significado entonces y lo que significaban ahora. Tiempo atrás, había albergado la esperanza de escribir algún día un libro sobre los mismos temas e incluir anécdotas de su bisabuela, si conseguía averiguar más de ella en los archivos públicos. Pero en los últimos años se sentía más frustrada que inspirada. ¿Cuál es el lugar de la libertad y la responsabilidad cuando te atormentan los recortes presupuestarios, los advenedizos dispuestos a aceptarlo todo y las organizaciones benéficas competidoras? Nadie tenía ya visión de futuro. Todo era marketing. Dejó escapar un suspiro. Se suponía que el viaje a China y Birmania iba a ser tonificante, que la ayudaría a ver una vez más el anchuroso horizonte azul. Levantó la vista a las nubes. El poblado se encontraba a menos de un kilómetro de distancia, por un camino de espesos arbustos de margaritas silvestres que alcanzaban dos o tres metros de altura.
De pronto, un grito desgarrador resonó camino abajo.
—¿Qué demonios ha sido eso? —dijeron Moff y Dwight casi simultáneamente. Venía del poblado que tenían delante.
—¿Una niña? —conjeturó Moff. Heidi se imaginó a una niña levantada por el aire por un jefe tribal, a punto de ser arrojada a un abismo, en un sacrificio ritual. A continuación se oyeron gemidos. ¿Estarían azotando a un perro con una pala? Después fueron resuellos y rebuznos. ¿Sería un asno, fustigado por resistirse a llevar una carga cuesta arriba? Segundos más tarde resonaron unos gritos aparentemente de mujer, que helaban la sangre. Alguien estaba sufriendo una agresión. ¿Qué estaba ocurriendo?
Moff, Harry, Rupert y Dwight salieron corriendo por el camino, ligeramente encorvados, en actitud defensiva. Roxanne, Wyatt y Wendy los siguieron. La adrenalina les agudizaba la vista y el oído. Tenían una misión.
—¡Volved! —les gritó Heidi, inútilmente.
—Ninguna preocupación —dijo Lulu—. Ese ruido es sólo cerdo, no gente.
—¡Dios mío! ¿Qué le están haciendo?
—Preparando para la cena —replicó Lulu, pasándose un dedo a través del cuello—. ¡Zap!
—Horrible. La gente puede ser malísima, sin darse cuenta siquiera —dijo Esmé, mientras acariciaba a la perrita que llevaba acomodada en el cabestrillo.
El grupo siguió avanzando en dirección a la cima de la colina. Los gritos se disolvieron en plañidos. La voz del cerdo se fue volviendo cada vez más débil y apagada. Después, dejó de oírse. Heidi sintió náuseas. Había llegado la muerte.
En el punto donde el camino se bifurcaba, escogieron la senda más estrecha, convencidos de que los conduciría a algún lugar menos visto y más especial. A Bennie, el pueblo le recordaba las regiones rurales de los Apalaches. Se extendía sobre un conjunto de pequeñas colinas, con senderos que subían y bajaban, concebidos para gente de caderas estrechas que caminara en fila india. Sobre cada colina había dos o tres casas y, a su alrededor, huertos y corrales. El humo de los fuegos de carbón y los enjambres de mosquitos ensombrecían el aire. En las cuestas más empinadas, había peldaños fabricados con piedras o con tablas estrechas, en los que apenas había espacio suficiente para apoyar un pie. A los lados de la senda, había estacas clavadas en el suelo, para que los caminantes pudieran agarrarse cuando recorrieran el camino en días de lluvia y fango.
Llegaron a un corral en cuyo interior había unos cerdos enormes de pelo hirsuto. Al acercarse los visitantes, los cerdos sacudieron el rabo y resoplaron. Fuera del corral, unos cerditos de color rosa deambulaban libremente, como perros domésticos, pidiendo comida a unas niñas descalzas de nueve o diez años, que llevaban en brazos a sus hermanitos con el culo al aire.
—Huid, huid —les susurró Heidi a los cerditos—. Estáis condenados.
Al ver que se acercaban los extranjeros, tres niños se enzarzaron en un fingido combate, asestándose mutuas estocadas con sus mejores réplicas de sables. Los dos más pequeños usaban cañas de azúcar; pero el mayor, un presuntuoso, se había decidido por una vara de bambú, más resistente, y en poco tiempo redujo a verdes jirones las espadas de los pequeños. ¡Zas! ¡Zas! Eran antiguos guerreros que mantenían al poblado a salvo de los invasores. El niño mayor tomó impulso y saltó al lomo de un búfalo que descansaba echado a un lado del camino. Forcejeó con los cuernos de la bestia implacable y le propinó después una fuerte patada en un costado, antes de proclamarse nuevamente victorioso. Los otros niños lo imitaron, tomando carrerilla para impulsarse hasta el lomo del búfalo, que usaron como trampolín para efectuar un salto mortal, como gimnastas en una olimpiada montañesa. Si al búfalo le hubiese parecido oportuno, podría haberse incorporado sobre sus robustas patas y arrollar o destripar a los niños en cuestión de segundos. ¿Qué habría hecho aquel búfalo en una vida pasada, para que ahora tuviera que servir de trampolín o de potro?
Mis amigos prosiguieron, hasta dar una vuelta completa.
—Por aquí —dijo Lulu, abriendo la marcha por el patio de tierra de donde habían salido aquellos ruidos espantosos. El cerdo recién muerto yacía de lado, sobre una plataforma de piedra. La sangre manaba de su cuello, y una parte ya había sido recogida en un cuenco grande, donde se coagularía. En una parrilla, había una pila enorme de ramitas para hacer fuego. Dos hombres estaban iniciando el proceso de limpiar al cerdo, con los cuchillos y los cubos listos. En una esquina, varias mujeres jóvenes arreglaban unas cestas de verduras. A la izquierda, había una casa de adobe, de cuyo interior oscuro salió un hombre, que se dirigió con aire de autoridad hacia los visitantes. Lulu y él intercambiaron saludos en jingpo.
—¿Cómo se encuentra su abuela esta semana? —preguntó la guía—. Mucho mejor, espero.
Al cabo de unos minutos, Lulu les hizo a mis amigos un gesto para que se acercaran.
—Vengan, aquí él me dice que ustedes bienvenidos para visitar patio, hacer preguntas y sacar fotos. Pero pide, por favor, no entrar en la casa. Su abuela está muerta recientemente, todavía ahí dentro. La están preparando para banquete funeral.
—¿Se la van a comer? —le susurró Esmé a su madre. Marlena negó con la cabeza.
—¡Dios santo! —exclamó Bennie—. No deberíamos estar aquí, si están de duelo.
—No, no, está bien —le aseguró Lulu—. Era muy vieja, más de ciento cuatro años y enferma desde hace mucho, mucho tiempo.
—¿Ciento cuatro años? —intervino Dwight—. ¡Imposible!
—¿Y eso por qué? —replicó Vera.
Él se encogió de hombros. Debería haberlo dejado correr, pero no pudo.
—Mira cómo viven…
—Ya lo veo —insistió Vera—. Parece un sitio sencillo pero apacible, sin estrés ni atascos de tráfico.
—¡El tráfico sería el menor de sus problemas! —repuso Dwight—. Aquí no hay saneamiento ni calefacción. La mitad de la gente ha perdido todos los dientes. Dudo que tengan una reserva de antibióticos a mano. Y fíjate en esos niños: uno tiene el paladar hendido, el otro un ojo vago…
—Eso se llama ambliopía —lo corrigió Vera. Sabía de esas cosas; su organización financiaba una clínica de puericultura, para madres de los barrios pobres.
Dwight la miró con sorna.
—También se llama «ojo vago».
—«Vago» es un término peyorativo.
Dwight soltó una risita y meneó la cabeza. Él mismo había padecido de «ojo vago» cuando era niño.
Lulu intuyó que se estaba preparando una pelea.
—Vengan, vengan —dijo—. Vamos a visitar esta familia. Es buena suerte para ustedes entrar. Si entran en casa donde hay un muerto, el muerto se lleva toda su mala suerte al otro mundo.
¿También yo me había traído conmigo una carga de mala suerte?
—Este suceso trae a la casa mucho karma bueno —prosiguió Lulu—. Por eso todos están felices. Vengan, vengan, ¡vamos a recibir felicidad!
De repente, Dwight pareció afligido. Un extraño malestar se adueñó de él y su estómago empezó a hincharse, aumentando de tamaño por momentos, como si en su interior estuviera creciendo una fuerza extraña, un alien, y ahora la criatura estuviera a punto de salir, haciendo estallar las paredes de su abdomen.
—¡Cariño! —exclamó Roxanne—. Tienes muy mal aspecto. ¿Te sientes mal?
Dwight negó con la cabeza.
—Estoy bien.
Sus náuseas se redoblaron. La presión creciente se convirtió en fuertes pinchazos. Su cara adquirió el color del estiércol de ganso. No era de la clase de personas que se quejan de dolor. Una vez, esquiando, se había roto una pierna y el hueso astillado sobresalía a través de la piel. En aquella ocasión, había bajado de la montaña contando chistes con los hombres de la patrulla que fueron a rescatarlo.
Esta vez se sentía al borde de la muerte. ¡Un infarto! Sólo treinta y un años, e iba a caer fulminado de un ataque al corazón, en un pueblo dejado de la mano de Dios, sin un médico ni una ambulancia que lo sacaran de allí. Su mente se volvió confusa, a causa el dolor y del convencimiento de que se estaba muriendo. Se tambaleó en todas direcciones, desesperado por encontrar algún remedio, sordo a las angustiadas preguntas de su mujer. Una fuerza misteriosa iba a matarlo. La vieja muerta… Habían dicho que se llevaría toda la mala suerte y sólo dejaría la buena. Él era el malo, el que nadie quería. Sus ojos se quedaron fijos, intentando aguantar el precario equilibrio de su organismo. No podía respirar, santo Dios, no podía respirar. ¿Qué iba a hacer ahora? Allí no había medicinas. El veterinario inglés del perro… Él tendría algo. ¿Dónde demonios estaba? Volvió la vista a la izquierda, hacia la casa a oscuras, con la puerta abierta. Allí dentro había un fantasma. Vio a los hombres con sus instrumentos de destripamiento, que lo miraban fijamente; él sería su próxima víctima. Se volvió y vio a sus compañeros de viaje, que lo observaban. Vera lo odiaba, lo sabía. Quería verlo muerto. Ni siquiera a su mujer parecía importarle lo que pudiera pasarle. Habían tenido una discusión la noche anterior. Ella lo había llamado «egoísta de mierda» y veladamente había aludido al divorcio. Se abrió paso hasta ella y cayó al suelo.
En treinta y siete vomitivos segundos, el estómago de Dwight se vació de todo su contenido. Era la acumulación de una cena, un desayuno y una comida que se habían quedado sin digerir, gracias a las bayas de Zanthoxylum consumidas la noche anterior, que le habían anestesiado los intestinos hasta la parálisis. No me referiré a ese contenido, excepto para decir que incluía muchas cosas de colores, que los cerditos buscaron, se disputaron y devoraron.
Al cabo de un minuto, Dwight se sentía un poco menos desgraciado. La muerte había pasado de largo. Al cabo de cinco minutos, pudo ponerse de pie débilmente. Pero era otro hombre. Se sentía derrotado y su jactancia se había esfumado. Volvía a ser el niño vapuleado por los otros chicos del barrio, el que había recibido un golpe en el estómago que le había cortado la respiración, y luego otro, y otro más.
—Dwight, cielo —lo estaba llamando Roxanne, en voz baja—, volvemos al autobús. ¿Podrás andar?
Él levantó la vista y negó con la cabeza, incapaz de hablar.
—¿Habrá algún carro? —oyó que Vera le preguntaba a alguien.
—Ninguna preocupación, ahora mismo pregunto —respondió Lulu.
—Podemos pagar —añadió Vera—. Aquí tiene, a ver si es suficiente…
Era su punto fuerte: controlar la situación en caso de crisis.
Lulu empezó por gritar a los dueños de la casa, que le devolvieron los gritos, cooperando con numerosas sugerencias y rehusando al principio toda compensación. ¿Un regalo simbólico para la finada? ¡Ah, en ese caso sería una gran gentileza, una gran bondad, demasiado bueno para ser verdad!
Poco después trajeron un carro de dos ruedas, tirado por el mismo búfalo que había dejado que los niños espadachines le saltaran encima. Dwight casi lloró de agradecimiento. Harry y Moff lo ayudaron amablemente a levantarse. Roxanne, con una expresión de maternal inquietud en el rostro, le acariciaba la frente. Todavía lo amaba. Sentía ganas de llorar. Nunca había experimentado con tanta fuerza la maravilla del amor.
Mientras los extranjeros salían del poblado, los miembros de la familia agradecían a la anciana muerta la buena suerte que les había traído: diez dólares norteamericanos, nada más que por llevar el carro hasta el final del camino. ¡Felicidad para todos!