Era su karma
Los retrasos —me habría gustado recordarles a mis amigos— son un pecado capital en los viajes organizados y no deben ser tolerados, pues los hados los castigan de muy diversas y despiadadas maneras. Pero esta norma y su advertencia no quedaron establecidas desde el comienzo y, tras aquel disparate de comida, mis amigos gastaron otros veinte minutos en localizar a todo el mundo para subir al autobús.
Rupert se había alejado por la carretera, en busca de alguna pared rocosa que escalar, y como a sus quince años era completamente incapaz de apreciar la diferencia entre cinco minutos y cincuenta, por no mencionar la distinción entre propiedad privada y espacio público, había acabado trepando a un muro de piedra y metiéndose en un corral que albergaba a seis gallinas y a un gallo desgreñado. Roxanne, con su cámara de vídeo, estaba captando artísticas imágenes de Dwight mientras éste recorría un camino solitario. Wendy había encontrado a varios niños fotogénicos, hijos de la cuñada del cocinero, y estaba muy ocupada haciéndoles fotos con una Nikon carísima, mientras Wyatt les hacía muecas para que se rieran. Bennie estaba sombreando el bosquejo que acababa de hacer de la taberna china, un decrépito edificio situado en un cruce que no parecía conducir a ninguna parte. El señor Fred, conductor del autobús, había cruzado la carretera para fumar un cigarrillo; se habría quedado más cerca, pero Vera, que quería subir al autobús, le había pedido con exagerados gestos de las manos que no contaminara el aire a su alrededor. La señorita Rong estaba en el asiento delantero, estudiando un libro de frases en inglés. Moff también había subido al autobús y se había tumbado al fondo, para echar una siesta de cinco minutos. Heidi había subido y se estaba aplicando un poco de desinfectante en las manos y un poco sobre un pañuelo de papel, para limpiar el apoyabrazos y la agarradera metálica que tenía delante. Marlena y Esmé estaban haciendo lo posible para usar el excusado, con su peligroso sumidero; por muy malo que fuera, preferían la intimidad de aquel recinto a la limpieza del aire libre. Harry se había ido en busca de un retrete mejor y había visto, por el camino, un par de interesantes avecillas de pecho rojo y ojos inquietos.
Esa tendencia a que la gente se marchara por su cuenta se estaba convirtiendo en costumbre, con Rupert y Harry compitiendo por el primer puesto como principal causa de dilaciones. Cuando finalmente estuvieron todos reunidos, la señorita Rong procedió a contarlos: la señora negra, el hombre gordo, el hombre alto con una coleta, la niña que siempre estaba dando besos, el hombre que había bebido demasiada cerveza, los tres con gorra de béisbol, las otras dos con sombreros de ala ancha y así sucesivamente, hasta que llegó a once y tuvo que volver a empezar. Al final, encontró a los doce requeridos. Dio la señal al conductor del autobús con un triunfal «Zou ba!» y arrancaron.
La transmisión y la amortiguación del autobús sufrieron una dura prueba cuando el señor Fred se puso a zigzaguear al encuentro del tráfico en dirección contraria, mientras adelantaba a los vehículos ligeramente más lentos, en la desigual carretera, con la frialdad de un aficionado a la ruleta rusa. La combinación de mala suspensión y horripilante suspense fue la ideal para inducir mareos prácticamente en todos los pasajeros. Heidi, por su parte, no sintió el menor malestar, gracias al dispositivo antináuseas que llevaba en la muñeca. Tampoco resultó afectado Rupert, que incluso fue capaz de ir leyendo un libro de tapas negras, una edición de bolsillo de la novela Misery de Stephen King, que llevaba por ignominioso punto de lectura una de las páginas de las notas que con tanto esfuerzo yo había preparado.
El templo de la Campana de Piedra estaba un poco más adelante. Yo tenía la esperanza de que mis amigos descubrieran la importancia de sus grutas sagradas y de sus relieves, muchos de ellos tallados durante las dinastías Song y Tang, y finalizados los más recientes en época Ming, hace muchos cientos de años. Viendo una mezcla de antiguas imágenes nanzhao, bai, dai y tibetanas, quizá mis amigos podrían haber intuido la forma en que las corrientes religiosas de las tribus minoritarias confluyeron en el río chino del pensamiento, dominante y a menudo dominador. Los chinos Han siempre habían sabido asimilar las más variadas creencias, manteniendo la propia como dominante. Incluso los mongoles y los manchúes, que los conquistaron y los gobernaron desde el siglo XIII, asimilaron sus costumbres y prácticamente se convirtieron en chinos. «Pensadlo bien —les habría dicho a mis amigos—; cuando entremos en el templo, pensad en las influencias que han ejercido las tribus, los invasores y los dominadores, unos sobre otros. Veréis huellas de sus efectos tanto en la religión como en el arte, esencialmente en las áreas que son expresiones del espíritu».
El autobús siguió su marcha atronadora. La tribu que estaban a punto de encontrar era la de los bai y mis amigos iban a causarles una profunda impresión, y viceversa.
—¡Eh, papá! —gritó Rupert, enarbolando la hoja de mis notas—. ¡Escucha esto!
Empezó a leer lo que yo había escrito: «Uno de los santuarios se conoce con el apropiado nombre de gruta de los Genitales Femeninos». Rupert resopló por la nariz, con una risita muy poco atractiva, y no se molestó en seguir leyendo el resto del texto, donde yo había escrito lo siguiente: «Muchas tribus de esta región creen que la creación comienza en el vientre de la oscuridad. Sienten, por tanto, una profunda veneración por las cuevas. Esta gruta en concreto, que es poco espectacular pero encantadora, contiene un altar simple y más bien pequeño, de unos cincuenta centímetros de ancho por sesenta de altura, sencillamente tallado en forma de vulva, con sus labios menores y mayores, sobre los cuales se han ido grabando, a lo largo de los siglos, tributos a la fertilidad. La gruta simboliza la fertilidad, y la fertilidad se venera en China con fervor, pues carecer de fertilidad significa perder el linaje familiar, y una familia sin herederos está condenada al olvido, la oscuridad y la permanencia de la muerte».
No; es triste decirlo, pero mis remilgados amigos no lo leyeron, aunque sus imaginaciones se habían vuelto bastante fértiles. La gruta de los Genitales Femeninos: ¿qué aspecto tendría un lugar con tan insólito nombre? Colectivamente, las mujeres se figuraban una caverna ancestral que irradiaba calidez, misterio, paz, seguridad y una innata belleza. Los hombres vislumbraban una grieta en la montaña, rodeada de arbustos frondosos, con una pequeña entrada que conduciría a una cueva húmeda, una cueva que en la imaginación de Bennie se volvía oscura, fangosa y llena de chillones murciélagos.
Sin embargo, antes de llegar a su destino, los viajeros vieron grandes hornos abovedados del lado izquierdo de la carretera, con chimeneas que escupían humo. ¿Qué estaban horneando? La señorita Rong dibujó en el aire formas rectangulares y señaló las casas y los muros. ¿Hogazas de pan? ¡Ah, ladrillos y tejas! Marlena sugirió una parada para hacer fotos, Wendy estuvo de acuerdo y Vera —haciendo caso omiso de los gruñidos de los hombres, que sospechaban un inminente episodio de compras compulsivas— levantó la palma de la mano para indicarle al conductor que se detuviera.
Esmé fue la primera en ver al búfalo a la derecha de la carretera. Parecía estar atascado, con fango hasta el vientre. ¿Por qué tenía los ojos vendados? ¿Por qué lo estaban azotando aquellos hombres? Wendy empezó a escribir febrilmente en su diario, mientras Bennie bosquejaba una rápida impresión.
La señorita Rong explicó alegremente que así se «aplastaba» el barro, para ablandarlo y poder ponerlo en los moldes, y que al búfalo le vendaban los ojos para que no notara que estaba andando en círculos. Los doce viajeros quedaron paralizados mirando al búfalo, que recorría su desdichada ruta de Sísifo. Vuelta tras vuelta, vacilaba y se tambaleaba, andando desordenadamente y sin tregua, con el enorme cuerpo hinchándose laboriosamente para respirar una vez más y los ollares temblando de espanto, cada vez que el látigo se abatía sobre su grupa.
—¡Qué existencia tan miserable! —dijo Roxanne. Los otros expresaron sentimientos similares.
Esmé estaba al borde de las lágrimas.
—¡Haced que paren!
La señorita Rong intentó aliviar su congoja.
—Esto es karma —trató de explicarles, en su rudimentario inglés—. En vida pasada, este búfalo hacía cosas malas. Ahora sufre. Próxima vida, mucho mejor.
Lo que intentaba decirles era lo siguiente: nuestra situación y la forma que asumimos en la vida están determinadas antes de nuestro nacimiento. Si hoy eres un búfalo que sufre en el fango, seguramente es porque has cometido faltas contra los demás en una existencia anterior y por eso te mereces esta reencarnación concreta. Quizá anteriormente aquel búfalo había sido el asesino de una persona inocente. O tal vez un ladrón. Con su sufrimiento ahora, se ganaría una reencarnación mucho más agradable la próxima vez. Es el punto de vista aceptado en China, una forma pragmática de considerar todos los infortunios del mundo. No es posible transformar a un búfalo en hombre. Además, si no hubiera un búfalo para amasar el barro, ¿quién haría el trabajo?
La señorita Rong prosiguió jovialmente su filosófica disertación:
—Si familia necesitando casa, entonces casa necesitando ladrillos, y ladrillos necesitando búfalo para aplastar barro. No estar tristes. Así es la vida.
Se alegró de tener una oportunidad de enseñar al grupo las ideas budistas. Había oído decir que muchos norteamericanos, en especial los que viajan a China, adoran el budismo. No comprendía que el budismo apreciado por los norteamericanos que tenía delante era el de estilo zen: una forma de no pensar, no moverse y no comer nada que tenga vida, como los búfalos. Ese budismo de mente en blanco es el que practican las personas acomodadas de San Francisco y Marin County, que compran almohadones de alforfón orgánico para sentarse en el suelo y pagan a expertos para que les enseñen a vaciar la mente del ruido de la vida. Es muy diferente del budismo de búfalos atormentados y karma malo practicado en China. La señorita Rong tampoco sabía que la mayoría de los norteamericanos, en particular los que tienen animales de compañía, sienten gran compasión por los animales desdichados, una compasión que a menudo supera a la que sienten por los humanos desdichados. Incapaces de expresarse por sí mismos, los animales poseen —según sus defensores— inocencia y pureza moral. No merecen ninguna crueldad.
Ojalá la señorita Rong hubiese podido plantear la situación en mejor inglés y con comparaciones y ejemplos más comprensibles. ¿Cuál sería un castigo satisfactorio para un violador y asesino de niñas? ¿No sería bueno convertirlo en una bestia de carga, sumida en el fango y fustigada de la mañana a la noche, para que aprenda lo que es el sufrimiento y pueda ser una persona mejor en la próxima reencarnación? ¿O sería mejor llevar al canalla en procesión por la ciudad, para que reciba el desprecio de la multitud, como hacen en algunos países, y meterlo después en un saco de arpillera, arrojarlo por un acantilado y mutilarlo, para que tenga que entrar en el infierno desprovisto de su miembro viril? ¿O quizá sería más justo —como se ha descrito en el infierno chino y también en el cristiano— meterlo en un tonel de aceite que hierve eternamente y en el que cada instante se haga tan intolerable como el primer contacto del dedo gordo del pie con el líquido bullente, de tal manera que el horror sea interminable y esté exento de la más remota esperanza de redención? Dado mi presente estado, estuve sopesando cuál de los distintos infiernos sería menos horrendo y por ende más atractivo, con la esperanza de que el limbo en que me encontraba no me condujera a averiguar cuál de los tres era el auténtico. Esperaba no tener que regresar a la vida convertida en búfalo aplastador de barro.
Entristecidos por su contacto con el tormento bovino, los viajeros prosiguieron su recorrido en autobús hacia las grutas. A medida que la carretera ascendía, adentrándose en las montañas, Marlena y Harry se interesaban más por el paisaje. Era una excusa para unir sus mejillas junto a la ventana y hablar de intrascendencias:
—Esos de ahí parecen álamos…
—Mira, eucaliptos…
—¿Ésos qué son?
Moff, que estaba sentado detrás, respondió con voz aburrida:
—Sauces.
—¿Estás seguro? —dijo Harry—. No lo parecen.
—No todos los sauces son de la variedad grande y llorona.
Estaba en lo cierto. Aquellos sauces eran del tipo achaparrado, de crecimiento rápido, que se puede cortar a menudo para leña. Más arriba, los sauces cedían el paso a los pinos de largas agujas. Moviéndose trabajosamente junto a la carretera, había un grupo de mujeres naxis recogiendo las agujas caídas.
—¿Para qué las quieren? —preguntó Marlena a la señorita Rong.
A la señorita Rong le costó bastante explicar que las querían para los animales. Todos supusieron que los animales se comerían las agujas, pero en realidad no es así. En invierno, los animales duermen sobre un lecho de agujas, para mantener el calor, y, en primavera, las mujeres naxis utilizan las agujas sucias de estiércol como fertilizante para los sembrados. Cuando la diversidad de la vida es limitada, hay mayor diversidad de utilidades y propósitos.
—¿Dónde están los hombres? —quiso saber Wendy—. ¿Por qué no están aquí fuera, partiéndose la espalda?
—Sí, muy perezosos —bromeó la señorita Rong y después añadió—: Juegan, hacen poesía.
En parte tenía razón. El resto lo conocía, pero no sabía verbalizarlo con claridad, por lo que yo traduciré. En China, hay un proverbio que se hizo muy popular después de la revolución: «Las mujeres sostienen la mitad del cielo». En la Región Autónoma de los Naxis, las mujeres siempre han sostenido todo el cielo. Es una sociedad matriarcal, donde las mujeres hacen el trabajo, manejan el dinero, poseen las casas y crían a los niños. Los hombres, mientras tanto, cabalgan a lomos de estrellas fugaces, por así decirlo. Son parientes solteros, novios o tíos, y por las noches van de cama en cama, sin saber qué hijos son los suyos. Llevan a los animales a pastar por la mañana temprano y los recogen al atardecer. En los prados de la montaña, lían tabaco y fuman, y cuando llaman a los animales, los atraen con canciones de amor. Cantan a voz en cuello, con unos pulmones que extraen el oxígeno del aire más eficazmente que los de la mayoría de los norteamericanos. Así pues, lo poco que había dicho la señorita Rong era correcto. Los hombres hacen poesía. Oír una canción cantada en las montañas siempre es poesía.
A la entrada del aparcamiento del templo, el autobús se detuvo y mis amigos lo abandonaron rápidamente, para documentar su llegada con la cámara. Se situaron todos detrás de un cartel que rezaba: «Sinceramente son bienvenidos a la famosa grútea de Genitales Femeninos». Harry le pasó un brazo por la cintura a Marlena. Los otros se acomodaron en diversas posiciones, según su estatura. Roxanne manejaba la cámara.
Mientras tanto, la señorita Rong había ido a pagar el parking. Se dirigió a un hombre que estaba sentado en una garita del tamaño de un ataúd puesto de pie. El hombre le habló a la señorita Rong en dialecto bai, de uso corriente en la región:
—Hoy tendrán que ir con cuidado. Esperamos un chaparrón en cualquier momento, por lo que no conviene que se acerquen a la cresta del monte. ¡Ah, y otra cosa importante! Recuerde, por favor, que los extranjeros no podrán visitar las grutas principales entre las dos y media y las tres y media, porque habrá un equipo de televisión de la CCTV rodando un documental. Tendrán que disculpar la molestia.
La señorita Rong, que por nada hubiese querido confesar al hombre de la garita o a sus turistas que no sabía bai, se limitó a asentir enérgicamente. Supuso que sólo le estaría recordando que, en su calidad de guía turística oficial, estaba obligada a llevar al grupo a la tienda de recuerdos aprobada por el Estado. Siempre que la llamaban para sustituir a un guía, los de la oficina central le recordaban ese extremo como su principal obligación.
Antes de partir por el sendero, varios integrantes de nuestro grupo visitaron los lavabos, dos barracones de hormigón, asignado cada uno a un sexo, con una cañería abierta por donde discurría constantemente un hilito miserable de agua, que no era suficiente para arrastrar consigo todos los depósitos. Heidi se puso una mascarilla antes de entrar, encendió el purificador de aire y sacó de la mochila varios avíos antigérmenes. Las otras mujeres se pusieron en cuclillas y enterraron la cara contra las mangas, intentando controlar las arcadas. En el excusado de los hombres, Moff soltó un chorro que hubiese bastado para arrancar de la acera un chicle pegado, mientras Harry, de pie en el otro extremo del canal, concentraba su mente y contraía los músculos (los dorsales, los abdominales, los cuadríceps y los glúteos) para soltar un escuálido chorrito. Aunque todavía no se había aliviado del todo, se subió rápidamente la cremallera, para no prolongar la humillación.
Permítanme añadir aquí que nunca he tenido por costumbre observar las intimidades de la gente, ni menos aún comentarlas. Además, aborrezco el humor escatológico y los chismorreos obscenos. Pero todas esas cosas las sabía yo a causa de los nuevos talentos adquiridos, semejantes a los del Buda: el Ojo Celestial, el Oído Celestial y la Mente de los Otros. Si cuento aquí estos detalles íntimos, los más destacados, es solamente para que ustedes puedan juzgar mejor, más adelante, lo que sucedió y por qué sucedió. Recuerden, por ejemplo, que, a lo largo de la historia, muchos líderes mundiales se han visto inoportunamente influidos por el mal funcionamiento de su vejiga, de sus intestinos o de alguna otra de sus partes íntimas. ¿Acaso no perdió Napoleón la batalla de Waterloo por su incapacidad para sentarse en la silla de montar, a causa de unas hemorroides?
A la una en punto, los ávidos viajeros iniciaron el descenso hacia el fondo del barranco, que era el corazón de la montaña de la Campana de piedra. Estaban ligeramente desorientados, a causa del desfase horario, del turbulento viaje en autobús y del mareo resultante, que ya empezaba a remitir. El peculiar inglés de la señorita Rong no contribuyó a mejorar las cosas. La guía había intentado recordar cómo se decía en inglés «este», «oeste», «norte» y «sur», pero finalmente tradujo sus instrucciones de la siguiente manera:
—Bajen por lado sombra, vean templo en la gruta, suban por lado sol y vuelvan al autobús.
Naturalmente, tales términos eran relativos y cambiaban según la hora del día. De hecho, dependían enteramente del supuesto de que el «lado sol» y el «lado sombra» se mantuvieran constantes, incluso cuando el sol quedara totalmente oculto detrás de unos nubarrones de tormenta negros como la mar embravecida.
A aquellos de ustedes que piensen visitar algún día la región de Lijiang, les aseguro que el invierno es una época excelente para viajar. Es la estación seca. Incluso a finales de diciembre, los días suelen ser templados y agradables, mientras que las noches son frescas, pero fácilmente soportables con una prenda ligera de abrigo, a menos que sean ustedes como Heidi, que prefiere usar varias capas: chaleco de plumas con impermeabilización Gore-Tex, mallas de microfleece, camiseta con factor treinta de protección solar y repelente de mosquitos incorporado, gorro térmico con visera y manta de supervivencia de sesenta gramos; en otras palabras, un compacto arsenal de tecnoprendas, para hacer frente a cualquier imposibilidad. No estoy burlándome de Heidi, pues tal como se desarrollaron las cosas, fue la única correctamente preparada para hacer frente a los mosquitos ávidos de sangre norteamericana y a los cielos, que demostraron con dramático efectismo lo que puede ocurrir durante una inundación repentina.
Cuando empezó a caer la lluvia, mansa como las lágrimas, hacía tiempo que nuestros viajeros se habían dispersado como ovejas en un campo abierto. Cada uno se había alejado por su cuenta, en busca de su experiencia única. Roxanne había iniciado el ascenso, seguida de Dwight y de Heidi. Wyatt y Wendy se perdieron cuesta abajo, por los senderos más umbríos, para besuquearse y meterse mano. Marlena y Esmé aceptaron la invitación de Harry de observar la fauna y tratar de hallar el legendario pino de ramas retorcidas como los miembros artríticos de un anciano. Bennie y Vera bajaron paseando, siguiendo el camino de menor resistencia gravitatoria, mientras hablaban con apasionamiento acerca de la construcción del nuevo Museo de Arte Asiático y las diversas maneras de mezclar innovación y tradición. Moff y Rupert se alejaron haciendo jogging. El muchacho no tardó mucho en sacar varias vueltas de ventaja a su padre, momento en que lo invadió el deseo de izar su ágil persona por una escarpada pared rocosa, en cuya cima se divisaba una gruta rodeada de bajorrelieves. Abandonó el sendero, atravesó la gravilla, saltó una valla baja de cuerdas y empezó a escalar. Al pie de la pared rocosa había un cartel escrito en chino que rezaba: «Prohibida la entrada. ¡Peligro!».
Pronto el agua comenzó a rellenar las grietas del barranco y, como la lluvia se había vuelto más torrencial, empezó a reverberar en la montaña un sonido distintivo de viento zumbando y rocas retumbando. Era como una orquesta de campanas de piedra, la versión china del arpa eólica. Escuchándola, se habría dicho que así había obtenido su nombre la montaña, pero en realidad el nombre procede de una formación rocosa que hay en la cima, parecida a una campana. Es bastante prosaico. En todo caso, el sonido era potente como una campana, suficientemente potente como para acallar los gritos que se dirigían mutuamente los viajeros.
—¡Rupert! —gritó Moff, sin obtener respuesta.
—¿Cuál es el camino? —le gritó Marlena a Harry, que contemplaba el sendero en una y otra dirección. Sus palabras cayeron al fondo del barranco sin ser oídas, lo mismo que los gritos de otras diez mil personas perdidas a lo largo de los siglos.
En poco tiempo, los senderos se habían vuelto demasiado inseguros para atravesarlos. Por eso, todos hicieron lo que les pareció más natural, lo que había hecho la gente durante los últimos doce siglos: buscar refugio en una de las dieciséis grutas y diversos templos que jalonaban las laderas de la montaña de la Campana de Piedra.
Marlena, Esmé y Harry estaban cerca del recinto del templo principal, cuyo edificio original, hoy desaparecido, fue construido durante el reino Nanzhao, en torno al siglo IX. Los ornamentados pilares y los tejados que Harry pudo distinguir a través de la espesa lluvia correspondían a las obras de remodelación realizadas durante la dinastía Ching, unos cien años atrás, y habían sido repintados en época más reciente, tras estar al borde de la destrucción durante la Revolución Cultural. Los tres turistas, empapados, subieron trabajosamente por el sinuoso sendero y, cuando llegaron a uno de los edificios del templo, sobre un patio interior, quedaron sorprendidos por la escena de tiempos pretéritos que presenciaron. La lluvia, que caía torrencialmente del borde de los tejados, formaba una brumosa cortina, una mampara detrás de la cual una bella muchacha con turbante y casaca fucsia le cantaba a un joven, que la acompañaba con un erhu de dos cuerdas, cuyo versátil sonido podría haber imitado cualquier cosa, desde los gemidos de una mujer en los trances del amor hasta los relinchos de un caballo asustado. Nuestros viajeros se acercaron un poco más, pero la pareja de cantantes no pareció reparar en los intrusos.
—¿Son reales? —preguntó Esmé.
Marlena no dijo nada. Debían de ser fantasmas varados en el tiempo —pensó—, abocados a revivir eternamente un momento muy querido.
La mujer entonó con más fuerza su canción, gorjeando con una voz de inflexiones sobrenaturales. El hombre comenzó a cantar en respuesta. Iban y venían, con una increíble destreza en la modulación de sus vibratos. El hombre se acercó a la bella mujer y, al final, ella se inclinó sobre su pecho, dejándose caer como una viola que volviera a su estuche protector, y le permitió que la rodeara con sus brazos.
—¡Hola! —resonó de pronto una voz femenina.
Cuando Harry, Marlena y Esmé se volvieron, vieron a una mujer con traje rosa de chaqueta, de pie bajo el alero de otro edificio, que les hacía señas frenéticamente. Detrás de ella había dos hombres, uno con una cámara de televisión y el otro sujetando la jirafa del micrófono. Eran, evidentemente, el equipo de televisión que el viejo de la garita de la entrada había mencionado en sus instrucciones, las mismas que la señorita Rong no había entendido.
—¡Cielos! ¿Los estamos molestando? —exclamó Marlena—. ¡Lo sentimos muchísimo! No imaginábamos que…
La mujer y su equipo se agacharon para pasar bajo el toldo que los cubría y corrieron hacia ellos. También se les acercaron los dos cantantes vestidos de época, de los cuales el hombre fumaba ahora un cigarrillo.
—Ningún problema, ninguna preocupación —dijo afablemente la mujer—. ¿Son de Gran Bretaña? ¿Los tres?
—De Estados Unidos, los tres —respondió Harry, señalando a Marlena, a Esmé y finalmente a sí mismo—. De San Francisco.
—Muy bonito —repuso ella.
La mujer tradujo para los del equipo y los cantantes, que asintieron con la cabeza y comenzaron a hablar entre ellos, lo cual inquietó a Marlena. Ella, que había crecido en el seno de una familia de Shanghai, entendía el mandarín casi tanto como la señorita Rong el inglés, y dedujo que el equipo estaba molesto con ellos, porque habían estropeado su toma. Finalmente, la mujer de rosa volvió a dirigirse a ellos en inglés.
—Nosotros haciendo documental para esta región, desde programa nacional de televisión, para conocimiento general de la cultura minoritaria bai y también de la belleza panorámica de la montaña de la Campana de Piedra, para enseñar apreciación a turistas de todo el mundo. Deseamos preguntarles una pregunta. ¿Parece bien?
Harry intercambió una sonrisa con Marlena.
—Desde luego. Estaremos absolutamente encantados.
El cámara se situó en posición y les hizo señas a Harry y a Marlena para que se desplazaran un poco hacia la izquierda, más cerca de la mujer de rosa. El técnico de sonido levantó la jirafa sobre ellos. Se cruzaron unas palabras en chino y comenzó el rodaje, con la mujer hablando rápidamente en perfecto mandarín de Pekín:
—Como pueden ver, el templo de la Campana de Piedra, con su riqueza cultural, sus antiguas grutas históricas y su paisaje fascinante, tiene una merecida fama mundial. Aquí acuden turistas de muchos países, atraídos por el magnífico panorama y las posibilidades educativas. Esos mismos turistas podrían haber visitado París, Roma, Londres o las cataratas del Niágara; pero aquí, en la bellísima montaña de la Campana de Piedra, han hecho su elección. Conozcamos a dos de ellos, un próspero matrimonio de San Francisco, Estados Unidos.
Entonces cambió al inglés:
—Caballero, señora, por favor, digan a nosotros lo que piensan de este lugar, el templo y la montaña de la Campana de Piedra.
—Todo esto es muy hermoso —declaró Marlena—, incluso bajo la lluvia.
No sabía si mirar a la cámara o a la mujer de rosa, por lo que hizo las dos cosas a la vez, mirando de un lado a otro, lo que le confirió cierto aire de furtivo disimulo.
Harry asumió su postura televisiva, con la espalda más erguida, el pecho fuera y una mirada honesta y directa centrada en la cámara.
—Este sitio es verdaderamente espectacular —afirmó, señalando una viga de elaborada policromía—, absolutamente encantador. No tenemos nada como esto en nuestro país, nada tan antiguo, ni tampoco tan… tan vibrante, tan vibrantemente rojo. La estética es totalmente, totalmente china, absolutamente histórica. ¡Ah! Y estamos ansiosos por visitar esas magníficas grutas de las que tanto hemos oído hablar, sobre todo la femenina.
Volvió a mirar a la entrevistadora, haciendo un breve gesto de asentimiento, para indicar que le había parecido buena la toma de su respuesta.
La mujer volvió al mandarín:
—Hasta los niños sienten tanta curiosidad que les suplican a sus padres que los traigan a la montaña de la Campana de Piedra.
Le hizo un gesto al cámara, que de inmediato desplazó el objetivo en dirección a Esmé. La niña se había ido a pasear por el patio, engalanado con árboles de Júpiter de ramas desnudas y jardineras con arbustos de ciruelo, cuyas diminutas florecillas rosas se encontraban en diversas fases de eclosión. En el extremo opuesto del patio había una anciana sentada sobre un taburete, con un bebé en el regazo, la madre y la hija, respectivamente, del cuidador que vivía en el recinto del templo. Junto a ellas había un perro shih tzu de color blanco sucio, sordo y sin dientes, que a Esmé le recordó al cachorrito que había visto en el hotel. Cuando se acercó, el perro se puso de pie de un salto, derribó una silla baja y fingió atacarla, ladrando con ferocidad. Esmé soltó un chillido.
—Pequeña niñita —la llamó la entrevistadora—, por favor, vuelve, por favor, para poder preguntarte por qué tus padres te traen aquí.
Esmé le lanzó una mirada interrogadora a su madre y ésta asintió. Cuando Esmé hubo regresado, la mujer la situó entre su madre y Harry, y dijo:
—Feliz de estar aquí con madre y padre, ¿sí? Disfrutando hasta ahora de hermoso templo de la Campana de Piedra, ¿sí?
—Él no es mi padre —replicó Esmé, malhumorada. Se rascó un codo. Las picaduras de los mosquitos la irritaban todavía más.
—¿Perdón? ¿Puedes repetir eso? —preguntó la entrevistadora.
—He dicho que ella es mi madre, pero que él no es mi padre.
—¡Oh, mil perdones, mil perdones!
La mujer estaba confundida. ¡Esos norteamericanos eran siempre tan francos! Nunca se sabía qué extravagancia iban a soltar. Eran capaces de reconocer abiertamente que practicaban el sexo sin estar casados o que sus hijos eran bastardos.
La mujer reordenó sus pensamientos, buscando un nuevo ángulo, y reanudó la entrevista en inglés:
—Hace pocos minutos, ustedes disfrutaban hermosa canción tradicional de la minoría bai: chica montañesa llamando a su chico montañés. Esa balada tradicional sucedió todos los días durante muchos miles de años. Ustedes, en su tierra natal, tienen balada de Navidad, para celebrar todos los años, desde hace dos mil años hasta ahora. ¿Verdadero o falso?
Marlena nunca había pensado en la Navidad en esos términos.
—Verdadero —respondió obedientemente.
—Quizá como ustedes ya han disfrutado nuestra canción tradicional, nosotros podemos disfrutar la canción de ustedes.
La cámara se adelantó hacia Marlena, Esmé y Harry, mientras el micrófono bajaba hacia ellos.
—¿Qué se supone que tenemos que hacer? —preguntó Harry.
—Creo que quieren que cantemos —susurró Marlena.
—Estás de broma.
La entrevistadora sonrió y se echó a reír.
—¡Sí, sí! —dijo aplaudiendo—. ¡Ahora ustedes cantan balada!
Harry se echó atrás.
—¡Ah, no! —exclamó levantando las manos—. ¡No, no! ¡No es posible! —Se señaló la garganta—. Muy mala. ¿Ven? Dolorida, inflamada, imposible cantar. Dolor terrible. Posiblemente contagioso. Lo siento. Ni siquiera debería estar aquí.
Y diciendo esto, se apartó.
La entrevistadora cogió a Marlena por el codo lleno de picaduras de mosquitos.
—Usted. Cante, por favor, canción tradicional de Navidad a nosotros. Usted misma elige. ¡Cante!
—¿Campanas de Navidad? —gorjeó Esmé.
La jirafa del micrófono se balanceó hacia la niña.
—¡Campana de Navidad! —repitió la mujer—. ¡Sí! ¡Es preciosa balada! ¡De la Campana de Piedra a la Campana de Navidad! Por favor, ¡empiecen!
—¡Venga, mamá! —dijo Esmé.
Marlena estaba horrorizada ante lo que había fraguado su hija. ¡Menudo momento había elegido Esmé para mostrarse cooperativa! Mientras tanto, Harry se alejaba a grandes zancadas, riendo y gritando para animarlas:
—¡Sí, cantad! ¡Será maravilloso!
La cámara grababa. La lluvia seguía sonando al fondo, mientras la potente voz de Esmé se imponía a los débiles chillidos de su madre. Esmé adoraba el canto. Una chica que conocía tenía un aparato de karaoke, y ella cantaba mejor que cualquiera de sus amigas. Había descubierto poco tiempo atrás que no era preciso cantar las notas normales, sino que era posible describir volutas a su alrededor y aterrizar en la melodía en el sitio y el momento que quisiera, y que cuando uno siente la música en las entrañas, le surge un vibrato natural. Ella sabía cómo producir ese vibrato mejor que ninguna otra persona que conociera. El orgullo que sentía le provocaba un cosquilleo en la garganta, que sólo cantando se le aliviaba.
Las voces de Marlena y Esmé se fueron disipando, a medida que Harry se alejaba. Subió por un sendero, que pronto lo condujo ante lo que supuso que debía de ser una de las famosas grutas, con imágenes de tamaño natural. Le recordaban una escena navideña. Los rostros tallados presentaban evidentes signos de reparación; dada la tenue iluminación, la mayoría de los rasgos más delicados resultaban difíciles de distinguir. Como muchas imágenes sagradas, éstas habían sido mutiladas durante la Revolución Cultural, cuando les habían cortado las narices y las manos. Harry se preguntó qué habría hecho la Guardia Roja para profanar la gruta de los Genitales Femeninos, que, por cierto, ¿dónde demonios estaría? Todos los condenados carteles estaban en chino. ¿Qué debía buscar? Tratando de imaginarlo, se figuró los lúbricos genitales de Marlena, con ella tumbada y abierta de piernas en un lugar secreto de la montaña. Sintió un cosquilleo en la entrepierna, pero no era de pasión.
Mierda. Tenía que mear. Jamás conseguiría llegar a aquella letrina miserable. Volvió la vista atrás y vio a Marlena y a Esmé, interpretando aún su recital de música en el patio del templo. La anciana se había unido al pequeño público. Tenía a la niña en brazos y la hacía aplaudir con sus manitas, al ritmo del enésimo estribillo de Campanas de Navidad. Harry soltó una risita y siguió andando por el sendero, hasta quedar fuera de la vista. Entonces descubrió que había llegado al final del camino y que allí mismo, en el sitio más oportuno, había un urinario público. Era un hueco en la roca, de unos cincuenta centímetros de ancho por sesenta de altura con un receptáculo lleno hasta el borde de algo que parecía orina y ceniza de cigarrillo. (En realidad, era agua de lluvia, que había caído sobre las varitas de incienso de las ofrendas). Las paredes eran tersas y onduladas, lo que hizo pensar a Harry que estaban desgastadas después de siglos de recibir la visita de hombres que buscaban el mismo alivio que él. (No era así. La piedra había sido tallada a semejanza de una vulva). Y algunas partes del urinario, según pudo observar, estaban cubiertas de inscripciones. (Los caracteres chinos eran, en realidad, un relieve atribuido a la diosa de los Genitales Femeninos, madre de toda la vida, mensajera de buenas noticias para las mujeres otrora estériles. «Abre de par en par mi cómoda puerta —era su posible traducción—, para que pueda recibir de todas partes el karma bueno»). Harry depositó su karma en un torrente largo y sibilante. ¡Por fin empezaba a cooperar su próstata! ¡Qué alivio!
Lejos de allí, la entrevistadora pensó que sería bueno rodar unas tomas más del hombre caucásico, para reforzar el concepto de que los turistas acudían de todo el mundo. El equipo de la televisión subió por el sendero. A unos quince metros de distancia, el cámara ajustó el zoom en dirección a Harry, que sonreía extasiado mientras se aligeraba la vejiga. El cámara, por su parte, soltó un torrente de invectivas y comunicó a los demás lo que acababa de presenciar.
—¡Arrogantes demonios!
Acompañado del técnico de sonido y el cantante, salió corriendo en dirección al más sagrado de sus santuarios, ahora profanado, entre aullidos de cólera. Marlena y Esmé los siguieron, aturdidas y asustadas.
A Harry le sorprendió oír la conmoción que avanzaba hacia él. Miró hacia el templo, para ver si había fuego. ¿Estarían a punto de ser arrastrados por una riada? ¿Por qué estarían tan agitados los hombres? Se encaminó hacia el tumulto. Y entonces, para su asombro, se vio rodeado por tres hombres escupiendo y embistiendo, con los rostros desfigurados por la ira. No era preciso saber chino para darse cuenta de que estaban despotricando desaforadamente. Incluso la mujer del traje rosa, sin llegar a estar tan furiosa como los hombres, tenía una expresión hostil.
—¡Vergüenza para usted! ¡Vergüenza para usted! —gritaba.
Harry se agachó para eludir la jirafa del micrófono y corrió hacia Marlena.
—¿Qué demonios habéis hecho Esmé y tú?
Las palabras cayeron mal, pero la gente no suele medir lo que dice cuando ve que está a punto de sufrir un linchamiento.
—¿Qué demonios has hecho tú? —replicó Marlena secamente—. No dejan de gritar no sé qué de la orina. ¿No habrás orinado en algún santuario?
Harry se irritó.
—¡Por supuesto que no! He usado un urinario al aire libre… —Nada más decirlo, vislumbró la probable y espantosa verdad—. ¡Oh, mierda!
Vio entonces cómo la mujer en traje de época sacaba un teléfono móvil, para referirle al jefe de la minoría bai lo que acababa de ocurrir. ¡Qué increíblemente pasmoso —pensó Harry— que hubiera cobertura para el teléfono móvil incluso allí, en el quinto infierno!
El resto de aquella tarde trascendental fue un frenético intento de acarrear a los viajeros hacia el autobús, para poder huir. Los cuidadores del parque, también de la minoría bai, encontraron a Wendy y a Wyatt a medio desvestir en otra gruta. Rupert tuvo que ser rescatado de una cresta rocosa a punto de desmoronarse y, en el proceso, sufrieron daños varias áreas de flora protegida y los pies de una divinidad tallada en la piedra. Para guarecerse de la lluvia, Dwight había derribado la puerta asegurada con candado de lo que le pareció un cobertizo abandonado, en cuyo interior buscaron refugio Roxanne, Heidi y él. Cuando los cuidadores del parque los descubrieron dentro del templo cerrado al público, empezaron a gritarles que salieran. Al oír sus incomprensibles amenazas, Dwight y Roxanne recogieron palos y los blandieron contra los guardias, pensando que serían bandoleros. Heidi comenzó a chillar, convencida de que iban a secuestrarla para venderla como esclava sexual.
El hombre de la garita resultó ser el jefe de los bai. Vociferando, le exigió a la señorita Rong el pago de una multa enorme, por los indescriptibles crímenes cometidos. Cuando advirtió que la guía no entendía ni jota de lo que le estaba diciendo, cambió al mandarín y la estuvo increpando hasta hacerla llorar, dejándola en evidencia delante de todos. Finalmente, dijo que todos y cada uno de los «gamberros norteamericanos» tendrían que pagar «un precio elevado: cien renminbi, sí, me han oído bien, ¡cien renminbi!».
¡Qué alivio!, pensó Bennie, cuando la señorita Rong se lo comunicó. Era más barato que una hora de parking en San Francisco. A todos les alegró la perspectiva de pagar y marcharse de allí cuanto antes. Cuando le entregaron la pila de billetes, el jefe volvió a gesticular y a amonestar a la señorita Rong. Levantó el fajo de billetes y lo golpeó contra la mesa. Señaló la parte trasera del autobús y las caras intrigadas que se volvían hacia él y volvió a golpear el fajo de billetes. Con cada golpe, la señorita Rong se sobresaltaba, pero aun así mantuvo los labios apretados y los ojos fijos en el suelo.
—¡Caray! —dijo Wendy.
Cuando finalmente la señorita Rong se subió al autobús, tenía empañados los cristales de las gafas. Se sentó en el asiento delantero, temblando visiblemente. No procedió al recuento de los viajeros, ni cogió el micrófono para explicar lo que harían a continuación.
En el trayecto de regreso al hotel, casi todos mis amigos permanecieron en silencio. Sólo se oía el ruido de las uñas rascando la piel. Habían parado junto a un bar de carretera, para la habitual visita a los lavabos, y una nube de mosquitos se había abalanzado sobre ellos, como si fuera el ejército bai, persiguiéndolos. Heidi había repartido pomada de hidrocortisona. Ya era tarde para el repelente.
Bennie estaba agotado. Se le caían los hombros. ¿Sería un augurio de lo que estaba por venir? ¿Pensarían los demás que todo era culpa suya, por elegir mal a la guía? ¡Se esforzaba tanto por ser perfecto, por hacer cosas que ellos ni siquiera veían! Y en lugar de agradecimiento, no recibía más que quejas, recriminaciones e invectivas.
Dwight rompió el silencio, para observar que en el templo de la Montaña de Piedra debería haber habido carteles en otros idiomas. ¿Cómo iba a saber él que aquel cobertizo era un templo y no un corral de gallinas? Vera lo fulminó con la mirada.
—Aun así, no deberías suponer que puedes irrumpir en cualquier parte.
Estaba muy enfadada con todos los hombres, excepto con Bennie. Todos habían manifestado la estúpida prerrogativa masculina de hacer caso omiso de las reglas. Harry se estaba autocastigando, sintiéndose un imbécil, convencido de que Marlena se habría formado un juicio similar de él. ¡Le había gritado, la había acusado a ella, cuando había sido él el idiota que había enojado a la gente de la televisión! Se había sentado en el fondo del autobús, en un exilio autoimpuesto. También Marlena estaba meditando sobre lo que Harry le había dicho. Detestaba que las figuras autoritarias le gritaran. Su padre lo hacía, pero ahora los gritos ya no la intimidaban, sino que la enfurecían.
Wendy no se avergonzaba de lo ocurrido. Se recostó sobre Wyatt, riendo entre dientes, mientras recordaba el momento en que los habían sorprendido in fraganti. Era excitante, de una manera extraña. Se lo dijo a él con voz maliciosa, y él asintió con la cabeza, sin abrir los ojos. Para él, lo que habían hecho no tenía ni pizca de gracia. Había participado en excursiones de ecoturismo, en las que había sido él la persona encargada de sujetar a los turistas para que no pisaran las plantas autóctonas, ni se llevaran un lagarto de contrabando para quedárselo como mascota o venderlo. Le fastidiaba que la gente no obedeciera las reglas, y detestaba haber cometido el mismo error.
Esmé estaba sentada junto a su madre, canturreando alegremente Campanas de Navidad. Esperaba que, a pesar de todo, los bai usaran la parte del rodaje donde aparecía su canción.
Cuando el autobús llegó al hotel, la señorita Rong murmuró algo con brusquedad al conductor, que en seguida se apeó, dejándola sola delante de los pasajeros. Mantenía la vista baja. Poco a poco, con voz entrecortada, comunicó a los turistas que ya no estaría con ellos al día siguiente. El jefe de los bai le había dicho que pensaba denunciar las infracciones cometidas a las autoridades de la oficina central de China Travel Services. Su superior ya la había llamado y le había ordenado que se presentara inmediatamente en su despacho. Iban a despedirla, estaba segura. Pero ellos no debían afligirse por ella, no, nada de eso. Había sido culpa suya. Debería haberlos mantenido a todos juntos y explicarles lo que podían ver. Era su responsabilidad, su trabajo. Sentía muchísimo no haber sido capaz de trabajar más eficazmente con «un grupo individualístico de muchas opiniones, no todas iguales». Siendo ellos tan «desacordados», debería haber tomado decisiones más firmes para impedir que cayeran en «el peligro de la regla rota». Los cristales de sus gafas estaban empapados en lágrimas, pero no se los secó. Mantuvo rígido el cuerpo, para no estallar en sonoros sollozos.
Aunque la señorita Rong era incompetente, a mis amigos les entristecía pensar que pudiera perder su empleo. Era terrible. Se miraban unos a otros por el rabillo del ojo, sin saber qué decir.
Antes de que pudieran decidir nada, la señorita Rong hizo una profunda y temblorosa inspiración, recogió su maletín de plástico y se bajó del autobús.
Mis amigos estallaron en un torrente de comentarios.
—¡Qué lío! —dijo Moff.
—Deberíamos darle una buena propina de despedida —sugirió Harry—. ¿Qué os parece si reunimos el dinero ahora?
—¿Cuánto? —preguntó Roxanne—. ¿Doscientos renminbi cada uno?
—Cuatrocientos —replicó Vera.
Harry arqueó las cejas.
—¿Cuatrocientos? ¡Eso suman casi cinco mil en total! ¿No será demasiado? Pensará que la compadecemos.
—Pero es cierto que la compadecemos —repuso Vera—. En China no hay seguro de desempleo para la gente que pierde el trabajo, bien lo sabe Dios.
—Yo pondré un poco más —dijo Bennie.
Todos los demás protestaron.
—Es que, en realidad, la culpa ha sido mía, por elegirla a ella —añadió Bennie humildemente.
Nadie hizo el menor esfuerzo por rebatir su afirmación, lo cual hizo que se sintiera humillado y rechazado, y lo precipitó en la angustia.
—Si la echan, podríamos redactar una protesta y firmarla —propuso Wendy.
—¡Qué dices! —resopló Dwight—. Esto no es Berkeley. Además, es cierto que es una guía bastante mala.
De pronto, la señorita Rong estuvo otra vez de pie ante ellos. Mis amigos esperaban que no hubiese oído su conversación.
—Olvidé decirles más cosas —empezó.
Los que habían sido sus turistas la escucharon cortésmente.
—Una cosa más me dice el jefe de minoría bai. Importante decir a ustedes.
¡Mierda! Probablemente el jefe quería más dinero, pensó Bennie. Veinte dólares por cabeza era demasiado bueno para ser verdad. Iban a sacarles miles.
Esta vez, la señorita Rong no bajó la vista. Su cabellera se había vuelto salvaje, como una corona cargada de electricidad estática. Miraba directamente hacia adelante, como si pudiera ver el futuro a través de la ventana trasera del autobús.
—Jefe dice a otras autoridades de turismo que no dejan entrar a ustedes: no teleférico al prado de los Yaks, no concierto de música antigua, no tiendas para turistas… Por tanto, y por la misma razón, ya no pueden disfrutar más cosas hermosas en Lijiang, ni toda la provincia de Yunnán, ni toda China…
Bennie sintió que se hundía. El programa del viaje se desmoronaba, sumiéndose en el caos más absoluto.
—Jefe dice que por causa de llevar profanación a la gruta de las Cosas Femeninas, ahora ninguno de ustedes nunca más bebés, nunca más descendientes, nunca más futuro…
Dwight miró a la futura madre de sus futuros hijos. Roxanne le devolvió la mirada.
La voz de la señorita Rong se volvió más aguda y potente:
—Dice que no importa si ustedes pagan un millón de dólares, no sería suficiente para evitar problemas… Dice que pide a todos los dioses para dar a estos extranjeros fuerte maldición, mal karma, que los siga para siempre en esta vida y en la otra, en este país y en el otro, sin parar nunca jamás.
Las alarmas de Heidi no dejaban de sonar.
La señorita Rong hizo una profunda inspiración, y justo antes de salir del autobús, añadió con una voz que sonó claramente victoriosa:
—Esto he pensado que ustedes debían saber.
En ese momento, mis doce amigos se representaron mentalmente al búfalo, hundido en el fango hasta las corvas.