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Mis planes, deshechos

Casi todo lo que había planeado se deshizo. Mi itinerario original comenzaba de la siguiente manera: mis amigos, esos amantes del arte, casi todos ricos, inteligentes y mimados por la fortuna, pasarían una semana en China y llegarían a Birmania el día de Navidad.

Todo empezó tal como estaba previsto. El 18 de diciembre, después de casi dos días de viaje y dos escalas, llegamos a Lijiang, en China, el «país más allá de las nubes». Mi grupo fue recibido por el mejor guía de la región, uno que yo ya había utilizado en un viaje anterior. El señor Qin Zheng era un joven atlético que vestía vaqueros de marca, zapatillas Nike y suéter con el escudo de Harvard. A mis amigos los sorprendió que pareciera tan occidental; de hecho, de no haber sido por el acento chino, podría haber pasado por uno de ellos. Mientras caía la noche, les enseñó las vistas que aún se podían apreciar.

A través de las ventanas del lujoso autocar con aire acondicionado, mis amigos y yo vimos las increíbles cumbres nevadas del Tíbet resplandeciendo a lo lejos. Siempre que las veo, me parecen tan asombrosas como la primera vez.

Vera iba tintineando y repicando con los baches de la carretera. Llevaba una profusión de orfebrería étnica colgada del cuello, las muñecas y los tobillos, complementada por un multicolor caftán de talla extra-grande, aunque en realidad no estaba gorda, sino que simplemente era alta y de huesos grandes. Desde que había cumplido los cincuenta, diez años antes, había decidido que su vestimenta habitual no debía ser menos confortable que la ropa que usaba para dormir. Sobre los hombros lucía otra de sus marcas de fábrica: un fular de seda cruda, con motivos africanos que ella misma había diseñado. Llevaba el pelo teñido de un color castaño grisáceo y recortado de tal manera que parecía formar una esponjosa gorra de hierba parietaria.

Sentado junto a ella en el autocar, iba el recién designado director de la expedición, Bennie Trueba y Cela, quien procedió a leer en voz alta el comentario que con gran cuidado yo había adjuntado al itinerario varios meses antes: «Muchos piensan que Lijiang es la fabulosa Shangri-La descrita por James Hilton en su novela Horizontes perdidos…». Recordándome, Vera se echó a reír, pero en los ojos le escocían las lágrimas, y tuvo que usar el fular para secarse la humedad de las tersas mejillas.

Confieso que me sentí abrumada por la autocompasión. Desde mi muerte, me había llevado cierto tiempo acostumbrarme a la constante efusión de emociones. Mientras que a lo largo de mi vida había carecido de profundidad emocional, ahora, a través de los otros, la hondura, el volumen y la densidad iban en aumento. ¿Seria posible que estuviera desarrollando otro de los seis talentos sobrenaturales recibidos por Sakyamuni antes de convertirse en Buda? ¿Tendría también el Ojo Celestial y el Oído Celestial, además de la Mente de los Otros? Pero ¿de qué me servía tenerlos? Me sentía terriblemente frustrada cada vez que hablaba y nadie me oía. No sabían que estaba con ellos. No me oían cuando me oponía con vehemencia a cada sugerencia de cambiar mis cuidadosos planes para la expedición. Y ahora eso: no tenían ni idea de que los «comentarios» que yo había adjuntado al itinerario consistían básicamente en una serie de acotaciones humorísticas, que había pensado ir explicando sobre la marcha.

La observación sobre Shangri-La, por ejemplo… Mi intención era usarla como pretexto para hablar de las diversas manifestaciones del concepto de «Shangri-La». Como es sabido, se trata de un tópico utilizado para atraer a los turistas a cualquier lugar del mundo que pueda parecerse remotamente a una ciudad entre cumbres montañosas, ya sea en el Tíbet o a orillas del Titicaca. Shangri-La: un lugar de etérea belleza, difícil de alcanzar y costoso cuando se ha llegado. Evoca palabras particularmente gratas al oído del turista: «raro», «lejano», «primitivo», «exótico». Si los servicios son mediocres, se le echa la culpa a la altitud. Es tal el atractivo del nombre, que en este preciso instante hay operarios, excavadoras y hormigoneras trabajando febrilmente en la remodelación de un caserío cercano a la frontera sinotibetana, sólo porque dicen que es el auténtico Shangri-La.

También habría sacado a relucir el vínculo con la geografía: las descripciones del botánico Joseph Rock, cuyas sucesivas expediciones para el National Geographic en los años veinte y treinta condujeron al hallazgo de un valle de exuberante verdor, oculto en el corazón del Himalaya, entre montañas coronadas por «conos de nieve», según su descripción en el reportaje publicado en 1931. Algunos de los habitantes del lugar decían tener más de ciento cincuenta años. (He conocido residentes aquejados de locura senil, en hogares de ancianos, que hacían afirmaciones semejantes). James Hilton debió de leer los reportajes de Rock, porque poco después utilizó imágenes similares para describir el mítico Shangri-La. Fue así como nació el mito, con todos sus artificios.

Pero el aspecto más interesante, a mi entender, es el otro Shangri-La al que se alude en Horizontes perdidos, una actitud mental de moderación y conformidad. Los que practican la contención serán recompensados con una larga vida e incluso con la inmortalidad, mientras que aquellos que no la practican tendrán una muerte segura, resultado directo de sus impulsos incontrolados. En ese mundo, la indiferencia es una bendición, mientras que la pasión es un despropósito. Las personas apasionadas crean demasiados problemas. Son imprudentes. Ponen en peligro a los demás cuando van en pos de sus fetiches y sus obsesiones. Se enardecen, cuando lo mejor es relajarse y dejar simplemente que todo siga como está. Por eso, algunos consideran que Shangri-La es importante como antídoto. Es una actitud mental para las masas. Se podría embotellar con el nombre de Sublime Indiferencia, la poción que induce a seguir el camino más seguro, que naturalmente es el del statu quo, el de la anestesia para el alma. En todo el mundo pueden encontrarse numerosos Shangri-Las. Yo he vivido en algunos. Infinidad de dictadores los usan como instrumento para controlar a las masas: «Tranquilo o te mato». Es así en Birmania. Pero en el arte, el adorable y subversivo arte, se ve lo que sobresale a pesar de la contención, o incluso por su causa. El arte desprecia la placidez y las superficies tersas. Sin el arte, yo me habría ahogado en un mar de aguas quietas.

No había nada de plácido en Wendy Brookhyser. Había viajado a Birmania con una inquietud en el cerebro y una fiebre en el corazón. Quería luchar por los derechos de los birmanos, la democracia y la libertad de expresión. Pero no podía contárselo a nadie. Habría sido peligroso. Para sus compañeros de viaje, Wendy era la directora de una fundación familiar. Y de hecho, era cierto. Se trataba de una fundación establecida por su madre, Mary Ellen Brookhyser Feingold Fong, la «viuda contrayente», como malignamente la llamaban en algunos círculos. En su calidad de directora, Wendy nunca había hecho mucho más que asistir ocasionalmente a alguna reunión. A cambio, recibía un salario suficiente para llevar una vida despreocupada, con regulares añadiduras de su madre por su cumpleaños, Navidad, Hanuká y el Año Nuevo chino. El dinero le venía de nacimiento, pero desde la adolescencia había tomado la firme resolución de no convertirse en una señora de la sociedad, organizadora de fiestas, como su madre.

Aquí debo intercalar mi propia opinión, en el sentido de que la madre arriba mencionada no era la necia maquinadora que su hija quería presentar. Mary Ellen organizaba las mejores fiestas para despertar el interés por diversas causas nobles. No se limitaba a firmar cheques para fines benéficos, como hacen otras señoras con fortunas de nueve dígitos y talonarios generosos, que no disponen de tiempo para amplificar su compasión. Ella se comprometía totalmente, tanto en lo económico como en lo moral. Lo sé porque Mary Ellen era amiga mía, sí, creo que podría llamarla así, ya que dirigimos juntas un buen número de eventos. Era el tipo de organizadora compulsiva, de las que asisten a todas y cada una de las aburridas reuniones preparatorias. Yo, por mi parte, tenía el embarazoso hábito de quedarme dormida en algunas. Pero Mary Ellen estaba en todos los detalles y sabía si las fechas propuestas chocaban con los calendarios sociales de los grandes donantes. Además, gracias a su entramado de contactos sociales, era capaz de alinear celebridades para generar «noticias calientes», localizando a los cantantes, las estrellas de cine o los deportistas susceptibles de ser reclutados, sobre la base de sus antecedentes familiares de afecciones hereditarias, enfermedades mentales, adicciones, cáncer, asesinatos, abusos sexuales, tragedias absurdas y otras de las muchas desdichas que alimentan las causas nobles y, por ende, las solemnidades en pro de las causas nobles. También llevaba un meticuloso registro de las recepciones para las que había comprado entradas al más alto nivel, cuyos directores podían ser vulnerables, por tanto, al sistema nunca explícito pero bien establecido de la retribución. Todo se basaba en conexiones y chismorreos sobre asuntos personales. En cualquier caso, yo sabía que siempre podía contar con la contribución anual de Mary Ellen al fondo de Autoayuda para la Tercera Edad con sólo mencionar que beneficiaba a los afectados de Alzheimer, pues era ésa la enfermedad que se había llevado a su primer marido, que, por cierto, había sido prácticamente el inventor de las tuberías de PVC y había amasado una fortuna enorme distribuyéndolas, Ernie Brookhyser. Quizá hayan oído hablar de él. Una de las muchas galas benéficas a las que asistió Mary Ellen fue para el Museo de Arte Asiático. Durante la subasta, hizo la mejor oferta para el viaje al camino de Birmania. Pagó el triple de su valor, lo cual me complació inmensamente. Después, regaló el viaje para dos personas a Wendy, por su cumpleaños.

Al principio, Wendy se planteó rechazar el viaje y reprochar a su madre la insensibilidad política de pensar que su hija pudiera irse de vacaciones a un país gobernado por un régimen represor. Había echado pestes sobre el asunto durante una comida con un antiguo compañero de Berkeley, Phil Gutman, director de Libre Expresión Internacional. Pero Phil opinaba que el viaje con todos los gastos pagados podía resultar útil para «reunir información discretamente». Podía ser un proyecto humanitario y, además, necesario. Wendy podía camuflarse de hedonista, confundirse con los despreocupados turistas, y así, cuando se presentara la ocasión, hablar con los estudiantes birmanos y establecer contactos informales con los lugareños, para averiguar si había desaparecidos entre sus vecinos, sus amigos o los miembros de su familia. Después, Libre Expresión podría dar a conocer su informe y proponer su publicación como colaboración en The Nation. Pero Phil también insistió en que era preciso extremar las precauciones. Los periodistas tenían prohibida la entrada a Birmania. Si la sorprendían buscando opiniones contrarias al gobierno, la detendrían junto con sus informantes y posiblemente la torturarían, para luego hacerla desaparecer en el mismo vacío donde ya se habían perdido otros miles de personas. Peor aún, el gobierno negaría tener presos políticos en su poder, y allí quedaría ella, prisionera invisible, olvidada por un mundo que secretamente habría llegado a la conclusión de que algo malo tenía que haber hecho para meterte en un lío tan descomunal. Ya había visto ella lo que le había pasado a aquella norteamericana en Perú, le dijo Phil.

—Oculta tus actividades al resto del grupo —le advirtió a Wendy— y, por muy intensos que sean tus sentimientos, no emprendas acciones que pongan en peligro la seguridad de los demás. Si estás preocupada, quizá pueda reorganizar mi agenda y acompañarte. Decías que el viaje era para dos, ¿no?

Su conversación se prolongó desde la comida hasta la cena. Phil hizo comentarios sugerentes, reanudando el flirteo que había quedado interrumpido cuando vivían en la misma residencia de estudiantes y que Wendy nunca había querido profundizar. En su opinión, Phil tenía aspecto esponjoso, como de muñeco de goma, con extremidades flexibles y sin músculos. A ella le gustaban los cuerpos macizos, los culos prietos y las mandíbulas cuadradas. El boy scout malo era su imagen de lo sexy. Pero cuanto más hablaban y bebían, más se enardecía Wendy pensando en las desdichas de otros pueblos, y ese ardor se transformó en pasión sexual. Veía a Phil como un héroe anónimo, un luchador por la libertad que algún día sería tan admirado como Raoul Wallenberg. Con esas epopeyas en mente, dejó que él creyera que la había seducido. Como amante, Phil era torpe; cuando le mordisqueó la oreja y se puso a susurrarle guarrerías, ella tuvo que reprimir la risa. De vuelta en su apartamento, cuando estuvo sola en su cama, Wendy describió la experiencia en su diario. Se alegraba de haberse acostado con Phil. Era su regalo para él. Se lo merecía. Pero ¿volvería a hacerlo? No, no creía que fuera una buena idea. Quizá Phil empezara a pensar que el sexo era más importante de lo que era. Además, tenía tanto pelo en la espalda que habría sido como acostarse con el hombre lobo.

Cuando Wendy partió con la expedición al camino de Birmania, no la acompañaba Phil, sino su amante de hacía un mes, Wyatt Fletcher. Wyatt era el adorado hijo único de Dot Fletcher y de su difunto marido, Billy, el rey de la cebada de Mayville, Dakota del Norte, una localidad que en su lema se jactaba de ser «¡Como se supone que tiene que ser Norteamérica!». Era un pueblo que se unía como una piña cuando uno de sus hijos tenía problemas, sobre todo cuando los problemas no eran culpa suya.

Wendy adoraba el estilo de Wyatt, por ejemplo, el hecho de que fuera insobornable e inmune a la coacción. Si algo o alguien no iba con él, simplemente «pasaba de largo», como él mismo decía. Era alto, de caderas estrechas, torso lampiño y musculoso, desordenado pelo rubio blanquecino y tez perpetuamente bronceada, como sólo pueden tenerla los de origen noruego. Wendy pensaba que ambos eran mutuamente complementarios. Yo no creo que los opuestos necesariamente lo sean. Ella era bajita y curvilínea, con una rizada mata de pelo rojizo, piel que se quemaba fácilmente con el sol y nariz escultórica, gentileza de un cirujano plástico a los dieciséis años. Su madre poseía casas en San Francisco, Beaver Creek y Oahu. Wendy suponía que Wyatt era de familia humilde, porque nunca hablaba mucho de sus padres.

En cierto sentido, podía decirse que Wyatt era un vagabundo; su cama estaba en el cuarto de huéspedes de cualquier amigo acomodado en cuya casa estuviera recalando ese mes. Lo que hacía para ganarse la vida dependía enteramente del sitio donde se alojara. En invierno, encontraba empleo temporal en alguna tienda de artículos para esquiar y pasaba los ratos libres haciendo snowboard; para dormir, compartía el espacio con sus amigos de la brigada de seguridad de la estación de invierno y con un par de ardillas inquilinas. El verano anterior lo había pasado recorriendo las sendas y los cortafuegos del monte Tamalpais, en compañía de dos lebreles escoceses pertenecientes a los padres de su ex novia, los propietarios ausentes de una mansión rural de madera en Ross, donde Wyatt ejercía de guardés y vivía con los perros en la incongruente casita de la piscina, con su hamaca, su mesa de billar y su desmesurado hogar de piedra. Antes de eso, había pasado la primavera como tripulante de un lujoso yate privado que llevaba ecoturistas a los fiordos de Alaska. Varios de los acaudalados pasajeros le habían ofrecido trabajos de guardes en el futuro, «curros», como él los llamaba. En general, era un seductor apacible, cuya previsible respuesta a toda observación o pregunta («como que no sé») expresaba su falta de dirección pero también de trabas en la vida.

Aunque por mi descripción pueda parecer hueco, a mí me gustaba bastante Wyatt. Tenía buenos sentimientos hacia todos, incluso hacia sus antiguos profesores, ex novias y patrones. No era cínico respecto a los que teníamos dinero, ni tampoco nos envidiaba ni se aprovechaba demasiado de nosotros. Era agradable y respetuoso con todos, incluso con el guardia que le ponía una multa cuando conducía un coche prestado. Además, siempre pagaba la multa. Diría que era dueño de una de las mejores virtudes que en mi opinión puede tener un ser humano: la amabilidad sin motivo. Claro que su falta de motivación ya es otra historia.

Durante el trayecto en autocar a Lijiang, Wyatt se quedó dormido, y Wendy regaló el torrente de sus observaciones a los que seguían despiertos.

—¡Santo cielo, mirad a esa gente al borde de la carretera! Están triturando piedras, reduciéndolas a grava para pavimentar el camino… ¡Esas caras! ¡Parecen tan abatidos! ¿Creerá el gobierno que las personas son máquinas?

Aunque Wendy no había hecho más que llegar a China, ya estaba poniendo a punto su sensibilidad hacia los gobiernos despóticos.

Como un cachorro impetuoso, Wendy necesitaba aprender «chitón». Era lo que pensaba Harry Bailley, sentado del otro lado del pasillo, junto a ella y Wyatt. Harry ya no recordaba que antaño había poseído el fervor de un activista. En su juventud, hacía veinte años o más, también él había deseado desesperadamente hincarle el diente a una causa importante. Se había prometido oponerse a la complacencia, abominar de la apatía y «efectuar cambios positivos y acumulativos», que dejaran «una huella de su paso por el mundo».

Años antes, un Harry mucho más joven había encabezado el movimiento por la abolición de los métodos aversivos de adiestramiento canino, basados en tirones de la correa, collares de pinchos y la práctica de restregarle al animal el hocico por sus propias heces. Cuando terminó la carrera de veterinario, hizo el doctorado en el Departamento de Ciencias del Comportamiento de la Universidad de California en Berkeley, donde estudió la conducta de las jaurías y la forma en que los perros aprenden instintivamente de sus superiores y enseñan a sus inferiores. Observó que el comportamiento de los perros no está determinado desde el nacimiento, sino que puede ser modelado mediante la interacción con otros perros o personas, o con sabrosos sobornos. Bastaba conocer los principios básicos de la ciencia de Skinner para deducir que con refuerzos positivos los perros respondían mejor y más rápidamente a los deseos de los humanos, y que aprendían antes las conductas nuevas si se les ofrecía a cambio tentaciones, promesas y premios.

—Si vuestro perro tiene en la boca vuestra carísima cartera de piel de caimán —decía Harry en sus seminarios—, ofrecedle a cambio un trozo de salchicha. «¡Oh, una golosina!», pensará, vendrá jadeando y dejará caer la cartera a vuestros pies. ¿Cuál es la lección? En primer lugar, poned vuestros sobrevalorados zapatos y carteras fuera del alcance de Pluto y, a continuación, id en busca de una pelota de tenis, vieja y maloliente. El juego es sencillo: pelota en vuestras manos, golosina en su boca. Aunque sea un basset, haréis de él un formidable perro cobrador si hacéis suficientes intercambios.

De ese modo, gracias a ese tipo de consejos de sentido común, Harry Bailley se convirtió en maestro de adiestradores, fundador de la prestigiosa Sociedad Internacional de Conductistas Caninos, inventor de diversos dispositivos benignos de adiestramiento (aún sin patentar), presentador estrella de «Los archivos de Manchita» y, últimamente, en el bien merecido amo de mi querido, queridísimo Poochini. Temo que nunca lo adiestré demasiado bien y que el travieso de Poochini ya había mordisqueado el lomo de varias de las primeras ediciones de mi colección de libros de Harry.

—Debéis informar a vuestros clientes con amabilidad pero con firmeza —decía a menudo a sus discípulos en sus conferencias para adiestradores—. Los perros no son personas con abrigos de pieles. Nada de eso. No conjugan los verbos en futuro. Viven en el presente. Y a diferencia de vosotros y de mí, no les preocupa beber del inodoro. Por fortuna para nosotros, son el perfecto ejemplo de la eficacia del condicionamiento operante y del refuerzo positivo, y lo son a las mil maravillas, siempre que sepamos aplicar correctamente los principios del adiestramiento. Sus instructores humanos tienen que ser absolutamente objetivos en cuanto a las motivaciones de los chuchos, por lo que debéis reprimir su tendencia a atribuir sus ladridos, sus gruñidos o sus incursiones en la cocina a motivos humanos, como orgullo, venganza, picardía o rencor. Eso podemos decirlo de nuestra ex mujer, de nuestras antiguas amantes o de los políticos. Recordad que el Canis lupus familiaris se deja llevar por sus impulsos, que suelen ser inofensivos, pero a veces pueden resultar perjudiciales para las alfombras blancas o los zapatos italianos. El hecho objetivo es que los perros marcan su territorio y mastican. Si en algo se parecen al Homo erectus, es en los rasgos del macho humano insuficientemente socializado. Los dos hacen lo que les viene en gana: se rascan los genitales, se tumban a dormir en el sofá y se van a olfatear cualquier entrepierna que se les cruza en el camino. Y vosotros, los brillantes adiestradores de perros, debéis adiestrar a los amos (así es, a esos humanos apenas evolucionados que enarbolan en la mano sus periódicos enrollados como si fueran el garrote del hombre de las cavernas); debéis adiestrar a los humanos para que enseñen a sus canes lo que los perros afortunados prefieren hacer, en lugar de mordisquear, aullar o usar el sofá de cuero como mordedor. ¡Ajá! «Prefieren» es la palabra clave, ¿verdad?

Harry Bailley creía en el adiestramiento precoz de las personas, antes de que pudieran infligir un daño duradero a sus pequeños e impresionables perritos.

—¡Clases para cachorros! —exhortaba en su programa de televisión—. ¡El gran igualador, el perfecto instrumento de socialización! ¡Mucho mejor que ese muermazo de los clubes de lectores que tanto éxito tienen en el otro canal! Cursos para perros. ¡Qué fantástica manera de conocer solteros y solteras disponibles! Hombres fuertes y sensibles. ¡Guau! Mujeres fieles y esbeltas. ¡Guau, guau! ¡Y esas monadas de cachorros, que están todos para comérselos! Imaginadlos a todos moviendo el rabo. ¡A los perros, malpensadas!

Y mientras sus alumnos televisivos evolucionaban con sus perros al son de sentado, abajo, quieto y ven, Harry sobreactuaba para que todos se sintieran triunfantes, orgullosos y continuamente motivados.

—Engatusad a vuestro perro. ¡Eso es! Ponedle ese trocito de queso justo encima de la nariz y deslizadlo hacia atrás, hasta conseguir que se siente. Poco a poco, poco a poco… ¡Sssí! ¡Bingo! Dadle el premio ahora mismo. Lo ha entendido. ¡Y vosotros también lo habéis entendido! ¡En sólo cinco segundos y dos décimas! ¡Cielo santo, qué rapidez! ¡Qué fantástico equipo!

Los perros jadeaban. Los humanos, también.

Harry revolucionó el adiestramiento canino. Todos lo decían. En los primeros tiempos, incluso había llegado a creer que sus conceptos sobre adiestramiento de perros podían aplicarse a todo, desde el control de esfínteres en los niños hasta la política internacional. Así lo decía en sus seminarios:

—¿Qué dará resultado antes: humillar y atacar a una dictadura, o engatusarla para que siga un modelo mejor y más satisfactorio? Si sólo establecemos contactos con un país para arremeter contra su mal comportamiento, ¿qué probabilidades habrá de que venga a pedir nuestro consejo humanitario? ¿No es absolutamente obvio?

Entonces Harry sacaba un billete de cien dólares y lo balanceaba delante de las narices de la gente de la primera fila, para que asintieran obedientemente. En aquella época era bastante engreído.

En años más recientes, Harry había empezado a prestar menos atención al mal comportamiento de los amos de perros y de los gobiernos, y más a su propia virilidad, temeroso de que corriera la misma suerte que las especies amenazadas: raras, en vías de extinción y extinguidas. Todavía conservaba el pelo, y las canas en las sienes le daban cierto aire de autoridad. Físicamente seguía en forma, y sus trajes caros y bien cortados lo ayudaban a dar esa impresión. El maldito problema era que padecía de la próstata, la típica hiperplasia benigna de la próstata que afecta a muchos hombres y es más molesta que dañina. Pero ¡por Dios! —gemía Harry—, ¿era preciso que estrangulara a la mejor amiga del hombre antes de cumplir los cincuenta? Le inquietaba la frecuencia con que orinaba, y cuanto mayor era su preocupación, más patéticos eran los chorritos que producía, para su bochorno, en los urinarios públicos. Tenía suficiente cultura como para saber que la fuerza del torrente urinario (o su debilidad) no guarda ninguna relación con la capacidad sexual. Pero temía que su fontanería íntima, que hasta hacía poco había expulsado los dos fluidos esenciales con tanto vigor como la manguera de su jardín, acabara por sofocarse como una de esas rosetas que se instalan en la ducha para ahorrar agua, y que la situación no sólo fuera insatisfactoria para él, sino para su compañera de turno.

Buscó información en Internet, para averiguar qué perspectivas tenía su vida sexual si su condición empeoraba. La eyaculación retrógrada era una de sus preocupaciones. ¿Se darían cuenta las mujeres? Encontró un sitio dedicado a los trastornos de la próstata, con mensajes de hombres que padecían la misma molesta afección. Varios participantes afirmaban que las eyaculaciones diarias contribuían a ralentizar el desarrollo hiperplásico y a mantener la firmeza de la musculatura pélvica. El foro estaba plagado de invitaciones para visitar webs pornográficas, donde los afectados podían hallar alivio instantáneo, pagando una tarifa plana. ¡Fantástico! —pensaba Harry—, entonces la respuesta consistía en masturbarse como un chaval, en compañía de una revista. No, gracias. Creció aún más su determinación de encontrar pareja (una sola sería más que suficiente en esa época de sexo protegido e intimidad angustiosa), una mujer increíblemente maravillosa, que pudiera tener y tocar, y que se mostrara comprensiva cuando algunas de sus piezas fallaran o se averiaran, momentáneamente o para siempre. Harry ansiaba desesperadamente amor y sexo, y por primera vez, en ese orden.

La preciosa, la esbelta Marlena Chu había subido antes que él al autocar para Lijiang y se había sentado junto a la ventana, mientras su hija Esmé corría al fondo del vehículo para tumbarse cuan larga era en el último asiento. ¡Por Dios santo, una oportunidad! Harry fingió pasar de largo junto a Marlena, antes de volverse para preguntarle en voz baja si no tendría una aspirina. Las mujeres adoran ayudar a las criaturas doloridas; Harry lo sabía, y sabía también que las damas siempre van provistas de remedios para los dolores menstruales y las jaquecas. Mientras Marlena revolvía el bolso, se sentó a su lado y se quedó esperando, como espera un cachorro su golosina.

Aunque Harry había visto a Marlena en varias recepciones en San Francisco, allí, en un valle montañoso de China, su aspecto le resultaba decididamente exótico. ¿Por qué sería? ¿Por qué no se había acercado antes a Marlena? ¿Quizá porque ella había dejado atrás esa edad en la que el tacto de la piel es fresco como el rocío? ¡Pero miradla ahora! Todo en ella era terso y elegante: su pelo, su cara, su ropa y, en particular, sus movimientos y sus gestos. Cuando se aplicaba repelente para insectos, parecía una diosa. ¡Qué gracia, qué estilo! Lucía un sencillo vestido negro sin mangas y una ancha pañoleta plisada multicolor, anudada y drapeada de tal manera que parecía un sarong, un fular de origami o un sari, en múltiples efectos que aguardaban a ser deshechos por la brisa o por un consentimiento susurrado en la noche.

Naturalmente, le preocupaba que su amigo Moff tuviera similares pensamientos. Los dos hombres solían coincidir en materia de mujeres.

Le echó una mirada a Moff, que justo en ese momento estaba mirando fijamente a Heidi, mientras ésta se estiraba para llegar a la repisa del portaequipajes y sacar de la mochila una almohada cervical. El hijo de Moff, Rupert, que había estado jugando con un mazo de cartas, también contemplaba abiertamente los pechos de Heidi. Harry había advertido que Moff le había dedicado a Marlena una serie de miradas apreciativas, deslizando la vista a lo largo de su figura y demorándose en el trasero. Al sentarse a su lado, Harry esperaba que su insinuación territorial se abriera paso hasta el cerebro de su amigo e instilara un elemento cognitivo allí donde, de momento, no había más que conductas impulsivas y reflejos primitivos. Moff podía ser duro de entendederas exactamente cuando uno no quería que lo fuera.

Una vez —recordaba Harry—, estando los dos en un bar de Stinson Beach, Harry había manifestado claramente su interés por la dueña del bar, diciéndole a Moff:

—¡Qué ojos tan fabulosos! Iris enormes color avellana, de unos catorce milímetros de diámetro, diría yo.

Harry tenía fijación con los ojos. Y Moff le había contestado:

—¿Ah, sí? No lo había notado.

Al día siguiente, Harry volvió al bar y pidió unos huevos fritos. La mujer era amistosa, pero no facilitaba los avances; era como uno de esos perros de los refugios, que eluden la mano del hombre porque han sido maltratados por sus últimos amos. Pero a él le fascinaba el desafío de transformar criaturas desconfiadas en lametonas empedernidas. Poco a poco, se dijo. Sin movimientos bruscos.

Al día siguiente, ella no estaba. Después se enteró de que Moff se la había llevado al huerto, preguntándole si no necesitaba que la acercara a algún sitio en su Harley renovada. Ella se fue con él hasta Monterrey en la moto; por el camino, se habían ido quitando la ropa y la habían ido arrojando al Pacífico. Al cabo de dos meses de éxtasis, Moff tuvo que cortar, a causa de «graves diferencias de expectativas». Ella reaccionó pintándole la moto de rosa con aerosol. El desenlace afectó más a Harry que a Moff. ¡Maldición! Moff la había convertido en un cancerbero infernal, que sólo ansiaba atacar y matar a todo ser que poseyera un pene. La había arruinado irreparablemente para futuras relaciones. Y por si el mal no hubiese sido suficiente, su amigo le había dicho:

—¿Recuerdas aquellos iris avellana que tanto admirabas? ¡Lentillas, amigo mío, lentillas de color!

¿Qué demonios verían las mujeres en Moff? Harry intentó verlo con ojos femeninos… Era más alto que la media (es decir, más alto que Harry, que medía un metro setenta y siete) y tenía una figura pasable, larguirucho y sin michelines. Pero era una completa nulidad para elegir ropa decente. El amigo de la infancia de Harry se ponía la misma camisa safari y los mismos shorts anchos, fuera cual fuese la época del año y para cualquier acontecimiento. Y sus zapatos, más que zapatos, eran botas de obrero, embadurnadas de barro y moteadas de pintura. Tenía las manos callosas, como las de cualquier trabajador manual. No era la clase de hombre que compra flores a una mujer ni le pone apodos cariñosos, como hacía Harry. Llevaba el pelo hecho un desastre, con largos mechones despeinados recogidos en una coleta y unas entradas cada vez más pronunciadas, que acentuaban su enorme frente. Esto último le daba un aire supercerebral e inteligente, y en realidad lo era —Harry tenía que reconocerlo—, pero también sabía Harry que lo habían expulsado de la escuela a los dieciséis años, por ausencias injustificadas y por fumar marihuana, por lo que se había visto obligado a ser autodidacta.

Los conocimientos que poseía Moff le venían de leer, de andar por la calle y de los trabajos eventuales que le habían salido en la juventud, muchos de ellos en los almacenes del puerto, donde inventariaba mercancías para empresas de importación y exportación, o en los jardines de Miami y Los Ángeles, donde podaba setos y limpiaba piscinas. Su interés por el bambú comenzó en la década de 1970, cuando cultivaba auténticos muros de la planta para camuflar sus sembrados de marihuana. En su afán por multiplicar tanto como fuera posible la potencia por calada de su cannabis, devoraba libros y libros de horticultura, particularmente los relacionados con la mejora genética. Con el tiempo, el cultivo del bambú acabó por desplazar su inicuo interés por la producción de hierba. ¿Y por qué no, siendo así que el bambú se regeneraba con tanta rapidez como la marihuana, pero sin sus inconvenientes legales? Fue así como en la década de los ochenta, Moff efectuó la transición a agricultor capitalista y comenzó a enviar contenedores de «producto vivo», como él lo llamaba, a los vestíbulos de edificios de oficinas recién construidos, aeropuertos remodelados y hoteles de lujo de todo el mundo. (En ese momento, Harry no sabía que Moff y Marlena tenían muchos clientes comunes. Pero tampoco lo sabía Moff).

Vale, sí, Moff tenía un negocio poco convencional —Harry estaba dispuesto a reconocerlo—, y además, cuando se presentaba como «propietario de una plantación», se volvía sumamente atractivo a los ojos de las mujeres con ilusiones románticas. Probablemente pensaban que la plantación era un lugar idílico, como los escenarios donde se ruedan las películas de dinosaurios, y de hecho había sido utilizada con ese propósito en varias ocasiones. Pero el propio Moff no tenía ni una brizna de romanticismo en el cerebro. Su plantación estaba deliberadamente situada junto al circuito de carreras de Laguna Seca, en Salinas, y allí llevaba a sus invitadas, un factor a su favor, si la idea que tenían ellas de pasar un buen rato era oler a aceite lubricante y reventarse los tímpanos con las revoluciones por minuto de los prototipos para Le Mans. Inexplicablemente, no faltaban mujeres que cumplieran esas condiciones.

Tal vez —pensó Harry— debería ser directo con Moff e informarle simplemente de que estaba interesado en Marlena, muy interesado. «Viejo, espero que no te importe, pero ya sabes…», y entonces Harry indicaría con un gesto de la cabeza que la dama agraciada era Marlena. Imaginaba que Moff reaccionaría con una risita y le daría un fuerte palmotazo en la espalda, sellando así el acuerdo entre ambos. Aun sin estar al corriente del arreglo, Marlena intuiría inconscientemente el pacto existente entre los dos hombres y, por no quebrantarlo, jamás se acostaría con los dos.

—¿Te has fijado en los árboles al borde de la carretera? —le estaba diciendo Marlena.

Harry se asomó a la ventana y, al hacerlo, inclinó su pecho sobre el brazo de ella, con la mejilla rozando la suya. Los troncos de los árboles estaban pintados de blanco de la mitad para abajo.

—Están todos igual, kilómetro tras kilómetro —prosiguió ella—, como una cerca de estacas blancas.

¡Cielo santo! —pensó Harry—, su voz era de ámbar líquido, ligera y misteriosa.

—Un insecticida —concluyó.

Ella frunció el entrecejo.

—¿Ah, sí? Yo pensaba que sería para que los conductores vieran la carretera por la noche.

Él se desdijo:

—Brillante deducción. Blanco de doble propósito: mata bichos y salva vidas.

—Sin embargo, mirar los árboles puede ser hipnótico —añadió ella—. No muy bueno para los conductores.

—¿Será por eso por lo que me da vueltas la cabeza? —dijo él, mirándola a los ojos.

Por puro instinto de protección, ella hizo un rápido quiebro:

—Probablemente la causa sea el desfase horario.

Él hubiera deseado ver con más claridad sus ojos, pero la luz era demasiado tenue. Podía juzgar el grado de receptividad de una mujer por las reacciones de sus pupilas. Si pulsaban y se hiperdilataban, quería decir que estaba dispuesta a flirtear y que el sexo en cuestión de horas, o incluso minutos, era una firme posibilidad.

Marlena sonrió y a continuación bostezó.

—No veo la hora de caer en mi cama.

—Es curioso —replicó él en tono burlón—, yo aguardo ansioso exactamente el mismo momento —añadió, con su mejor versión del jadeo de un cachorro.

Ella arqueó una ceja, reconociendo la picara ambigüedad de su respuesta. Él sonrió y ella le devolvió una sonrisa que no era de rechazo ni de aceptación.

—Esos árboles —arriesgó ella una vez más, levantando un poco la voz—, ¿son álamos? Es difícil distinguir la forma de las hojas. La mayoría han caído ya.

Mejilla contra mejilla, siguieron contemplando en la oscuridad la borrosa figura de los árboles pintados de blanco.

Para ayudar a mis amigos a encontrar el estado de ánimo justo para la visita a Lijiang, incluí en su itinerario la traducción de los sentimientos de un archivero aficionado de la ciudad: «Durante los últimos ocho siglos, los frecuentes terremotos de esta región, algunos de ellos de magnitud siete, han hecho entrechocar los dientes a sus habitantes y han tirado algunos objetos de las alacenas, pero no nuestra firme determinación de quedarnos. A causa de su belleza, Lijiang es un lugar que nadie abandona jamás por su propio gusto. Pero si debéis partir, ya sea por imperativo de una vejez apacible o de un vuelo de turismo, bajad la vista desde el cielo y advertiréis que Lijiang se parece a las antiguas piedras de tinta, utilizadas durante siglos para escribir versos en celebración de su antigüedad y de sus virtudes en constante regeneración».

Este homenaje a su ciudad natal era peculiar y estaba perfectamente expresado. Pero, naturalmente, la mayoría de mis amigos ni siquiera se molestaron en leerlo.

Tal como yo había planeado, el grupo se alojó en el mejor hotel de Lijiang. El Glorious View Villa estaba en la parte más nueva y reconstruida de la ciudad, justo enfrente del centro histórico, con su maraña de pasajes, canales y antiguas casitas con jardines, de curvilíneos tejados grises y paredes de adobe. Los hoteles más nuevos de Lijiang eran sosos, pero ofrecían una atracción esencial para los turistas: aseos y baños privados. El Glorious View tenía, además, otros signos de lujo: un vestíbulo con suelos de mármol, lleno de empleados con uniforme que habían recibido extensas instrucciones sobre cómo recibir a los clientes con expresión sonriente y palabras cordiales: «¡Bien venidos! ¡Sean bienvenidos! ¡Sean muy bienvenidos!».

Las habitaciones eran pequeñas y sin gracia, y estaban tenuemente iluminadas con fluorescentes de bajo consumo. Las camas gemelas, las sábanas y las toallas eran más nuevas y estaban más limpias que las de cualquier otro hotel de la ciudad. Las alfombras sólo tenían unas pocas manchas de sandía. La reducida cantidad de papel higiénico distribuida a diario era suficiente para quienes gozaban de firmeza intestinal. Había más, pero era preciso pedirlo o robarlo del carrito de suministros del vestíbulo, controlado por una cámara de vigilancia. El Glorious View Villa era, en efecto, el mejor hotel de toda la Región Autónoma de los Naxis, pero para un grupo habituado a alojarse por lo menos en hoteles de la cadena Four Seasons, la palabra «mejor» debía interpretarse como un término estrictamente comparativo y no como un estándar absoluto de excelencia.

Esta última distinción no había calado en la mente de Roxanne y Dwight, que estaban probando los interruptores del panel de la mesilla de noche, ese ubicuo rasgo de los hoteles chinos. Cuando pulsaron las teclas pulcramente etiquetadas como «luz», «TV» y «audio», las luces permanecieron encendidas, la televisión siguió apagada y la radio se mantuvo en silencio.

—¿Cómo es posible que esto sea un hotel de primera? —gruñó Roxanne—. Este sitio es un horror.

Puesto que Lijiang aparecía descrita como «histórica», «remota» y «cercana a los montes tibetanos», Roxanne había imaginado que se alojarían en una casa inspirada en las tiendas de los nómadas, con suelo de tierra apisonada cubierto de pieles de yak y paredes adornadas con tapices multicolores. Hubiese deseado ver camellos ensillados, resoplando junto a la puerta, en lugar de taxis con cicatrices de mil batallas y decenas de miles de turistas, chinos en su mayoría. Pero el único que resoplaba era Dwight, que comenzó a frotar la nariz contra los pechos de su mujer, su señal habitual de que deseaba copular. Uso deliberadamente el término «copular», porque ambos estaban desesperados por tener un bebé antes de que fuera demasiado tarde. Ya le había dicho Roxanne que se había llevado el termómetro para el viaje, y la última lectura indicaba que el momento era óptimo. A ella no le apetecía, pero las ganas eran lo de menos.

—No puedo creer que fabriquen camas todavía más pequeñas que las típicas camas gemelas —dijo Roxanne, señalando despectivamente una de las camas, que tenía la cabecera permanentemente atornillada a la pared, a casi dos metros de distancia de su compañera—. Cariño, ve a ver si puedes conseguir una habitación con cama grande de matrimonio. Si hay que pagar más, pagaremos.

Y Dwight bajó como una exhalación los cuatro tramos de escalera (nada de lentos ascensores para él) para cumplir su misión. Un bebé estaba en juego, su retoño, un cruce entre dos futuros premios Nobel. Cuando regresó para informar a su mujer de que las camas grandes de matrimonio se consideraban un mueble imperialista, Roxanne estaba durmiendo sonoramente.

Del otro lado del pasillo, Harry Bailley, solo en su habitación, repasaba mentalmente la conversación con Marlena. Ella estaba flirteando con él, de eso no le cabía ninguna duda. ¿Qué hacer entonces para acelerar un poco las cosas? ¿Y qué hacer con la enana de su hija? Se había llevado una sorpresa al enterarse de que Esmé ya tenía doce años. Parecía una niña de ocho, un duendecillo menudo de pelo corto, camiseta rosa y vaqueros. Todavía tenía cuerpo de niña, sin la menor señal de pubertad en el horizonte. Pero con doce años, podía cuidarse sola y no sería un gran obstáculo para ganarse la dedicación exclusiva de Marlena. En todo caso, tenían tres semanas por delante, tiempo de sobra para planear estrategias y encontrar maneras de que una preadolescente se divierta sin la compañía de su encantadora madre. Esmé, cariño, aquí tienes diez dólares, ¿por qué no te vas a la selva y le das un dólar a cada mono que encuentres?

Harry echó un vistazo a su cartera. Allí estaban los dos condones. Consideró brevemente a la otra mujer atractiva y sola del grupo, Heidi, la media hermana menor de Roxanne. Tenía cierto aire cautivante: grandes ojos inquisidores, piernas ágiles y una cascada de pelo rubio. Y esos pechos en una caja torácica tan diminuta… No era posible que fueran naturales (en realidad, lo eran). Harry, experto en estructura animal, estaba convencido de que eran implantes. Siempre estaban de punta y no se balanceaban. Lo había visto muchas veces. Además, los pezones estaban demasiado altos, como tapetes flotando sobre dos globos. No había duda, no eran los auténticos juguetes mordisqueables. Se había acostado con media docena de mujeres con tetas operadas, de modo que sabía lo que se decía. Su amigo Moff también se había acostado con muchas de esas mujeres infladas (de hecho, algunas eran las mismas que las suyas, lo cual no era sorprendente, dado que ambos pasaban las vacaciones en los mismos centros del Club Med), y Bambú Boy juraba que era incapaz de notar la diferencia. ¡Ay, ay! Eso decía más de Moff que de los implantes, opinaba secretamente Harry. Un amante superior como él lo notaba al instante. Las mujeres naturalmente dotadas reaccionaban con un intenso estremecimiento al sentir en los pezones la caricia de una pluma, el borde de una prenda de seda o una lengua sedosa. En cambio, las mujeres con implantes reaccionaban con uno o dos segundos de retraso y, a veces, para horror de Harry, ni siquiera reaccionaban, sobre todo cuando tenían los ojos cerrados y no podían saber cuándo fingir. Harry se sentía entonces como si estuviera magreando a un cadáver.

Dos puntos menos para Heidi por sus implantes, decidió Harry. Los pechos de Marlena eran más pequeños, pero reaccionarían lascivamente a sus caricias y, en esa época, eso era mucho más sexy que el tamaño. Otra cosa a favor de Marlena era su sosiego; era mayor que Heidi, desde luego, pero con una confiada madurez que él sabría valorar. Heidi era joven, mona y un poco neurótica, combinación que no tardaría en convertirse en menos joven, menos mona y más neurótica. Además, vivía preocupada por lo que podía salir mal: ¿estaría limpio?, ¿sería seguro? Si vivía pendiente de los problemas —pensaba Harry—, seguramente los encontraría. Lo mejor que podía hacer era estar pendiente de las cosas buenas. Así es como hay que enseñar a la gente que adiestra perros. Si estás pendiente de ver el mal comportamiento para castigarlo, no verás más que mal comportamiento. Dale un premio al perro cada vez que lo veas haciendo algo bueno y empezarás a ver buen comportamiento todo el tiempo. ¡Dios santo, ojalá más gente conociera los principios de la conducta canina! ¿No sería mucho mejor todo el mundo?

La hija de Marlena, Esmé, también estaba pensando en perros, más concretamente, en un minúsculo cachorrito de raza shih tzu, con tos y ojos lacrimosos, que había visto en el salón de belleza del hotel, a última hora de la noche. El salón de belleza, con sus luces de color rosa, tenía insólitos horarios de apertura y servicios aún más insólitos. No ofrecía peluquería ni estilismo, sino la compañía de tres bellas señoritas, que no parecían mucho mayores que Esmé. Una de las chicas, la dueña del cachorro, dijo que había más: tantos como siete dedos. El cachorro en cuestión tenía unos tres meses, según creía ella, y era «muy bueno perro». Cuando dijo esto, el cachorro se agachó y orinó. Estaba a la venta por muy poco dinero —prosiguió la chica, sin vacilaciones—, apenas doscientos kwais, unos veinticinco dólares.

—¿Dónde está la madre? —preguntó Esmé.

—Madre no aquí —replicó la chica.

—¿Es huérfano?

—¡Divertido, divertido! —se apresuraron a asegurarle las guapas señoritas—. Si no, devolvemos tu dinero. Garantizado.

A diferencia de Esmé, que aún prefería las camisetas y los vaqueros, las chicas estaban enfundadas en vestidos ceñidos y encaramadas en zapatos de gruesas plataformas. Llevaban llaveros colgando de los cinturones apoyados en las caderas, prueba de que poseían automóviles, o al menos de que podían utilizarlos. En sus cuidadas manos aferraban minúsculos teléfonos móviles, siempre listas para ofrecer sus servicios. Harry había recibido su oferta media hora después de registrarse. Una arrulladora voz de entonación tejana y acento chino le había preguntado:

«¿Estás solo esta noche, encanto?». Harry sintió la tentación, pero era veterinario y conocía bien las estrategias oportunistas que utilizan los gérmenes y los virus mortíferos para desplazarse. Abajo, compañera. Buena chica.

Bennie Trueba y Cela había recibido una llamada similar, que le provocó una sonora carcajada.

—¡Número equivocado, guapa! —replicó.

Tenía la corpulencia y la solidez de su madre tejana, y los labios sensuales y los gestos extravagantes de su padre español, que murió un mes después de que Bennie le hubo anunciado por carta que era gay. A raíz de eso Bennie tuvo que ir a un psiquiatra, para analizar sus problemas con la ira, la decepción y el juicio de los demás. «La muerte de mi padre fue como un completo rechazo». En casi todas las sesiones repetía esa frase o alguna de sus variantes, haciéndola sonar en cada ocasión como una repentina epifanía.

La habitación de Bennie en el Glorious View Villa era la que debería haber sido para mí, frente a la de Vera, al final del pasillo. El hotel quería agasajar a los directores de los grupos y les proporcionaba habitaciones con vistas a las montañas, los montes nevados del Dragón de Jade, cuyas numerosas cumbres dentadas realmente recordaban el dorso de un dragón dormido. Cuando estuve allí por última vez y me dijeron que me darían una habitación con vistas a las montañas, desconfié de lo que quisieran decir, porque había estado en hoteles cuyas supuestas vistas panorámicas no pasaban de ser una metáfora. Y en una desagradable ocasión, comprobé al descorrer la cortina que la habitación realmente tenía vistas a una montaña, sólo que la montaña estaba justo al lado de la ventana y la oscura pared rocosa bloqueaba toda la luz y desprendía las húmedas emanaciones de una caverna.

Bennie inhaló profundamente el aire, buscando inspiración en la montaña. Al principio, el grupo había intentado contratar al profesor Bill Wu como director de la expedición, lo cual habría sido una sabia decisión. Era un querido amigo mío, de la época en que ambos enseñábamos en el Mills College. Pero en ese momento estaba guiando a otro grupo, en un intensivo estudio del millar de relieves de Buda que hay en las cuevas de Dunhuang. Bennie tenía algunos años de experiencia como director de grupos, pero, a diferencia de mí, nunca había estado en Birmania ni en China, y sabía muy poco de los dos países y de su arte. Había llorado de gratitud cuando después de mi funeral le dijeron que lo habían elegido a él (aunque había sido después de descartar otras varias posibilidades). Así investido, se comprometió a ayudar en todo cuanto pudiera: organizando la recogida del equipaje para su traslado, confirmando las reservas de billetes y las necesidades de visados y pasaportes, ocupándose de los trámites a la llegada a los hoteles, haciendo los arreglos necesarios con los guías locales proporcionados por las oficinas de turismo de China y Birmania y, en general, procurando en la medida de lo posible que todos vivieran una maravillosa aventura de primera clase.

Complacer a la gente era su mayor alegría, solía decir. Por desgracia, a menudo prometía imposibles, y entonces se convertía en blanco de la ira ajena, cuando la realidad reemplazaba a las intenciones. Le pasaba lo mismo con su negocio. Era artista gráfico, y su novio, Timothy, director artístico. Bennie se comprometía a cumplir plazos imposibles y ofrecía elementos especiales de diseño y papel más grueso por el mismo precio. Sus presupuestos eran un veinte por ciento más económicos que los presentados por cualquier otra empresa, pero el precio final acababa siendo un veinticinco por ciento más alto que el de los demás (había heredado la técnica para calcular presupuestos de su padre, que era contratista de la construcción). Siempre había razones inevitables y perfectamente legítimas para los sobrecostes, desde luego, y al final Bennie acababa conquistando a los clientes, que invariablemente entraban en éxtasis ante el resultado final de su trabajo. De hecho, era un diseñador de gran talento. Pero al irse a China y Birmania durante tres semanas, se arriesgaba a incumplir sus plazos, una vez más.

Por otro lado, el proyecto que tenía entre manos en ese momento era para el Museo de Arte Asiático, y Bennie pensaba que ellos, más que cualquier otro cliente, lo entenderían. Incluso llegó a convencerse de que yo, la querida y llorada Bibi, le estaba enviando señales para que dirigiera la expedición en mi permanente ausencia. Por ejemplo, encontró un mensaje en una galleta de la suerte: «Ve a donde el corazón te lleve». Un libro sobre Birmania le apareció entre las manos cuando estaba en una librería. Ese mismo día, mientras ponía orden en sus archivos, dio con una antigua invitación para un acto de recaudación de fondos del Asiático, en la que yo aparecía citada como patrocinadora, y él, como donante de determinada cantidad en especie. Les aseguro que yo habría sido incapaz de enviar ese tipo de recados. Y de haberlo hecho, habría sido mucho menos sutil. Le habría aconsejado a Bennie que se quedara en casa.

Hay que reconocer que Bennie estudió concienzudamente el itinerario preparado por mí. Antes de la fecha de la partida, llamó a las diversas oficinas de turismo de China y Birmania, para confirmar que todos los arreglos seguían en pie. Estaba tan obsesionado por asegurarse de que todo saliera bien, que no dejaba de comer anacardos, para apaciguar el ansia de estar todo el tiempo mordisqueando algo. Finalmente cambió los anacardos por pistachos y pipas de girasol, porque el tiempo que tardaba en pelarlos rebajaba el ritmo de consumo. Aun así, engordó varios kilos, por lo que fue preciso incrementar con «un poco más» su objetivo de perder unos diez kilos antes del viaje. Ir a Birmania sería una ayuda en esa dirección, según creía. Con el calor y todo lo que tendría que correr, la grasa se fundiría como los glaciares que bajan al desierto de Gobi.

Cuando se tumbó en la cama aquella primera noche en Lijiang estaba seguro de que todos los planes funcionarían con la misma suavidad que el minutero de su Rolex. La cama parecía terriblemente dura, pero dormiría bien, de eso no le cabía ninguna duda. En el avión, se había visto obligado a permanecer despierto, porque no había tomas de corriente para enchufar el aparato de presión positiva continua que utilizaba para su apnea obstructiva del sueño. Temía quedarse dormido y roncar sonoramente o, peor aún, dejar de respirar mientras volaban a doce mil metros sobre el Pacífico. Con las escalas en Seúl, Bangkok y Kunming, había estado siglos sin dormir y, cuando el avión aterrizó en Lijiang, empezaba a tener alucinaciones de que estaba de vuelta en el aeropuerto de San Francisco y llegaba tarde para el embarque.

Pero una vez sano y salvo en el hotel, se puso la mascarilla para dormir, ajustó el aparato de presión positiva continua a las condiciones de gran altitud, subió la presión a quince y se tumbó, con la cabeza apoyada en una almohada cervical en forma de herradura. Me agradeció en silencio la prudencia de sugerir que el grupo durmiera hasta tarde la primera mañana y que se levantara con toda calma, para disfrutar de una «degustación de delicias invernales», en un pintoresco restaurante local. Yo misma había elegido el menú: helechos salteados, agujas de pino en salsa picante, setas del viento del norte, de sombreros diminutos, y setas lengua de buey, grandes, tersas y oscuras, y, ¡oh!, lo mejor de todo, un delicioso junco blanco braseado, con una textura a medio camino entre los espárragos y las endivias. A Bennie le complacía la perspectiva de pasar del sueño a la comida.

Dwight tenía otras ideas. A las siete en punto, consiguió levantar a Roxanne y a Heidi, así como a los jóvenes e inquietos Rupert, Esmé, Wyatt y Wendy. Salieron a hacer jogging por el centro histórico, donde se arriesgaron a torcerse un tobillo, esquivando spaniels tibetanos y perros pequineses tumbados sobre las desiguales callejas empedradas. Rupert y Esmé adelantaron a Dwight como una exhalación. Rupert tenía el mismo tono de piel y los mismos rasgos que los chicos locales, según advirtió Dwight. Yo diría, sin embargo, que su altura y sus dos pendientes (ambos en el reborde superior de una de las orejas) eran signos inequívocos de que no procedía de aquellos parajes. Esmé, en cambio, podía pasar fácilmente por una niña de Lijiang. La mayoría de sus habitantes eran el resultado de siglos de fusiones carnales entre chinos Han, una docena de tribus de Yunnán y, a lo largo de los siglos, aventureros británicos, exploradores europeos, nómadas de paso y judíos prófugos. La población era una mezcla impredecible y encantadora, sin dos individuos iguales, lo mismo que el arte.

Fue una carrera emocionante y vertiginosa: olor a hogueras matinales, calderos humeantes y parrillas chisporroteantes, bajo las impresionantes cumbres nevadas.

—¡Cuidado, que venimos por detrás! —gritaban, antes de adelantar a sucesivos grupos de mujeres naxis, cada una de ellas con sus correas entrecruzadas para llevar a la espalda una carga de cuarenta kilos de agujas de pino.

Nuestros madrugadores viajeros pasaron cuarenta y cinco minutos castigando aeróbicamente sus pulmones, a una altitud de dos mil trescientos sesenta y dos metros y una temperatura de nueve grados, antes de topar con el lugar perfecto para desayunar. ¡Qué suerte! Allí estaban ellos, sentados sobre largos bancos entre los lugareños, tragando con proletaria fruición sus cuencos de densa sopa picante de fideos con alcaparras, un desayuno que les iba a las mil maravillas, porque sus confundidos estómagos llevaban cierto tiempo gritando que era hora de tomar una cena sustanciosa y no un soso desayuno.

A las nueve, el frío cortante se había desvanecido; cuando volvieron al hotel, los saludables y robustos corredores estaban listos para nuevas aventuras. Llamaron a los demás, alabando las delicias que se ofrecían a quienes salían a correr en el alpino frescor de la mañana, en lugar de quedarse dormitando en una lúgubre habitación de hotel. Pronto, todos estuvieron en el vestíbulo, para reunirse con el guía local y ponerse en marcha.

Bennie anunció un pequeño cambio de planes, y se apresuró a asegurar que sería para mejor. Esa misma mañana había recibido la llamada de un hombre, quien le había informado de que su guía del día anterior, el señor Qin, tenía un problema insuperable (el problema era que el director de otro grupo, conocedor de los méritos de Qin, les había birlado sus servicios, poniendo unos cuantos dólares en un par de manos serviciales). Bennie supuso que el guía original o un miembro de su familia habría caído enfermo. La voz del otro lado de la línea dijo que Bennie podía elegir entre dos guías disponibles. El primero era un hombre mayor, nacido y criado en la provincia, experto en cada centímetro cuadrado de la región, desde las más altas cumbres de las montañas hasta las rocas del subsuelo. Además de saber inglés y mandarín, dominaba varios dialectos minoritarios, entre ellos el bai, su lengua materna. Era excelente, dinámico y alegre, y todos quedaban encantados con sus servicios, a pesar de «su reciente pérdida».

—¿Qué pérdida? —preguntó Bennie.

—Su brazo —dijo la voz del teléfono—. Ha perdido un brazo.

—Oh, lo siento. ¿Y el otro? —preguntó Bennie.

—El otro brazo, ningún problema.

—Me refiero al otro guía.

La voz describió a una mujer más joven que el hombre, aunque no demasiado. No había sufrido ninguna pérdida. Anteriormente había vivido en la gran ciudad, en Chengdu, pero la habían reasignado a Lijiang. Había sido profesora. Como era nueva en la zona, no tenía tanta experiencia como el hombre mayor, pero había estudiado de manera intensiva, por lo que también era muy buena.

—¿Profesora de qué? —preguntó Bennie.

—De inglés —fue la respuesta.

—Entonces la elegí a ella —explicó Bennie al grupo—. Me di cuenta de que pretendían endosarme al viejo que nadie quería. Pero me las arreglé para conseguir a la profesora de inglés, que me pareció más moderna y actualizada.

Un minuto después, hizo su aparición la profesora de inglés. Llevaba unas gafas desmesuradas, con cristales tan brillantes que costaba verle los ojos. Su cabello había sufrido un trágico experimento; su cuñada, que aspiraba a trabajar algún día en un salón de belleza, la había sometido a una permanente, y por mucho que ella tratara de domesticar los apretados rizos, su pelo era una batalla de copetes, cada uno proyectado en una dirección diferente. Vestía una anodina blusa azul con amplias solapas y botones blancos, combinada con unos pantalones igualmente antiestéticos. Nunca he tenido la costumbre de juzgar a las personas únicamente por su aspecto, pero mi primera impresión fue mala.

La mujer se adelantó tímidamente y con voz apenas audible dijo:

—Encantada de hacer conocimiento de ustedes en Lijiang.

Así fue cómo el grupo conoció a la envarada y circunspecta señorita Rong, un nombre que de principio a fin todos pronunciaron erróneamente[1].

Si hubiese podido evitar ese fiasco regresando de un salto al mundo de los vivos, lo habría hecho. La señorita Rong no era de la región, ni siquiera de la provincia de Yunnán. No hablaba dialectos minoritarios, ni tenía estudios de arte y cultura. El hombre de un solo brazo, por su parte, era un guía excelente, el más experto de todos. Pero la señorita Rong estaba en el fondo del barril más profundo. No era capaz de hablar del esplendoroso panorama de prados de montaña, ni de contar la historia de Lijiang y sus dos familias ancestrales, ni de las costumbres de los naxis o cualquier otra tribu del lugar. Recurriendo a la información memorizada, recitó el número de kilómetros cuadrados, la población y la tasa de crecimiento económico en las principales áreas de la industria y la agricultura. Sólo tuve que oírlo una vez.

—El casco antiguo —dijo con un fuerte acento y con la rigidez de un texto declamado— es protegido por Unesco. ¿Saben ustedes Unesco? Por la misma razón, Lijiang combina antigüedad con desarrollo económico, y por tanto, y por la misma razón, ustedes pueden inspeccionar sitio histórico auténtico, con ley especial para venta de refrescos, sastrería, barbería y tiendas engañaturistas.

—¿Cuál es nuestro plan para hoy? —preguntó Bennie, en tono nerviosamente alborozado. Tenía la esperanza de que la guía mejorara en cuanto cogiera un poco de confianza.

La señorita Rong empezó a describir las actividades del día. Cuanto más hablaba, peor sonaba su inglés. A todos les costaba bastante entenderla. Bennie fingía que no. Surgió una discusión entre mis amigos, con Dwight a la cabeza, sobre un pequeño cambio de planes: quizá una excursión en bicicleta al día siguiente, en lugar de visitar un templo, o un paseo por la montaña, en lugar de recorrer el área protegida por la Unesco. La señorita Rong los miraba con expresión vacía, mientras las palabras en inglés pasaban de largo a toda velocidad junto a sus oídos.

—También deberíamos cancelar esa «degustación de delicias invernales» —dijo Dwight—. No me apetece ir a sentarme a un restaurante para turistas y comer todo lo que comen los turistas.

Después pasó a jactarse de los platos tradicionales que habían paladeado esa misma mañana, de cómo se habían sentado entre los lugareños y de cómo había sido algo completamente espontáneo, no una actividad turística, sino una experiencia auténtica. Además, la sopa de fideos estaba deliciosa. Mis amigos reaccionaron positivamente.

—Parece genial.

Dwight se volvió hacia la silenciosa señorita Rong y soltó un variado torrente de palabras que ella fue incapaz de asimilar:

—… auténtico… nada de autoservicios… nada de restaurantes para turistas… nada de horarios estrictos…

Ella observó que era un hombre muy severo. Tenía muchas prohibiciones: esto no, eso tampoco… Pero ¿a qué se refería? No le quedaba del todo claro qué era exactamente lo que no quería. La cohibida señorita Rong sólo pudo responder:

—Eso no problema.

Bennie tampoco puso objeciones a los cambios sugeridos. Su mayor deseo era complacer, pero estaba mortificado por haber elegido una guía prácticamente ininteligible.

—¡Fantástico! ¡Hagámoslo! —dijo, refiriéndose al nuevo plan.

Secretamente, lamentó no poder saborear las delicias invernales. Mis helechos salteados, sacrificados a la espontaneidad. Una pena.

La nueva moción desembocó en un consenso para salir de inmediato, en autobús, en dirección a la montaña de la Campana de Piedra, donde quizá pudieran hacer una excursión a pie. Recogieron lo que necesitaban para la jornada, que para todos, menos para Heidi, era más o menos lo puesto, más las cámaras, los diarios de viaje y los cuadernos de dibujo. En seguida subieron al autobús y pronto estuvieron en camino, ululando y chillando alborozados «¡A la montaña de la Campana de Piedra!», mientras Roxanne los grababa a todos con su cámara de vídeo. Ésa sería su costumbre a partir de entonces: cambiar de planes y anunciar la nueva suerte que se aprestaban a correr, como si fuera un destino mejor.

Tras dos horas de trayecto en autobús, varios de ellos dijeron a gritos que habían divisado un restaurante de carretera con aspecto auténticamente local. El autobús se detuvo en una explanada polvorienta, delante de un barracón con una única sala. Como estaba hambriento, Bennie lo declaró un oasis, digno de figurar recomendado en las páginas de las guías más selectas. Los peculiares taburetes y las mesas bajas con sus vetustos manteles de plástico se habían transformado en un espejismo pintado al fresco. El grupo bajó del autobús, se quitó las chaquetas y estiró las piernas. Hacía calor. Moff y Rupert se dirigieron hacia el bosquecillo más cercano, mientras los otros se sentaban a la mesa. Bennie sacó un cuaderno de dibujo; Wendy abrió su diario encuadernado en piel, con las páginas de papel pautado casi prístinas, y Roxanne se puso a mirar por el visor de su omnipresente cámara de vídeo digital. ¡Qué suerte habían tenido de dar con aquella rústica taberna (que incluso los lugareños evitaban con auténtico desdén)! ¡Qué suerte para el cocinero (promovido a chef por Wendy) y para su esposa, la camarera! Llevaban tres días sin ver a un desdichado cliente.

—¿Qué pedimos? —preguntó Bennie al grupo.

—¡Perro no, por favor! —gritó Esmé.

—¿Qué os parece serpiente? —bromeó Rupert.

—¿Servirán gato? —añadió Heidi, estremeciéndose ante la sola idea.

La señorita Rong transmitió el mensaje al chef en mandarín:

—No quieren comer perro, pero desean saber si sirven ustedes el famoso plato de Yunnán «Dragón Encuentra a León».

El cocinero repuso en tono acongojado que en los últimos tiempos no habían recibido serpiente, ni gato fresco. Pero su mujer intervino para anunciar que con mucho gusto servirían lo mejor de su cocina, que resultó ser algo parecido a cerdo, que quizá fuera pollo, con arroz recalentado por segunda vez, todo ello invisiblemente visitado por patas de cucaracha recubiertas de unos pequeños microbios que se alimentan de la mucosa intestinal humana. Para regar el plato del día, había abundantes botellas de cerveza tibia y refrescos de cola.

Harry Bailley bebió tres cervezas locales y no comió nada. Conozco bien a mi querido amigo y sé que es bastante quisquilloso con la comida, que prefiere un Languedoc con este plato tradicional o un Sancerre con aquel otro, y que debe ser de tal cosecha, servido a tal temperatura. La cerveza ya era una concesión para él, por no mencionar que era de botella y estaba tibia. Habiendo bebido tres, necesitaba urgentemente un servicio. Estaba ligeramente achispado y, como el lavabo no tenía luz, estuvo a punto de caer al abismo. Sujetándose, tuvo ocasión de observar tanto visual como visceralmente el nivel de higiene practicado en el restaurante. ¡Dios santo! El agujero en el suelo qué pretendía ser un retrete era sólo el blanco sugerido de las deposiciones. También era evidente que un buen número de personas mortalmente enfermas, con sangrantes trastornos intestinales, habían encontrado allí refugio. Además, no había papel higiénico a la vista, ni agua para lavarse las manos. ¡Abominable! ¡Gracias a Dios que no había probado el banquete!

Tampoco Heidi participó en el picnic junto a la carretera. Había comido la barrita proteica de soja que llevaba en la mochila, donde también guardaba una botella de agua y la resistencia eléctrica que había utilizado esa misma mañana para hervirla. En el mismo compartimento de la mochila, llevaba dos frascos de desinfectante antibacteriano; media docena de paños con alcohol: una jeringuilla con su aguja, prescrita por el médico por si sufría un accidente de tráfico y necesitaba una operación; sus propios cubiertos de material no poroso; un paquete de toallitas húmedas; comprimidos de antiácido masticables, para revestir el estómago antes y después de comer (había leído que ofrecían protección contra el noventa y ocho por ciento de los gérmenes causantes de la diarrea del viajero); un embudo de plástico con tubo extensible de quince centímetros, para orinar de pie; guantes de material diferente del látex, para manipular el embudo; una dosis de epinefrina, en su correspondiente dispositivo inyectable, por si la picadura de algún insecto exótico le producía una crisis anafiláctica; pilas de recambio de nueve voltios, para el purificador de aire portátil que llevaba colgado del cuello, y baterías de litio para el dispositivo contra las náuseas que llevaba en la muñeca, así como comprimidos de Malarone para prevenir la malaria, antiinflamatorios y un frasco de antibióticos recetados por el médico, en caso de gastroenteritis bacteriana. En la maleta que había dejado en el hotel tenía más medicinas y profilácticos, entre ellos una bolsa de fluido intravenoso.

Así pues, Heidi y Harry se salvaron esa vez de la disentería, ella a causa de su ansiedad y él a causa de su esnobismo. Tras años de experiencia, el conductor del autobús, Xiao Fei, a quien llamaban «señor Fred» por conveniencia fonética de los estadounidenses, tenía el tracto intestinal y el sistema inmunitario a prueba de infecciones. Algunos de nuestro grupo, en virtud de su resistencia heredada a las enfermedades, conseguirían doblegar a los invasores antes de que apareciera ningún síntoma. En cuanto a los demás, las disentéricas consecuencias de la aventura culinaria con la Shigella bacillus tardarían unos días en manifestarse. Pero las bacterias ya habían comenzado su descenso hacia las entrañas de los extranjeros y se estaban abriendo paso en sus vísceras y sus tractos intestinales. El autobús seguiría una ruta igualmente tortuosa y serpenteante por el camino de Birmania, donde muy pronto las fuerzas del destino y de la Shigella saldrían a su encuentro.