Breve historia de mi abreviada vida
No fue culpa mía. Si el grupo se hubiera limitado a seguir mi itinerario original, sin cambiarlo aquí, allá y acullá, esta calamidad nunca habría ocurrido. Pero no fue así, y ahí están las consecuencias, siento decirlo.
«Siguiendo los pasos de Buda» fue el nombre que le puse a la expedición. Iba a empezar en la esquina suroccidental de China, en la provincia de Yunnán, con vistas al Himalaya y las perpetuas florecillas primaverales, para continuar después hacia el sur, por el famoso camino de Birmania. De ese modo, podríamos haber rastreado la maravillosa influencia de diversas culturas religiosas sobre el arte budista, a lo largo de un milenio y más de mil quinientos kilómetros: un fabuloso viaje al pasado. Por si eso no hubiese tenido suficiente atractivo, yo iba a ser la directora de la expedición y a la vez la guía personalizada, lo cual convertía el viaje en una oportunidad con auténtico valor añadido. Pero en la madrugada del 2 de diciembre, cuando sólo faltaban catorce días para la partida de nuestra expedición, sucedió algo horrible… me morí. Ya está. Por fin lo he dicho, aunque parezca increíble. Todavía puedo ver el trágico titular: «Dama de la sociedad asesinada en sacrificio ritual».
El artículo era bastante largo: dos columnas de la izquierda, en primera plana, con una fotografía mía en colores, cubierta con una pieza de tela antigua, un tejido exquisito completamente arruinado para la venta futura.
La información era algo que daba espanto leer: «Bibi Chen, de sesenta y tres años, destacada comerciante, dama de la sociedad y miembro del consejo del Museo de Arte Asiático, fue hallada ayer sin vida en el escaparate de su tienda de Union Square, Los Inmortales, famosa por sus artículos chinescos…». ¡Chinescos! ¡Qué palabra tan odiosa! Despectiva y a la vez afectada. El artículo proseguía con una descripción bastante nebulosa del arma: un objeto pequeño, similar a una peineta, me había seccionado la garganta, pero tenía una cuerda atada al cuello, lo cual sugería que habían tratado de estrangularme después de fracasar en el intento de apuñalarme. La puerta había sido forzada, y había huellas sangrientas de calzado de hombre del número cuarenta y seis que partían de la plataforma donde fui asesinada, salían por la puerta y proseguían calle abajo. Junto a mi cadáver había joyas y estatuillas rotas. Según una fuente, había un papel con un mensaje de una secta satánica, en donde se jactaban de haber atacado de nuevo.
Dos días después apareció otro artículo, sólo que más corto y sin foto: «Nuevas pistas sobre la muerte de mecenas de las artes». Un portavoz de la policía precisaba que ellos nunca habían hablado de sacrificio ritual. El «papel» resultó ser la portada de un periódico sensacionalista y, preguntado por su contenido, el inspector repitió el titular del tabloide: «Secta satánica anuncia que volverá a matar». Después añadió que había más pistas y una persona detenida. Un perro de la policía había seguido el rastro dejado por mi sangre. Lo que es invisible para el ojo humano —afirmaba el inspector— «conserva moléculas odoríferas que perros cuidadosamente adiestrados son capaces de detectar después de una semana o más del evento». (¿Era mi muerte un evento?). El rastro los condujo hasta un callejón, donde encontraron unos pantalones manchados de sangre metidos en un carro de supermercado lleno de basura. A escasa distancia, hallaron una improvisada tienda de campaña, hecha con un trozo de lona encerada de color azul y cartones. Detuvieron a su ocupante, un vagabundo calzado con los zapatos que habían dejado el rastro delator. El sospechoso carecía de antecedentes delictivos, pero tenía un historial de trastornos psiquiátricos. Caso resuelto.
O quizá no. Poco después de que mis amigos desaparecieron en Birmania, el periódico volvió a cambiar de idea: «La muerte de la tendera, considerada estrafalario accidente».
Ni razones, ni propósitos, ni culpables. Solamente esa palabra espantosa, «estrafalario», unida para siempre a mi nombre. ¿Y por qué de pronto me rebajaban a «tendera»? El artículo señalaba que el análisis de ADN de las partículas cutáneas del hombre y las halladas en los pantalones y los zapatos manchados de sangre había eliminado las sospechas que pesaban sobre el vagabundo. Entonces, ¿quién había entrado en mi galería y había dejado las huellas? ¿No era un caso evidente de asesinato? ¿Quién, exactamente, había causado el estrafalario accidente? Sin embargo, no había ninguna alusión a una continuación de las pesquisas. ¡Qué vergüenza! En el mismo artículo, el periodista señalaba «una extraña coincidencia», la de que Bibi Chen hubiera «organizado el viaje al camino de Birmania, por el que once personas partieron en una expedición para ver arte budista y desaparecieron». ¿Ven ustedes cómo agitaban el tembloroso dedo acusador? Ciertamente, lo decían entre líneas, mediante resbaladizas asociaciones con algo que carecía de una explicación adecuada, como si yo hubiera preparado un viaje que desde el principio estaba condenado. Un completo disparate.
Lo peor de todo es que no recuerdo cómo morí. ¿Qué estaba haciendo yo en esos últimos momentos? ¿A quién vi empuñando el instrumento de la muerte? ¿Fue doloroso? Quizá fue tan atroz que lo he borrado de mi memoria. Eso es propio de la naturaleza humana. ¿Y acaso no sigo siendo humana, aunque esté muerta?
La autopsia reveló que no había muerto estrangulada, sino ahogada por mi propia sangre. Fue algo espeluznante de oír. Hasta el momento, ninguno de estos datos ha sido de ninguna utilidad. Una peineta en mi garganta, una cuerda alrededor de mi cuello… ¿Es eso un accidente? Sólo un descerebrado lo pensaría, pero evidentemente más de uno lo era.
En la morgue me hicieron fotos, especialmente de esa parte horrible de mi cuello, y metieron mi cuerpo en un cajón metálico, para su posterior estudio. Allí estuve varios días, hasta que vinieron a tomarme diversas muestras: un trozo de aquí, una tajada de allá, folículos capilares, sangre y jugos gástricos. Después pasaron dos días más, porque el director del departamento médico estaba de vacaciones en Maui y, como yo era una persona ilustre, de particular prestigio en el mundo del arte (y no sólo en la comunidad del comercio minorista, como pretendió sugerir el San Francisco Chronicle), el doctor quería verme personalmente y, lo mismo que él, otras personas distinguidas en el ámbito de la medicina forense. Se daban una vuelta a la hora de comer y formulaban suposiciones truculentas sobre la posible causa de mi prematura defunción. Día tras día, me guardaban, me sacaban y hacían comentarios groseros sobre el contenido de mi estómago, la integridad de los vasos sanguíneos de mi cerebro, mis hábitos personales y mi historia clínica, incluidos algunos aspectos bastante delicados, que a nadie le gustaría oír debatidos por extraños mientras dan cuenta del bocadillo a la hora de comer.
En aquel paraje refrigerado, creí haber caído en el infierno, lo digo de veras. Allí estaban los casos más patéticos: una mujer encolerizada que había cruzado corriendo la avenida Van Ness para dar un susto a su novio, un hombre joven que se había arrojado del Golden Gate y se había arrepentido a mitad de la caída, un veterano de guerra alcohólico que se había quedado frito en una playa nudista… Tragedias, mortales meteduras de pata y finales infelices. Pero ¿qué hacía yo allí?
Estaba atrapada en esos pensamientos, incapaz de abandonar mi cuerpo exánime, cuando advertí que mi aliento no se había extinguido, sino que me rodeaba y me hacía flotar, empujándome hacia arriba. Fue bastante asombroso, a decir verdad. Cada hálito, cada bocanada de aire que por costumbre, pero también con esfuerzo, había inspirado y exhalado a lo largo de sesenta y tres años, se había acumulado como en una cuenta de ahorros. Y también, por lo visto, las de todos los demás. Inhalaciones de esperanza y exhalaciones de desengaño. Ira, amor, placer, odio, todo estaba ahí: los estallidos, los jadeos, los suspiros y los gritos. El aire que había respirado —lo descubrí entonces— no estaba compuesto de gases, sino de la densidad y el perfume de las emociones. El cuerpo sólo había sido un filtro, un censor. Lo supe de golpe, sin titubeos, y me sentí liberada, dueña de hacer lo que se me antojara. Era la ventaja de estar muerta: no más temor a las consecuencias futuras. O al menos eso creí.
Cuando finalmente se celebró el funeral, el 11 de diciembre, habían pasado casi diez días desde mi muerte, y de no haber sido por la conservación, me habría convertido en abono. Aun así, muchos vinieron a verme y llorarme. Un cálculo modesto sería, no sé, unos ochocientos, aunque no me dediqué estrictamente a contar. Para empezar, estaba mi yorkshire terrier, Poochini, postrado en primera fila, con la cabeza apoyada sobre las patas, suspirando durante los numerosos panegíricos. A su lado estaba mi buen amigo Harry Bailley, dándole de vez en cuando un trocito de hígado seco. Harry se había ofrecido para adoptar a Poochini, y mi albacea lo había aceptado de inmediato, por tratarse, como es sabido del famoso adiestrador de perros británico que aparece por televisión. Tal vez hayan visto su programa, «Los archivos de Manchita». Número uno en audiencia y con muchos, muchísimos premios Emmy. Muy afortunado, mi pequeño Poochini.
También vino el alcalde —¿lo he dicho ya?—, y se quedó al menos diez minutos, lo que quizá no parezca demasiado, pero él suele ir a muchos sitios a lo largo del día y en casi todos se queda bastante menos tiempo. Los miembros del consejo de dirección y el personal del Museo de Arte Asiático también vinieron a presentarme sus respetos, prácticamente todos ellos, y también los guías que yo misma formé —años y años de esfuerzo—, más las personas que se habían apuntado a la expedición del camino de Birmania. Del mismo modo, estaban allí mis tres inquilinos (también el problemático), mis queridos clientes más fieles y los que venían diariamente a revolver, además de Roger, mi mensajero de FedEx; Thieu, mi manicuro vietnamita; Luc, el peluquero gay que me teñía el pelo; Bobo, mi mayordomo brasileño gay, y lo más sorprendente de todo, Najib, el libanés de la tienda de alimentación de la esquina, en Russian Hill, que durante veintisiete años me llamó «cariño», pero nunca me hizo un descuento, ni siquiera cuando la fruta estaba pasada. Por cierto, no estoy mencionando a la gente por ningún orden de importancia, sino simplemente tal como me vienen a la mente.
Ahora que lo pienso, yo diría que eran más de ochocientos. El auditorio del Museo de Young estaba increíblemente atestado, con cientos de personas diseminadas por los vestíbulos, donde las pantallas del circuito cerrado de televisión emitían la luctuosa ceremonia. Fue un lunes por la mañana, cuando normalmente el museo está cerrado; pero unos cuantos visitantes de fuera de la ciudad, que pasaban por el Tea Garden Drive, aprovecharon el funeral para colarse a ver la exposición temporal «Tesoros de la ruta de la seda de las expediciones Aurel Stein», que a mi juicio es un testimonio del pillaje del Imperio británico, en el culmen de la codicia. Cuando los guardias los echaron de la exposición, los intrusos se desviaron hacia la celebración de mi funeral, morbosamente atraídos por los recortes de las notas necrológicas, que podían leerse junto al libro de firmas. La mayoría de los periódicos daban el mismo batiburrillo de datos: «Nacida en Shanghai… Huyó de China con su familia, siendo niña, en 1949… Ex alumna del Mills College, donde también dio conferencias sobre historia del arte… Propietaria de Los Inmortales… Miembro del consejo de dirección de numerosas organizaciones…». Después venía una larga lista de las nobles causas para las cuales aparecía descrita como donante devota y generosa: la liga tal y la sociedad cual, los ancianos asiáticos y los huérfanos chinos, los pobres, los enfermos, los discapacitados, las víctimas de malos tratos, los analfabetos, los hambrientos y los trastornados psíquicos. Había referencias a mi pasión por el arte y a las sustanciales sumas donadas por mí para financiar colonias de artistas, la Orquesta Juvenil de la Sinfónica de San Francisco y el Museo de Arte Asiático (principal beneficiario de mi esplendidez y mi magnanimidad, antes y después de mi muerte), que con entusiasmo había ofrecido como inusual escenario para mi funeral el De Young, sede de la institución.
Leyendo el inventario de mis méritos, debería haber reventado de orgullo. En cambio, tuve la sensación de que la lista no tenía sentido. Oía un clamor procedente de cada fragmento de conversación, de cada cena, de cada comida y cada recepción a las que había asistido. Veía una nebulosa de nombres en gruesos programas sobre papel satinado, con el mío entre los «arcángeles», por debajo de los más escasos y favorecidos del sanctasanctórum, al que siempre pareció pertenecer aquel chico Yang, el que abandonó los estudios en Stanford. Nada me llenaba de la satisfacción que había esperado sentir al final de mi vida. No podía decirme: «Aquí es donde fui más especial, donde fui más importante, y eso basta para toda una vida». Me sentía como una millonaria vagabunda que hubiese pasado por el mundo pavimentando su camino con mágicos polvos de oro, sólo para comprender, demasiado tarde, que el sendero se desintegraba nada más pisarlo.
En cuanto a mis deudos, las necrológicas decían «No deja a nadie», que es lo mismo que puede decirse de los accidentes de aviación. Tristemente, era verdad. Todos mis parientes habían muerto: mi padre, de un ataque al corazón; uno de mis hermanos, de cirrosis alcohólica, aunque se supone que no debo mencionarlo; el otro, víctima de un acceso de ira mientras conducía, y mi madre, que abandonó el mundo antes de que yo pudiera conocerla. No cuento a mi madrastra, Dulce Ma, que aún vive, porque cuanto menos se hable de ella, mejor.
La elección de un ataúd abierto para la ceremonia fue culpa mía, resultado de un desafortunado comentario que hice a un grupo de amigos, durante una degustación de té organizada en mi galería. Verán, acababa de recibir por vía marítima un contenedor lleno de piezas fantásticas que había descubierto en las zonas rurales de la provincia de Hubei. Entre otras cosas, había un ataúd de doscientos años, de madera lacada de paulonia, fabricado por un cantante eunuco que actuaba en las funciones teatrales de palacio. Cuando morían, los eunucos, a excepción de los que ocupaban los cargos más altos de la administración, solían ser objeto del más expeditivo de los entierros, sin la menor ceremonia, ya que sus cuerpos mutilados no eran aptos para ser presentados ante las tablillas de los espíritus en los templos. En épocas pasadas, ricos y pobres se preparaban para el otro mundo fabricándose sus propios ataúdes, mucho antes de dejar de oír al gallo cantando al nuevo día, y el hecho de que aquel eunuco tuviera autorización para fabricarse una caja tan lujosa indicaba que debía de haber sido el favorito de alguien; los chicos más agraciados solían serlo. Lamentablemente, el amado eunuco se ahogó mientras pescaba en el Yangtsé, y su cuerpo se fue navegando sin barco, barrido hacia el olvido. Los padres del eunuco, en el municipio de Longgang, adonde fueron enviadas sus pertenencias, conservaron escrupulosamente el ataúd en una funda, con la esperanza de que el cadáver perdido de su hijo regresara algún día. Las sucesivas generaciones de la familia se fueron empobreciendo, por una combinación de sequías, extorsiones y excesivos regalos a cantantes de ópera, todo lo cual las llevó a desprestigiarse y perder su patrimonio. Pasaron los años y los nuevos propietarios no se atrevían a acercarse al cobertizo del ataúd, que tenía fama de estar habitado por un vampiro eunuco. Abandonado y derruido, el cobertizo se fue cubriendo con el polvo del viento, el fango de las inundaciones y la carcoma del tiempo.
Más adelante, cuando un granjero de fortuna reciente emprendió la construcción de una pista de minigolf junto al chalet suizo de dos plantas que había levantado para su familia, el cobertizo salió a la luz. Asombrosamente, el ataúd sólo estaba algo enmohecido y no demasiado agrietado por el encogimiento de la madera; tal es la calidad de la paulonia, que pese a ser ligera resulta más duradera que muchas maderas duras. El exterior tenía más de cincuenta capas de laca negra, lo mismo que el soporte bajo de cuatro patas. Por debajo de la suciedad, se distinguían sobre la laca relieves caprichosamente policromados de espíritus, dioses y bestias míticas, así como otros motivos mágicos, que se repetían en el interior de la tapa. Mi detalle favorito era un juguetón spaniel tibetano, en la porción de la tapa que iba a quedar justo delante de la cara del cadáver. Al haber estado protegidas de la luz solar, las figuras del interior conservaban su exquisita coloración sobre la laca negra. Pulcros montones de papel cubrían el fondo; según pude comprobar, eran una breve historia de quien debió de ser el ocupante del ataúd, junto a sus poemas inéditos, tributo a la naturaleza, a la belleza y —lo más interesante— al amor romántico por una dama, desde la juventud de ésta hasta su muerte prematura. Bueno, no sé, supongo que sería una dama, aunque con algunos nombres chinos nunca se sabe. El ataúd contenía otros dos objetos: una urna lacada más pequeña, con el nombre del perro del eunuco, el spaniel tibetano, y una cajita con reborde de marfil, en cuyo interior cascabeleaban tres guisantes calcificados, que por lo visto eran el miembro viril del eunuco y sus dos acompañantes.
De inmediato comprendí que el ataúd era a la vez una carga y un tesoro. Tenía algunos clientes (gente del mundo del cine) que quizá apreciaran ese tipo de estrafalaria pieza decorativa, sobre todo si aún conservaba los guisantes petrificados. Pero las proporciones eran demasiado aparatosas. La tapa sobresalía de la longitud del ataúd, como la proa redondeada de un navío. Además, la caja era monstruosamente pesada.
Le pedí al granjero que fijara un precio y soltó una cifra que era la décima parte de lo que yo mentalmente estaba dispuesta a pagar.
—Ridículo —dije, y me levanté para marcharme.
—¡Eh, eh, eh! —gritó él, y entonces regresé y propuse una suma que era un tercio de su oferta inicial. Él la duplicó y yo le contesté que, si estaba tan enamorado de la morada de un muerto, haría mejor en quedársela. A continuación repartí con él la diferencia, y le dije que sólo quería la caja infernal para guardar algunas cosillas que había comprado de más, y que después reduciría el ataúd a leña.
—Tiene mucho espacio para guardar un montón de cosas —se jactó el granjero, y subió un poquitín la cifra propuesta.
Yo lancé el suspiro más profundo que pude conjurar y le dije que hiciera los arreglos necesarios para que sus hombres lo entregaran en el puerto de Wuhan, para embarcarlo con el resto de mis fantásticas gangas. ¡Hecho! Voilà tout!
Ya en San Francisco, cuando llegó el ataúd, lo coloqué en la trastienda de mi galería y realmente lo usé para guardar telas antiguas tejidas por las tribus hmong, karen y lawa, habitantes de las montañas. Poco después, recibí a los invitados para la degustación de té. Estábamos probando diferentes variedades de pu-erh tuo cha, que, por cierto, es el único té que mejora con el tiempo; cualquier otro, al cabo de seis meses, ya puede usarse como arena para el gato. En la quinta ronda de degustación, habíamos llegado al rey de los tes envejecidos, una cosecha de veinte años del bien llamado «aliento de camello», variedad particularmente punzante, pero excelente para bajar el colesterol y prolongar la vida.
—Pero si he de morir más pronto que tarde —comenté en tono de broma—, entonces es aquí —dije palmoteando la enorme caja funeraria—, en este magnífico vehículo al otro mundo, en este Cadillac de los ataúdes, donde quiero ser enterrada, y con la tapa abierta en mi funeral, para que todos puedan admirar también la artística decoración interior.
Cuando morí, varios de los presentes en aquella velada de degustación recordaron mi ocurrencia. Lo que dije como una gracia fue calificado de «premonición», de «última voluntad que es imperioso respetar», etcétera y ad náuseam. Entonces me hicieron yacer en ese ataúd siniestro, aunque por fortuna sin las partes encogidas y resecas del eunuco. La caja con reborde de marfil que contenía las truculentas reliquias desapareció, lo mismo que la urna con los huesos del adorado spaniel tibetano, aunque el motivo que pudiera tener alguien para robar esos tristes objetos y llevárselos como recuerdo es algo que escapa a mi comprensión.
El personal de conservación y restauración del museo hizo un trabajillo de lustre y limpieza, sin reparar las grietas ni los bordes desportillados; tal es su actitud hacia el mantenimiento de la autenticidad. Un restaurador chino lo habría dejado como nuevo y lo habría pintado con brillante y bonita laca roja y resplandecientes dorados. Como la caja era bastante profunda, hubo que rellenar el fondo con trozos de gomaespuma en forma de vainas de soja, cubiertos con una pieza de terciopelo (de poliéster beige, un auténtico horror). Fue así como acabé exhibida en el auditorio del museo, tendida en un gran ataúd lacado en negro, que llevaba talladas criaturas celestiales y el nombre del que debería haber sido su ocupante, que sin duda vendría en mi busca agitando en la mano una orden de desahucio.
De haber hecho arreglos serios para una muerte prematura, habría pedido que me incineraran como a los monjes budistas de alto rango, ¡paf!, ¡fuera!, sin el menor apego al cuerpo. En cuanto al recipiente adecuado para mis cenizas, una sola urna no hubiera bastado. Habría escogido nueve cajas de proporciones diferentes y delicadas, todas de Los Inmortales; por ejemplo, un cofre con sinuosos motivos de la dinastía Song meridional; un redondo tao yuanming para recoger crisantemos, y (mi favorito con diferencia, que he sobretasado adrede) un sencillo estuche Ming para pinceles, de cuero lacado en negro. Solía abrirlo, inhalar y sentir la poesía derramándose sobre mi cara.
Los nueve recipientes, cuidadosamente escogidos, habrían estado dispuestos sobre una mesa durante la lectura de mi testamento, en tres filas y tres columnas, como las tres tiradas de las monedas del I Ching, a la vez aleatorias y llenas de sentido. Nueve amigos, escogidos con idéntico cuidado entre lo mejor de la sociedad, habrían tenido que elegir, cada uno, una caja con una porción de mis cenizas. Acatando mi voluntad, me habrían llevado de viaje a un sitio hermoso (nada de sedentarias repisas de chimenea ni de pianos Steinway para mí), donde habrían esparcido mis cenizas, y se habrían quedado el recipiente como recuerdo. Los recipientes, al ser auténticas piezas de museo, habrían incrementado su valor con el paso de los años y habrían hecho que yo fuera recordada «con creciente aprecio». ¡Ajá!, habrían reído mis amigos al leer esa parte del testamento. De ese modo, mis cenizas habrían seguido un curso más alegre y peripatético, y yo me hubiera evitado el abominable espectáculo de un ataúd abierto. Pero allí estábamos todos, yo incluida, esperando turno para ver aquello tan macabro.
Uno a uno, los amigos, conocidos y extraños de diferentes épocas de mi abreviada vida se paraban junto al ataúd para decir adiós, farewell, adieu, zai jen. Muchos —lo notaba— sentían curiosidad por ver lo que habían hecho los de la funeraria para disimular la herida mortal. «¡Oh, Dios mío!», los oía susurrar ruidosamente unos a otros. Para ser sincera, a mi también me impresionó el ridículo arreglo que me habían hecho para mi debut ante la muerte. Un reluciente fular plateado formaba un abultado lazo sobre mi cuello lacerado, y me confería el aspecto de un pavo envuelto en papel de aluminio, a punto de entrar en el horno. Y lo que es peor, Bennie Trueba y Cela, el guía que más lamentaba mi deceso (es decir el que hacía mayor despliegue de sollozos desconsolados), les había facilitado a los de la funeraria una fotografía mía, tomada durante una expedición a Bhutan que habíamos hecho en grupo tres años antes. Si bien en la foto yo aparecía sana y feliz, tenía el pelo horroroso, después de tres días sin agua caliente para lavármelo. Me colgaba en largas guedejas grasientas, con la coronilla aplastada y un gran surco en torno a la frente, que marcaba la línea donde el sombrero se me había pegado al cuero cabelludo por el calor y el sudor. El Himalaya, ¡ja! ¿Quién iba a decirme que haría tanto calor cuando saliéramos a caminar? ¿Quién iba a decirme que más adelante Bennie le daría esa foto a la chica de la funeraria para mostrarle cómo era yo «en mi mejor momento»? Y que esa chica tonta me haría aquel mismo peinado aplastado del Himalaya y me daría un tono de piel tan oscuro como el de una joven borkpa, de tal modo que la gente acabaría recordando mal mi cara, como un mango maduro, encogido y arrugado.
No es que esperara que todos dijeran: «¡Oh, cómo recuerdo a Bibi! ¡Qué guapa era!». Nada de eso. Desde niña he tenido mucho ojo para las cosas bellas y siempre he sido consciente de mis defectos. Mi cuerpo era pequeño y paticorto como el de un poni salvaje de Mongolia, y mis manos y mis pies, gordos como libros sin leer. Tenía la nariz demasiado larga y los pómulos demasiado salientes. Todo en mí era un poco demasiado. Era la herencia del lado materno de la familia, la demasía insuficiente, el exceso que nunca bastaba.
Aun así, no me disgustaba mi aspecto… bueno, sí, me había disgustado, y mucho, durante la adolescencia. Pero siendo aún una mujer joven, descubrí que más valía ser inolvidable que sosa, y aprendí a transformar mis imperfecciones en golpes de efecto. Me oscurecía las cejas, ya de por si espesas, y llevaba anillos con grandes piedras en los dedos regordetes. Me teñía el pelo cenagoso en largas franjas de dorado brillante, rojo y negro charolado, y lo entretejía en una trenza colosal que me recorría la espalda en toda su longitud. Me adornaba con estratos de colores improbables y tonos contrastantes, maridados por la textura, los motivos o la caída de la tela. Usaba grandes colgantes y medallones de gaspeíta verde payaso, allí donde la gente habría esperado la imperial sobriedad del jade. Yo misma me diseñaba los zapatos, que me confeccionaba un talabartero de Santa Fe.
—¿Ven cómo la punta se curva, siguiendo la tradición de las babuchas persas? —comentaba yo a los que se fijaban demasiado—. ¿Por qué creen que lo hacían los persas?
—Para mostrar que eran de clase alta —decía alguien.
—¿Para apuntar al cielo con los pies? —arriesgaba otro.
—Para ocultar dagas curvas —suponía un tercero.
—Me temo que la respuesta es menos fascinante —decía yo, antes de revelar la fascinante realidad—. Las puntas curvas del calzado servían para levantar los largos faldones de las túnicas, con el fin de que quienes los usaban no tropezaran cuando recorrían los largos pasillos alfombrados para presentarse ante su sha. Así pues, como pueden ver, era algo meramente práctico.
Cada vez que lo decía, todos quedaban sumamente impresionados, y después, cuando volvían a verme, exclamaban:
—¡Ya la recuerdo! Usted es la mujer de los zapatos fascinantes.
En el funeral, Zez, el conservador del Asiático que dirigía la restauración de pinturas conmemorativas de los ancestros, dijo que yo tenía un estilo «absolutamente memorable, tan emblemático como el del mejor retrato de la colección Sackler». Era una leve exageración, desde luego, pero lo dijo de corazón. Yo, por lo menos, sentí que se me encogía mi corazón difunto. Incluso hubo un momento en que pude percibir el dolor de los demás. Me invadió la pena compartida —por fin un sentimiento profundo—, y me alegré, esta vez sinceramente, de no haber tenido hijos, ninguna hija querida, ningún dulce hijo que padeciera el quebranto de perderme a mí como su madre. Pero súbitamente, esa tristeza-alegría se evaporó y me sumí en pensamientos de carácter más reflexivo.
¡Y pensar que en toda mi vida nadie me había amado total y desesperadamente! Oh, sí, en un momento llegué a pensar que Stefan Cheval me quería de esa manera; sí, en efecto, ese Stefan Cheval, el famoso, el de la controvertida historia. Fue hace eones, justo antes de que aquel sonrosado congresista tildara sus cuadros de «obscenos y antiamericanos». ¿Mi opinión? Si he de ser totalmente sincera, la serie Libertad de elección de Stefan me parecía recargada y llena de tópicos. Ya se sabe: banderas estadounidenses pintadas a la aguada, sobre imágenes de reses muertas con el sello del Departamento de Agricultura, perros sacrificados y monitores de ordenador, ¿o serían aparatos de televisión, en aquel entonces? En cualquier caso, montones y montones de derroche, para mostrar el inmoral despilfarro. Los rojos de la bandera eran sanguinolentos; los azules, chillones, y los blancos, del color del «semen eyaculado», según descripción del propio Stefan. Lo cierto es que no era ningún Jasper Johns. Aun así, cuando su obra fue reprobada, salieron estruendosamente en su defensa los grupos en pro de la libertad de expresión, la ACLU, cantidad de departamentos de arte de las mejores universidades y todos los adalides de las libertades civiles. Si quieren que les diga la verdad, fueron ellos quienes atribuyeron a su obra unos mensajes grandiosos que Stefan nunca se propuso transmitir. Ellos vieron la complejidad de múltiples estratos expresivos, el modo en que ciertos valores y estilos de vida eran juzgados más importantes que otros, y cómo nosotros, los estadounidenses, necesitábamos la conmoción de la fealdad para reconocer nuestros valores y responsabilidades. Los riachuelos de semen, en particular, solían mencionarse como representación de nuestro desmedido afán de placer, que no se detenía ante el caos ni la proliferación. En años posteriores, el caos se relacionó con el calentamiento global, y la proliferación, con las armas nucleares. Así fue cómo sucedió; fue así cómo se hizo famoso. Los precios subieron. El simple mortal se convirtió en símbolo. Unos pocos años después, incluso en las iglesias y las escuelas había carteles y postales de sus imágenes más populares, y las galerías franquiciadas de los centros turísticos urbanos hacían un negocio estupendo vendiendo ediciones limitadas de sus serigrafías firmadas, junto con reproducciones de Dalí, Neiman y Kinkade.
Debería haber estado orgullosa de tener en mi vida a un hombre tan famoso. Socialmente, formábamos un dúo ideal. En cuanto a los placeres de boudoir, admitiré discretamente que hubo innumerables noches salvajes que cumplieron los criterios de Dioniso. Pero no podía permitir que mi trabajo se convirtiera en un apéndice del suyo. Además, él siempre estaba ausente, ya fuera porque lo habían contratado para dar una conferencia, o porque tenía que asistir a la cena anual de los consejeros del Metropolitan de Nueva York, o darse una vuelta por esplendorosas galas benéficas, varias en una sola noche, a las que llegaba a bordo de una limusina con los cristales ahumados, para prestar durante veinte minutos su presencia, capaz de parar todas las conversaciones, y pasar después a la siguiente recepción. Cuando estábamos juntos, charlábamos y nos reíamos de nuestras ocurrencias. Pero no éramos cariñosos. No expresábamos sentimientos efusivos, que después pudiéramos lamentar. Y así pasaron las estaciones, las flores se marchitaron y la naturaleza siguió su curso de inevitable decadencia. Sin conflictos ni discusiones, empezamos a descuidarnos mutuamente. De algún modo, seguimos siendo amigos, lo que significaba que podíamos asistir a las mismas fiestas y saludarnos con un simulacro de beso en las mejillas. Eludimos así convertirnos en carne de chismorreo y nos quedamos, como mucho, en amable cotilleo para un día sin mucho que decir. Y a propósito del tema, una amiga me contó hace poco que Stefan padecía una depresión profunda y paralizante, lo cual me pareció muy triste. Más aún, me dijo que sus reproducciones firmadas en impresión iris, con pinceladas de acrílico traslúcido añadidas por su propia mano, se estaban vendiendo por Internet, en eBay, a un precio de salida de 24,99 dólares, sin reserva, incluido el marco. Como ya he dicho, bastante triste.
Otros hombres fueron mis acompañantes habituales, y todos ellos me inspiraron cierto grado de aprecio, pero ningún desconsuelo digno de mención. Bueno, muchas decepciones, desde luego, y un tonto episodio de tijeretear un négligé comprado para una noche de pasión, en un impulsivo e irracional desprecio del dinero, ya que la prenda valía mucho más que el hombre en cuestión. Pero ahora me pregunto: ¿hubo alguna vez un auténtico gran amor? ¿Alguien que fuera objeto de mi obsesión y no simplemente de mi afecto? Honestamente, no lo creo. En parte, yo tuve la culpa. Supongo que estaba en mi naturaleza. No podía dejar de comportarme juiciosamente. ¿Y acaso el amor no consiste en perder el juicio? Te da igual lo que piense la gente. No ves los defectos de la persona amada: su leve cicatería, ese toque de negligencia o aquel ocasional rasgo de maldad. No te preocupa que esté por debajo de ti socialmente, ni en cuanto a la educación, al dinero o incluso en el aspecto moral. Eso es lo peor, a mi entender: el déficit moral.
Yo siempre he sido juiciosa. Siempre he sido cauta y he pensado en lo que podía salir mal, en lo que no era «ideal». Me fijaba en los índices de divorcio. Les haré una pregunta: ¿qué probabilidades hay de contraer un matrimonio duradero? ¿Veinte por ciento? ¿Diez? ¿Conocía a alguna mujer que se hubiera salvado de que le aplastaran el corazón como si fuera una lata reciclable de refresco? Ni una. Por lo que he observado, cuando la anestesia del amor deja de hacer efecto, siempre queda el dolor de las consecuencias. No es necesario ser estúpida para casarse con el hombre equivocado.
Piensen si no en mi querida amiga y albacea, Vera Hendricks, una mujer lista donde las haya, doctora en sociología por la Universidad de Stanford, directora de una de las mayores fundaciones sin ánimo de lucro en defensa de las causas afroamericanas e incluida con frecuencia en la lista de las Cien Mujeres Negras Más Influyentes de Estados Unidos. Pues bien, con todo lo lista que es, Vera cometió en su juventud el error de casarse con un batería de jazz, Maxwell, cuyo trabajo, según él creía, consistía en salir, fumar, beber y contar chistes, y volver a casa de madrugada. Y ¡ojo!, no era negro, sino judío. Una negra y un judío, eso sí que era una aberración para una pareja en aquella época. La madre de él se volvió ortodoxa, lo declaró muerto y le guardó luto durante semanas. Cuando se mudaron de Boston a Tuscaloosa, Vera y Maxwell tuvieron que enfrentarse al mundo para permanecer juntos. Vera me confió que el odio de la gente hacia ellos era su razón de ser como pareja. Más adelante, cuando se establecieron en la liberal periferia de Berkeley, donde los matrimonios mixtos eran la norma, las peleas eran sólo entre ellos dos y versaban básicamente sobre el dinero y la bebida, dos de las causas más corrientes de discordia conyugal. Vera era el recordatorio, para mí, de que incluso las mujeres inteligentes cometen errores estúpidos en su elección de los hombres.
Cuando estuve próxima a los cuarenta, casi llegué a convencerme de casarme y tener un hijo. Aquel hombre me quería enormemente y hablaba con romántica elocuencia del destino, utilizando apodos y diminutivos que me ruborizaría repetir. Naturalmente, yo me sentía halagada y también emocionada. Él no era apuesto en el sentido más convencional, pero descubrí que su aguda inteligencia hacía las veces de extraño afrodisíaco. Era socialmente inepto y tenía una serie de hábitos extravagantes; pero considerando solamente su ADN, era el socio ideal para la procreación. Hablaba de nuestro futuro vástago como de un ser mitad ángel y mitad niño prodigio. A mí me atraía la idea de tener un hijo, pero venía inevitablemente dentro de un paquete llamado «maternidad», que me removía el recuerdo de mi madrastra. Cuando rechacé sus numerosas súplicas de matrimonio, el hombre quedó destrozado hasta las profundidades de su ser. Me sentí bastante culpable, hasta que se casó con otra mujer, seis meses después. Fue repentino, en efecto, pero me alegré por él, de verdad, me alegré mucho, y más me alegré cuando tuvieron un hijo, y después otro y otro y otro. ¡Cuatro! Muchísimos motivos de alegría, ¿verdad? Yo jamás habría tenido más de uno, y durante años pensé en esa niña que nunca llegó a ser. ¿Me habría querido?
Con frecuencia pensaba en las dos hijas de Vera, que siempre la han adorado, incluso durante la adolescencia. Eran la prole con la que suele soñar la gente. ¿Habrían sido similares los sentimientos de mi hija hacia mí? Yo la habría sentado en mi regazo y la habría peinado, inhalando el olor a limpio. Me imaginaba colocándole una peonía detrás de la oreja o poniéndole en el pelo un bonito broche con pequeñas esmeraldas. Después nos miraríamos juntas al espejo y se nos llenarían los ojos de lágrimas, por el mucho afecto que sentiríamos la una por la otra. Mucho después comprendí que la niña que imaginaba era yo misma de pequeña, cuando deseaba tener una madre así.
Reconozco que cuando oía que los hijos de este o aquel amigo se habían vuelto unos antisociales o unos ingratos, recibía la noticia con malicioso regocijo y sentía alivio por haberme ahorrado todo el espectro de desengaños y desesperaciones parentales. ¿Es que puede haber algo socialmente más devastador que oír a tu propia hija declarando que te odia, delante de tus no muy buenos amigos?
Esa pregunta me vino a la mente cuando vi que Lucinda Parí, directora de comunicaciones del Museo de Arte Asiático, se incorporaba y se aproximaba al podio de los oradores, para hacer su contribución a mi panegírico. Una vez me había dicho que yo era como su madre, y ahora estaba allí, en mi funeral, alabando mis virtudes.
—El dinero del patrimonio de Bibi Chen…
Hizo una pausa, para echar hacia atrás la lustrosa cortina de su cabellera, como la crin de un caballo de carreras.
—… dinero derivado de la venta de su lujosa finca de tres apartamentos, de su fabuloso ático de Leavenworth con vistas al puente, de su legendaria tienda. Los Inmortales, y de su negocio enormemente exitoso de venta por catálogo a través de Internet, además de su colección privada de arte budista, una colección (debo añadir) espléndida y muy bien considerada, ha sido legado a nuestro museo.
Siguieron fuertes aplausos. Lucinda siempre había tenido talento para mezclar la teatralidad y la exageración con datos aburridos, de tal manera que el conjunto resultaba creíble. Antes de que los aplausos llegaran a ser atronadores, levantó la mano y prosiguió:
—Nos deja un patrimonio estimado en… un momento, sí, aquí está… en veinte millones de dólares.
Nadie contuvo el aliento. Los presentes no se pusieron en pie, ni me aclamaron. Era como si el legado ya estuviera previsto y la suma fuera corriente. Cuando la sala se quedó en silencio, demasiado pronto, Lucinda enseñó una placa.
—Colocaremos esta placa en conmemoración de su generosidad, en una de las alas del nuevo Asiático, que se inaugurará en 2003.
¡Una de las alas! Ya sabía yo que debería haber especificado el grado de reconocimiento que esperaba a cambio de mis veinte millones. Lo que es peor, la placa era un modesto cuadrado de acero inoxidable lustrado, con mi nombre grabado en letras tan pequeñas que incluso las personas sentadas en primera fila tuvieron que inclinarse hacia adelante y forzar la vista para leerlas. Era el estilo que le gustaba a Lucinda, moderno y sencillo, con un tipo de letra sin adornos, tan sobria e ilegible como la receta de un médico. Ella y yo solíamos discutir amistosamente sobre los folletos que mandaba diseñar a los artistas gráficos más cotizados.
—Tus ojos todavía son jóvenes —le dije no hace mucho—. Debes comprender que la gente que dona enormes cantidades de dinero tiene la vista cansada. Si quieres este estilo, tendrás que repartir gafas para ver de cerca.
Se echó a reír, pero sin que le hiciera mucha gracia, y fue entonces cuando dijo:
—Eres igual que mi madre. Siempre encuentras algo que criticar.
—Te estoy dando información útil —repliqué.
—Como mi madre —dijo ella.
En mi funeral, volvió a decir esas mismas palabras al final de todo, sólo que esta vez estaba sonriendo y tenía lágrimas en los ojos.
—Bibi era como una madre para mí. Era terriblemente generosa con sus consejos.
Mi madre nunca me dio ningún consejo, ni terrible ni de ningún otro tipo. Murió cuando yo era un bebé. Por eso a mis dos hermanos y a mí nos crio la primera esposa de mi padre. Se llamaba Bao Tian, «Dulce Pimpollo», pero el nombre no le pegaba en absoluto. Nosotros, sus hijastros, estábamos obligados a llamar a esa vieja víbora con el cariñoso apelativo de Dulce Ma. Todas las deficiencias emocionales que he tenido se las debo a ella. Los excesos, como ya he dicho, me vienen de mi madre.
Dulce Ma podría haber sido la única esposa de mi padre —según decía ella—, si ella misma no le hubiera insistido para que tomara una concubina y pudiera así tener descendencia.
—Fue idea mía —se jactaba Dulce Ma—. Nadie me obligó a aceptar el arreglo, nadie en absoluto.
Quiso el destino que Dulce Ma no pudiera concebir. Poco después de casarse, contrajo una enfermedad eruptiva, que quizá fuera sarampión o tal vez varicela, pero indudablemente nada tan grave como la viruela. Como secuela de la enfermedad —se lamentaba—, se le bloqueó la vía de los manantiales cálidos del cuerpo, de tal modo que no tenía suficiente calor para incubar la simiente de un bebé. En lugar de eso, el calor inútil se le acumulaba en el organismo y le estallaba incesantemente en forma de ampollas en la cara y las manos, y quizá también en el resto del cuerpo, que nosotros no podíamos ni queríamos ver. Una y otra vez se preguntaba en voz alta qué habría hecho ella en una vida pasada para merecer un destino tan infecundo.
—¿Qué pequeña transgresión ha podido merecer un castigo tan amargo? —exclamaba, mientras los granos rojos crecían—. Sin hijos propios, sin nada más que las sobras de otra.
Se refería a mis hermanos y a mí. Cuando algo le sentaba mal, ya fueran kumquats verdes o veladas ofensas, de inmediato le salían en la cara unas costras rojizas que parecían mapas de países extranjeros.
—¿Sabes dónde está la India? —le preguntábamos, conteniendo la risa.
Para aliviarse, se rascaba y se quejaba incesantemente, y cuando se quedaba sin nada que decir, me miraba y criticaba a mi madre por haberme legado unas facciones tan feas. Con el tiempo, de tanto rascarse se quedó sin cejas y, cuando no se las pintaba con rencorosos trazos negros, parecía un monje budista con protuberancias en la frente, reventando de ira.
Así es como recuerdo a Dulce Ma, pasándose siempre un aguzado dedo por las cejas calvas y soltando su cháchara sin sentido. Mis hermanos, mayores que yo, se las arreglaban para sustraerse de su control; eran inmunes a su influencia y la trataban con indiferente desdén. Así pues, todos sus dardos recaían sobre mí, como única diana solitaria.
—Te digo esto —solía decirme Dulce Ma— solamente para que no te sientas morir cuando lo oigas en boca de otra persona.
Entonces me contaba una vez más que mi madre había sido bajita como yo, pero no tan achaparrada, apenas treinta y dos kilos a los dieciséis años, cuando mi padre la tomó por concubina para que le diera descendencia.
—Y aunque era raquítica —proseguía Dulce Ma—, era exagerada en todo lo que hacía. Comía demasiadas peras. Demostraba demasiado sus emociones. Por ejemplo, cuando se reía, no podía controlarse y se caía al suelo en un ataque de carcajadas, hasta que yo le devolvía el juicio a golpes. Dormía toda la noche, pero se pasaba el día bostezando. Dormía tanto que se le ablandaron los huesos. Por eso siempre se estaba desplomando como una medusa fuera del agua.
Durante la guerra, cuando el precio del cerdo cebado se triplicó, Dulce Ma solía decir:
—Aunque no nos falta el dinero, yo me conformo comiendo carne sólo de vez en cuando. Pero tu madre, cuando vivía, tenía los ojos como los de una ave de rapiña, dispuesta a abalanzarse sobre cualquier trozo de carne muerta.
Dulce Ma decía que una mujer decente nunca debía parecer ansiosa por comer, ni por cualquier otro placer. Lo más importante era «no ser nunca una carga». Ése era el principal objetivo de Dulce Ma, y su mayor deseo era que mi padre se lo reconociera tan a menudo como lo hacía ella.
En aquella época, vivíamos en una casa de tres plantas de estilo Tudor, en la rué Massenet de la concesión francesa de Shanghai. No era lo mejor de lo mejor en materia de calles; no era la rué Lafayette, donde vivían los Soong y los Kung, en mansiones con hectáreas de jardines, campos de croquet y carros tirados por ponis. Por otro lado, nosotros tampoco éramos la clase de familia dispuesta a restregar nuestra opulenta buena suerte por la cara de nuestros inferiores. Pero en líneas generales, nuestra casa era bastante buena, mejor que la mayoría, incluso en comparación con las actuales fincas de varios millones de dólares de San Francisco. La familia de mi padre se dedicaba desde tiempo atrás a la fabricación de tejidos de algodón y era propietaria de los grandes almacenes Honestidad, que mi abuelo había fundado en 1923. Puede que fueran un punto menos prestigiosos que los grandes almacenes Sinceridad, y aunque nuestra tienda no era tan grande, nuestra mercancía era igual de buena, y en lo referente a los artículos de algodón, la calidad era incluso superior, por el mismo precio. Todos los clientes extranjeros de mi padre lo decían.
Mi padre era un típico caballero de Shanghai de clase alta: absolutamente tradicional en lo referente a la familia y los asuntos domésticos, y completamente moderno en materia de negocios y del mundo exterior. Cuando dejaba atrás nuestras puertas, ingresaba en otro ámbito, al que se adaptaba como un camaleón. Cuando era necesario, hablaba otros idiomas, con el acento característico de cada uno de sus profesores, elegidos por consideraciones de clase: su inglés era de Oxford; su francés, de la Rive Droite, y su alemán, de Berlín. También sabía latín y la variedad formal de manchú a la que han sido traducidos todos los clásicos de la literatura. Se peinaba con gomina el negro pelo charolado, fumaba cigarrillos con filtro y su conversación versaba sobre temas tan variados como los acertijos, la fisiología de las diferentes razas y las curiosidades culinarias de otros países. Era capaz de argumentar persuasivamente sobre los perjuicios que el Tratado de Versalles había acarreado para China, y de comparar la sátira política del Infierno de Dante con la primera versión del Sueño del aposento rojo de Tsao. Cuando volvía a franquear las puertas de nuestra casa familiar, recuperaba su identidad privada. Leía mucho, pero no hablaba casi nunca; en realidad, no le hacía falta, en una casa donde las mujeres le rendían culto y se adelantaban a todos sus deseos antes de que él los concibiera.
Sus amigos extranjeros lo llamaban Philip. Los nombres ingleses de mis hermanos eran Prestan y Nobel, de buen augurio, porque el primero sonaba como president y el segundo era el nombre del prestigioso premio que viene con un montón de dinero. Dulce Ma había elegido el nombre de Bertha porque, según mi padre, era el que más se parecía a Bao Tian, y a mi madre la llamaban Little Bit, «Trocho», porque así era como pronunciaba ella «Elizabeth», el nombre occidental que le había puesto mi padre. A mí, mi padre me llamaba Bibi, que era a la vez un nombre occidental y el diminutivo de Bifang, el nombre que me dio mi madre. Como pueden imaginar, éramos una familia mundana. Mis hermanos y yo teníamos tutores que hablaban inglés y francés, para que pudiéramos recibir una educación moderna. De ese modo, también disponíamos de códigos secretos para hablar delante de Dulce Ma, que sólo sabía el chino de Shanghai.
Una vez, Nobel anunció que nuestro bedlington terrier, al que Dulce Ma detestaba, le había dejado un regalito en el dormitorio —«Il à fait la merde sur le tapis»—, y como los dibujos de la alfombra disimulaban el contorno de la materia fecal fresca, nuestra madrastra no consiguió averiguar por qué apestaban tanto todas las habitaciones de la casa hasta que fue demasiado tarde. A los chicos les encantaba añadir ingredientes sorpresa a los frascos de medicinas y las cajas de rapé de Dulce Ma. La caca d’oie, recogida de los espumosos sumideros del corral de nuestros gansos, era uno de sus favoritos, porque reunía la triple perfección de la repugnancia: era nauseabunda, viscosa y de un verde bilioso. Con sólo oírlos contando lo que habían hecho, yo acababa irremediablemente tumbada en el suelo, muerta de risa. ¡Cuánto echo de menos a mis hermanos!
Pero, por lo general, mis hermanos no estaban en casa para amortiguar los ataques que Dulce Ma me dirigía. Cada vez que me sentaba ante las teclas del piano, Dulce Ma sacaba a relucir la escasa musicalidad de mi madre como posible causa de la mía. Una vez defendí a mi madre, diciéndole a Dulce Ma que mi padre había dicho recientemente a unos invitados que ella era capaz de «hacer sonar la Fantasía Impromptu de Chopin como el agua que corre por un torrente primaveral».
—¡Ja! —había replicado Dulce Ma con irritación—. Eso lo dijo porque los invitados eran extranjeros. Ellos esperan esa forma exagerada de hablar. No tienen vergüenza, ni sentido de la corrección, ni criterios de excelencia. Además, cualquier niña de escuela es capaz de tocar esa pieza tan sencilla, incluso tú podrías, si practicaras un poco más.
Entonces me daba un capón en la sien, para mejor efecto.
Dulce Ma decía que mí padre no necesitaba ponderar en exceso su valor, porque el entendimiento entre ambos era total.
—Cuando un matrimonio está equilibrado y en perfecta armonía, no hay necesidad de palabras superfluas —me decía—, y en nuestro caso es así, porque nuestra unión estaba predestinada.
En ese momento, no se me ocurría poner en tela de juicio lo que ella decía, y mis hermanos no tenían opiniones sobre el amor, o si las tenían, no las compartían conmigo. Por tanto, me vi abocada a suponer que un buen matrimonio era aquel en el que el marido respetaba la intimidad de la esposa. No interfería en su vida, ni visitaba sus habitaciones, ni la importunaba con preguntas. No había necesidad de hablar, porque ambos pensaban lo mismo.
Pero una vez mi tío y su familia vinieron para una visita que duró varios meses. Mi prima Yuhang y yo estábamos juntas de la mañana a la noche. Éramos como hermanas, aunque sólo nos veíamos una vez al año. En esa visita en particular, me contó que había oído a sus padres chismorreando con unos amigos, que era la única manera que teníamos en aquella época de enterarnos de las verdades. El cotilleo tenía que ver con la unión de Dulce Ma y mi padre, concertada antes de que ellos nacieran. En 1909, dos camaradas de diferentes circunstancias vitales se prometieron mutuamente que si la revolución destinada a poner fin a la dinastía Ching tenía éxito y ellos vivían para verlo, unirían sus familias con los lazos del matrimonio. Pues bien, los Ching fueron derrocados en 1911, y el camarada con un hijo tenía una reputación tan elevada que, según decían, alcanzaba el cielo. Ésa era la familia de mi padre. El otro tenía una hija, y su familia se aferraba a la tierra como las raíces podridas de un árbol a punto de ser derribado por la siguiente ráfaga de viento. Ésa era la familia de Dulce Ma. Cuando el camarada pobre con una hija encontró casualmente al camarada rico con un hijo, le mencionó la promesa que habían hecho en el pasado, pese a la incompatibilidad de sus respectivas posiciones sociales. Era ampliamente sabido, según decían los criados, que mi abuelo era un hombre de elevada estatura moral, porque había obligado a su primogénito a casarse con una chica vulgar y carente de todo encanto que compensara la embarazosa estrechez de su dote. No era de extrañar que el hijo tomara una concubina tan pronto como pudo.
Naturalmente, Dulce Ma lo contaba de otro modo.
—Tu madre —decía— era hija de la concubina de una familia de mediana posición. La concubina había dado a luz a diez niños saludables, todos varones, menos uno. Esa única hembra, de aspecto endeble a los dieciséis años, prometía, sin embargo, ser tan prolífica como su madre. Se la sugerí a tu padre y él me dijo que yo le bastaba como esposa. Pero le insistí, diciéndole que un semental ha de tener yeguas, y que las yeguas producen crías, para que el semental no acabe siendo un mulo.
Según Dulce Ma, la relación de mi padre con mi madre era «muy cortés, como se ha de ser con los extraños». De hecho, mi padre era demasiado benévolo y mi madre en seguida aprendió a aprovecharse. Así lo describía Dulce Ma:
—Ella era una intrigante. Se ponía el vestido rosa, se adornaba el pelo con su broche favorito de flores, entornaba impúdicamente los ojos y miraba a tu padre con esa falsa sonrisa suya. ¡Ah, pero yo sabía lo que se proponía! Siempre estaba pidiendo dinero para pagar las deudas de juego de sus nueve hermanos. Me enteré demasiado tarde de que toda su familia era un nido de víboras. ¡No vayas a volverte como ellos, o dejaré que las ratas entren por la noche y te coman!
Según Dulce Ma, mi madre hizo honor a su estirpe y cumplió brillantemente su cometido, quedando preñada año tras año.
—Dio a luz a tu hermano mayor —decía Dulce Ma, contando con los dedos—, después a tu otro hermano, y a continuación a tres bebés azules, que murieron asfixiados en la matriz, lo cual fue una pena, pero no una tragedia, porque eran tres hembras.
Yo nací en 1937, y Dulce Ma estaba allí para presenciar mi dramática llegada.
—Tendrías que haber visto a tu madre, embarazada de nueve meses de ti. Parecía un melón en equilibrio sobre dos palillos, bamboleándose de aquí para allá. A primera hora de la mañana rompió aguas, después de hacernos esperar toda la noche. El cielo invernal era del color del carbón apagado y también lo era la cara de tu madre… Tú eras demasiado grande para salirle de entre las piernas, de modo que las comadronas casi tuvieron que rebanarla en dos y tirar de ti para sacarte, como al gusano de la solitaria. Pesabas más de cinco kilos, y el pelo ensangrentado te llegaba hasta los hombros.
Me estremecí cuando dijo eso.
—Bifang fue el nombre que te puso tu madre, aunque bien sabe el cielo que intenté persuadirla para que eligiera otro. A mi juicio, «jade de buena reputación» suena como el cartel de una tienda, como algo que se dice para agradar a los poco entendidos. «¡Bifang, bifang, compre aquí su bifang!». ¡Ja! Fang pi habría sido mejor nombre para ti: «pedo», porque eso es lo que eras, claro que sí, un pedito apestoso que le salió del trasero.
Dulce Ma sacó un broche para el pelo y me lo enseñó, pero sin dejar que lo tocara.
—Te puso Bifang porque tu padre le regaló esta cosa tan fea para celebrar tu nacimiento.
Era un broche con cientos de hojitas diminutas, labradas en jade verde imperial, con capullos de peonías entre las ramas, hechos de diamantes minúsculos. Colocado en el pelo, el broche reluciente evocaba una gloriosa primavera. Cuando vi por primera vez aquel broche, comprendí por qué ella me había llamado Bifang: yo era su precioso jade, su tesoro en flor, su gloriosa primavera. Bifang.
Dulce Ma también intentó cambiarme el nombre que yo había elegido para la escuela.
—Me gusta Bibi —dije—. Es como me llama papá.
—Pues tampoco hay nada bueno en ese nombre. Es particularmente vulgar. Tu padre tenía un cliente holandés, cuya esposa se llamaba Bibi. A esa señora holandesa le preguntó si el nombre era poco corriente en su país, y ella le respondió: «¡Nada de eso! “Bibi” puede ser francés, alemán e incluso italiano. ¡Se encuentra en todas partes!». Entonces tu padre aplaudió y dijo que había una expresión que significaba exactamente eso: bibi jie shi, «que puede encontrarse en todas partes». Y para ser amable, añadió que si podía encontrarse en todas partes, entonces tenía que ser muy popular y muy del gusto de todos. Pero a mi entender, si algo se encuentra en todas partes, tiene que ser una molestia corriente, como las moscas o el polvo.
El día que dijo eso, Dulce Ma llevaba puesto en el pelo el broche de mi madre, el que según ella era tan feo. Me hubiera gustado arrancárselo. Pero como no podía, dije en la más firme de mis voces que ya había elegido Bibi como nombre para la escuela y que no iba a cambiarlo. Entonces Dulce Ma me dijo que si tenía edad suficiente para elegir mi nombre, también la tenía para enterarme de las circunstancias de la muerte de la enana de mi madre.
—Murió de excesos e insatisfacción —me confió Dulce Ma—. Demasiado, pero nunca suficiente. Ella sabía que yo era la primera esposa de tu padre, la más respetada, la más favorecida. Por muchos hijos varones que ella le diera, probablemente llegaría el día en que él la pusiera de patitas en la calle y la sustituyera por otra.
—¿Papá dijo eso?
Dulce Ma no lo confirmó ni lo negó.
—Verás —dijo en cambio—, el respeto es perdurable. El enamoramiento es pasajero, un capricho para una o dos temporadas, destinado a ser reemplazado por otro antojo. Todos los hombres lo hacen. Tu madre lo sabía, yo lo sabía. Algún día, tú también lo sabrás. Pero en lugar de aceptar su situación en la vida, tu madre perdió todo control de sus sentidos. De pronto, la asaltó una ansia irrefrenable de comer dulces. No podía parar. Y estaba sedienta todo el tiempo, aunque bebía como el genio que se tragó todo el océano y después lo escupió. Un día, un espectro advirtió la debilidad de su espíritu y se le metió en el cuerpo por un agujero en el estómago. Tu madre cayó al suelo, retorciéndose y farfullando cosas incomprensibles, y después se quedó inmóvil.
En mi recuerdo fabricado, yo veía a mi madre pequeñita, levantándose de la cama y yendo hasta una olla llena de negra sopa azucarada de semillas de sésamo. Metía los dedos para probar si estaba suficientemente dulce, pero no. Le echaba más terrones de azúcar, más, más y más. Después revolvía la pasta caliente y oscura, y se la echaba a la boca, cuenco tras cuenco, llenándose el estómago hasta la altura de la garganta y el hueco de la boca, hasta que finalmente caía al suelo, empapada y sofocada.
Cuando me diagnosticaron diabetes, hace sólo cinco años, pensé que mi madre debió de morir de lo mismo, que su sangre no era suficientemente dulce o lo era en exceso. La diabetes, como más tarde descubrí, es una batalla constante de equilibrios. En cualquier caso, fue así como conocí a mi madre, por los defectos heredados: los dientes inferiores torcidos, la inclinación hacia arriba de la ceja izquierda o el deseo de algo más que lo justo para saciar a una persona normal.
La noche en que partimos para siempre de Shanghai, Dulce Ma hizo una demostración más de su interminable sacrificio. Se negó a marcharse.
—Yo no os serviría de nada en América, sin saber inglés —le dijo a mi padre con afectada timidez—. No quiero ser una carga. Además, Bifang tiene casi trece años y ya no necesita una niñera.
Miró en mi dirección, esperando que yo la contradijera con vigorosas protestas.
—No discutas por eso —dijo mi padre—. ¡Claro que vienes!
Tenía prisa, porque junto a él estaba el portero, un hombre mezquino llamado Luo, que nos desagradaba a todos. Mi padre había hecho arreglos precipitados para partir, antes de que Shanghai cayera por completo bajo el control comunista.
Delante de mis hermanos, de nuestro abuelo y de los criados, Dulce Ma siguió discutiendo y volvió a mirarme, esperando que yo dijera las palabras adecuadas. Se suponía que tenía que arrojarme a sus pies, golpeando la frente contra el suelo y suplicando que no me abandonara. Y como no lo hice, se empeñó más aún en sonsacarme ese ruego.
—Bifang no me necesita —insistió—. Ya me lo ha dicho.
Antes me había estado regañando por dormir hasta tarde. Me llamó Huesos Blandos Podridos. Dijo que era igual que mi madre, y que si no me curaba yo misma de esos malos hábitos, encontraría el mismo final terrible que ella. Yo no estaba del todo despierta, y en mi anhelo por seguir durmiendo, me tapé los oídos con las manos y, creyendo que gritaba en sueños, exclamé: «¡Para ya, vaca gruñona!». Lo siguiente que recuerdo es que Dulce Ma me despertó a golpes.
Así que allí estaba yo con mi familia, a punto de huir en medio de la noche, con oro y diamantes disimulados en el cuerpo de trapo de mis muñecas, y allí estaba el broche para el pelo de mi madre. Lo había robado del tocador de Dulce Ma y me lo había cosido al forro del abrigo.
El portero Luo nos apremiaba para que nos fuéramos, y Dulce Ma aún seguía escenificando sus amenazas de quedarse. Se suponía que todos debíamos rogarle que cambiara de idea. Pero mi pensamiento iba en otra dirección. ¿Qué pasaría si Dulce Ma finalmente se quedaba? ¿Cómo cambiaría eso mi vida?
Aquellas reflexiones me produjeron una sensación de hormigueo y debilidad en el pecho. Sentí un ablandamiento en las rodillas y la columna vertebral. Siempre me pasaba cuando preveía algo bueno o malo, cada vez que estaba próxima a permitirme experimentar los extremos de la emoción. Como mi madre había sido igual que yo, temía perder el control algún día, caer fulminada y morir de excesos, como ella. Por eso había aprendido a refrenar mis sentimientos, a no preocuparme, ni hacer nada, a dejar simplemente que las cosas sucedieran, pasara lo que pasase.
El silencio decidiría mi destino.
—¡Habla! —dijo mi padre en tono persuasivo—. ¡Pídele disculpas!
Yo aguardé en silencio.
—¡Vamos, date prisa! —exclamó.
Debió de pasar un minuto. Volví a sentir débiles las piernas. «Contrólalo —me decía para mis adentros—, controla tu deseo».
Finalmente, mi padre se cansó y le repitió a Dulce Ma:
—¡Claro que vienes!
Pero Dulce Ma se golpeó el pecho y respondió, gritando:
—¡Se acabó! ¡Prefiero que los comunistas me atraviesen con sus bayonetas antes que verme obligada a partir con esa niña perversa!
Y salió de la habitación con paso vacilante.
Cuando nos embarcamos hacia Haiphong, reflexioné aterrada sobre lo que había hecho. De pie en la cubierta, mientras el barco se hacía a la mar bajo un cielo negro cuajado de estrellas y galaxias, imaginé la vida brillante que nos esperaba, en una nueva tierra, más allá del horizonte. Nos dirigíamos a América, donde la alegría era tan abundante que no era preciso considerarla una suerte.
Imaginé a Dulce Ma, sola en nuestra casa familiar de la rué Massenet, con las salas aún elegantemente amuebladas, pero fantasmagóricas y desprovistas de vida. Pronto entrarían en la casa los soldados con sus bayonetas y aplastarían todos los símbolos capitalistas, y Dulce Ma estaría sentada en su butaca de siempre, diciéndoles todo el tiempo a los revolucionarios que no quería ser una carga. Quizá aun así la castigaran por su vida burguesa. Tal vez le abofetearan la cara sin cejas —¡podía imaginarlo con tanta claridad!—, y esos hombres crueles le gritarían que usara su pelo y sus lágrimas para fregar el suelo. Le darían puntapiés en los muslos para que se diera prisa y alguna bota caería en su trasero. Mientras paladeaba la escena imaginaria, visualizándola mentalmente una y otra vez, noté que se me aflojaban las extremidades por el miedo y la euforia, extraña combinación que me hizo sentir verdaderamente pérfida. Sentí que iba a ser castigada en mi vida siguiente. Me convertiría en vaca, y ella, en un cuervo que me picotearía los flancos. Y teniendo esa imagen en la mente, noté de pronto unos dedos huesudos que me tiraban de las mejillas y me las pellizcaban hasta hacerme sentir el sabor de la sangre.
Era Dulce Ma. Mi padre había vuelto y le había insistido tres veces más para que viniera con nosotros. Aunque ella lo había sentido como un golpe a su dignidad, había permitido que la arrancaran de su butaca y la arrastraran hasta el coche que los estaba esperando y que los llevó a toda prisa hasta el muelle. Así pues, Dulce Ma regresó, más decidida que nunca, a instilar en mi cerebro algo de sensatez, aporreando mi cuerpo para expulsar el mal. ¡Qué suerte tenía yo de que siguiera siendo la tenue luz que me guiaba!
Dulce Ma intentaba modelarme la mente a golpes, como a la masa de los buñuelos. Y cuanto más lo intentaba, más me volvía yo como mi madre, o al menos eso decía ella. Yo era codiciosa —me advertía—, y no podía saciar mi corazón con suficiente placer, ni mi estómago con suficientes manjares, ni mi cuerpo con suficiente sueño. Era como una cesta de arroz con un agujero abierto en el fondo por las ratas; por eso nunca podía estar satisfecha, ni había nada que pudiera colmarme. Jamás conocería en toda su extensión y profundidad el amor, la belleza o la felicidad. Lo decía como una maldición.
A causa de sus críticas, yo actuaba como si fuera aún más deficiente en cuanto a sentimientos, particularmente hacia ella. Sabía que una cara inexpresiva y un corazón impávido eran exactamente las cosas que hacían que las cejas de Dulce Ma se hincharan hasta reventar. Mi razonamiento era el siguiente: ¿cómo podría herirme nadie, si nada me importaba? Con el tiempo, sentí que me volvía más y más fuerte. Las piernas ya no se me aflojaban, y aprendí a esconderme del dolor. Oculté con tanta habilidad mis sentimientos más profundos, que olvidé dónde los había puesto.
Recuerdo la noche terrible en que advertí que la maldición de Dulce Ma se había hecho realidad. Fue un año después de empezar la universidad; había regresado a casa, convocada por Dulce Ma, para celebrar con la familia la Fiesta del Otoño, que tradicionalmente es una ceremonia de acción de gracias. Estábamos mi padre, mis hermanos y yo en la acostumbrada reunión de parientes lejanos y amigos chinos, algunos de los cuales eran ciudadanos norteamericanos de larga data y otros, inmigrantes recientes. Estábamos en el jardín de la casa de un primo segundo, en Menlo Park, a punto de ver salir la luna llena. Sosteniendo farolillos de papel con velas chisporroteantes, nos dirigimos hacia la piscina. Y en esa piscina, vi aparecer y reverberar la luna, un dorado melón y no un simple disco plano, como siempre me había parecido. Oí a los demás gimiendo de felicidad. Los vi quedarse boquiabiertos, con los bordes de los ojos empapados en lágrimas.
Yo tenía la boca cerrada y los ojos secos. Veía la luna con tanta claridad como ellos, e incluso era capaz de apreciar su gloria extraordinaria. ¿Por qué no me invadía entonces la misma emoción? ¿Por qué su felicidad era diez veces mayor que la mía? ¿Carecía yo de la conexión precisa entre los sentidos y el corazón?
Entonces advertí que era mi costumbre. Refrenar mis emociones. Evitar que se me aflojaran las rodillas. Y con ese conocimiento, me dispuse a sentir lo que quisiera sentir, con tanta plenitud como quisiera. Miré la luna, resuelta a experimentar todas las emociones. Esperaba que la alegría y el embeleso me inundaran. Estaba decidida, estaba dispuesta, lo ansiaba, lo anhelaba, lo esperaba… pero no pasó nada. Mis piernas permanecieron firmes y erguidas.
Aquella noche de contemplación de la luna comprendí que siempre sería deficitaria en materia de grandes sentimientos. Ha sido así porque no tuve una verdadera madre cuando estaba creciendo. Una madre es la primera en llenarte el corazón, la que te enseña la naturaleza de la felicidad, la que te hace ver lo que es adecuado, lo que es un exceso y cuál es el tipo de felicidad que te hace desear más de aquello que es malo para ti. Una madre ayuda a su niña a ejercitar sus primeros sentimientos de placer. Más adelante, le enseña a contenerse, o a chillar de alegría cuando reconoce las temblorosas hojas del gingko, o a sentir una satisfacción más serena y a la vez más profunda al hallar un pino centenario. Una madre te hace comprender que existen diferentes niveles de belleza y que en ellos residen las fuentes del placer, algunas de las cuales son vulgares y corrientes, y, por tanto, de valor efímero, mientras que otras son difíciles y poco frecuentes, de ahí que merezca la pena ir en su busca.
Pero a través de mis años formativos sólo tuve a Dulce Ma. Esa mujer de entrañas resecas intentó inculcarme por la fuerza su concepto de lo bueno, diciéndome que me alegrara de no estar tan desnuda como un árbol en invierno, que agradeciera no ser aquella niña esquelética que yacía junto a una alcantarilla, o que renunciara alegremente a la sombra de un sauce, en un día de calor insoportable, en beneficio de los que eran mayores o menores que yo, que resultaban ser absolutamente todos. Siguiendo las instrucciones de Dulce Ma, ya no fui capaz de sentir con naturalidad, sino con cautela.
Cuando mi padre murió, sentí la pérdida y me entristecí, desde luego, pero no experimenté el tumulto devastador que mis hermanos y mi madrastra parecieron sentir. En cuanto al romanticismo, sentía los aguijones del amor, pero nunca la pasión que sobrecogía a mis amigas.
Pero entonces descubrí el arte. Por primera vez, vi la naturaleza y los sentimientos puros, expresados de un modo que podía entender. Un cuadro era una traducción del lenguaje de mi corazón. Mis emociones estaban todas ahí, sólo que en una pintura o una escultura. Visité museo tras museo, y recorrí los laberintos de las salas y de mi propia alma. Y allí estaban mis sentimientos, todos ellos naturales, espontáneos, auténticos y libres. Mi corazón retozaba entre formas, sombras, manchas, figuras, repeticiones y líneas de final abrupto. Mi alma reverberaba en diminutas pinceladas plumosas, trazando una a una las pestañas.
Fue así como empecé a coleccionar arte. De ese modo, pude rodearme de lo inexpresable y regocijarme en el alma de otros. ¡Qué deuda de toda una vida tengo con el arte!
En cuanto a Dulce Ma, siguió siendo la misma mujer amargada y quejumbrosa. Cuando murió mi padre, la alojé en uno de los apartamentos de mi finca y contraté a una señora para que le tuviera la casa ordenada y le preparara comida china. Dulce Ma nunca movió un dedo, excepto para atormentarme a mí o a cualquiera que tuviera la mala suerte de cruzarse en su camino. Cuando quedó impedida, la ingresé en la mejor residencia para ancianos, que me costaba una fortuna. No me lo agradeció. La llamaba la Sala de Espera de la Muerte. Durante años me dije que tenía que ser paciente, porque muy pronto ella moriría. Seguramente, sus explosiones de cólera tendrían un efecto similar en sus vasos sanguíneos, en su corazón o en su cerebro. Tenía casi noventa y nueve años, y yo sólo sesenta y tres, cuando me adelanté a ella y me fui de este mundo.
¡Oh, cómo lloró! Recordaba nuestro pasado juntas como una relación tan idílica que me pregunté si no estaría más senil de lo que pensaba. ¿O sería posible que de verdad hubiese cambiado su actitud hacia mí? Cuando hallé la respuesta, yo también cambié mi actitud hacia ella. Mientras que antes anhelaba su muerte, ahora le deseo una vida muy, pero que muy larga. No vaya a ser que abandone la Sala de Espera de la Muerte y venga a reunirse conmigo en la otra vida.
Cuando terminó la primera parte de mi funeral, la gente bajó la escalinata del Museo de Young y salió al Tea Garden Drive. Sellaron con cera mi ataúd, lo colocaron sobre un soporte rodante y lo llevaron rápidamente a una entrada de servicio, donde había un coche fúnebre esperando. El coche salió por el aparcamiento, mientras un risueño grupo de niños de la Escuela Internacional Sinoamericana (de la que siempre he sido generosa benefactora) bajaba del quiosco de la banda que hay en el Espacio de la Música y, con sus melodiosos instrumentos, formaba fila detrás del vehículo mortuorio. De los bancos verdes de madera se levantaron otras dos docenas de estudiantes en uniforme blanco (chaquetas amplias, gorras y pantalones que habían quedado de la fiesta de la primavera del año anterior) y se situaron detrás de la banda de música. Dos chicos robustos de aire pomposo sostenían una pancarta en la que podía verse una foto mía con mi peinado del Himalaya. Una guirnalda de flores enmarcaba mi cara ampliada y su exagerada sonrisa. ¡Por favor! ¡Parecía como si estuviera haciendo campaña para ser elegida alcaldesa del mundo de ultratumba!
Al poco tiempo, los asistentes al funeral, junto con una docena de turistas sobre patines alquilados y un par de docenas más que habían sido rechazados a las puertas del Jardín de Té Japonés, se reunieron detrás de la banda, siguiendo las apremiantes instrucciones gestuales del personal del museo. Trinaron las flautas, chocaron los platillos, retumbaron los tambores y una bandada de gordas palomas levantó el vuelo, con un ventoso batir de alas; fue así como iniciamos nuestra marcha, para rendir tributo a una «gran dama desaparecida».
Aunque era diciembre, el día era soleado y sin viento, lo que hacía que todos se sintieran animados e incapaces de lamentarse con auténtico pesar. Los que se habían apuntado a la infausta expedición al camino de Birmania habían formado un grupo hacia el final del cortejo. Decidí unirme a ellos y escuchar en la trastienda de su mente. Mientras rodeábamos la glorieta, Harry Bailley sacó a relucir la posibilidad de cancelar el viaje.
—¿Qué gracia tendría sin Bibi? —dijo, con esa generosa voz de barítono que siempre me gustaba tanto oír en su programa de televisión—. ¿Quién va a indicarnos lo que hemos de saborear, lo que hemos de ver?
Unas preguntas muy conmovedoras.
Marlena Chu se apresuró a darle la razón.
—No sería lo mismo —dijo con su voz elegante, teñida de ese acento fruto de su nacimiento en Shanghai, su infancia en Sao Paulo, sus profesores británicos y sus estudios en la Sorbona.
Marlena pertenecía a una familia que había tenido una fortuna colosal y vasto poder, a la que el exilio en Sudamérica había reducido a una posición simplemente acomodada. Se dedicaba a comprar obras de arte, como conservadora profesional de colecciones privadas, y a encargar instalaciones escultóricas para grandes corporaciones que establecían sus sedes internacionales en lugares remotos. Casualmente, yo estaba enterada de que tenía un posible nuevo cliente en Milán. Para ella habría sido un alivio disponer de un motivo legítimo para cancelar el viaje a Birmania. Sin embargo, su hija de doce años, Esmé, que soñaba con ayudar a los huérfanos birmanos y había presumido de su noble causa delante de su maestra y sus compañeros de clase, protestaría incesantemente si averiguaba que en lugar de eso iban a ir a Italia, que estaba tan de moda.
¿Cómo sabía yo todo eso? Al principio no tenía ni idea, y ni siquiera me preguntaba cómo era posible que lo supiera. Pero sentía a los demás con tanta claridad como a mí misma; sus sentimientos se habían vuelto míos. Compartía sus pensamientos secretos: sus motivos y sus deseos, sus culpas y sus remordimientos, sus temores y sus alegrías, y también los matices de la verdad en todo cuanto decían o dejaban de decir. Los pensamientos nadaban a mi alrededor como cardúmenes de peces multicolores y, cuando alguien hablaba, sus verdaderos sentimientos me traspasaban como un destello. Era así de impresionante y así de sencillo. La Mente de los Otros, así lo habría llamado Buda.
Fuera cual fuese la causa de ese estado ampliado de conciencia, allí estaba yo, escuchando furtivamente la conversación de mis amigos sobre el inminente viaje a Birmania.
—A decir verdad —oí que decía Roxanne Scarangello—, me he estado preguntando por qué habré aceptado ir a Birmania.
Era un pequeño puyazo dirigido a su marido, Dwight Massey, que había reservado el viaje sin ganarse del todo su consentimiento. Cabía argumentar que ella nunca se había negado, o al menos que no lo había hecho rotundamente. Mientras estaba ocupada en la parte más delicada de su investigación, le había dicho a su marido que hiciera los arreglos necesarios, pero había añadido que no le habría importado hacer otro viaje a las Galápagos, para seguir documentando los cambios ecológicos y sus efectos sobre las especies endémicas de las islas, el tema de su próximo libro. Era bióloga evolutiva, experta en Darwin y becaria de la Fundación MacArthur.
Su marido era psicólogo del comportamiento y había sido alumno suyo; tenía treinta y un años, doce menos que ella. Estaba especializado en las diferencias neurológicas entre hombres y mujeres, «descritas a menudo erróneamente como diferencias en cociente intelectual medio —solía decir Dwight—, y no como diferentes grados de fluidez en determinadas regiones del cerebro». En ese momento, Dwight estaba colaborando con el proyecto de investigación de otro científico, que estudiaba cómo hacían las ardillas para esconder nueces en más de un centenar de sitios sin seguir ninguna pauta aparente, aparte de una disposición más o menos circular y, aun así, encontrarlas al cabo de meses. ¿Qué estrategias usaban las hembras para esconder y recuperar las nueces? ¿Cuáles empleaban los machos? ¿Eran diferentes? ¿Cuáles eran más eficaces? Era un proyecto interesante, pero no era de Dwight. Él era un subordinado. Su carrera había estado determinada, hasta entonces, por las universidades que querían contratar a Roxanne.
Dwight había rendido un culto sin cuestionamientos a Roxanne cuando empezaron a salir juntos, diez años atrás, poco después de que ella apareció en el número especial de Esquire, «Mujeres que adoramos». Entonces él tenía veintiún años y era el más brillante de sus alumnos. En los últimos tiempos, era más frecuente que rivalizara con ella intelectualmente, pero también en el aspecto físico. Tanto Roxanne como Dwight eran tremendamente atléticos y a los dos les encantaba sudar, por lo que tenían mucho en común. Sin embargo, cualquiera que los viera por primera vez podía pensar, como pensé yo, que no eran una pareja muy bien conjuntada. Ella era musculosa y corpulenta, de cara redonda y tez rojiza, con expresión despierta y a la vez cordial. Él, en cambio, era larguirucho, con unas facciones angulosas que le conferían cierto aire malicioso y una actitud que lo hacía parecer combativo y arrogante. Ella transmitía confianza y él se comportaba como un mordaz segundón.
—Lo que me preocupa es el aspecto ético —estaba diciendo Roxanne—. Ir a Birmania es en cierto modo como entrar en complicidad financiera con un gobierno corrupto.
—Me parece muy acertado lo que dice Roxanne —intervino Marlena—. Cuando reservamos el viaje, parecía que el régimen estaba mejorando. Parecía inminente algún tipo de acercamiento con esa mujer, la que recibió el Premio Nobel…
—Aung Sang Suu Kyi —dijo Dwight.
—… pero ir ahora —prosiguió Marlena—, cuando muchos están respetando el boicot, no sé, sería como entrar a trabajar cuando hay huelga, me parece…
—¿Sabes qué tipo de gente cumple ciegamente los boicots? —volvió a interrumpirla Dwight—. La misma que dice que comer hamburguesas equivale a aprobar que torturen a las vacas. Es una forma de fascismo progre. Los boicots no ayudan a nadie, no son buenos para la gente real. Sólo sirven para que los bienintencionados de siempre se sientan bien…
Cualquiera que fuese su verdadera opinión en materia de boicots, Dwight deseaba ardientemente hacer ese viaje, porque apenas un año antes se había enterado de que su tatarabuelo por parte de madre se había marchado a Birmania en 1883, dejando mujer y siete hijos en Huddersfield, ciudad industrial de Yorkshire, y había aceptado un empleo con una compañía maderera británica. Después, según contaban la historia en la familia, había caído en una emboscada de los nativos, a orillas del Irrawaddy, en 1885, un año antes de que Gran Bretaña estableciera oficialmente su dominio sobre la vieja Birmania. Dwight sentía una extraña afinidad con su antepasado, como si un recuerdo genético lo impulsara hacia esa parte del mundo. Como psicólogo del comportamiento, sabía que científicamente eso no era posible, pero la idea lo intrigaba y, últimamente, lo tenía obsesionado.
—¿Qué sentido tiene no hacer algo? —seguía argumentando—. No comes carne y te sientes bien por salvar a las vacas. Boicoteas Birmania y te sientes bien por no haber ido. Pero ¿qué bien has hecho en realidad? ¿A quién has salvado? Lo único que has hecho es irte a pasar tus jodidas vacaciones a Bali…
—¿No podríamos discutir esto más racionalmente? —dijo Vera.
Mi querida amiga detestaba el uso de expletivos de carácter sexual. A los miembros de su organización les recomendaba emplear imprecaciones de carácter religioso, para expresar la firmeza de sus convicciones. «No habléis de joder ni de follar —les aconsejaba— más que para referiros a los hondos placeres del sexo. Y no mezcléis esos términos en discusiones donde deban prevalecer el corazón y el cerebro». Se decía que, en el trabajo, era capaz de echar a alguien de un proyecto por contravenciones lingüísticas menos importantes. Vera se daba cuenta de que Dwight era capaz e incisivo, lo cual era peor combinación que la de ser simplemente estúpido y fastidioso, porque hacía que sus interlocutores desearan arrearle un par de guantazos, aun cuando estuvieran parcialmente de acuerdo con lo que decía.
—Las sanciones dieron resultado en Sudáfrica… —empezó Marlena.
—… porque los opresores eran blancos y suficientemente ricos como para acusar la crítica —terminó Dwight—. Las sanciones de Estados Unidos contra Birmania son ineficaces. Los birmanos comercian sobre todo con otros países asiáticos. ¿Qué puede importarles nuestra desaprobación? ¿Qué incentivo tienen?
—Podríamos desviarnos a Nepal —apuntó otra persona de nuestro pequeño grupo. Puede que fuera Moff, un viejo amigo de Harry de la época del internado en la École Monte Rosa de Suiza, cuando los padres de ambos estaban asignados en misión diplomática en países que carecían de escuelas con enseñanza en inglés.
Moff estaba interesado en Nepal, porque poseía una plantación de bambú en los alrededores de Salinas y, casualmente, había estado investigando sobre productos madereros explotables en las tierras bajas de Nepal y sobre la posibilidad de vivir allí seis meses al año. Su verdadero nombre era Mark Moffett, pero todos lo llamaban Moff desde que Harry le puso el apodo, cuando ambos eran niños. Los dos amigos tenían cuarenta y tantos años y estaban divorciados. En los últimos cuatro años, habían hecho un ritual de sus viajes juntos durante las vacaciones de invierno.
Moff suponía que a su hijo de quince años, Rupert, le gustaría tanto Katmandú como le había gustado a él a su edad. Pero seguramente su ex mujer le tiraría los cuencos cantores nepaleses a la cabeza si llevaba al hijo de ambos a ese «sitio de hippies». En la batalla por la custodia de Rupert, había acusado a Moff de ser drogadicto, como si se pasara el día fumando crack, cuando lo único que hacía era liar ocasionalmente un porro en compañía de amigos. Había tenido que luchar a brazo partido para que dejara a Rupert viajar con él a China y a Birmania para esas vacaciones.
Vera se aclaró la garganta, para que todos le prestaran atención.
—Mis estimados compañeros de viaje, odio deciros esto, pero cualquier cambio o cancelación en este momento supondría la pérdida del depósito, que por otra parte asciende a la totalidad del coste del viaje, ya que estamos a pocos días de la fecha de salida.
—¡Cielo santo, eso es un escándalo! —exclamó Harry.
—¿Qué hay de nuestro seguro de viaje? —preguntó Marlena—. Tiene que cubrir un caso así. Esto es muerte repentina.
—Lo siento, pero Bibi no había contratado ningún seguro.
¿Por qué se estaba disculpando Vera en mi nombre? Mientras todos murmuraban diversos grados de conmoción, alarma o disgusto, yo vociferaba y me golpeaba la palma de la mano con el puño, para dar a conocer mi punto de vista. Pero nadie podía oírme, claro, a excepción de Poochini, que irguió las orejas, levantó el hocico y empezó a gemir, intentando olfatearme.
—Chis —le dijo Harry, y en cuanto Poochini se estuvo cinco segundos callado, le metió otro trocito de hígado seco en su preciosa boquita.
Para que conste, permítanme que aclare lo sucedido. Aunque al final no contraté el seguro, he de decir que saqué a relucir el tema por lo menos dos veces. Recuerdo específicamente haber hablado del coste extra por persona que supondría el seguro, a lo que Harry replicó con su habitual «¡Cielo santo, eso es un escándalo!». ¿Por qué «un escándalo»? ¿Quería o no quería que contratara el maldito seguro? No soy un perro al que pueda adiestrar diciendo «Bien, Bibi. Chis, Bibi», hasta que me entere de lo que quiere que haga. Después pasé a detallar el coste de las diversas coberturas, desde la simple cancelación del viaje hasta la evacuación médica de emergencia en helicóptero y el traslado a un hospital occidental. Expliqué las diferencias entre las distintas pólizas en cuanto a cobertura de enfermedades preexistentes y aclaré, por ejemplo, si un hueso roto o la mordedura de un perro posiblemente rabioso eran motivo suficiente de evacuación. ¿Y quién estaba escuchando? Nadie, excepto Heidi Stark, la media hermana de Roxanne, que se preocupa absolutamente por todo. «Bibi, ¿hay malaria en esta época del año?», «Bibi, ¿te parece que llevemos suero antiofídico para las serpientes?», «Bibi, he leído que una mujer contrajo epilepsia porque la mordió un mono en Madagascar». Y así sucesivamente, hasta que Harry le apoyó una mano en el hombro y le dijo: «Heidi, cariño, deja de verlo todo tan negro. ¿Por qué no piensas simplemente que lo pasaremos la mar de bien?».
Lo malo es que todos pensaron que lo pasaríamos la mar de bien. Dejaron de verlo todo tan negro y desterraron de su mente los monos encefalíticos, junto con la necesidad de contratar un seguro, y así siguieron hasta el día de mi funeral. Entonces resultó que la culpa era mía, si ya no pensaban que fueran a pasarlo tan bien, y que la culpa era mía si no podían cancelar el viaje. ¡Qué pronto se habían convertido en seres irritables y quejumbrosos, como niños malcriados acompañando a su madre a hacer recados en un día caluroso!
El coche fúnebre avanzaba, la banda marchaba y mis amigos caminaban con paso cansino por el paseo bordeado de eucaliptos, dejando atrás enjambres de gente boquiabierta que salía de la Academia de Ciencias de California, con niños que abrazaban réplicas de goma de dinosaurios y gritaban de entusiasmo al ver el inesperado desfile.
—¡Guau, guau! ¡Me encanta tu programa! —gritaban algunos.
Harry saludaba a sus fans inclinando levemente la cabeza.
—¡Qué embarazoso! —comentó en voz baja, pero en tono complacido. Y con su sonrisa televisiva aún desplegada, se volvió hacia nuestro grupo y, enardecido por el arrojo que la adoración del público le había infundido, dijo heroicamente—: ¿Entonces, qué? El mal está hecho, la suerte está echada, y lo mejor será que hagamos de esto un éxito. ¡A Birmania!
Vera asintió.
—Nunca habrá nadie tan maravillosa como nuestra Bibi, pero hemos de pensar en el aspecto práctico de encontrar a otra persona que dirija la expedición. Es lo único imperativo.
—Alguien que conozca bien Birmania —añadió Marlena—, alguien que haya estado allí varias veces. Quizá ese experto en arte asiático, el profesor Wu. Me han dicho que es fantástico.
—De primera —convino Harry.
—Sea quien sea el guía que encontremos —intervino Dwight—, tenemos que pedirle que quite la mitad de la mierda museístico-cultural y añada un poco de ciclismo o de trekking.
Por su parte, Heidi añadió:
—Yo creo que cada uno de nosotros debería investigar algo acerca de Birmania, como la historia, la política o la cultura. ¡Bibi sabía tanto!
Uno por uno, todos dieron su aprobación, pero no sin antes proponer enmiendas y expresar desacuerdos, con sutilezas y salvedades de creciente complicación, augurio de lo que vendría.
Cuando llegaron al John F. Kennedy Drive, la banda estaba tocando una estridente versión del himno Amazing grace en el violín chino de dos cuerdas, y el grupo ya me había perdonado que no hubiera contratado el seguro de cancelación del viaje. Mientras dos guardias en motocicleta controlaban el tráfico y el coche fúnebre se alejaba velozmente, yo le dediqué a mi cuerpo un silencioso adiós. Entonces Harry instó al resto de los viajeros a formar un círculo y entrechocar las palmas de las manos en alto, diciendo:
—¡Ojalá Bibi se una a nuestro grupo en espíritu!
De modo que así fue cómo empezó. Esperaban que los acompañara. ¿Cómo iba a negarme?