En casa, otoño de 1997
Hay un largo trayecto desde el aparcamiento hasta la residencia de su abuela y al joven se le empapan los pies. El rascacielos, con su blanca mole, se alza sobre el verdor del césped ajardinado. Cuando brilla el sol, los residentes suelen pasear con paso lento, formando parejas, por los amarillentos caminitos de grava, y su Oma se sienta en el balcón, doce pisos más arriba. En días así, el joven suele detenerse en el césped y, después de contar ocho ventanas hacia abajo y tres de lado, saluda con la mano y aguarda la respuesta de la pequeña mancha en movimiento. Pero hoy llueve y el joven avanza sin detenerse.
El joven es Michael. Su Oma se llama Kaethe y estuvo casada con Askan.
Oma Kaethe. Opa Askan.
Cuando firma en el registro de entrada, la enfermera que está en recepción le sonríe al reconocerle. Las gafas se le empañan con el calor del vestíbulo y el agua le chorrea por el cabello, deslizándose por el cuello mientras aguarda a que llegue el ascensor.
Últimamente, Michael se dedica a reconstruir un mapa de su familia. En las colas, en los trenes, en los momentos en que no tiene nada más que hacer, los va desplegando dentro de su mente: capas de tiempo y de geografía, un entramado más o menos exacto de fechas y conexiones con las que trabajar, con las que llenar los espacios vacíos.
Oma Kaethe y Opa Askan. Casados, en Kiel, 1938. Dos hijos. Mutti, Karin, en Kiel. 1941. Y luego Onkel Bernd. En Hannover, después de la guerra. Después de que Opa volviera a casa.
Cuando Michael sale del ascensor, Oma le está aguardando en la puerta del piso. Le saluda con la mano desde el otro extremo del pasillo. Te vi venir, le dirá. Caminando bajo la lluvia. Michael se quita las gafas y Oma las limpia con su delantal. Busca una toalla para que se seque el cabello y otra para los pies. Ha dejado los zapatos junto a la puerta de la entrada y los calcetines cuelgan del radiador.
Michael es alto y Oma Kaethe es cada vez más pequeña: con la parte superior de la cabeza ahora le llega tan sólo por debajo del hombro. Mientras la anciana llena la jarrita de la crema y ordena las pastas en los platos, Michael asimila la sorpresa habitual de todos los domingos, la de que Oma es cada vez más vieja. Nacida en 1917, cincuenta años antes que yo. Veinticuatro antes que Mutti, su hija. Y cinco después que Opa. Hoy, mientras Oma habla, los largos dedos le tiemblan. Michael se los aprieta con ambas manos, frías por la lluvia, y su abuela le sonríe.
Durante la semana, Michael recorta artículos de los periódicos para ella y los guarda para dárselos cuando la visita. Los despliega encima de la mesa cubierta con el mantel impermeable de color rojo que todavía huele a la antigua casa de Oma. Su abuela sigue con dedos temblorosos las líneas impresas mientras Michael come: pastas con frutas escarchadas y mazapán, a pesar de que aún faltan varias semanas para la Navidad. Delante de Michael, a lo largo de la pared, están los retratos de los tíos de Oma que murieron cuando ella era una niña. Oscuros retratos al óleo de unos muchachos vestidos de uniforme. Los tíos abuelos de Mutti. Mis bistíos. Im Krieg gefallen: muertos en la guerra. No en la de Opa, sino en otra anterior.
La lluvia resbala por las ventanas y Michael recorre el pequeño apartamento encendiendo las luces. Si hiciera un día despejado, ahora Oma le habría llevado al balcón para que disfrutara de la vista de la ciudad. Stadtwald, Wolkenkratzer und Main. Desde mi nido de águilas lo puedo ver todo, le diría. Y Michael miraría más allá del bosque y del río, hacia los rascacielos, y asentiría.
En cambio, hoy juegan una larga partida de cartas, que Oma gana, y luego concluye la tarde. Oma se mete las llaves en el bolsillo y acompaña a Michael en el ascensor. Se sonríen al notar la presión en los oídos.
—No nos diseñaron para vivir tan alto —le dice la abuela.
—Pero piensa en todas las cosas que no veríamos —le contesta Michael, y luego ella se ríe.
Tonstrasse, Wiener Strasse, Steinweg, Kirchenweg, Kastanienalle. Michael hace una lista de las direcciones de Oma mientras se aleja. Kiel, Kiel, Hannover, aquí, aquí. Las tres del centro con Opa. La primera y la última sin él.
A medio camino del aparcamiento se vuelve y la abuela le dice adiós ondeando la mano desde la entrada. Todavía le mira cuando sube al coche de su madre. Baja el cristal de la ventanilla y le devuelve el saludo al marchar.
Cuando Michael llega a casa, Mina le espera en el umbral con la puerta abierta, mientras él sube las escaleras. El último tramo lo recorre poco a poco, observándola. Se sonríen.
—Te vi llegar.
El aliento le huele a alcohol. Michael sabe que el suyo debe de oler a cigarrillos.
—Hemos descorchado una botella de vino.
—¿Hemos?
—Luise. Luise y Yo.
Mi hermana. Doctora. Tres años mayor que yo. La única nieta. Luise le grita desde la cocina mientras él se quita el abrigo.
—Me ha dicho Mina que llevaste a Mutti y a Vati a almorzar la semana pasada. Me parece muy bien, Micha. Pero, ¿sabes una cosa? Me pregunto cómo se te olvidó invitarme a mí.
Lo dice riendo, pero Michael sabe que está dolida. Y que tampoco espera una respuesta; sólo pretende que él lo sepa. Se encoge de hombros y sonríe. Mierda. Mina le sirve un poco de vino y regresa al lado de Luise. Ambas están sentadas en la repisa de la ventana, junto al radiador, el cristal empañado contra el cielo del atardecer. Está oscuro, casi, pero no han encendido las luces. Michael se queda junto al frigorífico, al otro lado de la sala.
—Por cierto, Luise, ¿qué tal estás?
—Muy bien, Michael. Gracias. ¿Y tú?
—No estoy mal. Bien.
—¿Qué tal en la escuela? ¿Algún cotilleo de la sala de profesores?
—No, por Dios. Sólo las habituales batallas por el poder durante la pausa de media mañana.
—Bueno, Herr Lehner, me muero de hambre y Mina dijo que hoy te tocaba cocinar a ti.
Luise vuelve a reír y Mina sonríe a Michael desde el otro extremo de la habitación.
—No es cierto. Sólo le dije que debíamos esperar a que volvieras a casa.
Levanta el vaso hacia él en un brindis. Luise también lo hace con una sonrisa que a Michael le resulta imposible descifrar. Luise, Luise, Luise. Jesús.
—¿Así que tienes intención de quedarte a cenar?
—¡Vaya! Oye Mina, ¿contigo es así de desagradable?
—Ya basta por ahora. Vamos a cocinar.
Mina cruza hasta la cocina, abre la nevera y la luz se desparrama por el suelo. La etiqueta del jersey le sale por encima del cuello y Micha estira la mano para colocársela bien.
—Creo que iré a casa de Mutti y Vati, a devolverles el coche. No tardaré.
Luise se levanta y se sirve más vino.
—¿Has ido con el coche de mamá? ¿Y has vuelto a fumar en su coche? Desde aquí puedo oler tus ropas, Micha. Ella nunca te lo ha reprochado, pero le molesta que lo hagas, y tú lo sabes.
Michael no contesta a su hermana, se limita a sonreír y asiente. Mina le hace un guiño, acuclillada en el suelo a su lado, al tiempo que apoya una mano en su pantorrilla.
—¿Querrás comprar pan? Nos hará falta.
Michael vacía el cenicero y durante los primeros minutos conduce con la ventanilla bajada. Mutti y Vati, Karin y Paul. Dos hijos, ningún nieto, treinta y tres años de matrimonio, en su casa de las afueras. Doce kilómetros, media hora si cojo el tren; no más de veinte minutos en coche. Empieza a anochecer, la circulación es fluida y hay poco tráfico en la autopista. Un cuarto de hora. Su madre le ha puesto un plato en la mesa.
—¿Quieres un poco, Micha? Sólo un bocado antes de que te vayas.
La madre de Michael se acogió a la jubilación anticipada. De esto hace tan sólo medio año y aún no se ha acostumbrado a la nueva situación. Soy una mujer joven, le dice. Tendría que estar trabajando. Todas las semanas tiene un nuevo pasatiempo. Michael llama a Mina. Se quedará a cenar.
Luego su padre le acompaña en coche a casa.
—Tu madre está loca desde que se jubiló. Y me está volviendo loco a mí.
—Pronto llegará tu turno.
—Es ella la que debería estar trabajando y yo dedicarme a la jardinería, a aprender español, yoga, astronomía…
—Estás celoso, Vati. Eso es lo que te ocurre.
—¿Celoso yo? No, hijo, es algo mucho peor que eso. Tu madre hace que me sienta un ser aburrido.
Michael se ríe. Al otro lado del cristal, el limpiaparabrisas embadurna las luces de la ciudad. Vati, nacido en 1934, y Mutti en 1941: uno al principio de todo aquello, la otra a la mitad. Su padre se muestra más calmado. Le pregunta por la escuela, por Mina, pero el foco de atención cambia en su mirada: del domingo al lunes, de la casa a la oficina, del hijo al trabajo. Michael le dice que vaya a verles durante la semana, que traiga a Mutti y una botella de vino. Su padre sonríe, la ventanilla automática zumba al cerrarse y el hombre se marcha, la atención centrada en el día que le espera.
Por la mañana, antes de salir al trabajo, Mina despierta a Michael. Todavía está oscuro. A ella el aliento le huele a café, a él la boca le sabe a tabaco. Otra vez. Mantiene los labios cerrados cuando ella le besa.
—Esta noche es el cumpleaños de Cem, ¿te acuerdas? Yo voy a ir directamente desde el trabajo.
Antes de que Micha se haya vestido, la ve marchar por el camino montada en su bicicleta.
Yasemin Devrim. Mina. Fisioterapeuta. El amor de mi vida.
Micha hace café. Come un panecillo con miel. Luise y Yo, Vati y Mutti, Oma y Opa. Opa, Opa, siempre Opa. Frente a la ventana, medio dormido, Micha teje una y otra vez los hilos de su familia: recita, hace listas, trabaja en ello sin parar.
Opa Askan. Opa Askan. Opa Askan Boell.
A pesar de que se trata de algo automático, interno, la verdad es que esa inconsciencia es sólo parcial. Porque Michael es demasiado consciente de los mapas que raza con su ojo mental. Demasiado consciente de adónde le dirigen.
Es el primer día de las vacaciones de otoño. Michael debería poner notas, preparar las clases, comprar el regalo de cumpleaños para el hermano de Mina. En cambio, se dirige a la universidad en bicicleta bajo la lluvia. Entra en la biblioteca. Se sienta en la zona de los ordenadores y abre el catálogo. Teclea Holocausto, hace una lista con los números de clasificación y los busca en los estantes. Hoy Micha se limita a leer los lomos. Inscripciones en negro, dorado y rojo. Verde, marrón y azul en las tapas. Metros y más metros de estanterías.
¿Por qué ahora?
Michael no para de formularse esta pregunta.
Nos enteramos del Holocausto en la escuela. Nos llevaron a ver el campo de concentración más próximo a la ciudad, vimos documentales, escribimos redacciones. Recuerdo que nuestro profesor lloró. Eso fue en el campo. Salió afuera un rato mientras comíamos en la cantina. Pensábamos que habría salido para fumarse un cigarrillo, pero cuando regresó tenía los ojos enrojecidos.
Micha no recuerda haber llorado. No creo que llorase.
Hace poco fue el cumpleaños de su tío, el hermano menor de Mutti. La familia se reunió para celebrarlo con una comida. Nadie habló de la guerra, del Holocausto; ni siquiera hablaron del pasado. Sólo de acontecimientos memorables de la familia: nacimientos, bodas, defunciones… Fue la diferencia de edad lo que llamó la atención de Micha: entre Mutti y Bernd habían pasado catorce años. Una hija antes de la guerra y un hijo después. La verdad era que antes no había reflexionado mucho al respecto: Bernd siempre había sido sólo Bernd, una especie de tío y primo a la vez.
Madre y tío. Ambos eran capaces de interpretar el estado de ánimo del otro, de concluir las frases del otro. Hermano y hermana. Micha es consciente del enorme contraste que hay entre él y Luise. La guerra se puso de por medio. Esto es lo que Oma siempre dice. La guerra se puso de por medio pero, aun así, ellos se encontraron. Es el brindis habitual que ella hace por sus hijos. Por la felicidad que le han dado.
—Pero la guerra sólo duró seis años.
Es el comentario que Micha le hizo a Oma en su nido de águilas, el domingo siguiente.
—No catorce.
Estaba fuera con ella, en el balcón. De modo que percibía claramente el olor de las hojas otoñales en el aire.
—Opa no regresó hasta Año Nuevo de 1954. Pertenecía a las Waffen SS, ¿comprendes?
Lo soltó como si Michael ya lo supiera.
—Se marchó en el cuarenta y uno, los rusos le hicieron prisionero y pasaron trece años antes de que volviera a verle.
En las SS. Hasta ese momento, nunca nadie se lo había mencionado. Estaba con Oma al sol, contemplando los tonos verdes y dorados del parque de abajo. ¿Por qué los rusos retuvieron a Opa durante tanto tiempo?
Nunca se le había ocurrido preguntarlo.
Una semana después del cumpleaños de Cem, Michael regresa a la biblioteca. Termina las clases a media tarde y se dirige al centro. El distrito universitario se ve desierto, las calles adoquinadas están muy limpias. Está oscureciendo, y el ambiente es seco y frío. Huele a nieve.
En la biblioteca, la gente trabaja en silencio frente a los ordenadores. Michael sabe dónde están los libros, pero vuelve a consultar el catálogo. Nazi. De 1547 entradas se despliegan de la 1 a la 12. Se ha traído café y una pasta de la cafetería. No sabe por dónde empezar.
Michael camina arriba y abajo por los pasillos entre las estanterías. Es el único que consulta en la sección. Al otro lado de la sala, una bibliotecaria está colocando las devoluciones en los estantes. Michael avanza siguiendo los lomos de los libros. La hilera de encima, luego la del centro y por último la de abajo. Saca cualquier volumen de generalidades, cualquier compendio. Los brazos empiezan a dolerle. Deposita la pila de libros en el suelo, a sus pies, y continúa a lo largo de los estantes. Lee en las contracubiertas las biografías de los autores: estudiosos, historiadores, niños supervivientes; israelíes, estadounidenses, algunos alemanes. La mayoría de los libros están editados en inglés. A su lado, la pila es cada vez más alta.
Abre los libros y lee las dedicatorias. Nombres breves, solitarios en la página en blanco. A menudo son para los padres, para los abuelos. Michael se da cuenta de que todos están muertos. De que los mataron.
En otro estante están los diarios íntimos: de militares estadounidenses, de periodistas, de una mujer alemana. De la misma ciudad que Oma. Nacida el mismo año, además.
Michael se lleva los libros a una mesa, junto a la ventana. Tiene que hacer tres viajes desde las estanterías a la mesa. La bibliotecaria ha efectuado su recorrido por toda la sala. El carrito casi está vacío. Afuera la oscuridad aparece veteada con luces blanco-amarillentas. Michael baja para telefonear a Mina, pero salta el contestador automático. Le dice: Regresaré tarde. Cena. No me esperes. Fuma rápido un cigarrillo en el vestíbulo.
La bibliotecaria está inclinada encima de los libros de Michael y se sorprende al verle.
—Ha vuelto…
La mujer le sonríe brevemente, no de forma amistosa, y se aleja a lo largo de las estanterías. Michael se siente incómodo y se pregunta si se habrá dado cuenta de los títulos. Sacude la cabeza para sí: ¿Qué otra cosa puede leer aquí la gente? Aun así, vuelve los lomos hacia la pared.
Dispone de tres horas. Michael empieza a leer desde lo alto del montón al tiempo que va tomando notas. Un diario, entremezclado con recortes de periódicos. De un periodista norteamericano. Estuvo en Berlín antes de la guerra y regresó después. Habla de adoctrinamiento, de obediencia, de violencia callejera: antisemitismo en las aulas de la escuela, en los carteles y en los abarrotados tranvías de la ciudad. Michael lee, consternado; vuelve a leer, toma notas.
Todos los asientos ocupados, sube una anciana. Bolsas pesadas, nadie la ayuda. El periodista se indigna y se levanta para cederle el asiento, pero la anciana no se sienta. Procura no hacerle caso. Otro hombre le dice al periodista que no se preocupe. Con la punta del paraguas dibuja una J en el suelo a los pies de la mujer. Ella se queda junto a la puerta y no dice nada. ¿Furiosa? El tranvía se detiene, ella baja y echa a andar. El hombre del paraguas se ríe. Escupe a la mujer a través de la ventanilla.
Mientras coge el siguiente libro de la pila, Michael echa un vistazo a lo que ha escrito. Se detiene con brusquedad, horrorizado. Sus notas son desapasionadas: palabras sobre una hoja de papel. Vuelve a escribir, de manera más visible, vulnerable, estrujando la pluma. Lo subraya: escupe y ríe. Sin embargo, a pesar del énfasis, sigue siendo débil; todo está mal. Michael piensa que sus notas deberían decir algo más que los libros, no menos. Que deberían traslucir algo de sí mismo. Pero, aparte del malestar, no tiene nada que enseñar, ninguna respuesta disponible.
Micha piensa: Ella era judía. Pero cuando lo plasma utilizando palabras, éstas le parecen frías e indiferentes y rápidamente pasa la página.
Michael está asustado. Por el silencio de la biblioteca, por el frío distanciamiento de sus notas. Decide marcharse a casa.
Cuando llega, Mina habla por teléfono riéndose con una amiga. Michael está hambriento y busca en la nevera algo para comer. Lleva el plato al pasillo y mientras come observa a Mina que sigue hablando al tiempo que hace garabatos; tiene tinta en las yemas de los dedos, en el dorso de la mano. Habla en turco, después en alemán y otra vez en turco. Más tarde, cuando Micha se baña, ella se mete también en la bañera. Micha piensa hablarle de sus notas y de cómo le han asustado, pero Mina le cuenta cotilleos de sus amigos, planes para el fin de semana. Él escucha y le lava los restos de bolígrafo que quedan en su piel. Es posible que no encuentre nada, se dice. Que no haya nada que explicar. El día siguiente es sábado y mientras se tiende dentro del agua caliente, los brazos en torno a Mina, siente el alivio de las horas que podrán pasar juntos.
Cuando Micha recuerda a su Opa, piensa primero en las cosas buenas.
Yo era su único nieto varón. Opa hizo dibujos para mí cuando nací; pájaros, caballos y una ardilla. Los hizo con bolígrafo azul, sobre papel de cartas del hospital, mientras me hablaba en la cuna.
Michael ha oído tan a menudo esta historia que parece más un recuerdo. Conserva los dibujos en una caja dentro del armario, en el estante situado encima de sus zapatos. Son dibujos hermosos, meticulosos, delicados. La ardilla sujeta una nuez entre las patas y tiene diminutas manchas de tinta azul en la cola, que con el paso de los años se han vuelto borrosas.
Michael también conserva dos fotos suyas con Opa.
La primera es en blanco y negro, se la hicieron cuando él era un bebé. Opa luce un traje negro y Michael lleva el vestido de bautizo. Opa está de pie, con Michael en brazos que le mira sorprendido. Michael tiene una manita en alto, hacia el rostro de su abuelo, y Opa le sonríe levantando las cejas. Se suponía que tenía que ser un retrato formal, pero Opa se ha olvidado del fotógrafo.
—Eso es lo que me gusta de esta foto.
Fue lo que le dijo a Mina la primera vez que se la enseñó.
—El hecho de que él no mira al frente, como sería lo lógico. ¿Te das cuenta? Sólo tiene ojos para mí.
Se sonrojó al decirlo y Mina se echó a reír, aunque podía comprobar que era cierto. Michael sonrió a pesar de su sonrojo, porque también él lo veía.
La segunda foto se la tomaron justo antes de que Michael empezara en la escuela. Poco antes de que Opa falleciera. Ésta es en color, durante una comida familiar, con Opa en mangas de camisa y Michael en pijama: naranja y azul.
—Era la hora de acostarse. Me enviaron abajo para que diera las buenas noches y Opa dejó que me quedara.
En esta fotografía, Michael aparece sentado en el regazo de Opa con las piernas colgando, sonriendo al objetivo. Detrás, de cara a la cámara, tío Bernd se está riendo con un vaso de vino en alto. Opa mantiene las manos entrelazadas sobre la barriga de Michael y también está sonriendo, pero no al objetivo. Mira tan sólo al niño que está sentado en su regazo, olvidados el vino y la comida sobre la mesa, de nuevo sin hacer caso del fotógrafo.
¿Por qué no antes?
Otra pregunta que ronda por la mente de Michael.
Debería haber sido importante en todo momento.
El sábado por la tarde, Micha y Mina van a ver a los padres de ella. No viven muy lejos pero hace frío, así que cogen el autobús. Mina ha comprado bizcochos por la mañana y la bolsa de papel desprende un olor intenso y dulzón en el regazo de Micha. A la madre de Mina le encantan los bizcochos; el padre asegura que le gustan demasiado.
Hace treinta años que él vino aquí, trabajó duro y ahorró algo de dinero para poder traer a su mujer y a sus hijos. Tiene una familia, toda una historia lejos, pero su negocio, su comunidad y sus nietos están todos en Alemania, a veinte minutos de casa en coche.
El padre de Mina le dice: «Yo soy turco; eso no cambia; Alemania es racista; eso no cambia». Sin embargo, su actitud no es beligerante. No dice esto para que yo me sienta incómodo. Michael se tranquiliza, pero sigue sin saber dónde está su sitio. Entre el padre de Mina, la nevera y la pared, con un zumo de manzana en una mano y un bizcocho en la otra. El padre de Mina alza la vista y sonríe.
—Micha, hijo mío, este país en donde vivimos es bueno y es malo a la vez.
Los padres de Mina me aprecian. Aprecian a mi familia. Les gustaría que nos casáramos. Su madre me lo dijo. Me dijo que se lo pidiera a Mina, pero ella contestó que no.
Michael vuelve a pedírselo esta noche cuando regresan andando a casa por el parque.
—No.
Ella sonríe y le coge de la mano.
—No quiero casarme y tú lo sabes.
Michael se lo pide a menudo y ella siempre le contesta que no. No obstante, eso ya no le preocupa tanto como antes.
—Mina, ¿tú eres turca o alemana?
—¡Oh, Dios, mi papá! ¿Era eso lo que te decía en la cocina? Ya me lo imaginaba.
—De todos modos, me interesa. ¿Dirías que eres alemana o turca?
—¿Según el gobierno o según yo?
—Según tú, por supuesto. Olvídate del gobierno.
—Ambas cosas. Turca y alemana. Las dos cosas.
Mina se ríe.
—Pero ¿cuál de las dos primero? ¿Alemana o turca?
Mina se le queda mirando. Está oscuro bajo los árboles, pero Micha se da cuenta de que sonríe.
—¿Prometes no decírselo a mi padre? ¿Ni a mis hermanos?
—Prometido.
—Alemana. Alemanoturca.
Mina vuelve a reír.
—¿Te imaginas la cara de papá si oyera esto? De vuelta al pueblo con el primer avión y casada con el primo disponible que tuviera más a mano.
—¡Oh, vamos!
—Sí, ya lo sé, pero no le gustaría.
—¿No?
—¿Y tú qué crees que soy?
—Alemanoturca.
Ella asiente satisfecha. Micha también asiente, pero piensa: turcoalemana, y eso le preocupa. Incluso a la mañana siguiente, en el tren, le sigue preocupando.
Durante las dos semanas que siguen, después de las clases, Michael acude todos los días a la biblioteca para leer. Le dice a Mina que está preparando nuevas clases para el semestre siguiente. Teme contarle lo que está haciendo en realidad. Por si encuentra a Opa Askan en uno de los libros o por si lo deja todo antes de encontrarlo. Por una cosa u otra… Por las dos.
Waffen SS. Soldado de élite. Héroe del frente de batalla. Michael posee ahora una lista de sus triunfos: Demyansk, Kharkov, Kursk. Más nombres, más fechas y conexiones atraviesan las páginas de los mapas que traza en su cabeza. Pero con ellos también surge la lista de sus crímenes. Oradour-sur-Glane, Le Paradis y luego también la destrucción del gueto de Varsovia.
Ahora sus lecturas no son aleatorias, sino más calculadas. Con los libros trabaja igual que con sus mapas imaginarios: lee las notas a pie de página, encuentra referencias a otros libros, a otros artículos. Los busca después en el catálogo. Si están allí, los lee. Si no, los añade a la lista de otras bibliotecas para otras ocasiones. Ya tiene un montón de notas.
Las fotografías le resultan más difíciles, dolorosas, pero aun así Micha las busca. La oscura línea de las evidencias en el centro del libro encuadernado con firmeza en medio del lomo. Las descripciones, las interpretaciones, resultan muy débiles al lado de lo que revelan estas fotografías.
pómulos
nariz
frente
la forma con que sostienen los cigarrillos (vueltos hacia el interior de la palma de la mano)
Micha no encuentra el rostro de Opa. El joven Askan Boell. Todos los jóvenes alemanes, con sus armas y sus judíos, se le parecen, y a la vez ninguno se le parece.
Luise es mayor. Ella recuerda a Opa mejor que yo.
—Era un borracho. Gritaba, destrozaba ventanas, defecaba en la cama.
—¿Te acuerdas de todo eso?
—No, pero tía Inge sí. Bernd se lo contó a ella e Inge me lo contó a mí. Opa era encantador con nosotros… Nos hacía dibujos. Bailaba conmigo, me enseñó a bailar el vals. Yo creía que era maravilloso, le adoraba.
—Yo también.
—Oma todavía lo adora.
Un par de días después de haber hablado con Luise, camino de regreso a casa desde el trabajo, Michael se acuerda de una mañana, más de dos décadas atrás.
Opa estaba en el pasillo, con el chaleco desabrochado. Yo debía de tener unos cinco o seis años. Durante un desayuno con la familia. Todo el mundo estaba en la mesa, charlando, esperando a que Opa bajase.
Él se encontraba en el pasillo, de pie, asintiendo con la cabeza. Yo estaba en la puerta de la cocina y pensé que asentía hacia mí, pero no era eso. No me vio hasta después de unos instantes. Recuerdo que yo sostenía en la mano un panecillo caliente y Opa tendió la mano hacia mí, temblorosa como su cabeza, y me dijo:
—Ve a sentarte, muchacho, y come.
Opa me siguió al comedor y se sentó frente a mí. La familia seguía charlando y sus voces subieron de tono cuando él alzó el vaso. También yo levanté el mío con el zumo, pero descubrí que mi mano no temblaba y que mi cabeza no se balanceaba; no como le sucedía a mi abuelo… Su vaso doblaba el tamaño del mío, pero aun así lo vació antes de que yo tuviera tiempo de probar mi zumo.
Mutti me había cortado el panecillo por la mitad y me dediqué a sacarle la miga. Estaba caliente y yo la apretaba para hacer bolitas. Opa permanecía sentado, inmóvil, y al cabo de un rato la cabeza dejó de temblarle. Levantó ambas manos, las mantuvo estables por encima del plato y acto seguido Oma empezó a extenderle la mantequilla sobre su panecillo mientras él se abrochaba el chaleco.
Micha lleva consigo a Mina para visitar a Oma.
—Ella disfruta viéndonos juntos, ya lo sabes.
—No pasa nada, Micha, de veras. Me gusta tu Oma.
Mina trabaja todo el tiempo con ancianos en la clínica y a Micha le gusta el tono de voz que emplea con ellos: de conspiración, como si los conociera desde hace años. Amigos que charlan mientras ella les obliga a ejercitar sus extremidades. Y disfruta viendo cómo Oma le responde: suave, tranquila, pasándoselo en grande.
Micha les sigue mientras Oma acompaña a Mina a lo largo de la pared enseñándole los dibujos de Opa. Los tiene enmarcados y alineados tal como estaban en la vieja casa. Exactamente como estaban la última vez que Mina vino a visitarla también. Pero Mina habla como si todo fuera nuevo para ella y también como si conociera al abuelo de Micha.
—Askan dibujaba muy bien, ¿verdad?
—Sí, le encantaba hacer apuntes. Árboles y agua. Era bueno con la luz; muy bueno. La luz sobre el agua, a través de los árboles. Mira.
—Éste es mi favorito.
—¿Los abedules? ¿También es el tuyo, tesoro? ¿Micha?
—Sí.
Oma le coge una mano a Mina, y también a Micha.
—Éste lo hizo durante la luna de miel. Un sitio precioso. Yo nadaba y Askan dibujaba y hacía fotos…
—¿Podemos verlas?
A Micha le da la sensación de que ha formulado la pregunta con excesiva celeridad, de forma demasiado obvia, pero Mina y Oma se limitan a sonreír y su abuela consiente. Oma saca el álbum de la mesita de noche y lo coloca abierto sobre la mesa para ellos, en la página de la luna de miel. Bosques de abedules y arroyos, paisajes con mucha agua. Oma, regordeta y de cutis suave, en bañador; el cabello todavía húmedo al salir del lago.
—¡Oh, mirad! Entonces llevaba los labios pintados. ¿Os dais cuenta?
—Estabas hermosa, Kaethe.
—Sí, no estaba mal.
Oma y Mina se ríen y Micha estudia a Opa en su juventud. Más joven que yo. En su luna de miel; de pie en mangas de camisa; sujetando la bicicleta; fumando un cigarrillo; frente al lago. Su aspecto es el mismo. Más delgado. Pero la verdad es que cambiaría demasiado después.
En el tren, de regreso a casa, Micha saca la foto del bolsillo. Mina alza la mirada del libro.
—¿Te la ha dado Oma?
—No, la he cogido yo.
—¿Qué? ¿Ahora, Micha?
—Sí.
Mina le mira frunciendo las cejas.
—Tendrías que habérsela pedido. Quiero decir que ella te la habría dado, estoy segura.
—No quería que supiera que la tengo.
—Pero verá que ha desaparecido.
—Haré una copia y la devolveré a su sitio. Ella nunca lo sabrá.
—Aun así, es muy desconsiderado por tu parte, Micha. Se trata de su marido, de sus recuerdos, ¿te das cuenta?
Ahora Mina se ha enfadado y Micha también. Y piensa que ella no tiene razón al enfadarse.
—Ni lo va a notar.
—No es ésta la cuestión y tú lo sabes, Michael.
—Mis abuelos eran unos nazis.
—¡Dios! ¿Y quién no lo era?
—No, Opa Askan pertenecía a las Waffen SS. No sólo estaba afiliado al Partido.
Micha se la queda mirando. Lo ha dicho para escandalizarla y ella se ha quedado perpleja.
—Quiero saber si Opa hizo algo. Si mató a gente.
—¿Te refieres a los judíos?
—A cualquiera. A los judíos. Sí.
Mina pestañea.
—Por eso necesito la foto.
—Ya.
Micha ve que ella aprieta con fuerza la mandíbula y nota el dolor en sus propios dientes apretados.
—¿Has averiguado algo?
—No. Todavía no.
—Ya.
El tren se detiene y la gente entra. Guardan silencio durante una parada. Dos. Luego Mina le coge una mano y él siente que el estómago se le relaja.
Oma era una nazi. Y Opa también.
Eso todavía no es real para él, todavía lo mantiene a cierta distancia, pero, aun así, puede verlo.
Micha cierra los ojos. Aprieta la mano de Mina. Siente cuán extraño es el hecho de alegrarse de que ella lo sepa.
En la universidad hay también una colección de vídeos. Durante las vacaciones de Navidad, Micha repasa dos estantes repletos de documentales. Estos días la biblioteca está casi vacía. No hay nadie más en las cabinas de vídeo, pero aun así los revisa con los auriculares puestos.
Hace frío. Afuera la nieve se ha helado, se ha endurecido sobre las losas de la acera y la gente mayor avanza dando pasitos cortos, cautelosos, para no caerse. En la biblioteca la calefacción está baja y Michael lleva puesto el abrigo.
Después de almorzar en la cantina, se queda adormecido. Está rebobinando cintas, tomando notas, y en la sala hace frío. Poco a poco va resbalando en la silla y decide apoyar un rato la mejilla contra la palma de la mano. El vídeo ronronea, más silencioso a medida que él se va durmiendo. Cuando se despierta, en el monitor se está proyectando la cinta: Heinrich Himmler pasa revista a sus filas de SS en actitud de saludo, la barbilla remetida en el delgado cuello, el abrigo abrochado muy alto sobre el pecho. Los auriculares se han salido del enchufe y son unas silenciosas almohadillas sobre las orejas de Micha. Oye su propia respiración, fuerte y prolongada, ligada aún a las pautas del sueño. Su memoria rastrea los datos de Himmler. Maestro de escuela. Poseía ejemplares de Mein Kampf encuadernados con piel humana. Declaró que los SS eran asesinos honestos; que tenían razón al matar judíos. Que las grandes naciones deben avanzar sobre miles de cadáveres. Algo por el estilo.
Himmler se suicidó, y un operador lo filmó tal como lo encontraron. Micha lo observa ahora. Himmler yace muerto sobre el suelo de madera, la manta apretada entre sus pequeños puños, bajo la barbilla. Sobre los ojos cerrados aún lleva puestas las gafas de montura de alambre y cristales redondos. Tiene los labios tensos, la boca torcida por el veneno, oscuras manchas de sangre sobre su fino bigote. La habitación que ha elegido está llena de sillas. Como en un aula. La ventana y el suelo de madera. Así se ha evitado el juicio. Una muerte miserable al final de un pasillo.
Micha saca la cinta y regresa a casa furioso, en autobús. Sus pasos crujen con fuerza sobre la nieve quebradiza.
—Es posible que Opa le admirase, ¿te das cuenta?
Está tendido en la cama con Mina charlando en la oscuridad.
—Es posible que le conociera, incluso que lo tocara. Tal vez Himmler le sirviera de ejemplo.
—¿Y qué?
—¿Te imaginas, admirar a Himmler?
—No, pero sé lo que hizo. Me resulta repulsivo porque era un nazi.
—Sin embargo, a mí Opa no me parecía repulsivo.
—Eso es algo muy distinto.
—¿En qué?
—Simplemente lo es. Askan era tu abuelo. Si Himmler hubiese sido tu Opa, no te habría resultado repulsivo. Verle muerto te habría entristecido, no enfurecido.
—¿Crees que Opa era repulsivo?
—Yo no conocí a Opa Askan.
—¿Pero ahora, al mirar las fotos en casa de Oma?
—¿Las que robaste?
—Sólo fotos. De cualquier tipo. ¿Si te hablo de él?
—En mi mente, él no es un nazi.
—¿Entonces qué es?
—Tu Opa, el marido de Kaethe, el padre de Karin. No sé. Todas estas cosas.
Micha se vuelve a mirarla, pero Mina tiene los ojos cerrados. No los abre para formularle la pregunta.
—¿Qué es él, en tu interior?
—Mi Opa, sobre todo. Pero ahora a veces es un nazi.
—¿Y no te parece repulsivo?
—No.
—¿Ni siquiera como nazi?
—No.
—¿Piensas que debería parecértelo?
—Sí.
Mina deja escapar un suspiro. Sigue teniendo los ojos cerrados. Tira de la manta por encima del pecho y mantiene los puños bajo la barbilla. Micha se estremece.
—¿Cuándo ves la diferencia, entonces? ¿Cuándo es Opa para ti y cuándo es un nazi?
—No lo sé. Siento algo distinto. Frío.
—¿Frío?
Micha pasa el brazo por encima de ella y suelta la manta de los puños de Mina. Ella abre los ojos y frunce las cejas.
—Perdona. Es sólo que tenías un aspecto muy extraño. Me refiero a como sujetabas la manta.
Mina trae una cinta de vídeo casero del trabajo.
—Pensé que podría interesarte. La trajo Sabine. Dice que es muy buena. La hizo un amigo suyo. Viajó a Israel el año pasado y lo filmó.
—¿Le has hablado de Opa a Sabine?
Michael se pone a la defensiva mientras fuma junto a la mesa de la cocina. Mina también se sienta.
—No, Micha, claro que no. Tan sólo estábamos hablando, ya sabes. Salió por casualidad… ¿Quieres que lo veamos? Parece bastante interesante.
Bajo el sol del desierto, un anciano se acuerda de que su escuela estaba en un sitio muy frío. Su familia era alemana en aquel entonces, explica. Alemanes que eran judíos, judíos que eran alemanes. Sin guión de separación, ninguna barra entre los dos; no había inicio de uno y final del otro en el centro.
Una anciana está sentada en un amplio sofá, en compañía del director de la película. Él ha encontrado una fotografía de la casa en donde nació la mujer. De Berlín a Tel Aviv. Ella la coge y se la queda mirando. Los dos guardan silencio unos instantes. El director le pregunta: ¿Qué siente usted cuando contempla esta foto? Nada, le contesta la anciana. En alemán: Gar nichts. Nada. Cuando concluye la entrevista, la mujer se aferra a la foto. ¿Puedo conservarla? ¿Puedo quedármela? Sí, claro. Es para usted.
Mina llora por la anciana y su antiguo hogar, y Michael se acerca desde el otro lado del sofá y la estrecha entre sus brazos.
—Es asombroso. Todavía ama ese lugar, ese trozo de Alemania. Después de todo lo que le hicieron, después de todo aquello.
Micha se sorprende. ¿Llora por eso? Según él, la anciana está indignada. Gar nichts. Eso es lo que le incita a él a llorar. Que ella esté indignada y el hecho de pensar que tiene derecho a estarlo; el hecho de no saber con quién está indignada ella. ¿Con Hitler, con Eichmann, con los guardias de Bergen-Belsen, con los vecinos que corrieron las cortinas cuando llegó la policía? ¿Con Opa? ¿Con él?
—¿No crees que está indignada?
—Sí, pero también feliz de ver su casa otra vez. Está muy claro.
Mina le da un beso, apaga el vídeo y enciende la luz. Michael sigue en su sitio, incluso después de que ella haya abandonado la habitación.
Es de tontos sentirse culpable por cosas que sucedieron antes de que yo naciera.
El anuncio colgado en la biblioteca está muy estropeado. Alguien ha dibujado encima una esvástica, con la palabra judío debajo, escrita en rojo. Alguien más ha garabateado encima, en negro. Es una nota sencilla hecha con un procesador de textos. El anuncio de una base de datos con los supervivientes y sus testimonios, publicados e inéditos. Una base de datos con los criminales; desde los juicios de Nuremberg hasta el presente. Micha anota el número, pero transcurre casi una semana antes de que se decida a telefonear.
Para hacerlo espera a que Mina esté en el sótano, en el cuarto de la lavandería. Se ha llevado un libro. Después de cinco llamadas, le contesta una voz de hombre. Suena como si jadeara. Micha le informa que ha telefoneado por la base de datos.
—¿De los supervivientes?
—No, de los criminales.
—Ya.
El hombre le dice que aguarde. Micha oye su respiración al otro lado del teléfono, así como el clic y el pitido de un ordenador al ponerlo en marcha. De repente, Micha siente que se ha comportado con sequedad. Se presenta, pide disculpas y el hombre se ríe, pero no con hostilidad. También él le dice su nombre y le da las buenas tardes. Ha recuperado el aliento ya.
—¿Nombre? Me refiero al nombre de la persona que está buscando.
—Askan Boell. B-O-E-L-L.
—Boell. Askan.
El hombre teclea mientras habla. Se oye el zumbido del ventilador del ordenador.
—Lo está buscando. Tardará unos instantes.
Es Micha quien rompe el silencio.
—Era mi abuelo.
—Ajá.
La voz del hombre no demuestra ninguna sorpresa. Los dos vuelven a guardar silencio y Micha espera. Le hubiese gustado que el hombre se sorprendiera, incluso quizá que pensara que era muy valiente. Empieza a preguntarse si lo suyo será osadía.
—No. No hay ninguna entrada con este nombre. ¿Algún nombre intermedio, algún sobrenombre?
—No.
—Entiendo.
Micha no esperaba eso. Que fuera tan rápido, con tan pocas preguntas. Sólo un nombre y luego nada.
—Era de las Waffen SS. Estuvo en el frente oriental.
—Ya.
El hombre del otro lado del teléfono no necesita esa información. Micha sólo quiere que lo sepa. Que sepa que él está enterado.
—Los rusos lo apresaron. Le mantuvieron prisionero después de la guerra. Durante nueve años.
—¿Y?
—¿No es posible que exista un expediente suyo en algún lugar?
—Los rusos todavía mantienen el secreto sobre sus asuntos. Sabemos muy poco de lo que conservan y por qué.
—¿De veras?
—Eso era bastante habitual. Me refiero al hecho de que los rusos retuvieran a los soldados alemanes durante tanto tiempo. Algunos no regresaron hasta finales de los cincuenta.
—¿Sí?
—Los tenían como trabajadores forzados.
—¿De veras? ¿No como criminales?
—No. Esto último es poco probable… Ni hubo juicios contra ellos, que sepamos. O que ellos sepan, incluso.
El hombre se muestra considerado. A Micha le gustaría quedarse al teléfono con él, con su voz pausada. Se siente reconfortado. Le gustaría decirle que ha logrado que se sienta mejor. Oye que desconectan el ordenador. El zumbido del ventilador se interrumpe con brusquedad.
—En fin, siento no haber podido ayudarle.
—Muchísimas gracias.
—De nada.
El hombre cuelga. Micha baja para ayudar a Mina a doblar la ropa. Le cuenta lo del hombre del teléfono y lo que le ha dicho.
—¿Todo normal, pues?
—Sí.
—Eso es bueno, ¿no?
—Sí.
Sin embargo, Micha no percibe que sea tan bueno. Siente como si hubiese llegado a un callejón sin salida.
—¿Y ahora qué?
—No lo sé. Encontrar a otro que tenga otra lista.
Micha se ríe y Mina se vuelve a mirarle.
—Una lista más extensa.
—¿Cuán grande era ésta?
—Unos veinte mil, creo.
—Dios mío. ¿Y todavía hay listas mayores?
—Sí. He leído de un tipo que tiene setenta mil nombres.
Mina deja escapar un silbido.
—¿Tantos?
—Sí, claro. Ya sabes a cuántas personas mataron, ¿no?
—Está bien, Michael.
Sin darse cuenta, ha ido levantando la voz. El sótano parece ahora muy silencioso, pequeño. Demasiado pequeño para ruidos tan estridentes.
—Hacen falta muchos criminales para tanta gente.
Mina dobla la ropa.
—He dicho que ya está bien.
Mina tiene la impresión de que la regañan y Michael siente vergüenza. ¿Cuándo he sido yo tan escrupuloso? Sube la ropa ya lavada y le dice a Mina que la llevará a cenar.
Por lo general, Micha la visita los domingos. Hoy es miércoles. Sus clases terminan temprano y quiere ver a Oma, formularle algunas preguntas. Ella se sorprenderá al verle, alegará que no tiene nada para ofrecerle, así que Micha compra unos bizcochos camino del nido de águilas.
La enfermera de recepción telefonea a Oma y Micha entra en el ascensor. La mujer tiene que repetírselo un par de veces. Oma está ya a mitad del pasillo cuando él llega a su planta, el rostro fruncido por la preocupación.
—¿Qué sucede, tesoro? ¿Micha? ¿Ha ocurrido algo?
—Nada, Oma. Sólo he venido a hacerte una visita.
—¿De verdad?
La anciana le sujeta del brazo; no puede creerlo.
—Hoy termino las clases temprano. He traído bizcochos, mira.
—¿Mina se encuentra bien?
—Sí, Oma, sí. Todos están bien. Anda, voy a preparar café.
Micha se siente un intruso en la pequeña cocina de su abuela. Ella se queda en el umbral observándole mientras coloca los bizcochos en los platos. Ha trastornado su rutina. Oma es una anciana ya.
—¿No trabajas los miércoles?
—Termino más temprano.
—Ah, sí. Ya me lo has dicho.
Micha lleva los platos a la salita. Oma le sigue.
—Los miércoles por la mañana tengo fisioterapeuta.
—Sí. ¿Ya vino esta mañana? Me refiero a la fisio.
—Sí. Ya vino.
Oma se sienta en su sillón, más tranquila, de nuevo centrada en su semana.
—¿Traes recortes para mí?
—Claro.
Micha despliega los artículos de periódico para su abuela y come mientras ella lee. La anciana le formula preguntas acerca de los temas en cuestión y él las contesta. Es casi como una visita normal, aunque no del todo. Para Micha es como si los dos estuvieran sentados a la mesa con el hule rojo, ambos fingiendo que se trata de una visita normal.
Observa a Oma. La anciana mira los recortes de periódico, pero ya no los lee. Sus dedos deambulan sobre el papel, las muñecas le tiemblan ligeramente, como si las manos le pesaran demasiado para sostenerlas. Su abuela no ve que la está mirando. Micha contiene la respiración.
—Oma… ¿Dónde sirvió Opa durante la guerra?
—En el este, tesoro.
Ni la mínima señal de sorpresa ante la pregunta, ninguna vacilación. Sólo geografía. Micha decide continuar.
—¿En qué parte del este?
—Estuvo tres años luchando, tal vez un poco más. En Ucrania. Rusia. Bielorrusia. Entonces eran de la Unión Soviética.
Oma sonríe, suspira con brevedad y asiente.
—Sí, en Bielorrusia. La Rusia Blanca. Fue su destino el último año. Se quedó allí hasta el final.
La anciana corta un bizcocho por la mitad y lo divide entre los dos.
—Es demasiado para mí. Tendrás que ayudarme.
Micha estudia la expresión de Oma, pero no la ve preocupada en absoluto. Así que se permite formularle otra pregunta.
—¿Sabes en qué parte de Bielorrusia?
Oma da un bocado al bizcocho y la mano se le queda en el aire, colgando flácida de la frágil muñeca.
—En el sur, creo. Por aquí hay un atlas. Espera, que te lo traigo. Aguarda.
Al pasar empuja a Micha para que vuelva a sentarse y se dirige hacia la librería. Oma busca en el índice y luego abre el atlas sobre la mesa, la mirada fija todo el rato en el mapa.
—Espera, que te lo busco. Todas las fronteras son distintas. Han cambiado.
Micha aguarda. El bizcocho le absorbe toda la humedad de la boca. Para ayudarse a tragarlo, da un sorbo del café abrasador.
—Entonces me escribía. A veces cada semana. La dirección figuraba en la parte superior del sobre. ¡Ahí está!
Señala en el mapa y el dedo le tiembla. Lo presiona sobre la página para que se quede quieto. Micha ve el nombre de la pequeña aldea en el mapa. Rosa borroso encima de verde y gris. Oma le tira del brazo.
—La que empieza por S, no lejos del río. Me escribía hablándome del río y de los pantanos. Me acuerdo de eso. ¿La ves?
—Sí.
—Ésa, pues. Debió de ser allá por 1943. Después de que los rusos retrocedieran de nuevo hacia el oeste.
—¿Recuerdas en qué época del año?
—En verano. Otoño. Estuvo algún tiempo por esa zona. Y a finales del cuarenta y tres regresó a combatir por allí cerca. Los trasladaban, iban donde se combatía, por supuesto. Pero el último año todas sus cartas procedían de ahí.
Micha aparta la vista del atlas y vuelve a mirar a su abuela. Se la ve emocionada.
—Sí, su última carta llegó de ahí en mayo. Al cabo de poco lo capturaron.
Se queda mirando el mapa largo rato, absorta en sus pensamientos, apretados los dedos sobre sus blandas mejillas. Piensa en su marido. Micha bebe otro sorbo de café, le concede un poco de tiempo antes de formular la siguiente pregunta. Se promete que será la última.
—¿Todavía conservas las cartas de Opa?
—No, tesoro, no. Las quemó todas cuando volvió.
La expresión de Oma no revela nada. Micha se esfuerza por permanecer sentado en silencio ante la mesa mientras ella devuelve el atlas a la estantería. Luego se excusa y se dirige al baño. Las manos le tiemblan como las de Oma, por lo que se ve incapaz de correr el pestillo de la puerta. Se sienta en el borde de la bañera y se seca el sudor de las manos frotándolas contra la pernera del pantalón. Intenta imaginar a su abuelo quemando las cartas. ¿Dónde las guardaría Oma entonces? ¿Se enfadó él cuando las encontró? ¿Las metería dentro de la estufa? ¿Hizo una hoguera en el jardín? ¿Volvió a leerlas antes de destruirlas?
¿Qué había escrito en ellas para querer destruirlas?
Micha no puede preguntarle eso a Oma. Está demasiado asustado.
El viernes, Mutti y Vati acuden a cenar con ellos. Micha les oye reír al subir las escaleras. Besan a Mina en la puerta, bromean en el vestíbulo mientras ella recoge sus abrigos. Entran en la cocina donde él está cocinando, curiosean dentro de los cazos que hay sobre los fogones. Consigo traen sonrisas y ruido, y Micha se alegra de tenerlos allí.
—Luise vendrá en cuanto termine su turno. Dijo que no la esperásemos.
Mutti ha traído flores y vino, y ensalada de frutas.
—Ya os advertimos que nosotros haríamos la comida.
Mina la regaña mientras registra el armario en busca de un jarro.
—Lo sé, pero esta tarde estaba aburrida.
—¿Aburrida? Yo estoy agotado y mi mujer aburrida. Aquí hay algo que no tiene sentido.
Vati ha venido directamente del trabajo. Se sienta con pesadez a la mesa, se quita la corbata y suspira. Micha sabe que está exagerando para potenciar el efecto, pero su aspecto es de cansancio. Mina se coloca detrás de la silla de Vati y le masajea los hombros.
—Deberías levantarte y caminar por allí al menos una vez cada hora. Hacer ejercicios de cuello. Así.
Mina se sitúa frente a él y, para demostrárselo, avanza la cabeza hacia delante, luego hacia los lados. Vati la imita, después se ríe de sí mismo. Micha está con Mutti junto a los fogones.
—Está bien que visites a Oma con regularidad, Micha.
—Me gusta ir a verla.
—Lo sé, lo sé.
—Esto es una especie de preámbulo, ¿verdad? ¿Pretendes llegar a otra parte?
—Sí, la verdad es que quiero llegar a otra parte.
Micha estaba bromeando, pero Mutti se ha sonrojado. Se pregunta si Oma le habrá hablado de las preguntas que él le hizo. Se pregunta si habrán inquietado a Oma. Deja de bromear y remueve la salsa que no necesita remover. Las manos vuelven a sudarle.
—Creo que la dejaste algo confusa.
—¿De veras?
—Pienso que deberíamos limitarnos a su rutina. Regular las visitas.
—Oh, ya entiendo.
—El jueves se olvidó de la cita con el médico. Cuando llegó la enfermera, se enfadó con ella. No paraba de insistir que era lunes, porque su nieto la había visitado el día anterior. Ahora está bastante turbada por eso.
—No me dijiste que habías ido a ver a Oma.
Mina ha estado escuchando desde la mesa y Vati también. Micha se vuelve y se encuentra con que los dos le están mirando.
—No había nada que decir.
Se vuelve otra vez a la cazuela. Mentiroso.
—Oma es una anciana.
—Lo sé, Mutti. Ya lo sé.
—Pues creo que a veces lo olvidamos.
—Yo no lo olvido. El miércoles terminé temprano, eso es todo, lo siento.
—Está bien. No pasa nada.
Micha sirve los platos y Mutti los lleva a la mesa. Siente como si le hubieran desenmascarado. Ve platos rotos, restos de comida en el suelo y en las paredes. Se prepara para la bomba. Opa, asesinato, familia, yo… Mutti aún sigue hablando.
—Estuvo bien, lo digo en serio. Hacía años que no hablaba con ella de papá, de Opa Askan. Y hoy hemos estado toda la mañana hablando de él.
—Vaya.
—Tú también le hablaste de él, ¿verdad?
—Un poco.
—¿Y qué te contó?
Mina se lo pregunta a Mutti, no a él, y Micha se lo agradece. Está distrayendo a Mutti. Para ayudarle. Y él se da cuenta. Toma un sorbo de vino.
—Hablamos de cuando Bernd era pequeño. De la familia. De épocas felices que yo había olvidado. De la casa de Steinweg, cuando nos mudamos. De Opa pintando las paredes de nuestros dormitorios. Unos dibujos preciosos. Un océano para mí y un bosque para Bernd. Junto a nuestras camas. Me había olvidado de todo eso. Oma me contó que se lo encontró llorando en la habitación de Bernd cuando nos mudamos.
Micha se sienta a la mesa, y cuando Mutti le sonríe, le devuelve la sonrisa.
—Pienso que ha disfrutado recordando. También disfrutó hablando contigo, Michael. Me lo ha dicho.
Sirve más vino. No quiere decir nada que pueda prolongar la conversación. Sabe que se está comportando de manera desconsiderada, pero no quiere pensar en Opa y en las cartas que quemó; al menos no esta noche. Se produce un silencio y luego Mina cambia de tema por él.
Existen algunas filmaciones de Hitler que inquietan a Micha más que la mayoría de las imágenes de aquella época.
Una fiesta de Navidad, probablemente a comienzos de la guerra, en la casa que Hitler tenía en la montaña. Allí estaban todos: Goering, Speer, Bormann, junto con sus esposas e hijos. La filmación es en blanco y negro, efectuada en interiores, pero está moteada de polvo que parece nieve. Adolf Hitler se halla sentado en medio de los niños, quienes vuelven la cabeza hacia la cámara y sonríen. Su edad oscila entre los cuatro, cinco y seis años; tímidos e inseguros, vestidos con pantalones cortos de cuero y trajes tiroleses. Sin embargo, también le sonríen a él, a Hitler, y le hablan. Es una película muda, de manera que Micha no sabe qué dicen los niños, pero se da cuenta de que no están asustados. Le quieren. Una niña entra corriendo en el encuadre para decirle algo y Hitler enarca las cejas con expresión franca, todo oídos mientras ella le habla. Padrino y tío favorito, de mirada dulce y sonrisa presta. Que no mira hacia la cámara sino tan sólo a la niña.
—¡Oh, no!
Mina se estremece cuando se lo enseña.
Horas más tarde, al asomar las primeras luces, ella entra en la cocina y se lo encuentra allí.
—Puedo traerte unos somníferos de la clínica. Sabine me los recetará, estoy segura.
—No pasa nada.
Mina bosteza y se despereza, le prepara té y le da un masaje en la cabeza; Micha la ama por eso. Porque sabe que ella no entiende que un fragmento de película sobre Hitler le provoque pesadillas y en cambio no se las provoquen las fotografías de Belsen, Dachau o Auschwitz. Le inducen al llanto, ella lo ha visto, pero no le despiertan en mitad de la noche, no le dejan con la boca seca ni provocan que el amanecer le encuentre fumando en la mesa de la cocina.
No es correcto.
Si Micha pudiera elegir lo que le aflige, no sería esto.
Micha sabe que Mina no se sentirá feliz cuando le anuncie sus planes. Tenían intención de ir de acampada, caminar. Viajar hacia el sur rumbo al sol.
—He reservado fecha para las vacaciones, Michael. He ahorrado el dinero…
—Lo siento, lo siento de veras. Ya lo haremos más adelante.
—¿Cuándo?
—En verano. Cancela estas pequeñas vacaciones y en verano las haremos más largas. Iremos a Turquía.
Lo dice porque sabe que es lo que ella quiere. Micha en Turquía, con su familia. Mina puede leer en él.
—Está bien, está bien.
Más tarde se la encuentra leyendo una guía de viajes.
—¿Adónde piensas ir esta vez? ¿A Minsk y luego adónde?
—Al sureste. No lejos de los pantanos del Pripet.
—¿Estuvo Opa Askan por allí?
—Sí, eso creo. Parece que estuvo por allí.
Micha se sienta en la cama a su lado. Mina sigue leyendo, hojea las páginas en busca de fotos.
—¿Estás nervioso?
No lo mira al preguntárselo. Micha se encoge de hombros. Ella no vuelve a formularle la pregunta.
Bielorrusia, Pascua de 1998
Micha aguarda en la puerta principal de la estación. Mina dijo que se tomaría medio día libre y ha venido a despedirle. La descubre montada en su bicicleta sorteando el tráfico. Es la última hora de la tarde y las sombras son alargadas. En la zona de las taquillas, Mina encuentra la cola adecuada para que Micha compre el pasaje, espera un rato con él, pero luego se marcha a dar una vuelta.
La encuentra en el vestíbulo principal, examinando el panel de salidas.
—Ya he conseguido los billetes.
—Y yo he localizado tu tren. Es por allí.
Las palomas vuelan debajo de la techumbre, sobre sus cabezas. La estación huele a pan y a café, pero también a orines. Encuentran el andén y el tren ya está en la vía, de manera que Micha sube en busca de su asiento. Mina comprueba que las cosas están en su sitio y le saluda a través de la ventanilla. Micha es consciente de que ella quiere acabar con la espera, que no se le ocurre nada que decir. Así que regresa a la puerta y le dice que se vaya.
—Vete a nadar. Telefonea a tus amigas, tomad una sauna.
Mina sube a la entrada del vagón y le rodea con sus brazos. Le besa.
—Ten, tus favoritos.
Micha coge la bolsa de pretzels que ella le da. Todavía están calientes, huelen de maravilla. La observa marchar. Mina se despide con la mano al llegar a las escaleras al final del andén, luego sube los peldaños de dos en dos.
En Berlín, la Estación del Este está atestada de gente, pero en el nuevo tren su compartimento está vacío. Micha lee el periódico y luego duerme un rato, aunque todavía es temprano. Cuando se despierta anochece ya, y se encuentran en la frontera de Alemania. Hay otro hombre en el compartimento. Mayor que él, con gruesas gafas de montura cuadrada y rostro también cuadrado. Micha le sonríe y el hombre le corresponde con una inclinación de cabeza. Les revisan el pasaporte junto con el billete y el tren vuelve a ponerse en marcha, renqueante, para luego, de manera progresiva, ir ganando velocidad. Se encuentran en Polonia, pero el paisaje no cambia. A Micha le cuesta creer que esté haciendo esto. No tiene ni idea de qué hará cuando llegue allí. Se come una de las rosquillas de Mina y vuelve a dormirse.
En Minsk hace un tiempo húmedo y pegajoso. Una Pascua caliente, le comenta el taxista. Algo fuera de lo habitual. Al principio Micha le habla en inglés, prueba un poco en alemán y después regresa al inglés. Le dice que se dirige al sur, pero el chófer no le contesta. Unas pocas calles más adelante, el taxista le señala un buen restaurante. No vuelven a hablar.
En el hotel, todo está en calma. Una joven le atiende en el amplio mostrador del estrecho vestíbulo. Lleva una gruesa capa de maquillaje, grasiento por el calor. La habitación que le da es grande y sin adornos. Una cama y un televisor, y una ducha que gotea en el baño, al final del pasillo. Abre la ventana después de que la joven se haya marchado, se tumba en la cama y cierra los ojos. Falta aire allí. Las sábanas huelen ligeramente a humo. El ruido de un televisor se filtra a través de las paredes. Música y chirriar de neumáticos, y a continuación el ronroneo de unas voces.
Cuando se despierta ha oscurecido y hace frío. Enciende el televisor y luego se ducha. Se tumba en la cama y deja que el cuerpo se seque mientras ve las noticias de la noche, a pesar de que no entiende lo que dicen. En los titulares sale Alemania. Imágenes de Frankfurt, el canciller saludando a la jauría de la prensa. Apaga el televisor y se viste.
Micha está hambriento. Sale y busca el restaurante que el taxista le recomendó. Pero cuando llega allí no entra. Se dice que lo que busca es un bar; sin embargo, cuando encuentra uno tampoco entra. Tiene la impresión de que su presencia es demasiado visible. Regresa al hotel, encarga unos panqueques a través del servicio de habitaciones y se los come viendo un partido de fútbol. Después pide que le suban una cerveza, y mucho más tarde vuelve a dormirse.
Micha pasa una larga jornada en Minsk. Se dice que está haciendo turismo, pero sabe que sólo retrasa el momento de partir. Está cansado, desorientado. La ciudad es muy extensa, desoladas avenidas bajo un espeso cielo gris. Encuentra el río y sigue su curso, manteniéndose alejado de las calles y circulando por los parques mientras le sea posible. Por encima de los árboles descubre unas cúpulas en forma de cebolla y entonces comprende que ha llegado al este.
Para almorzar, Micha entra en un restaurante abarrotado de gente y encarga la comida señalando los platos de la mesa de al lado. Empanadillas rellenas de champiñones. Auténtica comida bielorrusa consumida por un auténtico turista alemán. La camarera aprueba su elección. En la plaza mayor toma unas fotos. Sólo en esta ocasión mantiene escondida la cámara en la bolsa. Aún se siente demasiado conspicuo. En un quiosco compra una guía de la ciudad en inglés en cuyas páginas centrales hay un plano de Minsk y la zona de los alrededores. El plano está salpicado de puntos rojos que Micha consulta en el índice. Son sitios donde los nazis cometieron atrocidades, guetos que quitaron de en medio, aldeas que arrasaron, poblaciones enteras ejecutadas. Deja de caminar y por un momento se queda indeciso en plena calle. Entonces recuerda el motivo por el cual está aquí.
Ahora dos ciudades donde estuvo Opa. Ocho aldeas. La plaza fuerte alemana situada al norte de los pantanos, donde su último año de lucha llegó a su fin.
Micha llega al anochecer después de coger dos trenes y un autobús desde que salió de Minsk. El sol se está poniendo y él necesita un lugar donde hospedarse. El pueblo es demasiado pequeño; no hay estación de autobuses, sólo una parada. Se sienta al borde de la carretera y come el último de los pretzels de Mina. Ya está rancio, pero tiene hambre. Hace frío, el aire es denso y huele a humedad. Micha saca un chaleco de lana extra antes de empezar la búsqueda de un sitio donde quedarse.
Se encuentra en la carretera principal, asfaltada y lo bastante ancha para que pasen dos automóviles a la vez. Los bordes están pavimentados con losas de cemento y los estrechos caminos que salen de ella también están pavimentados con cemento. De estos caminos parten unos senderos sin pavimentar: de tierra batida, tan dura como el cemento cuando está seca, pero con grandes baches llenos de barro debido a la lluvia. Las farolas de la carretera principal se iluminan en el momento que llega a las afueras del pueblo. Micha piensa que allí no hay hoteles. Este sitio es demasiado pequeño para eso.
Da media vuelta y retrocede hasta la parada del autobús e incluso va más allá, aunque tampoco recuerda haber visto ningún hotel al llegar. La calle principal está desierta; no hay nadie a quien preguntar. Las ventanas de las casas aparecen iluminadas con luces amarillas y blancas. Rumbo a la ciudad pasa un camión cuyos faros proyectan sobre el pavimento la sombra de Micha, muy alargada frente a él. En una de las travesías, un generador eléctrico aporrea sin parar: un mecánico que trabaja hasta tarde. Del capó del coche en el que trabaja cuelga una bombilla desnuda y el hombre se inclina en una postura forzada sobre el motor.
Micha golpea suavemente con los nudillos sobre el panel del vehículo. El mecánico le sonríe en señal de saludo, no habla alemán ni inglés y aguarda paciente mientras Micha se abre paso a través de la fonética de su librito de frases esenciales. El mecánico vuelve a sonreírle e imita el gesto de dormir: cierra los ojos y apoya la cabeza en la palma de la mano sucia de grasa. Cuando Micha asiente, el mecánico le estrecha la mano y le coge la bolsa.
La habitación es pequeña pero a Micha le gusta. Un catre, paredes revestidas con paneles de madera pintados de color verde pálido, una ventana con polvorientas cortinas de percal, una silla, una mesa pequeña y un ropero enorme. Se encuentra al fondo de la casa de cara a un jardín cubierto de hierbajos y el oscuro cielo de la noche. El mecánico se muestra complacido cuando Micha asiente. Escribe una cifra en un trozo de papel y Micha le paga tres noches.
En la cocina, el mecánico hace sentar a Micha frente a un vaso de vodka y sale veloz por la puerta. Al cabo de un par de minutos regresa con una anciana y un grueso libro. Mientras la mujer junta unos platos y corta rebanas de pan, el mecánico pasa las hojas del libro en busca del mapa de Europa. Lo empuja por encima de la mesa y señala a Micha, luego señala el mapa y otra vez a Micha. Éste señala Alemania y el mecánico asiente con vigor, intercambia unas palabras con la anciana, que está frente a los fogones. Micha se los queda mirando, pero ellos siguen sonriendo. Entonces se da cuenta de que esperaba una reacción negativa. La anciana deposita un plato de sopa y el pan sobre la mesa frente a él. Le da unas palmaditas en la espalda y coloca el vaso de vodka junto al plato.
El mecánico apoya la mano plana sobre su pecho.
—Andrej.
—Michael. Micha.
Le tiende la mano por encima del plato de sopa y Andrej se la estrecha. Ambos sonríen, medio levantados de sus asientos. Andrej le presenta a la anciana como su madre, o tal vez su abuela, Micha no lo entiende muy bien. Le tiende también la mano, pero ella la rechaza con un gesto, sonriendo, y le indica la sopa. Micha come y ellos miran al tiempo que hablan entre sí. Micha sabe que están hablando de él, pero eso no hace que se sienta incómodo, disfruta con el suave susurro de sus palabras. Andrej levanta la mano, extiende los cinco dedos y vuelve a salir. La anciana le sonríe desde el otro lado de la mesa; le habla en bielorruso, o tal vez en ruso. No lo sabe. Le devuelve la sonrisa y come el pan que ella le ha cortado.
Andrej regresa con otro joven. Éste también lleva un grasiento mono de mecánico, medias lunas negras bajo las anchas uñas de las manos. Habla un poco de alemán y traduce para Andrej y su madre, o su abuela.
—Quieren saber para qué ha venido a nuestro pueblo. Desde Alemania.
Micha ve que el joven se sonroja, consciente de los titubeos en su traducción. No puedo hablarles de Opa ahora. Se está demasiado bien en esta cocina, esta noche. Les dice que está de vacaciones. Soy un turista. Y ellos se ríen. Cuando Andrej habla, el otro traduce.
—Hemos tenido gente de la prensa por aquí. Por lo de Chernobyl. El Pripet está contaminado con radiación y vinieron aquí de paso hacia el río. No se encuentra muy lejos.
—Yo no soy periodista.
—¿No? Bien. Ellos están contentos de tener un turista en casa. Me refiero a Andrej y su madre.
Micha bebe vodka con Andrej, la madre de éste y su amigo, todos sonrientes en torno a la mesa de la cocina. Andrej empieza a formular más preguntas, pero su madre le da un manotazo en el brazo. Luego él parece pedirle disculpas, repite otra vez la breve pantomima del sueño y Micha asiente. Todos se levantan cuando él lo hace y Andrej le acompaña de nuevo a la habitación. Le enseña cómo funcionan las luces, dónde está el baño y acto seguido se dan las buenas noches.
Micha les oye hablar en la cocina mientras se lava los dientes, y a continuación se acuesta.
Ahora que ya está aquí, no sabe qué hacer. Debería buscar a la gente, interrogarla, aprovechar el tiempo. Tiene la foto robada que todavía falta del álbum que Oma guarda junto a la cama: Opa en su luna de miel, de pie en mangas de camisa, frente al lago. No es muy anterior a la época que estuvo por aquí. Sólo pasarían unos pocos años antes de que viniera.
Micha dispone de cuatro días, y tiene miedo.
Andrej le presta una bicicleta y un mapa de la zona. Le enseña los sitios más bonitos para visitar y su madre le mete comida en una bolsa. Micha circula por allí en bicicleta, almuerza y prosigue su recorrido.
Al atardecer le escribe a Mina. Tiene la foto de Opa apoyada en su rodilla e intenta imaginárselo de uniforme. Con su arma en la puerta de la cocina de Andrej, de pie en el cruce de caminos a la salida del pueblo. El hombre se ha infiltrado dentro de la cabeza: con su insignia de las SS, el Opa nazi. El hombre de la fotografía es sólo Opa. Antes de que él llegara a conocerle, pero a fin de cuentas su abuelo.
Le cuenta a Mina que no ha conseguido gran cosa. Tacha esto y empieza de nuevo. No me he esforzado lo bastante… Pero tacha esto también. En una hoja nueva, Micha escribe lo que piensa en realidad. Soy un cobarde. No sé qué hacer.
Andrej acompaña a Micha con la camioneta. Éste disfruta con las amables bromas que el mecánico gasta a los clientes, a pesar de que no entiende nada, aparte de las sonrisas y de los serios apretones de mano. Pasea por las aldeas delante de los ancianos que, sentados en los porches, aprovechan la cálida mañana de Pascua. Piensa en la posibilidad de enseñarles la foto y decirles el nombre de Opa, pero sigue su camino.
Podrían contarme cualquier cosa. Mató a tiros a mi hermano y a otros veinte hombres. Persiguió a los judíos por estos bosques. Mire, ahí mismo, justo detrás de mi casa. Los odiaba, ¿sabe? Quería verles muertos.
Micha trata de imaginar una voz diciéndole esto, un rostro. Intenta imaginar cómo se sentiría si oyera eso.
Andrej le habla en bielorruso, Micha lo hace en alemán y ambos se entienden bien. A la hora del almuerzo beben un té abrasador y comen pan de miga densa con mantequilla y mermelada. Una marca alemana. Sentados en el borde de la carretera, un fresco día de primavera. Los coches tocan el claxon al pasar y Andrej levanta el brazo para saludarlos. De regreso a la casa, Micha compra cerveza. Para compartirla con Andrej y su madre. Los tres se sientan juntos por la noche a mirar la televisión en la cocina. Andrej y su madre se ríen y Micha también.
Necesito un intérprete.
Se marcha a la cama, pero no consigue dormir.
Micha se levanta temprano y, antes de desayunar, sale en busca del amigo de Andrej; el que habla alemán. Los libros de la biblioteca están escritos en bielorruso, le dice éste, divertido ante el hecho de que Micha pretenda leerlos. Los libros escritos en inglés o en alemán están en Minsk. No aquí.
—Sin embargo, necesito hacer unas averiguaciones acerca de este sitio. Quizá la gente de los alrededores sepa algo.
El amigo traslada el peso de su cuerpo sobre el otro pie. Micha no pronuncia el nombre de Opa, sólo dice guerra, ocupación, nazis, y mientras habla examina el cuello del amigo, su oreja. Micha quisiera pedírselo a él: que le ayude a encontrar gente, que le haga de intérprete. Pero todo suena demasiado vago y extraño. Incluso en lo más profundo de la mente de Micha.
El amigo de Andrej se siente azorado ante su petición y Micha lo sabe.
Hay un museo, le dice el otro. No en su pueblo, sino en el vecino. Le acompaña hasta la carretera, hace señales a un coche para que pare, se inclina a través de la ventanilla abierta y le indica al chófer adónde quiere ir Micha. Los dos se vuelven a mirarle un instante, luego el conductor sonríe y abre la puerta del acompañante. El amigo de Andrej se despide de Micha con un apretón de manos.
—El pueblo es pequeño, pero tiene un buen museo.
Al lado del viejo ayuntamiento, Micha encuentra un edificio de madera con el piso de cemento. A lo largo de las paredes se exhiben fotografías y objetos ordenados con mucho cuidado. Etiquetas primorosamente caligrafiadas. Una cuerda delgada que cuelga de unos soportes de hierro con el extremo curvado a mano para mantener a los visitantes a una distancia prudencial. Ante la puerta hay una joven sentada en una silla de lona. Micha deja caer unas monedas en la caja que ella tiene a sus pies. La joven le sonríe y vuelve a la lectura de su libro.
En un lateral se exhiben antiguas pinturas y fotografías del pueblo a principios del siglo XX. La calle mayor, polvorienta y muy concurrida en 1925, destaca por el asfalto y los dos coches del año anterior. El pueblo era más grande entonces, antes de la guerra. Próspero. Casas, gente, un mercado. Afuera sopla el viento. Micha puede oírlo entre los árboles. Las ramas golpean contra la claraboya del techo del museo.
Ha llegado a la primera esquina de la sala. Delante de Micha, en la segunda, hay tres maniquíes de sastre vestidos de uniforme. De las SS, de la Wehrmacht y un tercero que no logra identificar. Las mangas vacías cuelgan fláccidas y delgadas a cada lado del busto relleno. No se apresura a acercarse. Se vuelve a mirar pero la joven no está pendiente de él. Continúa leyendo.
Entre Micha y los uniformes hay objetos y fotos de las comunidades judías que vivieron en el pueblo antes de la guerra. Una escuela pequeña y un libro escrito en yiddish. Un cementerio del que robaron las lápidas para adoquinar las calles. Micha parpadea, prosigue hacia los uniformes.
Están ajados, deshilachados. Usados. Dos son alemanes y el tercero es ruso: el que no le era familiar. Micha ve que a la gruesa chaqueta del SS le falta un botón. Arrancado, cortado, caído, desaparecido. El uniforme es auténtico, no una copia. Alguien desvistió un cadáver y conservó el trofeo. O alguien lo tiró y salió huyendo en cuanto llegó el Ejército Rojo. O alguien lo encontró y se lo puso, puede que incluso se sintiera satisfecho con él a pesar de ser alemán, porque era de lana y calentaba, y estaban en invierno y padecían frío.
A lo largo de la última pared hay fotos tomadas durante la guerra. Micha las ve por el rabillo del ojo cuando aún está con los uniformes. Se prepara para mirarlas de cerca; se dice lo que van a mostrar. Ejecuciones públicas, alemanes sonriendo, entierros colectivos, fusilamientos en masa. No se equivoca. Las cabezas caen inertes, los cuerpos cuelgan alargados de los árboles. Unos jóvenes apuntan con sus fusiles a unos niños arrodillados. Soldados de pie, fumando al sol, y tras ellos yacen los muertos, pálidos y desnudos, en hileras.
Micha los examina de cerca. Mira con atención los rostros de los soldados, los inspecciona en busca de los pómulos de Opa, su frente despejada, sus ojos hundidos. Un cigarrillo sujeto con las yemas de los dedos vuelto hacia el interior de la palma de la mano. Micha está sudando. No lo encuentra. Retrocede a lo largo de la pared, vuelve a mirar, pero sigue sin encontrarlo.
Ahora la joven está mirando a Micha. Los ojos de él coinciden con su mirada y ella vuelve rápidamente la vista hacia otro lado. Micha intenta imaginar qué aspecto debe de tener escudriñando con tanta intensidad esas imágenes terribles. Se pregunta si debería apresurarse, o distanciarse un poco más, o ponerse a llorar. No sabe qué hacer. Aunque tampoco le importa; intenta con todas sus fuerzas no ser un cobarde. Llama a la joven a través de la sala:
—¿Habla usted alemán?
Ella levanta la vista, frunce las cejas, no le ha entendido. Le contesta algo. Micha piensa que suena a disculpa.
—¿Habla usted inglés?
—Sí, un poco. Lo siento.
—Quizá pueda ayudarme. ¿Sabe si estas fotos las tomaron aquí? ¿En este pueblo?
—Oh. ¿Las fotos de esta pared? ¿Las de la ocupación?
—Sí.
—Creo que sí, pero no estoy segura. Espere.
La joven deja el libro y acude con paso rápido; sus gruesos zapatos resuenan con fuerza en la pequeña estancia. Micha se mantiene un poco apartado mientras ella avanza a lo largo de las fotografías para leer las inscripciones, los nombres, las fechas…
—Éstas sí.
Se las va señalando.
—Las de este panel. Los otras las tomaron en Bielorrusia también, pero más al norte y al oeste. Las pusieron ahí para indicar que estas cosas ocurrieron por todo el país, ¿entiende?
—Sí. Muchas gracias. ¿Sabe qué divisiones de las SS estuvieron por aquí? ¿Las Waffen SS?
—Creo que están anotadas ahí.
La joven se dirige a los estantes del rincón, junto a la puerta, y trae un libro escrito a mano. Micha piensa que a ella le estimula notar que puede serle de ayuda. Se comporta con espontaneidad. En cambio, él sigue sudando: el cuero cabelludo, las manos, los pies.
—Sí, mire. Aquí, en esta página.
Hay una larga lista: la Wehrmacht, las SS, la policía, pero Micha no encuentra la división de Opa. Piensa que debe de haberlo exteriorizado en su rostro, porque la joven evita el contacto visual cuando él alza la mirada.
—Muchísimas gracias.
—De nada.
La joven sonríe turbada y, todavía sin mirarle, regresa a su silla y a su libro junto a la entrada. Micha se queda un rato más junto a las fotos, sin mirarlas, y agradece que la joven no le esté mirando.
Esto no es tan malo. Micha habla para sí. Muy bajito, pero le sirve para oír una voz. He venido aquí para ver esto; para ver que Opa estuvo por aquí. Estaba preparado para esto. Se sorprende al ver que está tan tranquilo. Luego firma en el libro de visitantes. Pone el nombre completo y la dirección completa. Yo estuve aquí; tal como lo estuvo él.
—¿Sabe si hay alguien con quien pudiera hablar? Acerca de la ocupación.
—¿Un historiador?
La joven se muestra sorprendida, el libro abierto en el aire.
—O quizá alguien que lo recuerde. Que viviera aquí en aquel entonces.
—No sé. Tendría que pensarlo.
—Puedo volver mañana.
—¿Le interesa hablar con alguien mañana?
—Si se acuerda usted de alguna persona… Incluso hoy.
—Bueno, mañana quizá.
—¿De veras?
—Creo que tal vez mi abuelo pueda ayudarle.
—¿Hablaría conmigo?
—Bueno, no lo sé. Pero es posible que conozca a alguien.
No parece muy convencida. Micha le dice que regresará por la mañana, que le estará muy agradecido si le pregunta a su abuelo.
Ella asiente y le estrecha la mano cuando Micha se la ofrece, de nuevo azorada.
Por la mañana, el abuelo está allí, pero se niega a hablar. Ha venido para echarle un vistazo, le comenta la joven. Hace años que no ve a un alemán. La muchacha se sonroja mientras habla, oculta con la mano sus sonrisas.
—Dice que en la aldea de al lado hay un hombre con quien debería usted hablar. Se llama Jozef Kolesnik. Él se acordará de los alemanes. Tendría que ir a verle esta tarde. El abuelo le avisará de su visita.
—¿A qué hora? ¿Después de almorzar? ¿Tengo que esperar hasta después del almuerzo?
Micha intenta mirar al anciano a los ojos, pero él se limita a morderse el labio inferior y asiente en dirección a la nieta. Luego se marcha, sin dignarse a mirarle otra vez.
La aldea no está muy lejos; quizá a unos tres o cuatro kilómetros. Cuando Micha llega, el reloj que cuelga de la panadería señala las dos menos cuarto, y no tarda más de cinco minutos en encontrar la casa de Jozef Kolesnik. No han concertado una hora fija, tan sólo por la tarde, después del almuerzo, pero a Micha le preocupa que nadie responda en la casa.
Comprueba de nuevo la dirección, llama a la puerta una vez más y luego no sabe qué hacer, de modo que se sienta a esperar.
La casa es verde. De madera y pintada de un color verde azulado. Micha se sienta en los escalones del estrecho porche que se extiende a lo largo del edificio. Hay más escalones al final que conducen a un pequeño jardín y a un sendero cubierto de barro. Dos ventanas bajas dan a la calle, y al cabo de media hora Micha se levanta y da unos golpecitos en el cristal. No hay respuesta. Lo intenta otra vez, apoya los dedos en la ventana de al lado, curva las manos en torno a los ojos y atisba el interior. No hay ruidos ni movimiento, nadie en la casa.
—¿Hola?
Su aliento empaña el cristal y se apresura a limpiarlo con la manga. La casa sigue en silencio, tranquila.
La llamada de Micha perdura en sus oídos: una voz potente en la silenciosa tarde. En el porche descubre que le tiemblan las manos y cómo después, poco a poco, vuelven a estabilizarse. Se queda allí un rato, nervioso, en los escalones de la silenciosa casa, después empuja la bicicleta al otro lado de la carretera y se sienta en el muro bajo de enfrente. A una distancia segura, con las manos en los bolsillos, la palma de la mano apoyada sobre la fotografía de Opa.
Si él se acuerda de Opa…
Quiero que se acuerde de él, pero al mismo tiempo no quiero.
Micha se levanta y camina, deja la bicicleta y pasea. Primero hasta un extremo de la calle, después al otro. Pasan los minutos, unas cuantas personas, unos pocos coches, pero ninguno se detiene ante la casa. Se sienta otra vez.
No se le había ocurrido pensar en esto.
Es tarde ya; por la calle las sombras se alargan hacia donde se encuentra él. De lejos, con la carretera de por medio, la casa se ve distinta. No tan vacía, tal vez. Micha imagina que se enciende una luz detrás de una cortina y la idea no le resulta demasiado extraña. Aquí, en esta parte de la calle, imagina que habrá alguien en la casa. Detrás de la puerta o debajo de una ventana, esperando inmóvil y en silencio mientras el extranjero llama con insistencia a través del cristal.
No tiene reloj, ignora cuánto tiempo lleva esperando. Dos horas. Tres. Puede que más.
El sol no calienta ya, pero no se pone todavía, así que aún no es hora de marchar. Nota las piernas entumecidas de tanto estar sentado. Se levanta y camina arriba y abajo hasta que las agujetas y los pinchazos aparecen, luego se desata las botas y se frota los pies. Cuando levanta la vista, descubre que no está solo.
En el porche hay un anciano y a su lado una anciana, mirándole los dos.
—¿Jozef Kolesnik?
Micha recoge su bicicleta y vuelve a cruzar la carretera. No les ha visto llegar. Deben de haber venido por el jardín. Desde la vereda. El anciano sostiene en la mano una bolsa de la compra y Micha piensa: Bien, ha estado comprando, no escondiéndose de mí.
—¿Jozef Kolesnik? ¿Habla usted alemán?
—Sí.
—¿Es usted Jozef Kolesnik?
El otro no responde. Micha se detiene.
—¿Alguien le ha avisado? Una persona me dijo que le avisaría.
—Sí.
Micha se adelanta. No sabe qué decir. Ha estado tres horas esperando. El sol está muy bajo y él no ha abandonado la calle en ningún momento por temor a que le pasara por alto. Temeroso de que fuera a venir y a la vez temiendo que no viniera. Y ahora lo tiene aquí.
—¿Podría hacerle unas cuantas preguntas? Sólo unas pocas. ¿Sería posible?
—¿Acerca de qué?
El anciano está en el porche, tres peldaños más arriba, y tras él aguarda la esposa. Micha introduce la mano en el bolsillo, roza la foto con los dedos, los apoya sobre la brillante superficie, deja las huellas en el brillo.
—Me llamo Micha.
Saca la mano. La sostiene abierta, indeciso, pero la fotografía sigue escondida. El anciano cambia de mano la bolsa con las compras, pero no contesta.
—Soy Michael Lehner.
—¿Es usted alemán?
—Sí.
El anciano se vuelve hacia su esposa, ésta le coge del brazo y le dice algo. Micha piensa que le está pidiendo que se vaya. Le pide al anciano que le diga a él que se vaya.
—Estuve en el museo y me dijeron que tal vez pueda usted recordar.
La mujer le dice algo a su marido. Éste le contesta y ella exhala el aire con fuerza, un profundo suspiro. Micha espera a que le digan algo, pero no hablan. Se limitan a mirarle y él les mira a ellos. Está aterrorizado por lo que se dispone a hacer. Por la reacción que esto pueda producir.
No.
Le cuesta demasiado. Nota ya el sabor a sal. El pánico en lo más profundo de la garganta.
Si se acuerda de Opa, ¿recordará cosas buenas? ¿Habrá cosas buenas para recordar, o sólo malas?
Las lágrimas se acumulan, puede sentirlas. En el pecho ahora, pero en dirección a los ojos. El hombre le está hablando.
—¿Recordar qué?
Micha no contesta. Permanece en silencio.
Si se la muestro, entonces dirá que sí, que le conoció. O que no, que no le conoció. Será algo. Al menos ya será algo.
Nota el sudor en la espalda y el cabello.
—Un momento.
Pero le cuesta demasiado. Las palabras no llegan, sólo las lágrimas.
—Lo siento.
Micha siente la boca seca, los ojos llenos.
—Lo siento.
Se apoya en la bicicleta de Andrej y oculta la cara con el brazo. Hay oscuridad detrás de la manga.
—Es sólo un momento.
La anciana baja del porche. Lleva papel higiénico en la bolsa de la compra y arranca varios trozos. Micha se limpia la cara, se suena la nariz, y la anciana arranca unos trozos más. Jozef Kolesnik baja la mirada. Su esposa coge la bicicleta de Andrej y la apoya contra la cerca, luego entra en la casa.
El anciano está desconcertado. Un muchacho alemán que llora delante de su casa. Micha piensa que también está irritado, pero no dice nada. Luego se sienta en los escalones del porche y Micha ansía con todas sus fuerzas sentarse con él, apoyarse contra la lisa madera de la balaustrada. La esposa le trae vodka y un pañuelo, pero no se muestra amistosa. Micha sabe que quiere que se marche y su esposo también. Para ya de llorar y lárgate.
—Jozef Kolesnik.
El anciano apoya la mano sobre su pecho.
—Elena Kolesnik, mi esposa.
La anciana hace una inclinación de cabeza y luego se yergue.
—Váyase, por favor.
El hombre da un paso hacia Micha, hablando con calma, un paso para bajar del porche.
—Han pasado muchos años. Fueron unos tiempos muy malos. Soy un viejo ya. Márchese, por favor.
Suena muy extraño que le suplique. Pero es algo deliberado, una consideración. Le tiende la mano; un gesto para ayudar a Micha a que se aleje de su casa.
Micha se encuentra lo bastante cerca para mirarle a los ojos, pero no lo hace. Aún puede mostrarle la foto de Opa y tampoco lo hace. Está anocheciendo y es demasiado tarde. Coge la bicicleta de Andrej y se va.
Cuando regresa a la casa de Andrej, ésta se halla a oscuras; no hay nadie. Micha se lava, se afeita y se acuesta. Deja la luz apagada y se queda con la mirada fija en la pared. El día se acumula como una jaqueca detrás de sus ojos.
Más tarde, Andrej llama a su puerta. Le trae una bandeja con la cena.
Micha le ofrece su vaso de cerveza y él bebe directamente de la botella. Andrej se queda sentado en silencio mientras Micha come. Todavía tiene los ojos hinchados por las lágrimas y piensa que Andrej debe de haberlo notado. Se queda a su lado y Micha se lo agradece.
Dos días y estaré de nuevo con Mina.
Micha vuelve a echarse a llorar y Andrej retira la bandeja de su regazo. Le tapa las piernas con la manta, luego apaga la luz y, antes de salir, le susurra algo en la oscuridad. Micha no sabe qué decir, pero es bueno sentir a alguien. Una voz antes de dormirse.
En casa, primavera de 1998
Ha llegado el momento de hacer las cosas habituales de finales de primavera. Ir en bicicleta a la escuela ahora que hace buen tiempo, abordar a Shakespeare con la clase del último año, dar lentos paseos con Oma por el parque.
Sin embargo, Micha acarrea consigo los hábitos del invierno, y la mayoría de días acude a la biblioteca después de las clases. A veces para leer, pero a menudo sólo para quedarse allí sentado: un silencioso amortiguador entre el trabajo y el hogar. No está muy seguro de por qué acude allí, de manera que no se lo comenta a nadie; siempre regresa a tiempo y prepara la cena antes de que Mina llegue.
No está preparado para esto, pero la vida sigue.
Michael está sentado en el borde de la bañera y Mina en la tapa del inodoro.
—¿Tienes la sensación de estar embarazada?
—Espera.
Mina coge la muñeca de Michael y le da la vuelta para poder ver los movimientos del segundero.
—¿Esta prueba es de fiar?
—Más que la del médico, según Sabine.
—¿Entonces por qué no la usan los médicos?
Mina se encoge de hombros.
—Ten. ¿Hay o no hay una raya azul?
Le entrega el bastoncito blanco y Micha rompe la parte de arriba tal como indica el folleto que hay en el suelo del baño.
—Sí.
—Bien.
Micha no puede dejar de sonreír. Deja ya de sonreír.
—¿Tú qué piensas?
—Que es una raya azul.
—No, me refiero a si te gustaría tener un crío.
—Estoy embarazada. Voy a tenerlo.
—¿De veras? Quiero decir, ¿eres feliz?
Por favor, di que sí. Mina se tapa la cara con las manos. La voz le sale ahogada por la presión de las palmas.
—¿Eres feliz?
—Sí, lo soy. Al menos eso creo.
—¿Crees?
Mina se ríe. Micha piensa que debe de sentirse feliz.
—Soy feliz. Será fantástico. Me siento feliz.
Se levanta y tira de Micha para que se levante de la bañera, le rodea con sus brazos y él se alegra de estar en casa, de sentirse tan feliz por estar aquí con ella.
La carta que Micha le escribió desde Bielorrusia llega mucho después que él. Más de un mes. Mina llora al leerla.
—No fuiste un cobarde. Fuiste muy valiente al ir allí y hacer lo que hiciste.
Lo dice como si todo hubiese acabado. Micha no responde. Ella no sabe nada de Jozef Kolesnik, de las lágrimas ni de la foto que llevó consigo todo el tiempo en Bielorrusia y que no llegó a enseñar.
Micha no puede mirar la foto de Opa.
Le gustaría poder desprenderse de ella.
El domingo, Oma hace café y Micha despliega los recortes de periódico para que ella los lea. Tiene la foto en el bolsillo a la espera del momento adecuado, de pie ante la ventana hasta que Oma se sienta. La anciana se corta un trozo de bizcocho y Micha entra a hurtadillas en el dormitorio.
Ponla de nuevo en su sitio, luego siéntate y tómate el café.
Eso es lo que tenía intención de hacer, pero en cambio se queda allí sentado, en la blanda cama individual de Oma, con el álbum abierto sobre las rodillas.
Ahí está Opa de recién casado en su luna de miel. Askan en mangas de camisa junto al lago; de nuevo embutido en su ranura de la página perteneciente al año 1938. Micha pasa la hoja, diecisiete años después, dorso contra dorso: Opa como Papá. Opa con la joven Karin, cogidos de la mano. Askan de traje oscuro, inclinado hacia delante y sonriéndole a la cuna donde está su hijo recién nacido.
Micha pasa páginas atrás y adelante, atrás y adelante. 1955. Opa con menos cabello, más arrugas; tiene la cintura más ancha, los brazos más delgados. ¿Y en medio? Dos hijos, casi dos décadas de fiel matrimonio. Han pasado diecisiete años, pero si Micha no lo supiera, nunca imaginaría que ha habido una guerra de por medio, y también la cárcel.
Micha cierra el álbum, se dice: era un soldado, pero mentalmente intercala las fotografías del museo. Páginas abarrotadas, todo un álbum de atrocidades entre la luna de miel y el nacimiento del muchacho.
—Tráetelo aquí, tesoro. Siéntate conmigo. Te veo en tan contadas ocasiones…
Oma está en la puerta. La cabeza le tiembla un poco con la edad. Y también es más pequeña, como si los huesos se doblaran sobre sí mismos, la cabeza por debajo del hombro de Micha cuando se pone en pie.
Fui a Bielorrusia y volví.
Un museo y un anciano. Unos días perdidos. Nada más. No le costaría echarse a llorar otra vez. Aquí y ahora, en el nido de águilas, en la cama de Oma. Le enfurece pensar en aquellos días. En haberlos dejado pasar de aquella manera.
—Vamos a tener un hijo. Mina y yo.
Necesita que Oma le sonría ahora, ser feliz. Algo que le obligue a dejar de sentirse irritado.
—¡Micha! ¡Estoy oyendo cosas raras! ¡Repítelo otra vez!
Ella le tiende las manos. Micha sabe que debería cogérselas, sin embargo no puede.
—Pero no debes decírselo a nadie, Oma. Por favor. Es un secreto aún, ¿entiendes?
—Sí, sí, claro, tesoro. Lo entiendo. ¡Un bebé!
La anciana posa las manos sobre su cara y le besa. Ahora Micha ya puede llorar y lo hace, porque no tiene que dar explicaciones. Oma le trae pañuelos de papel, bizcocho y sonrisas. Y libros infantiles del cajón donde los tenía guardados.
—Por si acaso. Siempre había confiado en esto, ¿sabes? Para ti y la encantadora Yasemin.
Mi Oma.
El mapa familiar de Micha. El que conduce a Opa siempre se interrumpe con ella.
Micha lleva siempre la foto de la luna de miel de Opa, en los trenes y en los autobuses, en la escuela, el supermercado, el cine y los bares. Se arruga y compra una funda de plástico para evitar que se rompa a lo largo del profundo pliegue que atraviesa las piernas de Opa.
En la escuela conmemoran la liberación de los campos de concentración y los alumnos hacen discursos. Muchos de ellos lloran. El profesor de historia explica este período al silencioso salón, abarrotado de padres, hermanos y hermanas, tanto mayores como menores. Michael se halla sentado al fondo, con el claustro de profesores, a solas con su vergüenza y su rabia.
Mina se incorpora en la cama. Michael fuma en el umbral, no muy convencido de que sea capaz de describírselo a ella: su rabia, tal como ha visto este día…
—Todos los años la misma jodienda. Los alumnos leen relatos de supervivientes. Todo el mundo derrama esas lagrimitas de «nosotros no hicimos una cosa así». Luego se otorgan las notas a los trabajos presentados, se desmonta la exposición y, convenientemente, pasamos al siguiente proyecto.
—¿Por qué no les dices algo, pues?
—No puedo hablar con los otros profesores.
—¿Por qué no?
—Muy sencillo, porque no querrían escucharlo.
Micha piensa que Mina tampoco quiere escucharlo. Pero continúa:
—Es un tema tabú, intocable. Todo esto implica que nuestra escuela es abierta, que es buena.
—Yo pienso que lo es. Pienso que es bueno. Los alumnos tienen que saber cosas sobre este período.
—Pero es perverso, Mina. Hace que se identifiquen con los supervivientes, con las víctimas.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque ésas son las palabras que les han enseñado… Las palabras por las que lloran.
—¿Y no deberían llorar?
—¡Sí, claro que deberían llorar! Pero deberían llorar porque fuimos nosotros los que hicimos esto. No fueron los demás los que nos lo hicieron a nosotros.
Mina deja escapar un suspiro y golpea la almohada para devolverle la forma.
—No deberían llorar por las cosas que ocurrieron, sino porque nosotros hicimos que ocurrieran.
Micha intenta conservar la calma. A Mina no le gusta cuando grita y últimamente grita demasiado.
—¿Entiendes lo que quiero decir?
—Creo que sí, Michael. Sí. Pero no fuimos «nosotros» quienes lo hicimos. Fue otra generación.
—Pero estamos emparentados con ellos. Todavía somos nosotros. Me refiero a que no puede haber sólo uno. Todos los años, entre ese público, tiene que haber otros que tengan un abuelo como el mío.
—No todos. Algunos de tus alumnos son turcos, ¿no? ¿Griegos? ¿Iraníes?
—Está bien, me refiero a los que tienen padres alemanes, abuelos alemanes.
—Pero no fueron ellos quienes lo hicieron, Michael. No fueron los niños, tus alumnos, los que hicieron aquello. Ni siquiera los más puros de entre los alemanes más puros.
Mina se interrumpe. Ha levantado las cejas, irritada.
—Se les enseña que no son los causantes, sólo las víctimas. Se les enseña como si hubiera ocurrido sin más ni más, ya sabes, como si la gente hubiera surgido de la nada, lo hubiera hecho y a continuación hubiese desaparecido. Como si no fueran las mismas personas que después de la guerra siguieron viviendo en las mismas ciudades, desempeñaron los mismos trabajos y tuvieron hijos y nietos.
—No creo que sea así.
—Lo es, Mina. Yo nunca lo había relacionado antes, y sin embargo ocurría en mi propia casa. Él hacía dibujos, me sentaba en su regazo…
—¡Pero si ni siquiera sabes que hiciera algo!
Mina se ha tapado la cara con ambas manos. También Micha se cubre los ojos.
—No. Tienes razón. Pero pienso que deberían leer cosas sobre la gente que lo hizo, también. La gente de verdad, la de todos los días, ya sabes. No sólo sobre Hitler y Eichmann y todos ésos. Me refiero a los subalternos. Los alumnos deberían estudiar sus vidas, las de quienes cometieron los asesinatos.
—Ahora eres tú el perverso.
—Lo digo en serio.
—Michael, eres un jodido mojigato y un obseso. Por favor, ¿podemos hablar de otra cosa, o si no ponernos a dormir?
Micha sabe que ella está aguardando, pero no se le ocurre nada que decir. Mina apaga la luz y él termina de fumar el cigarrillo en la oscuridad. Cuando se mete en la cama, le da la espalda; cierra los oídos a su respiración. Intenta aislarse, pero la rabia y la vergüenza subsisten.
Ha sido Mina quien lo ha dicho. Aquí no hay sitio para la mojigatería.
El tío de Micha se sorprende al verle. Le dice a su secretaria que no tardará. A continuación se queda mirando a su sobrino, algo turbado, y carraspea.
—Podemos estar todo el tiempo que quieras, Michael. Por supuesto.
Le dice que le invita a almorzar.
Micha no sabe por dónde empezar, y hasta que no llega la comida se producen embarazosos silencios. Pero Bernd se relaja cuando Micha le plantea sus preguntas.
—Claro que él bebía. Pienso que es probable que bebiera durante toda mi vida, pero sólo recuerdo haberle visto borracho en dos o tres ocasiones.
—¿Por qué crees que Opa bebía?
—No lo sé, Michael. Tal vez en Rusia, en la cárcel. Puede que fuera allí donde empezó.
—¿No antes?
—¿Antes de casarse?
—No, antes de la guerra.
—Ah.
Bernd toma un bocado y Micha piensa que lo hace para ganar un poco de tiempo.
—Me refiero a si sabes que pudiera haberle ocurrido algo. O a si hizo algo en la guerra que le impulsara a beber.
—Es posible. Es posible.
Puede que simplemente no lo sepa.
—Él bebía, y recuerdo que en ocasiones estaba tan borracho y furioso que teníamos que salir de casa. Mutti, tu Oma, nos llevaba a Karin y a mí afuera, al parque, donde aguardábamos a que todo hubiese pasado.
—En una ocasión rompió una ventana, ¿no?
—Sí. ¿Te lo ha contado tu madre? Así fue.
—¿Por qué?
—¿Por qué? Lo ignoro. Porque estaba enfadado, porque se le presentó la ocasión.
—¿Qué sucedió?
—Que de un puñetazo hizo añicos la ventana de la cocina y Mutti nos llevó afuera. Pero no es así como le recuerdo, ¿sabes? La verdad es que no le recuerdo así.
—¿Cómo le recuerdas, pues?
—Era un padre muy bueno.
Bernd se ruboriza. Micha sonríe sin pretenderlo; le encanta oír esto, descubrir el amor de su tío.
—Era muy amable. Los padres de mis compañeros del colegio tenían sus reglas estrictas, ver y callar, etcétera, pero papá no era así. Nos permitía correr por la casa y cantar, revolverlo todo. Eso le gustaba. La verdad es que creo que disfrutaba con ello.
—¿Entonces se transformaba en un hombre distinto cuando bebía, cuando estaba borracho?
—No lo sé. Supongo. Puede que sea una manera de verlo.
—Pero ¿tú no lo veías así?
—No. No lo sé. Nunca se me ocurrió pensar en ello, Micha.
—¿Crees que siempre pudo haber estado dentro de él?
—¿El qué? ¿El alcoholismo?
—La violencia.
—Él no era un hombre violento.
—Pero destrozó una ventana. Teníais que salir de casa. Quiero decir que estaríais asustados; Oma debía de asustarse.
—Mira, Michael. Esto ocurrió en tres ocasiones, máximo cuatro, en un período de… No sé; años. Se emborrachó, se puso furioso y nosotros estábamos allí para desfogarse. Eso es todo. Fue una conmoción, como ya te he dicho, pero no pasó de ahí.
Bernd sonríe, contrariado. Se quedan allí sentados, comiendo, y Micha piensa:
Puede que tenga razón.
Estoy encontrando relaciones porque las busco, no porque existan.
Opa bebía porque mató a gente. Opa mató porque bebía. Opa bebía porque había perdido la guerra, porque se había equivocado, porque estuvo prisionero durante mucho tiempo. Opa bebía.
—¿Crees que Opa mató a alguien?
Su tío se le queda mirando. Micha toma un bocado. Se le ocurre que Bernd podría hacer lo mismo y ambos fingir que nunca ha formulado esta pregunta. Pero su tío le contesta:
—Era un soldado.
—Estaba en las SS.
—En las Waffen SS, Micha. Era un militar.
Micha aguarda un poco más, pero sabe que es la única respuesta que va a obtener y no se atreve a seguir preguntando.
Es fin de semana. Un primer día veraniego, con las hojas de un intenso color verde. Mina compra pan para el desayuno y dice que deberían salir de la ciudad, pasar la noche en alguna parte.
—No he tenido náuseas esta mañana. Ni siquiera la sensación de que fuera a tenerlas.
Sonríe, se prepara otra tostada, se sirve otro vaso de zumo, apoya los pies en el regazo de Micha.
—¿Por los montes Taunus?
Micha piensa en lo bonito que sería observar a Mina disfrutar de un almuerzo campestre.
—¿Y por los Vogelsberg? Podríamos pedirle a Cem que nos preste el coche. Buscar un hotel y regresar mañana por la noche.
—Vayamos de acampada. Tendríamos que acampar un poco antes de que éste nazca.
Micha apoya la mano sobre el estómago todavía plano de Mina, y ella sonríe.
—Si te apetece…
—Bien, perfecto. Voy a sacar la tienda del sótano.
Cuando Micha vuelve a subir, Mina le dice:
—Esto está bien. ¿Verdad que está bien?
—Sí, claro.
La besa. Sabe a qué se refiere. A dejar a Opa Askan en casa.
Durante todo el fin de semana, Micha no habla de él. Se ríe y sonríe. También se siente afortunado y feliz con Mina y el bebé. Pero no deja a Askan en casa. Incluso mientras Mina prepara una hoguera de campamento y Micha le lee una lista de nombres para la criatura, Opa permanece sentado a su lado, sobre la hierba, en el frío anochecer.
Suena el teléfono y Mina coge a Micha de la mano, tira de él para que se vuelva a sentar en el sofá.
—Son más de las diez. Los días laborables, nadie debería telefonear después de las diez.
Micha curva los dedos en torno a las manos de Mina. La voz de Luise se oye potente a través del contestador.
—Oye, hermano, no sé qué pretendes, pero me gustaría que tuvieras más cuidado; sólo un poco más de cuidado, ¿entiendes? Y será mejor que no hagas a Oma las mismas preguntas estúpidas que le hiciste a Bernd; de lo contrario serías más despiadado incluso de lo que yo creía. Y si escuchas esto, y apostaría a que lo estás oyendo, entonces es que eres un maldito cobarde también.
Su hermana respira un par de veces y luego cuelga.
—¡Dios mío, Michael! ¿Qué has hecho?
En la cocina, Micha ayuda a su madre con la comida. Está nervioso. Su madre se aparta el cabello de la cara y él advierte cuán tensa está. Se exterioriza en su piel, en torno a los ojos.
Bernd se lo habrá contado a Inge, quien se lo habrá contado a Luise y probablemente también a Mutti, porque Mutti lo sabe.
Micha no está seguro de si debería comentárselo.
—¿Michael?
Deja de trocear y la mira. Su madre le sostiene la mirada, luego se da la vuelta y abre la puerta del horno.
—Sólo quería saber por qué estuvo él tanto tiempo fuera. ¿Por qué lo retuvieron los rusos?
—Muchos hombres estuvieron fuera mucho tiempo. Era lo normal. Casi todos los padres de mis amigas de la escuela, si no estaban muertos eran prisioneros de guerra.
—Lo sé. Pero quizá no todos fueran prisioneros de guerra. Me refiero a prisioneros normales.
Su madre cierra la puerta del horno.
—Él no hizo nada malo, Michael.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé.
—¿Alguna vez intentaste averiguarlo?
—No, por supuesto que no.
—¿Se lo preguntaste alguna vez?
—No tenía por qué hacerlo.
—Entonces ¿cómo puedes estar segura?
—Porque conocía a mi padre. Tú nunca le conociste de verdad, Michael. Eras demasiado pequeño.
—¿Así de sencillo?
—Sí.
—Sí, claro que sí. Porque eso no te lo puedo rebatir, ¿verdad? No puedo conocerle como le conociste tú, ¿verdad?
Siente las palpitaciones en la garganta. Antes no habían hablado nunca de esta manera. Su madre frunce el entrecejo.
—No, no puedes.
—Tenías trece años cuando él regresó.
—Doce.
—Entonces tampoco le conocías. Había estado lejos toda tu vida.
—Pero era mi papá. El Askan de siempre. Como siempre había sido. —Alterada, levanta la voz. También levanta la mano—. No habría sido capaz, Michael.
—Sin embargo, todo el mundo diría eso mismo de su padre, ¿no crees? Nadie pensaría de su padre que podía haber matado a alguien.
—Eso es algo que no sé, Michael. Quizá debieras preguntárselo a alguien cuyo padre sea un asesino.
—No puedes estar segura. Si nunca se lo preguntaste, no puedes estar segura.
—Él no hizo nada.
Su madre lleva las bandejas al comedor y él la sigue con la ensalada. Su padre ha descorchado la botella de vino y se halla sentado a la mesa, con las manos en el regazo. Ha estado escuchando. No mira a Micha y tampoco dice nada. Mina está sentada frente a él. Levanta la mirada hacia Micha cuando éste entra en la sala. Abochornada, furiosa. Lo puede ver, puede leerlo en su expresión. Tiene la mirada sombría y los labios tensos. Todos comen en silencio.
Pero Micha está furioso. Se mete la comida en la boca y mastica una y otra vez. Se traga la comida y deja a un lado el cuchillo y el tenedor.
—¿Te gustaría saberlo?
Su madre le mira.
Quiere que me calle. Pero él no quiere.
Su padre se yergue.
—¿Quieres que te lo diga, si averiguo algo?
—¡Cállate ya!
El grito es de su padre, y su madre desvía la mirada hacia otro lado. Micha piensa que ella está al borde del llanto, pero aun así no puede parar.
—¿Querrías saberlo?
Mina se levanta y sale de la estancia. El padre de Micha deja con un fuerte golpe la botella de vino sobre la mesa y unas manchas oscuras impregnan el mantel de color azul. Micha se interrumpe de golpe. Su padre apoya la palma de ambas manos sobre el tapete; respira profunda y sonoramente. Micha ve que intenta decir algo pero está demasiado alterado. Su madre sigue sin contestar.
Micha sale del comedor y encuentra a Mina en la cocina. Está de pie ante el fregadero, con un vaso de agua.
—Debemos irnos.
—Perfecto.
Mina pasa a su lado, coge el abrigo de la silla en el vestíbulo y entra en el comedor. Micha no oye lo que ella dice allí dentro. Al salir está llorando. Le sostiene la puerta y ella sale sin mirarle. Camina por delante de él a lo largo de la calle.
Micha no sube con ella al tren. Se queda en la estación, bebe un café y come una pasta. Demasiado dulce y pegajosa para su paladar. Se queda sentado a solas y en silencio durante un rato, sin pensar en lo que acaba de hacer.
Cuando llega a casa, Mina no está allí. Su bañador ha desaparecido del colgador del cuarto de baño. Micha telefonea a sus padres, pero le responde el contestador. Dice: Hola, soy yo. Llamaba para ver si estabais bien. No añade que lo lamenta.
—Pensarás que he venido para echarte una bronca, pero te equivocas.
La voz de Luise a través del interfono. Arrastra la bicicleta por la escalera, sudor en el labio superior. Se enjuaga la cara en el fregadero de la cocina, se la deja mojada y se sienta a la mesa para recuperar el aliento. Micha aguarda junto a la nevera a la espera de que ella diga algo.
—No tenías que haberles contado lo que estás haciendo.
—Creía que no habías venido a echarme una bronca.
—Perdona, lo siento.
Luise trae una botella de vino en el bolso. La saca, la deposita sobre la mesa.
—Es demasiado temprano para mí, Luise.
—¿De veras?
Ella se queda mirando la botella, la empuja lejos de sí.
—También yo intenté averiguar cosas acerca de Opa.
A Micha la sangre se le agolpa en las orejas. Percibe su zumbido estridente por encima del ronroneo del frigorífico. Ambos guardan silencio unos instantes. Luise aparta las manos de la cara. Da la sensación de que fuera a echarse a llorar. No, no llores. A Micha el sudor le produce cosquillas en la piel de la espalda.
—¿Cuándo?
—Cuando estudiaba en Londres. Hay allí una biblioteca, fundada por un judío alemán. Huyó en el treinta y tres, creo. Tanto da. Tienen allí gran cantidad de información. Sobre los campos, los supervivientes. Sobre los nazis. Se mostraron muy cooperadores, muy amables. Solía ir allí todas las semanas. Hacía que me sintiera mejor.
Ahora está llorando. Le cuesta hablar. Como si empujara la voz fuera de la garganta.
—¿Mejor?
—Sí. Como si me encontrara bien. No, no bien. No sé cómo decirlo. Me ayudaba.
Luise sonríe, se limpia la cara con las manos.
—¿Y?
—¿Y qué?
—¿Qué averiguaste sobre Opa?
—Oh. Nada.
—¿Nada?
A Micha le cuesta creerla.
—No figuraba en ninguna lista. Había un par de lectores en la biblioteca, gente que poseía listas de criminales de guerra, de oficiales nazis. Opa no aparecía en ellas.
—Yo también consulté una de estas bases de datos.
—¿En Londres?
—No, aquí.
—¿De veras? ¿Y qué?
—Nada.
Luise asiente. Nada.
—¿Crees que eso significa que él no hizo nada?
Luise exhala con fuerza.
—Mutti y Vati no necesitan saberlo.
—Es tu opinión.
—Sí, es mi opinión.
Luise se levanta, recoge la chaqueta y el bolso.
—Esta conversación lo zanja todo, ¿verdad? ¿Sólo porque tú lo dices?
—Son ellos quienes deben decidirlo, Michael. No puedes forzarlos.
—Elegirían no saberlo.
—¿Y qué hay de malo en eso? ¿En qué puede ayudarles saberlo?
—¿Por qué tendríamos que protegerlos de lo que hizo él?
—No sabemos lo que hizo, Michael. Si es que hizo algo.
—Pero crees que hizo algo.
—¡No lo sé! ¡Yo no lo sé ni tú tampoco!
Luise le grita, le apunta el pecho con su afilado dedo. Está a menos de un metro de distancia. Le dirá a Mina que ni siquiera pestañeé cuando me gritó. Micha adopta una expresión de seriedad. No quiere mostrarle sus sentimientos. No quiere verse en la obligación de enseñárselos.
—¿Sabías que muchos de los tratamientos que utilizamos hoy en día están basados en las investigaciones que se llevaron a cabo en los hospitales de los campos de concentración?
—No, no lo sabía.
—Pues lo están. Antes me ponía enferma sólo de pensarlo. Me enfermaba al pensar en los médicos de los campos de concentración.
—¿Y ahora?
—¡Por Dios, Michael! ¡Todavía me pone enferma!
Micha se pregunta cuánto tiempo llevan así. Tiene la sensación de que han pasado siglos. Tiempo suficiente para que Mina regrese a casa. Así hablaría con Luise y yo podría irme a la cama. Micha se avergüenza de estos pensamientos, pero aun así desearía que su hermana se fuera.
—¿Quieres que descorchemos la botella de vino?
—No. La guardaré para cuando vuelvas.
—Quieres que me vaya, ¿verdad?
Micha se encoge de hombros. Es consciente de que se comporta de una manera cruel. Luise aguarda un par de segundos, luego le sonríe y Micha le devuelve la sonrisa. Está triste. Y yo también. Micha no se lo dice, pero confía en que ella lo note.
—Si averiguas algo me lo dirás, ¿verdad?
—¿Sobre Opa?
—Sí.
—¿Quieres saberlo?
—Por supuesto. ¿Crees acaso que tienes el monopolio de la honestidad, Michael?
—No.
—Sí que lo piensas.
Están en el recibidor. Michael sujeta la puerta mientras ella saca la bicicleta.
—No creo que Mutti y Vati necesiten saberlo, eso es todo. Es lo que te quería decir.
—Está bien. Ya lo has dicho.
Luise carga con la bicicleta y empieza a bajar las escaleras. Micha se queda en el descansillo, pero ella no se vuelve a mirarle.
—Saluda a Mina de mi parte.
—Lo haré.
—Y dile también que pienso que mi hermano es un estúpido arrogante.
—Se lo diré.
Oye cómo ella se suena la nariz al llegar al pie de las escaleras. Luego cierra la puerta.
Mi hermana y yo nos peleábamos muy a menudo cuando éramos pequeños. Con saña, a patadas y arañazos, y a veces hasta nos hacíamos sangre.
Recuerdo una pelea en casa de Oma y Opa. Me cabreé de verdad. Nos hallábamos en lo alto de las escaleras y yo estaba tumbado en el suelo. Gritando, hipando, todas esas cosas. Intentaba darle patadas, pero Luise estaba fuera de mi alcance. Se encontraba un peldaño más arriba llorando también, con la boca abierta de par en par. Tenía el labio partido y los dientes manchados de rojo. Sin duda yo debía de haberle hecho aquello.
Y de repente apareció Opa, estaba conmigo en el rellano, sujetándome con el brazo contra su pecho y apretando su mejilla contra mi cabello. Recuerdo su olor a jabón y a tabaco.
Con el otro brazo sujetaba a Luise. Me acuerdo que apretaba su otra mejilla contra su pelo también, pero que eso no me importaba. Más tarde sentiría celos, tal vez, pero no en aquellos instantes. Opa estaba allí y no podías sentirte furioso. Cuando Opa estaba allí te sentías estupendamente.
Micha regresa en bicicleta a casa desde la escuela y está lloviendo. Llueve con tal intensidad que se ve obligado a quitarse las gafas y a entornar los ojos para ver la calzada. Los coches pasan ruidosos por su lado entre salpicaduras. Está tan empapado que al llegar a casa se desviste y se mete en la cama. Tarda mucho en dormirse, se limita a permanecer allí acostado, observando cómo la luz abandona el día. Está hambriento y Mina todavía no ha llegado; no consigue entrar en calor. Piensa en la fotografía de Opa Askan: en su bolsillo, en los pantalones mojados con las demás prendas mojadas en el suelo del baño.
El piso está a oscuras cuando le despierta el teléfono. Ha estado dormitando, no está muy seguro de qué hora es y el timbre suena muy fuerte en el silencio de la sala.
—¿Qué es lo que quiere?
La pregunta ha surgido antes incluso de que pueda decir su nombre.
—¿Qué es lo que quería saber?
—Disculpe. ¿Quién llama?
Pero Micha sabe de quién se trata y las manos le tiemblan ya. Incluso antes de que pueda pensar, antes de que pueda hablar. No.
—Soy Jozef Kolesnik. Le llamo desde Bielorrusia. Quiero saber qué preguntas pretendía hacerme.
Se produce un silencio en la línea y a continuación una respiración muy profunda. ¿Aspira o espira? Micha recuerda que aquel hombre era amable. Educado. Pero ahora está irritado.
—Lo siento, señor Kolesnik, tendrá que perdonarme. Estaba dormido y he perdido la noción del tiempo…
—¿Es usted periodista?
—No.
—¿Quiere saber cosas de mí?
—No.
—¿No?
—No soy un periodista.
—¿Quién es usted, pues?
—Michael Lehner.
—Eso ya me lo dijo.
—Soy profesor.
—¿Y qué quiere de mí?
Micha no encuentra una respuesta. Al menos ninguna que no incluya a Opa, y él no quiere sacarlo a relucir.
—¿Qué quiere de mí, señor Lehner?
—Usted conserva el recuerdo de los alemanes, de la ocupación. O al menos eso me dijeron.
No hay respuesta, sólo la misma respiración de antes: laboriosa, atemorizada; una profunda inhalación.
—Quería hablar con alguien de lo que pasó. En su pueblo. Cuando llegaron los alemanes.
—Es usted judío.
No lo ha dicho como si se tratara de una pregunta.
—No, tío. Soy alemán. Quiero decir que no soy judío.
—¿Entonces qué quería saber?
—Señor Kolesnik, no estoy muy seguro de que por teléfono…
—¿Qué quería saber?
El grito surge ronco. Su voz le desgarra el tímpano.
Micha cuelga el teléfono.
Está consternado por la llamada telefónica y por la rabia de Kolesnik, pero ruega para que vuelva a llamarle.
Micha se toma unos días libres. Después de que Mina salga para la clínica, telefonea a la escuela diciendo que está enfermo, luego se sienta en la cocina, junto al teléfono.
Después de cuatro días de silencio, regresa al trabajo. Y el quinto día, al llegar a casa, se encuentra con una carta.
Herr Lehner:
Le ruego acepte mis disculpas. No tuve más remedio que vivir aquí y supongo sabrá que aquélla fue una época terrible.
Por favor, compréndalo. No creo que pueda responder a sus preguntas. Resulta doloroso recordar aquellos años. Prefiero no hablar acerca de ellos.
Jozef Kolesnik
Michael lee una y otra vez las frases precisas, cautelosas. La caligrafía inclinada, pulcra.
—¿Por qué no me hablaste de él?
—Porque me eché a llorar, Mina, y ni siquiera fui capaz de enseñarle la foto.
—¿Por qué no me dijiste que había llamado?
—Por idénticos motivos. Le colgué, escapé. No lo sé.
Mina suspira y a Micha la sangre se le agolpa en la cara. Ella aparta de sí la carta y la empuja sobre la mesa, luego se inclina hacia delante y con el puño se aprieta la parte baja de la espalda. El peso del bebé altera ya su forma de caminar o de permanecer de pie.
—¿Qué le dijiste, entonces? Me refiero a cuando estuviste en Bielorrusia.
—Nada. Tenía intención de interrogarle, pero me faltó valor. Y él me dijo que me fuera. De hecho me lo pidió.
—¿Es judío?
Micha niega con un movimiento de cabeza.
—A los judíos los mataron.
—No sigas, Michael. No puedo seguir bregando con esto. —Mina sacude la cabeza, abre la boca para añadir algo, pero Micha la interrumpe.
—Creo que voy a volver.
—¿Qué?
—A Bielorrusia, para hablar con él.
—Pero si dice que quiere que le dejen en paz.
—Y le dejaré en paz. Sólo quiero saber cosas de Opa. No voy a preguntarle nada que le incumba a él. En las próximas vacaciones, el mes que viene.
—Vete a la mierda, Michael.
Mina se levanta y cruza la estancia. Le da la espalda y se apoya en el quicio de la puerta.
—Mina.
—No puedo soportarlo más. Es repugnante, Michael. No quiero vivir con esto en mi casa.
—Lo siento, Yasemin. De veras. Pero no es necesario seguir hablando de ello. Me limitaré a ir a verle y luego lo sabré.
—¿Y por qué tienes que saberlo? No lo entiendo. De verdad. ¿Por qué tienes que saberlo?
Micha se encoge de hombros. Ella le da la espalda, no puede verlo.
—Lo necesito.
—¿Qué bien te hará saberlo?
—Me cuesta creer que puedas verlo de esta manera, Mina.
—Pues así es como lo veo. Y pienso que tú también deberías. Ya sabes, verlo desde la perspectiva de otra persona. La mía, la de tu madre, la del señor Kolesnik… Piensa en los demás.
—Ya lo hago.
—Mentira.
Micha se queda mirando la espalda de Mina, furioso, consciente de que ella tiene razón.
—Éste es mi abuelo. ¿Recuerda si estuvo en su pueblo asesinando judíos?
—Vete a la mierda, Mina.
—¿Qué pasa? Es tu pregunta. Es lo que quieres saber, ¿no?
Mina da una patada a la puerta y vuelve a meter el puño en la parte baja de la espalda. Michael se sienta a la mesa y empieza a llorar.
—Estoy embarazada y tú quieres largarte a Bielorrusia para hablar con un viejo que no quiere volver a verte, sobre algo que no quiere recordar. Esto es lo que hay, Micha. ¿Te das cuenta?
No contesta, no confía en sí mismo. Desearía que Mina se acercara y le rodease con sus brazos, pero comprende que no puede. Lo ve en sus puños, en sus hombros.
Micha llora porque sabe que ella tiene razón. No es justo dejarla sola y embarazada. Le está haciendo daño a ella y también a su madre, a su padre, a su tío, a su hermana, a Kolesnik y a Oma.
Pero también llora por sí mismo.
Éste es mi Opa. ¿Recuerda si estuvo en su pueblo asesinando judíos?
Mina ha formulado la pregunta, pero él apenas se atreve a repetirla en su interior.
Micha escribe a Kolesnik y él le contesta.
El anciano repite que no se siente capaz de ayudarle, pero su carta también es atenta, y en la esquina superior, con la dirección, figura claramente un número de teléfono.
Micha vuelve a doblar la carta con cuidado y la esconde antes de que Mina regrese del trabajo.
Micha piensa en llamar, pero al final vuelve a escribirle. Es más sencillo. De esta manera consigue conservar la calma, formular la petición con mayor serenidad. Así puede mentir.
Se trata de un proyecto de investigación acerca de la ocupación alemana en Bielorrusia, para utilizarlo en materiales docentes que abarcan la guerra y el Holocausto. Con el fin de completarlo, necesito detalles acerca de la vida cotidiana de los soldados y los policías alemanes destinados a la zona. Creo poder entender lo que siente respecto a esa época, señor Kolesnik, pero pienso que puede serme de gran ayuda y tal vez ayudar a las generaciones futuras para evitar repetir los errores del pasado. Por tanto, le estaría muy agradecido si pudiera dedicarme un poco de su tiempo.
Micha no le dice nada de Opa. Otra mentira. Indirecta, por omisión, pero aun así una mentira. Y, si tiene que ser honesto, sabe que si va allí no será para proteger al anciano, sino para protegerse a sí mismo.
Le promete a Kolesnik que no le hará preguntas, que no inquirirá detalles sobre su propia vida.
Cualquier cosa que usted no quiera contestar, bastará con que lo diga y a mí me parecerá bien. Si quiere interrumpir la entrevista en cualquier momento, entonces me marcharé.
Micha se dice que esto compensará en cierto modo sus mentiras.
—¿Has pensado en lo que puede suceder aquí si te vas?
—¿El qué?
—No lo has pensado, ¿verdad?
Mina corta una rebanada de pan y observa unos instantes a Micha mientras cocina.
—Me refiero a tu familia, Michael.
—Lo sé.
—No, no lo sabes. No sabes lo que estás haciendo.
Mina aplasta el pan con los dedos, apoyada en la nevera. Micha se pregunta con quién habrá estado hablando. Con Mutti, con Luise. En lo que se habrán dicho. Debería preguntárselo. Percibe que Mina está esperando. Tendría que saberlo.
—¿Crees acaso que tu Opa bebía porque se sentía culpable?
—Es posible.
—Podría hacerlo tan sólo por el hecho de haber estado en un campo de prisioneros o en la cárcel, o donde fuera que los rusos lo tuvieron internado.
—Mina, por favor, no intentes convencerme de que no vaya.
—Pienso que un campo de prisioneros habría sido suficiente para mí.
Mina se interrumpe, come un poco del pan aplastado. Micha querría que ella le mirase, pero no lo hace.
—No sé qué les harían a los prisioneros alemanes, pero sin duda eran unos sitios terribles, Michael.
Micha la observa mientras ella come otro trocito de pan.
—Traté a un anciano que estuvo en el Gulag.
—Nunca me lo habías dicho.
—Fue antes de que te conociera. Habían transcurrido veinte años desde que estuvo allí, pero su cuerpo todavía se veía afectado. Malnutrición, palizas… Estaba alcoholizado.
Mina se come el resto del pan y luego remueve lo que se está cocinando. Se encuentra muy cerca de él, pero Micha presiente que no desea que la toque.
—Pero yo vi las fotos de lo que ellos hicieron allí, Mina. Donde Opa estuvo destinado.
Mina sigue removiendo la cocción.
—Tengo que averiguar si él también lo hizo.
—¿Por qué?
—Porque sí.
—Eso a mí no me sirve, Michael.
Sin embargo, Mina no está enfadada. Esta vez es ella la que llora. Micha está de su lado. Intenta explicárselo, pero sigue sin poder.
—Yo quiero a mi Opa, Mina. No sé qué más puedo decir. Es posible que él hiciera algo terrible. Aun así, para mí es muy importante saberlo.
—¿Seguirías queriéndole si hubiese matado a otras personas?
—No lo sé.
Ella se le queda mirando. Ya he pensado en eso, Mina, y de veras que no lo sé.
—Es posible que ese Kolesnik no lo recuerde. Podría no saberlo, Michael. Tal vez nunca llegues a saberlo.
Micha tiende la mano hacia ella, la apoya en la parte baja de su espalda. Mina se vuelve y le rodea con sus brazos. Está llorando. El bebé es un bulto pequeño, hinchado, entre los dos. Micha sumerge la cara en el cuello de Mina.
Herr Lehner:
He reflexionado un poco sobre su petición y, en vista de sus garantías, pienso que puedo ofrecerle mi ayuda.
Kolesnik
—Pensé que podías traducírmela y luego yo copiarla.
Una amiga de una amiga de Mina se muestra divertida ante la petición de Micha. Le ofrece un cigarrillo y estira el brazo para coger el cenicero de la mesa de al lado.
—Por cierto, ¿quién es ése a quien le escribes?
—¿Andrej? Un amigo.
—¿No hablas bielorruso? ¿Y tampoco ruso?
—No.
—¿Y tienes un amigo bielorruso que no habla alemán?
—Sí. Me alojo en su casa.
—Entiendo.
A pesar de las sonrisas de la mujer, Micha aún está nervioso.
—¿Café? ¿Tarta?
—Un café me irá de perlas.
Deja la carta con ella en la mesa y se dirige a la barra en busca de las consumiciones. Cuando regresa, ella ya no sonríe.
—¿Quieres decirle a ese amigo que tu abuelo era uno de los nazis enviados a su país?
—Sí.
—¿Ya sabes que por allí mataron a un millón y medio de personas? ¿Tal vez dos millones?
—Sí.
Micha asiente, pero no lo sabía. ¿Por qué no sabía yo eso?
—Murió toda una generación en mi familia.
—¿Y fueron los nazis?
—Los nazis.
Le tiende la carta, pero él no la coge. Piensa: Y sin embargo está casada con un alemán. Esto le deja atónito.
—¿Y estás casada con un alemán?
—Sí.
Ninguna explicación. ¿Por qué iba a explicármelo? Ella vuelve a leer la carta.
—Confío en que tu amigo sea una persona comprensiva.
—Tengo que explicarle lo referente a Jozef Kolanski. Se trata de un pueblo pequeño. De todos modos averiguaría que estoy hablando con él, y prefiero que lo sepa por mí.
—Está bien. Si tú lo dices.
La mujer escribe un rato, luego se interrumpe.
—¿No le conoces a fondo?
—No.
—¿Y no sabes nada de su familia?
—No, pero está enterado de que soy alemán. Se mostró muy hospitalario. Y su madre también.
Ella se encoge de hombros y sigue traduciendo la carta. Micha se siente intranquilo, menos seguro.
—Oye, puedes enviarla como quieras, pero, si cambias de opinión, bastará con que taches estos fragmentos.
Rodea cinco frases con un círculo.
—Son los que hacen referencia a tu abuelo. La decisión es tuya, y la carta seguiría teniendo sentido sin ellos.
Micha va con retraso. Ha llegado a la estación con tiempo de sobras, pero primero hay un tren que no viene, y luego otro.
Las personas del andén se miran unas a otras y murmuran, ocupando ese tiempo imprevisto. Micha piensa en su padre, que siempre se presenta antes de hora, y en que le estará esperando. Piensa: ¿Por qué hoy? ¿Por qué los trenes van mal precisamente hoy?
—Lo siento. La reunión se alargó más de la cuenta.
El padre de Micha se encoge de hombros, le invita a un café. Están en el quiosco de la estación y en torno a ellos los pasajeros de los trenes de cercanías se apresuran a engullir sus bocadillos. Micha no tenía planeado mentir. Podría haberle dicho lo de los trenes. Pero le ha salido así. No obstante, suena a frivolidad; igual que una mentira sin sentido.
Piensa que he llegado tarde sólo para herirle.
Pero Micha ha herido a su padre incluso antes de que abriera la boca.
—No pretendo decir gran cosa, Michael. Seré breve.
Mira a su alrededor, por el vestíbulo de la estación.
—Mi padre era un soldado. Murió en Stalingrado y yo nunca le conocí, pero sé que luchaba contra otros soldados, no contra civiles, y eso es algo que puedo aceptar. Era una guerra. Lo comprendo. Askan estaba en las SS. En las Waffen SS, pero SS al fin y al cabo, y estuvo destinado en el este. Eso ya es otra cosa. Al menos para mí. Significa que siempre existe la posibilidad de que tú tengas razón.
Micha permanece callado. Es él quien lo ha dicho.
Se queda mirando a su padre, ve cómo sacude la cabeza. Vati tose y luego prosigue:
—Traté a Askan durante muchos años. Unos diez. Le quería, quiero a tu madre, y ella le quería mucho. ¿Sabes una cosa? En el fondo de mi corazón no puedo creer que él matara a nadie. En el campo de batalla, sí, pero no como tú piensas. No como un asesino.
—Himmler dijo que aquello era una batalla. Una guerra contra los judíos.
—Michael, deja que termine.
Micha asiente. Lamenta la interrupción. Deja que su padre elija sus propias palabras.
—Por mucho que sienta que él no pudo hacer una cosa así, y lo siento de veras, siempre existirá esta posibilidad.
Micha aparta la mirada del rostro de su padre, la baja hacia la taza, con lo cual le permite continuar sin los ojos de su hijo pendientes de él.
—A tu madre nunca le he dicho que pensara eso y nunca lo haré. Si te lo digo es sólo porque quiero que lo sepas. Me hubiese gustado poner fin a esto con nuestra generación. ¿Entiendes? Bernd, tu tío, ya nació después de la guerra. ¿Te das cuenta? Me hubiese gustado que ni tú ni Luise os vierais salpicados por esto… Askan os quería a los dos y ésa es la parte de él que yo quería que conservarais.
Vati recoge su maletín y la gabardina. Micha no se atreve a levantar los ojos, de modo que no sabe que su padre le está mirando.
Mina tiene razón. No soy consciente de lo que he hecho.
Bielorrusia, verano de 1998
Le resulta embarazoso estar otra vez aquí. Micha no había esperado eso. La última vez que vio a Elena Kolesnik, él lloraba delante de su casa, y ella le ofreció vodka y le pidió que se marchara.
Ahora ella ha cocinado, ha hecho un excelente pan de miga espesa, y, mientras pone la mesa, Micha se entretiene mirando las fotos que hay sobre la repisa de la ventana. En una aparecen Kolesnik y su esposa cuando eran más jóvenes, de mediana edad. Ambos llevan abrigo abrochado hasta arriba para protegerse del frío. Los hombros encorvados, de pie sobre unos escalones de piedra cubiertos de nieve. Con los brazos entrelazados, las manos ocultas por unos mitones, la esposa de Kolesnik sujeta sobre el pecho un ramito de flores. Los dos miran más allá de la cámara, al suelo. Ambos sonríen, si bien con cierta timidez. Cuando Micha levanta la vista, descubre a Kolesnik de pie en el umbral.
—¿Son ustedes esos dos?
—Sí, el día de nuestra boda. Como ve, ya éramos bastante mayores cuando nos casamos.
—La verdad es que no parecen tan viejos.
—Sí, lo éramos. Fue una suerte que nos encontrásemos el uno al otro.
El anciano sonríe. Se lo ha dicho a su esposa y ésta sonríe también. A Micha. Luego le dice algo a su marido.
—Elena comenta que es la única foto que tenemos juntos. Y es verdad.
Su esposa vuelve a decirle algo y Kolesnik asiente.
—Nos conocemos casi de toda la vida y sólo tenemos una foto.
—Por favor, dígale a su esposa que yo les haré una foto antes de marchar. Se la enviaré desde Alemania.
Kolesnik traduce y su esposa asiente. Se ruboriza, complacida. Micha también se siente satisfecho.
Observa a Kolesnik mientras comen. El anciano tiene las manos anchas y fuertes. La piel gruesa sobre unos huesos grandes; dedos llenos de arrugas, nudillos abultados y uñas anchas y planas. Mueve esas manos con lentitud, del plato a la boca. Las apoya sobre la mesa mientras mastica. Micha le mira a la cara, luego desvía la mirada. También el anciano mantenía los ojos fijos en él, observando cómo Micha le observaba.
Después de haber comido, ambos beben vodka en la cocina. El anciano atento a sus movimientos mientras él prepara la grabadora, carga las pilas, ajusta los niveles. Micha le había escrito ya al respecto, le había dicho que quería grabar las conversaciones, pero ve que Kolesnik no esperaba esto hoy. Mierda. No el primer día.
—He pensado que podríamos acostumbrarnos a charlar juntos. ¿Le parece bien que ponga la grabadora?
—Sí. Está bien. Es una buena idea.
Micha detiene la grabadora, rebobina y pulsa la tecla para reproducir la grabación. La «buena idea» de Kolesnik, metálica y clara, vuelve a vibrar en la cocina. El anciano sonríe, pero aparta veloz los ojos de Micha. Asombrado ante el sonido de su voz.
Permanecen juntos en la cocina, entre ollas, sartenes y platos, y la grabadora gira grabando el silencio. En el horno hay una nueva hogaza de pan, y cebollas dentro de una caja en el suelo. Todo está en su sitio: gruesas botas junto a la puerta, mitones de piel colgando de un estante pintado con el mismo color que las paredes. Elena Kolesnik cruza por allí de vez en cuando al trasladarse de la cocina al jardín, sin hacer caso de Micha ni de la grabadora, moviéndose a su alrededor como si él no estuviera presente.
—Vamos a ceñirnos a nuestro acuerdo.
—Claro.
A pesar de que no se trataba de una pregunta, Micha ha contestado. Kolesnik asiente. Alrededor de sus ojos, en un punto intermedio entre una sonrisa y un fruncimiento de cejas, la piel se le cuartea. Micha lo capta como una advertencia. El anciano está trazando una línea que ambos puedan ver.
Antes de acostarse, Micha pone las pilas a cargar; la lucecita roja brilla en la negrura de la noche. Mentalmente toma nota de darle a Andrej un dinero extra antes de volver a casa, por la electricidad.
—¿Podría hablarme de lo que pasó mientras los alemanes estaban por aquí?
Kolesnik frunce las cejas e inclina un poco la cabeza.
—Ocurrieron tantas cosas por aquí…
Micha piensa en la posibilidad de que se esté burlando de él.
—Sí, ya lo sé. Pero, por favor, ¿podría contarme qué hicieron en esta zona?
Micha cierra los ojos por un breve instante. Sabe muy bien lo que hicieron: asesinaron. Su petición suena ingenua. Y sabe que sonará todavía más ingenua cuando vuelva a escuchar la cinta esta noche.
—¿Podría empezar… digamos que a partir del momento en que llegaron los alemanes?
—Sí.
El anciano carraspea.
—Bien… ¿Desde que llegó el ejército?
—¿Fueron los primeros en llegar?
—Sí.
El anciano no mantiene los hombros tan erguidos y acepta el cigarrillo que Micha le ofrece. Kolesnik se le queda mirando: el anciano al joven. Tiene la misma piel gruesa en la cara, gruesos pliegues le cuelgan entre el pómulo y la mandíbula. Aunque es más pálida y más fina en torno a los ojos, y se le arruga cuando fuma.
—En el verano de 1941. Primero vimos los aviones y luego llegó el ejército. Después vinieron las SS y la policía, y se quedaron… Nosotros teníamos un puesto de policía y unos cuarteles, y en ellos instalaron a los nuevos mandos. Antes lo habían hecho los comunistas, ¿sabe? De modo que los alemanes buscaron a otra gente y nombraron nuevas autoridades.
—¿Alemanes?
—Bielorrusos y alemanes… Los alemanes estaban al mando, pero contaban con los bielorrusos que trabajaban para ellos, como es lógico. Con la policía ocurrió lo mismo.
—¿Y después de esto?
—Vinieron los toques de queda, nuevas leyes. Lo cambiaron todo. Escuelas, carreteras, granjas… Ya no disponíamos de las antiguas colectividades. En cambio, los granjeros tenían que trabajar para los alemanes. Para alimentar al ejército del este. Ese tipo de cosas, ya sabe. De manera que lo alteraron todo.
Micha vuelve a esperar, pero no cree que Kolesnik añada nada más por su cuenta.
—¿Y luego?
—¿Qué quiere saber?
—¿Vivían judíos aquí?
—Sí, claro.
—¿Qué fue de ellos?
—Los mataron.
La expresión de Kolesnik es indescifrable. Mira fijamente a Micha mientras habla.
—¿Podría decirme quién se encargaba de exterminarlos?
—Depende de quién estuviera allí. A veces era sólo la policía, otras la policía, las SS, el ejército…
—¿Las Waffen SS?
—Todos.
—¿Alemanes?
—Alemanes, bielorrusos, lituanos, ucranianos, pero sobre todo alemanes.
—¿Podría hablarme de ellos?
—¿Qué quiere saber?
—¿Quiénes eran? ¿Qué hacían?
El anciano no aparta los ojos de su rostro.
—Sólo quiero saber qué clase de personas eran, lo que hacían.
Kolesnik asiente. Fuma.
—No tiene que decírmelo, si no quiere.
—Sí, eso ya lo sé.
El tono de sus palabras es duro, pero no la expresión de su rostro. Ya no le mira con tanta indiferencia.
—Sólo quiero saber cosas de los alemanes.
—Sí, ya lo dijo. Lo que los alemanes les hicieron a los judíos.
—No los detalles. Sólo las personas. Los acontecimientos.
Micha deja que el anciano reflexione acerca de lo que puede contar. Estira los dedos, se frota las medias lunas azul-rojizas que las uñas le han dejado en la palma de las manos.
—Primero construyeron un gueto. Fue lo primero que hicieron. Luego prohibieron a los judíos ir a la escuela; tampoco les permitían trabajar. No estaban autorizados a trabajar por su cuenta, ya sabe. Pero es posible que esto fuera lo primero.
Kolesnik se remueve en la silla. Micha espera a que el anciano continúe.
—Al poco de llegar, mataron a todos los hombres, o a casi todos. A los ancianos, a los enfermos, a los niños. Dejaron sólo a los imprescindibles para mantener la mano de obra. En el aserradero, en otros sitios. A los demás los mataron a tiros.
—¿A tiros?
—De noche los detenían por el pueblo y a la mañana siguiente los fusilaban… Pensaban que aquellos hombres podían oponerles resistencia, ya sabe.
Kolesnik tose, brevemente: se tapa la boca con la ancha mano.
—En primavera mataron a más judíos, y luego trajeron judíos de todas partes, de todas las aldeas, y los metieron en el gueto. Utilizaban algunos como mano de obra, pero a los demás los mataban. Y así continuó la cosa, ¿entiende?
—¿Durante cuánto tiempo? ¿Cuánto duró esta situación?
—Los últimos fusilamientos fueron en 1943.
—¿Y quién se encargó de matarlos entonces?
El anciano frunce las cejas, molesto.
—Como ya le dije, la policía, las SS, todos.
—¿Las Waffen SS?
—No me acuerdo. Es probable. Fue en el bosque, hacia el sur, al otro lado del río. Los enterraron allí.
—¿En qué época del cuarenta y tres?
—A finales de verano.
—¿A finales de verano?
Kolesnik hace una pausa y Micha piensa: Opa estuvo aquí. En esta misma época, en el mismo lugar.
—No, fue a principios de otoño. Había ya pajares en el campo.
Micha alza los ojos. El anciano está mirando por la ventana.
Una extraña forma de recordar. Matanzas y pajares. Ellos asesinaban y las estaciones seguían cambiando.
—Después de esto, los judíos que quedaban fueron a esconderse por las aldeas, por los pantanos, con los partisanos. Y los alemanes iban allí en su busca.
Micha contempla al anciano que tiene ante sí. Y él fue testigo de todo esto… Lo recuerda. Asesinatos, verano, otoño, invierno, primavera. Vaciaban el gueto, lo llenaban de nuevo y volvían a vaciarlo.
Abre el cuaderno de notas que tiene ante sí. Se trata de un acto reflejo, por hacer algo.
—¿Qué está escribiendo?
—Nada.
—¿Anotará cosas mientras hablamos?
—No lo sé, podría hacerlo. ¿Le importaría?
Kolesnik pestañea.
—No. No.
Los dos guardan silencio. El anciano espera respetuoso a que Micha diga algo.
Pero éste no puede hablar, sólo pensar: En la misma época y en el mismo lugar. Verano y otoño de 1943. Lo recuerda todo.
Micha vuelve a cerrar su cuaderno de notas.
—Lo siento. ¿Le importa si lo dejamos? Creo que no estoy en condiciones de continuar hoy.
Al atardecer, Micha cruza las diversas aldeas montado en bicicleta. Al principio va rápido, pero después aminora la marcha.
Cuando llega a casa de Andrej, saca la fotografía de Opa y la deja sobre la mesita, frente a él.
Es consciente de que al día siguiente podría llevar consigo esta foto a casa de Kolesnik y enseñársela, ir directo al grano.
Éste es mi Opa. ¿Recuerda si estuvo en su pueblo asesinando judíos?
Micha vuelve a escuchar la grabación. En la misma época y en el mismo lugar. Intenta negociar consigo mismo:
Ni siquiera necesito decírselo. Kolesnik no necesita saberlo. No tengo por qué pronunciar la palabra Opa. Basta con que diga Askan Boell.
Sin embargo, ya en la cama, piensa en Kolesnik. En las manos anchas y pausadas del anciano, en la delgada piel en torno a sus ojos. En la brusquedad de sus respuestas. Micha aún está demasiado asustado.
—¿Se acuerda usted de algunos alemanes?
—Sí.
—¿Podría hablarme de ellos?
—¿Qué quiere usted saber?
—Nada en especial. Cualquier cosa. Lo que pueda recordar.
Kolesnik se muestra inseguro. Micha piensa que parece algo turbado, como si forcejeara con las palabras.
—Cualquier cosa. Empiece por donde quiera. Por favor.
—Me acuerdo de uno.
—¿Cómo se llamaba?
—Tillman. Era un médico de la policía. Les daba lecciones. Les enseñaba cómo matar a la gente. De la manera más limpia, ya sabe. Pero a usted no le interesan los detalles.
—No.
Kolesnik parece aliviado. Y Micha también se siente aliviado. Ambos vuelven a quedarse en silencio.
—Si pudiera usted recordar nombres de alemanes. Pienso que podría decírmelos.
El anciano recuerda algunos. Bastantes, de hecho. Los nombra con voz pausada y Micha escucha, los anota, aguarda. Apellidos y también algunos nombres de pila. Sin embargo, ni Askan ni Boell figuran en la lista.
—Pero habría más, aparte de éstos, ¿verdad? Tenía que haber muchos más.
—Ha pasado mucho tiempo.
—Sí.
Mientras la grabadora zumba, Micha piensa: Dos días más. Decide concederse dos días más antes de enseñarle la foto.
—Recuerdo uno que se pegó un tiro.
Opa no.
—¿Se suicidó?
—Detrás de los cuarteles. Después de uno de los fusilamientos.
—¿Pensaría que estaba mal hecho?
—Sí, supongo. Recuerdo que habían matado a los niños judíos, y al día siguiente él se mató.
—Sin embargo, a pesar de todo lo hizo, ¿no? Me refiero a fusilar a los niños.
—Sí, por supuesto.
Transcurren unos segundos interminables, vacíos, en los que Micha no sabe qué decir. Kolesnik le está observando y él lo sabe.
Al cabo de un rato, el anciano se levanta. Sirve unos tragos de vodka, uno para cada uno, y deposita un vaso pequeño, lleno hasta los topes, encima de la mesa, delante de Micha. Le tiembla la mano. Micha le mira a los ojos.
—Lo siento.
Kolesnik asiente. Espera a que Micha beba y luego bebe él también.
—Pienso que es mejor sin entrar en detalles. Así le facilitaría más las cosas, ¿verdad?
Kolesnik vuelve a asentir. Micha cree en la posibilidad de que el anciano añada algo y espera, pero el momento pasa sin que reaccione.
Kolesnik señala la grabadora y, a pesar de que se muestra más decidido, incluso más efusivo a causa del vodka, Micha se atiene a la palabra dada y apaga el aparato.
A última hora de la tarde, Andrej juega a las cartas con Micha. Las reglas del juego se han dilucidado mediante un acuerdo basado en la mímica. Dar y tomar: algunas variantes alemanas, otras bielorrusas, un poco de confusión y también algunas risas.
Beben vodka y a Micha le arde el estómago. Piensa en el párrafo eliminado de su carta y aún no está muy seguro de si se trató de cobardía o de sentido común que no escribiera aquellas frases. Observa a Andrej mientras calienta la sopa en el fogón y corta el pan. ¿Cómo explicárselo ahora? ¿Por dónde empezar?
Tenía intención de llamar a Mina esta noche. Ir hasta la cabina de teléfonos de la plaza mayor y hablar con ella. En cambio, cena, se lava los dientes y se acuesta.
Cuando Micha dobla la esquina montado en la bicicleta de Andrej, Kolesnik está de pie en el porche. El anciano levanta la mano y saluda al ver que se aproxima a la casa. También Micha agita la mano. Es un saludo silencioso.
Kolesnik baja los escalones en el instante en que Micha se dispone a desatar su bolsa del manillar.
—Oiga, señor Lehner, he estado pensando…
Micha se interrumpe. Vuelve la mirada hacia el anciano.
—¿Quiere que me vaya?
Kolesnik parece cansado. En su rostro se distinguen las profundas arrugas del insomnio.
—¡No, no! Sólo que pensaba en si podría preguntarle algo…
—Sí, claro.
Micha apoya la bicicleta contra la casa, le mira de frente, sonríe.
—Ellos no le contaron nada de mí, ¿verdad? Me refiero a la gente del museo.
—Sólo me dijeron que usted recordaría cosas de los alemanes.
—Sí, pero… ¿no le dijeron qué hice yo cuando los alemanes estaban por aquí?
—No.
—Vaya… Pensé que se lo habían contado, ¿sabe? Cuando vino la otra vez. Por sus preguntas… Y empecé a preocuparme.
Kolesnik está muy cerca de él y habla con voz suave. Micha contiene la respiración. El anciano está tan cerca que es como si fuera a tocarle.
—Creo que debería contárselo.
—¿Seguro?
—Sí.
—¿Pongo en marcha la grabadora, pues?
—No, no. Sólo se lo voy a decir.
Micha se siente desconcertado. El anciano está demasiado cerca y Micha tiende la mano hacia el cuadro de la bicicleta. Le invaden unos fuertes deseos de dar media vuelta.
—Mi padre era maestro y me enseñó idiomas. Polaco y alemán. De modo que cuando llegaron los alemanes, trabajé para ellos. Fui un colaboracionista… Ésa es la palabra que se utiliza, ¿verdad?
—Sí.
Micha procura que en su rostro no se exteriorice el asombro que le produce esta revelación. Pero él se ha dado cuenta. Kolesnik asiente y luego prosigue:
—Todo el mundo lo sabe por aquí, por estos pueblos. Pensé que era el motivo de que acudiese a mí.
—Ya. Entiendo.
Colaboracionista. En ningún momento se le ocurrió pensar que pudiera haber sido así.
—Yo sabía alemán, de manera que les hice de intérprete. Durante un año y medio, casi dos. El trabajo no era regular, pero hice de intérprete para las SS, para la policía… Así que estaba enterado de lo que hacían, ¿comprende?
El anciano asiente para sí, brevemente.
—Y luego empecé a fusilar judíos. También a otro tipo de gente. Partisanos. Pero sobre todo judíos.
—Comprendo.
—Ya sé lo que acordamos. Le dije que no quería hablar de mí, pero era porque creía que usted estaba enterado… Sin embargo, me he dado cuenta de que es imposible hablar de aquellos tiempos a menos que usted sepa lo que hice. Por eso he pensado que podría ponerle al corriente y luego proseguir.
Micha asiente. Desata la bolsa del manillar, sus dedos forcejean con los nudos. No puede estarse quieto. Se entretiene con las hebillas y las correas de la bicicleta, luego sube los cinco peldaños hasta la puerta de la casa. Sigamos con ello. Por otra parte, necesita poner un poco de distancia entre él y el anciano.
Micha está trastornado.
Yo no quería saberlo, piensa. Pero ya es demasiado tarde.
—¿Le estuviste entrevistando hoy?
Es la primera llamada telefónica de Micha a casa, y Mina parece feliz de tener noticias suyas.
—Más o menos. La verdad es que no he podido avanzar mucho.
—¿Se niega a contestar a tus preguntas?
—No, se trata de mí. Es que no puedo con esto. Lo dejo al cabo de diez minutos y luego me voy por ahí a dar vueltas con la bicicleta.
Mina guarda silencio unos instantes. Micha se sienta en cuclillas en el suelo, la espalda apoyada contra la cabina telefónica.
—¿Se acuerda de Opa?
—Todavía no se lo he preguntado.
—Ah.
—Asesinó a judíos.
Escucha atentamente a la espera de la reacción de ella. Nada.
—Me refiero a Kolesnik, no a Opa. Es posible que Opa también. Es muy probable, Mina. Me lo contó hoy. Después de eso, no podía quedarme. No podía hablar con él ni mirarle a la cara.
—¿Te encuentras bien?
—No.
—¡Micha!
—No pasa nada, Mina. Lo siento. No pasa nada, pero no estoy bien.
—¿Por qué no vuelves a casa?
Es consciente de que puede hacerlo. Cuando llamó por teléfono pensó que tal vez podría, pero ahora que Mina lo ha dicho ya no está tan seguro. Guarda silencio. Oye que ella suspira.
—¿Y qué me cuentas de ti? ¿Estás bien?
—Sí, me encuentro bien.
—¿Alguna novedad?
—Me he inscrito en un cursillo prenatal.
—¿De veras? ¿Y cuándo empieza?
—La semana que viene. El miércoles por la noche. Es para las madres y sus parejas. ¿Me acompañarás?
—¿El próximo miércoles? No lo sé. Pero sí el siguiente. Continuará hasta el parto, ¿no?
—Sí.
Micha se pone en pie, mete más monedas en la ranura del teléfono.
—Oye, Micha, creo que debería colgar. Tengo que levantarme temprano.
—Vaya.
—Si estás bien…
—Sí, estoy bien.
Micha escucha los ruidos de fondo a través del teléfono e intenta imaginar en qué parte de la casa está Mina. No se oye el zumbido de la nevera, ni la circulación, y tampoco el televisor. En la sala, tendida en el suelo, con las piernas levantadas contra la pared. Sin zapatillas, sólo con calcetines.
—Oye, regresaría para esa clase, pero eso implica que tendría que salir mañana con toda probabilidad. Debido a las conexiones de los trenes. Y es demasiado pronto, ¿entiendes?
—Sí, lo sé. Bueno, ya estaremos en contacto.
—Sí.
—No tienes por qué volver a ver a ese hombre, si no quieres.
—Ya lo sé.
—Si eso te incomoda, quiero decir.
—Sí, ya lo sé. Sólo que estoy muy cerca de averiguar algo.
Es él quien lo dice. Quien lo sabe. Lo que ha sabido hoy no cambia nada; la pregunta sigue todavía pendiente.
—Debe de haber otros medios. Otras personas a quienes preguntar.
—No lo sé. He estado pensando en eso, en lo que hizo. Me refiero a que se trata de algo terrible, pero también es probable que le convierta en la persona más adecuada para interrogar.
Mina no dice nada al principio, luego suspira.
—Sí, es probable.
Micha oye que ella da golpecitos sobre el teléfono. Con las uñas o con un lápiz. Se pregunta si se estará haciendo dibujos en las manos.
—Bueno, en fin… Si tú estás bien…, entonces será mejor que nos despidamos.
Micha guarda silencio. No quiere que ella cuelgue.
—Adiós, Michael.
—Adiós, pues.
—Adiós.
A veces el anciano habla hacia el micrófono y otras hacia Micha. Hoy se le ve nervioso. Es el primer día que han vuelto a la cocina. A Micha le resulta difícil mirarle a la cara.
—Ahora vivo en esta aldea, pero nací en el pueblo de al lado, y me crié allí en la primera época comunista, antes de que vinieran los nazis.
Kolesnik enciende otro cigarrillo.
—Tenía diecinueve años cuando llegaron los alemanes. Les hice de intérprete, y cuando cumplí los veintiuno me alisté en la policía.
Micha observa la grabadora, la mirada al frente.
—Y después de eso, al volver los comunistas, estuve en la cárcel.
—¿Aquí?
—En Rusia. Diecisiete años.
Ocho más que Opa.
Se produce un silencio.
—Podemos interrumpirlo aquí.
El anciano pestañea. Afuera pasa un coche.
—Tal vez mañana sea más fácil. Otro día para acostumbrarse. Podría usted pensar en algunas preguntas, en lo que quiere que le cuente. Escríbalas y así mañana podrá preguntármelas.
Micha tiene la ventana abierta porque por la noche hace calor. Yace encima de la manta, y la lana le araña la espalda y la parte posterior de las rodillas. Los insectos chocan contra la lámpara, revolotean por la zona de luz que se refleja en la pared.
No puede dormir. La oscuridad es demasiado profunda, demasiado densa; no consigue descansar. Cierra los ojos, pero todo sigue allí. Micha se alegra de que por fin amanezca.
—El hombre que se suicidó, el alemán… He estado pensado en que dijo usted que había ordenado la muerte de aquellos niños.
—Así es.
—¿Qué sucedía si uno desobedecía? Quiero decir, ¿podría haberse negado a cumplir las órdenes?
—Sí.
—¿De veras?
Esta mañana Kolesnik estaba preparado ya, esperándole. Cigarrillos encima de la mesa, el vodka en dos vasitos. No había señales de la presencia de Elena.
El anciano adelanta la silla. Unos centímetros más cerca de la mesa. Se queda pensativo unos instantes.
—Nos impartían órdenes, pero también éramos voluntarios.
—¿Les ordenaban que se presentaran voluntarios?
—En cierto modo. Sí.
—¿En qué modo?
Micha se muestra impaciente. Y se atreve a exteriorizarlo porque sabe que, aun así, el anciano va a contestar.
—Podías decir que no querías. Y, si no querías, no tenías por qué hacerlo.
—¿No sufrían ningún castigo?
—No.
—¿Piensa entonces que aquel hombre quería matar a los niños?
—No, creo que no.
—¿No?
—No.
—Entonces, si no quería hacerlo y no tenía que hacerlo, ¿por qué lo hizo?
Kolesnik no contesta. Micha coge un cigarrillo, lo desliza por encima de la mesa hacia el anciano. Éste lo enciende utilizando la punta del que acaba de fumar.
—Podría incluso haber disparado hacia un lateral. Fingir que les disparaba, pero fallar.
El otro se encoge de hombros. Micha piensa: ¿Y tú, Kolesnik? ¿Apuntabas a matar o a fallar?
—Siempre había otro que era el responsable.
Micha contempla al anciano desde el otro lado de la ancha mesa de la cocina y Kolesnik vuelve a encogerse de hombros. No es un gesto despectivo, sino de derrota. Micha piensa: Apuntabas a matar.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Que siempre había otro que nos decía lo que debíamos hacer. Incluso aunque no te lo ordenaran, al menos de manera expresa, daban a entender lo que había que hacer… De este modo no eras el responsable. ¿Se da cuenta? Así que lo hacías, aunque no te lo hubiesen ordenado. Lo hacías voluntariamente. Con este sistema, los que impartían las órdenes tampoco se sentían responsables.
Kolesnik va dibujando el círculo y Micha lo sigue, dando vueltas sin parar.
Luego se limita a permanecer allí sentado.
Después, al cabo de un rato, Kolesnik empieza a hablar de nuevo:
—Para mí es difícil contárselo. Nunca podría explicárselo, y usted tampoco podría entenderlo. Precisamente hoy pensaba en que eso es bueno. Es bueno que no pueda saber lo que me ronda por la cabeza. Es usted demasiado diferente.
Y Micha piensa: Eso es demasiado fácil. Resulta demasiado fácil decirlo.
—¿Es usted distinto entonces?
—Es posible, es posible. La verdad es que no lo sé… No soy yo quien debe decirlo.
—Lo que hizo…, ¿todavía tiene sentido para usted?
—No. No. Pero recuerdo que entonces sí lo tenía.
Micha escribe a Mina. No puede llamarla y decirle lo que quisiera. Teme pronunciarlo en voz alta. Por miedo a convertirlo en realidad. Sabe que esto la disgustará. Incluso es posible que no lo lea, pero al menos él lo habrá plasmado por escrito.
Es posible que fuera así de fácil. Entrar en el círculo, tal como dijo Kolesnik.
Micha piensa en Opa. Empuñando una pistola. Una zanja frente a él con los árboles verdinegros al fondo.
¿Apuntaba con intención de fallar? Si lo hizo, aunque fuera una sola vez, ¿le convertiría eso en alguien distinto? ¿Menos malo? ¿Por qué?
En la misma época y en el mismo lugar. Ellos vinieron para matar. Por eso estaba él aquí.
Micha mete la carta en el sobre y lo cierra. Se siente mareado; necesita tumbarse. Lleva consigo la carta al retrete, la hace pedazos, los echa al inodoro y tira de la cadena.
Durante dos días, Micha no regresa a casa de Kolesnik. No tenía planeado hacerlo así, pero el primer día pasa, y luego otro.
La conexión no es buena y la voz de Mina suena débil en medio del ruido. Mutti ha vuelto a llamarla. Micha sabe que Mina está enfadada con él, pero no puede dejar de pedirle que hable más fuerte. La interrumpe sin pretenderlo y en el momento más inoportuno. Sus palabras se superponen a las de ella. Cada vez lo hace peor.
—Creerá que no te doy los recados.
—No, sólo pensará que soy un vago. Un mal hijo.
—¿Por qué no la llamas por teléfono desde ahí?
—No puedo.
—¿Por qué, Michael?
—¿Cómo dices?
—¡He dicho que por qué!
—Descubriría que llamo de larga distancia; tendría que mentirle.
—Pero así me obligas a que mienta yo. Y yo no quiero mentirle a tu madre.
—¿Y mi padre? ¿Ha telefoneado también?
—Hablé con él la semana pasada, ya te lo dije.
—Sí, es cierto.
—¿Cuánto tiempo más piensas quedarte?
—Mina, no te oigo.
—¿Que cuánto tiempo más?
—Unos cuantos días, tal vez. Puedo coger un tren a finales de semana.
—Unos cuantos días…
—Sí. Tú estás bien, ¿verdad? ¿Y el bebé? ¿También está bien?
—Jodidamente bien, Michael. Todavía estoy embarazada, bien jodida.
A continuación ella calla. Y Micha también. Deja que vuelva la calma.
—Voy a dejar puesto el contestador. Y si tus padres llaman, no pienso descolgar.
—¿Y cuando llame yo?
—Tú vas a volver pronto. No hace falta que llames otra vez.
Micha contiene la respiración. Cuando quiere, Mina puede ser muy cruel. Y él también.
—Me estoy quedando sin dinero.
En el estante, junto a los dedos de Micha, la pila de monedas está algo torcida. Dirige la mirada más allá del dinero, fingiendo que no está allí.
—Sí. Está bien. Hasta pronto.
—Hasta pronto.
Esperan en silencio a que se interrumpa la comunicación. Mina es la primera, cuelga antes de oír el clic y el zumbido.
Kolesnik se recuesta en el respaldo del sillón. El cenicero y las cerillas están a punto sobre el lustroso brazo de madera. Micha le entrega los cigarrillos del día y el anciano fuma.
—¿Odiaba usted a los judíos?
—Sí y no.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Pues que encontré a alguien a quien odiar.
—Ah, ¿sí?
—Estaba furioso. Por mi padre, por las aldeas, por las granjas, por el hambre. Por los comunistas…
—¿Qué pasó con su padre?
—Lo mataron.
—¿Los comunistas?
—Sí. Recuerdo que se lo llevaron con otros cinco hombres.
—¿Para qué?
—Era maestro. No enseñaba lo que ellos le habían ordenado. Ya se lo habían llevado en otras ocasiones, pero esta vez no regresó.
Micha observa al anciano. No hay lágrimas en su rostro, su voz no deja traslucir la tristeza, tan sólo permanece en su silla al otro lado de la mesa de la cocina, frente a Micha.
—¿Y odiaba a los judíos por eso? ¿Por su padre?
—Sí, podríamos decirlo de esta manera.
—¿Eran judíos los que se llevaron a su padre?
—No, no eran judíos. Los comunistas que se lo llevaron no eran judíos.
Kolesnik levanta una mano, abierta la ancha palma para dar más énfasis a sus palabras.
—¿Entonces por qué no odiaba a los comunistas?
—También los odiaba, pero ellos se largaron antes de que llegaran los alemanes. Y sin recibir el castigo por lo que habían hecho.
—¿Hubiese querido castigar a alguien en particular?
Kolesnik se encoge de hombros. Derrotado otra vez.
—¿Necesitaba castigar a alguien por lo que los comunistas habían hecho, y como los judíos estaban a mano decidió castigarlos a ellos?
—Lo siento. Sé que no parece justo. Soy consciente de que no estuvo bien, ¿comprende? Pero no puedo explicarlo mejor.
Mentalmente, Micha repite: Soy consciente de que no estuvo bien. A causa del humo, la estancia está impregnada de una tonalidad azulada.
—¿Era consciente entonces de que no estuvo bien?
Kolesnik asiente.
—¿Por qué lo hizo, pues?
El anciano guarda silencio, fija la mirada en el suelo. No responde siquiera después de que vuelva a repetirle la pregunta. Micha apaga la grabadora, sale afuera y se queda bajo la brisa veraniega. Cuando entra otra vez, Kolesnik sigue inmóvil en su silla.
—¿Está usted grabando?
—Sí.
—Me habían quitado a mi padre. Estaba furioso y hambriento; toda mi familia. Después llegaron los alemanes y me dijeron que los culpables de todo eran los judíos. Se lo decían a todo el mundo, ¿sabe? Que todos los judíos eran comunistas. Lo cual no era cierto.
—¿No?
—No. Había por aquí algunos judíos que eran comunistas, pero algunos bielorrusos también lo eran.
—Es decir, que era una mentira…
—Sí.
—¿Y usted la creyó?
—No.
—¿Se dio cuenta de que se trataba de una mentira?
—Sí. Pero era una mentira que tenía sentido.
—¿Qué quiere decir con esto? ¿Podría explicármelo?
—Sé que no está bien decir una cosa así. Que es algo malo. Incluso entonces ya lo sabía.
Kolesnik observa a Micha, pero éste mira más allá del anciano. No le interesa oír lo que le dice. No necesito saberlo. No lo suyo. Sino lo de Opa. Pregúntale por Askan Boell.
—Las primeras masacres fueron en 1941.
—Sí.
—Y entonces usted hacía de intérprete. Para los alemanes.
—Sí, pero lo veía todo.
—¿Vio también lo que hicieron los alemanes en 1943?
—Sí, yo también maté.
Micha percibe que el anciano le está mirando, que busca el contacto visual. Piensa en la pregunta que va a formularle a continuación, pero el anciano se le adelanta.
—La decisión fue mía. Durante casi dos años estuve viendo cómo los alemanes mataban a los judíos, y luego yo también maté. Lo hice por decisión propia, ¿entiende?
Micha no quiere contestar. Piensa que podría apagar la grabadora y salir otra vez. No entiende por qué Kolesnik le cuenta eso. Y tampoco está muy seguro de que quiera oír nada más por hoy.
—¿Entiende?
—Sí. Bueno, no… Ha dicho que estaba furioso. Por lo de su padre.
—Sí.
—Y pensó que matar judíos le ayudaría.
—No me ha estado escuchando.
Directo. Sereno. Micha mira a Kolesnik. Brevemente. Sus ojos se cruzan con los del anciano.
—Pensó que eso le aliviaría, pero no le sirvió de nada.
—Es duro hablar de esto, Herr Lehner, incluso después de tantos años. Es difícil saber todo esto de mí mismo, ¿comprende? Podría dar un montón de razones… Había perdido a mi padre, padecíamos hambre, quería ayudar a mi familia, órdenes son órdenes, yo no era responsable, decían que los judíos eran comunistas, y los comunistas eran los causantes de mi dolor. Podría repetir estos argumentos una y otra vez, pero nada cambiaría. La elección de matar fue mía.
Micha siente que el hombre le está mirando, pero no puede verlo. Aprieta los puños contra los ojos, vuelve a retirarlos y deja que la oscuridad de la presión de la sangre se disipe.
Nada cambiaría.
El anciano fuma y fija la mirada en el suelo.
Micha escribe a Mina en su cuaderno de notas, consciente de que no arrancará las páginas para enviárselas. Consciente de que debería enseñárselas a Kolesnik, tener el valor suficiente para leérselas en voz alta.
¿Opa también mató a gente? ¿Lo hizo porque pensó que debía hacerlo? ¿O sólo porque estaba en condiciones de hacerlo? ¿Sintió repugnancia? ¿Arrepentimiento? ¿Odio? ¿Lo consideraría correcto?
—¿Lo comentaban después de hacerlo? ¿Oía usted lo que decían?
—Yo no era uno de los suyos. Me refiero a que era bielorruso.
—¿No hablaba con ellos, pues?
—Sólo estaba presente si me necesitaban para que les sirviera de intérprete.
—¿Entonces no oía sus comentarios?
—No. Pero no creo que lo discutieran entre sí.
—¿Por qué lo dice?
—Por después. Al regreso siempre iban en silencio. Bebían muchísimo en los camiones y nadie decía gran cosa. Pienso que los que se quedaban en las aldeas no querían saber nada de lo ocurrido y es muy probable que a los que iban al bosque para llevar a cabo los fusilamientos tampoco les apeteciera hablar de ello. Yo nunca quería comentarlo.
A Kolesnik se le ha consumido el cigarrillo. Sacude la larga ceniza en el cenicero y enciende otro.
—Ni siquiera antes de cometerlos. Después de los primeros asesinatos, la gente hablaba de ellos. Me refiero a los bielorrusos. Pero no tardaron en dejar de hacerlo. Todo el mundo sabía lo que ocurría; sin embargo, nadie hablaba de ello. Yo mismo estaba enterado, pero nunca comentaba nada.
—¿Y después de fusilar a alguien?
—Me emborrachaba. Siempre había gran cantidad de comida y bebida las noches en que había habido fusilamientos. Y mucha música. No tenías ganas de hablar. Sólo de beber y comer, de oír música a todo volumen.
Hoy nos limitamos a quedarnos allí sentados, Mina. Y lo mismo sucedió ayer.
Micha no había hallado el valor necesario para formularle la pregunta, pero Kolesnik se había quedado todo el día a su lado, dejándole que permaneciera en silencio en su cocina, mientras le servía vodka y pan. Después de buscarle unos pañuelos para que se secara las lágrimas, habían estado así durante horas, mientras la cinta giraba y giraba, luego se paraba, y Micha le daba la vuelta antes de conectar la grabadora otra vez.
Micha pedalea en dirección a la aldea de Kolesnik, pero pasa de largo y continúa hacia el pueblo. Lleva consigo la grabadora; sin embargo, sabe que el silencio volverá a dominar la jornada, de modo que decide visitar el museo.
Al principio, la muchacha de la entrada no le reconoce, pero después de que él le sonría y la salude, la joven asiente y señala el libro de visitantes.
—Sí, en primavera.
En esta ocasión, a Micha no le interesan los uniformes o las matanzas. Se queda en el otro extremo de la sala. Pasa la mañana con las fotos de los familiares, de sus casas, de los objetos de las casas. Un par de guantes, un rollo de tela, una pequeña copa de plata. Escritos en un libro de contabilidad, listas garabateadas a lápiz, notas personales en los márgenes de un libro…
Un zapato de piel perteneciente a un hombre, recio, de calidad. El tacón gastado en la parte de afuera, moldeado por los pasos de su dueño. Mientras caminaba por la aldea, o de un pueblo al otro. Y más tarde alrededor de su casa o quizá hasta la casa del vecino, recorriendo los estrechos límites del gueto.
Micha no cruza al otro lado de la sala; no se atreve a correr el riesgo de volver a ver allí las mismas caras.
Cuando Micha regresa a casa de Andrej, Kolesnik está afuera, sentado con la espalda apoyada en la pared. Se pone en pie al verle bajar pedaleando por el sendero.
—Estaba preocupado. No ha venido hoy.
Micha no sabe qué contestar.
—Su amigo me ha dicho que todavía estaba usted por aquí, así que he decidido esperarle.
—Estoy bien. Sólo que hoy no tenía ganas de hablar.
—Ya.
Micha se queda de pie ante la puerta, pero el anciano no da muestras de que quiera marcharse todavía.
—Mire, no puedo invitarle a entrar. No es mi casa, ¿sabe?
—No. Ya lo sé. Sólo estaba pensando… ¿Va a venir mañana?
—Sí. ¿Le parece bien?
—Sí.
—Es que hoy necesitaba un descanso.
—Ya… Mi esposa, Elena… Le pregunté si querría hablar con usted. Ella no fue colaboracionista… He pensado que sería interesante que también escuchara usted su versión.
Micha se muestra sorprendido.
—¿A ella no le importará?
—No, no. Quiere que escuche lo que tiene que decirle.
—Está bien.
—¿Le digo entonces que vendrá usted mañana?
—Vale.
Cuando Micha entra en la casa, se encuentra con la madre de Andrej en la cocina. Ha estado frente a la ventana observando cómo hablaba con Kolesnik. Se la ve furiosa. Le dice algo a Micha y, a pesar de que él no la entiende, su tono le asusta. La mujer escupe en el fregadero y se marcha.
Micha está sentado a la mesa con Jozef y Elena Kolesnik. Los tres alrededor del micrófono, la grabadora zumbando calladamente sobre la mesa. Kolesnik traducirá para su esposa. Elena le mira a la cara mientras hablan, pero en realidad sólo mira al frente, las manos abiertas sobre la mesa, delante de él. Kolesnik hace como si no estuviera presente.
—¿Qué piensa de lo que hizo su esposo? Me refiero a cuando los alemanes estuvieron por aquí.
Elena contesta primero a su esposo y luego mira a Micha.
—Siente tristeza.
—¿Tristeza?
Elena asiente, frota las yemas de los dedos sobre la mesa. Habla otra vez.
—Uno de sus hermanos hizo lo mismo.
—¿De veras?
—Sí. Dice que los alemanes se lo ordenaron y él lo hizo.
—¿Consideraba ella que aquello estaba bien? Me refiero a entonces.
Kolesnik le traduce la pregunta a su esposa y ella se encoge de hombros al contestar. Su respuesta es breve.
—No lo recuerda.
—¿No?
Elena mira a su marido. Mueve los labios pero no dice nada. Micha aguarda, aunque no cree que ella vaya a contestar. Se le ocurre otra pregunta.
—¿Qué fue de su hermano?
—Tenía dos hermanos. A uno lo mataron los alemanes. Al otro lo ejecutaron los rusos al volver.
—¿Los alemanes?
—Sí. Lo mataron junto con otros diez hombres de la aldea. Habían disparado a un soldado alemán en la plaza. Fue una represalia.
—¿Quién mató al soldado alemán?
Micha observa a Elena mientras ella se esfuerza en recordar.
—No lo sabe. Puede que un partisano.
—¿Su hermano era un partisano?
—No, pero aun así le fusilaron. Ella dice que quiere que usted sepa que fueron unos tiempos muy difíciles.
Con la larga uña del pulgar, Elena va rascando sobre el tablero de la mesa. Mantiene tensos los labios, húmedos los ojos. Micha guarda silencio por si quiere añadir algo más. Pero ella no dice nada y entonces observa que Kolesnik asiente y parpadea. Es la primera vez que exterioriza algún tipo de respuesta.
—Dice que al final sólo podía diferenciarlos por las canciones.
—No entiendo.
Elena extiende las manos, las palmas abiertas hacia arriba. Dedos cortos, pulpejo carnoso, profundas rayas en la piel. Dice algo, y cuando se interrumpe, su marido traduce lo que ha dicho. Luego ella vuelve a hablar.
—Al final no veía diferencia alguna.
…
—Después de que eliminaran a los judíos, vinieron los alemanes y se dedicaron a matar, incendiar y robar a su familia. Y lo mismo hicieron los partisanos. Cuando tenían hambre, salían de los pantanos empuñando sus armas.
…
—Su padre cerraba con llave, aseguraba las puertas con clavos, pero, aun así, ellos conseguían entrar.
…
—Dice que tenía miedo. Estaba asustada todo el tiempo… Violaban a las mujeres, se llevaban a los hombres. Nadie confiaba en nadie. Cada semana ocurría algo; cada día.
…
—Se escondía en el granero. A veces se tumbaba entre el maíz. Y también entre las cañas, junto al arroyo.
…
—Se acuerda de que su madre no paraba de llorar, y de cuando los hombres les robaban la comida. Y la vaca, que era lo único que les quedaba.
Elena se interrumpe y se frota el rostro sin lágrimas. Respira hondo con sus viejos pulmones. Kolesnik se vuelve hacia ella, luego mira al frente otra vez. Cuando ella prosigue, baja la vista hacia sus puños cerrados.
…
—En su aldea, después de que quemaran sus casas, la gente tuvo que vivir en hoyos excavados en el suelo.
…
—Cuando ellos se presentaban y hacían todo aquello, ella no sabía quiénes lo hacían. Se limitaba a huir y a esconderse.
…
—Pero cuando les oía cantar, cuando escuchaba su idioma, entonces descubría quiénes eran. Un día eran alemanes, al otro partisanos. Más adelante serían los rusos también.
Micha la interrumpe. Necesita saber una cosa.
—¿Quiénes eran los peores?
Elena mira a su marido y éste le repite la pregunta. Entones ella se vuelve hacia Micha, pero no contesta.
—Me refiero entre los comunistas, los alemanes, los partisanos, el Ejército Rojo… ¿Quiénes eran los peores?
Las lágrimas se deslizan por las mejillas de Elena. Micha las descubre entre las arrugas que hay alrededor de su boca cuando ella mueve la cara hacia la luz.
No quiere contestar. Entonces se pregunta si lo que ella pretende es mostrarse considerada incluso ahora, cuando lo que él pretende es que sea honesta. Los alemanes. Los alemanes fueron con mucho los peores.
Deja que ella siga así unos instantes y luego le pregunta:
—¿Es suficiente con sentir tristeza?
Kolesnik traduce la pregunta y Elena, molesta, se queda mirando a Micha. Dirige la respuesta a su marido.
—No entiende qué quiere usted decir.
Micha intenta dar con otra pregunta, pero no lo consigue. Elena se levanta y habla, pero no a Micha, sino a Kolesnik. Se ata el pañuelo alrededor de la cabeza y las manos efectúan movimientos rígidos y veloces debajo de la barbilla. Está llorando. Su marido habla por ella.
—Dice que no puede sentir otra cosa.
Micha lo guarda todo en su bolsa, vuelta la mirada hacia la calle, donde está oscureciendo. Elena está sentada afuera, en el porche, las manos entrecruzadas sobre su regazo, tensas. Micha distingue su silueta a través de la ventana, pero no la expresión de su rostro.
—Está recordando. Para ella es difícil. Volverá a entrar en unos momentos.
Kolesnik se halla detrás de Micha contemplando a su esposa.
—Elena dijo que sentía tristeza.
—Sí.
—Tristeza por lo que hicieron usted y su hermano.
—Sí, así es.
Micha aguarda mientras el anciano sirve vodka para los dos.
—No tenemos hijos. Cuando volví, cuando nos casamos, ella era ya demasiado mayor. Elena piensa que es un castigo por todos aquellos años.
—¿Y usted qué siente?
—¿Respecto a qué?
—¿Siente también tristeza?
—No.
—¿De veras?
Kolesnik alza los ojos hacia Micha. Le sostiene la mirada y Micha comprende que es una especie de desafío.
—¿Se arrepiente de lo que hizo?
—¿De qué serviría pedir perdón?
Micha comprende que era la pregunta que él quería. Que el anciano tenía preparada la respuesta.
—¿De qué serviría? ¿A quién podría pedir perdón? ¿Quién queda para perdonarme?
Kolesnik sigue con la mirada fija en Micha. Nadie. No queda nadie con vida. Aunque el joven no lo dice, lo piensa.
—No siento lástima de mí.
Micha busca un signo de debilidad en el rostro del anciano, pero no lo encuentra. No hay lágrimas.
—¿Cree que ha sido castigado por lo que hizo?
—No.
—¿A pesar de haber estado en prisión?
—No.
—¿Y por no haber tenido hijos?
—No.
Micha observa a Kolesnik. No consigue entenderle. La contundencia de sus respuestas.
—Su esposa ha llorado al hablar conmigo.
—Yo lloré en la cárcel. Y algunas noches después de disparar contra los judíos. Otros lo hacían también. Pero me equivoqué al disparar y me equivoqué al llorar.
A Kolesnik la voz le sale como roncos ladridos.
—¿También se equivoca Elena al llorar?
—Elena no hizo nada. Era una niña. Logró escapar de todos y conservó la vida.
Sus palabras son claras y duras.
—Aun así, su esposa ha sufrido el castigo. No ha tenido hijos.
—Elena lo considera un castigo, pero yo no. Creo que no existe un castigo por lo que hice. No hay suficiente tristeza ni suficiente castigo…
Por la mañana, en casa de Andrej, Micha deja la grabadora en la mesa de su habitación. Mete la cámara en la bolsa y con la bicicleta se dirige a casa de Kolesnik. Elena se levanta cuando su marido hace entrar al joven en la cocina y Micha saca la cámara fotográfica de modo que ella pueda verla. Elena sonríe y asiente, habla presurosa a su esposo mientras esconde algunos cabellos indómitos debajo del pañuelo con que se cubre la cabeza.
—Gracias, Herr Lehner. Mi esposa dice que es usted muy amable.
—Faltaría más.
Elena Kolesnik coloca dos sillas junto a la estufa, contra la pared del fondo de la cocina, y Micha sitúa la cámara frente a ellas. Jozef Kolesnik le ayuda, sujetando el trípode, posando mientras Micha enfoca la trama de la tela de su chaqueta. Al joven le resulta extraño trabajar en silencio, así que comenta:
—Es una cámara nueva.
—¿De veras?
—Y el objetivo también. Es un zoom, con una lente muy buena. Las fotos suelen salir muy nítidas.
Kolesnik mira a través del visor, hacia las sillas vacías, y Micha entra dentro del encuadre para que pueda comprobarlo. Así tendrá algo para ver. Kolesnik sonríe y Micha sonríe hacia el objetivo. No tiene la sensación de que le esté sonriendo a Kolesnik, pero, aun así, el anciano se ríe brevemente, satisfecho.
Elena se sienta erguida al lado de su marido y el anciano le coge ambas manos. Con las palmas unidas, aguardan a que Micha abra las cortinas de par en par y estudie de nuevo la intensidad de la luz.
—Puede que tome tres o cuatro fotos. Para estar más seguro. ¿Les parece bien?
Kolesnik asiente, rígido el cuello, la mirada fija en el objetivo. Luego, en el último momento, la desvía. Contempla a Elena como si fuera lo único digno de verse. Ella mira al frente, a Micha, hacia la cámara, al interior del objetivo, pero Jozef mira hacia otro lado.
Lo mismo que Opa.
Micha les hace dos fotos más. No le pide a Kolesnik que mire hacia él; no le dice nada en absoluto.
Cuando terminan, Elena se levanta y se coloca detrás de la cámara, al lado de Micha, y por señas le indica que se siente al lado de su esposo, que desea fotografiarlos juntos.
Micha se vuelve hacia Kolesnik, que está observando a su esposa. Ella sigue hablando, excitada, apremiando con tono amable a Micha para que se siente.
—Si no le importa, preferiría que no.
Tiene la sensación de que se comporta con cierta rudeza, incluso con descortesía, pero la verdad es que Micha no desea que le retraten con el anciano. Kolesnik traduce y Elena se calla. Se siente dolida, aunque no tanto como su marido. Éste permanece sentado, las grandes manos inmóviles sobre las estrechas rodillas.
Micha pide disculpas. Guarda la cámara y se apresura a marchar.
Andrej y su amigo aparecen en el umbral de la cocina, los dos incómodos y disgustados. Micha está delante del fregadero restregándose las manos. La cadena de la bicicleta se ha roto de regreso a la aldea y tiene las manos sucias de grasa y herrumbre: negro y marrón debajo de las uñas. Todavía estremecido por la sesión fotográfica que ha mantenido con los Kolesnik, siente débiles las manos bajo el helado chorro del agua que sale del grifo. Delante del fregadero, medio se vuelve hacia los dos hombres cuando entran en la cocina.
—Andrej dice que no debería haber traído aquí a ese hombre.
Micha ya intuía que diría esto.
—Por favor, dígale que yo no lo invité. Que vino aquí a buscarme. Lo siento.
Mientras escucha el murmullo de la traducción, baja la mirada hacia las jabonosas manos.
—Dice Andrej que ese hombre es un asesino.
—Lo sé. Por favor, dígale que ya lo sé.
Micha piensa: Esto se ha acabado. La amistad. La visita.
—Que me iré mañana. Por favor, ¿puede decirle que me voy y que le estoy muy agradecido por el tiempo que he pasado aquí? Por su hospitalidad y por la de su madre.
Micha ve que Andrej asiente con la cabeza y que se siente aliviado. Así no tendrá que pedirme que me vaya.
Micha les vuelve la espalda. Está enfadado. Le escuecen los ojos por las lágrimas. Abre otra vez el grifo y se restriega los dedos bajo el chorro frío, pero la grasa no hace más que extenderse con el jabón.
—¿Se acuerda de él?
Anochece y Micha ha vuelto. Elena Kolesnik le ha hecho entrar en la casa y después le ha dejado a solas con su marido en la cocina.
—¿Se acuerda de este hombre?
Micha ha dejado la fotografía encima de la mesa para que el anciano no pueda ver cómo le tiemblan las manos: en carne viva de tanto restregárselas, de sujetar el manillar contra el viento helado del atardecer. Kolesnik acerca la foto.
—¿Esto es aquí, en Bielorrusia?
—No. Es de Alemania. En 1938.
—La cara me es familiar.
Micha estaba preparado para esto. Llevaba todo el día preparándose. Todos aquellos días.
—¿Quién es?
Micha no sabe qué contestar. Querría que Kolesnik lo supiera y al mismo tiempo que no lo supiera. Querría que Kolesnik lo supiera sin tener que decírselo. Al final se lo dice.
—Askan Boell.
—Sí, Boell. Estaba en las SS.
—En las Waffen SS.
—Sí, en las Waffen SS. Me acuerdo de él.
Es como un alivio. Micha siente algo parecido al alivio.
—¿Qué es lo que recuerda?
—Llevaban semanas luchando por aquí, y entonces todo sucedió con mucha rapidez. Era temprano, por la mañana, y de pronto aparecieron los soldados del Ejército Rojo. En el pueblo, junto a la iglesia.
—¿En 1944?
—Sí. Me encerraron allí, con otros como yo, y después trajeron a los alemanes. No a todos; algunos murieron, otros lograron escapar, pero trajeron a los que quedaban. Como si hubieran hecho limpieza en el gueto. En el gueto nazi. Los pusieron allí con nosotros y recuerdo que Askan Boell era uno de ellos.
—¿Usted le vio?
—Sí. Los rusos le obligaron a salir. Se acercaron a la fila y le empujaron. Le obligaron a arrodillarse, ya sabe. En la plaza mayor. Iban armados, claro. Le apuntaron en la cabeza con un arma y gritaron su nombre, Boell.
—Alles vorbei. Todo ha terminado. Opa Askan Boell.
Micha no sabe qué decir. Piensa: Debería grabar esto… Pero la grabadora se halla en el fondo de la mochila, envuelta en un jersey, junto a la puerta de la casa de Andrej.
—¿Recuerda usted algo más?
—Los rusos querían fusilarnos. Algunos incluso pretendían hacerlo allí mismo. Por eso nos mantuvieron allí tanto tiempo. Discutían entre sí. Me acuerdo muy bien.
—Él era mi abuelo.
Kolesnik se interrumpe. Mira a Micha y éste piensa, por un instante, que el anciano está enojado. No pensaba decírselo de esta manera, pero así es como ha surgido. Se remueve bajo la mirada de Kolesnik, se sienta más erguido en la silla.
—¿Por qué querían matar a mi abuelo?
—Querían matarnos a todos.
Micha permanece sentado largo rato durante lo que le parece mucho tiempo e intenta descifrar cuáles son sus sentimientos. Intenta decidir si es capaz de preguntar lo que de veras necesita saber. Kolesnik está sentado frente a él y Michael percibe su aliento, incluso nota cuando el anciano le mira y cuando deja de mirarle.
—Él estuvo aquí. Durante el verano y el otoño de 1943.
Kolesnik se remueve en su sitio. Micha lo ve por el rabillo del ojo. Lo intenta de nuevo:
—¿Vio a mi Opa haciendo algo?
Micha no mira al anciano al formular la pregunta y se queda esperando. Pero Kolesnik no contesta, de modo que Micha al final se ve obligado a mirarle.
El anciano mantiene la cabeza oculta entre las manos.
Kolesnik ha apartado la foto. La luz procedente de la ventana reluce sobre el papel satinado y Michael no consigue distinguir a su abuelo, sólo los múltiples pliegues que cuartean la superficie de la fotografía. La profunda arruga sobre las piernas de Opa.
—¿Jozef?
—Se dedicó a matar gente. Lo siento, Michael, pero tu Opa mataba tanto a judíos como a bielorrusos.
Micha se alegra de no poder ver la imagen de su abuelo y de que Kolesnik esté mirando hacia otro lado.
—¿Lo vio usted?
Kolesnik se frota los ojos.
—Sé lo que lo hizo.
Lo sabe.
Micha observa a Kolesnik, pero el anciano está mirando hacia la ventana. Lo sabe. No puede ver los ojos del anciano, pero sí la profunda arruga de su frente y la sombra que cruza por su rostro.
—¿Cómo lo sabe?
—Fue en 1943. Ellos estaban aquí entonces. Y si estaban aquí era precisamente por esto. Todos ellos y todos nosotros…
—Pero usted dijo que no todos lo habían hecho. Lo dijo ayer. ¿Y el hombre que se pegó un tiro?
—Si le recuerdo es porque se mató.
—¿Qué quiere decir con esto?
—Lo siento.
Micha observa a Kolesnik apoyar la cabeza sobre sus grandes manos. Escucha la voz que surge a través de las rendijas que dejan los dedos del anciano.
—Eran muy pocos los que se negaban a disparar. Podría recitarle los nombres de todos ellos y describirle sus caras justo porque fueron muy pocos.
Micha ya lo sabe. Sabe que dice la verdad.
—¿Lo entiende ahora?
Sí, lo entiende, pero no contesta. Aprieta con fuerza los puños sobre sus ojos.
Camino del autocar, Micha pasa con sus bártulos ante la casa de Kolesnik. El anciano se encuentra en el jardín, de pie bajo un árbol, cuando ve a Micha en el portón.
—¡Michael!
El anciano se alegra de verle. Avanza presuroso por el sendero, en su rostro una sonrisa. Micha piensa que nunca se acostumbrará a eso, a que Kolesnik le tenga tanto aprecio.
—¿Le apetece comer algo? ¿Le queda tiempo para eso?
—No, lo siento. El autobús no tardará en llegar.
—Entonces le acompaño, ¿vale?
—Sí. Gracias. Eso estará bien.
En la parada, Micha deja a Kolesnik con sus bártulos mientras se dirige a comprar unas manzanas para el viaje. No necesita manzanas, no necesita nada, pero no soporta el silencio de la espera con el anciano a su lado.
Se alegra de marcharse. Intenta sentir tristeza por decirle adiós a Kolesnik, pero no puede. Y, aunque sabe que el anciano le aprecia, piensa que tampoco él siente su marcha.
Kolesnik no espera a que salga el autobús. Desde el otro lado de la ventanilla saluda a Micha con una inclinación de cabeza, apoya en el cristal la palma de la mano, ancha y seca, y luego se va. Micha se queda sentado, a solas, deseando que el vehículo se ponga en movimiento.
En casa, invierno de 1998
Mina no para de reír, de llorar, de decir lo cansada que se siente. Más cansada que nunca. Micha está tumbado en la cama, a su lado, a pesar de que sabe que eso a la enfermera no le gusta. Mina se ríe otra vez cuando la enfermera sale de la habitación y Micha vuelve a doblar la blanca manta sobre su brazo para contemplar el diminuto rostro de su hija.
—¿Qué nombre le vamos a poner?
—No sé. Aún no lo sé.
Mina coloca a la pequeña encima del estómago de Michael y percibe su débil calor a través de la camisa, pero no su peso.
—¿Qué te parece si le ponemos tu nombre?
Micha ve que Mina le sonríe y él se echa a reír.
Mina se duerme, pero Micha se queda despierto con su hija. O al menos así lo cree, pero Luise le despierta al entrar.
—Traigo champán.
También trae flores, y los padres de Mina traen ropa para la nena, demasiado grande. Luego llegan Mutti y Vati. Le resulta extraña aquella aglomeración familiar en la calurosa habitación del hospital y Micha no tarda en emborracharse con el champán de Luise. Han pasado muchas horas desde la última vez que comió. Sale afuera, al pasillo, y observa cómo su pequeña pasa de mano en mano por la habitación.
—¿Has llamado a Oma?
Mutti se lo pregunta al marchar.
—No.
Observa cómo la cara de su madre se contrae y por el rabillo del ojo ve cómo su padre le da la espalda.
Luise se queda hasta que los otros se han ido.
—La llamo yo, si quieres.
—En absoluto.
—¡Micha!
—¿Qué? No quiero verla. Ella estaba enterada de todo y le encubrió.
—Eso no lo sabes.
—Opa le escribió desde allí. Cartas que más tarde él quemó. ¿Qué crees que le decía en ellas?
—Eh, vosotros. Ahora no, ¿entendido?
Mina salta de la cama y coge a la pequeña de los brazos de Luise. Micha mantiene la mirada fija en su hermana, pero ella se niega a mirarle. Piensa que se pondrá a llorar otra vez, como el día en que él regresó de Bielorrusia. Pero Luise está tranquila hoy. Respira hondo, observa cómo Mina se acuesta con su hija recién nacida y luego se levanta.
—De todos modos, tengo que marcharme ya. Voy a dejar que descanséis un rato.
Micha se encoge de hombros. Mina se recuesta en las almohadas y sonríe a Luise.
—Vuelve mañana, ¿quieres? Me he alegrado de verte, Luise.
Después Micha se sienta. Apoya la cabeza contra la pared y cierra los ojos.
—Creo que será mejor que tú también te vayas.
Micha abre los ojos.
Mina intenta alimentar a su hija guiando la pequeña boca hacia su pecho a través de los pliegues de la manta y del camisón. En un intento por encontrar una postura más cómoda, se inclina hacia delante, Micha observa el vello en sus sienes, húmedo por el sudor. Unos círculos oscuros debajo de los ojos.
—Vete a casa y vuelve mañana. Pero no cuando Luise esté aquí.
De nuevo es Navidad, esta vez con un bebé en casa. Días y noches con las ventanas empapadas de lluvia y con luces de colores. Olores a leche de recién nacido y a galletas especiadas, regalo de los amigos.
A menudo Micha se despierta enfadado, pero le cuesta unos minutos recordar el motivo. Le resulta imposible relacionar los acontecimientos del verano con el cuerpecito que envuelve en pañales y mantas. Dedos con arrugas diminutas, largas piernas, cabello negro. La biznieta de Opa.
Vacaciones escolares, biberones por la noche, días sombríos. Las semanas transcurren veloces. Mientras se turnan con la niña, Micha y Mina se sonríen. Él la atrae hacia sí tan pronto como se le permite hacerlo, pero al cabo de algún tiempo también ella le rodea entre sus brazos. Todo vuelve a ser distinto.
Michael Lehner, treinta y un años: hermano, sobrino, hijo y nieto. Profesor. Novio, y ahora también padre.
En los meses transcurridos desde su vuelta, Micha apenas ha visto a su familia. No les ha contado nada; sólo a Luise. Tampoco ha visitado a Oma, y sólo ha mantenido dos conversaciones con su madre. Una en el hospital, la otra por teléfono, cuando ella le suplicó que fuera a ver a su abuela.
—Sólo por un par de horas, Micha. Por favor. Ella no lo entiende.
—No.
—No deja de preguntar si te has marchado lejos. Piensa que ha ocurrido algo horrible.
—Y así es. En efecto.
—Me refiero a la pequeña. Piensa que le estamos ocultando algo.
Micha se muerde la lengua. Se le ocurren mil y una réplicas. Todas airadas. Todas obvias.
—¿Michael?
—No.
Micha y Luise discuten acerca de si deben decírselo a sus padres. Cada vez que ella acude a ver a Mina, y también en los cafés, en cualquier esquina. Se encuentran para charlar y siempre terminan discutiendo.
—De todos modos, ellos lo saben. Estuviste fuera más de un mes. ¿Crees que no se dieron cuenta?
—Ellos no saben dónde estuve.
—No seas tan ingenuo. Pueden haberlo imaginado. Atar los cabos sueltos. No son tan tontos.
—¿Entonces puedo contárselo? ¿Atar los cabos que queden sueltos, ahorrarles el esfuerzo de tener que especular?
—Estás hecho un gilipollas.
—Vete a la mierda, Luise. Siguen sin querer enfrentarse a ello.
—¿Por qué? ¿Por qué no gritan y aúllan todo el santo día, todos los días de su vida?
—¿Como yo, quieres decir?
—Sí, como tú.
Micha le da la espalda y quita el candado de la bicicleta. Luise empuja la suya delante de él para verle la cara.
—Aun así, ellos lo saben, Micha. Así que déjalo estar, ¿vale?
—¿Qué nombre te gustaría ponerla?
—No lo sé.
—He pensado en Dilan. La madre de papá se llamaba así.
—Es bonito.
—¿De veras?
—Sí. De veras. Es bonito.
Micha contempla a su hija, tendida sobre sus rodillas: suave, ojos oscuros, sin enfocarlos aún.
—Dilan.
Acerca su cara a la niña y ésta abre los ojos de par en par. Apoya la punta del dedo sobre la palma de la mano de la niña para sentir cómo se la coge.
—También podemos ponerle un nombre alemán.
—No. Creo que Dilan está bien.
Mina guarda silencio. Por favor, no digas que le pongamos Kaethe. Sólo el de tu abuela. No el de la mía.
—Sabes que no tenía pensado ningún nombre.
—Está bien. Está bien. Le pondremos Dilan.
Mina sonríe. Apoya la mano en la nuca de Micha.
—Dilan Lehner.
—Dilan Lehner.
Micha aborrece estar solo.
El viaje de ida y de vuelta del trabajo es la peor parte del día. Elige libros para leer en el tren, coge revistas que han desechado, periódicos, con la vista recorre los anuncios por encima de la cabeza de los pasajeros. Durante algún tiempo intenta llevar un walkman, pero pone la música tan fuerte que los compañeros de viaje se le quedan mirando. No hay nada que le sirva. No consigue concentrarse en ninguna otra cosa.
Tengo la foto. Puedo decir: Éste es Askan, era mi Opa. Casado con Oma, incluso entonces. Padre de mi madre, y luego mi abuelo. Y al mismo tiempo un asesino también. ¿Que cómo lo sé? Me lo contó un amigo. ¿Dónde están las pruebas? No tengo motivos para no creerlo. No existen fotos suyas apuntando con un arma a la cabeza de alguien, pero estoy seguro de que lo hizo, y también de que apretó el gatillo. La cámara apuntaría hacia otra parte, el obturador se abriría y se cerraría frente a otro asesinato, el de otro judío, perpetrado por otro hombre. Pero mi Opa estaba a tan sólo unos pasos de allí.
En casa corrige los ejercicios en la cocina, en la sala de estar, allí donde pueda estar con Mina y con la niña. Tendido sobre la manta junto a Dilan, con los rotuladores y los libros de ejercicios desperdigados por el suelo.
—Tiene sueño. Voy a acostarla.
—Ya lo haré yo. ¿No podríamos esperar un poco?
—Necesita seguir una rutina, Micha.
—Podríamos salir a dar un paseo tú y yo. Dormiría en el cochecito.
—Ya está oscuro.
—No pasará nada.
Mina mira por la ventana.
—Está bien.
—¿Cómo está Dilan?
—Estupenda. Preciosa. Engordando.
Micha y Luise se encuentran cada dos días para almorzar juntos. Sin haberlo concertado, tan sólo dejan que ocurra. Con regularidad, después de las clases, en un café cerca del hospital. Luise siempre va con prisas, pero, aun así, siempre está allí.
—¿Y tú? ¿Te encuentras bien?
—Sí. ¿Y tú?
Están sentados en un reservado junto a la ventana. Los bordes del cristal se hallan empañados a causa del frío de afuera en los días primaverales.
—La verdad es que no creo que podamos saberlo nunca con certeza.
—Siempre dices lo mismo, Luise.
—Sí, lo sé. Pero me refiero a que no iremos a ninguna parte si seguimos planteando esta pregunta.
—Eres tú quien la plantea. Yo ya sé lo que hizo. Lo que me interesa saber es si se sentía culpable por ello.
Micha carraspea, irritado.
—Me gustaría echar otro vistazo a las fotos.
—¿A las de Oma?
—Sí. A las de antes de la guerra y las de después.
—Para eso tendrás que volver a casa de Oma.
Micha no contesta. Busca en los bolsillos el paquete de cigarrillos. Hace ya ocho meses que no ve a Oma.
—Sí. En fin, de todos modos no creo que te sirviera de nada.
—¿Qué?
—Revisar esas fotos. Yo no conseguí ver nada.
—¿Y cuándo las examinaste tú?
—Después de tu vuelta. Después de que me lo contaras todo.
—¿Con Oma?
—Sí, claro.
—¿Y vio que faltaba una?
—Sí. Una de las fotos de la luna de miel. La buscamos por todo el piso.
—La tengo yo.
—Oh. Vaya.
Luise agita la sopa.
—En cualquier caso, esas fotografías no revelan nada. Son fotos de familia, ya sabes. Celebraciones. Siempre felices. No se puede ver nada en ellas.
Micha mira fijamente a su hermana. No sabe si creer en ella. Se niega a creerla.
—Sin embargo, él nunca miraba a la cámara. ¿Te has dado cuenta? Me refiero a después de la guerra.
—¿Y qué?
—¿Eso no te dice nada?
—No. Además, no creo que sea cierto. Estoy segura de que hay fotos en las que mira a la cámara.
—Dime una.
—Micha, por Dios. En el aniversario de boda. En el treinta aniversario. Oma y Opa juntos en el jardín de Kirchenweg.
Micha intenta recordar esa fotografía. Sin embargo, cree que Luise está equivocada.
—¿Entonces no crees que él llegara a sentirse culpable?
—No. Quiero decir que no lo sé; que nunca podremos saberlo. Lo único que digo es que es posible que él no supiera qué pensar de sí mismo en realidad.
—Pero mató a otros seres humanos.
—Está bien, Micha. Escucha lo que te digo. Es muy posible que sea cierto. La gente hace cosas terribles. Había una guerra. Y no pretendo justificarle; en absoluto… Pero había una guerra, todo era cruel y confuso, y él ya no podía distinguir entre lo que estaba bien y lo que estaba mal, de modo que hizo algo terrible.
—Así es.
—Quizá sea en momentos así cuando la gente hace esas cosas. No lo sé muy bien, claro, pero es posible que a veces crean en lo que hacen o que se conviertan en lo que son… O puede que no… Que se limiten a hacerlas y luego sigan su vida.
—¿Así, sin más?
—¿Qué quieres decir con sin más? Ni siquiera te has parado a pensar en lo que acabo de decirte.
—No quiero ni pensarlo.
Micha intenta recordar una vez más la foto. La del jardín de Kirchenweg. Casi lo consigue. Pero no puede ver el rostro de Opa.
—Sólo intentaba ayudar en algo. A nosotros dos.
—Lo sé.
Mina decide regresar a su trabajo. A tiempo parcial, para ver cómo se las arreglan, dice. Lo programan para que empiece durante las vacaciones de Pascua, a fin de que Micha pueda estar en casa y ayudar a que Dilan se acostumbre a la rutina de la guardería. La idea consiste en que sólo vaya un par de horas al principio, luego incrementar su horario hasta la hora del almuerzo y más adelante hasta primeras horas de la tarde, momento en que Micha podrá pasar a recogerla al terminar sus clases.
Después de dejar a la niña, Micha espera en el café que hay delante de la guardería, pues no le apetece regresar solo al piso. Hay tareas domésticas por hacer, la colada, la compra, pero lo hará después, cuando Mina regrese a casa, mientras él escucha sus incidencias de la jornada. Pasa la mañana leyendo, come, bebe, observa a las camareras que charlan detrás de la barra, a los demás clientes que entran y salen. Es un alivio recoger a Dilan, cobijarse en su olor.
Se pregunta si Opa sentiría alivio con sus hijos, y luego también con sus nietos. Mutti y Bernd. Luise y yo. Micha recuerda los brazos de Opa, su regazo, su olor a jabón y a tabaco… Dilan se revuelve en el cabestrillo sujeto al pecho de Micha. Le quita un calcetín; examina los dedos diminutos y las uñas aún más diminutas, le frota el pie, vuelve a ponerle el calcetín. Él no merecía sentir alivio. Micha lo piensa y siente que tiene razón, pero también se siente insoportablemente cruel.
Pasa la semana y llega el día en que Micha tiene que dejar a Dilan hasta después de la una. Mientras camina por el metro, cambia de idea. Tiene toda la mañana por delante, gira en redondo el cochecito, lo impulsa escaleras abajo y corre por el andén para coger el tren que está a punto de salir. Dilan le hace guiños con sus ojos oscuros mientras él se salta su parada y entra en la ciudad, donde cambia de trenes para dirigirse a la estación de la línea principal.
Compra unos pretzels en el quiosco, cambia los pañales a Dilan en el lavabo de señoras y se dirigen al primer tren que sale para Hannover, aunque esto implique un trasbordo en Kassel con veinte minutos de espera.
—Estoy buscando la Steinweg.
Micha informa al taxista por encima de los berridos de Dilan. La niña tiene hambre, y ya le ha dado el biberón que traía de casa. El taxista les lleva al lugar indicado conduciendo con celeridad por las calles del centro, luego por los barrios de las afueras, ya menos familiares, pasando frente a los bloques de viviendas construidos durante la posguerra.
Micha se queda de pie en la acera con Dilan apoyada en la cadera. Nunca ha estado aquí; sólo lo ha visto en fotos. Sabe el número de la casa igual que sabe otros muchos detalles confusos del pasado familiar. Pero no los fragmentos que importan. No tiene idea de lo que espera encontrar viniendo hasta aquí, al primer hogar de Opa después de la cárcel. Después de sus crímenes. La casa permanece sólida, respetable, propia de un barrio residencial, impasible. Habitada por otra gente. Micha se queda fuera, confuso, temeroso, con su hija hambrienta llorando en sus brazos.
Las épocas de la infancia que recuerda son todas buenas. Incluso cuando incluye los arrebatos de las borracheras o las cartas que Opa quemó, las fotografías en donde apartaba la vista. Incluso ahora, con esta certeza respecto a lo que Opa hizo y donde lo hizo, y los rostros de la pared del museo a quienes pudo hacérselo, por mucho que Micha lo intente, no consigue que todo esto signifique nada. Culpabilidad, remordimiento, orgullo, desafío, vergüenza… Nada concreto. Nada que le permita a Micha inmovilizarlo todo.
Hechos, acontecimientos, lugares siguen separados, disociados, y Dilan no para de llorar.
Micha la sujeta en el cochecito y se aleja de la casa en busca de una tienda o un café, algún sitio donde conseguir agua, leche en polvo, un sitio donde calentar la mezcla. Dilan no deja de llorar y él está asustado. Más de dos horas de tren para regresar a casa. Las calles son sólo una casa detrás de otra, y Micha no puede olvidar las sombrías respuestas de Kolesnik. No hay culpa y tampoco perdón. No tiene sentido la tristeza. En cualquier emoción humana, por insignificante que sea. ¿Qué dijo Luise? La gente se limita a hacerlo y luego sigue su vida.
Micha camina, Dilan llora, y no hay forma de encontrar ninguna tienda.
Todo este tiempo. Desde que empezó todo en la comida familiar, en el balcón de Oma, en la biblioteca, leyendo y anotando datos. Durante meses Micha ha creído que podía haber un final para todo eso, pero aquí, en este barrio de las afueras que le resulta tan poco familiar, con su hija hambrienta y furiosa, comprende que todos esos meses ha estado equivocado.
—Incluso cuando lloro por ello, lloro por mí. No por las personas que murieron asesinadas.
Mina frunce el entrecejo unos instantes, bambolea la vistosa estrella de mar por encima de la cara de su hija. Todavía está enfadada por lo de ayer, por el hecho de que él se fuera sin avisarla, sin comida para Dilan, sin pararse a pensar. Micha percibe que Mina se está apaciguando.
—Eso está bien, ¿no?
—¿Tú crees?
—No lo sé.
Dilan estira las manos, las deja caer otra vez. La estrella de mar, roja y amarilla, cascabelea. Tiene un cascabel en cada una de las puntas. El blando cuerpo de tejido de felpa se aplasta entre los dedos de Mina. Las uñas mordidas hasta la raíz.
—¿Y tú por quién lloras?
—¿Cuando veo cosas sobre el Holocausto?
—Sí.
—Por ti. En este momento. Por mí. Por ella… Voy a salir a pasear un rato, a ver si se duerme.
Mina se mueve con lentitud, atrás y adelante, por el sendero frente al banco del parque, la pequeña sobre su hombro. Micha observa el pequeño rostro reclinado sobre la suave lana del abrigo de su madre: rojas las mejillas por el aire frío de la mañana, las pestañas como rayas de tinta negra sobre su piel.
—De pequeña solía pensar que era espantoso, todos aquellos niños que habían perdido a sus padres… ¿Conoces la foto? ¿La del niño corriendo por la carretera de Belsen cuando entraban los aliados? Completamente solo.
—Sí.
—Ahora pienso en los padres que perdieron a sus hijos… En los campos de concentración también mataban a niños, ¿verdad?
Micha asiente.
—Pienso en lo terrible que debió de ser. Sobrevivir a todo aquello. Tener que vivir sin ellos.
La niña se ha dormido. Micha quiere cogerla, aunque sabe que eso la despertará. Mina deja de caminar, empieza a balancearse con suavidad de un lado al otro.
—Tienes que mirar las cosas de otra manera. Todo el mundo lo hace. Tú querías a tu Opa y descubriste algo terrible de él. Es posible que ahora sientas que no puedes quererle y necesitas llorar por eso.
Mina acuesta a la pequeña en el cochecito y Micha lo mece con el pie, dobla la manta por encima de los pies de su hija.
—Sé que todo suena muy lógico.
—Sí.
—Es difícil ser lógico.
—Lo sé.
—Sin embargo, él todavía hizo todas las cosas buenas que recuerdas. Te siguió queriendo.
—Ahora no puedo pensar en eso, Mina.
—Claro.
Ella saca la bolsa del manillar del cochecito, busca algo entre los tarros de crema y los pañales.
—¿Tú qué harías?
—¿A qué te refieres?
—Si se tratara de tu Opa.
—Si debo ser honesta, Micha, no lo sé. Tal vez me mearía sobre su tumba. Lo siento… No lo sé. Es posible que tampoco quisiera pensar en las cosas buenas.
Tienes que mirar las cosas de otra manera. Micha repite para sí la declaración de Mina, pero eso no cambia nada. No lo hace todo más fácil. Piensa en sí mismo. Egoísta. Pero lo que más le cuesta es pensar también en los otros. En Opa y en Jozef. En lo que hicieron y en que cada uno vivió su vida después. Micha siempre se los encuentra en su mapa mental, repasa las decisiones que tomaron, sigue los hilos para desenmarañarlos. Años y generaciones. No hay forma de cambiarlo. Nunca hay suficiente tristeza ni perdón.
Le subleva pensar en ellos. No se lo comenta a Mina porque sabe que eso la sublevaría a ella también.
Es tarde. La niña duerme. Micha está en pijama en el oscuro pasillo y contesta al teléfono.
Se oye un eco en la línea: larga distancia. Una voz que no reconoce le habla en vacilante alemán. Un acento que le resulta familiar.
—Aquí una llamada telefónica de Elena Kolesnik.
La voz pertenece a una mujer, pero no es la de Elena. Micha oye la voz de Elena al fondo, y la mujer del teléfono traduce lo que ella le dice.
—¿Estoy hablando con Michael?
—Sí, soy Michael. ¿Está ahí Elena?
—Sí, aquí está. Quiere comunicarle algo. Dice que tome usted asiento.
—De acuerdo.
Micha se queda de pie.
—Elena le comunica que su marido ha muerto. Que está muy triste por usted. Por ella, pero también por usted.
—¿Kolesnik?
—Sí, sí, Jozef Kolesnik. Murió mientras dormía, y ella lo ha enterrado hoy.
Micha oye que Elena repite su nombre. Está llorando. Su voz suena más cerca; ha cogido el auricular. Elena Kolesnik le habla en bielorruso. Él sólo entiende el nombre de su esposo. La mujer respira hondo y Micha puede percibir su tristeza, la imagina de pie en el estrecho pasillo, agarrada al teléfono, llorando.
—Lo siento mucho, Elena. Siento lo de Jozef.
Pero la otra mujer ha vuelto a coger el aparato.
—Elena dice que le gustaría que viniera. Que le gustaría que viera la tumba.
Micha siente el silencio de Elena, la imagina en la puerta de la cocina aguardando su respuesta. Piensa en miles de motivos para decirle que no.
—Por favor, dígale a Elena que iré.
La mujer traduce su respuesta. Micha imagina a Elena Kolesnik escuchando, se pregunta si estará sonriendo, en cuáles serán sus sentimientos.
—Iré dentro de un par de semanas. Voy a reservar un billete para ir en tren y ya le escribiré.
Cuando Micha regresa al dormitorio, Mina está medio dormida, con la pequeña a su lado, los brazos por encima de su cabeza. Las contempla un momento y luego susurra, bajito para no despertarlas:
—Jozef Kolesnik ha muerto.
Se lo dirá a Mina por la mañana. Eso será dentro de muy poco.
Bielorrusia, primavera de 1999
El viaje le resulta familiar. Micha está ya preparado para la espera, para los trenes lentos y el autobús atestado. Tampoco le cuesta recordar que Kolesnik está muerto y que no le volverá a ver, y eso le sorprende. Micha creía que esperaría encontrar al anciano en la parada del autobús, que le conmovería hacer a solas el trayecto hasta su casa, pero no ocurre nada de eso.
Elena Kolesnik está en el porche aguardándole. Saluda a Micha con la mano cuando él dobla la esquina, y le devuelve el saludo. Con ella hay otra mujer, una mujer más joven. Micha piensa que tal vez sea la persona que le habló por teléfono.
Elena le ofrece su dormitorio, el de ella y su marido. Micha rechaza su invitación, pero la vecina dice que Elena lo quiere así.
—Ella dormirá en la cocina, es lo que suele hacer cuando tiene invitados.
Elena deja con estrépito los platos sobre la mesa, corta gruesas rebanadas de pan. Está enfadada con Micha. No entiende que no quiera quedarse más tiempo. Micha le pide a la vecina que le diga que tiene que trabajar, que debe marchar al día siguiente.
—Sólo me han concedido dos días. Tengo que irme mañana. Lo siento.
De la mochila saca las fotografías que les hizo a Elena y a Jozef, y Elena las mira mientras comen. Micha es consciente de que debería habérselas enviando hace meses, antes de que Jozef muriese. A través de la vecina, vuelve a pedirle disculpas a Elena y ésta asiente, aunque en realidad no está escuchando. Se halla absorta en las imágenes que tiene ante sí. Jozef mirándola, en la habitación de al lado. Hace tan sólo unos meses.
Después de retirar los platos, Micha enseña a las mujeres las fotos de Mina y de la niña, y Elena vuelve a sonreír, aunque sigue dolida. Micha sabe que debería quedarse más tiempo, pero no quiere. Tampoco quiere dormir en la cama donde Kolesnik durmió y murió. Querría decirle a Elena que él no era amigo de su esposo, ni siquiera de ella, pero no encuentra las palabras. Es demasiado cruel, demasiado ingrato.
La vecina se despide.
—Elena le llevará mañana a ver la tumba. Por la mañana, dice, cuando se levante. Pueden ir andando desde aquí.
En el dormitorio, Micha retira las mantas de la cama, desordena un poco las sábanas y hunde la almohada. Luego se acuesta en su saco de dormir encima de la alfombra, bajo el alféizar de la ventana, y enrolla el jersey debajo de la cabeza.
En el cementerio, Elena alisa la hierba nueva con los dedos. Hay flores frescas junto a la tumba. No son de Elena, ni de Micha. Alguien llora la muerte de Jozef Kolesnik.
No está seguro de lo que debe hacer. La mañana es cálida. El sol reluce a través de unas nubes escasas. Aún está medio dormido. Cansado por el viaje y la noche pasada sobre el suelo de madera.
Todavía no hay lápida. Nada señala la tumba de Kolesnik, excepto el alto montículo con el nuevo césped que Elena alisa, arrodillada a su lado, en silencio, apoyando la mejilla y la frente en el suelo. Micha desvía la mirada en dirección a la ladera que baja hacia la aldea y el río. Intenta sentir algo, pero no lo consigue. Quiere regresar a casa tan pronto como le sea posible.
Micha pensaba que luego volverían a casa de Kolesnik, pero caminan en dirección contraria alejándose de la aldea. Hacia el sur, rumbo a los pantanos, y luego, al cabo de unos diez minutos, hacia el bosque que hay en dirección al este. La vecina no les acompaña, de modo que no puede preguntarle a Elena adónde se dirigen. Se limita a caminar con ella en silencio, la sigue entre los abedules disfrutando del paisaje, del hermoso día. Un sol diáfano e intenso que penetra entre las hojas. La luz desciende en forma de rayos sobre la tierra y la hierba. Camina con Elena acompañado por el canto de los pájaros y los fríos olores del bosque.
Elena se agarra del codo de Micha y él descubre lágrimas en sus mejillas. Húmedas, repentinas. Micha se siente turbado por el hecho de haberse distraído, por haberle prestado tan poca atención. Por el hecho de que ella esté llorando y él no lo haya advertido.
—Frau Kolesnik…
Siguen caminando, Elena algo adelantada, tirando de Micha. Él intenta cogerla de la mano, pero ella la aparta, señala hacia delante entre los árboles. Al frente, más allá del sendero en el bosque, Elena sigue tirando de él señalando hacia un claro: luminoso y verde en medio de la oscuridad y el color marrón de los árboles.
Micha mira hacia allí y entonces lo ve. Es como un mazazo en la cabeza.
Deja de caminar y Elena se vuelve en redondo. Le mira fijamente, las lágrimas fluyen libres. Micha se tapa la boca con la mano, siente el húmedo aliento contra la palma, la cálida y turbadora sensación que lo acompaña. Elena levanta los brazos, una mano en el hombro, la otra formando un puño extendido en el aire frente a ella. Parodia a alguien que dispara un fusil, pero él ya sabe lo que quiere decirle.
Micha suelta un grito. Ella hace el ruido de las balas, un impacto con los labios y el aire.
Se ve obligado a bizquear: el sol es demasiado intenso y brillante sobre las hojas. Está sudando y la sal le irrita los ojos.
Elena se detiene frente a él. Micha cierra con fuerza los párpados. A su alrededor está el bosque, una sonora palpitación en el estómago, y la sangre ardiente y negra en los ojos. Elena le está esperando, pero le tiemblan las piernas. No quiere estar allí. Quiere abrir los ojos y encontrarse en casa, de vuelta en su hogar, en la cocina, con su hija en el regazo. Elena imita otra vez los disparos y él vuelve a gritarle. Le dice que ya lo sabe, que se calle.
—Por favor. Pare ya.
Levanta las manos, se cubre los ojos, y ella deja caer los brazos a ambos lados. Se queda allí quieta, pequeña y triste, y Micha oye el débil y seco sonido que brota desde el fondo de su garganta y piensa: Ha perdido a su marido, a su Jozef.
Elena se limpia la cara con la manga, pero las lágrimas vuelven a humedecerle las mejillas. Sigue avanzando. Estrecha la espalda, rígidos los hombros vueltos hacia Micha, el sol cayendo de lleno sobre su cabeza cuando sale de entre los árboles a la espaciosa y luminosa hierba.
Micha se detiene en el borde del claro y la contempla. Los pies en el borde, donde el bosque da paso a la hierba. Apretados los puños, los dientes, el estómago… La anciana se mueve delante de él a través del espacio amplio y llano, bajo la brillante luz más allá de los árboles, y cae de rodillas.
Micha aguarda. Elena se queda arrodillada. Los hombros estremecidos. Llorando. La oye. Se pone en movimiento.
Atraviesa el claro que es también una tumba.
Elena se seca las lágrimas con la mano y la sacude. A Micha la cabeza le da vueltas. Intenta quedarse a su lado, pero no puede. No soporta estar aquí, en este terreno blando, sobre esta hierba y este musgo. Da media vuelta dejando a Elena bajo el luminoso sol y cruza el húmedo suelo hasta alcanzar el seco sendero de escoria volcánica entre los árboles. Ya ni siquiera desea esperar a la mujer, pero aun así la espera.
Caminan en silencio de regreso al pueblo. El sol está alto en el cielo y hace calor. Micha sigue sintiéndose débil, pegajoso. Ansia el instante de largarse.
Elena le acompaña en el autobús hasta la estación. Se seca la cara con un gran pañuelo gris; está enfadada con él. Micha sabe que le ha estropeado el día, el momento de honrar a los muertos. No hablan. A Micha no se le ocurre nada que decir. También está furioso. Tiene que hacer grandes esfuerzos para aplacar su ira.
Elena no ha tenido hijos. Una joven mujer en una aldea despoblada, ella misma me lo dijo. Sabía a cuántos habían matado, y cuando él regresó, se enamoró de uno de los asesinos. No ha tenido hijos. Encontró la medida de su culpabilidad y le amó.
El tren penetra en la estación y los dos aguardan juntos a que el revisor abra las puertas. Elena saca pan y fruta de su bolsa para que Micha coma durante el viaje de regreso. Él le da las gracias y sube al tren. Coloca sus cosas en el portaequipajes y regresa a la puerta, que está cerrada, pero Elena sigue allí. Baja la ventanilla.
Elena le dice algo, pero Micha no entiende nada. Las pocas palabras que pudiera reconocer quedan ahogadas por las lágrimas de la anciana. Ella no para de hablar aferrada a las manos de Micha, consciente de que él no comprende lo que le dice. Pero no parece que eso le importe. Las palabras se derraman una tras otra hasta que el vigilante cierra con estrépito las puertas que quedan abiertas.
Elena sigue aferrada a las manos de Micha hasta que el tren se pone en marcha. Luego las suelta. En silencio, camina junto al vagón con Micha hasta el final del andén y después le dice adiós con la mano, y él se la queda mirando hasta que la pierde de vista.
Anochece. El tren se va alejando. Las brillantes hojas alrededor del claro del bosque todavía permanecen en la mente de Micha; la blanda tierra… Y entonces un terrible pensamiento se apodera de él abriéndose paso a través del día presidido por la náusea y la luz del sol, por la voz y las lágrimas de Elena.
Opa. Jozef.
Micha comprende por qué Elena ha hecho esto, por qué le ha llevado allí.
Micha se encuentra solo en el compartimento, y la luna está alta en el cielo. Mantiene la luz apagada y la cortinilla corrida, observando el paso a través del bosque y de los pantanos. Siluetas negras de bordes blancos. Perfiles agudos que encuadran la oscuridad.
Yo no asistí al funeral de Opa. Luise sí, pero Mutti dijo que yo era demasiado pequeño. Creo que pasé el día con un amigo. No me acuerdo.
Luego Mutti me llevó a ver su tumba. Puede que tres o cuatro años después. Recuerdo todos aquellos tejos oscuros y haber caminado a lo largo de las hileras de tumbas. En algunas había flores frescas, en otras ramos de flores que se marchitaban. Secas. Incluso podridas. Agua verdosa en todos los jarrones. Hacía calor.
No recuerdo que esperase encontrar a Opa, pero al ver que no estaba allí, aguardándonos, lloré y lloré sin parar.
En casa, primavera
Dilan camina a su lado. Es un día azul, luminoso y cálido. Micha lleva la chaqueta debajo del brazo y el sombrerito de ella en el bolsillo. Desde la parada de autobús, el sendero avanza a través del terreno ajardinado, y Micha camina a pequeños pasos para que la pequeña pueda seguirle: su marcha es similar a la de los residentes que han salido a disfrutar del espléndido día y que caminan encorvados, cogidos del brazo, por la amarillenta grava. Los árboles se ven más altos y más frondosos que la última vez que Micha estuvo aquí, pero, por lo que se refiere a lo demás, piensa que nada ha cambiado. El edificio blanco, el césped verde, el aparcamiento gris; la ambigua y vacía indefinición del interior. Dilan tropieza, se cae y lloriquea un poco hasta que la levanta.
—Nada de lágrimas hoy.
Le sacude la gravilla que se le ha incrustado en las manos, revisa la piel en busca de algún pinchazo y besa las diminutas marcas azul oscuro de la palma de sus manos. La niña se seca los ojos y sonríe. Pequeños dientes. Mejillas oscuras. Como las de Mina.
Micha no se dirige directamente a la entrada, sino que lleva a Dilan detrás del edificio, al borde del aparcamiento, y la niña farfulla mientas caminan, los pequeños puños metidos entre los pliegues de la chaqueta de él. Cuando llegan al borde, Micha se vuelve y mira hacia arriba, dirige los ojos hacia lo alto del blanco rascacielos.
—¿Lo ves, Dilan?
Señala para su hija y ella sigue la trayectoria de su dedo hacia el cielo, todavía farfullando, entornando los ojos bajo el sol.
—Si empezamos por la esquina de arriba a la derecha y entonces contamos ocho ventanas hacia abajo, y luego una, dos y tres hacia un lado, ahí es donde vive Oma Kaethe. Allá está el nido de águilas. Y, si tenemos suerte, ella estará en el balcón, esperándonos. ¿Puedes verla?
—¿Oma Kaethe?
—A mi Oma Kaethe. ¿La ves?
Micha contempla la expresión de su hija, observa cómo acepta sin pestañear otro nombre de la familia. Su mapa familiar se va expandiendo sin dificultades, curioso, decidido. Doloroso para que Micha lo contemple. Levanta a Dilan sobre los hombros.
—¿Está allí?
—¿Dónde?
—Saluda con la mano. Si saludas, es posible que ella también te salude.
Dilan saluda con la manita y Micha puede sentir cómo su peso oscila suavemente contra su nuca. Decide disfrutar de ese momento con su hija, que canturrea y saluda al tiempo que mantiene el equilibro presionando una mano diminuta sobre su cabeza.
—¿Está allí, papá?
A Micha le escuecen los ojos. Le lagrimean. Empañada la visión contra el deslumbrante cielo.
—Sí. ¿La ves?
—Sí.
Dilan no lo dice muy convencida, pero sigue saludando, y Micha mantiene fijos los ojos en la diminuta mancha en movimiento que les llega como respuesta.