Baviera, principios de 1945
En el dormitorio, a oscuras, Lore yace en las fronteras del sueño. Hace algún rato percibió un ruido, volvió a dormirse y de nuevo se despertó. Inmóvil, con la noche enroscándose silenciosa a su alrededor, las flores de la escarcha se abren al otro lado del cristal de la ventana. Siente calor y pesadez en las piernas. No está muy segura de no haberlo imaginado, de no haber visto cómo las paredes, la ventana y el techo se separaban y, más allá, surgía el espacio de los sueños.
Una puerta se cierra de golpe y las paredes regresan a su sitio, sólidas a lo largo del borde de la cama. Con los ojos cerrados, Lore presta atención. Oye la respiración de su hermana pequeña. Susurra:
—¿Liesel? ¿Anneliese?
No obtiene respuesta; sólo los profundos suspiros del sueño. Lore flota suavemente. Un minuto, dos minutos, diez. No sabe cuánto tiempo transcurre antes de que vuelva a escuchar el ruido.
Puertas y voces. Lore está segura ahora, abiertos los ojos, a la espera de que aparezca la rendija de luz procedente del pasillo. La casa sigue a oscuras; los murmullos proceden de abajo. Salta de la cama para escuchar mejor.
—¿Qué ocurre ahora?
—No pasará nada. Pronto acabará. Ya lo verás.
Vati[4] está aquí. De uniforme y al pie de la escalera. Mutti lo rodea con sus brazos, un soldado aguarda en posición de firmes frente a la puerta abierta de la entrada, y tras él Lore distingue un camión aparcado en el camino. El frío de la noche traspasa el umbral y, a través de los barrotes de la barandilla, se instala sobre sus pies descalzos. Su madre se agarra con fuerza a las mangas de Vati, que le dice su Asta, meine Astalie, le acaricia el cabello y ella llora sin lágrimas: la boca abierta, curvados los labios contra la pequeña y tensa nariz.
—¡Vati!
—Lore. Mi Hannelore. Ha vuelto a crecer.
Apretada la frente contra el hombro de su padre, éste se ríe y Mutti desliza nerviosa la mano por la cara de Lore.
Trabajan con celeridad: Vati vaciando cajones, Mutti llenando bolsas, el soldado cargando el camión. Lore está de pie junto a la puerta de entrada, con Liesel. Soñolienta y voluminosa; el vestido abrochado sobre la camisa de dormir y encima lleva el abrigo. Está oscuro, resulta difícil ver, pero sus padres no encienden las luces. El pequeño se despierta. Vati lo coge en brazos y le canta, Mutti los contempla un momento, pero luego sube a despertar a los gemelos.
La hermana de Lore, cogida de su mano, mira primero a su padre y luego a su hermano pequeño.
—Le hemos llamado Peter. Como tú, Vati.
—Lo sé, Lieschen.
Su padre sonríe. Lore también lo mira. Sigue siendo Vati, aunque algo cambiado. Distinto del de las fotos. De la última vez. No en estas Navidades, sino en las otras. Sus ojos coinciden con los de Lore.
—Vamos. Voy a coger unas mantas. Os haremos un sitio cómodo en el camión.
A Lore le parece que viajan durante horas. Salen de la aldea y se internan en el valle. Mutti, callada, con Vati al frente, y Peter dormido en su regazo. No han encendido los faros. Avanzan envueltos por la oscuridad y el ruido del motor.
Lore va sentada en la parte de atrás, con su hermana y sus hermanos, encima de todos los bultos. Liesel duerme con la boca abierta, pero los gemelos mantienen fija la mirada en la nuca de su padre. Guardan silencio, sentados hombro con hombro, pierna con pierna. Sus cabezas se balancean con el movimiento de la carretera, los ojos vidriosos por el sueño y la sorpresa. Lore musita:
—Es Vati.
Y los dos asienten.
Se detienen en un patio que reluce a consecuencia de la helada. Hay gente con fanales, y dos camas en una extraña habitación que huele a barro y a paja. Cuando Mutti apaga las luces ya no es oscuro afuera. En la pared del fondo hay una gran ventana y Lore puede ver a su padre, sus hombros, una silueta negra y encorvada contra el gris amanecer. En la cama, con Liesel al lado, tiene frío. Vati le trae una manta extra, la arropa con ella, y cuando la besa para darle las buenas noches, puede oler su sudor, siente los pinchos de la barba que le cubre el mentón.
—¿Dónde estamos?
—En una granja. En un sitio seguro.
La voz de su padre es un susurro y Lore se adormece.
—Un buen sitio para resistir estas últimas semanas.
Cuando vuelve a despertar, la luz ha llenado la extraña habitación y él se ha marchado.
Entre la guerra y la paz es como si el tiempo no existiera. Como pisar sobre agua. O como contener la respiración hasta que un pájaro huye volando. Pasan las semanas, llega la primavera, ventosa y azul, y para Lore los días son eternos e informes.
La granja está a orillas de un arroyo de aguas pausadas, embutida al pie de una colina. En lo más hondo del verde valle. Lore sabe que hay unos ejércitos avanzando. Los rusos por un lado, los norteamericanos por el otro. En Hamburgo tenían el apartamento con un jardín alargado y una sirvienta. Incluso en el pueblo, después de la evacuación, disponían de una casa completa. Ahora están aquí y son seis en una única habitación. Empujan las camas contra la pared por la mañana y vuelven a sacarlas por la noche.
Lore observa las sombras de las nubes que recorren la ladera de la montaña y recuerda de manera fragmentada, igual que en un sueño, la visita de su padre a medianoche. Pronto acabará. Ya lo verás. Pero los meses pasan y nada cambia. Ella sigue con sus tareas, se amolda a la espera, la guerra pronto se va a ganar. Sólo es cuestión de tiempo.
Hace un tiempo espléndido. Liesel y los gemelos pasan los días fuera, al principio en el patio, pero éste no tarda en aburrirles y se aventuran por los campos que hay más allá. Mutti se intranquiliza cuando no puede verlos: pasea arriba y abajo por la estancia y luego les grita cuando al final regresan a casa.
La mayoría de los días, la mujer del granjero les trae comida. Pan, pastelitos de masa rellena con carne picada, chucrut, huevos y leche. A veces incluye bacon, o pequeñas manzanas marchitas de finales de otoño. Se queda de pie tapando la entrada y sólo dedica sus sonrisas al pequeño y a los gemelos.
Por las tardes, Peter duerme, Mutti y Liesel zurcen los agujeros de sus calcetines y los gemelos juegan debajo de la mesa. Incapaces de reprimirse, llenan la estancia con los cuchicheos de sus juegos.
En los días despejados, Lore divisa un pequeño pueblo en el lejano pliegue de las colinas: el humo de las chimeneas que evoca unos trazos hechos a lápiz, la oscura mancha de un campanario… Presta atención por si se oyen disparos de artillería en el otro extremo del valle. A veces abre un poco la ventana, por temor a que el ruido de la batalla sea demasiado débil para atravesar el cristal. En el cielo sin nubes, sus ojos buscan la presencia de la Luftwaffe e imagina que caen bombas en el valle, fuego y muerte. Pero sólo escucha el canto de los pájaros.
De noche, después de que Mutti apague los fanales, Lore descorre el borde de la cortina que cubre la ventana, y por la mañana abre los ojos frente al resquicio de cielo azul que hay sobre su cabeza. Todos los días, su primer pensamiento y el último son para Vati, fuerte y recién afeitado, y para el final de la guerra. En la silenciosa oscuridad del amanecer protegido por la cortina, Lore imagina el valle transformado con la victoria. Desde lo alto de la montaña contempla el desfile por las aldeas, los campos cubiertos de flores, las laderas repletas de gente, el sol brillando en sus ojos, unas manos cogidas a las suyas, voces entonando una canción.
Anochece y Lore ayuda a Mutti a acostar a los niños. A través de la ventana ve que se acerca el granjero y, tras él, su hijo. Mutti se pone el abrigo y Lore se dirige hacia la puerta, pero su madre niega con un movimiento de cabeza.
—Quédate aquí. Vuelvo enseguida.
Su madre sale y Lore cierra la puerta tras ella, dejando una rendija para observar las tres figuras de pie en el patio. El granjero les ha traído bacon y un pequeño saquito de avena, pero también quiere hablar. Lore no puede oír lo que dice, aunque observa que su boca forma la misma línea despectiva que la de su mujer. Señala hacia el fondo del valle y Mutti levanta los dedos hacia la boca. El hijo del granjero aparta la mirada rotunda y dura del rostro de Mutti y escupe en el suelo. Cuando vuelve a levantar los ojos, Lore siente que los fija en ella y se aparta de la rendija.
—¿Dónde ha ido Mutti?
Liesel se ha levantado y está de pie junto a la puerta. Apoya en Lore su cuerpo todavía caliente de la cama y la empuja a un lado. Tiende la mano hacia el pomo, pero Lore le agarra el brazo.
—Dijo que nos quedáramos aquí dentro.
—¿Por qué?
Liesel se retuerce al intentar separarse de su hermana, con lo cual Lore le hunde las uñas en la piel.
—¡Ay!
—Si te estuvieras quieta no te habría hecho daño, tonta.
Liesel empieza a llorar. Los gemelos se incorporan en la cama y observan la pelea de las dos hermanas junto a la puerta.
—Ahora vas a ver, Lore.
—No veré nada. Si te hubieses estado quieta, Liesel, no te habría pellizcado tan fuerte.
—Mutti te va a regañar.
—Cállate, Jochen. Duérmete otra vez.
—Ya no estamos cansados.
Lore intenta apaciguar a Liesel, pero ésta se niega a mirarla. Sigue llorando y tironeando del brazo.
—Lieschen, por favor. Anneliese. Si dejas de llorar, te daré una cosa.
Lore se sube a una silla y baja el tarro de azúcar del estante superior que hay en el rincón, donde Mutti lo mantiene fuera de su alcance. Liesel deja de llorar al instante, se lame un dedo y lo introduce dentro del tarro. Lo chupa, vuelve a meterlo, chupa de nuevo y deja que su hermana le seque las mejillas, borrando así las pruebas de su forcejeo. Los gemelos las han estado observando en silencio, pero ahora Jochen se levanta y cruza la habitación, acercándose a sus hermanas. Jürgen le sigue, arrastrando tras él las mantas de la cama. Ambos se lamen el dedo, dispuestos a hundirlo en el tarro.
—No. Sólo faltaría que vosotros también.
—¿Por qué no, Lore?
—Vuelve a la cama, Jochen. Y tú también, Jüri, haced el favor.
—Le diremos a Mutti que has pellizcado a Liesel.
—Y que le has dado azúcar.
Lore deja escapar un suspiro y les tiende el tarro, pero Liesel lo aparta de las manos tendidas de los gemelos.
—No, Lore, es sólo para mí.
Jochen la empuja irritado. Jürgen deja caer las mantas y avanza un paso para colocarse junto a su hermano.
—Tú cállate, Liesel.
—No, tú no puedes, Jüri.
—Y tú no eres nadie para decirnos lo que tenemos que hacer.
—Soy mayor que tú.
—Lore ha dicho que podemos y ella es mayor que tú.
Mutti está a sus espaldas, con la puerta abierta.
Lore siente que el estómago le da un vuelco.
Mutti deja sobre la mesa la comida del granjero, coge una taza y la tira contra el suelo.
Todos guardan silencio ahora. Excepto Peter, que llora. Mutti lo coge y se lo lleva a la silla que hay junto a la pared del fondo. Se sienta de espaldas a ellos.
—Iros a la cama. Tú también, Lore. A dormir.
Mutti deja el fanal encendido, y se queda en la silla hasta mucho después de que Peter deje de llorar. Lore está acostada junto a Liesel y finge dormir. A través de las pestañas observa a su madre, la sonrisa en su boca, murmurándole cosas al pequeño, mientras sus ojos recorren nerviosos la estancia.
Lore recuerda cómo Mutti lloraba, secos los ojos, cuando estaba con Vati de pie en el pasillo. Piensa. Se está acercando. El fin de la espera.
Es de mañana y, por encima del alféizar de la ventana, el sol penetra al interior de la estancia. Mutti permanece sentada en la sombra, frente a la mesa, clasificando sus cosas, decidiendo lo que hay que conservar y lo que debe quemar.
—¿Por qué? ¿Es que viene Vati? ¿Nos volvemos a mudar?
Lore no obtiene respuesta. Lava los utensilios del desayuno, el cubo bajo el rayo de sol junto a la ventana, de espaldas a su madre. Distingue a los gemelos, jugando alrededor de la bomba del agua en el patio, pero no les oye a través del cristal. Liesel está sentada afuera, junto a la ventana, tejiendo unos calcetines al tiempo que mece a Peter en su cochecito. El cristal es antiguo, más grueso en la parte inferior que arriba. Las manos de su hermana forman ondulaciones a medida que trabaja la lana.
A sus espaldas, los dedos de Mutti aletean registrando bolsillos y carteras escolares. Libros, insignias y uniformes, todo apilado sobre la mesa. La madera verde crepita en la estufa. Afuera sopla el viento y los niños juegan sin abrigarse. Dentro hace calor.
Lore va cargando el fuego con las pilas de cosas que hay sobre la mesa y observa cómo su madre repasa las páginas del álbum de fotos. Saca las que son demasiado preciosas para perderlas, tira de ellas con cuidado para liberarlas de las fijaciones blancas de las esquinas y las alinea sobre el edredón que tiene al lado. Luego las envuelve en un trapo limpio y las deposita en un cajón, mientras añade el álbum a las pilas de encima de la mesa. Lore trabaja toda la mañana, observando cómo arden sus prendas y papeles, colocando troncos en torno al tubo de la chimenea a fin de que estén secos para después.
Al principio el álbum de fotos arde mal, es demasiado grueso y tupido para que prenda. El forro azul se vuelve marrón y se curva, y a Lore se le secan los ojos por el calor que sale a través de la portezuela abierta de la estufa. Liesel llorará cuando sepa que su uniforme ha desaparecido y los gemelos preguntarán por sus libros. Mutti contempla la superficie de la mesa vacía, entreabierta la boca, un cigarrillo quemando entre sus dedos. Lore cierra la portezuela de la estufa y abre las rejillas de ventilación: las páginas del álbum prenden y el trabajo se acaba.
Más tarde, con la cucharita del azúcar, Mutti extrae las insignias de entre las cenizas y las envuelve en un pañuelo. Indica a los niños que se queden dentro de la casa y le pide a Lore que salga. Le dice que se lleve a Peter con ella y se aleje por lo menos un kilómetro siguiendo el arroyo, que busque un sitio lo bastante ancho, donde la corriente sea fuerte.
—Sitúate al borde del agua, lejos de la carretera. Y hazlo rápido. Te estaré esperando.
Lore avanza junto al arroyo, con Peter apoyado en la cadera, al tiempo que le habla:
—Nos quedaremos aquí. Hasta el final.
El enemigo no tardará en llegar, pero no tendrá miedo. Será paciente y valerosa, convencida de la victoria final. Vati lo dijo. Pronto acabará. Todo será nuevo otra vez y ella estará preparada. Los ejércitos se desperdigarán por las montañas, el valle se llenará de estruendo y muerte, y poco después llegará la victoria.
Deposita a Peter en la orilla y lanza al agua el puñado de metal. Las insignias se hunden, pero demasiado cerca de la orilla para que la corriente se las lleve. Con sus dedos húmedos y regordetes, Peter señala la más cercana. Los colores del esmalte ya no brillan y el metal está curvado por efecto del fuego de la estufa, pero aun así Lore distingue el símbolo del partido. Se quita los zapatos y los calcetines y se mete en la fría agua para recuperarlas.
Se alejan un poco más, solitarios en los humedales, con Peter cada vez más pesado en la cadera de Lore, canturreando al ritmo de los pasos de ella. Vacía el contenido del pañuelo entre las zarzas de la divisoria con la granja del vecino. Una par de las renegridas insignias rebotan contra las ramas y, a patadas, vuelve a ocultarlas entre la maleza, luego les tira tierra y hierbajos por encima. Se lava las manos en el arroyo y mete los pies de Peter en el rompiente del agua para hacerle reír. El sol les calienta el cabello y las colinas acunan sus voces.
Lore piensa en Mutti, que les está esperando, vigilando. De regreso a la granja, ataja a través de los terrenos amplios y desiertos, con Peter dormido en su brazo, y le susurra:
—Antes de la victoria habrá dolor.
Se prepara para enfrentarse a la sangre y al fuego.
Cuando se presentan los americanos, Lore está restregando patatas ante la ventana.
Los gemelos han vuelto a escaparse del patio, Liesel les ha seguido y Mutti ha salido para llamarlos desde la verja. Lore sabe que su madre ha visto el jeep, pero aun así da unos golpecitos en el cristal, dejando en él un rastro de barro de las patatas. Mutti no se vuelve a mirarla. Estaba llamando a los niños, pero ahora ha callado y observa el jeep que avanza lentamente hacia el patio a través de los pastos.
Cuando los americanos se detienen para abrir la verja de arriba, Mutti da media vuelta y entra.
—Sigue con lo que estás haciendo —le dice a Lore.
Se enjuaga las manos y se las pasa por el cabello, busca en el bolsillo el lápiz de labios y se pone el sombrero y el abrigo.
Lore observa a su madre, pero, si está asustada, lo disimula muy bien. Sale de nuevo y Lore continúa con su tarea: saca del agua marrón las patatas sucias de barro y las deposita dentro del agua clara. Tiene las manos sonrosadas y la sangre le zumba en los oídos. Se concentra en el olor a tierra mojada y en el frío de sus dedos. El pulso le martillea en la garganta.
Cuando los soldados se detienen frente al patio, su madre sale a su encuentro. Dejan el motor en marcha mientras hablan. Mutti permanece erguida, con las manos a ambos lados del cuerpo. Uno de los soldados sostiene una tablilla con unos papeles sujetos mediante una pinza y los va hojeando a medida que Mutti contesta. Otro, apoyado en el jeep, formula las preguntas. El soldado de la tablilla anota algo y luego entrega a Mutti una hoja de papel que ella aproxima a los ojos para leer. Lore deja de restregar patatas. El grupo de afuera guarda silencio, pero el motor sigue en marcha. Mutti le da la vuelta al papel para leer la otra cara y el americano de la tablilla da una patadita en el suelo. Mutti le dice algo. Se pasa una mano por la frente y señala hacia la casa. El soldado apoyado en el jeep se yergue y mira hacia Lore, tras la ventana. El de la tablilla levanta cuatro dedos, pero Mutti niega con la cabeza y levanta cinco. También esto lo anota en la tablilla. Los dos soldados firman los documentos, luego arrancan una copia, la doblan y la sellan dentro de un sobre, que Mutti sostiene con ambas manos ante sí mientras los americanos abandonan el patio sin cerrar la verja al salir.
A pesar de que los críos regresan tarde, Mutti no les regaña. Separan la mesa de la pared y comen juntos, como de costumbre. Alborotados por un sentimiento de culpa y el consiguiente alivio. Liesel suelta risitas y los gemelos no paran de darse patadas por debajo de la mesa. Mutti no comenta nada de los americanos y Lore comprende que se trata de un secreto compartido entre las dos.
Permanece acostada en la cama pequeña con Liesel, cerrados los ojos mientras escucha a Mutti acostarse en la cama grande con Peter y los gemelos y luego apagar la luz. Los americanos son mejores que los rusos. Éstos roban, incendian y hacen daño a las mujeres, la deshonra para todos ellos. En cambio, los americanos han venido con papeles y ni siquiera han registrado la casa.
Lore abre los ojos, reflexiona: el combate podría producirse ahora, en plena noche, como ocurre siempre con los bombardeos.
Se acuerda de las insignias entre las zarzas. Debería haberlas tirado en aguas más profundas, enterrado bajo piedras en el fondo del arroyo.
Lore permanece quieta y escucha, pero no oye disparos, sólo la respiración de su madre. Hasta que ésta no le llega más profunda y prolongada, no se abandona al sueño también.
Mutti dice que está enferma y duerme de cara a la pared. Los niños se quedan sentados en silencio, hambrientos, mientras Lore registra los bolsillos de su madre en busca de algunas monedas. Les dice a los gemelos que se queden dentro y se lleva a Liesel y a Peter a través del patio, y luego suben el corto sendero para comprar comida al granjero.
La esposa coge el dinero que Lore le entrega y les dice que esperen en la puerta. Liesel echa una ojeada furtiva al interior de la casa, aprovechando que la mujer está fuera, y entre susurros habla a su hermana acerca de la estufa enorme y de la bañera de hojalata empotrada en la pared. Mientras Lore observa a la mujer del granjero que regresa del establo, se acuerda de la disposición de su casa en la aldea y, con anterioridad, de la casa familiar en Hamburgo, antes de los bombardeos. Dormitorios empapelados y agua caliente saliendo del grifo. Liesel cuenta que la cocina de los granjeros es agradable, con cebollas y tocino ahumado, y cinco hogazas de pan a punto, junto a la puerta del horno.
—¿Sigue tu madre allí?
—Sí, claro.
—Bien, ¿podrías decirle que mi marido quiere hablar con ella, por favor?
—Claro.
Liesel se debate con Peter en la cadera, de modo que Lore se lo cambia por la cesta de los huevos.
—¿Qué ha querido decir, Lore?
—Nada. Procura que no se te caigan, Lieschen.
—Esa mujer pensaba que Mutti se había ido.
—No es verdad. Y ten cuidado con los huevos. Sujeta la cesta más alto, de lo contrario vas a dar con ella en el suelo.
Mutti aguarda de pie en el umbral, con el camisón puesto. Tiene fruncidos los ojos y el cabello lacio y sin brillo. De un manotazo le coge a Lore la cesta con los huevos y los críos aprovechan para escapar al patio.
—Los niños tenían hambre.
—Han comido pan esta mañana.
—Pero ya no quedaba nada.
Mutti vuelve a acostarse y fuma el último de los cigarrillos que ha estado racionando desde que se mudaron. Las fotos que quedan de Vati están alienadas frente a ella, encima del edredón. Peter dormita y Lore se sienta ante la mesa y llora.
—¿Cuánto tiempo más tendremos que quedarnos aquí?
Se acuerda de las mujeres de la aldea: de las colas delante de las tiendas que parecían grupos que asistieran a un funeral, del tinte que formaba charquitos negros al gotear sus faldas bajo la lluvia de invierno. Dentro de la habitación, el aire es cálido y seco. Denso a causa del humo de los cigarrillos y la enfermedad de Mutti. En Hamburgo, Vati se sentaba en los escalones de la entrada con Lore y retorcía las puntas de los pies dentro de los gruesos calcetines de lana. Llevaba tirantes debajo del uniforme. Los gemelos solían caminar tras él en el jardín, riéndose, observando sus reflejos en las altas botas negras. La guerra pronto acabará. Lore cierra los ojos y desea que llegue el ejército, que empiece el combate final. Contempla el valle a través de su imaginación. Ve las hierbas en los bordes a lo largo de la carretera, la cabeza de las semillas bamboleándose en la brisa. Un pájaro canta por allí cerca. Lo oye, alto y claro, a través del cristal de la ventana.
La piel de Mutti está caliente al tacto, tiene mojado el cabello y las sienes. Levanta el edredón e indica a Lore que entre en la cama. Las fotografías resbalan y caen al suelo.
Lore se siente más segura en la cama, abrigada, protegida. Las lágrimas de Mutti le cosquillean sobre el cuero cabelludo, la húmeda mejilla apretada contra su oreja. Ella mueve los labios, susurra algo, pero no la entiende. Tira del edredón más arriba, sobre los brazos de su madre, que la rodean. Está casi tan delgada como en las fotos de su compromiso, que yacen desperdigadas por el suelo junto a la cama. Lore las mira mientras su madre duerme. Mutti, Vati y Oma[5] en Hamburgo. Frente a la barandilla del Jungfernstieg, con el lago a sus espaldas. Antes de que yo naciera. Sus caras le son familiares, aunque también extrañas. Los tres están sonriendo, sujetándose el sombrero, y el viento tira rígidamente de sus abrigos hacia la derecha.
Mutti sale para el pueblo al amanecer, prometiéndoles pan recién horneado para desayunar, pero no regresa hasta mediodía. Lore se lleva a Liesel y a Peter por el sendero que sale de la verja de arriba para salir a su encuentro. Trae la cesta vacía y lleva abierto el abrigo, que aletea al impulso del viento. Peter llama a su madre, se retuerce en brazos de Lore, pero Mutti no lo coge. Las dos se quedan inmóviles, con los ojos entornados bajo la luz del sol. A su madre el cabello le revolotea frente a la cara y Lore no puede verle los ojos. Informa a sus hijas que la guerra ha terminado. Nuestro Führer ha muerto…
Liesel llora y Mutti le acaricia la mejilla.
—Piensa sólo en lo que luchó por nosotros, Lieschen. Fue un valiente.
Liesel asiente y se frota las lágrimas con ambas manos. Lore oculta el rubor de sus mejillas. Ya no habrá batalla en el valle. No habrá sufrimiento ni sacrificio. Frente a la sensación de alivio que la embarga, experimenta asombro y vergüenza. Respira hondo para combatir su cobardía, para recordar esto eternamente. Este campo, la forma en que están una frente a la otra, en cómo Peter tiende sus manos y Mutti lo coge, lo levanta hacia el cielo y el pequeño sonríe.
Mutti vuelve a ir al pueblo por la mañana y de nuevo regresa sin comida. Se mete en la cama y allí se queda. Los niños están hambrientos y nerviosos y Lore los manda fuera, pero juegan sin entusiasmo y no tardan en entrar otra vez. A media tarde, Lore registra una vez más los bolsillos de su madre y se lleva a Peter y a Jürgen a comprar comida, esta vez a la granja vecina. Consigue pan y chucrut y un huevo para cada uno que Lore lleva dentro de los bolsillos. Carga a Peter sobre los hombros, pero es demasiado alto para el pequeño, que se agarra a sus orejas a fin de no dar bandazos. Jürgen camina delante y los dos cantan bajo la luz del atardecer, mientras regresan a casa a lo largo del arroyo. Lore observa a su hermano marchar delante de ella. Visto desde atrás, su cabeza es la versión en miniatura de la de su padre, más suave, con el mismo remolino de cabello en la coronilla. Entonces se vuelve hacia ella y durante un rato camina hacia atrás, dando brincos para no tropezar.
—¿Cuándo se irán los americanos?
—No lo sé, Jüri. Pronto.
Empieza una nueva canción y su hermano da media vuelta, de cara al frente, y al ritmo de la melodía pisotea la alta hierba ribereña. Lore observa el reflejo de los tres en las oscuras aguas. Se ve como una giganta, con la cabeza llena de bultos. Peter se ha quedado dormido sobre sus hombros y ha caído hacia delante, apoyada la mejilla sobre la oreja de ella.
El hijo del granjero está en la verja de abajo, aguardándoles. Bajo la escasa luz, Lore no logra ver su expresión. Le dice a Jüri que se adelante con Peter y que la espere en la verja de arriba. El hijo del granjero se queda dando pataditas en la cerca con la punta de la bota hasta que los niños han pasado y no le pueden oír. Luego se inclina hacia Lore:
—Los americanos van a meter a tu madre en la cárcel.
—No es verdad. Ya vinieron y ni siquiera entraron en casa.
—Ella ha recorrido el pueblo pidiéndole a la gente que os acoja. Pero nadie ha querido.
—Mentira. No eres más que un pequeño granjero que no sabe nada de nada.
—Nadie os quiere por aquí. Volveremos a recuperar la casa donde estáis, ya lo verás. Tan pronto como metan a la puta nazi de tu madre en prisión.
Lore le da un empujón, pero él ni siquiera se tambalea. En cambio, al devolverle el empujón lo hace con tal fuerza que Lore cae sobre su costado y dos de los huevos crujen bajo el peso de su cadera. Ambos se quedan inmóviles unos instantes, luego el hijo del granjero se adelanta un paso tendiéndole la mano para ayudarla a levantarse. Sin embargo, en ese momento se oye un fuerte golpe y el muchacho suelta una exclamación, al tiempo que se aparta con brusquedad. Algo ha caído sobre la hierba, cerca de Lore. Otra cosa pasa volando junto a su cabeza y golpea contra la pierna del muchacho, que vuelve a soltar una imprecación. Entonces se vuelve hacia los pastizales y descubre a Jochen en la penumbra, haciendo puntería con una tercera piedra. Jüri está de pie a su lado.
—¡Deja en paz a nuestra hermana!
El hijo del granjero se seca la sangre de la oreja con la manga. Lore se levanta y corre a través de la verja hacia los gemelos. Jochen lanza su piedra y acto seguido los tres suben corriendo por los pastizales en busca de Peter que, sentado junto a la verja de arriba, lloriquea y succiona la costra de pan que Jüri ha arrancado de la hogaza para él. Lore lo recoge del suelo y carga con una hogaza debajo del brazo libre. Jüri lleva el resto del pan y Jochen el repollo.
—¿Por qué te dio el empujón, Lore?
—¿Cómo quieres que lo sepa, Jüri? No es más que un estúpido.
En medio de la oscuridad, avanzan a trompicones por el terreno irregular. Los huevos rotos han traspasado el vestido de Lore y nota su frialdad contra la pierna.
—Se han chafado un par de huevos al caer. Le diremos a Mutti que he tropezado en la oscuridad, ¿vale?
—¿Por qué no podemos contarle lo del hijo del granjero?
—Porque lo digo yo, Jochen.
Están ya cerca de la casa y discuten entre susurros. Jüri empuja a su hermano y los dos echan a correr a través del corral. Ella deposita a Peter en el suelo, junto a la bomba del agua, y antes de entrar limpia lo más aparatoso del estropicio de los huevos.
—Tengo que irme, Lore.
Mutti ha hecho salir a los niños y se está abrochando el abrigo. De debajo de la cama saca una pequeña bolsa en la que ya ha metido sus cosas.
—Tendrás que llevar a los niños a Hamburgo. Aquí tienes la dirección de Oma. En Rosenstrasse. Reconocerás la calle en cuanto la veas, estoy segura.
Le ha trazado un plano.
—La línea 28 a Mittelweg por el puente. ¿Recuerdas la parada? A la izquierda en cuanto bajes y luego la primera a la derecha. ¿La casa grande y blanca, con azulejos en la escalera? Hace sólo dos años. Puedes preguntar al conductor del tranvía si no estás segura.
En el plano marca una cruz donde vive Oma.
—Aquí tienes algo de dinero y unas pocas joyas. Utilízalo para coger el tren. Tan pronto como podáis. ¿Entendido?
Su madre se está quitando el anillo de boda.
—Usa primero el dinero. No podrás escribirme, al menos por ahora. Ya os escribiré yo a Hamburgo. En cuanto me sea posible.
Lore asiente, aunque las palabras de su madre carecen de sentido para ella.
—Todos tenemos que ser muy valientes ahora.
Se quedan de pie, con el trozo de papel entre las dos, sobre la ancha mesa.
—¿Irás a la cárcel?
—No debes preocuparte.
—No quiero que vayas.
—Es un campo de refugiados.
—Ya lo sé.
—No es una cárcel. Las cárceles son para los delincuentes.
—Sí.
—Todo está cambiando.
Mutti da un beso a Peter, que duerme tendido en la cama grande. Después besa a Lore, y su piel huele a jabón. Abre la puerta y el olor a sol de afuera entra cuando ella se va.
Lore se queda a solas durante casi una hora mientras Peter duerme. Cuenta el dinero y mira los billetes que tiene ante sí, sobre la mesa. Todo está cambiando, piensa, y calcula cuántos huevos podría comprar con el dinero, cuántas hogazas de pan. Intenta calcular cuánto les llevará llegar a Hamburgo. Veinte minutos para ir de la aldea a la escuela, y eso eran cuatro kilómetros. Cuarenta minutos para el mercado del pueblo vecino. Nueve kilómetros. Pero Lore sabe que los grandes trenes son más rápidos. Piensa en el viaje hacia el sur desde Hamburgo. Entonces era muy pequeña, no consigue recordarlo. Un día, dos. Probablemente tres. Peter se despierta y le da una costra de pan y agua. Es hora de preparar la cena para los niños; pronto oscurecerá y volverán a casa hambrientos. Cuando Peter llora, le mete los deditos en el azúcar y luego en la boca.
Por la noche juntan las camas, a fin de poder estar todos cerca en la oscuridad. Los gemelos no se acuerdan de la abuela. Lore enciende unas velas y les enseña unas fotos que Mutti no quemó: una de Oma sosteniendo una taza de café en la mano, en la galería; y otra de hace mucho tiempo, de joven, con Opa,[6] que murió en otra guerra. Lore les describe la casa, las habitaciones separadas que conducen a unos pasillos largos y frescos, con amplios suelos de oscura madera. Les habla mediante susurros, hasta muy tarde por la noche.
No le preguntan por el campo de refugiados, no parece preocuparles en absoluto. Y sólo Peter llora. Lore le acuna en la oscuridad y piensa que quizá todo tenga sentido. La guerra se ha perdido. Los americanos tienen campos de refugiados, no cárceles. Para gente como Mutti, que no ha cometido ningún delito.
Piensa en su padre, se pregunta qué estará haciendo ahora que la contienda ha terminado. Peter dormita apoyado contra su pecho y Lore vuelve a examinar las fotos. Quiere ver una de Vati antes de dormirse. Pero las que encuentra le provocan más desasosiego que tranquilidad. Todas son de hace muchos años, de mucho antes de la guerra. En ellas no semeja su padre, sino más bien un hermano mayor, un joven anónimo, vestido de paisano. Lore está cansada, los párpados le pesan, vuelve a tener hambre.
Los niños duermen y ella sueña que los americanos regresan y registran los matorrales junto al arroyo, las cenizas de la estufa… Le arrebatan a Peter, lo meten en la parte trasera del jeep y se alejan veloces por los campos sembrados.
El granjero viene temprano, esta vez con su mujer. Los niños se quedan en la puerta, detrás de Lore. La esposa es la primera en hablar:
—¿Tenéis algún sitio a donde ir?
—Ellos no pueden quedarse aquí.
—Nos vamos a Hamburgo.
—¿A Hamburgo?
—Con nuestra Oma. Mutti le avisó que iríamos.
—Ellos no se pueden quedar aquí.
—¿Sabe ella que vais a ir?
—Mutti le escribió.
—Pero si no hay correo, criatura.
—Ella nos está esperando.
—¿Y cómo pensáis llegar allí?
—En tren.
—Quieren irse a Hamburgo. Déjalos que se vayan.
—Pero no hay trenes, Sepp. No hay correo ni trenes, criatura.
—¿Acaso quieres que se queden aquí?
—Ya hemos empezado a hacer el equipaje.
Lore deja a los niños a cargo de Peter. Camina hasta la carretera donde consigue que un granjero la lleve hasta el pueblo. La deja en la estación de trenes, pero le advierte que no hay trenes.
—¿Cómo podemos entonces llegar a Hamburgo?
El hombre de la estación le dice que debe obtener permiso de los americanos; que el último transporte oficial pasó por allí hace dos semanas. Lore empuja el torniquete que da paso al andén. La estación está desierta. Se agacha cerca de las vías y mira a lo largo de la línea férrea, más allá de la larga curva de la estación, hacia el norte, lejos del pueblo. Ignora lo que hay a continuación. Otro valle. Posiblemente una ciudad. Los hierbajos ya han crecido altos entre las traviesas.
Desde la ventana de la estación divisa un tanque aparcado más adelante en la calle. Hay soldados que llevan sus armas colgadas del hombro, de pie, fumando y hablando bajo el sol. A Lore le pica el cuero cabelludo. No quiere pedir permisos. Mutti sólo les dijo que debían marchar a Hamburgo. No comentó nada de pedir permiso a los americanos.
De la pared cuelga un mapa de Alemania y Lore traza con el dedo una línea hacia el norte, que va de Ingolstadt a Nuremberg y luego sigue por Kassel, Gotinga y Hannover. Después de esto está Hamburgo… Memoriza el nombre de algunos pueblos y ciudades intermedias. Luego se aparta del mapa y recita en silencio para sí: Ingolstadt, Nuremberg, después de Frankfurt a Kassel, Gotinga, a continuación Hannover. Y luego Hamburgo.
Entra en el pueblo en busca de comida, pero las tiendas están cerradas: se han agotado ya las existencias para ese día. Busca el camino de vuelta a la carretera y reinicia la larga caminata de regreso a la granja.
Lore vuelve al pueblo por la mañana. Sale temprano para llegar a la panadería antes de que se acabe el pan. Hace cola en silencio con las mujeres y compra cuanto puede. Luego recorre las granjas de los alrededores, tras salir del pueblo por el sendero que pasa por detrás del molino, a fin de evitar a los soldados. Antes de llamar a las puertas, esconde las bolsas de comida entre los setos. No hay carne ni tocino pero consigue otras dos hogazas de pan, cuatro huevos y una botella de leche, un saquito de grano molido, y también una bolsa de zanahorias y otra de manzanas.
Ya de regreso en la granja, prepara una bolsa para cada uno de sus hermanos y coloca las cosas de Peter en el cochecito. Una manta por cabeza, además de calcetines y medias, zapatos, ropa interior, una muda de ropa y tres pañuelos. Llevarán puestas las botas, así como los abrigos de verano, y tienen los impermeables, por si llueve. Divide las piezas de ajedrez de los gemelos y las distribuye en las bolsas que llevarán los dos. Para Liesel coge una muñeca y para ella escoge un libro. También incluye el fajo de fotos que hay en el cajón y lo mete dentro de su bolsa. Ha envuelto dinero, el plano y las joyas que Mutti le dio con otros pañuelos, los lleva cosidos bajo el dobladillo del delantal.
Hacia mediodía, los niños regresan hambrientos, y Lore les hace sopesar a cada uno su bolsa para probar si pueden con el peso. Todos están emocionados. Brincan por el corral con sus carteras escolares y sus mochilas, bailan sobre la cama, impacientes por partir. Lore ve que las bolsas pesan demasiado, así que saca los zapatos y los ata en el lateral del cochecito de Peter. Mientras comen, Lore se da cuenta de que hay que llevar cuchillos, platos y tazas. Mete vajilla y cubiertos dentro de una funda de almohada limpia y también la anuda al manillar del cochecito.
—¿Qué vamos a decir, si los americanos nos preguntan?
—Que nos dirigimos a Hamburgo.
—¿Y quién vive en Hamburgo?
—¡Mutti y Oma!
Los niños están sentados en la cama grande mientras Lore los pone a prueba. Responden a coro felices, mientras se comen las manzanas que supuestamente debían guardar para el viaje.
—¿Tenemos que decir algo sobre el campo de prisioneros?
—No.
—¿Por qué?
—Porque los americanos nos meterían en la cárcel.
—Bien.
Liesel frunce las cejas, al tiempo se hace nudos con las coletas debajo de la barbilla.
—¿Entonces no vamos a ir con Mutti, Lore?
—Mutti está en un campo de prisioneros, tonta.
Jochen la pincha con el dedo y Jüri se ríe.
—Los americanos tienen unas cárceles especiales para niños, unos sitios horribles.
—Yo no quiero ir a la cárcel, Lore.
—No irás…, si eres buena.
Todos tienen calor con sus abrigos y las bolsas resultan demasiado pesadas. Los zapatos bailan como locos en el cochecito de Peter y los platos entrechocan ruidosos dentro de la funda de almohada cada vez que el cochecito pasa por encima de una piedra. Lore está aturdida, poco preparada y muerta de calor. El cabello se le pega a la cara. Conduce a los niños campo a través, por senderos de tierra, por lo alto de una colina y luego por el valle. Se está haciendo tarde y comprende que no podrán ir muy lejos antes de que anochezca, pero quiere poner la mayor distancia posible entre ellos y la granja. Alejarse de los americanos, del arroyo y de las insignias ocultas entre las zarzas.
A Peter no le gusta tanto traqueteo y tanto alboroto. Mira irritado a Lore, sujeto con sus rechonchos dedos a los laterales del cochecito. Frunce la cara. Lore grita a los niños que se detengan. Peter empieza a llorar y ella les quita los abrigos, vuelve a empacar las bolsas. Empezar otra vez.
Lore y Liesel se turnan ahora en llevar a Peter en brazos y el niño no para de balbucear cosas a sus hermanas mientras caminan. Los muchachos empujan el cochecito, cargado ahora con las bolsas. Lore empieza una canción y Liesel la acompaña. Los gemelos marchan delante y sus voces viajan hacia atrás por el aire caliente. Pasan ante otra granja, luego ante una serie de edificios anexos y más adelante frente a un pequeño granero, a cuya sombra descansan un rato. Cuando vuelven a ponerse en marcha, Lore promete a los niños que al llegar a la carretera pedirán a alguien que los lleve.
Observa a los gemelos, que ríen y jadean mientras suben por una cuesta en el camino. Lore sabe que la pendiente de bajada será mucho más empinada y larga que la de subida. Cuando ella y Liesel están a mitad de la cuesta, los gemelos inician ya la bajada. Dan un empujón al cochecito y echan a correr. El cochecito rebota sobre las piedras y los platos traquetean. Lore les grita que frenen pero ellos no le hacen caso. Le da el niño a Liesel y trota hacia lo alto de la cuesta. Oye cómo los platos chocan unos con otros. Vuelve a llamar a los gemelos. Jüri se da vuelta, la saluda con la mano y sigue corriendo con su hermano. Uno de los zapatos que se bambolean queda atrapado en la rueda y el cochecito se desvía hacia la izquierda. Jüri pierde el equilibrio. Las piernas le fallan y, para no caer, intenta aferrarse a Jochen, que todavía se sujeta al cochecito. Sin embargo, con el tirón de su hermano, Jochen cae al suelo, el cochecito vuelca y todo su contenido se desparrama y sale rodando pendiente abajo, hasta perderse entre los sembrados.
Liesel ha llegado ahora a lo alto del promontorio y se ríe al ver a sus hermanos caídos de bruces en el camino. Peter suelta risitas entrecortadas y se agarra a las mejillas de su hermana. Lore corre por la pendiente en dirección a los gemelos. El cochecito está volcado sobre un lateral, las ruedas todavía girando. Jüri se ha torcido un tobillo y llora. Jochen está recogiendo las cosas. El saquito de grano molido ha estallado y su contenido se ha desperdigado por encima de las piedras y el polvo.
Lore endereza el cochecito y saca su zapato de entre los radios. La piel se ha roto y la rueda combado. Lanza con fuerza el zapato contra los gemelos pero el lanzamiento se queda corto. Lo recoge y pega a los chicos en los brazos. El sol calienta y ella está sudando. Jüri vuelve a llorar ahora y Lore pega a Jochen en las piernas hasta que empieza a chillar. Les grita a ambos que se callen, y Jüri se queda tendido sobre el polvo, llamando a Mutti entre sollozos. Lore se despoja del abrigo y tiene que hacer grandes esfuerzos para reprimir las lágrimas.
Liesel le canta a Peter, rojas las mejillas y negros y húmedos los ojos. Lore se seca la cara con el delantal y remueve dentro de la bolsa de Jüri. Rasga una de las camisetas de su hermano para hacer tiras y, con extremo cuidado, le desata los cordones y le saca la bota. Tiene el tobillo hinchado, pero no parece muy grave. Lore se lo venda con fuerza y el chiquillo camina renqueante arriba y abajo frente a ella para probar. Dice que cree que podrá andar, pero Lore le contesta que eso no importa, que van a retroceder hasta el granero y pasarán allí la noche. Jüri se sienta a su lado. Ella le atrae hacia sí y él oculta el rostro entre sus manos.
Lore lleva a Jüri a cuestas por la carretera. Comen el resto de las manzanas bajo el aire frío de primera hora de la mañana y el chiquillo mastica sonoramente junto al oído de Lore. Ésta tiene las mejillas irritadas por el frío de la noche. Todos han dormido mal bajo los abrigos y los impermeables, demasiado conscientes de los ruidos nocturnos a su alrededor. Lore sabe que no llegarán muy lejos si hoy siguen caminando. Descubre una carreta delante y les dice a los niños que esperen mientras corre a preguntar si pueden llevarlos.
El anciano se niega a que le pague algo a cambio y hace señas airadas a su mujer.
—¡Pero si ella accede a darnos su dinero!
La joven esposa va sentada encima de unos baúles y cajas de embalaje y se ríe al mirar a Lore.
—Vosotros sois del norte, ¿verdad?
Lore le sonríe por educación. La mujer también le sonríe, pero sus ojos son penetrantes, escrutadores.
—Lo he reconocido por tu voz. ¿Dónde están vuestros padres? ¿Tu Vati está en el ejército?
Lore asiente, evitando la mirada inquisitiva de la mujer mientras aguardan a que los niños los alcancen. Jochen saluda al anciano cuando llega junto a la carreta y la esposa vuelve a reírse. Con más fuerza y estridencia esta vez. Lore da un respingo y la joven se vuelve hacia su marido.
—Son niños nazis del norte.
El marido se encoge de hombros. Jochen frunce las cejas, confuso ante la risa burlona. Se vuelve a mirar a Lore, pero ésta no le hace caso. Sabe que la mujer la está observando mientras apilan sus cosas en la carreta.
—¿Y dónde está tu madre, pues?
Lore contesta que en Hamburgo pero, convencida de que la mujer no la ha creído, se entretiene con Peter, que está llorando en el cochecito.
—Bueno, todos no cabéis. Tendréis que subir por turnos, como hacemos nosotros.
Lore se siente incómoda, azorada con las atenciones de la joven, y el ardor le sube a las mejillas. Hace espacio para Jüri cambiando de sitio un grueso fardo de ropa y le ayuda a subir a la carreta procurando no lastimarle el tobillo.
El anciano camina junto al buey, de cara a la carretera que tiene al frente, y la joven esposa se sienta encima de sus pertenencias, de espaldas a ellos. Liesel va en la carreta con Jüri y Peter. Lore camina con Jochen, empujando el cochecito. Éste se desliza de forma asimétrica sobre la rueda combada dando tumbos al ritmo de los cascos del buey. Al cabo de un par de horas, Jochen empieza a dar muestras de cansancio, pero Lore no se atreve a pedir el cambio de sitio con los niños que van en la carreta. Prefiere evitar cualquier tipo de conversación.
El valle se ensancha y se vuelve más llano, y las granjas aparecen desperdigadas por el campo. Lore llena uno de los tazones que les quedan en una fuente que hay junto a la carretera. Los niños comparten el agua y Jochen corre para llenar el tazón otra vez y así poder beber más adelante. Camina rápido hasta darles alcance, presionando con la mano encima del recipiente, y lo entrega a su hermano para que lo cuide.
Después de mediodía, el anciano detiene la carreta y deja que el buey paste a un lado de la carretera. La mujer saca de los bolsillos pan y huevos duros. Observa a Lore mientras ésta reparte la comida entre los niños.
—¿Lo habéis robado?
Lore niega con la cabeza; le zumban los oídos. Ablanda un trozo de pan con el resto del agua para dárselo a Peter. Los niños frotan la tierra de las zanahorias con unos puñados de hierba, y entre todos se comen una hogaza entera. Han consumido ya casi la mitad de las provisiones.
A última hora de la tarde, adelantan a otros pequeños grupos de gente en la carretera. Lore va sentada en la carreta y los observa al pasar. Hay quienes empujan carretillas de madera con sus pertenencias apiladas, pero la mayoría cargan grandes bultos atados a la espalda. Otros, procedentes del campo, se van sumando a los de la carretera. La gente no se saluda. Mantienen los ojos bajos y mirando al frente mientras caminan y se apartan en silencio para dejar paso a la carreta tirada por el buey. Jochen duerme apoyado en las piernas de Lore y Peter sobre su pecho. Liesel lleva a Jüri a cuestas para que descanse el tobillo. La presencia de las casas es cada vez más frecuente a ambos lados de la carretera.
En las afueras del pueblo, la mujer conduce la carreta hacia un arroyo para que el animal pueda beber. Lore y Jochen cambian su sitio con Liesel y Jüri y siguen andando, la cara de Jochen todavía inexpresiva a causa del sueño. Al llegar a un cruce de caminos, la mujer detiene la carreta.
—Bajaros. Hay aquí un comedor de beneficencia y sitio para dormir. Nosotros pensamos seguir de noche, así que será mejor que entréis en el pueblo.
Observa al grupo mientras Lore baja los bultos de la carreta y los entrega a los gemelos.
—¿Tenéis mantas?
Lore asiente. La mujer abre sus carteras y extiende dos mantas en el suelo. A continuación vacía el contenido de las bolsas encima de las mantas y le dice a Liesel que se agache. Le enseña a Lore cómo atar la manta alrededor de los hombros de su hermana para formar un atado.
—Así es mucho más fácil de transportar. Y además podréis taparlo con los impermeables si llueve.
La mujer sonríe mientras habla, pero Lore tiene la sensación de que se está burlando. El anciano lanza las bolsas vacías de los gemelos a la carreta y a continuación su joven esposa sube llevándose la bolsa de Liesel. Los niños les observan marchar, mientras Lore se ata a la espalda el segundo bulto.
—Creo que será mejor no hablarle a nadie de Mutti y Vati.
—¿A nadie?
—¿Ni siquiera a los que no son americanos?
—A nadie.
—¿Por qué?
—Porque de esta manera estaremos más seguros, Jochen.
Hay más gente cargada con bultos y carretillas que se encamina hacia el pueblo. El sol del atardecer proyecta en la carretera sus largas sombras a sus espaldas. Lore se alegra de alejarse de la mirada crítica de aquella mujer. Busca razones más convincentes para mentir acerca de Mutti y Vati, pero los niños no se las piden. Jüri avanza cojeando, Peter bosteza en brazos de Liesel y Jochen camina dando brincos delante del grupo. Lore se relaja; confía en el silencio de sus hermanos.
Lore está desorientada pero no quiere preguntar si van por buen camino; le preocupa que eso invite a hacer preguntas. Sin embargo, también le preocupa ir en una dirección equivocada. En sólo tres días se han quedado sin comida y el cuarto día emprenden el camino sin haber desayunado. A primera hora de la tarde, el hambre silenciosa obliga a Lore a buscar puertas donde llamar.
Mientras compra leche y pan, le pregunta a la mujer por la carretera que se dirige al norte. La mujer ve las monedas de mayor valor y, en vez de devolverle el cambio, le da un trozo de tocino del tamaño de un puño. Lore no se lo discute.
—¿A qué parte del norte queréis ir?
—No muy lejos.
—¿Y bien? ¿Nuremberg? ¿Frankfurt? ¿Berlín?
—Cerca de Nuremberg. No muy lejos.
—Bueno, esto es bastante lejos. ¿Vais en carreta?
—No.
—¿Andando?
Lore asiente.
—En fin… Pues seguís una dirección equivocada. Por esta carretera llegaríais a Stuttgart. Hasta los franceses, si fuerais más lejos.
Lore vuelve a asentir.
—Al otro lado de ese campo, el segundo, tenéis que seguir el arroyo. Ya veréis las vías del tren. Al cabo de un rato, éstas cruzan una carretera que se dirige al norte. Allí volveréis a estar en dirección a Nuremberg… Y procura dar la leche al pequeño.
Lore reparte la comida y ésta se agota en cuestión de unos minutos. Avanzan con esfuerzo campo a través, empujando el cochecito. A última hora de la tarde llegan a las vías del tren y vuelven a tener hambre. No hay ninguna casa a la vista.
Lore no logra dormir. Yace junto a los niños, acurrucados bajo los impermeables. La noche es oscura e interminable, fría, y nota el suelo duro bajo las caderas, contra los omóplatos. Peter llora. Los otros se mueven, se sientan, Jochen se pone en pie, envuelto en abrigos y mantas, los dientes le castañean. También está llorando.
No esperan hasta la mañana. Empiezan a caminar antes de que amanezca.
Entran juntos en el pueblo, pero los niños están cansados y avanzan con lentitud, de modo que Lore los deja junto a la desierta estación de ferrocarriles y les promete que regresará con comida. Le duelen los hombros de tanto empujar el cochecito y el estómago la martiriza. Peter lleva horas llorando y Lore experimenta cierto alivio al alejarse de su llanto. La mañana es calurosa, y al llegar al centro del pueblo nota seca la garganta.
Bebe de la fuente que hay en la plaza mayor, se detiene a la sombra de un árbol y observa en busca de un sitio donde comprar comida. Ninguna de las tiendas está abierta, pero un grupo de personas se ha reunido junto a otro árbol, situado a unos veinte metros de ella. Lore las observa a través de la reverberación de las losas. Permanecen quietas unos instantes y luego se desplazan, mientras llegan otras personas que ocupan su lugar. Sobre el nuevo grupo se cierne el silencio, denso como el aire, caliente que la impulsa a cruzar la luminosa plaza. Dos ancianas vestidas de luto están a la izquierda, en la parte más cercana al árbol, y Lore se desliza en el espacio que hay entre las dos.
En una larga tabla clavada al árbol han pegado unas fotografías grandes, algo borrosas. El grupo permanece en silencio a un paso de las fotos, como si mantuviera una distancia sistemática. Lore divisa al frente la foto de un montón de basura, o puede que sean cenizas. Se inclina para verla de cerca y piensa que quizá sean zapatos. Debajo de cada fotografía aparece el nombre de un lugar. Uno de esos nombres suena a alemán, pero los otros dos, no. Todos desconocidos. Bajo las fotos, la cola todavía está húmeda, el papel se ha arrugado y las imágenes se ven borrosas. Lore las mira frunciendo los ojos, frustrada, acalorada en medio de la silenciosa aglomeración. Se adelanta frente al grupo y con la palma de las manos alisa las húmedas arrugas. A sus espaldas se inicia un cuchicheo que se extiende por todo el grupo.
Lo de las fotos eran esqueletos. Lore lo descubre al apartar las manos y tirar de las mangas sobre las palmas húmedas por la cola. Hay centenares de esqueletos: caderas, brazos y cráneos entremezclados. Algunos tendidos en un vagón de tren abierto, otros en un hoyo poco profundo excavado en el suelo. Lore contiene el aliento, aparta la vista y descubre la siguiente fotografía: cabellos y piel, pechos desnudos. Retrocede un paso, atrapada por el muro de gente.
Personas. Tendidas desnudas en hileras. La piel tan delgada como el papel les cubre los huesos. Montones de gente muerta, sin que les cubra prenda alguna.
Junto a Lore, un anciano carraspea. El grupo se desplaza y la va empujando de lado, junto con las demás personas allí concentradas. Encerrada en medio de espaldas calientes, mangas y hombros, con olor a cigarrillos y a lana.
Las dos ancianas han vuelto a colocarse a su lado. Una leve presión bajo los brazos, empujándola a lo largo de la hilera de fotos, hasta el borde del grupo. La última foto es más nítida: un hombre caído contra una alambrada de púas. Lleva un pijama con la chaqueta abierta y Lore puede verle las costillas. Los pantalones se le arrugan al atárselos alrededor de la estrecha cintura y sus tobillos semejan unos enormes puños de hueso al final de unas piernas sin carne. Los ojos del hombre son unas sombras negras. Mantiene la boca abierta y las mejillas se le hunden porque le faltan los dientes.
Las ancianas siguen avanzando, empujando con suavidad a Lore lejos de las fotos, lejos del árbol. Una a cada lado, la cogen de los brazos y la invitan a seguir, a salir de la plaza, de vuelta a la carretera. Tras ellas, el grupo vuelve a distribuirse en silencio, cerrando el hueco que acaban de dejar. Lore mira a su alrededor, pero nadie las está mirando. La gente ha vuelto su muda atención a las fotos pegadas en la tabla.
La anciana situada a la derecha de Lore mantiene un pañuelo apretado contra la boca y no dice nada. La otra la insta a seguir hacia la carretera. También ella está muy delgada. Sus manos huesudas sueltan el codo de Lore y le da unas suaves palmaditas en el brazo.
—Vuelve a casa, criatura. Vete enseguida. Aquí no hay nada que debas ver.
Lore sigue caminando, no mira hacia atrás. Tiene calor, se siente débil, no ha comido nada desde el día anterior y ya casi es por la tarde. Se sienta en el lateral de la carretera y piensa que tiene que conseguir algo de pan, ir en busca de los niños, seguir caminando. Algo para comer. Reposa la frente sobre las rodillas, cierra los ojos con fuerza. Tras los párpados ve las fotografías del árbol. Es posible que aquella gente no tuviera comida y se hubiese muerto de hambre. No logra recordar los nombres de los sitios anotados debajo de las fotos, ni siquiera conoce el nombre del pueblo donde está ahora. Lore repite de nuevo la ruta hacia el norte, cerrados los ojos, la cara inclinada hacia el cielo. El sol quema sus mejillas mientras intenta recordar si el hombre de la última foto tenía los ojos abiertos o cerrados. Se pregunta si estaría muerto; si es posible morir con los ojos abiertos. Recita para sí, de Ingolstadt a Nuremberg, luego, pasado Frankfurt, a Kassel, Gotinga y, más adelante, Hannover hasta Hamburgo. La foto de aquel hombre fue tomada en algún lugar de Alemania.
—Ten, bebe.
De pie ante ella hay una mujer joven, con un vasito de leche.
—¿Cuándo fue la última vez que comiste? Bébetelo, criatura.
Lore coge el vaso y bebe. La mujer le mete un trozo de pan viejo en la mano, le coge el vaso vacío y vuelve a entrar en su casa. Lore come, tragando la costra mediante dolorosos bocados, y permanece sentada, con los ojos cerrados, hasta que el dolor de estómago desaparece. Piensa en los niños, no sabe cuánto tiempo ha transcurrido desde que se fue y llama a la puerta de la mujer.
—Necesito un poco de comida. Para mis hermanos y hermanas… Uno es casi un bebé.
—No tengo nada más.
—Por favor, estamos hambrientos y no tenemos donde dormir.
La mujer parece asustada. Lore teme que vaya a cerrarle la puerta.
—Podemos pagar.
Le ofrece una moneda y la mujer vacila. Cuando por fin contesta, el rubor le cubre la cara.
—¿No tienes alguna otra cosa? Que no sea dinero.
Lore abre un poco la bolsa del pañuelo cosido en el delantal y le tiende un puñado de las pertenencias de Mutti. La mujer las mira fijamente, luego remueve las joyas con dedos ansiosos. Da un golpecito al broche de Mutti, a los pendientes de perlas, y al final elige el anillo.
—Con esto puedo comprarte algo de comida.
Lore se estremece.
—¿No prefiere los pendientes?
La mujer niega con la cabeza. La mira de reojo.
—Si compartes la comida conmigo, dejaré que os quedéis.
Cuando Lore llega con los niños, la mujer les está esperando. Aguarda de pie ante la puerta y les sonríe a todos. Su hijo pequeño se esconde detrás de la falda de su madre.
La mujer les ofrece un cuenco del agua humeante que calienta sobre la estufa y trapos limpios para que se laven. Se disculpa por no tener jabón. Lore restriega el cuello de los gemelos y peina el cabello a Liesel. La mujer hace mimos a Peter y lo baña con su hijo. Cuando oscurece les pide prestado el cochecito y les dice que estará de regreso más o menos dentro de una hora.
—Aquí hay toque de queda, ¿sabes? Debéis quedaros dentro de la casa.
Los gemelos todavía están enfadados porque su hermana les haya dejado solos tanto tiempo. La miran con severidad y Liesel se acerca, tironeando del extremo de sus trenzas, al tiempo que susurra:
—¿Por qué no podemos ir y quedarnos con Mutti en el campo de refugiados?
El hijo pequeño de la mujer les está mirando, tímido, en silencio. Lore se enfurece con Liesel, piensa que tal vez la haya oído. Tira de su hermana hacia la ventana y le sisea, casi rozándole la cara:
—No debes hablar de esto y tú lo sabes. Como vuelvas a hacerlo te las verás conmigo, ¿entendido?
Liesel frunce la cara y Peter empieza a llorar cuando Lore lo coge en brazos.
La mujer regresa con algunos víveres ocultos dentro del cochecito de Peter. Lore no cree que traiga gran cosa, dado que todo cabe debajo del colchón. Se le hace un nudo en el estómago.
La mujer se encoge de hombros, pero al cabo de un rato le dice a Lore que lo lamenta. Luego prepara la cena y comen todos juntos. Su hijo observa en silencio a Lore y a los gemelos mientras mastica. Cuando termina su ración, la mujer le da la sopa que a ella le quedaba en el plato. Y cuando se la termina, lo sienta en su regazo. Luego canturrea bajito para sí, mientras observa cómo el muchachito reclina la cabeza contra su brazo.
Lore está cansada. Cierra los ojos y come poco a poco, reteniendo la comida sobre la lengua antes de tragar. Le gustaría preguntar por las fotografías expuestas en el árbol. Si la mujer sabe dónde conseguir comida, quizá sepa también qué les ha ocurrido a todas aquellas personas. Pero cuando habla, la mujer coloca el índice sobre los labios y señala a su hijo, que se ha quedado dormido.
Lore limpia la mesa y la mujer tiende unas mantas en el suelo de la cocina, coge en brazos a su hijo y sale de la estancia. Al ver que no regresa, Lore da por sentado que se ha ido a la cama y dice a sus hermanos que se acuesten también.
Lore junta los víveres formando dos montones sobre la mesa de la cocina. Coloca aparte media hogaza de pan para la mañana y elige la bolsa de harina para dejársela a la mujer. Luego reflexiona un momento y decide dejar un poco de carne también. La mujer ha sido amable, no ha hecho preguntas y le dio la leche que debía de guardar para su hijo. Divide lo que queda entre los bultos de los demás y, mientras los niños duermen, se sienta a la mesa y calcula lo que debe ser una ración. Si es estricta en el reparto, la comida puede durarles tres días.
Apaga la vela y apoya la cabeza sobre la mesa. Vuelve a soñar con los americanos. Los soldados se comen todo el pan y lanzan el resto de comida dentro del jeep. Esta vez le dejan a Peter, pero nada con que alimentarlo. Lo siente delgado y leve entre sus brazos. Lo deposita con suavidad en el suelo, junto a los otros niños. Todos están desnudos. Sus huesos tan frágiles como las alas de un pájaro.
Los niños están cansados, como apagados. Lore tiene que decidir cada mañana en qué dirección hay que caminar, qué bifurcación elegir en la carretera, dónde detenerse para pasar la noche, cuándo comer. Todos aguardan en silencio mientras toma las decisiones. Se ponen en marcha cuando se lo indica y se paran cuando se lo dice. Sólo Peter llora o ríe a voluntad.
Duermen en establos, pajares, cobertizos. A veces con autorización, pero casi siempre sin ella. Lore procura mantener limpios a los niños, les frota la tierra de los zapatos con puñados de hierba, restriega sus ropas en los fríos arroyos, aunque sin jabón. Les pincha las ampollas de los pies, les acolcha las botas con hojas y les alivia el dolor con canciones de marcha. Rehace los bultos cada vez que se detienen, redistribuyendo el peso, las ropas, las pertenencias. Comprueba la bolsa cosida en el delantal mientras camina, tanteando los lisos pliegues de los billetes, las duras monedas, el broche de su madre, sin el anillo…
Atardece y los gemelos han estado todo el día preguntando por la guerra. ¿De veras se ha terminado? ¿La han perdido? ¿Por qué? Intenta explicárselo, pero las medias respuestas sólo conducen a más preguntas, y Lore está agotada ahora, les grita que se callen. Liesel llora, Jochen frunce las cejas y Jüri bosteza, los dos están muy cansados.
—¿Queda algo para comer, Lore? Tenemos hambre.
—Hay pan, pero es para comerlo por la mañana.
—Por favor.
—No.
Liesel pregunta dónde está Vati ahora y Lore le contesta que está camino de Hamburgo, que lo encontrarán con Oma cuando lleguen. La mentira le ha salido antes de que pudiera darse cuenta y se escandaliza por lo que acaba de decir. Los muchachos se meten bajo las mantas para dormir, pero Liesel está demasiado excitada ahora.
Ha sustituido las lágrimas por sonrisas y tiene más preguntas sobre Vati.
—Acuéstate, Liesel.
—¡Lore!
—Estoy cansada, Liesel. Lo digo en serio.
Lore no hace caso de las lágrimas de su hermana. Ésta se acuesta con la cabeza bajo la manta, los muchachos se acurrucan juntos dentro de sus abrigos y Peter está tranquilo en su cochecito.
A Lore le despierta un sueño sobre Mutti. El anillo de boda está en el fondo del arroyo y su madre se niega a mirarla a la cara. Llorando, se abrocha el abrigo y sale cerrando de un portazo. Lore se hunde todavía más dentro del rígido impermeable, pero los ojos se niegan a cerrarse, el sueño no llega y el estómago se le hiela. No puede mantener el ritmo de las preguntas, no puede llevar un control de sus mentiras.
Liesel vomita tres veces por la tarde. Se detienen a descansar cada vez, buscan agua que pueda beber. Avanzan con mucha lentitud, pasan de largo por un pueblo y poco a poco lo van dejando atrás, aunque la punta del campanario todavía es visible por encima de los hombros de Lore. Liesel tirita y se queja del frío a pesar del sol de la tarde. Hay un bosque al frente. Lore decide detenerse allí.
Los gemelos encuentran un claro no demasiado lejos entre los árboles. Extienden sus impermeables e intentan encender una hoguera, mientras Lore envuelve a Liesel con mantas y la niña se duerme. Los muchachos van en busca de más leña para el fuego, pero no consiguen encontrarla seca. Lore reparte la última de las manzanas de la mañana, pero restriegan las patatas para limpiarlas y se las comen crudas. Liesel se despierta cuando oscurece y llora porque no quiere pasar la noche en el bosque. Peter también llora, rechaza los trozos de patata que Lore ha masticado para él. Jochen la mira en medio de la penumbra.
—Podríamos regresar a ese pueblo.
—¿Y alojarnos en un hotel?
—Podemos preguntar. Podríamos llamar a las casas y pedir que nos dejen dormir allí.
—En el delantal llevas dinero, Lore.
—Lo necesitamos para comida.
—Pero tú dijiste que Mutti nos dejó dinero para ir en tren. Seguro que hemos ahorrado dinero al ir andando.
—Está a una hora por la carretera, puede que más. Esto significaría retroceder. Es una estupidez.
—Por favor, Lore.
Los dos cuchichean bajo la luz azulada. Peter llora. Los árboles se alzan tupidos y silenciosos a su alrededor. Con ayuda de los gemelos, Lore dobla los impermeables y vuelven a cargar el cochecito.
En el pueblo, las calles están vacías. En todas las casas que han llamado les han rechazado. Demasiadas personas, demasiadas bocas. Un anciano les da leche cortada y les cambia las patatas por huevos. En la plaza mayor, junto a la iglesia, Liesel vuelve a vomitar. Jüri llena uno de los tazones en la fuente y Jochen encuentra la puerta de la iglesia abierta de par en par.
El interior es inmenso y sombrío, y huele a polvo y humedad. Los gemelos exploran en busca de algún sitio donde dormir, mientras Lore descarga el cochecito.
—Sólo hay bancos duros.
—Y son demasiado estrechos.
Lore empuja el cochecito a lo largo de los bancos hasta que da con una capilla. Un par de velas queman débilmente sobre un estante lleno de oscuros chorretones de cera. Encima hay una estatua cubierta con una túnica. Los gemelos ayudan a Lore a extender los impermeables en el suelo y van en busca de las almohadillas de los bancos para apoyar la cabeza. Liesel se sienta con Peter al pie de la estatua y bosteza. No hablan entre sí, pero cada movimiento provoca ecos de siseos bajo el alto techo de piedra. Lore pone la mitad de la leche en una taza para Peter y entrega la botella a Liesel. Ella y los gemelos se comen un huevo cada uno. Crudo. Los niños ríen tontamente mientras la clara les resbala viscosa por la barbilla.
Peter se niega a dormir en el cochecito, de modo que Lore lo acuesta encima de una de las almohadillas. Liesel duerme y los gemelos cuchichean entre sí mientras Lore vuelve a reorganizar los fardos. Después de doblar la ropa, los ata con esmero y los alinea cerca de ella, a punto para la mañana siguiente. Apaga las velas y se duerme.
Liesel vomita una vez más durante la noche y ayuda a Lore a limpiar la porquería con su blusa. Dice que se encuentra mucho mejor. Lore acaricia el cabello de su hermana pequeña y le dice que es muy valiente. Por una vez, no le pregunta por Mutti, y Lore se lo agradece, consciente de lo duro que ha tenido que ser para ella. Duermen hasta muy tarde por la mañana. Cuando se despiertan, el cochecito de Peter ha desaparecido, con sus zapatos de repuesto atados en los laterales.
Siguen caminando unos días más, a veces con otra gente, pero Lore prefiere ir a solas con sus hermanos. No piden que les lleven en sus carros y descansan a menudo, evitando los pueblos. Lore compra mantequilla para que todos puedan untarse los labios agrietados. Desentierran nabos de los huertos y compran pan en las casas de campo, o si no en los pueblos que cruzan a lo largo del camino. A Lore, la bolsa de monedas cada vez le pesa menos.
Sin el cochecito, pueden transportar menos cosas, y Lore cambia la muñeca de Liesel por una botella vacía con tapa de rosca. Nadie quiere las piezas de ajedrez de los gemelos, así que las tiran. Cada uno lleva puesto dos conjuntos de ropa a pesar de que todavía hace mucho calor. El abrigo de Lore les proporciona una noche en una cama y la falda de repuesto de Liesel les permite lavarse con agua caliente por la mañana. Distribuye lo que les queda en una bolsa y en un bulto, y se turnan en llevarlos.
Al cabo de una semana llegan a Nuremberg.
Cuando llegan la escuela está atestada de gente. El anciano de la entrada le da a Lore dos colchonetas de paja y se hacen una cama casi en el centro de la sala. Lore habría preferido junto a la pared, o mejor todavía en un rincón, pero todos los sitios en los bordes de la sala ya están ocupados. Madres con hijos, ancianas. A los hombres no se les permite entrar, aunque algunos acuden a la puerta para preguntar. Afuera está oscuro y dos lámparas arden junto al ventanal. Lore extiende las mantas sobre las delgadas colchonetas y los niños colocan encima los abrigos. Corta una rebanada de pan para cada uno y los gemelos van a llenar la botella con agua del bidón que hay fuera, junto a la puerta. Lore les indica que mastiquen poco a poco y beban a pequeños sorbos. Todos permanecen muy callados.
Mientras comen va llegando más gente, y poco a poco el suelo de la sala se llena. Ya no quedan colchonetas, de modo que la gente tiene que arreglárselas tendiendo los abrigos y las bolsas por el suelo. Lore coloca a Peter en medio de su nido, con los gemelos uno a cada lado, mientras ella y Liesel ocupan los otros dos. Lore saca las botas a los gemelos, pero les deja puestos los calcetines. Los dos se mueven inquietos bajo las mantas y los abrigos mientras Lore esconde sus zapatos. Luego, aunque no tiene sueño, se acuesta con ellos y coloca la bolsa debajo de la cabeza para no perderla de vista.
Incluso después de que apaguen las lámparas, va llegando más gente, negras siluetas que arrastran los pies en la oscuridad. Lore mantiene cerrados los ojos la mayor parte del tiempo y confía en que los niños estén dormidos. La paja huele a gato, pero a través de ella no nota la dureza del suelo, y está caliente.
Los lloriqueos de Peter la despiertan. Jüri se lo pasa y luego se acerca a Jochen, ocupando el cálido centro de la cama. Peter tiene hambre y Lore también. Oye que las personas de su entorno se mueven, irritadas por el ruido. Busca en los bolsillos de Liesel el resto de una hogaza de pan y arranca un trocito para que Peter lo mastique. Casi de inmediato, el niño deja de gimotear y Lore se sienta con él mientras el pequeño se come la ración extra. Todo el suelo del salón de la escuela está cubierto de siluetas durmientes. Lore tiene sed, sin embargo, en medio de la oscuridad no hay manera de encontrar un caminito entre los cuerpos desperdigados por el suelo, así que decide esperar hasta la mañana.
Peter se ha terminado el pan y vuelve a gimotear. Con los puños apretados se frota las mejillas y los labios en carne viva. Lore lo tiende sobre la colchoneta y le frota los pies y la barriga para distraerle. La mujer que hay acostada junto a ellos mantiene abiertos los ojos. Lore puede verlos, húmedos y parpadeantes, entre un oscuro bulto de prendas de abrigo. Se acuesta y acerca a Peter bajo las mantas. Éste se ha vuelto a dormir. La mujer sigue mirándola. Musita en la oscuridad:
—Mi casa ha desaparecido. Es un montón de escombros. Cada noche me veo obligada a dormir con desconocidos.
Lore asiente y cierra los ojos.
—Él nos ha traicionado. Como un cobarde. Envió a nuestros hombres a morir y nos ha abandonado.
La gente que hay a su alrededor sisea con murmullos ofendidos. Lore mantiene los ojos fuertemente cerrados y no responde. Confía en que la mujer no crea que lo hace por descortesía, que se duerma pronto y deje de mirarla. Durante un rato, las dos permanecen en silencio. Lore oye suspirar a la mujer. Se está caliente debajo de los abrigos y las mantas, y Lore tira de ellas para taparse los oídos. Está cansada, ahora no quiere pensar. La mujer vuelve a despertarla al cabo de un rato, murmura algo, pero Lore está demasiado soñolienta para entender lo que dice. Otra mujer, en algún lugar a los pies de Lore, la amenaza si no guarda silencio.
Se turnan para hacer cola. De pie, en una fila de gente que murmura mientras avanza con lentitud. Sentados en el murete del otro lado de la carretera, delante de la tienda, vigilan los bultos. Relevan al que está en la cola cada vez que el reloj del campanario marca los cuartos de hora. Sin embargo, cuando los gemelos no hacen cola, desde la carretera lanzan piedras al río que hay más abajo, o se desafían a correr por encima del murete. La mujer que va detrás de Lore le da a Peter un par de pasas de su ración, y el pequeño tiende la mano para que le dé más. Lore se la retira y da las gracias, avergonzada, pero la mujer le sonríe.
A mediodía consiguen entrar en la tienda.
—¿Cupones de Nuremberg?
De la bolsa del delantal, Lore saca una moneda.
—No aceptamos dinero aquí. Sólo cupones.
—Pero llevamos toda la mañana haciendo cola.
Liesel no se ha podido contener y Lore le da un golpe seco en la espalda. La mujer de las pasas se adelanta un paso.
—Deles algo de comer a estas criaturas. Son cinco. Y además con un niño pequeño.
—No tienen cupones, Frau Holz.
—Mire qué delgados están.
Los gemelos entran en la tienda y se aproximan al mostrador, cerca de Lore. Un anciano gruñe desde la puerta:
—¿Por qué no compartes tu ración con ellos, pues?
—Sabéis que yo también tengo hijos.
El tendero levanta la voz por encima de ellos.
—Aquí yo no regento un mercado negro. Sólo cupones de Nuremberg.
—¿Por qué no deja que se esperen? Tal vez al final pueda darles algo de lo que sobre.
—¿Y qué cree qué dirían de esto los americanos, Frau Holz?
—Puedo sugerirle que no se lo cuente, Herr Roeding.
Antes de marcharse, Frau Holz les da un trozo de pan. Y el viejo gruñón le regala a Liesel un huevo. Lore no sabe con certeza si el tendero les venderá algo o no, pero aguardan en silencio junto al mostrador y la gente evita mirarles a los ojos mientras recoge su racionamiento. Lore reparte el trozo de pan: un mordisco para cada uno. Afuera, la calle se sumerge en la sombra a medida que el sol se desplaza en lo alto. Peter llora y Liesel lo pasea arriba y abajo en la acera hasta que se queda dormido. Los gemelos cuchichean entre sí durante un rato, pero luego se hunden en un inquietante silencio: parados delante del escaparate, sentados encima de los bultos.
La cola va menguando, se termina. Lore mantiene fija la mirada en el tendero mientras éste limpia el mostrador y barre el suelo. Se pregunta si debería llamar a Liesel para que entre con Peter. Como mínimo todavía queda una hogaza de pan y también algo de mantequilla. Y azúcar. Se acerca al mostrador.
—Te despacharé lo que ha quedado, pero ni una palabra a nadie. ¿Entendido?
Lore asiente. Envía a los gemelos afuera para que esperen junto al murete con Liesel y desata el fardo, dispuesta a meter en él los alimentos. Detrás del mostrador, de espaldas a la puerta, el tendero le envuelve dos hogazas de pan, mantequilla y un huevo. Entonces se abre la puerta. El tendero gira en redondo y con su cuerpo oculta el paquete.
—¿En qué puedo servirle?
El joven no contesta hasta que llega frente al mostrador. Pasa las yemas de los dedos sobre la lisa superficie de madera.
—Si le sobran algunas raciones, le estaría muy agradecido.
—¿Tiene cupones?
—No soy de Nuremberg. Sólo he pensado que si le sobraba algo…
El tendero regresa a lo que estaba haciendo y señala a Lore.
—Esta señorita es mi última clienta hoy.
El joven se vuelve a mirarla. Desprende un fuerte olor a rancio, las muñecas, largas y delgadas, sobresalen de las negras mangas.
—Tengo a mis hermanos y a mi hermana.
Lore señala a través del escaparate. Los niños están alineados delante del murete, observando, a la espera de la comida. El joven asiente, sonríe y sale de la tienda.
Lore pide un poco de agua y la anciana les ofrece una habitación para pasar la noche. Hay un catre con un edredón que Lore deja para Liesel y Peter. Ella y los gemelos construyen una especie de nido en el suelo con los bultos y las mantas. Lore junta su comida con la de la anciana y deja que ella prepare un guiso aguado. Comen en la diminuta cocina, apiñados en torno a la combada mesa, de pie porque no hay sillas. La casa es fría y húmeda. Tienen que dormir con la ropa puesta.
La anciana despierta a Lore en mitad de la noche. En la mano lleva encendida una vela y mantiene la manga bajada para protegerse de la cera.
—Necesito que me des algo a cambio de esto. ¿Podrías pagarme ahora, por favor?
Lore se queda mirando los pálidos ojos, los párpados amarillentos.
—¿Tienes algo con que pagar? Los rusos mataron a mis hijos. No me queda nada.
La anciana le tira del cuello del vestido y la cera chisporrotea al caer sobre el suelo de madera. Tiene la boca lisa, los labios tensos sobre los dientes. Unas lágrimas de rabia se acumulan sobre sus escasas pestañas. Lore tantea debajo de las mantas en busca de la bolsa cosida en el delantal y le entrega dos monedas. La anciana frunce la nariz al ver el dinero.
—¿No tienes otra cosa? ¿Una cucharita de plata, quizá?
La mujer aguarda y Lore mira por encima de su hombro hacia la negra estancia. Con el puño cerrado aprieta la esquina del delantal, donde lleva cosidas las joyas de Mutti. No le dará nada más. La anciana apaga la vela y se va.
Por la mañana, Peter no para de llorar y tironea de sus ropas. No deja que lo levanten ni lo toquen. Liesel se sienta a su lado en el catre y se rasca en los costados, en las piernas. Por debajo de los calcetines, los tobillos están en carne viva. Se levanta la blusa y le enseña a Lore la piel, roja de las picaduras sobre las costillas. Todavía hace frío en la casa. Lore saca a Peter al sol y le quita la ropa. El pequeño no para de chillar, se atraganta. La anciana está en el jardín.
—Piojos. Tendrás que quemar sus ropas. Y también lavarle con parafina. Con esto los matarás, creo. Tienes que eliminarlos.
La anciana señala el cuello de Peter, le tira de la barbilla, no puede mantener quietos los dedos.
—Yo tengo algo de parafina. Lava con ella al pequeño y a la niña. Yo quemaré sus ropas.
Trae un barreño con la parafina y les restriega el cabello con sus huesudos dedos. Lore se estremece al verla rascar con sus uñas rotas el cuero cabelludo del pequeño.
—Tú y los muchachos estáis limpios, pero deberías empapar con parafina vuestra ropa también. Y deberíais lavaros. Todos.
—Sí. Muchas gracias.
—Pero necesito que me des algo a cambio.
La anciana sujeta las botellas contra su pecho. Lore siente deseos de llorar. Peter chilla y se retuerce en brazos de Liesel.
—Lo siento, pero no os la puedo regalar. ¿Tienes algo?
Lore le vuelve la espalda y levanta el delantal. Agranda un poco el agujero de la bolsa del pañuelo y saca la cadena de plata de Mutti.
—Pero esto vale más que la parafina.
La mujer le contesta que no tiene nada más para darles, pero que a cambio se pueden quedar otra noche.
Se desvisten en la parte trasera de la casa donde no puedan verles desde la carretera, junto a los árboles. La anciana recoge las ropas de Peter y de Liesel con un palo, las lleva dentro de la casa y las mete en la estufa. Lore empapa el resto de sus ropas con la parafina del barreño y se muerde los labios para contener las lágrimas. Liesel sostiene a Peter, agachada en el suelo. Los muchachos guardan silencio. Lore restriega parafina en las extremidades de sus hermanos, en el pecho y en el pelo. Peter vuelve a chillar, tiene todo el cuerpo enrojecido. A Lore el líquido le escuece en torno a las uñas, donde le ha saltado la piel, y en las grietas alrededor de la nariz y de la boca.
Los gemelos lavan la ropa, pero sin jabón, de modo que la parafina no desaparece del todo. La mujer calienta agua para ellos y la va sacando a cubos de la cocina. También les trae unas tijeras que deposita en la hierba junto a Lore. Desvía la mirada para decírselo.
—Deberías cortarle el cabello a la niña. Y también al bebé.
—Pero usted dijo que la parafina mataría a los bichos…
La anciana se encoge de hombros, la cadena de Mutti en torno a su cuello. Lore también desvía la mirada ahora y la mujer vuelve a entrar en la casa. Liesel coge las tijeras y se corta las trenzas. Luego se sienta delante de su hermana y promete que no llorará. Los gemelos se quedan junto a la pared, observando cómo las tijeras sin punta cortan cada vez más cerca del cuero cabelludo de Liesel.
Los rizos de Peter son largos y suaves. Las cuchillas parecen enormes junto a su cara y no hay forma de que mantenga quieta la cabeza. A Lore le gustaría conservar su cabello. Enviárselo a Mutti. Pero no sabe dónde está su madre. Llora en silencio mientras barre el cabello de Peter y forma un montoncito con el de Liesel, a continuación lo mete dentro de la estufa y su olor corrosivo invade toda la casa de la anciana. Afuera, frota los cortos pelos del cráneo de su hermana con lo que queda de parafina.
Los gemelos dejan los calzoncillos, las camisas y las camisetas tendidos al sol para que se sequen. Lore se pone un vestido todavía húmedo y se dirige al pueblo en busca de comida y algo para que Liesel y Peter puedan vestirse. Si ya nadie quiere el dinero de Mutti, no sabe cómo conseguir que las joyas de su madre les duren. Está furiosa, asustada.
Un carro la adelanta por la carretera y al pasar el granjero la saluda levantándose el sombrero. En la parte de atrás va gente sentada sobre sus bártulos y entre esta gente está el joven del traje negro, con las piernas balanceándose en la parte posterior del carro. Las botas sujetas con harapos, retorcidos nudos de tela, enormes al final de unas piernas muy delgadas. Sus ojos coinciden con los de Lore. Da un respingo al reconocerla y levanta las manos para cubrirse la cara. También ella aparta la mirada, sacudida como si un cepo se le hubiera cerrado en las entrañas.
Después de que el carro pase, vuelve a mirar. El joven la está observando. Levanta ligeramente una mano para saludarla. Lore le devuelve el saludo, acelera el paso. Ruborizada bajo sus prendas húmedas, apestando a parafina.
Al atardecer del día siguiente, Jüri le señala al joven, que aguarda tras ellos en la cola de un comedor de beneficencia.
—Es el que quería que le dieran comida en la tienda, ¿verdad?
—Sí, pero no hables tan alto.
—¿Por qué nos la dio a nosotros el tendero?
—Porque llegamos primero.
El joven también les ha visto. Lore puede sentir sus ojos clavados en ella mientras pide una ración extra para Peter. Para comer se ponen en cuclillas en un extremo de la plaza. La sopa está sosa, pero hay trocitos de carne en el fondo. Lore saca un par del humeante líquido y sopla para enfriarlos a fin de que Peter los pueda masticar. La comida caliente le provoca un fuerte dolor en las encías. Con los dedos untan sobre el pan la grasa de la carne. El joven se sienta en el centro de la plaza con la espalda apoyada en los sacos de arena que hay alrededor de la estatua, de cara a los niños, mientras sorbe la sopa directamente del cuenco. Come con voracidad, famélico. Lore siente que les está mirando. Frota el pringue de la grasa en las llagas que han surgido en las comisuras de la boca de Peter, pero el pequeño se la lame de inmediato.
Jüri se sirve más pan y Lore no se lo impide; coge otro trozo para ella. Entonces su hermano se levanta y cruza la plaza sosteniendo frente a sí el trozo de pan pringado con grasa. Se detiene frente al joven y le ofrece el alimento. Lore observa que el joven lo coge y se lo mete de inmediato en la boca. Jüri aguarda un segundo, observándole, luego corre a través de la plaza de regreso junto a su hermana. Se agacha con celeridad, como si quisiera ocultarse de alguien, y murmura:
—Lo ha cogido.
Jüri mira a Lore, tendidas las manos vacías, cubiertas de grasa. Tiene húmedos y enrojecidos los ojos, sorprendido.
—No me ha dicho nada.
Se frota los ojos con la manga.
—No importa.
Lore divide lo que queda del pan entre todos. Jüri entrega su parte a Jochen. Lore mira hacia la fuente, pero el joven se aleja de ellos en dirección al otro lado de la plaza, donde no puedan verle.
Avanzan por un camino largo y recto de arcilla pegajosa y un pálido color amarillo amarronado, con campos mojados a ambos lados. El camino transcurre por un promontorio no demasiado alto, pero que a Lore le permite ver a una distancia de varios kilómetros: el largo camino al frente y el joven a sus espaldas. Ha estado allí desde el amanecer, la cabeza baja, avanzando al mismo paso que ellos. Lore acarrea a Peter y un bulto y mantiene a los niños caminando delante de ella: los gemelos al frente y Liesel en medio, con la bolsa. Los muchachos han pasado gran parte de la mañana cuchicheando entre sí pero ahora guardan silencio. Hace casi una hora que empezó a llover, una fina llovizna que les moja las manos y la cara hasta que se abre paso a través de los calcetines. Lore envuelve a Peter con un impermeable y confía en que no se resfríe. A intervalos de pocos minutos le va secando la cara con un pañuelo y él le sonríe cada vez. Está sedienta, pero los niños no se quejan. Calcula que llevan alrededor de tres horas caminando y no se detendrán hasta dentro de otra hora, o dos. Descubre un árbol en el horizonte y decide que tienen que pasarlo antes de la hora del almuerzo. Ya no les queda más comida.
Entonces Lore oye una especie de zumbido. Algo procedente de la izquierda, o de la derecha. No está segura. Nota los pies calientes y húmedos dentro de las botas y Peter sonríe cada vez que le seca la cara. ¿Cuánto hace que se oye ese ruido? Mira hacia atrás a lo largo del camino, pero no ve nada por allí aparte del joven. Delante de ellos está el árbol, su objetivo, y el bulto de la bolsa atada a la estrecha espalda de Liesel. La mañana está señalizada así: el árbol, los gemelos, Liesel, el sonriente Peter y luego Lore, y detrás de ellos marcha el joven. El zumbido continúa aún.
Ahora consigue ver algo, una silueta plana y negra que avanza paralela al horizonte, por lo visto campo a través, a la izquierda del camino. Un jeep, probablemente. Las ruedas quedan ocultas detrás de una ondulación del terreno. Todavía está lejos. A medio kilómetro. Puede que no tanto. Lore seca la cara a Peter, pero el pequeño está dormido y no obtiene de él una sonrisa. Se vuelve hacia atrás y comprueba que el joven todavía sigue allí, ni más cerca ni más lejos. Mira al frente y ve que el árbol sigue todavía en el horizonte: la señalización de un almuerzo sin comida. El jeep es un elemento veloz en medio de un paisaje que avanza con dificultad y va ganando terreno. Peter duerme.
Quizá debiéramos echar a correr. Lore ignora dónde están. Y tampoco sabe a quién pertenecen aquellos campos. Es muy posible que no estén en Alemania siquiera. Tenemos que largarnos.
—Vamos a cruzar campo a través.
Desata el bulto, se retuerce para quitárselo de los hombros, cambia a Peter de un brazo al otro, lo sacude con brusquedad, pero el pequeño no se despierta. Las mantas resbalan sobre las piernas del pequeño y se mojan. Lore las recoge a puñados y las apretuja debajo del impermeable.
—Campo a través. Por ahí.
Peter sigue dormido. Los niños observan cómo su hermana forcejea con las mantas del pequeño, algo pasmados y en silencio después de haber pasado tantas horas caminando.
Lore se vuelve a mirar hacia atrás para comprobar qué hace el joven. También él ha descubierto el jeep y camina más rápido, la cabeza erguida, la pálida mancha de su rostro bajo un sombrero negro. Tiene el brazo levantado, como si señalara algo en el cielo, pero mira al frente, hacia ellos, acercándose, medio caminando, medio al trote.
Peter cuelga dormido del cuello de Lore, un peso muerto. No desprende calor alguno a través del impermeable. Como un saco de arena entre sus brazos.
—Coge el fardo, Jochen. Tenemos que correr.
—¿Ahora?
Lore puede ver el jeep por el rabillo del ojo, comprende que es demasiado tarde. No quiere mirar al joven. Lo ha interpretado mal, todo está demasiado cerca ahora.
—Sí. Vamos.
Empuja a Liesel hacia la cuneta que separa el campo y el camino. Jochen coge el fardo, pero no se mueve. Jüri se desliza sobre el trasero por la pendiente cubierta de hierba. Liesel le tiende los brazos para coger a Peter y el jeep se detiene a su lado. El humo acre del tubo de escape impregna el aire húmedo.
Lore vuelve la cabeza en dirección al camino, hacia el joven. Está a punto de darles alcance, se halla tan sólo a un centenar de metros, todavía caminando, trotando.
El soldado les habla. En alemán, quizá. Ella no logra entenderle. Hay otros dos. El soldado habla hacia la ventanilla, a otro par de ojos en el asiento del conductor. Lore mira hacia el camino, al joven. Éste sigue acercándose, todavía con el brazo alzado. Está diciendo algo. Debería gritar, si quiere que le oigamos.
El soldado habla otra vez. Es americano, pero habla alemán, con un acento difícil de entender.
—¿Adónde vais?
El otro soldado le susurra algo. El joven todavía sigue allí, cada vez más cerca. Lore puede ver el barro adherido a la vuelta de sus pantalones. Amarillo sobre lana negra. Lleva la cara mojada, como ella, como Peter.
—¿Dónde están vuestros padres?
—No sé quién es ése.
Lore señala al joven que se aproxima al jeep.
—¿Cómo?
—Se refiere a ese otro.
—Que no lo conozco.
Lore comprende que no la entienden, pero al menos los dos soldados han dirigido su atención hacia el joven ahora.
Tiene el cuello largo y delgado, y la cabeza es sólo hueso. Todo dientes y huecos donde debería haber otros dientes. No para de mover la mandíbula. Habla muy tranquilo y la nuez de la garganta da sacudidas en medio de los rígidos tendones del cuello. Avanza más despacio y, a medida que se aproxima al grupo, va bajando el brazo, con extremo cuidado, hacia un lateral del cuerpo.
—¿Tenéis la documentación?
El otro soldado se lo pregunta a Lore. Su acento es más inteligible. El joven está a punto de llegar junto al jeep. Aminora el paso y respira hondo antes de hablar.
—La hemos perdido.
—Vamos a ver a Oma.
Jochen deposita el fardo en el suelo al contestar. Lore observa detenidamente al soldado, para ver su reacción.
—No vive muy lejos. Ya casi hemos llegado. Nos está esperando.
El joven se detiene cerca de ella. Demasiado cerca. Lore se aparta a un lado y Peter se remueve entre sus brazos. El joven extiende la mano hasta tocar la puerta del jeep. Tiene las uñas anchas y pálidas, húmedos los dedos.
—Yo sí tengo documentación. Aquí tengo los papeles, mire. Necesitamos que nos lleven, si disponen de sitio. Ya estamos cerca de casa. Tenemos familia que nos espera.
No para de arrastrar los pies sobre el amarillento barro y prosigue con su monólogo lento e insistente, las manos registrando los bolsillos de su oscuro traje. Lore no puede mirar al soldado, necesita mantener los ojos fijos en el joven. Se interpone entre él y los niños sujetando a Peter contra su pecho, como una voluminosa barrera.
—Yo tengo papeles. ¿Adónde se dirigen? Si pudiéramos ir hasta Fulda con ustedes, nos sería de gran ayuda. Dejen que los encuentre… Perdimos la otra documentación, ya saben cómo es eso, pero yo conservo la mía. Aquí tiene.
El joven lleva la tarjeta de identidad envuelta en una hoja de papel gris, gruesa y empapada. Se sube las mangas y entrega el documento a los soldados. Apoya los brazos, pálidos y delgados, encima del jeep, al tiempo que prosigue con su cháchara en voz baja mientras los otros consultan entre sí.
—Cuanto más nos pudieran acercar, mejor. Llevamos andando mucho tiempo, ya saben. Así que si disponen de sitio… Los chiquillos están cansados, como pueden ver. Es lógico. No son muy fuertes.
Se vuelve hacia Lore, sonríe y asiente. Sus ojos son amistosos. Pálidos. Lore advierte que los niños se acercan un poco más a ella.
—¿De dónde venís?
El soldado se dirige al joven y él extiende su brazo largo y desnudo, señalando sus húmedos documentos.
—De Buchenwald. ¿Se dan cuenta? Nos trasladaron a Buchenwald y estuvimos allí hasta la liberación. ¿Comprenden?
—Sí, pero, ¿de dónde venís hoy, y ayer, y el día anterior?
—Esta última semana hemos estado viajando desde Nuremberg.
—Los cambios de domicilio están terminantemente prohibidos. ¿No los sabíais?
—No, no lo sabíamos. Lo sentimos.
—¿Dónde decís que tenéis una abuela?
—En Hamburgo.
Jochen otra vez.
—Sí, en Hamburgo, pero también en Hemmen. Ahora nos dirigimos a Fulda, que no está lejos de Hemmen, como puede deciros mi hermana.
—¿Sois todos hermanos?
—Sí.
—¿Y dónde están vuestros padres?
—Han muerto.
El joven señala la tarjeta que el soldado retiene entre sus manos.
—Lo entiende usted, ¿verdad? Ése es el motivo de que tengamos que ir con Oma.
De su boca no paran de salir mentiras. A Lore se le aceleran los latidos del corazón. Los niños guardan silencio, la observan. Los soldados consultan entre sí. El joven no ha vuelto a mirarla. Ahora ha dejado de hablar, pero todavía está agitado, respira por la boca. La lluvia cae con más fuerza, golpetea contra la lona del techo del jeep. Jochen se calienta las manos en el metal mojado y caliente del capó.
Los soldados devuelven el trozo cuadrado de papel gris. Uno de ellos baja y, en la parte trasera, levanta la lona. Les indica que suban y el joven empieza de nuevo su monólogo.
—Muchas gracias, son ustedes muy amables. Estamos cansados, ya lo ve. Vamos, chicos.
El soldado ayuda a Liesel a salir de la cuneta y llama por señas a Jüri al otro lado del campo. Lore es consciente de que los niños quieren subir al jeep. El joven de Nuremberg aguarda de puntillas apremiándoles para que suban. Intenta captar la mirada de Lore. A ella le duelen los brazos con el peso de Peter. Él sabe donde nos encontramos ahora. Fulda conduce a Kassel, de ahí a Gotinga y después viene Hannover, que está en la dirección de Hamburgo. No confía en ese joven. No quiere continuar con la comedia de que es hermano suyo. Las mentiras conducen a otras mentiras. Es difícil seguirles la pista. Se siente cansada. Él no puede hacernos nada mientras los americanos estén aquí.
Lore ayuda a Liesel a subir al jeep y le entrega a Peter. Luego empuja a Jüri bajo la lona y ella sube detrás de Jochen. El joven le tiende la bolsa y el fardo, después sube de un salto y se sienta en el suelo. El soldado ata la lona y todos quedan protegidos de la lluvia, envueltos en la oscuridad y de nuevo en movimiento.
El joven camina delante, en la oscuridad, y los niños le siguen. A Lore le duelen los brazos de acarrear a Peter. Sus pasos resuenan sobre la ancha carretera cubierta de gravilla. Caminan durante una hora, tal vez un poco más, luego abandonan la carretera y entran en otra más estrecha, de superficie más tosca. Desde que a Lore se le han secado las botas, le comprimen los pies. Además, han comido chocolate estadounidense por la tarde y el estómago le duele, las rodillas se le doblan. Si nos detenemos, es posible que él siga su camino. Por un momento imagina que el joven desaparece en la oscuridad, sin embargo, en vez de calmarla esto la intranquiliza. Ha mirado el mapa de los americanos, así que sabe donde nos encontramos. Lore necesita acostarse un rato.
—Tenemos que parar.
El joven se vuelve con brusquedad, como si se le hubiese olvidado que iban detrás. Se queda de pie y la mira brevemente de soslayo, luego sube la pendiente para salir de la carretera y penetra en el campo. Los niños le siguen y se quedan quietos, sin decir nada, mientras el joven se envuelve con la chaqueta apretada y se tiende para dormir entre los arbustos. Lore se balancea con Peter dormido en brazos. Liesel se sienta en el suelo y empieza a llorar. Tiene hambre. Lore le ordena que calle. Los gemelos le preguntan cuánto tardarán en llegar a Hamburgo. ¿Será ésta la última noche que pasen al raso? También les ordena que se callen. Nota sudor en el labio superior, en el cuero cabelludo, dolor en los omóplatos. Necesita descansar.
Mientras extienden los impermeables, en voz baja vuelve a contar a los gemelos cosas de la casa de Oma. De los castaños en el jardín, de los curvados herrajes negros en la verja. Lore siente que la sangre se acumula en su cabeza, que le nubla y calienta los ojos. No puede acordarse de los nombres de las criadas de Oma, sólo de las tartas que hacían. Le pide a Liesel que continúe pero ésta calla mientras desliza los dedos sobre la superficie irregular del inicio de cabello en lo alto de la cabeza. El joven permanece tendido entre los arbustos, pero Lore sabe que no duerme, que los está escuchando.
Peter llora cuando lo deposita en el suelo y se niega a callar. Los brazos le pesan como plomo, las muñecas y los dedos le arden. Deja que el pequeño llore. Más tarde se despierta y a su lado descubre a Liesel acunándolo. Vuelve a dormirse, nota el suelo debajo de su cuerpo: frío e irregular, una presión angulosa en las costillas.
Amanece. Lore vuelve a cerrar los ojos ante el bajo sol. El joven se agacha a su lado, el cerco negro del sombrero y la cara en sombras. Le dice que va en busca de comida para ellos. A Lore le duele la cabeza. Mantiene los párpados cerrados y le contesta que no les queda dinero. Nota que Liesel se vuelve a mirarla, pero su hermana guarda silencio. El joven dice que sería de gran ayuda si pudiera llevarse a Peter. Lore se levanta, arrastra consigo las mantas, coge al pequeño de entre los brazos de Liesel y vuelve a acostarse. Peter llora y da pataditas junto a ella, furioso y hambriento. Lore observa cómo el joven se aleja y vuelve a dormirse. El corazón le late con fuerza, le duele contra las paredes del pecho.
Cuando se despierta, Peter ha desaparecido y también los gemelos. Liesel está sentada a unos metros de distancia, vigilando la carretera.
—Fue idea de Jochen. Lo cogieron y se marcharon para dar alcance al joven.
Lore se levanta, tambaleante. La carretera está vacía y el sol ya alto en el cielo. El aire le enfría el sudor en el cabello, en la espalda; un agudo latido en el cráneo. Golpea a Liesel y ésta le da un empujón. Lore cae de espaldas y Liesel la patea en las piernas. El tacón de la bota es muy duro contra sus espinillas.
—La gente siempre da comida para Peter.
—Nos lo va a quitar.
—¿Por qué no le entregaste las joyas de Mutti?
—No habría vuelto. Las hubiese robado. Ahora se llevará a Peter.
—Los gemelos no se lo consentirían.
—¿Y ellos qué podrían hacer para impedirlo?
Lore le grita a su hermana. También Liesel le grita. Luego Lore se queda un rato vigilando la carretera, pero se ve obligada a tumbarse de nuevo. La hierba contra las orejas, el paisaje fluctuante.
Se despierta de nuevo. Y al cabo de un rato se despierta otra vez. Pero ellos siguen sin regresar. Liesel está pendiente de la carretera; Lore suda y tirita bajo las mantas.
A última hora de la tarde, Jochen le da unas gachas de avena envueltas en un trapo limpio y ella come. De los americanos han conseguido unas latas de carne, pan y unos tarros de leche condensada. Peter ha comido y está sentado al lado de Lore, sonriente. La piel de sus mejillas sigue roja y cuarteada. El joven abre una lata con una piedra. Los gemelos le llaman Thomas. Dice que han encontrado un sitio para quedarse, no lejos de allí.
Cierran los postigos del pajar y obtienen la oscuridad suficiente que les permita dormir. Peter gimotea sobre la paja y Liesel aplasta un poco de pan, formando una bola para que pueda chuparla. Entre las tablas del techo brillan estrechas franjas de luz y sombra a medida que el pálido cielo oscurece.
Los gemelos comparten una manta, Lore yace debajo de otra, con Peter y Liesel a su lado, mientras un dolor ardiente se concentra detrás de sus ojos. Thomas se encuentra apartado del grupo, cerca de la pared. Descansa la cabeza contra una viga, pero Lore sabe que no está durmiendo. Le vigila manteniendo los ojos abiertos mientras puede. El pajar da brincos y fluctúa ante ella, y entonces se duerme.
Es de noche, Thomas enciende cerillas en su rincón, junto a la pared. Las mantiene encendidas un breve momento y Lore le observa. Es una sombra contra las vigas. Las manos curvadas en torno a la llama, rígidos el cuello y los hombros. No mira a su alrededor. La tercera vez, Jüri llama a Mutti. Thomas apaga la cerilla y se acuesta. Nadie habla. Lore vuelve a dormirse y al cabo de poco Thomas enciende otra cerilla. Esta pauta continúa hasta que el cielo muestra su luz a través de las tablas del techo. Entonces Lore se sienta y Thomas se tumba a dormir.
El sol calienta el cabello y los brazos de Lore. El dolor de cabeza aún persiste, pero no con tanta intensidad y ella ha salido, de nuevo, a la carga.
Liesel no quiere quitarse los calcetines. Las ampollas le han estallado y la sangre se ha endurecido. Lore despega la negra lana de la piel levantada, pero las llagas se abren. Liesel grita y Lore la obliga a mojarse los pies en el arroyo. El agua ablanda la sangre seca y los calcetines se separan con mayor facilidad. Liesel tiene los pies en carne viva y los dedos hinchados, pero su hermana los lava suavemente, con agua fría. Luego la pequeña se tumba de espaldas y mantiene los pies limpios en alto para que les dé el sol. Dice que eso ayudará a que curen más rápido y Lore se ríe.
Peter duerme en la hierba junto a la orilla y Lore camina dentro del agua. Se agacha en la corriente poco profunda y disfruta con el roce del líquido sobre su reseca piel. Se quita la ropa debajo del agua y limpia el sudor y la enfermedad del vestido. Se siente como atontada, todavía un poco débil. Hambrienta. Echa un vistazo al granero, al grupo de árboles que hay allí cerca. Puede ver a los gemelos, se persiguen alrededor del edificio. Thomas está entre los árboles, de espaldas a ellas, recogiendo leña. Lore sale del agua, desnuda, y se pone las prendas mojadas. Se las abrocha con rapidez, vuelta de espaldas al granero. Sale a la orilla, cuelga la ropa interior de los arbustos y empieza el resto de la colada. Liesel se pone en cuclillas a su lado, junto al rompiente del agua.
—Thomas asegura que es peligroso hablar de Hamburgo.
—¿Cuándo ha dicho eso?
—Ayer, mientras dormías.
—¿Y cómo sabe él lo de Hamburgo?
—Le dije que Mutti y Vati nos esperan allí y él me dijo que no debíamos hablarle a la gente de Hamburgo, porque no nos está permitido cruzar la frontera.
—¿Qué frontera?
—La de la zona británica. Hamburgo se encuentra allí. Ahora estamos en la zona de los norteamericanos. Y también hay una zona rusa y otra francesa.
—Eso ya lo sé, tonta. No le contarías nada de lo del campo de refugiados, ¿verdad?
—¡No! Le dije que Mutti estaba en Hamburgo. No soy una estúpida, Lore.
—Restriega más fuerte, Liesel. Mira cómo lo hago yo. Ves, todavía está sucio.
—De todos modos, eso es una mentira. Y Mutti siempre dice que no debemos mentir.
—Ahora las cosas han cambiado, Liesel. Así de sencillo… Todo ha cambiado.
El dolor vuelve a hacer acto de presencia detrás de sus ojos.
—Pero Thomas es alemán. ¿Por qué debemos mentir a los alemanes también?
—No le conocemos. Sólo hay que hablar con gente a la que conozcamos.
—Yo le conozco. Pienso que es bueno. Nos está ayudando… Nos trajo comida cuando estabas enferma en el granero. Y asegura que puede ayudarnos a llegar a la frontera. Dice que es peligroso que vayamos solos.
—¿Y él qué sabrá? Mutti no nos habría ordenado que viajáramos a Hamburgo si fuese peligroso, ¿no crees? Es de tontos decir estas cosas. Acércame tus calcetines. Hay que lavarlos también.
Liesel camina con movimientos estrafalarios apoyándose sobre los laterales de la planta de los pies para proteger las ampollas.
—Thomas dice que los rusos nos odian. Que todos los enemigos nos odian. Que no confían en nosotros y que por eso no existe ninguna Alemania ahora. Sólo zonas. ¿Es eso cierto, Lore?
—No quiero seguir escuchándote, Liesel. Así que puedes callarte ya.
Los destellos del agua le producen escozor en los ojos.
—También dice que castigarán a todo el mundo. Sobre todo a los hombres. ¿A Vati lo van a castigar?
—¿Qué le has contado de Vati?
—Nada.
—¿Anneliese?
—Le dije que estaba en Hamburgo, con Oma. Es lo que tú me aseguraste.
—¿Seguro que no le has dicho nada más?
Lore pellizca con fuerza la piel del dorso de la mano de su hermana hasta que la zona adquiere una tonalidad azul.
—¡Ay! ¡Lore! ¡Yo no he hecho nada malo! Thomas quiso saber dónde estaban Mutti y Vati y yo le respondí que en Hamburgo. Que íbamos a quedarnos en casa de Oma, tal como tú nos dijiste. No le he contado nada más.
Lore suelta la mano de Liesel y aparta el sudor de sus ojos.
—No le harán daño a Vati, ¿verdad?
—No, claro que no. Vati está a salvo. Y ya basta. No volveremos a hablar de esto nunca más.
Cada una lava la sangre de un calcetín y luego los tienden para que se sequen.
Thomas insiste en que no deben continuar el viaje hasta que Lore se encuentre del todo bien. Los niños disfrutan de los dos días de descanso y nadan en el arroyo, pero Lore está intranquila. Vigila a Thomas todo el tiempo y se pregunta qué sabrá él de las represalias. Espera las preguntas sobre Mutti, Oma, Hamburgo o Vati, pero las preguntas no llegan. Thomas se da cuenta de que ella le observa, asiente con una inclinación de cabeza, medio sonríe, y Lore no consigue ver la expresión de sus ojos.
Al tercer día, poco después del amanecer, Lore comprueba que Thomas está durmiendo, a continuación saca las fotografías de Vati de la bolsa y se interna entre los árboles, detrás del granero. Con las manos excava un hoyo y las entierra tan hondo como puede. Aprieta firmemente la dura tierra con el tacón y disimula el sitio mediante ramitas y hojas. Después corre entre los árboles para confundir sus huellas, y antes de regresar al granero toma la precaución de lavarse las manos en el arroyo.
Thomas todavía duerme en su rincón, de espaldas a la pared. Lore vuelve a acostarse junto a sus hermanos y tira de la manta para cubrirse los brazos. Ha adquirido la seguridad de que nadie podrá encontrar las fotografías, pero aun así no consigue que se le cierren los ojos.
Hace media hora que han cambiado de dirección, tan pronto como el río surgió ante sus ojos. Todavía se dirigen hacia allí, pero ya no en línea recta. Se aproximan a la ancha corriente de agua en diagonal. Caminan a lo largo del río al mismo tiempo que hacia él, retrasando la necesidad de cruzarlo. Las hierbas están crecidas y el suelo es irregular; caminan como si ya lo estuvieran vadeando.
Allí al frente, a medio kilómetro, hay un puente. Los pilares de piedra todavía sobresalen del lento curso del río, pero no hay nada que los conecte. Lo dinamitaron y los restos fueron arrastrados por la corriente. Al otro lado del río se divisa un cráter lleno de agua y la carretera aparece cuarteada, llena de agujeros también. Una excavadora ha dejado profundas huellas en el barro de la orilla, que ha adquirido la misma dureza que la piedra al secarse con el calor del verano.
Caminan en silencio a lo largo del río, por debajo del muro de protección contra las inundaciones, casi a nivel del agua. Las protecciones del río han sufrido daños con la guerra y el terreno se ha vuelto cenagoso. El agua se filtra a través de los agujeros de las botas. Thomas acarrea la bolsa, Liesel lleva a Peter y Lore el fardo atado a la espalda. Los gemelos caminan tras ella. Escucha el chapoteo de sus botas marcando el compás al mismo ritmo que ella.
Salen a la carretera, que sube empinada hacia el puente. Los gemelos corren hasta lo alto y se detienen al borde, donde la vía se interrumpe con brusquedad. Unos retorcidos dedos de metal sobresalen de la piedra bombardeada. Los muchachos se tienden boca abajo, la cabeza colgando por el borde, y gritan contra el agua. Sus risas resuenan al chocar contra los pilares de piedra. Thomas se detiene también. Regresa junto a Lore y al pasar cerca de Liesel le coge al pequeño. La chiquilla trota para reunirse con sus hermanos.
—Si han bombardeado este puente, significa que habrán derribado otros muchos. Imagino que todos los que podamos encontrar en un día o dos de marcha.
Lore le coge a Peter y los gemelos corren carretera abajo.
—¿Habrá que cruzarlo a nado, Thomas? Desde arriba se puede ver el fondo.
—No es muy profundo.
—¿Habéis visto el fondo?
Thomas baja hasta la orilla. Lore se pone en cuclillas para aliviar la espalda y sienta a Peter frente a ella. El río es bastante ancho. Unos cuarenta metros.
—No quiero nadar al otro lado, Lore.
—Lo sé, Liesel.
—No es muy hondo. Díselo, Lore. Desde arriba, en la carretera, se podía ver el fondo.
—Aun así, no quiero.
Thomas los llama para que bajen. Lore puede ver el fondo del río, el agua por lo menos llegará hasta el pecho. Por encima de la cabeza a los gemelos. Cada pilar tiene una base ancha que forma una repisa a un metro por debajo del agua. Thomas le indica por señas a Lore que se acerque a la orilla.
—Podemos nadar entre un pilar y el siguiente, y descansar en las repisas.
—Es demasiado profundo.
—Podríamos hacerlo por etapas.
—No quiero, Lore.
—Sólo hay unos cuatro metros entre los pilares.
—¡Es muy fácil! ¡Sólo cuatro metros!
—Cállate, Jochen.
Thomas se aproxima a Lore y ésta saca pecho.
—Se mojarán nuestras cosas.
—Pero hace calor. Al llegar al otro lado podemos secarlas. Encenderemos un fuego y acamparemos allí para pasar la noche.
—Los bultos pesan demasiado.
Lore vuelve a ponerse en cuclillas, cambia el peso del fardo sobre los hombros. Thomas empieza a caminar por el borde del río recogiendo restos de madera que el agua ha arrojado a la orilla. Los muchachos se le unen.
—Sólo trozos grandes, dos veces el tamaño de éste… Tendríamos que caminar muchos kilómetros para encontrar otro puente. Y, en caso de encontrar alguno, lo más probable es que estuviera como ése. Podríamos perder un día o dos, incluso puede que más.
—¿Y una barca?
—¿Qué barca? Sin duda perderíamos más tiempo esperando a que aparezca una barca.
Junto a Lore, contrariada, Liesel da una patada en el suelo.
—¿Y cómo vamos a pasar a Peter?
—Lo llevaré yo. Me lo atáis a la espalda y yo nado con él. Es muy sencillo.
—No.
Thomas junta varios trozos de madera y los ata para formar una especie de armazón. Una esquina con un pañuelo, otra con su camisa, la tercera con la camiseta de Jochen. Luego saca una de las medias de Liesel de la bolsa y ata la última esquina. Coloca la bolsa en el centro y deposita el armazón sobre el agua. Flota. La bolsa se comba en el centro, y en uno de los extremos es más pesada que en el otro, pero consigue mantenerse en la superficie. Thomas ata el extremo de la otra media de Liesel en una de las esquinas.
—Así podré tirar de la balsa, ¿veis? Primero llevaremos esta bolsa al otro lado, luego yo vuelvo y me llevo el fardo.
Lore no le mira. Observa cómo la carretera se aleja serpenteando al otro lado del río.
—Esto nos llevará media hora. Podremos secar nuestras ropas y caminar un poco al atardecer.
Lore tira del nudo con que sujeta el fardo a su espalda.
—O quedarnos allí a pasar la noche.
—A Peter lo llevo yo, no tú.
—Como quieras.
Thomas se quita las botas y ata juntos los cordones. Luego se las cuelga del cuello, se abrocha la chaqueta y se mete en el agua junto con su armazón flotante. Cuando el agua le llega a la cintura empieza a nadar y, sujetando la media entre los dientes, tira de la bolsa hasta el primer pilar. Al llegar allí se pone en pie sobre la repisa, sobresaliendo del agua, tira del armazón. Se vuelve hacia ellos y les saluda con la mano. La manga chorrea agua formando un arco y los gemelos estallan en risotadas al tiempo que le devuelven el saludo. Acto seguido echan a correr hacia el agua, pero Lore les ordena que regresen.
—Sí, esperad. Voy a cruzar yo primero y luego vuelvo para ayudaros.
Dicho esto, Thomas baja del pilar, se sumerge en el agua y nada hasta la siguiente repisa. Los muchachos se sientan en cuclillas al borde del río, atentos, y se atan los cordones de las botas, tal como le han visto hacer a Thomas. Lore aprieta la mano de Liesel y le indica que se quite las botas también.
Thomas ha superado ya más de la mitad del río. Todavía está nadando. No ha vuelto a mirar hacia atrás y Lore se pregunta distraída si regresará para ayudarles. Calcula lo que hay en la bolsa. Comida y ropa. La última lata de carne. Pero no hay dinero ni nada de valor. No será una gran pérdida. Al llegar a la otra orilla, Thomas sale del agua y arrastra la bolsa tras él. No se vuelve a mirar hacia atrás y tampoco saluda. Sigue subiendo hasta la carretera y desaparece de la vista. Los gemelos se levantan y se vuelven hacia Lore. Ella se encoge de hombros y mentalmente efectúa una lista. La lata de carne, media hogaza de pan, tres mantas y el abrigo de Liesel. Todavía conserva los impermeables, dos mantas, los abrigos de los gemelos, la chaqueta de Peter, el broche de Mutti, el dinero… Nada de comida.
Thomas vuelve a bajar desde la carretera y se interna en el río. Lleva consigo el armazón, pero no la bolsa ni su chaqueta. El pecho le brilla pálido contra el color marrón de la orilla del río. Les saluda y empieza a nadar, y en la travesía de regreso tan sólo se detiene en el pilar de en medio. Empuja la balsa ante sí sobre el agua y, a pesar de que no pueden oírle, les habla mientras nada. Su piel reluce en las lóbregas aguas y mueve los omóplatos como si fueran alas puntiagudas.
—Hay un buen sitio para encender una hoguera no lejos de la orilla. De todos modos, he tendido las mantas y demás cosas en los arbustos para que se sequen. No será difícil con este sol. No se han mojado demasiado. Además, hay mucha leña por allí.
Llega jadeante, la piel verdosa. Se acuclilla en la orilla y respira hondo mientras Lore y Liesel envuelven el fardo con los impermeables. Los gemelos se quitan la camisa y la embuten dentro de los calzoncillos. Las botas les bambolean ya del cuello. Lore coge la manta más delgada y la rasga en dos. Sostiene a Peter contra el pecho y Liesel ata la manta alrededor de los dos. Thomas se pone en pie.
—Deberías atártelo a la espalda, así estará fuera del agua cuando nades.
—Nadaré de espaldas.
Lore ata la otra mitad de la manta en torno a sí y la anuda con fuerza alrededor del pecho de Peter. Los brazos del pequeño quedan inmovilizados debajo de la manta y mientras bajan a la orilla no para de protestar y patalear. Los gemelos colocan el fardo en el centro del armazón. Thomas comprueba los nudos y dice a los muchachos que lo arrastren entre los dos. Que él ayudará a Lore y a Peter. Pero ésta le contesta que mejor ayude a Liesel.
Los gemelos son los primeros en iniciar la travesía. Nadan seguros y serios hasta el primer pilar. Al llegar allí, Jüri sube sobre la repisa y les saluda. Jochen patalea dentro del agua y ríe. Lore les devuelve el saludo y Thomas aplaude. Parten hacia el siguiente pilar.
Liesel permite que Thomas la coja de la mano y la ayude a entrar en el río. Se vuelve a mirar a Lore, pero continúa andando hasta que el agua le llega a la cintura.
—¡Está fría, Lore!
—No pasa nada.
La niña se desliza sobre el agua y nada, chillando y chapoteando. Thomas nada a su lado y las brazadas de ella se apaciguan. Saluda con la mano cuando llega al primer pilar. Lore observa que está sonriendo.
Los gemelos todavía están cruzando, aunque han superado ya la mitad del río, deteniéndose en cada pilar. Encorvan los hombros por encima de las orejas a causa del frío pero vuelven a saltar al agua, tirando del fardo entre los dos. Lore se ata las botas alrededor de la cintura y entra en el río. Thomas ayuda a Liesel a subir a la repisa del segundo pilar y él se mantiene en el agua.
—¡Retrocede y espérame! Vendré por vosotros en cuanto termine con los demás.
Lore no le hace caso y sigue internándose en el agua. Peter se revuelve sobre su estómago, incómodo con las ataduras de la manta. Intenta mirarla a la cara y la suave cabeza presiona contra la barbilla de ella. Respira jadeante. Lore le estrecha entre sus brazos temiendo que se le vaya a escurrir a pesar de haberle atado fuertemente. El lecho del río pasa de los agudos guijarros al blando lodo, sedoso contra sus pies, y caliente si lo compara con el agua. Lore se hunde en el limo hasta los tobillos. Nota el agua densa alrededor de los muslos y con pasos rápidos se interna todavía más.
Nota el agua más fría, ahora que ha salido de la parte menos profunda. Los huesos de los tobillos le duelen y el estómago se le encoge, se contrae como si quisiera apartarse del agua. El suave tirón de la corriente le dobla las rodillas. Cuando los pies de Peter rozan el agua, el pequeño chilla y patalea. Salpicaduras heladas brillan contra el sol. Lore ve que Thomas nada hacia ellos. Ha dejado a Liesel en el pilar y le grita que regrese a la orilla. Lore se vuelve de espaldas a él y se tiende sobre el agua, manteniendo los brazos alrededor de Peter mientras se da impulso con las piernas.
De repente, el frío del agua le vacía de aire los pulmones. Las botas, muchos más pesadas al llenarse de agua, la arrastran de la cintura. Extiende los brazos para mantener el torso a flote, pero ya es demasiado tarde, y arrastra consigo a Peter bajo el agua.
Cuando vuelven a salir a la superficie, el pequeño está chillando, rígido contra su pecho, tensando los bracitos para liberarse de las mantas. Lore percibe el sabor de la arenilla del río en la boca. No toca el fondo. La cabeza de Peter vuelve a estar bajo el agua. Lore patalea, empuja los brazos para recuperar el equilibrio, tose y se tiende de espaldas sobre el agua. Oye los chillidos de Peter a través del muro de agua, como hielo en torno al cuello. Las botas le golpean fuertemente los muslos al impulsar las piernas contra la corriente. Peter tiene la cabeza fuera del agua, pero su cuerpo sigue dentro del frío río, atado al de ella. Entonces el agua penetra de nuevo en la boca de Lore y se hunde otra vez.
Thomas nada por debajo de los dos, introduce ambos brazos bajo las axilas de la muchacha y tira de ella fuera del agua, junto con Peter. Lore sufre varias arcadas, quiere gritar. Thomas la empuja sobre la repisa y sus fríos huesos entrechocan con las piedras. Se pone en pie fuera del agua y Thomas desata las tiras de manta. No está enfadado, como temía ella. Peter continúa chillando, pero ahora con lágrimas en los ojos, y ya no está tan rígido. En cuanto le sueltan los brazos, se iza sobre el pecho de Lore y entierra la cara en su cuello. Liesel aguarda de pie sobre el siguiente pilar, observándoles, rodeando la columna con ambos brazos. Los muchachos han llegado ya al otro lado del río y les están mirando. Thomas les grita que enciendan una hoguera y a Liesel que espere a que lleguen a su lado. La niña asiente, temblorosa y en silencio.
Thomas aparta a Peter del pecho de su hermana y el pequeño estalla de nuevo en chillidos, los puños y los pies atacando al aire con furia. Pero Thomas vuelve a colocarlo sobre los hombros de Lore, en lo alto, de modo que pueda aferrarse con las manos al cuello. A continuación retuerce las chorreantes mantas dentro del río y las ata en torno al pequeño y al pecho de Lore. Al tensarlas, Peter protesta, pero ella no dice nada. Después de comprobar los nudos, se cuelga las botas de Lore en torno al cuello y vuelve a deslizarse dentro del agua. Tiende las manos hacia ellos.
—¿Listos?
Lore vacila, fija la mirada en el brazo tendido, en la mancha azulada bajo la pálida piel: el tatuaje a medio camino entre la muñeca y el codo. Números. Borrosos. Como si el agua del río se hubiera filtrado bajo la piel y la tinta se hubiera corrido. Thomas la coge de la mano y Lore se sienta obediente en la repisa, dentro del agua. Peter se le agarra al cuello, pero se muestra tranquilo. Thomas la suelta para que ella se deslice dentro del río y nada con ella hasta el siguiente pilar. Peter respira jadeante junto al oído de su hermana. Thomas les sonríe para darles ánimos. Liesel la ayuda a subir a la repisa y descansan unos minutos en silencio, mientras Thomas patalea en el agua a su lado. Luego nadan todos juntos. Cuando llegan al último pilar, saludan con la mano a Jüri, que les aguarda en la orilla.
—¡Hemos encendido una hoguera!
Señala con gestos hacia lo alto de la pendiente. Antes de llegar a la orilla, Peter empieza a llorar otra vez, pero ya no está irritado; llora de frío. Salen del agua. Liesel tiene los labios perfilados de azul y Lore nota las piedras debajo de los pies. Ninguno de ellos puede desatar los nudos de las mantas de Peter. Hasta Jüri tiene los dedos debilitados por el frío. Suben todos juntos la pendiente hasta la carretera. Al otro lado, en una hondonada, sus mantas y sus prendas están tendidas encima de los arbustos para que se sequen y Jochen está en el centro, alimentando el fuego. A golpes, con una piedra afilada, ha abierto la última lata y ha cortado la hogaza a rebanadas, que tuesta sobre unas piedras planas alrededor de la hoguera.
—El pan se humedeció en la bolsa.
A Lore la despiertan los murmullos de los gemelos al otro lado del fuego. Liesel y Peter duermen junto a ella, y siente que el brillo de las ascuas le calienta las mejillas. Permanece tendida en silencio, escuchando a sus hermanos, identificando sus voces. Los murmullos de Jüri tienen un tono agudo, contenido; los de Jochen son más audaces. La tercera voz, queda, contenida, pertenece a Thomas.
—Estuve por el este antes, cuando ellos todavía combatían.
—¿Quiénes? ¿Los yanquis o los rusos?
—Los rusos. Hacia el este pasé por un bosque que estaba atestado de soldados rusos.
Thomas señala el oscuro horizonte, su brazo una sombra irregular contra la noche azulada.
—¿Y les disparaste?
—No, no tenía armas.
—Yo tendré una, cuando sea soldado.
—¿Pero luchaste con ellos?
—Iban armados, así que tuve que esconderme para que no me vieran.
—¿Y te encontraron?
—No… Los rusos robaban montones de cosas en las aldeas, pero luego las tiraban. En aquel bosque conseguí este traje.
—¿Y qué hiciste después?
—Por la noche, cuando dejaron de disparar, huí de nuevo a la zona americana.
—¿Por qué huiste? Yo les habría robado un fusil mientras dormían.
—Es mejor mantenerse alejado de los rusos… Además, cuando llegué a la zona americana me dijeron que la guerra se había acabado. Yo ya lo sabía. Desde hacía varias semanas. Cuando llegaron los rusos, todo se acabó.
Lore ordena a los gemelos que se duerman. Los muchachos permanecen acostados en silencio, pero Thomas se tapa con la manta y no para de moverse. Lore cierra los ojos y escucha los movimientos del joven. Al cabo de unos minutos, éste se incorpora y pone más leña sobre las ascuas, luego sopla para que prendan las llamas. Después se aparta de los gemelos y apoya la espalda contra el tronco de un árbol, a poco más de un metro de donde yace Lore.
Ésta se despierta en cuanto los pájaros empiezan a cantar. El cielo todavía está oscuro, pero el fuego se ha apagado. Thomas está despierto, junto al árbol.
Cuando Lore vuelve a despertar, tiene el cabello mojado por el rocío y Peter está temblando. Hay luz en el lejano horizonte. Mira hacia el árbol y descubre que Thomas se ha dormido. Ha resbalado hasta el suelo y el brazo, tendido sobre la húmeda hierba, próximo a su cuerpo, sobresale pálido y delgado de la manga. Lore distingue otra vez el tatuaje, así como las prominentes venas que bajan desde el codo hasta la muñeca. Rueda en silencio sobre sí misma, fuera del impermeable y por encima del frío suelo, en dirección al brazo extendido. No demasiado cerca; no quiere despertar a Thomas. Sólo lo necesario para examinar los oscuros números marcados bajo su pálida piel. Líneas azul verdosas, algunas perfiladas por un rosa pálido. Pequeñas escamas de piel muerta se separan de las cicatrices que acaban de sanar. Lore contiene la respiración mientras observa a Thomas, temerosa de que cualquier pequeño movimiento pueda despertarle. Pero él sigue durmiendo, los ojos bailándole debajo de los párpados, mientras el amanecer se levanta poco a poco.
Lore regresa rodando sobre el impermeable y se queda tendida de espaldas, cerca de Peter. El cielo aparece dorado en los bordes y azul en lo alto. La niebla se extiende como leche sobre los campos.
En el pueblo, la gente les informa que sin papeles nadie pasa al otro lado. Tanto los británicos como los americanos recorren en jeep la frontera arriba y abajo. Si no tenéis papeles, os obligarán a retroceder, les dicen. Si no tenéis los papeles en regla os llevarán de regreso al sitio de donde salisteis y os meterán en la cárcel. Thomas pregunta en qué consiste eso de no tener los papeles en regla, pero nadie sabe decírselo con seguridad; sólo cuentan lo que ven.
Lore mendiga unas patatas. Thomas enciende una hoguera junto al camino y las entierra entre las ascuas. Esperan en silencio, fija la mirada en las llamas. Todavía es temprano, un gris amanecer, y les aguarda la larga caminata de cada día. Lore arranca con los dedos un trozo de patata caliente para Peter y se quema. Sopla para enfriar el tubérculo. Thomas se come las pieles chamuscadas de su ración y los gemelos le imitan, tiznándose la cara con la ceniza caliente. A Liesel vuelve a sangrarle la boca y no quiere comer nada. Se frota las encías, enseña a Lore los dedos húmedos y rojos y se echa a llorar. Lore le da un trozo de patata chamuscada y le dice que coma; le promete que en el siguiente pueblo conseguirán un poco de sal para que se frote las heridas. También ella tiene una úlcera en el labio inferior y se la irrita frotándosela con la lengua, harta de las quejas de su hermana.
Dentro de la barcaza está oscuro y, a pesar de que el golpeteo del motor se ve amortiguado por el carbón, sienten sus vibraciones contra las piernas. El barquero les proporciona unos sacos deshilachados, para que se oculten en caso de que lo registren en la frontera. Se muestra inquieto por tener que llevar a Peter, temeroso de que le dé por llorar. Lore intuye que está cambiando de idea. Thomas le habla con voz queda, persistente, al tiempo que aprieta dentro de su mano el broche de Mutti. El barquero asiente, evita mirarle a los ojos forzándose a mirar corriente arriba. Luego les empuja abajo, a la bodega, con las toscas manos que dejan manchas de carbonilla sobre sus hombros.
La bodega está llena, la carga baja en pendiente por los laterales y la proa. Se arrastran a lo largo de las paredes de la barcaza hasta donde no puedan verles desde la escotilla. Lore abre la marcha, con los cantos del carbón clavándosele en las rodillas, y Liesel cogida de la manga de su vestido, atemorizada por la oscuridad y el ruido de la bodega.
Los gemelos se acuclillan al pie de la pila, con Liesel agachada a su lado. Lore se queda junto a Thomas, sujetando a Peter sobre el estómago. Con la escotilla cerrada están totalmente a oscuras. No se filtra la más mínima luz. Lore mira hacia la oscuridad abriendo los ojos de par en par, pero no consigue ver nada. De modo que se concentra en escuchar a los otros en medio del ruido ensordecedor. El movimiento de las pequeñas botas de los gemelos sobre el carbón, la jadeante respiración de Liesel. Peter lloriquea un rato y luego se queda callado, un peso tranquilizador sobre el pecho de Lore. Percibe el brazo de Thomas contra el suyo, la tosca lana de la manga de su chaqueta le roza la piel con cada respiración. Vuelve la cara hacia él, pero sólo consigue ver la negrura. El aliento del joven choca cálido contra su barbilla. Húmedo, con un leve olor a acidez. Con suavidad, aproxima un poco más la cabeza hacia él. Thomas contiene la respiración. Lore se queda inmóvil y él empieza de nuevo a respirar.
El barquero insiste en que no puede correr riesgos y les pide que se vayan. Se disculpa una y otra vez, desata el pañuelo con que había envuelto el broche de Mutti. Dice que al menos ahora están más cerca, sólo a media hora de la frontera. No para de hablar, de moverse; les da unas rebanadas del pan que ha hecho su mujer, carbón para que hagan fuego.
Los niños parpadean bajo el sol de media tarde, soñolientos por las horas que han pasado en la oscuridad, sacudiéndose el polvo negro de las manos y las rodillas. Peter llora y tose y ellos se despiden. Lore lo lleva en brazos y encabeza el grupo, furiosa, pateando el suelo al andar. El día se ha echado a perder, las horas de oscuridad han sido enervantes. Thomas avanza encorvado y sucio bajo la luz del atardecer. Evita mirarle a la cara; no le gusta pensar en que haya estado recostada tan cerca de él. Pronto tendrán que acampar, pero primero quiere acercarse todo lo posible a casa. Camina paralela al río, siguiendo las instrucciones del barquero, apresurando el paso siempre hacia el norte.
—Nuestra madre está con los americanos.
Thomas asiente. Los niños se han quedado rezagados. Lore nota las piedras a través de la suela de las botas.
—En un campo de refugiados. Dirigido por los americanos.
—Ya.
—No es una cárcel para criminales.
—Claro que no.
—No se lo digas a nadie, por favor. Por si acaso…
Thomas asiente de nuevo. Pasan por dos aldeas. Piden un poco de comida; les dan leche para Peter y agua caliente para que se laven. Lore encuentra un trapo de colores vivos con el que Liesel se envuelva la cabeza y Thomas se afeita. Él y Lore vuelven a ir a la cabeza.
—Yo estuve en la cárcel.
—¿Cuándo?
—Durante una buena temporada.
—¿Crees que a Mutti la retendrán mucho tiempo?
—No lo sé. No conozco las cárceles de los americanos.
—No es una cárcel, es un campo de refugiados.
Descansan brevemente en la tercera aldea, beben agua del pozo. A Jochen se le ha despegado la suela de una de las botas y, con cada paso, le suelta una sacudida. Lore desgarra uno de los pañales para hacer tiras de tela con las que atársela. Luego prosiguen su camino.
—¿Era rusa la cárcel donde estuviste?
—No, alemana. Pero me fueron trasladando. Estuve en distintas cárceles, lugares a los que nos llevaban para que hiciéramos trabajos forzados.
—¿En nuestras cárceles?
—Sí. Hasta que llegaron los americanos.
De nuevo hace calor. Guardan silencio durante un rato, cada uno reflexionando acerca de lo que ha dicho el otro. A Lore el sudor le resbala por la espalda, por debajo del atado. Thomas continúa con la chaqueta puesta. Tiene la cara húmeda debajo del sombrero.
—¿Eres un delincuente?
Thomas ladea la cabeza, pero no contesta.
—¿Qué fue lo que hiciste?
Sus mandíbulas se mueven para formar lo que parece una sonrisa.
—¿Antes de ir a la cárcel?
Lore se encoge de hombros. Ahora no quiere saberlo. Se vuelve hacia los niños, que les siguen a cierta distancia, consciente de que ha hablado demasiado.
—Robaba a la gente. Dinero. Y también el nombre.
Lore avanza al mismo paso que Thomas, pero no hace ningún comentario. Confía en que él no le cuente nada más.
—¿Y qué ha sido de tu padre?
Lore se rezaga. Thomas continúa caminando, no se vuelve a mirar hacia atrás, pero también afloja la marcha. Los pasos de los chicos suenan más fuerte, más cerca, y Lore aguanta la cháchara de Peter. Sigue los pasos de Thomas, fija la mirada en sus tacones, manteniendo un espacio vacío entre él y sus hermanos mientras avanzan.
—Si os mando llamar, no digáis nada. Dejad que hable yo. Seré vuestro hermano. Nuestros padres están muertos. Tanto nuestra madre como nuestro padre. Sólo tenéis que darme la razón. Esta vez podemos decir que nos dirigimos a Hamburgo, pero es mejor que hable yo. Si os preguntan algo, haced como que no lo entendéis. Ya contestaré yo. Soy vuestro hermano, recordadlo.
Thomas se adelanta hacia el control de la frontera. Ellos se detienen y esperan, ven que habla, gesticula, vacila, habla otra vez. Saca los documentos del bolsillo, se sube la manga. Los soldados les observan a ellos mientras Thomas habla, señala, se encoge de hombros. Le devuelven los documentos y él regresa a su lado. Mira a Lore, niega con un movimiento de cabeza, se disculpa. Les lleva de nuevo a la carretera por el mismo camino que han llegado. Una vez fuera del punto de mira del control, atajan campo a través, paralelos a la frontera.
Continúan caminando durante el anochecer siguiendo el lindero de un bosque. Cuando sale la luna, Thomas los conduce entre los árboles. Parece que no tenga la intención de detenerse. Hay un momento en que Lore lo pierde de vista, su traje negro se funde con la densa oscuridad que les precede. Le llama, acelera el paso. Los niños están demasiado cansados para seguir su marcha. Lore frunce los ojos en busca de algún movimiento entre los arbustos, se detiene, vuelve a llamar a Thomas. Se queda inmóvil, percibe el ruido de ramitas al quebrarse, de hojas que se mueven bajo unas pisadas.
Lore llama de nuevo a Thomas y éste le contesta. Se encuentran entre los árboles.
Regresan juntos en busca de los niños y deciden detenerse allí a pasar la noche. Peter llora bajito hasta quedarse dormido y Lore lo deja tranquilo.
Al otro lado del bosque se encuentran con las vías del ferrocarril y siguen caminando por los raíles. En todo el día no se cruzan con ningún tren, pero a última hora de la tarde llegan a una pequeña estación que muestra los estragos de un bombardeo. Los conejos corren a sus anchas por los cráteres de las bombas y de las dependencias sólo queda el armazón, pero han reparado las vías.
Hay varios grupos de hombres reunidos en el andén. Todos son delgados, como Thomas. Lore los observa mientras éste habla con ellos. A la mayoría les faltan algunos dientes y tienen las mejillas hundidas; muñecas y tobillos abultados al final de unas extremidades largas y poco desarrolladas. Unos dicen que esperarán a que pase un tren. Otros comentan que intentarán cruzar la frontera. Unos pocos lo han intentado ya. Aseguran que la mayoría de las veces les obligan a retroceder, pero que puedes tener suerte… Que mientras sigas por la carretera no te dispararán. Peter se despierta y empieza a llorar. Lore deja de escuchar y acude a sentarse con los niños. Ayuda a Jochen a anudarse las tiras de tela en torno a la suela de la bota.
Thomas se acerca presuroso, alterado.
—Hemos entrado en la zona rusa. Estamos al otro lado de la frontera. Debimos de cruzarla en el bosque. Tal vez durante la noche.
Agarra con fuerza el brazo de Lore.
—Hay que regresar al bosque. Ahora mismo. Tenemos que seguir caminando. Podremos dormir cuando se haga de día y caminar de nuevo mañana por la noche.
—Ahora no podemos seguir. Hemos estado caminando todo el día. ¿Por qué no nos quedamos a dormir aquí? Thomas, por favor… No quiero dormir otra noche al raso.
Thomas se lleva a Lore donde los niños no puedan oírle. Le habla en susurros. Está tan cerca de ella que el ala de su sombrero le roza la cabeza. Pero sus ojos miran en otra dirección: hacia los hombres del andén, hacia los árboles.
—Es más seguro caminar de noche. Mucho más seguro.
—¿Por qué no esperamos a que llegue un tren?
—A través del bosque podremos llegar a la zona británica. Alejarnos de los soldados.
—Pero estos hombres han dicho que te disparan si te apartas de la carretera.
—Se referían sólo a si sales corriendo de la carretera en el momento en que te dispones a cruzar. Bastará con que nos mantengamos alejados de los soldados, de los rusos.
—Pero ¿no están apostados por todos lados?
—No. Será suficiente con que vayamos con cuidado.
—Creo que sería mejor esperar el tren, Thomas.
—Vosotros no tenéis papeles. Sólo yo llevo documentación y con eso no basta. En el bosque hay sitios donde esconderse, en la carretera, no.
Thomas observa a los hombres del andén. Lore le mira las pestañas, la palpitación intermitente bajo la piel.
—¿Son rusos esos hombres?
—No, son alemanes. La mayoría.
—¿Y por qué tienen este aspecto?
—Porque han estado prisioneros.
Alrededor de los ojos de Thomas la piel es muy fina, casi azulada.
—¿En la misma cárcel que tú?
—No. Ellos eran soldados.
Los ojos de Thomas le examinan fugazmente la cara, pero acto seguido se vuelven hacia el bosque.
—Ni una palabra sobre esto, ¿entendido?
Lore asiente.
—Ya casi oscurece.
Thomas le suelta el brazo y Lore llama a los niños, se coloca el fardo más arriba, sobre los hombros. Caminan a lo largo de las vías y en el trayecto de regreso al bosque pasan por en medio de la estación. Aquellos hombres se han tendido en el andén dispuestos a dormir bajo lo que queda del antiguo techo. Sueltan unos ruidos agudos, jadeantes al respirar, la boca abierta al aire de la noche. Lore les observa por encima de la oscura sombra del hombro de Thomas. Fija la mirada en el hombre que tiene más próximo en el andén: su enorme cabeza está llena de cavidades y la piel le cuelga floja. El techo de la estación le protege de la luz de la luna y Lore no consigue ver si tiene los ojos abiertos o cerrados.
Cuando Thomas les permite acostarse, llevan ya mucho rato internados en el bosque. En los árboles, Lore ve esqueletos de personas: las raíces son las piernas, medio enterradas en el suelo; las ramas son dedos que se enredan en su pelo. Contempla la luna en lo alto, a través de las negras hojas, y siente la humedad de sus lágrimas en las orejas. Estrecha a Peter contra su pecho y presiona las frías manos contra la cálida espalda del pequeño. Éste se agita, pero no se despierta, y ella vuelve a dormirse.
Llega un tren que debe llevarlos al otro lado de la frontera. Guardan los billetes en las carteras escolares, pero los han doblado y vuelto a doblar tantas veces que están muy gastados y se rompen con facilidad. Lore los entrega al revisor, que les obliga a tumbarse en el suelo del vagón. A las personas que iban tras ellos en la cola las obligan a tumbarse encima. Lore siente la osamenta de esta gente contra su piel.
Thomas les hace levantar antes de que amanezca y vuelven a detenerse cuando hay excesiva luz. La zona británica tiene que estar en algún punto situado al frente, más allá de los árboles. Thomas está convencido de esto y continúa tranquilizándoles mientras extiende los impermeables para que se sienten. Ha encontrado un pequeño barranco lleno de arbustos, un sitio para ocultarse hasta que oscurezca. Les indica que deben sentarse separados unos de otros, ocultos por la maleza, y luego camina por la parte alta de la torrentera, para comprobar si se les puede ver. A Liesel le quita el pañuelo que lleva en la cabeza, porque el color rojo resulta demasiado visible entre las hojas.
Hay que estar muy quietos durante el día, les dice Thomas. Tienen que descansar, prepararse para la noche. Lore escucha sus murmullos atenta a los pequeños movimientos que se producen entre la oscuridad de los arbustos mientras Thomas habla. No consigue ver a Liesel ni a los gemelos, ocultos por la densa maleza que crece a su alrededor. Los abedules están cubiertos de follaje, un verde pálido que aletea a la más leve brisa. El suelo del bosque está cubierto de musgo blando y húmedo. Peter no para de dormir apoyado contra el hombro de Lore. Tiene hinchados los párpados, de un color amarillo grisáceo, y las venitas se transparentan azules a través de la piel de las sienes. Con el dedo, Lore le sigue la fina línea de los pómulos, le acaricia la cabeza, nota su cráneo tenso y duro bajo las yemas de los dedos. Intenta recordar cuánto hace que le dio de comer por última vez y cierra los ojos contra la luz del día. Los pájaros cantan, se concentran en lo alto de los árboles. Está soñolienta. Fría y paralizada. La falda se empapa con la húmeda tierra. Y entonces, a través de los árboles, un olor a guiso llega hasta ellos.
Liesel y los gemelos susurran imaginando lo que puede ser. Todos coinciden en que se trata de carne. Lore les dice que se callen, que sigan durmiendo: con retortijones en el estómago, la saliva fluyendo dolorosa en sus mejillas. Jochen se acerca arrastrándose entre los arbustos y con dedos famélicos le tira de la ropa.
Thomas también ha olido la comida. Se inclina hacia delante y su cabeza emerge entre las hojas. Vuelve la cara hacia el olor, localiza su procedencia: se retira un poco cuando el viento desvía el rastro aromático y aguarda a que regrese. Sale, pasa ante Lore y sube la pendiente para salir del barranco. Les susurra que se queden donde están y que guarden silencio. Hay que esperar. Ella piensa y confía: ahora la comida es más importante que la frontera. Presta atención a las pisadas del joven, al chasquido de las ramitas. Levanta a Peter sobre sus hombros y sale del barranco en pos de Thomas, hacia la comida. Liesel y los gemelos están muy cerca, detrás de ella. No logra ver al joven. Se detiene, mira a su alrededor.
Al otro lado de un claro hay una casa entre los árboles. Lore no ve a nadie pero de la chimenea sale humo. El claro tendrá un centenar de metros de diámetro. La hierba crece formando largas aglomeraciones y los arbustos de bayas están cubiertos de frutos diminutos, todavía verdes. Thomas es una silueta negra metida en medio del bosque que avanza en dirección a la casa.
—¡Ahí está!
Jochen lo señala y su voz llega muy lejos en la silenciosa mañana. Lore le sisea que calle dando un manotazo sobre su dedo. Pero el muchacho ya no está: ha salido disparado por el bosque; su camisa centellea, gris y blanca, cuando el sol la ilumina a través de las hojas.
Lore se sienta en el suelo cubierto de musgo junto con Liesel y Jüri, el pulso aporreándole los oídos. Thomas se va a enfadar. Los minutos pasan y el frío se extingue. Los pájaros cantan en lo alto. Peter todavía duerme en su regazo. Liesel se cambia a su lado, se tumba en el suelo. Lore se queda medio dormida.
Desde el otro lado del claro, Jochen grita, y a continuación lo hace Thomas. Jüri se levanta. Lore oye ruidos de botas y de metal entrechocando, carreras y ramitas que se rompen. Liesel levanta la cabeza, los párpados todavía pesados por el sueño. Lore mira a través de los arbustos y ve a Jochen que corre hacia ellos a través del claro. Percibe el aire que sale de sus pulmones igual que un hipo. Alguien dispara un arma, tres, cuatro veces.
Los pájaros de los árboles levantan vuelo, pero Lore no oye nada. Se agacha rápidamente y golpea con la barbilla contra la raíz de un árbol. Los dientes le castañetean en los oídos. Tiene húmedos los ojos, el suelo está frío, las hojas mojadas, y el ruido se repite. Jüri grita a su hermano. Más disparos. Lore tira de Jüri encima de ella, pegada contra el suelo.
—Se ha caído, Lore.
Jüri intenta levantarse de nuevo, pero ella lo retiene, los dedos sujetándole del pelo, mientras busca a Liesel. Las ramitas le pinchan los párpados y Jüri se retuerce bajo su garra.
—¿Dónde está?
Lore descubre la camisa de Jochen en medio de la alta hierba; un pequeño aleteo gris. Liesel está detrás de ella, en el suelo. Percibe su respiración, breve y sonora. De nuevo disparan el arma. Dos soldados rusos salen arrastrándose de entre los árboles. Avanzan rápidos sobre su vientre, a través de la hierba, en dirección a la camisa de su hermano.
—¡Jochen!
El grito de Jüri suena estridente al oído de Lore. Los soldados se pegan contra la hierba. Dos breves chasquidos metálicos y luego disparos entre los árboles. Las hojas tiemblan. Liesel jadea en el suelo junto a Lore. Peter llora sólo un instante. Luego todo es silencio.
Lore observa a los rusos que vuelven a avanzar a rastras. Cuando el primero llega junto a la camisa de Jochen, grita algo. El segundo sigue arrastrándose entre las hierbas. El primero despliega la camisa de Jochen hacia el otro. El aleteo gris desaparece en la alta hierba. Los dos soldados gritan: voces coléricas como latigazos. Lore rodea con sus brazos a Jüri y a Peter y aguarda nuevos disparos.
En medio de los gritos de los rusos llegan hasta ellos ruidos de pisadas, de ramitas al romperse, y también regresa el olor a comida. Thomas les obliga a levantarse.
—¡Rápido! Tenemos que largarnos ahora mismo. ¡Rápido!
Con una mano agarra la muñeca de Lore, le retuerce la piel. Ella se resiste, haciéndose más pesada. Entonces él la suelta, tira de Jüri para que se levante y lo empuja entre los árboles, lejos del claro.
—¡Vamos! ¡Rápido!
Está rabioso, los ojos muy abiertos. El cuello tenso como un cordel. Todos huyen entre los árboles.
La comida todavía está caliente. Thomas es el primero en comer. Se mete el pan en la boca y acto seguido puñados de estofado. Ordena a los demás que sigan vigilando y la comida le sale de la boca, chorreándole por la barbilla. Vuelve a introducirla con los dedos, mastica sonoramente, traga con rapidez, con dificultad. Luego pasa la cazuela a Lore y se levanta para vigilar. Lore coge un puñado de carne caliente y come, Liesel también come y llora. Jüri arranca trozos de la hogaza de pan y se los embute hasta hinchar las mejillas. Lore coge pellizcos de miga de pan y de estofado y se los mete a Peter en la boca. Éste se despierta, mastica con lentitud. Lore le aprieta los labios animándole a que trague. Jüri y Liesel rebañan las paredes de la cazuela con lo que les queda de pan. Entonces Thomas tira la cazuela entre los arbustos y prosiguen la huida.
Las huellas de los animales les guían a través de los altos helechos. Siguen agachados, inclinados hacia delante, arrastrándose. Peter vomita la comida, pero no llora. Lore lo sujeta con fuerza contra el costado procurando no sacudirlo demasiado mientras se abre paso entre la maleza.
No se despega de la espalda de Thomas y de vez en cuando se vuelve hacia atrás, en busca de Jüri y de Liesel. Y también de Jochen. Los helechos esparcen sus lágrimas por la cara y el cuello hasta introducirlas entre los cabellos.
Se encuentran con una zanja arenosa, alambre espinoso y, algo más allá, un poste metálico. Según Thomas, piensa que están en zona británica. Respira jadeante a través de la boca, el cuello reluciente por el sudor. Lore sigue llorando. Tiene fría la garganta y rígidos los pulmones, en carne viva. No logra absorber suficiente aire para llenarlos.
Thomas les dice que hay que seguir caminando, que no es bastante seguro todavía. Jüri pregunta si pueden esperar a que Jochen les alcance. Thomas se le queda mirando. Jüri se acerca a Lore, pero ésta quiere que sea Thomas quien se lo diga. Las lágrimas le resbalan por la barbilla, pero no se las puede secar porque tiene los brazos ocupados con Peter. La cabeza del pequeño cae pesada sobre su codo, entreabierta la boca. Lore se sienta en el suelo, traslada el peso dormido sobre su pecho y aguarda a que Thomas diga algo. Liesel se acuclilla a su lado y se frota las encías. Thomas no aparta los ojos de Jüri.
—Le han matado.
Lore se recuesta con Peter entre las piedras y llora. Jüri permanece inmóvil, diminuto.
Thomas se pone a gritar.
—¡Huyó por donde no debía! Tenía que haberse quedado entre los árboles. Debió quedarse en el barranco. ¡Todos vosotros! ¡Tal como os dije que hicierais!
Liesel se aprieta las rodillas contra el pecho. Lore intuye que Jüri la está mirando, pero no pude dejar de llorar. Los pájaros cantan entre los helechos, vuelan alto sobre sus cabezas. Peter duerme mientras ella llora bajo el pálido cielo.
Thomas les dice que si no continúan ahora, se irá sin ellos. Se pone en marcha y Jüri le sigue por el polvoriento sendero.
El heno desprende un olor dulzón. Lore yace despierta, acalorada, y escucha a los demás en la oscuridad. Los cuenta. Uno menos. Ahora no llora, pero tampoco puede dormir. El lecho es blando, siente seca la garganta y su hermano está muerto, lejos de allí.
Thomas se desliza poco a poco y en silencio acercándose a la escalera de mano. Lore le pregunta adónde va. Liesel y Jüri se yerguen. Thomas vuelve a tumbarse en el heno.
Thomas se dirige con Lore al pueblo para pedir comida. Dejan a Liesel y a Jüri en el granero, les indican que se queden en el pajar, que no se muevan. Thomas no quiere ir con ellos a Hamburgo. Lore marcha a su lado, le suplica:
—Tienes que venir con nosotros. Yo no sabría qué hacer.
—Ya no hay que cruzar más fronteras. Ahora podéis llegar a Hamburgo vosotros solos.
—Por favor, no nos dejes.
Thomas niega con un movimiento de cabeza. Al respirar produce un sonido agudo entre los labios, que ha tensado sobre los dientes. Camina con paso rápido. Lore tiene que dar saltitos para ponerse a su altura. Peter llora, incómodo sobre la cadera de su hermana. Lore grita por encima del llanto del pequeño hacia el rostro impasible de Thomas:
—¡Pero Mutti y Vati no estarán allí!
—Lo sé, ya me lo dijiste. Tu madre se encuentra en un campo de refugiados.
—No sabré qué hacer.
—Ir a Hamburgo. Encontrar a Oma.
—Pero les dije a los niños que Vati estaría allí.
—Lo sé.
—¡Thomas!
Jüri les llama desde el final del sendero, aguardándoles. Les saluda con la mano, y Thomas y Lore bajan la voz hasta convertirla en un susurro.
—¿Qué voy a decirles cuando lleguemos a casa de Oma y descubran que Vati no está?
—En eso no puedo ayudarte.
Thomas se detiene con brusquedad, separa su parte de comida y se la mete en los bolsillos. A Lore le entra el pánico.
—Podrías vivir con nosotros y con Oma. Tiene una casa muy grande.
Thomas se echa a reír, pero Lore sabe que no le hace gracia.
—Oma podría ayudarte a encontrar un sitio donde vivir y un empleo.
Él niega con la cabeza. Peter llora apretándose el vientre con las manos. Thomas saca su pan del bolsillo y arranca un trozo para el pequeño.
—Llevémosles la comida ahora. Deja que la cargue yo.
Thomas se endereza y Jüri corre hacia ellos. Se precipita contra el joven golpeándole el vientre con la cabeza. Thomas levanta ambos brazos, rígidos el cuello y los hombros por la sorpresa. Se aparta de Jüri y reinicia la marcha. El chiquillo se pega a su brazo, camina a su lado agarrándole de la mano. Lore observa cómo su hermano aprieta los largos y pálidos dedos del joven, que poco a poco se va soltando a medida que avanzan.
La multitud se concentra alrededor de la estación de ferrocarril. Los ancianos permanecen sentados sobre los fardos y los chiquillos lloran. El aire es agobiantemente caluroso. Las mujeres acarrean bolsas y niños pequeños entre sus brazos y siguen a los soldados para pedirles cosas. Thomas se coloca en la larga cola, frente a la taquilla. Lore teme perderlo de vista. Se sienta en la plaza con los niños y le vigila. Liesel duerme, Peter dormita y tose, las nubes se acumulan en el cielo. Thomas se sienta en cuclillas, se seca el sudor de la cara. Cuando la cola avanza, Jüri se levanta y acude al lado del joven. Se acuclilla a su lado; con los dedos sigue las hendiduras de separación entre los adoquines. Lore observa que sus cabezas se van juntando poco a poco como si estuvieran hablando entre susurros. Pero se encuentra demasiado lejos para ver si mueven los labios.
Mucho antes de que Thomas y Jüri lleguen a la cabeza de la cola, cierran la ventanilla para la expedición de billetes. Los soldados intentan que la gente se disperse, entonan las mismas frases una y otra vez: los traslados están prohibidos sin permiso, no habrá más transportes hasta nuevo aviso. Thomas se lleva a los niños aparte y los precede carretera abajo, pegados a la pared del edificio de la estación. Liesel le pregunta si tendrán billetes para el siguiente tren, pero el joven no le contesta.
A sus espaldas, el tren empieza a entrar en la estación. Thomas les indica que apresuren el paso, que sigan por la carretera pegados a la pared. Al doblar la esquina, el muro baja con brusquedad, para luego seguir nivelado. Thomas ayuda a los niños a saltarlo. Un poco más lejos hay otras personas escalando el muro, y desde la plaza acude más gente. Thomas lanza los bultos por encima del muro, sube tras ellos y aterriza torpemente al otro lado. Jüri ha cruzado ya la verja y se encuentra en las vías.
Corren sobre las traviesas de nuevo en dirección a la estación. El andén está a rebosar de cuerpos que se tensan para avanzar paralelos al tren. La gente se llama a voces emitiendo sonidos estridentes mientras se empujan unos a otros para acercarse a los vagones. Los niños pequeños resbalan por el borde del andén, caen entre las ruedas y las madres los aúpan de nuevo en medio del aplastamiento general. En el puño apretado enarbolan billetes y documentación, los agitan por encima de la cabeza. Los soldados les ordenan que formen colas ante las puertas, pero nadie les hace caso.
Thomas les conduce al otro lado y caminan pegados a los vagones, van golpeando las ventanillas hasta que encuentran una que cede.
—Lo mismo que antes, hermanos y hermanas. Lo mismo que antes.
Agarra a Jüri por debajo de los brazos y lo empuja al interior del vagón. El niño sacude las piernas y una de sus botas golpea a Thomas en la mandíbula. La gente del vagón protesta, empuja a Jüri y luego a Liesel, mientras Thomas intenta embutirlos dentro del tren. De entre los arbustos, en el extremo más alejado de las vías, sale arrastrándose más gente que corre presurosa hacia los vagones. Lore descubre a un hombre que enarbola un ladrillo, la mano envuelta en un trapo, y hace añicos el cristal de una ventanilla. Luego mete la mano en el boquete y abre la puerta, pero la gente del interior le expulsa a patadas y estalla una pelea.
Liesel saca los brazos por la ventanilla para coger a Peter. La gente del compartimento les empuja contra el cristal y les grita que salgan. Lore distingue a Jüri a través de las ventanillas. El muchacho le grita, frunce la cara mientras se tapa los oídos con ambas manos. El hombre del ladrillo corre hacia ellos seguido por un soldado que empuña un arma.
Thomas le coge el pequeño a Lore.
—Mantén la calma. Lo mismo que antes.
Entrega el niño a Liesel y se vuelve hacia el soldado, camina hacia él con las manos abiertas, hablándole. Se quita el sombrero y lo sujeta contra el pecho. Por encima de las orejas, el cabello se le ha quedado pegado al cráneo por un círculo de humedad. El soldado escucha, mira a Thomas de reojo con expresión concentrada mientras el joven se explica. A través del aire cargado de humedad, el ritmo de su voz se arrastra hasta Lore, pero no sus palabras. El hombre del ladrillo clava sus ojos en Thomas, luego se vuelve hacia Lore. El brazo le sangra por un corte situado más arriba del trapo que lleva alrededor del puño. Lore mira hacia otro lado.
Thomas abre el billetero y saca sus documentos, blandos y gastados. Se los entrega al soldado, que los coge y los lee. Se quedan lacios sobre la palma de su mano. El hombre del ladrillo interviene para decir algo, da una patada en el suelo junto al pie de Thomas. Éste no le hace caso, se acerca al soldado, se arremanga y le enseña los pálidos antebrazos. El soldado le formula una pregunta. Thomas asiente. Entonces el hombre del ladrillo le escupe y la blanca saliva se adhiere al oscuro cuello del joven.
El soldado grita, le apunta con el arma y el hombre del ladrillo retrocede, las manos en alto. El soldado le grita otra vez. Devuelve la documentación a Thomas, se saca un pañuelo del bolsillo y lo deposita en la mano del joven.
Thomas se apresura a regresar junto a Lore al tiempo que se limpia el escupitajo y se mete el billetero en el bolsillo. Le sonríe y luego la aúpa a través de la ventanilla. La gente del interior del vagón todavía está irritada, todavía grita. Thomas susurra:
—No pasa nada, no pasa nada. Todo listo, ya podéis marchar.
Lore se contorsiona para apartarse de la ventanilla, pero él la empuja más hacia arriba.
—No, Thomas. Por favor. Tú también. Tú también.
Le suplica, patalea. Él la empuja hacia el interior del vagón. Jüri grita, saca los brazos por la ventanilla, más allá de donde se debate Lore, en dirección a Thomas.
—¡Tienes que venir! ¡Hermanos y hermanas! ¡Tienes que venir con nosotros también!
Curva los dedos en torno a la chaqueta de Thomas y éste levanta los brazos. El rostro se le contrae, se aparta de la furia del muchachito, pero Jüri sigue gritando hasta que Thomas salta al interior del tren.
Durante horas permanecen sentados en el suelo del vagón. Han encontrado sitio en el pasillo, junto a la puerta. Encima de las ruedas, que chirrían pausadamente sobre los raíles. Cuando el tren se para, nadie baja. Los soldados saltan del techo de los vagones y se ponen firmes en el andén. Sus uniformes son menos oscuros y sus movimientos menos ostentosos, pero siguen empuñando un arma, dispuestos a disparar contra cualquiera que intente huir. Lore se alegra de que estén allí. Thomas se halla sentado frente a ella, pero evita mirarla a los ojos.
Cuando oscurece, Jüri se arrastra sobre el regazo de Thomas y se duerme con la cabeza apoyada contra su pecho. El joven tiene los ojos cerrados y no aparta a Jüri, pero Lore sabe que no está dormido. Ella va dando cabezaditas. Liesel se apoya en su hombro y Peter duerme entre sus piernas, encima del fardo.
Se despierta con los pies entumecidos y unas punzadas de dolor en los muslos. Thomas se ha movido un poco de sitio, pero Jüri continúa dormido en su regazo. Lore se quita las botas y se masajea los pies, evitando tocar las llagas y las ampollas. El tren oscila y traquetea. Los dedos de los pies le hormiguean, por la circulación de la sangre, pero no consigue aliviar el dolor de las piernas. Se queda quieta hasta que los pinchazos y el hormigueo desaparecen, luego camina a lo largo del tren. Por encima de los cuerpos acostados, con los brazos estirados, las manos apoyadas en las paredes para mantener el equilibrio, Lore avanza a sacudidas por el pasillo y a través de la puerta contigua que da paso al siguiente vagón. La ventanilla está abierta. Lore se detiene frente a ella, deja que el viento le sacuda el cabello. Se inclina hacia afuera y, en medio de la oscuridad, busca las estridentes ruedas de abajo, el borde de la ventanilla presionando contra sus caderas. Pasan por una zona de campos llanos y despejados con las siluetas oscuras e indiferentes de los árboles. La noche es húmeda y el aire huele a verdor y a saturación.
En el compartimento situado a sus espaldas, alguien mantiene una conversación. Se separa de la ventana, pero sigue de espaldas a ellos, prestando atención a lo que dicen.
—Cuando has visto muchas fotografías de éstas, te das cuenta de que todas son del mismo sitio.
—Pero el periódico asegura que había muchos de estos campos de concentración, puede que cientos.
—Yo no digo que no existieran. A fin de cuentas, cada país tiene su propio sistema de prisiones. Sólo digo que no mataban a la gente.
—¿Y las fotos de los cadáveres?
—Todas un montaje. ¿No te has fijado que siempre están desenfocadas? Son oscuras o granulosas; cualquier cosa con tal de que no se vean con claridad. Y los que salen en esas fotos son actores. Los americanos lo han falseado todo y es muy posible que los rusos también les hayan ayudado. Vete a saber.
—¿Y a ti quién te ha contado esto?
—Fahning, por ejemplo, y Mohn. Torsten y su hermano también lo han oído decir.
—¿Lo han leído en los periódicos?
—Oye, yo he visto esas fotos. Las mismas que no paran de enseñar en todas partes… La misma escena tomada desde ángulos distintos. Cualquier estúpido se da cuenta.
Por el rabillo del ojo, Lore observa a los dos muchachos. No son mucho mayores que ella. Tienen la cara tersa y delgada y les brillan los ojos. Están sentados encima de sus bártulos, en la puerta del compartimento, fumando. En medio de ellos, fijado al suelo, arde el cabo de una vela, cuya llama aletea al impulso de la corriente de aire que entra por la ventanilla abierta. A uno le falta un brazo. Lleva la manga prendida del hombro con un imperdible, de modo que se le mueve con un ligero vaivén cuando habla. El muchacho descubre que Lore le mira y levanta el pliegue vacío de la tela.
—Una granada.
Le sonríe al hablar. Lore siente que se le colorean las mejillas y se alegra de la oscuridad reinante.
—Yo también he visto esas fotos.
—¿Te das cuenta? Todo el mundo las ha visto. Y todas las personas que había en ellas eran delgadas y estaban tendidas en el suelo, ¿verdad?
—A mí me pareció que estaban muertas.
—Son actores. Americanos. Algunos son maniquíes, modelos… Los que más se asemejan a un cadáver.
Su amigo apaga la vela.
—Yo me tumbo a dormir.
No le ha hecho el menor caso a Lore. En cambio, el joven manco le guiña un ojo en la oscuridad. La punta del cigarrillo brilla entre sus labios y Lore siente que las mejillas le arden en la penumbra. Cierra la ventanilla y se aleja pasillo abajo. Cuando abre la puerta del vagón, el estrépito de las ruedas invade sus oídos.
Se despiertan cuando el tren se detiene. Los soldados abren las puertas, llaman a las ventanillas, ordenan a todo el mundo que baje y espere en el andén. Thomas junta los bártulos, levanta a Jüri y lo ayuda a bajar. La estación está a oscuras, unas cuantas farolas extienden un tenue resplandor en torno al enorme edificio. Está lleno de ruidos. Niños que lloran, gente que grita, puertas que se cierran con estrépito en los vagones. Los hombres se quedan junto a las paredes formando grupos malhumorados. Huelen a comida que no les es familiar, murmuran palabras que les son desconocidas.
El siguiente tren saldrá al amanecer. Jüri se agarra a los bajos de la chaqueta de Thomas. Liesel se recuesta contra los bártulos, con un brazo se cubre los ojos y con el otro el cabello. Peter llora en brazos de Lore. Ella pregunta a la gente de su entorno si les queda algo de comida, pero no le responden; se limitan a mirar hacia otro lado.
Peter tiene los puños morados. Lore se los frota, le tira el aliento sobre los dedos. Mira hacia arriba y descubre que no hay techo, sólo un agujero de bordes angulosos y el oscuro cielo.
Esperan la llegada de algún tren, pero al ver que no llega ninguno prosiguen a pie. Caminan hasta el siguiente pueblo y luego al otro, hasta que cambia su suerte y encuentran una estación y un comedor de beneficencia. Thomas mantiene una larga charla con un soldado, mientras los niños comen la aguada sopa. El soldado llama a la ventanilla antes de que el tren se ponga en marcha y le entrega un huevo. Thomas le da las gracias y cuando el tren arranca se estrechan la mano a través de la ventanilla abierta. Luego le tiende el huevo a Lore.
—Para Peter, que está muy delgado.
Un granjero accede a llevarlos hasta el Elba. Les deja junto al río, a un día de casa. Las orillas del río están flanqueadas de huertos, pero no encuentran ninguna fruta madura. Thomas les dice que les conseguirá transporte hasta Hamburgo. Sube a Jüri sobre sus hombros y promete que regresará pronto, que no tendrán que andar. Lore se queda con Liesel y Peter, y ante el edificio de la Cruz Roja hacen cola para conseguir comida. Esperan a Thomas y a Jüri bajo el reloj hecho añicos. En los soportales se apretujan unos niños que venden manzanas verdes y peras duras y diminutas, de unas bolsas que llevan atadas con un cordel en la cintura, y que emprenden la huida en cuanto atisban un uniforme.
Lore alimenta a Peter con el harinoso pan y luego entrega el niño a Liesel. Está nerviosa y no consigue tranquilizarse hasta que Thomas regresa con un famélico Jüri y noticias de que hay una barca.
Hamburgo aparece en el horizonte, una silueta negra como arrancada del cielo a última hora de la tarde. Es un atardecer frío y húmedo, neblinoso después del calor que ha hecho durante el día. El agua chapotea contra los laterales de la embarcación y los pasajeros guardan silencio mientras observan que la ciudad está cada vez más cerca. Lore junta los bultos, nerviosa ante la enormidad del puerto y el perfil puntiagudo de la ciudad que se alza al frente, en la lejana orilla. No hay luces en las ventanas ni más embarcaciones en el agua, ni ruidos de gente trabajando o jugando. Lore cierra los ojos, se concentra en las tareas que le aguardan.
Se imagina el viaje en tranvía hasta la casa de Oma, las frondosas calles de fin de semana con sus blancas casas; todavía con los zapatos buenos, sentada en el exterior soleado de la casa fresca por dentro. Pero no logra encajar estas imágenes con la oscura ciudad que se apiña en la orilla. Thomas permanece acuclillado cerca de ella. La mira y, en la semipenumbra, Lore percibe su sonrisa, las arrugas en su mejilla.
—¿Preparada?
El sol se hunde tras el horizonte mientras aguardan con sus bultos al lado del Ayuntamiento. Nadie espera con ellos en la parada del tranvía.
—Sin duda habrá toque de queda. No deberíamos quedarnos en la calle hasta muy tarde.
Los pasos de Thomas resuenan a través de la desierta plaza del mercado.
—¿Está muy lejos la casa para ir a pie?
Lore no lo recuerda, responde que será mejor que esperen unos minutos. Thomas frunce las cejas y Jüri se coge de su mano.
—No me gustan estos edificios.
Las calles entre el río y la plaza mayor son oscuras y no transita nadie por allí. Lore mantiene la mirada fija en Peter, lejos de las paredes chamuscadas.
—¿Cuánto se tarda en tranvía?
—Media hora, creo.
—Eso es muy lejos para ir andando, Lore. Al menos esta noche.
—¿Y adónde podemos ir?
—Ya encontraremos algo. Algún edificio abandonado.
—Que no sea como éstos, Thomas.
—No, Jüri. Saldremos del centro. Ya encontraré algo.
Caminan hacia el norte siguiendo la orilla del lago. La niebla se arrastra por el agua trayendo consigo olores a sal y a herrumbre. Oculta el perfil de los edificios que quedan en pie, llena los espacios vacíos como una sucia manta gris encima de los escombros.
Buscan refugio entre los restos de una casa. Lo que en otro tiempo fue un piso es ahora un techo que les aísla por completo de la noche. Los pájaros saltan por las vigas de arriba y el agua rezuma a través de los ladrillos. Procuran hacerse pequeños en un rincón lejos de las paredes agrietadas. Después de que los niños se hayan dormido, Thomas habla en voz baja con Lore.
—¿Sabes si han bombardeado la casa de Oma?
—No lo sé. Es posible. No creo…
Lore está acostada a su lado, sin rozarse, pero lo bastante cerca para advertir que se mueve. Cierra los ojos y ve piedras donde antaño estaba la casa de su abuela. No ve a Oma ni tampoco a Vati.
Jüri llora en sueños. Lore le coge la mano y la aprieta contra su mejilla. El silencio de las ruinas se abate sobre el frío suelo en torno a ella. Los escombros son huesos y carne, y la camisa de Jochen se pierde entre los miembros desperdigados.
El sol brilla de nuevo por la mañana y disipa la niebla mientras empaquetan sus cosas y las esconden bajo los cascotes. Thomas les trae sopa enriquecida con trozos de salchicha. La comida sabe a carne y a lágrimas en el bosque. Jüri vuelve a echarse a llorar y Lore oculta el rostro en el pecho de su hermano pequeño. Si Jochen está muerto, también puede estarlo Oma. Peter protesta y la golpea con los puños en las mejillas. Thomas le susurra algo a Jüri, Liesel permanece sentada y come, y Lore se alegra de que no la miren.
—Lore encontrará a Oma.
—Y a Vati.
—Es posible que lleve algún tiempo, Liesel, así que debemos tener paciencia.
—¿Cuánto tiempo?
—Bueno, unos cuantos días, tal vez. No lo sé… Las calles estarán bloqueadas y puede que hayan cambiado de residencia. Habrá que verlo.
Parece como si Thomas se sintiera incómodo, el cuello se le ha puesto colorado. Lore le sonríe, pero él no la está mirando. Acuerdan encontrarse frente al negro campanario de la iglesia antes de que el sol se ponga y él sube por el montón de cascotes a la calle, seguido de Liesel y Jüri.
La ciudad vuelve a estar llena de gente, animada. La gente camina y habla sin prestar atención a los negros edificios destrozados que hay a su alrededor. Llevan sombrero y se lo levantan ligeramente para saludarse. Los coches circulan por las calles destrozadas y reducen la marcha cuando topan con las montañas de escombros, sorteándolas siempre que pueden. El humo sale por las chimeneas de los edificios de apartamentos medio en ruinas y los olores a comida salen de entre las ruinas de las casas, aunque a Lore le cuesta pensar que haya cocina alguna allí dentro.
Camina pasmada ante las paredes derrumbadas, los espacios abiertos de repente. Peter se pasa toda la mañana llorando. Es un sonido quedo, terrible. La gente la mira por encima, evita el contacto visual. Lore escudriña los rostros en las colas, reconoce el hambre y también desvía la mirada.
Se dirige hacia el río Alster y luego prosigue por la orilla del lago hasta donde le resulta posible, pero los caminos bloqueados la obligan a alejarse del agua cada vez más. Y en cuanto no consigue ver el lago se pierde. Continúa avanzando un poco más, pero le resulta imposible distinguir entre lo que era una calle y ya no lo es. Para orientarse pregunta a una mujer que la encamina en dirección contraria a la que ha venido siguiendo, si bien tampoco se muestra muy segura. Vuelve a preguntar y, después de que la orienten, las casas le resultan ya más familiares. Las calles son anchas y gran parte de los árboles siguen en pie, relucientes con el nuevo follaje que nace de las astilladas ramas. Oma debe de estar viva. Lore deambula por la misma calle durante un rato, arriba y abajo, convencida de que ha encontrado la dirección que estaba buscando.
Todas las casas están quemadas o en ruinas, de modo que tiene que basarse en sus recuerdos: el jardín sembrado de nogales, la sala de estar con sus jarrones y las sillas macizas, tapizadas. Se detiene ante las verjas y examina las casas con atención. Algunas han sufrido daños, otras están enteras, pero ninguna concuerda con la imagen que conserva en su imaginación. Sigue caminando y de nuevo se encuentra con el agua.
En la calle se encuentra con una pila de patatas. El hombre le mete varias en el delantal y le ordena que se vaya. Más adelante consigue que le den leche en polvo y en la palma de la mano la mezcla con agua de un depósito para formar una espesa papilla. Peter no deja de mirarla fijamente a la cara mientras le da de comer. La masa blanca le chorrea por la barbilla y las mejillas, pero al menos logra que una parte se deslice sobre su lengua. Peter para de llorar y se duerme, y Lore se queda sentada con él bajo el sol de última hora de la tarde. Mientras mira a través del ancho lago le susurra:
—En verano cogíamos el transbordador para regresar a casa y al llegar al otro lado Vati siempre estaba allí, esperándonos.
Se acuerda de la embarcación, del embarcadero y del coche, pero el rostro de su padre aparece difuso. Le dice a Peter que las casas todavía siguen en pie, que Oma tiene que estar por allí cerca. Está convencida, animada y a la vez inquieta, mientras observa cómo su hermano dormita pálido y diminuto en su regazo. El sol no tardará en ponerse y Lore sabe que debería acudir en busca de los otros, pero los pensamientos de encontrar a su abuela ocupan su mente. Si Oma está viva preguntará por jochen. Los chicos querrán saber dónde está Vati. Y Oma también querrá saber quién es Thomas.
Todo ha cambiado. Tendrá que volver a mentir. Han ocurrido demasiadas cosas para poderlas explicar.
Cerca del lago ha refrescado y Peter se despierta. Lore se levanta sujetando con fuerza al niño entre sus brazos. En el perfil de la ciudad descubre el negro campanario de la iglesia y se aleja de la orilla. Peter pestañea mirando a su hermana, negros los ojos en su enjuto rostro.
A Lore la despiertan unos ruidos en la oscuridad. Una voz masculina que habla en inglés, susurrando, y una mujer alemana que habla con voz insinuante. Movimiento de cascotes, no más palabras, sólo su respiración.
Lore sabe que Thomas también está despierto. Se siente incómoda bajo las mantas, mueve la espalda contra la fría arenisca de los ladrillos que tiene debajo. No quiere oír lo que aquella pareja está haciendo al amparo de las paredes en ruinas. Para bloquearlo cuenta las vigas del suelo que hay arriba, pero su mente sigue formando imágenes. Liesel se remueve a su lado y Lore lucha contra el deseo de tapar los oídos a su hermana.
Luego se oyen unos murmullos y, después de esto, pasos.
Más tarde Lore vuelve a despertarse al oír nuevos ruidos: una respiración entrecortada y sollozos. Se debate contra lo que captan sus oídos, ansiosa por dormirse otra vez. Los ruidos se oyen muy cerca, amortiguados por las mantas, no por los muros de cascotes. Al final consiente en escuchar a su alrededor. Thomas está llorando, con la chaqueta sobre la cara y los brazos doblados encima para mantener el ruido debajo. Aspira grandes bocanadas de aire, su cuerpo es una sombra abultada contra la pared de enfrente. Lore no desea verlo ni oírlo. Querría poder llorar, sólo que las lágrimas de él se le han adelantado. Yace despierta y contrariada, hasta que la luz del día se filtra a través de las grietas del embaldosado sobre su cabeza.
Por la mañana, en la parte abierta de su refugio, Thomas levanta una barrera de sillas rotas y alambre robado. Coge un trozo de carbón del fogón y escribe un letrero que Jüri cuelga encima de la barricada: PRIVADO. En voz baja, Thomas le dice a Lore:
—Si esos individuos vuelven, los echaré de aquí a patadas.
Lore decide perdonarle sus lágrimas.
—¡Hannelore! ¡Hannelore Dressler!
Una joven la llama desde el otro lado de la calle. Lore contiene la respiración, los ojos fijos en las vías del tranvía bajo sus pies. La joven vuelve a saludarla con la mano. Viste un largo abrigo negro y botas recias.
—¿No te acuerdas de mí? Soy Wiebke. Wiebke Nadel. La sirvienta de Oma. ¡Tienes que acordarte, no ha pasado tanto tiempo!
Wiebke Nadel cruza la calle, coge a Lore de la mano.
—Estás muy delgada. ¿Habéis vuelto del sur? ¿Dónde está vuestra encantadora madre?
La joven la sujeta con fuerza de la mano, y llora y ríe mientras habla. Lore se acuerda de la cocina de Oma y de Wiebke desgranando guisantes con ella en los escalones de la parte de atrás de la casa. De eso hace mucho tiempo, cuando los gemelos eran unos bebés y Peter aún no había nacido. ¿De veras tenía ella ese aspecto? Lore examina la pecosa cara que le sonríe. La casa está llena de polvo, pero Wiebke es una persona muy leal. Esto era lo que Oma siempre decía.
—¡Se alegrará tanto de veros!
—¿Oma?
—¡Sí, sí! Cuando bombardearon estábamos en el refugio, con los vecinos.
Wiebke tira de ella para cruzar la calle, casi corriendo.
—Las bombas alcanzaron la casa, pero no se incendió. Ven. Oma está en casa. Será tan feliz…
La verja de hierro negra es la misma y también el oscuro seto de tuyas, pero la casa ha cambiado por completo. Los pisos de arriba han desaparecido y también gran parte de la planta baja. Al fondo destaca el respiradero de una chimenea con las losetas todavía pegadas en la base. Las ventanas que quedan están destrozadas y las paredes renegridas, pero Lore reconoce el vestíbulo. El sol penetra más allá de lo que antes alcanzaba, iluminando los dibujos de las agrietadas baldosas, el amplio y oscuro suelo de madera.
Wiebke le dice a Lore que aguarde ante la puerta de fuera que antes había sido una puerta interior y ahora está deteriorada por la intemperie. Con voz cantarina, llama a Oma al entrar. Le contesta una voz de anciana, tranquila al principio, luego estridente. Lore se arregla las medias y Oma surge en el umbral, extendidos los dedos hacia ella para acariciarle el cabello.
—Hannelore, criatura. ¿De dónde vienes?
—De Baviera, Oma.
—¿Y dónde está mi Asta? ¿Hannelore? ¿Dónde está tu Mutti?
Sólo hay una silla en la habitación, pero ellas insisten en que Lore se siente. La ropa cuelga de unos clavos en la pared. También hay una estufa, unas camas con colchones y sábanas y un armario pequeño sin estantes. Sus voces se comprimen en la pequeña estancia. Lore no consigue identificar qué habitación era ésta antes del bombardeo. Wiebke cierra la puerta y aparta un poco la cortina de la ventana para que entre el aire. Le da a Lore una rebanada de pan con unas rodajas de manzana por encima.
—Hoy he conseguido algo de fruta. Tienes que comerla.
Toda la comida de que disponen está dentro de una pequeña caja de madera en el suelo. Las dos guardan silencio mientras Lore come. La manzana es dulce y ácida, le provoca escozor en las encías, en los bordes descarnados de la lengua. Oma comenta que ha crecido, que se ha convertido en una jovencita. Wiebke saca un cepillo del armario y le afloja las trenzas. El cabello crepita a causa de la electricidad estática, le sale disparado alrededor de la cabeza. Lore nota su ligero roce en las mejillas, la cálida flojedad de sentirse atendida. Los dedos de Wiebke le acarician el cuero cabelludo al dividir el cabello en secciones. Oma permanece de pie junto a la abierta ventana.
—Mutti está con los americanos, ¿verdad, criatura?
Lore asiente.
—Lo sabía. Lo he imaginado nada más verte.
Los dedos de Wiebke se mueven recios y seguros sobre el cabello de Lore.
—¿Y Vati? ¿También le han detenido?
—No lo sé.
—¿Tienes la dirección de Mutti?
—No, Oma.
—¿Entonces no sabe que estáis aquí ahora?
—No, pero nos dijo que viniésemos.
Guardan silencio unos instantes. Los dedos de Wiebke le rozan el cuello mientras le hace las trenzas. Lore escucha la suave y ronca respiración de su abuela, percibe el olor del sol de finales de verano sobre las piedras de afuera, la humedad de las frías paredes del interior… Tiene la garganta demasiado velada por la emoción para hablar. Hay demasiadas cosas por contar.
Oma cruza la estancia, tira de Lore para ponerla en pie y la rodea con sus brazos. Lore tiene que mover los pies para conservar el equilibrio, empuja el asiento con la parte posterior de las rodillas y las patas de la silla chirrían contra el suelo desnudo. Posa las manos en la espalda de la anciana: debajo de su blusa nota el perfil de su columna vertebral.
—No tienes que sentir vergüenza. No tienes que avergonzarte de ellos.
La anciana la aprieta con rabia y Lore tiene que respirar hondo contra el férreo círculo de sus brazos. Oma se aparta, la sujeta a un paso de distancia. El cabello de la anciana tiene el color del polvo, lo mismo que su piel. Los ojos son grises, acuosos, y escudriñan el rostro de Lore. Esta nota que el rubor se le extiende por el cuello, abrasador, urticante, Wiebke se sienta en la silla con su cepillo.
—Los encontraremos. La Cruz Roja tendrá los datos de sus destinos. Mutti y Vati van a volver. Sólo estarán fuera durante algún tiempo.
Lore es incapaz de mirar a Oma a la cara. En cambio, observa sus mejillas, los suaves pliegues de la piel en el cuello. La vieja voz se resquebraja al hablar.
—Ahora todo ha parado. Se ha acabado.
A Lore el sudor le hace cosquillas en las axilas. Los dedos de Oma la agarran con celeridad, presionando sobre sus hombros.
—Algunos de ellos se extralimitaron, pequeña, pero no creas que todo fue tan malo.
Lore restriega la cara y los dedos de Jüri y coloca con esmero el trapo rojo en torno a la cabeza de Liesel.
—Oma viene a buscarnos, así que hay que estar presentables.
—¿Viene Vati también?
—Vati no está allí.
Lore procura que su voz suene lo más natural posible, como si fuera lo que han estado esperando todo ese tiempo. Mira a su alrededor para comprobar si Thomas la está mirando, pero él les da la espalda dedicado a empacar todas sus cosas. Los ojos de Jüri carecen de expresión. Liesel llora y luego grita. Golpea con los puños los brazos de Lore.
—¡Nos has mentido!
Los puñetazos de su hermana le entumecen los brazos, pero Lore no se defiende. Deja que Liesel llore. No dice nada: no se le ocurre nada que decir. Con unas tiras de tela limpias sujeta las trenzas en su sitio. Se frota las botas para limpiarlas y con el dobladillo del pañal de Peter hace unos cordones nuevos. Inspecciona al silencioso Jüri y a la lloriqueante Liesel y decide lavar sus camisas, o al menos enjuagar lo peor de la suciedad antes de que llegue Oma.
Thomas va en busca de agua para Lore y se sienta con ella mientras limpia las prendas de los niños.
—No le he hablado de ti a Oma.
—¿No? Bueno, así es mejor.
—No me refiero a la cárcel. Quiero decir que no le he contado nada. No sabe que estás con nosotros.
—Sí, ya te he entendido.
—No sé qué pensaría. No tuve valor para decírselo. Todavía no.
—No, está bien. He dicho a los críos que soy una especie de hermano secreto. Por ahora.
—Ya.
—A ella le cuentas lo de Jochen, con eso bastará.
Thomas apoya los dedos en el borde del cubo. Lore aguarda, pero él no la toca.
Wiebke escala el montículo de cascotes para conducirlos junto a Oma. Lore ve que cuenta a los niños.
—Jochen no está aquí.
Jüri se rezaga entre los muros en ruinas. No se acuerda de Wiebke.
—¿Y dónde está?
—Muerto. En Rusia.
Wiebke se vuelve a mirar a Lore.
—En la zona rusa. Le dispararon en la frontera.
Ninguna otra palabra saldrá de su boca.
Wiebke les precede al trepar por los escombros. Ya en la calle, susurra algo al oído de Oma, mientras Lore arregla a los niños, los coloca en hilera, les tensa las prendas todavía húmedas. Oma los examina con detenimiento, apoya la mano en la cabeza de cada uno. Lore espera sus preguntas, intrigada por si Thomas está escondido por allí cerca. Mientras vigila las ruinas, se percate de que los pensamientos se agolpan en su mente. Las cosas que debe decir y las que no debe decir, el esfuerzo de tener que dar explicaciones. Lore se pregunta si Thomas se sorprenderá de que Oma no pregunte por Jochen. Tal vez desde su escondite vea asentir a Oma, pero está demasiado lejos para ver los ojos empañados de la anciana. Los puntos algo subidos de color en la mejilla cuando la abuela se la ofrece para que la bese.
Liesel vuelve a echarse a llorar en cuanto llegan a casa de Oma. Dice que Lore le prometió que Vati estaría allí. Oma se muestra sorprendida, irritada al principio, fruncidas las cejas mientras desempaqueta sus míseras pertenencias. Después de doblar las mantas y cerrar la puerta del armario, explica amablemente a Liesel y a Jüri que lo más probable es que Vati esté con los americanos. Liesel deja de llorar, se seca las pálidas mejillas y pregunta con un hilo de voz:
—¿Van a castigarle?
Oma pestañea ante la pregunta de su nieta y todos guardan silencio mientras Wiebke rebana una hogaza de pan para que coman.
La primera noche duermen con Oma y Wiebke en la misma habitación. Cuelgan unas cortinas de unos ganchos en el techo para dividir la pequeña estancia en otras secciones todavía más pequeñas. Oma y Wiebke tienen una cama cada una con una tela que hace de pared entre las dos. Wiebke insiste en que Lore y Liesel cojan su cama, y para Jüri prepara junto a ellas un colchón en el suelo. Luego se acuesta encima de las mantas que ellos han traído y con un viejo cajón hace una cuna para Peter. Oma les da las buenas noches a todos y a continuación corre la gruesa cortina en torno a su lecho.
Lore se queda mirando los oscuros pliegues e intenta escuchar si Oma está llorando. Por Jochen, por Mutti, por Vati. Ningún sonido traspasa la separación. Estamos en casa, intenta susurrarle a Liesel, pero su hermana permanece de espaldas a ella y se niega a contestar. Con Oma. Lore repite las palabras para sí. La cama es blanda y caliente. La habitación está en silencio. Mutti se encuentra con los americanos y es muy posible que Vati también. Thomas se oculta en las ruinas y Jochen está muerto. Lore llora. Incapaz de contenerse, se introduce la sábana en la boca. Jüri se desliza a su lado en la oscuridad. Con gestos torpes le acaricia el cabello y le seca los ojos con la manga.
—Yo ya sabía que Vati no estaba aquí, Lore.
—¿Cómo podías saberlo?
—Me lo dijo Thomas.
—Vaya, ¿y por qué no me dijiste nada?
Jüri se encoge de hombros.
—Me explicó que a los hombres los encierran en la cárcel después de las guerras. Ahora hay un montón de padres en la cárcel, Lore. Pienso que en realidad no debe de ser tan malo…
Lore rodea con los brazos a su hermano y éste sube a la cama a su lado.
—¿Se encontrará solo Thomas ahora?
—Creo que sí, Jüri. Es muy probable.
—¿Y estará triste?
—No lo sé. Quizá. ¿Cuándo te contó eso de los padres?
—Hace mucho. No lo recuerdo. Thomas dijo que si volvíamos, le encontraríamos junto al campanario de la iglesia. ¿Vamos a volver?
—Sí, claro.
—¿Mañana?
Lore no recuerda qué le dijo a Thomas sobre Vati, si es que le dijo algo. Piensa en todos los padres encarcelados y repite para sí: En realidad no debe de ser tan malo…, pero le cuesta creerlo.
Sin embargo, se alegra de tener a Jüri caliente en la cama, a su lado. Y también de que ni él ni Liesel le hayan hablado a Oma de Thomas. Una mentira sigue intacta, se mantiene un hermano en secreto. Besa a Jüri en la cabeza.
—Hoy habéis sido muy buenos.
Wiebke está sentada con Lore en el pasillo del hospital mientras pesan y miden a Peter.
—Tu Oma es una mujer orgullosa, pero ahora todo es muy distinto para ella. No le queda nada. Sólo yo.
Se ríe. Wiebke tiene pecas y finas arrugas en torno a los ojos. Apoya su mano, fría y suave, encima de la de Lore.
—Ahora, con vosotros, conseguirá tarjetas de racionamiento extra. Tendréis comida todos los días, doble ración para Peter y también ropa. Ella se encargará de eso.
Lore se apoya con suavidad en el hombro de Wiebke, nota el ligero zumbido de su voz a través de la piel.
—También se acostumbrará a teneros a todos otra vez. Tu Mutti dejó de escribir incluso antes de que todo acabara… Oma estaba muy preocupada. Lo sé con certeza.
Lore llena su cabeza con el tacto de la mano de Wiebke, y la calma que ésta le transmite perdura hasta el anochecer.
Jüri está entusiasmado y abre la marcha. Trepan por las montañas de escombros. Lore carga con Peter a la espalda y el pequeño se agarra con fuerza a su cuello cuando las botas de ella resbalan encima de los restos de paredes empapeladas de las casas. Descienden al interior de un pequeño patio cuyo embaldosado se halla cuarteado y hundido en algunos puntos, pero el patio es soleado y está lleno de colorido: entre las grietas de las baldosas y a lo largo de las paredes, las hierbas silvestres asoman con sus flores de color amarillo y púrpura.
Al otro lado del patio, una puerta cuelga de sus bisagras. Jüri la abre de un tirón y se adelanta a Lore para bajar al oscuro recinto. Allí dentro les aguarda Thomas, que enciende una vela y les sonríe. Su delgado rostro se llena de arrugas y la lengua asoma rosada entre los boquetes de los dientes. Jüri baja saltando los peldaños que conducen al sótano.
—Thomas ha dicho que va a quedarse aquí. ¿No es cierto? ¿Verdad que lo dijiste?
Thomas sigue mirando a Lore sin dejar de sonreír. A ella los dedos le hormiguean.
—Lo he limpiado de escombros. Voy a construir un fogón, así esto estará más caliente y podré cocinar.
—Vivirá aquí y podremos visitarle.
Jüri corre por el patio alborotando, mientras Thomas recoge tablas de suelos de madera y marcos de ventana entre los cascotes. Afuera enciende una hoguera y Lore asa unas patatas al tiempo que calienta unos ladrillos para Thomas. Algo que mantenga alejado el frío de la noche en el sótano cuando Jüri, Peter y ella hayan regresado con Liesel, Oma y Wiebke, y Thomas se encuentre a solas.
Lo que queda en pie de la casa de Oma es incluso más pequeño que la habitación que tenían en la granja, pero las casas del otro lado de la calle no han sufrido tantos desperfectos y Oma encuentra una habitación donde puedan dormir sus nietos. La casa pertenece a unos vecinos, los Meyer, que recuerdan a Lore y a Liesel de cuando eran pequeñas, y tienen un jardín con manzanos que llega casi hasta el lago.
Oma establece la rutina de todos los días. Cada noche comen con ella y Wiebke, y después los acompaña al otro lado de la calle para que se acuesten. Por la mañana acude en su busca para desayunar e intercambia algunos comentarios amables con los Meyer mientras Lore apresura a sus hermanos escaleras abajo. Wiebke extiende el mantel y pone los cubiertos para las comidas. Es la encargada de dividir escrupulosamente las raciones bajo la supervisión de Oma y comen todos juntos tres veces al día. Oma corta su ración de pan con tenedor y cuchillo e indica a los niños que coman despacio, pero la comida siempre se acaba demasiado pronto y siempre se levantan de la mesa con hambre.
El verano se acaba, pero todavía hace buen tiempo. Liesel sigue enfadada con Lore. Pasa el día ayudando a Wiebke, tendiendo la colada en el jardín lleno de hierbajos, limpiando, acompañándola en las largas horas que pasan haciendo cola en las tiendas. Oma se sienta a la mesa frente a la ventana y escribe cartas. Pasa mañanas enteras en la Cruz Roja y por las tardes descansa tras la cortina que rodea su cama.
Lore cuida de Peter y Jüri la sigue a cierta distancia. No para de murmurar para sí mientras va dando patadas a las piedras del camino y Lore bloquea sus oídos. Piensa que habla con Jochen y no quiere oír lo que dice. Siempre que pueden, acuden al sótano. Visitas fugaces a su hermano secreto durante las horas tranquilas en que Oma duerme y Wiebke se sienta con Liesel para hacer punto o zurcir los desgarrones en sus prendas.
Thomas siempre se alegra al verlos y sonríe en silencio. Lore cree que les está esperando. Que aguarda sus resbaladizos pasos por los escombros de los alrededores del sótano que ahora le sirve de casa, y se siente solo los días en que ellos no acuden a verle. Y todas las veces ella se asombra de lo delgado que está. De los boquetes en su dentadura, de los trapos que se ata en los pies. Entre visita y visita le recuerda distinto y siempre necesita un tiempo para adaptarse a esta desagradable realidad, a su prominente osamenta. Le mira escrutadora: sus prendas, su piel, incluso sus pestañas, cubiertas por el polvo de las paredes del sótano que se desmoronan.
Herr Meyer es el encargado de manipular la cámara. Sus viejos dedos se mueven incómodos para efectuar los ajustes, sus viejos ojos desconfiados respecto a la luz. Coloca a los niños junto a la verja, frente al seto, desde donde no se ve la parte derrumbada de la casa.
—Tendríamos que haber empezado más temprano. Antes del almuerzo. Ahora no puedo garantizaros nada. La verdad es que podríamos malgastar la película y, aun así, Herr Paulsen nos cobraría la foto. Deberíamos haber esperado a mañana.
La foto es para Mutti. Oma ha averiguado en qué campo de refugiados se encuentra y se la puede enviar. Eso la animará, dice. Oma ha pedido ropas prestadas para que ellos se las pongan para la foto. Peter no para de tironear del gorrito de marinero que lleva en la cabeza, pero Liesel se muestra feliz con la pañoleta de seda azul que le tapa el erizado cabello.
Oma ha escrito una carta a Mutti en nombre de ellos. A pesar de no haberla leído, todos han firmado al pie. Lore no quiere saber qué le dice. Se alegra de que Oma no le haya pedido que la escriba ella. Ayuda a Wiebke a preparar a los niños. Hace frío. Jüri se frota las manos y las rodillas, y a Liesel le castañetean los dientes.
Herr Meyer les trae la foto al anochecer. Un grupo muy serio de ojos grandes que posa de pie sobre los adoquines resquebrajados. Lore se ve alta, Liesel posa a su lado, luego Jüri y por último Peter, de pie al frente, sujetándose de la pierna de Jüri. A Liesel los zapatos le van demasiado grandes y a Jüri las orejas le sobresalen en su estrecha cabeza. A pesar de los esfuerzos de Wiebke, Lore lleva la raya del pelo torcida y tiene los ojos medio cerrados. Todos están muy delgados. Pómulos y muñecas prominentes, grandes rodillas y ropas prestadas, fláccidas sobre sus esqueletos. Lore tiene la impresión de que contempla a unos desconocidos, a unas personas a las que conoció hace mucho tiempo.
Meten la foto en el sobre junto con la carta. Lore siente que el estómago se le encoge mientras Oma escribe la dirección. Mutti descubrirá que Jochen ya no está.
Mientras aguardan la respuesta, los días son cada vez más fríos. Peter ya no llora tanto, de nuevo ha empezado a sonreír y su cara se redondea poco a poco. De pie al lado de Lore, decidido a empezar a andar, le habla con su jerga de medias palabras. En vez de llevarlo en brazos, le permite que la coja de la mano; sin embargo, esto no es un paliativo del peso tranquilizador que suponía llevarlo en brazos. Está de acuerdo con Thomas: el momento no es todavía el adecuado. Jüri y Liesel se atienen al pacto, su hermano secreto sigue siendo un secreto. Aun así, Lore se arriesga a acudir al sótano cada vez con mayor asiduidad.
Mientras ella juega con Peter bajo el sol otoñal, observa a Jüri que no se aparta de Thomas. Su hermano le sigue por el patio recogiendo la leña que Thomas ha sacado del lago y que extiende allí afuera para que se seque. Thomas guarda silencio y Jüri charla sin parar, ríe con fuerza y profusión bajo el aire apacible de la tarde. Thomas tiende la mano a Jüri y su hermano curva la palma de la mano en torno al índice del joven hasta formar un apretado puño.
El novio de Wiebke ha escamoteado una radio del cuartel y ella la trae para enseñársela a Lore. Por la noche, ambas escuchan juntas un programa de música de jazz y Wiebke le enseña a bailar tal como hacen en las películas estadounidenses que su novio americano la invita a ver. Cuando Lore empieza a llorar, Wiebke la rodea entre sus brazos y la mece suavemente al ritmo de la música. Le dice que Mutti volverá a casa y todo cambiará. Lore disfruta del suave abrazo protegiéndose la cara con los brazos. No le dice a Wiebke que es a Thomas a quien echa de menos.
En casa de Oma llega una carta dirigida a Lore. Un sobre escrito con la letra de Mutti. Lore se queda junto a la ventana y lee las escuetas noticias.
Su madre cuenta que Vati está vivo y que les mandará una dirección tan pronto como le sea posible. Que a través de los americanos le ha enviado una nota y ya está enterado de que ellos se encuentran en casa, en Hamburgo. Lore y los chicos deberían escribirle también porque es posible que esté separado de ellos durante mucho tiempo. Pronto las escuelas volverán a abrir. Tienen que estudiar mucho y pensar en el mañana, en todo lo que les deparará. Le pide a Lore que dé un beso a Jüri y a Liesel de su parte y que se asegure de que Peter tenga suficiente comida. Lore lee la carta en voz alta para Oma, fijándose en los lazos de tinta que forman su nombre. En la carta no dice nada del campo de refugiados, ni de la cama donde duerme, ni de lo que come, ni de lo que ve desde la ventana… Tampoco dice nada de Jochen.
Luego lee la carta a sus hermanos. Éstos le piden que se la vuelva a leer y Jüri, entre risas, exige que le dé el beso que le envía Mutti. Liesel quiere saber cosas de Vati. No para de preguntarle a Oma cuándo tendrán una dirección donde poder escribirle. Se acuestan juntos en la cama de la habitación alquilada y charlan. Lore no dice nada de Jochen ni de Thomas, y tampoco Jüri y Liesel los mencionan.
Es una luminosa mañana de otoño y las sombras discontinuas caen sobre la acera antes de rozar la calle. Oma se ha llevado a Liesel a hacer cola para comprar zapatos y Wiebke se ha llevado a Jüri en busca de carbón, así que Lore dispone de toda la mañana para visitar a Thomas. Ha ahorrado unas cuantas cucharadas de azúcar para llevarle y de camino al sótano le va dando un poco a Peter. Luego se lame los dedos para limpiarlos de los granitos que su hermano va dejando, pequeños estallidos dulces dentro de su boca. Peter se niega a que lo lleve en brazos. Se mece con aire solemne al andar y mantiene el equilibrio apoyándose contra las piernas de Lore, el puño agarrado con fuerza a su falda. Caminan por la parte soleada junto a las vías del tranvía y hacia el centro de la calle, lejos de las inclinadas paredes de los edificios bombardeados.
Lore oye un sonido como de cascabeles a sus espaldas, una especie de tintineo metálico. Se vuelve y descubre un tranvía que sube la cuesta en la misma dirección que sigue ella. Viene atestado de pasajeros que por señas le indican alegremente que se aparte de la vía. Se inclina para coger a Peter en brazos y echa a correr cuando el tranvía pasa por su lado. Los pasajeros ríen y saludan, y Peter les devuelve el saludo. Algunos tienden los brazos hacia Lore y la levantan del suelo. Sus piernas se quedan colgando en el aire mientras sujeta con fuerza a Peter, luego sonríe y respira jadeante, rodeada por semblantes felices, embutida en medio de espaldas, pechos y brazos, meciéndose al ritmo de los movimientos del tranvía.
Un joven le deja su sitio en la parte de atrás y Lore se sienta con Peter junto a dos mujeres jóvenes. Una es rubia, la otra tiene el cabello oscuro. Llevan abrigos remendados y zapatos viejos y cuarteados, pero lucen carmín en los labios y se sientan de lado, las piernas cruzadas con elegancia. Lore se tensa el cabello detrás de las orejas, tira de los hilos sueltos de la falda.
Las jóvenes comparten un periódico. Murmuran y señalan, sacuden la cabeza mientras leen. La del cabello oscuro, al ver que Lore está mirando, sostiene el periódico para que pueda verlo y le sonríe animándola a hacerlo. El tranvía avanza a sacudidas dando brincos y Peter está de pie en su regazo, farfullando en su oído. Lore desliza la mirada por el texto y en las columnas de noticias encuentra una y otra vez las mismas palabras: campos de prisioneros y campos de trabajo, crímenes y procesos. La mujer pasa la página y allí publican unas fotos. Oscuras y tiznadas sobre el tenue papel, y también familiares. Gente esquelética. Alambradas y rostros demacrados y pilas de huesos, zapatos y gafas.
—Son actores norteamericanos, ¿verdad?
Lore señala las fotos. La mujer del cabello oscuro se ríe. La rubia le replica diciendo que eso no es para reírse.
—No, no son actores. Son judíos.
Lore se ruboriza. La mujer morena se muestra irritada.
—Míralos bien. No son actores que estén actuando, sino personas muertas.
La mujer pasa la página y Lore ve cuellos negros con destellos luminosos que le resultan familiares. Fotografías de hombres de uniforme. Retratos nítidos: SS, SA, Gestapo. La mujer del cabello oscuro se los señala.
—Y éstos son los que las mataron. Con gas y con balas.
—¡Heide! Es sólo una cría.
—Bueno, pues que lo lea por sí misma.
Lore observa el rojo perfecto de sus labios y el corazón le da un vuelco. El tranvía oscila con una sacudida, avanza un poco más y por último se detiene. La mujer de cabello oscuro se levanta y le entrega el periódico a Lore. Su amiga rubia también se levanta.
—Por favor, no le enseñes nada más. Ya es suficiente.
—Los americanos dicen que deberían enseñarles esto en las escuelas. Y los británicos quieren enseñar democracia.
—¡Oh, por favor! Basta ya de cháchara política.
La rubia se vuelve hacia Lore.
—Hazme caso. Éstos eran hombres malos y ahora están en la cárcel, que es donde tienen que estar los hombres malos. Eso es todo.
Las jóvenes bajan del tranvía y Lore se vuelve hacia los demás pasajeros que hay a su alrededor, todavía apiñados y charlando. Nadie la está mirando y el tranvía prosigue su marcha. Se corre al extremo del banco con el periódico y sienta a Peter a su lado junto a la ventana. Pasa presurosa las páginas, después de las fotos de personas que parecen esqueletos hasta llegar a los retratos. Examina con detenimiento su indumentaria, los ojos, la nariz, la mandíbula. Algunos llevan el mismo uniforme que Vati, pero ninguno tiene la cara de Vati.
—¿Has visto las fotos, Thomas?
—¿Qué fotos?
Thomas pestañea bajo la luz del sol, delante de la puerta del sótano.
—Las de esas personas que parecen esqueletos. De los muertos.
—Ah.
Lore siente que se le retuerce el estómago Está de pie frente a la puerta del sótano, sosteniendo a Peter, que se debate contra sus brazos, estirando los suyos hacia el bolsillo del delantal donde guarda el pañuelito anudado con el azúcar. Thomas no contesta a su pregunta. Con su huesuda mano se protege los ojos del sol.
—Ya han empezado a castigarlos. Me refiero a los que mataban a esa gente.
A Lore el pecho se le tensa en torno al corazón. Thomas asiente, se frota la frente, la pálida piel se tensa encima del hueso.
—Tú le dijiste a Liesel que lo harían.
—Lo sé. ¿Han empezado ya?
—Sí, lo he leído en el periódico.
Los ojos de Thomas son más pálidos que de costumbre. El joven da media vuelta y baja los peldaños que penetran en la oscuridad del sótano estirando un brazo como si precisara mantener el equilibrio, rozando con los dedos el muro que se desmenuza. Los fragmentos de la argamasa resuenan al chocar contra el suelo.
—¿Thomas?
Lore le sigue con cautela hacia la fría oscuridad cegada por el azul del cielo y el resplandor del mediodía.
—La mujer del tranvía dijo que eran personas de verdad.
—¿Sí?
—Que eran judíos. Eso dijo.
Los ojos de Lore, adaptados a la oscuridad, distinguen a Thomas. Permanece de espaldas a ella, los hombros rígidos como una pared. Aun así, necesita formularle la pregunta.
—Thomas…, ¿te acuerdas que le dijiste a Jüri que todos los padres están en la cárcel?
—¿El qué?
Thomas se vuelve ligeramente y sus labios se separan, enseñando los dientes que le quedan.
—¿Qué pretendes de mí?
A Lore el estómago le da un vuelco. La respiración de él llena toda la estancia.
Durante una semana, Lore no regresa al sótano. Por las tardes sale a despedir a Jüri cuando éste se marcha solo calle abajo. Él la mira con expresión de reproche durante las comidas y en la oscuridad del dormitorio le habla entre susurros. Le dice que Thomas pregunta por ella, que sabe por qué no va a verle.
Permanece despierta mientras los chiquillos duermen y conserva encendida la lámpara junto a la cama. Lucha contra los párpados que se le cierran, temerosa de las fotografías que se despliegan en el fondo de sus ojos, de los hilos que se enmarañan en la oscuridad.
Durante el día dormita: en el tranvía, con Peter; en las colas, con Liesel y Wiebke; sentada a la mesa con Oma, junto a la ventana.
Mutti, Vati y Thomas no paran de dar vueltas en sus pensamientos y los aparta a un lado, pero siempre regresan.
Falta poco para que anochezca y Jüri todavía no ha regresado. Oma está despierta y ha preguntado ya por él en dos ocasiones, preocupada de que pueda estar jugando entre las ruinas.
—Son peligrosas, Hannelore. Le advertí que se mantuviese apartado de estos sitios.
Lore va al final de la calle para ver si regresa su hermano. Espera veinte minutos, media hora, pero Jüri sigue sin dar señales de vida. Se vuelve a mirar hacia la casa y ve a Oma de pie con su abrigo vigilando desde la verja de hierro al final del caminito de la entrada. Lore la saluda con la mano, intranquila. Le dice a gritos que no se preocupe, que irá en su busca y que no tardará.
Desde el tranvía, Lore vigila por si le ve. Luego camina rápido por las calles. No desea ver a Thomas, sólo quiere encontrar a Jüri y regresar de inmediato a casa. Va llamando a su hermano, pero él no le contesta y Lore se encuentra cada vez más cerca del sótano. Aguarda unos instantes en la esquina, pero ya es muy tarde. Sube gateando la montaña de cascotes, el corazón invadido por el recelo, la mente obsesionada por la expresión de odio en el rostro de Thomas. Pero cuando se desliza al interior del patio, descubre a Jüri acuclillado junto a la puerta del sótano, a solas.
La estufa está volcada boca abajo, los ladrillos sueltos han sido arrancados de las paredes y la puerta cuelga sobre las bisagras. Jüri está pálido y desconsolado, los ojos rodeados por círculos oscuros como cardenales. Lore se sienta a su lado y él la aprieta con los dedos hasta clavárselos en la piel.
—¿Qué ha pasado?
—Thomas se ha marchado.
—¿Dónde?
—No lo sé.
—¿Qué ha ocurrido?
—Salimos a buscar leña. Me dijo que esperase en la esquina de la estación, que iría en busca de algo de sopa. Yo estuve esperando, pero no volvió.
—¿Cuánto hace que esperas?
—Unas dos horas.
—Es posible que haya tenido que hacer mucha cola.
—Pero ha roto la puerta, Lore. Mira lo que ha hecho. Seguro que ha sido él.
—¿Os habéis peleado, Jüri? ¿Te ha pegado?
—No. Se ha largado… Estuvo buscando sus cosas, pero yo se las había escondido.
—¿Qué cosas?
—Dijo que tú lo sabías, Lore. Me aseguró que ya lo sabías… Le dije que nunca se lo contarías a nadie, pero él no me creyó porque no habías vuelto a verle. Y ahora se ha marchado.
Jüri solloza agarrado al brazo de su hermana. Tiene el rostro húmedo por los mocos y las lágrimas. No para de hablar, pero ella no consigue entenderle.
—No debes contárselo a nadie. Ni siquiera a Liesel… Ni a Peter. Nunca.
—Jüri.
—¿Me lo prometes? Por favor, prométeme que no se lo dirás.
—¿Qué es lo que escondiste?
Lore le ayuda a levantar la losa del adoquinado. Unas cochinillas de humedad se curvan sobre sí mismas y corren a refugiarse entre los escombros y el billetero de Thomas aparece oculto en un hueco situado al pie de la pared. Pequeño y de color marrón con la piel gastada, cuarteada.
—Yo sólo lo hice para que no se marchara. No quería que se enfadase. ¿Estará enfadado conmigo, Lore?
Jüri todavía está llorando. Lore saca el billetero de su escondite, lo abre con dedos rígidos, torpes, y el contenido cae al suelo. A sus pies descubre un trozo de tela con una estrella amarilla cosida a un lado y debajo otro trozo de la misma tela, también deshilachada y con una serie de números que le resultan familiares, escritos a través de las sucias rayas. Dentro del billetero todavía está la cartulina gris, doblada por la mitad, y dentro de ésta un trozo de papel con una fotografía y un enorme cuño negro estampado. Jüri observa que Lore levanta la fotografía para que le dé la luz.
—¿No lo sabías?
—¿El qué?
—¿Que no es él?
La foto de la ficha pertenece a un hombre de cabello negro y ojos hundidos. Borrosa, gastada y arrugada. Lore piensa que a simple vista podría ser Thomas. Incluso cuando la mira con mayor detenimiento ve sus mejillas romas, el perfil de su mandíbula. Extiende con extremo cuidado los papeles y la tela sobre el agrietado suelo. Siente debilidad en las muñecas; el papel es muy quebradizo. El rostro de la fotografía tiene una boca suave. Es posible que no sea Thomas; tal vez Jüri esté en lo cierto.
—Él los cogió. Tuvo que hacerlo. Para cuando los americanos los soltaran a todos.
—¿Thomas robó estos documentos?
—No debes contárselo a nadie, Lore. Thomas dijo que no tenía importancia. Que el hombre era un judío, ya sabes… Que ya estaba muerto.
Lore no ha dejado de estudiar el rostro de la fotografía: sus rasgos enjutos, los finos labios separados, los ojos bajos, los párpados medio cerrados. Ya estaba muerto. Lore examina el documento, pero el nombre ha desaparecido en medio del pliegue, perdido en el nervioso gesto de doblar y desdoblar el papel.
—Thomas dijo que los americanos sienten simpatía por los judíos, de modo que utilizó estos papeles para fingir.
—¿Te explicó él todo esto?
—Dijo que tú ya lo sabías.
Jüri se agacha a su lado, las huesudas rodillas pegadas al pecho, observando la reacción de su hermana. ¿Qué pretendes de mí? A Lore se le tensa el estómago y de nuevo le da un vuelco, la saliva se le vuelve ácida en la lengua. Escupe, se sienta con la cabeza entre las rodillas y Jüri se estremece a su lado.
—Thomas dijo que la gente está irritada, de modo que era mucho más seguro fingir que era una persona distinta. Que podía entrar en nuestra familia y luego nadie sabría que era él.
Jüri tiene enrojecidos los ojos y la mandíbula tensa. Lore no puede seguir escuchándole.
—Hay que quemar todo esto.
—Dijo que era mi hermano, Lore.
—Lo sé. Ya lo sé. Vamos a quemar todo esto y luego nos iremos a casa.
Lore enciende un fuego entre los cascotes con trozos de leña que han caído de la estufa rota. Coloca encima las pertenencias del hombre muerto, el billetero y la foto, el pliegue donde estaba su nombre y los últimos retazos de sus prendas. Las llamas lamen los bordes de la tela y el tejido a rayas primero se vuelve negro y después se pone al rojo vivo. El papel continúa intacto entre las llamas, pero al final empieza a rizarse. Los bordes chamuscados se doblan sobre el demacrado rostro de la foto y, cuando se desprenden, el hombre muerto ha desaparecido para siempre.
El patio se vuelve cada vez más oscuro en torno a la pequeña hoguera. Jüri aún está temblando, pero Lore empieza a sudar con el calor del fuego. Se sienta algo apartada, embutida en una grieta de la pared. ¿Qué pretendes de mí? Intenta desenredar la maraña de Thomas, cárceles y personas esqueléticas, mentiras y fotografías, judíos y tumbas, tatuajes, periódicos y cosas que no eran tan malas como dice la gente. Y en medio de todo esto aparecen Mutti y Vati, las insignias entre las zarzas, las cenizas en la estufa y la mareante sensación de que Thomas tenía razón y no la tenía, de que era bueno y era malo, las dos cosas a la vez.
Tan pronto como el sol asoma por encima de los árboles del jardín de los Meyer, Lore se pone las botas. Jüri ha estado medio despierto durante un par de horas, los ojos cerrados, hinchados por las lágrimas. Liesel se incorpora en la cama, pero Lore le dice que todavía es temprano para desayunar, que cuando sea la hora vendrá a despertarles. Su respiración se hace visible en el vestíbulo de los Meyer, y tras sus pasos deja huellas al pisar la escarcha en el sendero de la entrada en casa de Oma. Wiebke acude a abrirle, todavía con el sueño pegado a los ojos, y hace un poco de café de bellotas tostadas que Lore bebe mientras Oma se viste. La luz es aún escasa cuando abuela y nieta bajan caminando hasta el lago.
Mientras aguardan en el embarcadero, la helada arena cruje bajo sus zapatos.
—Oma, ¿por qué Mutti y Vati están en la cárcel?
—No han hecho nada malo.
Su respuesta no es precipitada, pero tampoco le contesta con retraso. La contestación no deja traslucir nada. Lore examina los ojos de Oma, grises y apacibles. No hay irritabilidad en ellos, ninguna pregunta acerca de la noche anterior. Ella y Jüri regresaron mucho después de que se hiciera de noche cubiertos con el polvo de los escombros y apestando a humo. A Lore el secreto le presiona en los labios, pero Oma deja que ese instante pase en silencio.
—Ya te lo dije en otra ocasión. ¿Me oyes Hannelore? Te lo dije y debes tenerlo siempre presente.
Oma la coge de la mano y Lore siente la suavidad del guante al deslizarse sobre su piel. El secreto pertenece a Jüri también. Y a Thomas.
—Todo ha cambiado, Lore… Pero tu padre sigue siendo un buen hombre.
Los días son cada vez más fríos.
Liesel aprende algunas palabras en inglés de los soldados: butterscotch (caramelo), chocolate y, la mejor de todas, humbug (tonterías), que le hace mucha gracia porque suena a Hamburgo.
Al cabo de poco tiempo, Jüri hace nuevos amigos, muchachos de su edad con los que juega ruidosamente entre las ruinas a pesar de que Oma se lo tiene prohibido. Lore lo descubre en el descampado del otro lado de la calle, ve que sale corriendo de la protección de las ruinas, se tira al suelo y se queda quieto mientras cuenta con los dedos de una mano los segundos que faltan.
Lore regresa al sótano una sola vez. Busca huellas en las cenizas y en las cajas tiradas por el suelo. No encuentra nada, sólo las mantas en el rincón donde Thomas duerme por la noche. Luego baja a la calle, llena el cubo en el depósito de agua y lava la ropa de cama en el patio. Llora, la mente llena de insignias y de fotos, sintiéndose enferma y sola.
Pasa un tranvía, el ruido se aleja y las ruinas vuelven a quedar en silencio. Lore cierra los ojos, con los brazos hundidos dentro del cubo y la frente apoyada contra el frío borde de metal. Vacía el agua fría por encima de las baldosas, saca cascotes de la montaña de escombros que tiene a su lado y entierra las húmedas mantas bajo las piedras.
Mutti les ha enviado una dirección para que escriban a Vati, así como una foto de ella sentada en un banco en el exterior de algún lugar. Tiene las manos hinchadas, unidas encima de su regazo. El rostro más redondo, el cabello muy corto y las prendas que lleva son extrañas. Lore apoya la foto contra la pared en su pequeño dormitorio, y Jüri y Liesel se apretujan a su lado para contemplar a su madre, estudiándola en silencio.
—El año que viene la trasladarán al campo de refugiados británico.
—¿Y podremos visitarla entonces?
—Es posible. Supongo que sí.
—¿Y tendrá ese mismo aspecto?
—Claro.
—¿Y Vati qué aspecto tiene, Lore?
—¿No te acuerdas de él?
Jüri niega con la cabeza y bosteza. Lore no se permite pensar en ello demasiado.
—Debe de tener más o menos esta altura, y su cabello es del mismo color que el tuyo.
—Pero el mío cambia de color. Es rubio en verano.
—Y el de Vati también. Oscuro en invierno, justo como el tuyo.
Al principio es Jüri quien hace las preguntas, pero no tarda en quedarse dormido. Liesel va escuchando a Lore y le sonríe por vez primera en varias semanas. Lore contiene la respiración, el corazón no para de latirle con fuerza. Mientras se desviste, describe a un hombre, alguien que encaje con la nueva madre más llenita, y que sustituya al que han quemado, enterrado y bombardeado.
Pero el rostro que ve entre las llamas es el de Thomas. Un rostro que se contorsiona en medio de cortinas de ceniza negra y luego se esfuma.
Están ya en invierno y ha transcurrido más de medio año desde que finalizó la guerra. Llega el cumpleaños de Lore: cinco semanas después de que Thomas desapareciera; dos meses desde que llegó la primera carta de Mutti; más de cuatro meses desde que Jochen murió.
Jüri y Peter le regalan cada uno una cinta para el pelo, aunque Lore sabe que la señora Meyer las ha cortado de sus cortinas. Liesel le está haciendo un bizcocho con ayuda de Wiebke para el cual ha estado ahorrando azúcar durante semanas. Oma le promete un par de zapatos tan pronto como sean asequibles y le ha comprado como regalo unos pasajes para el transbordador.
—Uno para ti y otro para Jüri, tesoro. Peter puede viajar gratis.
Oma les acompaña hasta la parada del tranvía y les dice adiós con la mano cuando se internan en la ciudad. Pasan ante la parada del sótano y Lore se vuelve hacia Jüri, pero éste no le devuelve la mirada. Continúan con el tranvía hasta la Estación Central, y luego siguen a pie atravesando las calles de la ciudad. El cielo es de color ceniciento, homogéneo y bajo. El frío penetra a través de sus ropas. Lore guía a sus hermanos por los canales de aguas tranquilas que recorren el centro, después cambian de dirección y se encaminan al lago. Pero tienen que volver sobre sus pasos cuando descubren que han hundido los puentes, y siguen los atajos que han posibilitado los bombardeos.
—Antes había casas por aquí, Jüri. Entre el canal y el lago, estaba todo lleno de edificios… ¿Lo ves? Aún se distinguen los cuadrados que forman las ruinas.
—¿Y cuándo era eso?
—Antes de los bombardeos.
—¿Qué edad tenías entonces?
—La misma que tienes tú ahora.
—¿Y yo qué edad tenía?
—La misma que Peter.
El viento sopla desapacible a través del lago y Lore envuelve a Peter dentro de su abrigo. Dan la espalda a las oscuras aguas mientras esperan en el Jungfernstieg a que llegue el transbordador que les llevará de regreso a casa. Ante ellos, el centro de la ciudad aparece allanado, renegrido y destrozado, hormigueante de vida. Todo está cambiando, lo viejo es enterrado otra vez por lo nuevo. Lore sienta a Peter en el banco y le señala a Jüri los montones de escombros del otro lado.
—Allí van a construir casas nuevas. Encima de donde están las ruinas ahora.
—¿Para qué?
—Para que la gente pueda vivir en ellas.
—¿Viviremos nosotros en una casa nueva?
—Sí, claro.
—¿Con Mutti?
—Sí, y con Vati.
—¿Vati está en la cárcel?
—Sí, pero cuando vuelva viviremos todos juntos otra vez.
Suben al transbordador y se sientan en la parte de atrás, fuera del embate del viento, que tira con fuerza de la lona por debajo de la barandilla.
—¿Y dónde está Thomas ahora, Lore?
—No lo sé.
Lore se queda mirando la lona, las cuerdas que restallan contra la tela tensada.
—¿Crees que estará pensando en nosotros?
—No lo sé.
—¿Cuántos años tendré cuando vayamos a vivir a la nueva casa?
Lore se encoge de hombros. Las preguntas de su hermano la están exasperando. Se fija en los demás pasajeros que hay al frente, protegiéndose del viento, pero a sus espaldas la cubierta de proa está vacía.
—¿La que tienes tú ahora?
—No sé cuánto tardaremos, Jüri.
Lore se inclina hacia delante y el viento la golpea en pleno rostro. El aire le enfría los dientes cuando habla, tira de su cabello.
—¿Serás mayor que Thomas entonces?
—No, tonto, porque Thomas siempre será mayor que yo.
Jüri se ríe y Lore se pone en pie. Su hermano la imita, pero ella le dice que vuelva a sentarse con Peter. Se acerca donde sopla el viento. El aire atraviesa veloz la cubierta y se enrosca entre sus piernas, hasta el punto de hacer que la piel se le encoja y se aparte del tacto con la ropa. Se agarra a la barandilla para mantener el equilibrio. El agua es oscura allí abajo y bate suavemente contra el casco de la embarcación. Lore levanta la cabeza para apartarse de aquella oscuridad y mantiene alta la cara contra las rachas del viento, nota las corrientes de aire que se retuercen entre sus piernas y tiran de ellas.
Avanza a lo largo de la barandilla, más allá de la cabina, lejos de Jüri y de sus preguntas, lejos de Peter y de los demás pasajeros, hasta llegar a la proa, donde nadie pueda verla.
A solas, se abandona a la fuerza absoluta del viento. Suelta primero una mano de la barandilla y luego la otra, y aguanta firme, de cara a la orilla.
Lore anhela el silencio de la casa de Oma, las sonrisas de Wiebke, el bizcocho de Liesel. Espera ansiosa el momento en que ya no haya más ruinas, tan sólo casas nuevas, y ya no se acuerde de cómo era antes.
Se afianza con fuerza y el viento le da zarpazos en la piel, la desgarra a través de la ropa. Lore no mira hacia abajo, hacia el agua, sino hacia la orilla que tiene delante. Se desabrocha el abrigo y deja que el viento se lo abra de golpe, que resuene en sus oídos. Tensa la boca para abrirla al máximo, permite que el invierno penetre en ella y atraviese los pulmones, llenándola con su amarga frialdad.
Lore sólo percibe el sonido, el sabor y la sensación del aire. Mantiene cerrados los ojos, no ve nada, pero de ellos brotan lágrimas que se desintegran al instante.