Berlín, abril de 1921
Nacimiento. La madre abraza al niño y lo acuna, le da su primer alimento. Feliz al tener entre sus brazos esta vida que ha llevado dentro de sí todos estos meses. Aunque ha sido algo prematuro, no es demasiado pequeño, y sus puños diminutos se apresuran a agarrarle con fuerza los dedos. Ella ya lo ha visto y lo quiere. Cuando su marido vuelve a casa, después del trabajo, la comadrona se lo lleva aparte. Le intercepta el paso antes de que llegue a la puerta del dormitorio. A diferencia de su esposa, él nunca podrá mirar a su hijo y sentir que es perfecto, quererlo antes de conocer su defecto.
En la clínica hay mucha actividad. El médico se muestra expeditivo, pero simpático; recomendado por la comadrona. A los nuevos padres les dice que se trata de una malformación congénita, aunque nada grave. Para exponerlo con sencillez, a su hijo le falta un músculo en el pecho. Siempre que se le someta con regularidad a fisioterapia, no cabe la menor duda de que podrá escribir y realizar todas las tareas que requiere la vida cotidiana. Por supuesto, nunca podrá hacer un uso completo del brazo derecho y tampoco realizar trabajos que requieran mucha fuerza, pero la ausencia de un músculo pectoral no tiene por qué ser un impedimento. Con el tiempo, quizá consiga practicar algún deporte; pero no deben hacerse muchas ilusiones.
En casa observan al niño con atención mientras gorjea y da pataditas dentro de la cuna de madera. Sus piernas arqueadas y los largos dedos de los pies, las arrugas en su tierna piel. Es un niño hermoso, y los nuevos padres se sonríen uno al otro, cada uno dispuesto a reír si el otro lo hace. Le quitan la camisita, y cuando se mueve le examinan el pecho y la axila derecha. Tiene un lado más delgado que el otro, de esto no cabe la menor duda. Pero al darle de comer o al hacerle cosquillas mueve los dos brazos con idéntico vigor, y se le ve robusto y espabilado.
¡No tiene nada malo!, exclama Mutti.[1] Papi[2] la rodea con sus brazos, la mirada fija todavía en su hijo. Durante largo rato, permanecen sentados juntos en la cama, sin decir nada, mientras el bebé duerme. Al pequeño le ponen por nombre Helmut, espabilado, porque así es como le ven. Resulta bastante adecuado y con eso les vale.
La vida de entreguerras es dura: alimentación austera, lujos escasos, espacio reducido para vivir.
El padre de Helmut es un veterano y todavía tose por las noches, y también en otoño, cuando el tiempo es húmedo. Es mayor que su esposa y se siente agradecido por esta posibilidad de disfrutar de la felicidad. Así que todas las mañanas sale temprano de casa para ir en busca de algún trabajo, día tras día. El piso donde viven siempre está limpio, al menos un par de habitaciones conservan el calor. Y como la madre de Helmut es un ama de casa muy apañada, siempre hay algo para poner en la mesa.
La pareja se siente muy feliz con su único hijo, y toman precauciones para no tener más, volcando todo su amor en Helmut, un niño que ríe con mayor frecuencia que la que llora. El colchón que comparten los tres es ancho y cálido y, aunque el niño ya habla y camina, una cama para él solo les parece algo extravagante, innecesario; una vergüenza. Mutti cultiva hierbas en la repisa de la ventana, y flores, y deja que su hijo las cuide. Y si Papi no está demasiado cansado cuando vuelve a casa, le canta un par de nanas al muchacho. Los ejercicios de la mañana y de la tarde son para Helmut un juego que realiza con sus padres, y cree que todos los niños hacen lo mismo, para estar fuertes como sus padres. Que todas las familias son tan felices como la suya.
Durante los calurosos veranos de la primera infancia de Helmut, Mutti le lleva a un largo viaje hacia el norte, a la costa, mientras su padre se queda en la ciudad, trabajando en lo que encuentra. Con sólo una semana, Helmut adquiere el color tostado de una almendra y el cabello se vuelve rubio por los efectos del sol. Juega desnudo con otros niños allí donde el agua no les cubre, y Mutti hace amistad con otras madres en la playa. Ella nunca hace referencia al pecho de su hijo, a su brazo, y como las otras mujeres no comentan nada al respecto, Mutti se siente con mayor libertad para charlar, se relaja, se tumba de espaldas y disfruta de la compañía y del sol.
En las habitaciones del albergue, las noches de verano están llenas de madres que susurran. Cuentos nocturnos para niños insomnes, confidencias y cigarrillos compartidos junto a una ventana abierta al cielo caluroso y oscuro.
Helmut advierte que su madre se mete en la cama, huele el humo reciente en su pelo. Luego vuelve a cerrar los ojos y se queda dormido otra vez: con el pulgar en la boca, arena bajo las uñas, sabor a sal de la playa en su piel.
El padre de Helmut ha encontrado un empleo estable con Herr Gladigau, dueño del estudio fotográfico que hay en la estación. Tres o cuatro días de ingresos asegurados a la semana. Papi limpia el cuarto oscuro, cambia los productos químicos y cuida de la tienda cuando Herr Gladigau tiene que acudir a alguna cita. A éste le gusta el nuevo empleado, confía en él. Gladigau no tiene hijos, es viudo, y disfruta con las relaciones que ha entablado con esta familia joven y feliz. No puede permitirse pagarle tanto como quisiera, tanto como la familia de Helmut necesita. A fin de compensarle, se ofrece para crear un archivo fotográfico de la vida de la familia. El acuerdo inicial consiste en una sesión fotográfica para hacerles un retrato cada seis meses: mientras el muchacho es joven y crece con celeridad. Mutti se siente emocionada, Papi se siente algo avergonzado, aunque también complacido. Acuerdan la primera sesión para la semana siguiente.
En la copia que Papi elige, Helmut está de pie sobre la rodilla de su padre, señalando con la mano derecha las decorativas palmeras de Herr Gladigau, que están en la parte izquierda de la foto, junto a su madre. Tanto su padre como su madre lo miran y sonríen: un muchachito rubio a punto de abandonar la niñez, el brazo derecho extendido al máximo, a la altura del hombro, tal vez algo más. Una postura normal para un niño curioso y activo, aunque poco convencional para un retrato.
Gladigau prefiere las fotos más sosegadas que tomó al comienzo de la sesión, en donde los modelos están de cara a la cámara, con las manos abandonadas en el regazo. Pero su empleado se muestra inflexible y Gladigau no encuentra motivos para negarse a su petición. Elige un marco sencillo, perteneciente a la gama de precio medio, y envuelve el retrato con elegancia.
A Gladigau le resulta doloroso mirar las prendas meticulosamente remendadas y los pómulos salientes de este retrato, así como de los posteriores. Papi está con él casi a diario, con la misma cara, la misma chaqueta y los mismos zapatos. Pero cuando mira estas fotos, a solas en el cuarto oscuro, todo resulta sencillo, claro, evidente: la dieta de col y patatas, la vida de ropas usadas y remendadas que llevan aquel hombre, su esposa y el hijo del brazo torcido. Tan pronto como puede, Gladigau le ofrece a Papi un trabajo a tiempo completo.
Disponen ahora de suficiente dinero para cambiarse a un piso que esté mejor. Los apartamentos que hay cerca de la estación están bien conservados, son luminosos y limpios, y Helmut, demasiado crecido para seguir en la cama de sus padres, puede disponer de una pequeña habitación. Sus nuevos vecinos son gente amigable y hogareña, y hay muchos niños con los que Helmut puede jugar. Al principio se muestra tímido, prefiere observar cómo los trenes entran y salen de la estación. Pasa mañanas interminables mirando por la ventana de la cocina, mientras su madre canta a sus espaldas al tiempo que cocina o limpia la casa. Sin embargo, no tarda en aficionarse a observar los trenes desde el rellano, y luego desde la escalera de atrás. Pero pronto se olvida de los trenes y corre por el patio trasero con los demás muchachos, intercalando juegos ruidosos con otros más tranquilos, variantes del juego del escondite.
Mutti busca a su hijo por el piso, en el rellano, en la escalera de atrás, le ve correr con los otros. Pasa una tarde entera ante la ventana de la cocina, observando cómo juega. Mutti ve que su hijo, al correr, deja algo rezagado el brazo derecho. Que el hombro derecho le queda un poco más bajo, y que de vez en cuando incorpora un pequeño brinco a sus andares para ayudar a que el lado derecho se ponga a la misma altura que el resto de su frágil esqueleto. También se da cuenta de que Helmut no es consciente de esto. Entonces dirige su atención a los otros chicos y ve que los pequeños pies sin zapatos cojean al correr por el suelo desigual. En ellos ve la misma tez pálida y las ojeras producidas por la desnutrición, las uñas mordidas y las greñas despeinadas. Claro que pueden comprar unos zapatos, y también comida. Los malos hábitos se pueden desterrar y el cabello se puede peinar. Pero a Helmut no puede curarlo la prosperidad, ni la alimentación, ni la disciplina. Aun así, ninguno de los muchachos del vecindario se burla de él ni se le queda mirando extrañado. A pesar de que Mutti no abandona esta costumbre de observarle, de vigilarle, se permite el lujo de sentirse aliviada.
Sin embargo, con la escuela se produce un cambio. El profesor de educación física ordena una exploración a fondo de los nuevos alumnos. Sin la camiseta puesta, aguardan en posición de firmes por orden de altura. A los que consideran que necesitan un tratamiento especial, los sacan de la fila y juntan, formando un grupo desordenado, en un rincón del patio escolar. A Helmut lo incluyen entre los muchachos obesos y los débiles con mala dentadura, y no entiende por qué razón. Una vez queda establecido, ante la mirada silenciosa del resto de la clase, que, a diferencia de los demás, no puede levantar el brazo derecho más arriba del hombro, Helmut comprende que hay algo que no funciona como es debido.
En casa, Mutti se echa a llorar, y más tarde Papi se enfurece. Al día siguiente acude con Helmut a la escuela y exige que permitan a su hijo practicar deporte con los demás chicos saludables. En el patio de casa nunca ha tenido problemas con los niños del vecindario; ni en la playa, durante el verano.
A Papi le piden que aguarde en el amplio vestíbulo. No hay sillas donde sentarse, de modo que se queda junto a la puerta, en un extremo del parquet, reluciente por el continuo encerado. Concluye una clase y empieza otra, y a Papi se le hace tarde para ir al trabajo. En medio del silencio, se acuerda del nacimiento de Helmut. De la clínica adonde lo llevaron, con los mismos pasillos, las mismas puertas, enormes y giratorias, el mismo sentimiento reprimido de vergüenza por su hijo. Se siente agraviado por la comadrona, por el médico al que aquélla le envió. Los culpa por interponerse entre él y su hijo. También se siente agraviado por el director del colegio, aunque no protesta cuando por fin le avisa que puede pasar. El colegio no cambiará su dictamen. Helmut hará gimnasia para complementar la fisioterapia diaria, pero no participará en deportes de equipo mientras su salud no mejore. Papi lee la nota, recoge el sombrero y el abrigo y se va.
Esa tarde, en casa, este padre lo sienta sobre su rodilla. Él es un hombrecito fuerte, al que Mutti y Papi adoran, y trabajará con ahínco para demostrar sus cualidades en el colegio… Los tres se esforzarán por conseguirlo. La fuerza de la familia prevalecerá.
Pero Helmut sigue alineado con los muchachos gordos y los muchachos débiles de dientes cariados, incapaz todavía de atrapar cualquier pelota que le tiren por encima del hombro. En casa, los ejercicios que repite dos veces al día se vuelven más enérgicos, menos divertidos, sobre todo cuando los dirige su padre. En el retrete que hay al fondo del pasillo examina con detenimiento la tenue torsión del músculo por debajo de la clavícula derecha. En el amplio y lustroso escaparate de la panadería observa cómo le cuelga el brazo derecho: más bajo y curvado que el otro, embutido en el estrecho pecho.
Helmut sigue jugando con los chicos del vecindario en el patio de atrás, pero Mutti le descubre a menudo de pie ante la alta valla situada al otro lado del bloque de viviendas modestas, atisbando entre las tablas las llegadas y salidas de los trenes de la estación. No es una estación muy grande, pero todos los días llegan un par o dos de trenes de viajeros, procedentes de otras ciudades, con destino a sitios lejanos. Dresde, Leipzig, Stuttgart, Munich.
A Helmut no le interesan los números de las locomotoras o los tipos de vagones. Lo que le gusta son los horarios y los destinos, las llegadas y las salidas. Le gusta observar a las personas, tanto si van solas como en grupo, empujando carretillas atestadas de maletas o sin equipaje. A juzgar por sus andares o su indumentaria, le gusta adivinar si alguien ha estado alguna vez en Berlín.
Helmut no siempre está solo frente a la alta valla. Sus conocimientos enciclopédicos de los horarios de los trenes impresionan a muchos de los otros niños. También hace amistad con los vigilantes. Les interroga acerca de las llegadas, o de las distancias, entre las barras de los torniquetes. Pronto le permiten pasar al andén, donde recoge los billetes taladrados que los viajeros entregan al salir. Aquellos que advierten la curvatura de su brazo y los meticulosos remiendos en sus ropas a veces depositan un groschen en su mano. Helmut se siente algo turbado ante estos gestos, está convencido de que sus padres lo desaprobarían, pero no tiene claro por qué. Pero nunca rechaza los regalos de los desconocidos: la posibilidad de comprar golosinas es un arma muy poderosa en la guerra para hacer amigos. Se aprovecha tanto de la posibilidad de acceder al andén como de las pequeñas bolsas de regaliz. Mientras dispensa favores, no precisa suplicar que lo acepten. Los niños del vecindario a menudo acuden en su busca, le siguen con pasos sonoros por las escaleras y, a través del patio trasero, hacia las vías.
Las fotos de la familia muestran a un muchacho saludable, ya bastante alto, de pie entre sus padres, ambos sentados un poco más adelante que él. Luce un traje de marinerito, el uniforme habitual de los muchachos para los domingos y días de fiesta. Apoya el brazo derecho encima del hombro de su madre y está colocado de manera que el lado izquierdo apunta ligeramente hacia la cámara. El efecto de ambas cosas consigue minimizar la forma arqueada del pecho, enmascarar la curvatura del brazo caído. Durante tres o cuatro años, la familia adopta una postura similar: las variaciones estriban en la indumentaria, en la estatura de Helmut y en el encanecimiento gradual de la barba del padre. La familia parece contenta, saludable, con las mejillas más rollizas que en años anteriores. A pesar del hábil enmascaramiento de la minusvalía de su hijo, se los ve relajados. Aún orgullosos, unidos todavía, cada vez más inmersos en una especie de prosperidad.
La pubertad y el III Reich llegan al mismo tiempo. Para la vergüenza de Helmut, no sólo le salen pelos por todo el cuerpo, sino que la pelusa que debería tener bajo la axila derecha le crece más arriba y se hace más visible bajo la clavícula. La extraña torsión del tendón bajo la piel que cubre su pecho se hace más pronunciada y los músculos más definidos.
En el colegio, todos los niños hacen gimnasia ahora, pero esto sólo sirve para que el movimiento limitado del brazo de Helmut resulte más notorio. Lleva camiseta de manga larga, no la de tirantes como los demás. Algunos se limitan a mirarle cuando se cambian, pero otros le dan empujones al pasar por los largos pasillos del colegio. La mayoría de las veces, es un tema del que no se habla.
Helmut es bueno en los estudios, y tiene algunos amigos en la escuela. En casa todavía pasa muchas tardes en la estación; a solas, por lo general. Algunas tardes, de regreso a casa, encuentra a los chicos del vecindario en el patio trasero. Se queda un rato con ellos mientras se entretienen luchando y bromeando. Le preguntan por los trenes, pero apenas escuchan sus respuestas. Se han unido a grupos a los que Helmut no ha sido invitado, más interesados por las pandillas y las peleas callejeras, y las pastillas de regaliz ya no les atraen como antes. De vez en cuando, alguna de las chicas del vecindario se le une en el andén. Edda Biene, de pie junto a las sacas de correos, se chupa las trenzas mientras observa a Helmut saludar a los viajeros que bajan de los trenes, recoger los billetes usados. La curvatura del brazo de Helmut se ha hecho más pronunciada con la pubertad, y la prosperidad, cada vez mayor, hace que los viajeros se muestren más generosos. Helmut es consciente de que si ahorra unos días y lleva a Edda a tomar un helado en la tienda que hay al lado del estudio de Gladigau, entonces tal vez ella le permita cogerla de la mano o incluso enseñarle los muslos en la escalera, de regreso a casa.
Él sabe que está sano, siente que tiene un corazón fuerte, buenos pulmones y piernas veloces que ofrecer a su país. También sabe que no es perfecto.
Ahora, Helmut ha dejado la escuela. Otros chicos trabajan, aprenden un oficio, pero Mutti convence a Papi para que permita que su hijo se quede en casa. Sólo durante algún tiempo. Todavía no está preparado, sólo es un muchacho. Papi suspira y consiente.
Ahora Mutti trae ropa a casa para lavar. Helmut la ayuda a doblarla y se encarga del reparto, pero durante más o menos un par de años su jornada transcurre en gran medida entre la estación y su casa. Callado y satisfecho, la cabeza llena de horarios. Mientras sentado a la mesa consume los almuerzos calientes que Mutti le prepara, a través de la ventana de la cocina mira a lo lejos, con ojos ensoñadores.
A Papi le irrita esta actitud ociosa de su hijo. En el estudio de Gladigau, el negocio va bien. Tiene cámaras nuevas, un mejor surtido de películas, y necesita un par de manos que le ayuden. Papi lo sabe, así que coge a su hijo aparte y le sugiere que haga algo útil. Helmut está ansioso por complacer a su padre, y cuando llega el otoño aprovecha la oportunidad. Antes del desayuno, sale a recibir al primer tren y se encuentra con el pavimento brillante a causa de la gruesa capa de hielo que ha dejado la helada. La gente mañanera sortea con cautela las placas de hielo al dirigirse a las puertas de la estación, después de pasar ante la tienda de Gladigau, que aún no ha retirado las protecciones del escaparate, pero que permanece allí de pie, con la mirada perdida, pálido bajo la luz de noviembre. Helmut coge sus llaves, encuentra una escoba y, sin pronunciar palabra, empieza a barrer. Gladigau aprecia ese gesto. El muchacho es a partir de ahora el candidato preferido.
Papi convence a Mutti esta vez y ella se ablanda. El muchacho podrá trabajar las tardes de los lunes, miércoles y viernes, y también los sábados, si hay algún recado. Patrón, padre e hijo trabajan uno al lado del otro, en silencio, ajetreados, eficientes. A Gladigau le gusta el muchacho y lo trata bien. Le enseña, lo alimenta, pero nunca se muestra condescendiente con él.
A Helmut le gusta el cuarto oscuro. El relajante sonido del agua que sale poco a poco del grifo y el olor alcalino de los productos químicos. Sólo enciende la luz normal cuando limpia; le encanta mezclar los líquidos y cargar la cámara bajo la luz roja de seguridad o en la oscuridad más intensa y luminosa. Los retratos que realizan con la cámara grande del estudio constituyen el punto fuerte de Gladigau, y ni a Papi ni a Helmut les está permitido tocar las placas una vez han sido expuestas. Sin embargo, Gladigau también experimenta con cámaras nuevas y con los largos carretes de película, y como Helmut se muestra concienzudo y metódico en su trabajo, le permite procesar estos negativos. Desenrolla con paciencia los largos carretes, y sus dedos trabajan ágiles sin ayuda de los ojos. Después de discutir con Gladigau la exposición de los negativos, también calcula el tiempo de los baños, y el anciano se muestra complacido y orgulloso de cómo su aprendiz va asimilando el oficio. Aunque el patrón se encarga siempre del tiraje, permite que Helmut experimente por su cuenta con los productos químicos sobrantes y los negativos desechados. En las tardes que escasea la actividad, cuando el cuarto oscuro está libre, Helmut aprende por su cuenta a realizar copias con las sobras de grueso papel fotográfico que encuentra por los estantes y los cajones del cuarto oscuro.
En el armario del pequeño baño que hay en la parte de atrás, bajo las botellas de los líquidos para revelar y fijar, Helmut descubre las revistas estadounidenses que Gladigau guarda pulcramente envueltas en papel marrón. Al cerrojo le falta un tornillo, así que Helmut se sienta en el inodoro haciendo cuña con una bota contra la puerta. Hay fotos en blanco y negro, de mujeres cubiertas con velos, a media luz. Helmut no entiende el inglés, pero sí las referencias a los artículos, a los grados de abertura del diafragma, a las cámaras y a los objetivos. Sabe que la película y las cámaras alemanas son mejores, pero esas mujeres americanas también están muy bien. Vientres redondeados, pechos pequeños, muslos largos y generosos. Algunas de las fotos se tomaron en exteriores, y las mujeres aparecen nadando, sus cuerpos en medio de ondas de agua y de luz.
Cuando no trabaja, Helmut sueña despierto. La luz amortiguada, el agua que fluye, la rigidez de su pierna derecha. La pálida piel de las mujeres estadounidenses y el cerrojo suelto en la puerta del baño. Por la noche evoca todas estas imágenes contra el techo del dormitorio, mientras los largos y lentos trenes de mercancías traquetean abajo, a un ritmo tranquilizante para el sueño.
Hacia el este se descubren nuevas tierras; tierras viejas descubiertas otra vez. De modo que ahora muchas cosas son mejores: más brillantes, saludables y limpias. Helmut lo nota en el rostro de sus padres, sabe que la ley lo ampara. Lo siente en sus piernas cuando se dirige a la estación; el frescor de la primavera y la promesa del verano se lo dicen: más grande, más ancho, más fuerte.
Podría sentirse llamado y transportado por esto, tal vez incluso curado.
A los dieciocho años, Helmut se dirige con tres muchachos del vecindario a la oficina de reclutamiento. Todos tienen el rostro tenso, les brillan los ojos por la aventura que les aguarda. A pesar del rubor de sus mejillas, Helmut experimenta una especie de nube en el estómago que no puede apartar de sí. El médico se muestra considerado y Helmut se alegra de la privacidad del gabinete, de los dos minutos de gracia que el hombre le concede para que pueda disimular sus lágrimas de muchacho. Los otros chicos le dan fuertes palmadas en la espalda, le dicen que se unirá a ellos en la siguiente convocatoria. Perfecto material militar. Pero no le piden que les acompañe a compartir una copa de aguardiente.
Regresa andando a casa, a paso rápido y por calles poco transitadas. Imagina que todos los hombres con que se cruza se dirigen al frente mientras él regresa a casa con su madre. Allí se encierra en su caja dormitorio y mira a través de la ventana, más allá del cielo de Berlín. No debe llorar; esto supondría una humillación todavía mayor. Sabe que Mutti está sentada, tensa e inmóvil, en la habitación de al lado, escuchando, intuyendo. Mantiene los puños apretados en torno a la manta, y el cristal de la ventana fluctúa con ondulantes formas ante sus ojos.
Su padre permanece en silencio durante largo rato. Helmut escucha tras la puerta y no oye sonido alguno de sus padres, las manos húmedas en la oscuridad. Cuando por fin Papi habla, es un alivio. Basta de perder el tiempo en la estación, con ensoñaciones. Ya no es un niño pequeño, tampoco una niña; es necesario que empiece a ganarse un lugar en el mundo. Hace un par de años que el padre de Helmut dejó de hacer ejercicios con su hijo y ahora le dice a su esposa que deje de hacerlos también. El ritual se ha vuelto incómodo tanto para la madre como para el hijo. Demasiado físico y excesivamente inútil. Mutti siente la pérdida de la proximidad diaria, pero no deja de repetirse que será lo mejor, hasta lo llega a creer.
Los padres de Helmut se afilian al Partido. El retrato del Führer se une a los de la familia que cuelgan de la pared, encima del sofá. Durante los primeros días de la guerra, el padre de Helmut encuentra un trabajo muy bien remunerado para dirigir una nueva fábrica en las afueras de Berlín, y Helmut consigue un empleo a jornada completa con Gladigau.
Toman los últimos retratos de la familia. A fin de cuentas, Helmut es ahora un adulto. Gladigau bromea con Mutti mientras prepara la cámara: las próximas fotos serán las de una boda y de los bautizos que seguirán. Mutti se ruboriza, Papi no dice nada, Helmut se ocupa de cerrar la tienda y hace oídos sordos. El momento ha pasado.
Para esta última foto, los dos hombres —padre e hijo— están de pie, mientras la esposa y madre permanece sentada, orgullosa delante de los dos. Ambos apoyan una mano en los hombros de ella y Helmut rodea con el brazo izquierdo la espalda de su padre. La envolvente afectuosidad de la familia.
Dado que éste será el último retrato de los tres, Gladigau le toma también una foto individual a Helmut. Lo encuadra del pecho para arriba, el hombro izquierdo hacia la cámara, la mirada hacia arriba, a la derecha del encuadre, fija en el dedo extendido de su patrón. Helmut exhibe la sombra de una sonrisa en torno a los delgados labios y la ligera inclinación hacia abajo de la barbilla le hace parecer más tímido, aniñado. Aunque ahora lleva el cabello peinado, alisado con agua y la brillantina de su padre, todavía muestra algunos rizos infantiles.
Gladigau está satisfecho con este retrato individual. Se apoya en la caja registradora mientras toma su copa de final de jornada. Examina las cejas pobladas y los pálidos ojos, hundidos en sus cuencas, y, al acordarse del muchacho de pómulos salientes y frágiles muñecas, aprueba al jovencito que tiene ante sí. Gladigau elige un marco sencillo, aunque de los caros, y envuelve el retrato de Helmut, listo para que la madre pase a recogerlo.
Mutti se sienta en la cama y sostiene la foto sobre su regazo. Se queda así quieta hasta el atardecer, el corazón latiéndole con repentina celeridad. Entonces cubre el ojo derecho de su hijo y examina sólo el izquierdo, el que está más cerca de la cámara, y descubre allí la raíz de su incertidumbre. Piensa que tal vez sean los músculos del párpado inferior que se tensaron un poco en el momento de la exposición. O quizá se deba sólo a un efecto de la luz: los dos puntos en el ojo, blancos y nítidos, como puntas de alfiler, que crean la sensación de dolor. Un examen más detallado del retrato de la familia no revela esta información, así que es muy posible que su hijo —un muchacho tímido— se pusiera nervioso al posar a solas para su patrón. Un regalo generoso, sin duda, e inesperado. Y además con marco.
La madre no expone el retrato en la salita de estar, donde las visitas puedan verlo. Primero lo tiene en su mesita de noche, y más adelante lo guarda con cuidado en un cajón.
La guerra mantiene a todos muy ligados a sus objetivos. La madre y el padre de Helmut pasan largas veladas hablando en el descansillo con los vecinos. Café y copa, apoyados en el quicio de la puerta. El tono de las voces sube y vuelve a bajar, se dan opiniones. Lo que se avecina, lo que puede ocurrir.
Para Helmut, ésta es una época solitaria. Todavía no son muchos los jóvenes que se han marchado, pero sigue sintiendo la vergüenza de permanecer en casa. Procura mantenerse apartado de la vista de los vecinos cuyos hijos están combatiendo, se encierra en sí mismo cada vez más, y tanto su madre como su padre le consienten su silencio y su soledad.
Sigue acudiendo a la estación, antes y después de la jornada laboral, y a veces también a la hora del almuerzo, pero ya no recoge los billetes usados. La caridad de los viajeros le resulta humillante y demasiado grande el riesgo de aprovecharse de ellos. Helmut disimula el brazo lo mejor que puede, doblándolo sobre el pecho o apoyando el lado derecho contra una columna. En vez de recoger billetes, anota horarios, destinos, llegadas, salidas. Tiene un pequeño librito encuadernado en piel de los que Gladigau utiliza para apuntar los datos técnicos de sus fotografías. Los horarios han cambiado varias veces desde que empezó la guerra y Helmut utiliza su librito para llevar el control. En casa, en el trastero que le sirve de dormitorio, pega en un álbum su colección de billetes y anota de memoria los horarios que los trenes tenían antes de que empezara la guerra.
Gladigau no ha utilizado nunca película en color, pero uno de los clientes habituales le ha convencido de que la utilice con motivo del próximo enlace matrimonial de su hija, y las primeras muestras llegan con el correo de primera hora de la mañana. Frente a una taza de café matutino, patrón y aprendiz examinan los folletos que las acompañan.
Una hora más tarde, Gladigau entra en el cuarto oscuro, le anuncia que cerrará la tienda a la hora del almuerzo y le invita a salir con él para probar la nueva mercancía.
Se suben a un tranvía que efectúa el trayecto al centro de la ciudad. Helmut tiene que sujetar el trípode entre las piernas cada vez que doblan una esquina y Gladigau atisba por las ventanillas en busca de la calle con mayor colorido. Es un claro día de otoño, fresco y vigorizante. Helmut observa el contraste de sol y sombra en los edificios que van pasando, y piensa que las fotos sin duda saldrán muy bien con una luz tan potente y buena.
Una vez en el centro, bajan y pasean hasta dar con una calle ancha, flanqueada por estandartes rojos. Ésta es. Gladigau está convencido ahora y Helmut no puede hacer otra cosa que darle la razón. Sonriente. No deja de sonreír. Mira arriba y a su entorno: nunca se ha alejado tanto de casa y nunca ha estado en una calle tan ancha, tan luminosa y tan larga. El frío viento le ha entumecido los dedos y montar la cámara le lleva más tiempo del habitual, Gladigau está emocionado, fusionado con el fotómetro. Los estandartes ondean como velas por encima de sus cabezas, hacia el horizonte, y Helmut siente vértigo con la luz, el frío, el color y la alegría.
Las diapositivas les llegan del laboratorio con unos pequeños marcos de cartón. A solas en la tienda, Helmut sostiene frente a la ventana la última y la mejor. La luminosa calle, sujeta entre el índice y el pulgar. Unas brillantes esvásticas arden contra el cielo y el viento semeja atrapado entre los pliegues de color escarlata de la foto.
Un examen más minucioso de sus libritos de anotaciones confirma a Helmut sus sospechas. La estación se utiliza con mayor asiduidad. Imagina a todo el país en movimiento: personas, efectos personales, lugares. Al mismo tiempo, siente que Berlín se está quedando vacío y lo teme. Desde que empezó a trabajar, no ha visto a ninguno de los chicos del vecindario, así que los imagina en el frente. Una repentina oleada de muertes y de gente que se marcha conmociona a su madre hasta sumergirla en un lívido silencio, y su hijo se contagia de su estado de ánimo. Frau Biene, del piso de al lado, ha perdido a sus dos hijos en Polonia y se traslada a Bremen, llevándose consigo a Edda, la antigua compañera de Helmut en el rellano. Herr Maas, del piso de abajo, parte para el frente, y su esposa se lleva a los niños al sur, con sus hermanas. Dos semanas después, otro vecino, otro soldado, cae abatido, y otra de las tiendas próximas al estudio de Gladigau aparece sellada con tablas: los dueños se han marchado sin avisar.
El negocio de Gladigau ya no es tan boyante. Algunos de los clientes habituales se han vuelto esporádicos y cada vez recibe menos encargos excepcionales. Hay suficiente trabajo para mantener ocupado a Gladigau, pero Helmut dispone de más tiempo libre para sí. Mientras el patrón está trabajando, repasa los libros de los encargos, hace listas de personas a las que lleva más de cuatro semanas sin ver y vuelve a tacharlas si regresan al estudio. Todas las semanas añade nuevos nombres a la lista. Helmut está preocupado. Decide llevar un control aproximado de las salidas y llegadas en la estación. Para hacer un seguimiento de la gente que viene y de la que se va, lleva un control del lento drenaje de los que abandonan Berlín.
De noche en la estación. Helmut está con el librito de anotaciones y un grupo de soldados pasa por su lado en el andén, una repentina estela de color gris. Casi todos son mayores que él. Sin embargo, Helmut es en extremo consciente de cada uno de los soldados, de los jóvenes rostros que no se fijan en el suyo. Retrocede tres pasos, cuatro, y apoya el hombro débil contra la pared alicatada de la estación. Avergonzado por no llevar uniforme, avergonzado de no hacer nada, de no ir a ninguna parte, se esconde en su libreta de apuntes y garabatea números que no significan nada, nombres de ciudades sin relación con los trenes.
Le arrebatan la libreta, el brazo inmovilizado contra la pared. Le interrogan, pero sólo ve el uniforme que a él le falta. La voz y la conmoción se funden con el abrigo gris del soldado y Helmut se queda desconcertado. Los viajeros miran en silencio y él piensa que quizá deba quedarse quieto también. Desvía la mirada de la cara que le grita, hacia las losetas de la pared en la que se apoya, contra la cual vuelven a empujarle.
Acude el vigilante de la estación. Los gritos se interrumpen. Le está explicando al soldado la afición de Helmut y el militar afloja la presión que ejerce sobre su brazo.
Helmut pide disculpas, aunque no sabe muy bien por qué. El militar le suelta, pero conserva en su poder la libreta de apuntes y él mantiene la mejilla pegada a las frías losetas de la pared. El vigilante susurra algo al militar mientras se aleja, al tiempo que señala a Helmut. El oficial se detiene, regresa a su lado y le explica, en tono fuerte y pausado, que sus notas podrían ser peligrosas si cayeran en malas manos. Mientras, los viajeros observan la escena. Algunos se alejan ahora que el oficial ha dejado de gritar, pero Helmut siente sus ojos todavía fijos en él, combinados con la mirada colérica del militar. En el silencio que sigue, se prepara para recibir el bofetón, la patada, el puñetazo que nunca llega. El oficial se marcha por el andén con la libreta de notas en el bolsillo del uniforme. El vigilante da unas palmaditas amables en el brazo torcido de Helmut, que todavía le duele por la presión del militar. Los viajeros se han dispersado con el mismo silencio que antes guardaron al mirarle. Helmut regresa a casa a través del patio trasero, sigue por el callejón, sube las escaleras y, antes de que sea demasiado tarde, escribe en un álbum de recortes todo cuanto puede recordar de sus anotaciones.
Después de este incidente, procura trabajar de memoria. No le resulta difícil tomar notas mentalmente de los horarios de los trenes, de las llegadas y salidas. Conoce tan bien las pautas de los itinerarios que las alteraciones son fáciles de recordar. La dificultad estriba en llevar la cuenta de las personas. Sabe que nunca conseguirá las cifras exactas, pero hasta las cifras aproximadas son imposibles de obtener sin tomar notas. Empieza por llevar un trozo de papel en la manga y un resto de lápiz oculto en la palma de la mano. Puede tomar apuntes con rapidez, escondido detrás de los sacos o incluso deslizándose en los lavabos entre la llegada de un tren y el siguiente para añadir garabatos a sus columnas. El problema con estas notas apresuradas estriba en la precisión. Helmut no confía en ellas. Las cifras revelan un posible aumento en la cantidad de gente que llega a Berlín. Razona que tal vez algunas de estas personas se limiten a trasladarse de una estación a otra, o que sólo estén de visita, pero, aun así, esto no concuerda con la impresión de Helmut respecto a que la ciudad está cada vez más vacía. Ahora Frau Steglitz y Frau Dorn tienen ambas al marido y los hijos en el ejército. Como sus pisos están vacíos, solitarios, han abandonado la ciudad y se han ido a vivir cerca de las fábricas de municiones, donde por lo menos hay trabajo. El abogado que se encargaba de las facturas impagadas de Gladigau también se ha marchado sin dejar una dirección donde contactar con él.
La primera primavera en tiempos de guerra. El cumpleaños de Helmut ha llegado y se ha vuelto a marchar, con un beso y un bizcocho de Mutti, después de que Papi saliera para el trabajo. Helmut no ha vuelto a la oficina de reclutamiento y tampoco ha recibido carta alguna pidiéndole que vuelva a presentarse. Su padre examina cualquier tipo de correspondencia que pueda llegar por la mañana y Helmut siempre experimenta un pinchazo de remordimiento al ver que no hay nada para él. Todos los hijos de los bloques de viviendas cercanos ya se han marchado o se preparan para hacerlo. Y los padres también, si son lo bastante jóvenes y no desempeñan un trabajo especial. Helmut empieza de nuevo a realizar ejercicios físicos.
A solas en su trastero, levanta el brazo frente a él, lo más alto posible: ahora justo por debajo del hombro. Avanza un paso y apoya la mano contra la pared. Vuelve a intentarlo, empujando hacia arriba la mano de la pared con el brazo sano, y así una y otra vez, forzando el brazo por encima del hombro. Los ligamentos del codo y del hombro se tensan y la piel que rodea el hombro le quema. Todo se resiste. Sin la pared y sin el brazo bueno, no consigue elevar el otro más arriba del hombro. No siente dolor, tan sólo como si el aire fuera demasiado denso.
Helmut coge piedras del patio trasero y las mete en una bolsa de lona que cuelga del brazo extendido. Cada día una piedra más, cada día una vuelta del reloj de arena, luego dos, tres, cuatro vueltas. A pesar de todo, el aire sigue siendo demasiado denso. Todavía no se atreve a regresar a la oficina de reclutamiento. Todavía no se atreve a mirar a su padre a los ojos.
Papi trae vino a casa. Tiene que darles una sorpresa. Una promoción, más responsabilidad, mejor paga. Después de cenar llena la pipa, explica las novedades a su esposa y a su hijo. La expansión hacia el este, les dice, será muy rápida. Helmut observa el humo que asciende por encima de sus cabezas, aguarda el suave olor azulado y oye a su padre hablar de los nuevos trabajadores que llegan a la fábrica de toda Europa. Papi disfrutará de una semana de vacaciones antes de empezar en su nuevo cargo. Helmut le pedirá permiso a Gladigau. Van a ir a la costa como una verdadera familia; por primera vez en su vida.
En la playa, Helmut se niega a quitarse la camisa. A lo máximo que accede es a enrollarse las perneras de los pantalones y caminar por donde el agua no le llega hasta las rodillas. Ha engordado. Está fofo y pálido. El brazo y el hombro derechos se han fortalecido con los ejercicios, pero sabe que el resto del cuerpo está débil. Las capas de carne suplementarias no han llenado su pecho sino que, vergonzosamente, le cuelgan formando profundas arrugas en torno a la axila, sin musculatura que les dé forma.
La primavera es calurosa y el sudor le brilla en el nacimiento del cabello, sobre los párpados y el cuello. Siempre está acalorado y el sudor no tarda en volvérsele rancio en el sobaco de las camisas. Su madre se las lava todas las noches, pero el olor impregna de tal modo la tela y las costuras que Helmut siente vergüenza.
Gladigau le ha prestado una de las nuevas cámaras plegables. Ha llegado la hora, le dijo a Papi, de que el muchacho aprenda a hacer fotografías. En privado, mientras toma la copita de la noche, Gladigau imagina a Helmut como el heredero idóneo de su modesto imperio comercial. Sin embargo, a la luz del día, no alberga tales intenciones; aun así, ha prestado la cámara al muchacho, y con eso le salva las vacaciones. Sus padres se dedican a pasear y él les sigue a cierta distancia, caluroso y empapado. Hacer fotos le proporciona una buena excusa para detenerse y descansar. Esto le abstrae y le entretiene. Calcula las exposiciones con el fotómetro y también por instinto. Paisajes, hierbas y conchas. Prueba encuadres alternativos, mantiene el sol a sus espaldas y siempre procura maximizar la profundidad de campo.
Helmut es feliz, las vacaciones son un éxito y la preocupación de sus padres por su posible utilidad se han atenuado: puede trabajar como fotógrafo, igual que su patrón.
A su regreso, Helmut se encuentra con la noticia de que van a reformar la estación. Gladigau se muestra complacido con las fotos que su aprendiz ha hecho durante las vacaciones y le encarga la tarea de plasmar los trabajos de remodelación, pues confía en poder vender estas fotos como postales.
Helmut está nervioso ante la responsabilidad de este primer encargo y se siente demasiado expuesto a la curiosidad ajena mientras coloca el trípode en el rincón opuesto a las puertas de la estación. Los tranvías pasan traqueteantes e imagina los ojos de los viajeros clavados en él. Parece como si los transeúntes se rezagaran, dirigiendo la mirada en la misma dirección que su objetivo. Helmut se camufla en la actividad, se sumerge en los cálculos y ajustes de la exposición, frunce las cejas y entorna los ojos tal como tantas veces le ha visto hacer a Gladigau. Con la mano izquierda sostiene en alto el fotómetro, la derecha apoyada en la cadera para evitar que cuelgue por delante del pecho.
Los nervios le inducen a cálculos erróneos y la primera serie de fotos profesionales adolece de infraexposición. No es una gran tragedia, consuela Gladigau a su protegido. Una sobreexposición sería peor. Podrán resaltar los detalles en el momento del tiraje. Le enseñará cómo hacerlo. Sin embargo, Helmut se estremece al ver el granulado y le suplica a su jefe que le permita intentarlo de nuevo. A Gladigau le complace su entusiasmo y le autoriza a que dedique una hora de su tiempo a hacer fotos, dos tardes a la semana, hasta que terminen los trabajos de la nueva estación.
Los progresos son rápidos, y hacia la mitad del verano han añadido un nuevo andén y ya han empezado la ampliación de las dependencias. Helmut se vuelve cada vez más osado, toma fotos abiertamente, y con una variedad de cámaras y accesorios. También empieza a sacar fotografías del interior de la estación. Al principio el vigilante refunfuña, le recuerda la irritación del oficial, pero Helmut promete que no sacará fotos de los trenes; sólo de las labores de construcción y de la gente. Empieza a explicarle el proyecto, pero el guardián pronto pierde interés. Helmut no le cuenta toda la historia; se la guarda para él. Con las fotos no sólo está documentando la expansión de la estación ferroviaria, sino también el seguimiento del éxodo. Su método es muy sencillo: recuerda la sucesión de los trenes en una tarde y memoriza cuántas fotos ha tomado de cada llegada y cada salida. Luego cuenta las personas que figuran en las fotos. Las complicadas ecuaciones que efectúa en su dormitorio por la noche confirman sus recelos más arraigados. De manera gradual, Berlín va perdiendo habitantes.
En el vecindario de Helmut y zonas limítrofes, el ejército recluta a fondo. Hay por allí multitud de jóvenes, todos dispuestos a morir por el Führer y por la Madre Patria, al servicio de los próximos mil años. Helmut aún se cuenta entre ellos. Se muere de ganas por llevar el uniforme, por el servicio activo, por estar entre camaradas. Pero se da cuenta: sabe que debido al brazo, a su tara, a su estigma, le dejan en la retaguardia mientras los demás penetran en el Lebensraum, en el espacio vital de la expansión.
Entonces se repliega sobre sí mismo, cada vez habla menos. Gladigau confía en ese muchacho tranquilo y callado, acepta más trabajos fuera y deja a Helmut al cuidado de la tienda durante largos períodos de tiempo.
París cae y el Führer regresa triunfal a Berlín. Los padres de Helmut acuden al centro para verlo, sin pedirle al hijo que los acompañe; le dejan atrás. Pasa la tarde en la estación, observando a la gente que llega, que baja de los trenes y sube a los tranvías que conducen al centro de la ciudad. Unas horas después, que ha pasado a solas y en silencio, la gente vuelve a hacer acto de presencia, animada y satisfecha, hacia los barrios residenciales y las poblaciones de la periferia de Berlín. Helmut aguarda junto a las puertas de la estación hasta que Mutti y Papi bajan del tranvía y se dirigen a recogerle. Los dos vienen sonrientes, cansados pero dichosos, como el resto de la gente. Cogidos del brazo, la familia regresa a casa, Helmut en el centro, Papi en el lado bueno y Mutti en el lado malo.
Percibe el orgullo que los embarga, sabe que él no forma parte de este orgullo y aparta la vista de sus miradas ausentes.
Las primeras bombas caen sobre Berlín. Es un solo ataque. Para Helmut la novedad es aterradora, pero emocionante. Después de que el golpeteo amortiguado y lejano sobre la tierra se apacigüe, hacia el sur el cielo se ilumina con un brillante color anaranjado. La cama de Helmut matraquea ligeramente con las explosiones, pero mucho menos que al pasar los trenes. Sus padres lo despiertan. Berlín arde en el horizonte, los fuegos se ven con claridad desde la ventana del dormitorio de Helmut. Mutti y Papi se sientan con él en la cama y lo contemplan. Mutti le pregunta si tiene miedo, pero Helmut niega con un movimiento de la cabeza, agradecido por aquella silenciosa compañía, por el calor de las piernas de su padre, tan próximas a su helado pie.
A Gladigau le disgusta la cantidad de película que Helmut utiliza en el proyecto de la estación. Le dice que se concentre en las labores de la construcción y deje de tomar tantas fotos a la gente. Helmut empieza a sustraer algún que otro carrete de película y saca del estudio dos cámaras a la vez. Las temperaturas han bajado más y Helmut vuelve a llevar el viejo abrigo. Una comprobación en el espejo del cuartito del fondo le confirma que puede llevar una segunda cámara oculta con sólo colocársela en el lado derecho. La inercia del brazo disimula el leve bulto del objetivo, pero tiene que mantener el hombro derecho más rígido de lo normal para impedir que el brazo se balancee demasiado. Sin embargo, en el cuartito del fondo y en el callejón que conduce hasta su casa, Helmut practica caminando con el brazo en ese ángulo, hasta que desarrolla unos andares más naturales.
En los días fríos y grises de finales de invierno, por fin concluyen las obras de la estación. La pequeña hilera de tiendas, incluida la de Gladigau, se engalana para la gran reapertura. En las dos tiendas abandonadas han arrancado las tablas, han restaurado los escaparates y han expuesto nuevas mercancías. Helmut pasa la tarde ayudando a los demás aprendices que los falsos escaparates resulten más presentables. En los meses transcurridos desde que los dueños se marcharon, nadie les ha prestado la más ligera atención. A Helmut no le gustan los interiores húmedos y oscuros, las pintadas negras ni los cristales rotos que rechinan bajo sus pies. Pero no se queja, porque Gladigau le ha confiado su primer trabajo importante: fotografiar la inauguración.
La luz no es tan espectacular como la del día en que fotografiaron los estandartes en el amplio bulevar de la ciudad. Pero es un día luminoso para esa época del año, y Helmut confía en sus encuadres y exposiciones. Llegan los dignatarios y pronuncian sus discursos en medio de una gran animación, y Helmut encuentra un sitio excelente entre la multitud para la apertura de las rejas de la nueva estación.
La verdad es que la última serie de fotografías es muy buena y tanto él como Gladigau se sienten satisfechos. Aunque la fachada es bastante cuadrada y lisa, en las fotos de Helmut se ve casi elegante y llena de energía con la gente que hace oscilar las banderas. El jefe de la estación les encarga que hagan postales y las exhibe en el quiosco de la estación. Gladigau recibe un porcentaje sobre las ventas y Helmut un modesto aumento de sueldo y la promesa de más encargos. En su cumpleaños, Gladigau le regala una cámara y sus padres le compran a su jefe película y productos químicos a precio de coste. Helmut tiene ahora su propio estante en el armario del cuarto oscuro. Los cuatro brindan por su futuro profesional tomando helado en el café de la estación, con nata y nueces picadas, a pesar de que es cada vez más caro a medida que transcurren las semanas.
Poco habituado a conversar, Helmut se siente agotado con la compañía de esta tarde y contesta casi con monosílabos en cuanto llegan los helados. Gladigau está acostumbrado al cómodo silencio de su aprendiz y no toma en consideración el comportamiento de Helmut. Sin embargo, sus padres sienten vergüenza por lo que consideran una grosería: la madre por su falta de modales en la mesa, el padre por el gran estómago y las pálidas mejillas de su hijo.
Gladigau sugiere sacar una foto de la comida de cumpleaños. Prepara la cámara, da instrucciones al camarero y se sienta junto a Helmut, a la izquierda del encuadre; sus padres están a la derecha. Cuando Mutti encuentre un sitio en la pared para colgarla, descubrirá que es la primera foto familiar en la que Helmut no posa en medio de sus padres. Gladigau se ve alegre, Papi aparece un poco cansado y serio, y Mutti piensa que a ella se la ve tímida; algo turbada, tal vez. Helmut todavía sostiene la cuchara con la mano, la servilleta metida en el cuello. Resulta difícil asegurarlo por la redondez de sus mejillas, pero en la expresión de su hijo hay algo que sugiere que todavía no ha tragado el último bocado de helado.
No hace siquiera dos años que empezó la guerra, pero ya influye en todos los aspectos de la vida diaria. La gente procura no desperdiciar la comida, y las extravagancias provocan un fruncimiento de cejas; por el bien de todos, hay que conservar lo que uno tiene. En los retratos familiares que Helmut enmarca y envuelve, a menudo figura una mujer de luto. Y en las fotografías de boda, el novio suele ir de uniforme. Al estudio traen recién nacidos para fotografiarlos y enviar las fotos al padre, que está en el frente. Y los soldados acuden a retratarse para que sus madres, hermanas o novias se alegren al verlos.
Helmut visita más zonas de Berlín cuando sale a hacer los recados de Gladigau. Aún sigue acudiendo diariamente a la estación para contar los trenes y vigilar las llegadas y partidas, pero en su tiempo libre también se aventura a ir más lejos con su cámara.
En 1941, los últimos días de primavera son fríos y grises en su mayor parte. No hace un tiempo muy bueno para un fotógrafo, pero Helmut está ansioso por mejorar sus habilidades. Ahorra cuanto puede de su salario y logra que le baste para un carrete de película a la semana. Gladigau le permite largas pausas a la hora del almuerzo y algún que otro medio día libre, si ha terminado sus tareas. Y los domingos, con su jefe en el cuarto oscuro para guiarle, Helmut pasa horas realizando el tiraje de sus preciosas películas. Hileras y más hileras de diminutos experimentos sobre los recortes de papel de Gladigau: todo tiras y trozos irregulares.
En casi todas las fotos sale gente, en cantidades considerables, por lo general. Helmut tiene cierta debilidad por las multitudes, por las calles con mucho ajetreo; disfruta fotografiando las masas en movimiento, arremolinándose. Gladigau admira esas fotos, frunce los ojos y asiente a medida que cuelgan las copias en los cordeles del cuarto oscuro para que se sequen. Esto es Berlín, dice. Toda esta vida. Destaca la sensación de movimiento en las fotos, luego carraspea y le asegura a Helmut que tiene muy buen ojo para la fotografía.
El cumplido es sincero, con algo de celos y expresado no sin dificultad. Gladigau nota cierta tensión en el pecho en medio de la oscuridad que exigen los productos químicos. En cambio, el aprendiz no reacciona al oír el elogio: de pie a su lado, guarda silencio y desliza su pálida y crítica mirada por encima de las fotografías, al tiempo que frunce las cejas.
Más tarde, cuando Gladigau se ha marchado a casa y él ha terminado de limpiar, despliega las copias ya secas encima del mostrador y las examina otra vez. A su lado tiene otra libreta de notas, que empezó seis semanas atrás, casi llena con su apretada escritura.
El proyecto de Helmut se ha trasladado de la estación a más allá en la ciudad: no sólo por lo que respecta a la fotografía, sino también a contar, catalogar, controlar… En una columna anota las calles en donde no hay nadie; en otra anota las calles donde hay entre una y diez personas; en una tercera indica las que hay entre once y veinte personas. Fotografía las calles con más de veinte y después cuenta en la foto las personas que figuran en ella.
Semana tras semana, la columna de las calles vacías va creciendo, al tiempo que la columna de las más concurridas va menguando. Cada vez que sale, Helmut encuentra menos calles con gente para fotografiar y pasa más tiempo haciendo fotos de las calles más frecuentadas. La composición, el detalle y el contenido han ido cobrando mayor importancia; las fotografías ya no son simples documentos. Helmut prefiere las fotos, ya no disfruta con los libritos de anotaciones; los encuentra extraños, sobrenaturales.
Esto es Berlín, se dice, con la mano apoyada en el librito. Pero mantiene fija la mirada en las fotografías. Puede ver la guerra en las colas delante de las tiendas, en las figuras de uniforme siempre presentes. Pero esta noche consigue ver también las fotos a través de los ojos de Gladigau. Una ciudad corriente, ajetreada. Viva y llena de gente. Disfruta de ella tal como lo hace su jefe: las caras, los brazos, las piernas, múltiples sombreros sobre múltiples cabezas. Duda de sus anotaciones y disfruta con esto también. De nuevo se siente seguro en su ciudad. En su Berlín. Su hogar…
A mediados de verano, Helmut ha logrado juntar una carpeta considerable. Una mañana, cuando llega al trabajo, se encuentra con Gladigau sonriendo en el estudio y sus fotos de Berlín alineadas en la ancha mesa contra la pared del fondo. Su jefe ha recortado pulcramente los retazos de papel, ha seleccionado sus favoritas y las ha desplegado por orden cronológico. Con la mano sobre el hombro de Helmut, conduce a su protegido a lo largo de la mesa y señala el perfeccionamiento gradual de sus habilidades fotográficas. Cada vez mejor, semana tras semana. Cierran la tienda y se pasan la mañana conversando. Gladigau se siente orgulloso, y Helmut también. Sobre todo cuando Gladigau selecciona su foto favorita y le pide que haga una nueva copia para exponerla en el escaparate.
Inspirado, Helmut empieza a pensar en la profundidad de campo; en el primer plano y en el fondo; en el enfoque planeado; en la dirección del objetivo. Experimenta utilizando exposiciones más largas para obtener mayor sensación de actividad, siluetas borrosas en el apresuramiento hacia su jornada laboral. Durante las semanas siguientes, Helmut también se vuelve más osado con sus ángulos y elevaciones. Cuando llega septiembre no piensa más que en sacar fotografías desde lo alto de los edificios, de las farolas, tendido en el suelo o a través de las ventanillas de los tranvías en marcha.
Es una espléndida mañana de otoño y Gladigau tiene que realizar el reportaje de una boda. Cuando se va, deposita un carrete de película en la mano de Helmut. Sal un par de horas, le dice, y utilízalo todo. Es una pena malgastar un día como hoy.
La magnética atracción que ejerce la gente en Helmut le lleva a los mercados, a los patios de las escuelas, a las concurridas calles comerciales. Toma un par de fotos, se traslada a otro sitio olvidándose del estudio, la luz tan hermosa que le empuja a ir más lejos. Deambula por una serie de callejuelas, la mayoría desiertas, y luego capta sonidos de voces y se dirige hacia allí. Se pierde por los callejones, entre unos bloques de viviendas modestas, y por fin localiza la procedencia del vocerío, que le atrae hacia un descampado.
Allí encuentra camiones y hombres uniformados que gritan y empujan. También hay un centenar de personas, tal vez ciento cincuenta, algunas formando remolinos, otras caminando a grandes zancadas, otras completamente quietas. Helmut se agazapa detrás de un muro bajo y empieza a tomar fotografías. A través del objetivo ve cómo desparraman sus pertenencias, ropas, cacharros, sacos, cómo les dan patadas por el suelo de tierra. Un oficial, de pie junto a un jeep, imparte órdenes a gritos. Su voz cortante asusta de tal modo a Helmut que se esconde todavía más detrás del muro. Se seca el sudor de las manos en los pantalones, siente débiles los dedos, apoya la cámara sobre los ladrillos y mira con celeridad a su alrededor.
Hay más gente mirando. Reunida en la entrada de un edificio de apartamentos, al otro lado del descampado. Esa gente está situada mucho más cerca de lo que ocurre que Helmut, pero teme pasar entre las órdenes y los empujones para reunirse con ella. Los gritos se hacen más estridentes, el motor del camión se ha puesto en marcha. Helmut coge su cámara, asustado, pero también temiendo que la escena se le escape.
Separan a los gitanos y les obligan a subir a los camiones. Replican con gritos a los hombres uniformados, enseñándoles los dientes de oro. Los niños lloran apoyados en la cadera de sus madres o se esconden entre los pliegues de sus vistosas faldas. Las muchachas muerden las manos de los soldados que les arrancan las joyas de las orejas y del cabello. Los hombres dan patadas a quienes se las dan a ellos, y vuelven a recibir más patadas. Las mujeres apartan las manos que las empujan y una se escapa, pero no llega muy lejos: no tardan en dejarla inconsciente y la meten en el camión con el resto de su familia.
Helmut está asustado, conmocionado. Las manos le sudan y le tiemblan. Aprieta el obturador, pasa la película y vuelve a disparar fotografiando con la máxima celeridad que le permite la cámara, aunque no con la que él querría. Vuelve a cargar, maldice sus dedos, débiles y húmedos, que hurgan y forcejean con el objetivo.
A través del visor, sus ojos coinciden con los de un gitano que grita y apunta hacia él. Otros se vuelven a mirarlo: rostros asustados, coléricos, con pañuelos en la cabeza, sombreros, y también con uniforme. A Helmut el corazón le da un vuelco. Se acuerda del oficial de la estación y oculta la cara entre sus manos. Oye que le ordenan a gritos que se detenga, que se ponga en pie, pero no puede; sólo puede dar media vuelta y echar a correr.
La cámara cae sobre su pecho y el objetivo golpea las costillas, y cuando se da vuelta para alejarse de las miradas y las voces coléricas, la correa se clava en el cuello. El suelo donde apoya los pies está destrozado, las rodillas ceden y Helmut tropieza, se precipita hacia adelante, sacude un brazo con fuerza, el otro le cuelga suelto, inútil y pesado, tirando del hombro derecho hacia el empedrado suelo. Para proteger la cámara, la levanta lejos del cuerpo.
La caída es tan veloz como el corte de una navaja y tiene la misma intensa sacudida, luego viene el dolor. Helmut vuelve a levantarse y echa a correr, no se atreve a mirar hacia atrás. Ha vuelto a los mismos callejones casi vacíos, por las callejuelas y la plaza del mercado. Corre hacia la tienda de Gladigau, demasiado asustado para detenerse en una parada y aguardar la llegada de un tranvía.
Los adoquines se mueven bajo sus pies, las paredes y las ventanas giran a lo lejos. Aterrorizado, vomita, y las sacudidas le obligan a detenerse. Vomita, tose, lucha por introducir aire en los pulmones. Nadie grita a sus espaldas, nadie le sigue, pero Helmut tiene detrás de los ojos las imágenes de los dedos señalándole, los empujones y los gritos, y el pánico le impulsa a seguir. De nuevo en terreno familiar, detrás de la estación, por el callejón, el brazo latiéndole con fuerza, la cámara debajo del abrigo, golpeándole la grasa del pálido y fofo estómago con la fuerza de cada paso que da.
De vuelta en la tienda, nadie golpea a la puerta ni quería interrogarle. Sólo cámaras, marcos, el cuarto oscuro, la caja registradora. Seguro y familiar, todo sigue allí. El sudor se enfría y poco a poco se seca en la espalda y las piernas, al tiempo que el vómito va formando escamas en el abrigo y en la barbilla. Se queda inmóvil y en silencio detrás del mostrador hasta que Gladigau regresa. En la semioscuridad, el jefe le reprende por haber dejado puesto el letrero de cerrado toda la tarde.
Trabajan juntos en silencio hasta muy tarde, rebobinan las cámaras, limpian, revelan las películas y hacen positivos. A pesar de que todavía le duele el brazo, las manos han dejado de temblarle. Revela las fotos que ha tomado, pero no hace copias mientras Gladigau está allí. Comparten una copa de aguardiente y, cuando el jefe se marcha a casa, Helmut se queda hasta que se hace de noche, para positivar la película y hacer copias.
Al principio sólo es capaz de llorar. Lágrimas de ira: el pánico del día se ha transformado en rabia y la dirige contra las fotos, contra sí mismo por su fracaso en captar la escena.
Luego reflexiona. Enciende la luz y extiende las fotografías por el suelo del cuarto oscuro. Se agacha y vuelve a examinarlas, imagina que Gladigau está con él, la mano sobre su hombro, susurrándole indicaciones al oído.
Helmut recuerda la escena, pero, con los ojos de Gladigau, ve que las fotos son poco claras, que con facilidad podrían pasar por las de unas cuantas personas moviéndose en círculos por un descampado. Que no transmiten nada del caos y la crueldad que le provocaron sudor y temblores en las manos, que le impulsaron a gastar casi dos carretes.
Helmut se dice que no está acostumbrado a fotografiar una situación tan conmovedora como aquélla. Las calles llenas de gente, la inauguración de una estación, en cosas así es bueno porque puede tomarse su tiempo, encontrar el sitio adecuado para la cámara y realizar múltiples exposiciones de composiciones similares. También llega a la conclusión de que la película en blanco y negro no era en realidad la más adecuada para el tema. Las vistosas faldas de las gitanas son sólo harapos en sus fotos; no giran ni salen disparadas como hicieron por la tarde. Los uniformes oscuros de los SS se mezclan con los muros tiznados de hollín de los edificios hasta el punto de hacerlos casi invisibles. Helmut comprende que estaba demasiado lejos para captar los detalles. Amplía la imagen, pero el grano iguala las arrugas airadas del rostro del oficial que vociferaba órdenes junto al jeep, y apenas parece que estuviera gritando. Helmut recuerda las personas que llamaban a gritos a los que estaban dentro de los camiones, quienes a su vez llamaban a gritos a los de fuera. En la foto se ve a un grupo de personas inmóviles y en silencio, extrañamente tranquilas, y el brazo que salía por la ventanilla del camión no es más que una pequeña mancha, identificable como un brazo sólo cuando examina el negativo sin ampliar. Y la mujer a la que golpearon hasta dejar inconsciente casi no da la sensación de que esté corriendo en la foto que le hizo cuando intentaba huir. Además, en su apresuramiento por impedir que le dispararan, ni siquiera logró incluir en el encuadre al soldado que iba tras ella. Piensa que debía de estar recargando la cámara cuando la llevaron a rastras de regreso al camión, y la foto de cuando la empujaron al interior del vehículo está tan desenfocada, que resulta indescifrable.
Helmut busca una y otra vez, pero la foto del gitano que mantenía fija la mirada en su objetivo, al tiempo que le señalaba con el dedo y le gritaba, que le asustó hasta el punto de obligarle a huir, no figura entre ellas. Y tampoco entre los negativos que aún no ha cortado. No lo entiende. Vuelve a enfurecerse y lanza al suelo las tiras de película, luego vuelve a recogerlas y las examina una tercera vez, y después una cuarta. Al final reflexiona: sin duda se había acabado el carrete y ni siquiera se enteró. Dominado por el pánico, huyó antes de soltar el obturador. Cobarde.
Helmut embute las fotos y los negativos en una bolsa de papel sin importarle que se arruguen o se rayen, sólo ansia volver a casa. Sabe que debería guardar las fotografías para Gladigau, para enseñarle cómo utiliza el tiempo, pero siente vergüenza. Medita un instante y toma la decisión. Un error en el revelado. Mentirá, dirá que el carrete se veló. Lo pagará con su salario, lo compensará con otras fotos en otra ocasión.
De regreso a casa, en el patio trasero, aprovechando la oscuridad, Helmut tira la bolsa, con su odioso contenido, al cubo de la basura.
El ejército avanza victorioso. Una y otra vez: más allá de Polonia ahora, extendiéndose hacia el sur e incluso más hacia el este. Reclama el suelo fértil y oscuro de Ucrania, el petróleo del Caspio, las vastas extensiones de la estepa.
Gladigau compra una radio y los dos escuchan las emisiones triunfales mientras revelan, fijan y limpian. Helmut sonríe junto a su jefe bajo la luz roja del cuarto oscuro, la mirada fija en la labor, los oídos saturados de noticias, las voces que gritan, los discursos y los tambores. Pero cuando está solo nunca pone la radio.
Helmut hace fotos. Llena los meses de primavera y verano con experimentos, ajustes y mejoras. Complace a su jefe, disfruta con las alabanzas viendo con sus propios ojos cómo las fotografías mejoran cada vez más.
En casa se levanta de la mesa tan pronto como el plato está vacío. A veces sus padres salen, a los pisos de los vecinos, a reuniones, pero la mayoría de las noches se quedan en casa, Mutti haciendo punto, Papi fumando, leyendo en voz alta el periódico o la revista del Partido. Helmut se acuesta cuando el cielo oscurece, deja las cortinas descorridas y observa cómo la noche se extiende por la ciudad, esperando en silencio a que llegue el sueño. Tras la puerta del dormitorio, Helmut puede percibir palabras, sólo el tono agudo e insistente de la voz de su padre. Calcula el tiempo mediante los trenes que pasan, alejándose con el traqueteo familiar, y suele dormirse antes de que Mutti entre y extienda una manta extra sobre su hijo. Por la mañana, Helmut se levanta temprano, a menudo antes del amanecer. A solas toma apresurado el desayuno junto a la ventana de la cocina, de espaldas a la estancia. Evita los ojos de su padre, las conversaciones de sus padres, los apresurados saludos de los vecinos en la escalera.
Con Gladigau se siente seguro. Incluso cuando las conversaciones de sus padres se convierten en susurros, cuando los vecinos responden a sus silencios con miradas iracundas. Incluso cuando el frío del otoño se hace más intenso y la palabra Stalingrado ya no se pronuncia con orgullo, sino en voz baja, con desconcertado temor. Incluso durante estos meses interminables y extraños, Helmut aprende a disfrutar de las tardes con Gladigau, acompañados por las voces de la radio. La seguridad en la victoria, la comodidad de la rutina.
En cuanto empieza el nuevo año, en pleno invierno, una rendición lo cambia todo.
Llega la primavera y a Helmut no le sorprende ver que la gente se marcha sin disimulos, pues hace tiempo que ha advertido el éxodo. Sin embargo, le asombran las cifras: el lento goteo se convierte en hemorragia, las multitudes en la estación, unos rostros cada vez más familiares que se marchan día tras día. Durante la cena, sentados a la mesa, Mutti informa de las despedidas de los vecinos que han marchado y Papi asiente con firmeza, dice que está bien que se vayan las mujeres y los niños, que hay que mantenerlos a salvo, y que los que se quedan deben ser valientes. El vecindario se vacía poco a poco de niños, y en el patio trasero hay un silencio inusual en los meses de verano. Las jóvenes familias se han marchado antes de que las bombas empiecen a caer en serio, y una sombría mañana de otoño Gladigau lee en voz alta, del periódico, que más de un millón de personas han abandonado la ciudad.
Cuando la gente habla de irse, las opiniones están divididas. Helmut escucha las conversaciones mientras hace fotos en el andén de la estación, en las calles comerciales cada vez más desiertas. Hay quienes se muestran vivamente leales a Berlín, y Helmut disfruta con su retórica. Otros temen por su vida, por el futuro de sus hijos: voces tensas y quedas, los ojos pendientes de quienes puedan escuchar, pronostican entre susurros los horrores que se avecinan. Irse. Helmut les oye de manera fragmentaria. Lo más lejos posible de la capital, sobre todo del Ruhr, lejos de cualquier ciudad. Guardan un breve silencio cuando pasa por su lado. Toda Alemania es un objetivo. De los británicos, y también de los norteamericanos. Helmut escucha que susurran nombres de sitios bombardeados que sin duda pronto lo serán. Aquisgrán, Krefeld, Duisburg, Oberhausen, Regensburg, Dortmund, Gelsenkirchen, Mülheim, Essen, Wuppertal, Jena, Münster, Colonia, Kiel, Rostock, Kassel. Apretando los dedos sobre los pálidos labios, la gente musita que la muerte está ya en Hamburgo, incendios y bombas… Con los ojos cerrados, inhalan sus temores. Todo el mundo se ha ido. Helmut escucha. La próxima vez será peor. No les cree. Leipzig o Dresde. Tienen que estar equivocados. Los bombarderos vendrán por Berlín.
Gladigau regresa tarde de ver a Herr Friedrich, un cliente habitual. Entra en el cuarto oscuro, donde Helmut está mezclando los productos químicos para los baños, y se sienta en uno de los altos taburetes. Gladigau observa durante un rato cómo trabaja su aprendiz y Helmut se turba y cohíbe ante la mirada de su patrón. Derrama parte del producto sobre la limpia superficie de trabajo y tiene que medirlo todo dos veces. Se siente aliviado cuando Gladigau decide por fin hablar.
Los hijos de Herr Friedrich cayeron abatidos en Rusia a principios de año. Gladigau los conocía a los dos, les había visto crecer delante de sus objetivos. Las nueras de Friedrich han abandonado Berlín ahora, en compañía de sus nietos. A Mecklemburgo, de momento; puede que dentro de poco bajen hasta la Selva Negra. En cualquier caso, Friedrich tiene intención de reunirse con ellos. Gladigau le cuenta la historia y, ensimismado, habla de cerrar la tienda antes de que el invierno se instale en la ciudad. Hay poco negocio. A los clientes que todavía quedan en Berlín les preocupan otras cosas. Gladigau hace planes en voz alta, mientras Helmut seca las superficies, a punto de empezar el tiraje. Por supuesto, en cuanto las cosas mejoren, podrá contar de nuevo con el empleo. ¿Acaso no ha hablado su padre de enviar a la esposa y al hijo a un sitio más seguro durante algún tiempo?
Helmut deja de trabajar y mira fijamente a su patrón. Éste se queda mudo ante la firmeza de la mirada, pero, aun así, Helmut no baja los ojos: insultado, avergonzado ante el hecho de que su patrón sugiera semejante cobardía. Él no es un niño y tampoco una mujer. No quiere protección ni la necesita. Helmut devuelve el insulto expresando sus dudas respecto a la lealtad de Gladigau hacia el Führer. Luego los dos se quedan bajo la bombilla roja, inmersos en el olor a azufre, y, sin intercambiar palabra, se dedican a positivar las fotografías del día.
Helmut está acostado cuando empieza la segunda oleada de bombardeos.
Sus padres van a salir esta noche. Mutti entra para darle un beso de despedida pero no le dice adónde van, y él tampoco se lo pregunta. Observa a su padre a través de la puerta entreabierta del dormitorio, de pie, con medio cuerpo dentro del piso y la otra mitad en el hueco de la escalera, impaciente por marchar. Su madre cierra la puerta tras ella al salir y, a pesar de que todavía es temprano, Helmut apaga la luz.
Dormita un par de horas, luego yace despierto y aguarda el traqueteo de un tren de mercancías que vuelve a transportarle al sueño. En cambio, lo que escucha es el débil inicio de un ruido que no logra identificar. Lejano, persistente y que, ahora que lo ha oído, no consigne apartar de su mente. Sin saber qué es lo que produce ese zumbido, Helmut yace inmóvil y escucha los centenares de Lancasters que llevan su carga letal por los cielos de Berlín.
Instantes después de que suenen las sirenas, el edificio vuelve a la vida. Las madres arropan a sus hijos para sacarlos de la cama y los viejos se ponen calcetines gruesos. La escalera está llena de gente. Helmut les oye bajar corriendo al sótano: voces agudas, pasos apresurados. Sabe que tendría que ir con ellos, pero no quiere estar cerca de su miedo y de sus prisas, así que se queda en la cama. Ha oído la descripción que la gente hace de las bombas incendiarias, árboles de Navidad cayendo del cielo iluminando la ruta de los bombarderos hacia su objetivo. Observa desde la ventana, pero no hay nada que ver todavía, sólo un cielo negro en lo alto y un Berlín a oscuras debajo. El vigilante del bloque de viviendas llama a su puerta, pero Helmut no contesta, pues oye el estrépito de las botas del ayudante de la defensa antiaérea al subir por las escaleras. El muchacho tiene sólo catorce años y sin embargo colabora con los artilleros en la azotea del edificio. Ambos aporrean la puerta y llaman, pero Helmut no quiere sufrir la humillación de que un muchacho de catorce años le dé órdenes. Tensa las mantas alrededor de las piernas, y cuando está seguro de que el vigilante y el muchacho se han ido, se pone los zapatos y el abrigo y se aventura a salir a la escalera.
Por debajo del aullido de la sirena, Helmut percibe el ronroneo, que se hace más intenso, como un rugido. Mantiene la mano en el bolsillo, los dedos firmemente apretados en torno a la cámara, y con extremo cuidado empieza a bajar la desierta escalera.
Cuando llega al segundo piso, estallan las primeras bombas. No parece que hayan caído muy cerca, pero los impactos tiran de sus piernas. El edificio se estremece y Helmut siente que le empujan hasta el punto de hacerle perder el equilibrio. Del techo caen fragmentos de yeso y polvo, y en su imaginación siente que un millar de cazos y sartenes ruedan escaleras abajo hasta enterrarle, mientras en todos los pisos los armarios de la cocina vacían su contenido por el suelo.
Conmoción y dolor. Todo se mueve muy rápido ahora y Helmut no puede seguir su ritmo. No corre hacia el sótano, sino que las piernas le llevan a la calle. Los primeros incendios estallan en los barrios más próximos, y Helmut huye del calor y la luz. Pero no con la suficiente rapidez. Lo sabe porque los bombarderos ya están aquí. Oye el rugido justo encima de su cabeza. Pasan rozando las azoteas de los edificios de apartamentos, enormes y aterradoramente cercanos, y persiguen la oscilante cabeza sin sombrero de Helmut mientras corre.
Para escapar de ellos efectúa un recorrido en zigzag por las calles a oscuras, es consciente de que está gritando, pero ni siquiera se oye por el estampido del fuego, las bombas y los aviones.
Los impactos resurgen del profundo subsuelo como si le patearan en las caderas, en la espina dorsal… Llueven tejas, ladrillos y hierba, y Helmut no puede ver hacia donde corre, el continuo tableteo de la artillería antiaérea en sus oídos, el ruido nublándole la vista. Está ciego, pero no sin aliento. La garganta está en carne viva y el rostro húmedo, y corre en medio de la oscuridad mientras la calle se estremece bajo sus pies, los edificios se tambalean, cada pisada tan sonora como una bomba.
Una persona corre allí delante, una silueta negra que se dirige hacia él. Helmut oye las maldiciones, siente que las manos le agarran el abrigo, el aliento del hombre en su oído. Algo le aparta de su rumbo, le hace girar sobre sus pies. Una bomba. Dos brazos. La presa de la mano. Helmut gira, chilla, es arrastrado hacia el subsuelo. De la oscuridad de fuera a la de dentro, pero igualmente ruidosa.
Pasa el resto del ataque aéreo en un sótano repleto de desconocidos. Todos guardan silencio, inmóviles, mientras él yace en el suelo y llora. La adrenalina le hace temblar, se estremece sin querer, no puede controlarse, siente miedo y vergüenza, tiene la sensación de que la gente lo está mirando.
Cuando el ruido cesa, todos tienen frío. El hombre que tiró de él le dice que eso es bueno. Significa que al menos los incendios no han llegado a esta parte de Berlín. Luego vuelven a guardar silencio. Ojos húmedos, pequeños movimientos en la oscuridad. Helmut abandona el sótano sin despedirse. En su huida ha recorrido un largo camino desde su casa, como mínimo unos cuatro o cinco kilómetros. No sabe dónde se encuentra y todo le parece distinto. Hay ladrillos donde no debería haberlos, huecos donde tendría que haber paredes. Helmut sigue a ciegas por la primera calle, por la primera esquina, hasta que encuentra la ruta bloqueada por sillas, cristales y marcos de ventanas, una cama vacía, sin hacer. Prosigue su camino soslayando los escombros y de nuevo por calles adoquinadas hacia donde supone que está su casa. Necesita algún tiempo para encontrar el camino de vuelta. Las calles están desiertas y mortalmente silenciosas. Sus ojos se han acostumbrado a la oscuridad, pero el silencio le resulta turbador; se siente mareado y enfermo. El eco de sus pasos resuena con fuerza contra las paredes de los edificios de apartamentos modestos y lamenta haber abandonado la silenciosa compañía del sótano.
Poco a poco la gente va emergiendo, diminutas siluetas grises sobre la oscuridad. Personas que huyen de los edificios destrozados, perdidas o que buscan en la oscuridad, nuevas montañas de piedra. Arriba, el cielo de los tejados brilla con el fuego, y las calles son cada vez más luminosas a medida que Helmut se aproxima a su casa. Oye el estrépito de las campanas de los bomberos y avanza por calles llenas de personas desorientadas, la ropa rasgada y a veces chamuscada, muchas de las cuales caminan descalzas a través de los cascotes. Con independencia de hacia dónde se vuelva, Helmut no consigue escapar del ruido que produce el llanto de los niños. Está sudando debajo del pijama y del abrigo; parpadea contra el aire caliente y el hollín pensando que Berlín vuelve a estar lleno. Lleno de niños.
El edificio donde está su casa sigue en pie pero envuelto en llamas. Durante más o menos una hora observa cómo trabajan los bomberos, esperando. No hay señales de Mutti ni de Papi. La piel de las mejillas y de los lóbulos de las orejas le pica, le hormiguea a causa del calor. No ve ni un solo rostro que le resulte familiar.
Espera, no sabe cuánto tiempo pasa, pero sus padres siguen sin volver. Teme preguntar, se queda completamente quieto, fija la mirada en su antigua casa y sólo se mueve cuando le empujan para que se aparte. No le permiten entrar en el patio trasero para comprobar si su dormitorio está ardiendo, de modo que se dirige al estudio de Gladigau.
En todas las tiendas los escaparates están rotos y hay gente que sale corriendo del colmado de la esquina, los brazos llenos, abultados los bolsillos de los abrigos. La tienda de Gladigau está en completo desorden y las luces no funcionan, de modo que Helmut busca unas velas y asegura lo mejor que puede el escaparate con trozos de madera y cartón. Examina el contenido de los cajones esparcidos por el suelo y descubre que no falta gran cosa. La cámara que Gladigau tenía expuesta ha desaparecido del escaparate y también se han llevado casi todas las existencias de marcos para fotografías. Pero los saqueadores no han tenido éxito con la sólida puerta del cuarto oscuro, a pesar de que la han golpeado con la magnífica silla de su patrón. La silla está hecha astillas por el suelo, pero en la puerta apenas hay abolladuras. Helmut tiene las llaves en el bolsillo del abrigo, así que entra en el cuarto oscuro y se prepara una cama con las revistas de Gladigau y la bata blanca del laboratorio. Apaga las velas y se tiende sobre las mujeres americanas de sus fantasías adolescentes: sus pálidos muslos y pechos pequeños estrujados durante su sueño insomne. El cuarto oscuro es negro y silencioso como la noche, y Helmut duerme hasta muy tarde al día siguiente.
Se sorprende al ver que Gladigau no se presenta para abrir la tienda como de costumbre. Sus ropas apestan a humo y la piel de la cara le escuece. Bebe un poco de agua del grifo del cuarto oscuro y sale a la calle, todavía en pijama y el abrigo abrochado contra el frío. Afuera la gente pasa con bultos y carretillas de mano cargadas a tope con sus pertenencias. El edificio de la estación ha quedado muy estropeado, pero los bombarderos no han causado daños en las vías. La gente se concentra en los andenes a la espera de algún tren que les saque de la ciudad. Helmut mira y escucha, pero no encuentra a nadie que conozca.
Los humeantes y mojados esqueletos de los edificios todavía están calientes cuando pasa por su lado, las paredes que quedan en pie desprenden vapor ahora y su antiguo hogar chorrea agua negra completamente vacío por dentro. Helmut llora. Por todas partes hay gente llorando. Sin embargo, a él todavía le da vergüenza. Las lágrimas brotan de sus ojos y le escuecen al resbalar por su piel magullada. Se cubre el rostro con las manos y mira a través de los dedos renegridos. Sin su Mutti y sin su Papi, Helmut se siente solo.
No puede permitir que lo encuentren llorando, tiene que ser valiente. Intenta reprimir las lágrimas, pero éstas siguen brotando, ruedan por las mejillas hasta entrar en la boca, amargas sobre su lengua. Helmut espera, vigila por si regresan sus padres, camina por el vecindario, y regresa una y otra vez a la tienda, a la estación, al sitio vacío donde antes estaba su casa. Busca el rostro de su madre entre la gente que pasa, ve el de su padre y oculta sus lágrimas cobardes. Se limpia los ojos con la manga, mantiene el ánimo y vuelve a mirar, pero el rostro ha desaparecido. Sustituido por otro y luego por otro más. Barbas grises, ojos cansados, mejillas hundidas. Ninguno de ellos es el de su padre.
A última hora de la tarde, Helmut llega al barrio donde vive Gladigau. Allí los edificios están intactos. Las sólidas y nítidas hileras de mampostería clara son impresionantes, unas casas mucho más grandes que las de su barrio. Helmut se sorprende ante las enormes y lisas cristaleras de las ventanas, ante la blancura de los visillos. Donde vive él, todo está roto y gastado, cubierto con capas de humo, hollín y polvo. En la escalera del edificio de Gladigau no hay humedades ni ruido, la oscura madera del pasamanos reluce y la suave luz del día penetra por la claraboya de arriba. Helmut llama a la puerta de Gladigau, jadeante por el esfuerzo de la subida. Se queda ante la casa toda la tarde, por si su jefe regresa, pero nadie entra ni sale del edificio, y no hay olores de comida ni radios, ni pasos que resuenen por los pasillos, ni niños que lloren.
Hacia la medianoche, Helmut se marcha, asustado por el silencio, temiendo que se produzca otro ataque aéreo, y pasa otra noche a solas en el suelo del cuarto oscuro. Desorientado en aquella oscuridad impenetrable, no sabe muy bien si tiene los ojos abiertos o cerrados. Helmut yace en la frontera del sueño y la vigilia, camina a través de muros destrozados y encuentra a sus padres cogidos de la mano. Con los brazos tendidos, avanza corriendo hacia ellos, pero las paredes se derrumban y los pierde de nuevo.
Helmut sueña con objetivos que estallan al apretar el obturador. Con fotografías de cristales fragmentados, trozos de retratos, imágenes vistas de reojo. Los dedos de Papi, los ojos de Mutti, sus brazos. Helmut intenta coger unos negativos que se desmenuzan entre sus dedos, brillo de polvo negro adherido a la palma de la mano.
Agotado, se arrastra hasta que encuentra la puerta del cuarto oscuro. Vuelve a ser por la mañana y, confortado por la luz, Helmut se queda dormido debajo del mostrador de la tienda abandonada.
Pasan los días, sin noticias de nadie, fríos. En la destrozada terminal de los tranvías instalan un comedor de beneficencia donde reparten ropa de invierno, botas nuevas y abrigos. Helmut lava la mugre y el sudor del pijama en el lavabo del cuarto oscuro, limpia la tienda y la asegura contra los saqueadores, encerrando bajo llave en el cuarto oscuro todo lo que encuentra de valor. El libro mayor, la caja registradora, las libretas de pedidos, los marcos que no se han llevado. Helmut cierra la tienda y en la puerta cuelga un letrero pidiendo disculpas a los clientes. Escrito a mano, con carbón encima de un trozo de cartón que se ablanda y se embadurna con la lluvia de otoño.
No hace fotos ese invierno. La cámara, las películas, los productos químicos, el papel fotográfico, todo a salvo tras la puerta del cuarto oscuro. Helmut sabe que están allí, una presencia pequeña, reconfortante en medio de tantas pérdidas. Llora su desaparición. A solas, las semanas más frías van pasando. Sirenas, bombas, incendios y hambre. Helmut ve que sacan cadáveres de entre los escombros y huye. De noche, los sueños le traen confusión, y por la mañana despierta esperando a Mutti, la rutina, Gladigau, el calor, el humo de la pipa de su padre… Empieza cada día de invierno llorando, enterrando el rostro entre sus manos.
Húmedo el aliento, húmedas las mejillas, húmeda la palma de las manos, las lágrimas siguen brotando.
La luz del día hace que todo cobre más sentido. Observa el cambio en la ciudad. Las calles bloqueadas, los edificios que han desaparecido. Hay cráteres y montañas donde antes había llanos. Helmut percibe la diferencia entre el antes y el ahora: la estructura de la ciudad se hace añicos cada noche y los cambios forman parte de cada nuevo día. Observa a la gente, cómo marcan con tiza los nombres de las calles y los letreros de las tiendas en las paredes que quedan en pie, cómo caminan por encima, por debajo y a través… Su lento avance sobre los cascotes: tobillos torcidos, pies que resbalan, piernas que se hunden hasta la rodilla. Y aun así siguen adelante.
Se abren nuevos caminos, se abandonan viejas rutinas. Después de que bombardearan la panadería, el pan llega en camiones.
Puesto que prefiere quedarse en calles que le son familiares, Helmut encuentra un sótano donde instalarse. Lo considera un sitio bastante seguro, disimulado en un diminuto patio trasero, donde los edificios de los alrededores están vacíos, en ruinas. Entre los escombros descubre un pequeño fogón y lo instala encima de unos ladrillos, junto a los peldaños del sótano. Coge el sólido cerrojo superior de la puerta del cuarto oscuro y con él hace más seguro su nuevo hogar.
De noche, cuando caen las bombas, Helmut yace despierto en su sótano y escucha. Si los impactos se producen muy cerca, grita aprovechando el ruido, tal como hizo la noche en que huyó de los bombarderos. Siente que la garganta le escuece con los gritos, y no oye nada más que las explosiones, el aire repleto de aviones y de fuego antiaéreo. Calentado por el miedo y luego enfriado por el sudor, al amanecer enciende fuego en el fogón y duerme bajo la apacible luz de las primeras horas de la mañana. Si las bombas caen lejos, Helmut encuentra casi reconfortantes los silbidos y el lejano golpeteo, como los trenes de mercancías que acompañaban sus sueños de adolescente.
Este ruido lejano es preferible al silencio. Por las noches en que la ciudad duerme tranquila, a Helmut le invade el mismo sueño de aquella noche en el cuarto oscuro, agudizado por el hambre y el frío: la escarcha se acumula en las ventanas destrozadas y a través de los cristales rotos descubre a su padre, la mano sobre el hombro de Mutti, sentada frente a él. Entonces el hielo se funde, la imagen se hace más nítida con el calor de la respiración de Helmut contra el cristal, pero de inmediato vuelve a empañarse. Nebulosa, velada al tender hacia ella los dedos. Se esfuma.
Sin trabajo y sin poder hacer fotografías, los días son interminables y vacíos para Helmut, y las horas más largas debido a la escasez de comida. Intenta dormir, pero las pesadillas lo sacan del sótano y lo llevan a la calle, y las frías piernas le conducen a la estación. Hay un nuevo vigilante y Helmut se dedica a hacer amistad con él, le habla de los trenes, tal como hiciera con el antiguo guardia cuando era niño. Al nuevo no le gusta Helmut, su insistencia, su brazo deforme, el sucio abrigo. Pero cuando éste le señala las ruinas donde antes estaba su casa, el vigilante se compadece de él, lo escucha con mayor atención y le permite entrar en la estación para observar los trenes. En los días fríos, a veces lleva una taza de caldo aguado al extraño joven que permanece apostado junto a las vías. Le pregunta por su familia y asiente comprensivo al hablarle Helmut de un padre trabajador, una madre abnegada y un hijo respetuoso. Mientras habla, Helmut observa cómo los trenes van y vienen, deja que su voz planee por allí y bebe su caldo sin mirar al vigilante a los ojos. Y como éste sospecha que los padres del muchacho no han sido evacuados, sino que han muerto, también le proporciona un trabajo regular, barrer los andenes. A cambio no recibe un salario, pero sí una comida en la cantina de la estación y una chaqueta con la insignia de la compañía ferroviaria en el bolsillo delantero.
Los despojos de la guerra empiezan a regresar del frente oriental, llenos de cicatrices y cubiertos de harapos, después de haber perdido algún miembro. A veces mendigan por los andenes, sentados sobre una manta hecha jirones, exhibiendo en silencio sus heridas, y Helmut siempre informa de ellos al vigilante. Es ilegal y vergonzoso; le enfurece que mancillen de esa manera el uniforme. El grueso acolchado de la chaqueta de uniforme disimula bastante sus hombros torcidos y mete la mano derecha dentro del profundo bolsillo delantero, con lo cual se ha vuelto un experto en barrer con la izquierda. Se concentra en su trabajo, hace pases breves y completos con la escoba, y el vigilante elogia sus andenes inmaculados. Helmut es orgulloso, escrupuloso, y todas las noches devuelve sin excesivo entusiasmo el uniforme cuando el vigilante cierra las puertas de la estación.
En febrero los británicos dejan de bombardear Berlín, y los estadounidenses toman el relevo. Después de algunos ataques por sorpresa, los trenes dejan de circular durante un par de días hasta que las vías han sido reparadas. Incluso en esos días, Helmut sigue acudiendo a la estación y con su uniforme se sienta en el andén. El frío, el hambre y las noches que ha pasado gritando, a menudo le dejan exhausto y desorientado. En el silencio que reina bajo los cristales destrozados del techo de la estación, entra y sale del sueño, soñando con trenes repletos de gente silenciosa, todos abandonando Berlín en manada, siempre en dirección al este. Estos sueños no son tan violentos como los que padece por las noches, pero le inquietan de tal modo que empieza a recorrer los andenes vacíos a fin de eludir el sueño, al menos mientras se lo permiten las famélicas piernas.
El verano de 1944 trae un breve respiro a los bombardeos, mientras los aliados se concentran y reconquistan Francia. Durante esta calma, aumenta la colaboración de Helmut en la estación, limpia las oficinas además de los andenes. El vigilante le da avena o patatas para llevar a casa, y Helmut pide prestado un cazo y un cuenco en la cantina de la estación y aprende a cocinar. Las noches son más corras y más suaves, y las pesadillas menos intensas, hasta el punto de llegar a interrumpirse por completo durante varias semanas seguidas. Ahora no se siente tan cansado, puede desarrollar más actividades y de nuevo empieza a hacer fotografías.
Los días son cálidos, y las mañanas y los atardeceres de verano proporcionan una luz espectacular, que inspira a Helmut y a su ojo de fotógrafo. Al bajar el sol, la luz se extiende dorada sobre los muros de piedra y los cascotes, y proyecta largas sombras irregulares entre las ruinas, por las calles y plazas salpicadas de agujeros. Se levanta temprano, abandona el sótano antes de que amanezca y todas las mañanas sigue el mismo ritual. Abre el cuarto oscuro, selecciona una cámara, estipula una ración de película y luego sale para fotografiar los cielos potentes y amplios, con la ciudad de Berlín en ruinas. La solitaria torre del reloj de la iglesia del Kaiser Guillermo y las ruinas del cercano Jardín Zoológico. Los grandes hoteles de Unter den Linden que han quedado reducidos a puro armazón, las arañas que relucen entre los escombros y los tapices que cuelgan sueltos y desgarrados. Helmut contempla la posibilidad de llevárselos para adornar el sótano donde ahora está su hogar, pero después de las lluvias de primavera están empapados, pesan mucho y apestan.
A cambio del papel fotográfico y de los productos químicos de Gladigau consigue comida y más película. Almacena los negativos en los estantes de piedra del sótano, pulcramente marcados y ordenados en hileras. Mediante cortinas aísla una zona detrás de los sacos y harapos que constituyen su cama y pasa las noches revelando los carretes. Helmut enumera y cataloga los negativos en el mismo librito encuadernado en piel que utilizaba para llevar el control de Berlín. Forma columnas, con una letra tan clara y pequeña como le resulta posible, ahorra espacio y ahorra papel, mantiene su sistema lo más escueto e inteligible posible. Todo a punto para la victoria, para la paz y para el tiraje de sus fotografías.
Su vida es solitaria y en sus fotos ya no hay gente, pero Helmut no se siente desgraciado. Berlín, ahora desierto, ha dejado de preocuparle. Pasea por todas partes, cubriendo grandes extensiones de la ciudad con sus fotografías cuidadosamente racionadas, hasta el punto de salir hasta Postdam y Brandeburgo durante los días de pleno verano. Si ha llegado demasiado lejos para regresar andando a casa antes de que se ponga el sol, duerme en edificios bombardeados. Traza sus rutas en torno a los comedores de beneficencia; siempre que es posible evita pasar hambre. A veces pasan algunos días sin que se lo vea por la estación, pero el vigilante ha aprendido a no preocuparse por él. Helmut no le ha hablado de las fotos, sin embargo, al cabo de un tiempo el vigilante comprende que el muchacho no se presentará si los amaneceres son luminosos, y que reaparecerá en cuanto los días sean sombríos. Además, siempre cumple con su trabajo.
Helmut se ha enamorado de su casa subterránea, disfruta con las expediciones a la ciudad que hay más allá, pero siempre se alegra de regresar. De cada carrete dedica una foto a su sótano, y crea una carpeta con el reluciente fogón, el cuarteado y centelleante cristal de la ventana, la acogedora cama hecha con harapos y mantas. En una foto hay un cordel para tender la colada, con todas sus prendas, que gotean formando pequeños charcos sobre las rotas losas del patio trasero en ruinas. Helmut examina sus negativos, los levanta contra el sol, reconoce el pijama que llevaba puesto la noche que llegaron los bombarderos y sus padres se ausentaron. Entrena su visión. Ahora sabe si una foto es buena con sólo mirar el negativo, a juzgar por la forma, la composición, las sombras. Aprende a invertir lo que ve. Lo blanco, negro; lo gris oscuro, gris pálido. Mutti y Papi aparecen cada vez más desenfocados a medida que permite que los recuerdos disminuyan, que los bordes se difuminen. Piensa en Gladigau. Enumera sus mejores fotos, ansioso por enseñarle las copias.
Cuando los días se hacen más cortos y vuelven a reanudar los bombardeos, Helmut regresa a sus hábitos del invierno anterior. El cuarto oscuro cerrado con llave y las películas que le quedan sin tocar, aguardando a que llegue la primavera. Hiberna con ellas hasta que los últimos días agonizantes de invierno hacen acto de presencia.
Entonces reciben la orden de que el pueblo alemán debe oponer resistencia, y a Helmut le llega por fin su oportunidad. Corre a decírselo al vigilante, que le agarra del hombro sano y le susurra que pronto todo se habrá acabado. Helmut se sorprende al coincidir con esta opinión. Todo cuanto puede recordar ahora es la guerra.
No consigue que le den un uniforme, pero sí un andrajoso gabán, un brazalete y una pala, para que los use y los conserve. Las pocas armas que reparten se las dan a los más jóvenes y los mandan a los edificios más altos que quedan en pie. Los juveniles francotiradores practican disparando a botellas rotas, gatos y ratas que pululan por las ruinas.
Helmut va en busca de su cámara al cuarto oscuro y nunca sale sin ella, dispuesto a fotografiar el máximo de cosas. Quiere recordarlo todo, la mejor época de su vida. Zhukov, con su gran ejército, ya está en camino, y tras él las hordas mongolas procedentes de la estepa. Van a sitiar Berlín, aislarán la ciudad tal como han aislado y aniquilado todos los puestos avanzados alemanes desde Stalingrado, siempre hacia el oeste. Sin embargo, Helmut está convencido de la victoria, no puede ver nada que no sea el triunfo glorioso, en el que tomará parte, y se compromete a fotografiarlo.
De vez en cuando, por la estación pasa un tren: siempre abarrotado, atestado de refugiados. En el techo, sobresaliendo de las puertas y las ventanas. Mientras, en los andenes, la gente corre paralela a los vagones, salta, se aferra al hueco de las ventanillas, a las barras para apoyarse, a cualquier sitio. Los demás pasajeros están demasiado débiles o se han vuelto demasiado apáticos para echarles una mano. Los trenes nunca se detienen, chirrían a marcha lenta, avanzan poco a poco, a veces con tal morosidad que parecen pararse, pero Helmut se fija en las ruedas y ve que siempre están en movimiento.
Las obligaciones de Helmut son imprecisas, esporádicas. Todos los días se reúne con sus camaradas de la defensa de Berlín para llevar a cabo tareas muy variables. Hacer que las carreteras sean intransitables, apilar escombros, cavar hoyos… Están entrenados para luchar con lo que tengan a mano. Los ancianos, tocados con su mejor sombrero, sostienen con mano decidida sus improvisadas armas. Recogen munición y se la pasan a los francotiradores, aunque la mayoría es inadecuada para las armas de los muchachos.
Cuando no tiene órdenes que cumplir, Helmut acude a la estación y observa cómo pasan los trenes de refugiados. Sentado sobre su pila de sacos, medio ausente, los años mezclándose unos con otros, a veces se pregunta si debería poner a prueba su suerte a cambio de una bolsita de regaliz. Si la luz es buena cuando los trenes pasan por la mañana, les saca fotografías. Si pasan a última hora de la tarde, o el día es demasiado oscuro, entonces camina paralelo al tren, exhibiendo su brazalete tal como antes enseñaba su brazo. Repite la retórica del Führer a través de las portezuelas de los vagones o de las ventanillas: el destino, el valor y la gloria del Götterdämmerung[3] avanzando a grandes pasos junto a los refugiados. Algunos le escupen, otros le maldicen o lloran, hay quienes le dan la razón e incluso otros que se unen a él. Pero la mayoría no le hace caso. Con sus ojos sin brillo, doloridos, miran más allá de los cristales de las ventanas del vagón, más allá de Helmut.
Las masas de refugiados también llegan caminando a Berlín. Llevan los pies cubiertos de barro, las mejillas hundidas mientras caminan. Helmut los fotografía y les da la bienvenida a casa, pero, al igual que los de los trenes, tampoco se quedan. Por una noche descansan en los huecos de los edificios bombardeados, puede que durante un día o quizá dos, aunque no más. Desfallecidos, pero empujados por la amenaza que se aproxima del este. Describen a un ejército del tamaño de un continente, colérico, brutal, despiadado… Estas personas hablan de castigo y traen consigo la débil sensación de que son merecedores de este castigo. Al pasar por la ciudad cuentan historias de escualidez y de cenizas, de humo que apesta y de fosas llenas de cadáveres. Algunos aseguran que han visto todo esto, otros lo rebaten. Sus voces suenan desalentadas, realistas. Confusas, famélicas, débiles.
Berlín, abril de 1945
Helmut coloca a su patrulla en lo alto de los cascotes que han estado apilando toda la tarde: en su heroica barricada, la espina dorsal del Reich. El sol está bajo ahora y la luz es la adecuada. Les toma una foto. Luego uno del grupo ocupa su lugar detrás de la cámara, de modo que en la siguiente fotografía, Helmut forma parte del grupo: alineado con los muchachos gordos y los muchachos débiles de dientes cariados, con los ancianos y los que han sufrido alguna amputación. En la mano izquierda, Helmut sostiene una pala. El brazo derecho le cuelga fláccido y torcido, embutido en el pecho, que se le ha vuelto a encoger a consecuencia del hambre padecida al final de la guerra. Todo el grupo parece cansado, la mayoría tiene expresión seria. Pero los tres o cuatro que miran a Helmut —su fotógrafo haciendo que le saquen una foto— están sonriendo.
Helmut posa en medio del grupo, relajado, encorvados los hombros, el rostro vuelto hacia arriba, orgulloso. La ciudad que tiene tras él está en ruinas y no tardará en dividirse. En cuestión de días, un suicidio acelerará la invasión soviética: el pequeño montículo de restos de edificios que tiene bajo sus pies marcará la frontera entre lo que será el sector británico y el sector francés, y Helmut ya no reconocerá lo que fue el hogar de su infancia en el Berlín que se avecina. Pero en esta foto hace algo que nunca hizo en las múltiples fotografías encantadoras que Gladigau le tomó cuando era pequeño: Helmut, de pie en lo alto de su montaña de escombros, sobre la cual los tanques soviéticos pronto pasarán sin ningún impedimento, sonríe.