El autor de este libro no dispuso de papel uniforme en calidad y tamaño. Escribió en una biblioteca que albergaba ochocientos mil volúmenes sin interés para ninguna otra persona. Los más de entre ellos no habían sido leídos por nadie, y seguramente nunca lo serían; de modo que nada le habría impedido arrancar unas cuantas hojas de cortesía, de las que van en blanco en cada tomo, y utilizarlas para sus fines. No hizo tal cosa. Y no se sabe por qué. Por la razón que fuera, escribió este libro a lápiz y en cualquier superficie, desde papel de envolver color marrón hasta el dorso de una tarjeta comercial. Las insólitas líneas que hay entre pasaje y pasaje, dentro de un mismo capítulo, señalan el lugar en que termina un fragmento y empieza el siguiente. A pasaje más corto, fragmento más corto.
Cabe figurarse que el autor, con su empleo de toda clase de desperdicios para escribir, pretendiera crearse una reputación de humilde o de chiflado, estando en espera de juicio como estaba. Pero es igualmente probable, sin embargo, que empezara este libro movido por algún impulso, ignorando que más adelante se fuera a convertir en libro, garabateando palabras en el primer trozo de papel que le viniera a mano. Y luego puede ser que le pareciera oportuno seguir así, de trozo en trozo, como si cada uno hubiera sido una botella que llenar. Cuando llenaba uno, fuera del tamaño que fuera, quizá se quedara satisfecho pensando que ya había escrito todo lo que podía escribirse sobre tal o cual asunto.
Numeró todas las páginas, de modo que no cabe poner en duda ni que los textos van en orden, ni que su autor esperaba que alguien los leyera alguna vez tomándolos por un libro, sin dejarse amilanar por su indecoroso aspecto. De hecho, no faltan las ocasiones en que afirma, cada vez con mayor confianza, según se acerca el final, que está escribiendo un libro.
Hay varios dibujos de tumbas. Sólo uno de ellos es original. Los restantes son calcos, hechos seguramente por el procedimiento de colocar dos papeles al trasluz contra el cristal de una ventana de la biblioteca. El autor escribió ciertas palabras en cada uno de los túmulos sepulcrales, limitándose en uno de ellos a un mero signo de interrogación. Lo escrito a mano no daba bien en imprenta. De modo que se ha reproducido tipográficamente.
Es cosa del propio autor que ciertas palabras vayan con mayúscula inicial, cuando cualquier corrector de pruebas minucioso las habría preferido en caja baja. Así, también, por razones que en ningún momento aclara, Eugene Debs Hartke opta en todos los casos, menos cuando van al principio de una frase, por dejar los números en forma de guarismos, en lugar de escribirlos con palabras; por ejemplo: «2», en lugar de «dos». Quizá considerase que los números pierden mucha de su eficacia cuando se disuelven en el alfabeto.
Tras mucho pensármelo, he aplicado a cada una de estas veleidades la palabra que, según me dijo una vez otro autor, es la más sagrada del vocabulario de todo buen editor. La palabra es: «Vale».
K. V.