No es, ni mucho menos, que este hermoso planeta ande escaso de gente que corrompe a los menores, que los mata a tiros o los mata de hambre, que los bombardea, que los ahoga, que los azota, que los quema, que los defenestra. Basta con encender la tele. Pero a mi hijo Rob Roy no le ha tocado en suerte pertenecer a ninguna de las recién mencionadas categorías.
Muy bien. Mi relato está casi terminado.
Y ahí va la noticia que me dejó sin aliento, hace nada. Cuando la oí de labios de mi abogado, dije de hecho:
—¡Uuf!
Hiroshi Matsumoto ha muerto por su propia mano en su ciudad natal de Hiroshima. Pero ¿por qué me afecta tanto?
Lo hizo a altas horas de la mañana, hora japonesa, naturalmente, sentado en su silla de ruedas de motor, junto a la base del monumento que marca el punto donde cayó la bomba atómica arrojada sobre Hiroshima cuando nosotros éramos pequeños.
No utilizó pistola ni veneno. Se hizo el harakiri con un machete, destripándose, en un ritual de propia desestima antaño practicado por los miembros de la antigua casta de los guerreros profesionales, a saber: los samuráis.
Y, no obstante, en lo que se me alcanza, fue un hombre que jamás eludió el cumplimiento de su deber, ni se quedó con nada que no le perteneciera, ni mató a nadie, ni a nadie causó heridas.
Las aguas quietas son las más profundas. R.I.P.
Si alguien en alguna parte lleva de verdad un grandísimo libro en que todas las cosas se anotan y que ha de ser leído, línea por línea, sin saltarse una coma, en el Juicio Final, quede constancia de que yo, siendo Alcaide de este lugar, saqué a los reos de las tiendas del Patio y los instalé en los edificios adyacentes. Ya no tenían que excretar en cubos, ni podía ocurrir que se les viniera el techo encima en mitad de la noche. Los edificios, con excepción de éste en que ahora me encuentro, quedaron divididos en celdas de hormigón previstas para 2 personas, pero ocupadas casi todas ellas por 5.
Sigue la Guerra contra la Droga.
Hice levantar otras 2 vallas, una dentro de la otra, cercando la trasera de los edificios interiores y sembrando de minas el espacio intermedio. Las ametralladoras se trasladaron a las puertas y ventanas del siguiente anillo de construcciones, el Edificio Norman Rockwell, el Pabellón Pahlavi y etcétera etcétera.
Fue bajo mi administración cuando las tropas pasaron a depender del Gobierno Federal, según venía yo recomendando. Ello significaba que ya no eran paisanos de uniforme, sino soldados de tiempo completo, a la entera disposición del Presidente de los Estados Unidos. Nadie podía prever cuánto duraría aún la Guerra contra la Droga. Nadie sabía cuándo podrían regresar a casa los soldados.
Fue el General Florio en persona, acompañado de 6 Policías Militares con porra y pistola al cinto, quien vino a felicitarme por todo lo que había hecho. Luego me quitó las 2 estrellas que me había prestado y me comunicó que estaba arrestado, por un supuesto delito de insurrección. Le había llegado a tomar afecto, y creo que él a mí también. Se limitaba a cumplir las órdenes recibidas.
Le pregunté, de compañero a compañero:
—¿Tiene esto algún sentido para ti? ¿Qué está pasando?
Es una pregunta que me he tenido que hacer luego muchas veces, unas 5 al día, entre acceso de tos y acceso de tos.
Su respuesta, primera que obtuve, y probablemente la mejor que voy a obtener nunca, fue la siguiente:
—Será que algún fiscal joven y ambicioso —me dijo— piensa que puedes dar bien en televisión.
El suicidio de Hiroshi Matsumoto me afectó tantísimo, creo yo, porque era inocente hasta de la más pequeña infracción. No creo que aparcara nunca en doble fila, ni que llegara a saltarse un semáforo en rojo cuando no lo veía nadie. Y, sin embargo, se ejecutó de un modo que no merecería ni el más terrible criminal que haya habido sobre la faz de la Tierra.
Se había quedado sin pies, y eso debe de resultar bastante deprimente. Pero no es razón para destriparse.
Tuvo que ser la bomba atómica que le tiraron en la cabeza en sus años de formación, y no la carencia de pies, lo que le hizo sentirse como un orinal lleno de caca.
Como ya he dicho, no llegó a contarme que le habían tirado la bomba atómica hasta 2 años después de conocernos, o incluso más. Puede que nunca me lo hubiera dicho, me parece a mí, si en la tele de la cárcel no hubieran puesto el día anterior un documental sobre la «Matanza de Nanking» perpetrada por los japoneses. El programa fue escogido al azar entre los que había en la biblioteca. El guardia que lo eligió no sabía suficiente inglés como para ponerse a averiguar qué era lo que iba a enseñarles a los presos. No hubo censura, pues.
El Alcaide tenía un monitor pequeño en la mesa de su despacho, y me constaba que a veces veía la tele, por las observaciones que alguna vez me había hecho sobre lo demencial de algunos programas antiguos, y en especial Te quiero, Lucy.
La Matanza de Nanking fue un caso más de esos en que los soldados matan a prisioneros y civiles desarmados, pero alcanzó gran resonancia por haber sido uno de los primeros que pudo documentarse en imágenes. Es evidente que había cámaras cinematográficas por todas partes, manejadas por 10 sabe quién, y luego no confiscaron la filmación.
Yo había visto algunas secuencias en mis tiempos de cadete, pero no integradas en un documental bien montado, con su texto leído con voz de barítono y con su fondo musical como debe ser.
La carnicería se desencadenó a raíz de un ataque del Ejército Japonés a la ciudad china de Nanking, que apenas si ofreció resistencia. Corría el año de 1937, mucho antes de que Estados Unidos entrara en la Traca Final. Hiroshi Matsumoto acababa de nacer. Cogieron prisioneros, los amarraron cada uno a un poste y los emplearon para prácticas de bayoneta. Metieron a varias personas en un foso y las enterraron vivas. Se veía la expresión de sus caras, mientras les echaban tierra encima.
Desaparecidas las caras, la tierra de la parte de arriba siguió moviéndose como si por debajo hubiera habido algún animal cavándose la madriguera, tal vez una marmota. ¡Inolvidable!
No estaba mal, como racismo.
El documental tuvo gran éxito en la cárcel. Alton Darwin me dijo, lo recuerdo bien:
—Si alguien se anima a repetirlo, yo quiero verlo.
Fue 7 años antes de la fuga carcelaria.
No llegué a saber si Hiroshi había visto el programa en su monitor. Tampoco le iba a preguntar. No éramos amigos.
A mí me apetecía que fuésemos amigos, si era parte de mi trabajo. Estoy convencido de que me instaló puerta con puerta pensando que ya iba siendo hora de que se echara algún amigo. Me imagino que nunca había tenido un amigo. No bien me había hecho vecino suyo cuando, creo yo, tomó la decisión de que no necesitaba ningún amigo, a fin de cuentas. Ello no tenía nada que ver con lo que yo fuese o dejase de ser. Para él, creo yo, un amigo era, pongamos por caso, como uno de esos productos que se anuncian tantísimo por Navidad. ¿Por qué complicarse la vida con tan engorroso invento, más todos los accesorios, sólo porque lo anunciaban?
De modo que siguió paseando solo y navegando solo y comiendo solo, y, por mí, estupendo. Yo llevaba una vida social la mar de intensa, en la otra orilla del lago.
Pero al día siguiente de que pusieran el documental, a última hora de la tarde, casi a la hora de cenar, iba yo remando en mi umiak de fibra de vidrio, con rumbo a la playa fangosa que había delante de nuestras 2 casas, en el pueblo fantasma. Venía de pesca. No había estado en Scipio. Mis 2 grandes amigos de la localidad, Muriel Peck y Damon Stern, estaban de vacaciones. No volverían hasta la Semana de Orientación para Alumnos de Primer Curso, antes de empezar el semestre de otoño.
El Alcaide me esperaba en la playa, mirándome, ahí en mi barquichuela, como mira una madre que lleva horas muerta de preocupación, sin saber por dónde puede andar su niño pequeñito. ¿Tenía una cita con él, y se me había olvidado? No. Nunca nos habíamos citado para nada. Lo mejor que se me ocurrió fue que Mildred o Margaret hubieran tratado de prender fuego a una de las casas.
Pero al desembarcar me dijo:
—Hay algo que debería usted saber de mí.
No había ninguna razón apremiante para que yo tuviera que saber nada de él. En la cárcel no trabajábamos en equipo. Le importaba un pimiento cómo diera o dejara de dar mis clases.
—Yo estaba en Hiroshima cuando fue bombardeada —dijo.
Estoy seguro de que en ello iba implícita una ecuación: el bombardeo de Hiroshima era tan imperdonable y tan típicamente humano como la Matanza de Nanking.
Fue así como supe que fue corriendo a recoger el balón que se había colado en una zanja, y al incorporarse no quedaba vivo nadie más que él.
Y etcétera etcétera.
Cuando hubo terminado su relato, me dijo:
—Pensé que debía usted saberlo.
Antes dije que me atacó un enjambre de abejas psicosomáticas cuando Rob Roy Fenstermaker me comunicó que había sido arrestado por corrupción de menores. No era el primer ataque de dicho tipo que padecía. El primero fue cuando Hiroshi me dijo que le habían tirado encima la bomba atómica. De pronto me empezó a picar por todas partes, y era inútil rascarme.
Y le dije a Hiroshi lo que más tarde le diría a Rob Roy:
—Le agradezco que me haya hecho partícipe de esto.
Es un modo de expresarse que, si no me equivoco, tuvo origen en California.
Tentado estuve de enseñarle a Hiroshi «Los protocolos de los Sabios de Tralfamadore». Me alegro de no haberlo hecho. Ahora podría sentirme un poco responsable de su suicidio. Lo mismo habría dejado una nota diciendo: «Los Sabios de Tralfamadore han vuelto a salirse con la suya».
Si sigue con vida, el autor de ese cuento y yo seríamos los únicos capacitados para comprender el significado de la nota.
Lo más inquietante de su relato sobre la evaporación de todo lo que le era conocido y amado puede situarse al borde del área explosiva. Allí había un montón de gente agonizando. Y no olvidemos que Hiroshi era un niño pequeño.
Para él tuvo que ser como ir por la Vía Apia allá por el año 71 a. de C., con los 6000 nonadies recién crucificados. Quizá hubiera uno o varios niños que pasaran por allí en aquel momento. ¿Qué puede un niño pequeño decir en semejante ocasión? ¿«Papá, tengo que ir al cuarto de baño»?
Resulta que mi abogado se habla de tú con nuestro Embajador en Japón, Randolph Nakayama, ex Senador de California. Son de distintas generaciones, pero mi abogado compartió habitación con el hijo del Senador en el Colegio Reed, en Portland de Oregon, la ciudad donde Tex compró aquel fusil suyo tan digno de toda confianza.
Me cuenta mi abogado que tanto los abuelos paternos como los abuelos maternos del Senador, todos ellos de raza japonesa, aunque unos eran inmigrantes del Japón y los otros nativos de California, fueron internados en un campo de concentración cuando Estados Unidos entró en la Traca Final. El campo, dicho sea de pasada, sólo estaba unos cuantos kilómetros al oeste del Paso de Donner, llamado así en honor de los caníbales Blancos. La creencia general, en aquel momento, era que todo el que llevase genes japoneses dentro de nuestras fronteras sería seguramente menos leal a la Constitución de los Estados Unidos que a Hiro Hito, Emperador del Japón.
No obstante, el padre del Senador sirvió en un batallón de infantería integrado exclusivamente por jóvenes norteamericanos de ascendencia japonesa, que fue la unidad más condecorada de todas las que tomaron parte en la Campaña de Italia, también cuando la Traca Final.
De modo que pedí a mi abogado que tratase de averiguar a través del Embajador si Hiroshi había dejado alguna nota, y si le habían hecho la autopsia para resolver si el difunto había o no había ingerido algún cuerpo extraño que le facilitara el harakiri. No sé cómo llamar esto, si amistad o curiosidad morbosa.
La respuesta es que no dejó nota ni tampoco le hicieron la autopsia, siendo, como era, tan terriblemente obvia la causa de la muerte. Había un detalle: una niñita que no lo conocía fue la primera persona, joven o vieja, hombre o mujer, que vio lo que Hiroshi había decidido hacer consigo mismo. Fue corriendo a avisar a su madre.
Cuando éramos vecinos le pregunté al Alcaide que por qué no salía nunca de este valle, que por qué no se apartaba nunca de la cárcel, ni de mí, ni de los jóvenes guardias ignorantes, ni de las campanas de la otra orilla del lago, ni de todo lo demás. Tenía acumulados años de vacaciones sin tomar.
Él me dijo:
—Lo único que iba a hacer es seguir viendo gente.
—¿No hay ninguna clase de gente que le guste a usted? —dije yo. Estábamos hablando en tono de broma amistosa, de modo que me podía permitir decírselo.
—Ojalá hubiera nacido pájaro —dijo él—. Ojalá todos hubiéramos nacido pájaros.
Nunca mató a nadie y tuvo la misma vida sexual que una res criada exclusivamente para carne.
Yo he vivido mucho con mucha mayor intensidad. Como tengo prometido, al final de este libro voy a decir el número que me gustaría grabar en mi lápida, un número que representa tanto mis crímenes militares, 100 por 100 legítimos, como mis adulterios.
Alguien, sabiendo lo del número del final y su doble significado, acudirá corriendo a la última página, para saber cuál es y calificarlo de demasiado pequeño o demasiado grande o más o menos justo o lo que sea, sin tomarse el trabajo de leer el libro. Pero se me ha ocurrido una artimaña para impedirlo. He ocultado la rebuscada clave en un problema que sólo podrá resolver sin dificultad quien haya leído el libro.
De modo que:
Tómese el año en que murió Eugene Debs.
Réstese el título de la película de ciencia ficción basada en una novela de Arthur C. Clarke que vi 2 veces en Vietnam. No haya pánico. El número resultante es negativo, pero ya los árabes de antaño nos enseñaron cómo operar con tales números.
Añádase el año en que nació Hitler. ¡Bien! Ya estamos otra vez a gusto, en positivo. Si no ha habido error, la cifra obtenida será el año en que Napoleón fue desterrado a Elba y en que se inventó el metrónomo, acontecimientos que no se mencionan en este libro, ni uno ni otro.
Añádase el período de gestación de la zarigüeya, expresado en días. Como tampoco está en el libro, lo doy gratis. Es 12. Con ello estaremos en el año del fallecimiento de Thomas Jefferson, antiguo propietario de esclavos, y de la publicación de El Último Mohicano de Fenimore Cooper, que no estaba ambientado en este valle, pero que bien podría haberlo estado.
Divídase por la raíz cuadrada de 4.
Réstese 9 multiplicado por 100.
Añádase el mayor número conocido de hijos salidos del vientre de una sola mujer, y sanseacabó.
Sólo porque los hayamos que sabemos leer y escribir y un poco de matemáticas, no quiere decir que merezcamos conquistar el Universo.
FIN