Lo mejor que hice durante mis dos primeras semanas al mando de la Circunscripción Militar de Scipio —desde la cabecera del lago hasta el Bosque Nacional— fue, creo yo, convertir a unos cuantos soldados en bomberos. Algunos ya lo habían sido en la vida civil, de modo que los hice familiarizarse con el sistema de prevención del fuego existente en la localidad, que no había sufrido daños durante el sitio. Un auténtico golpe de suerte: todos los coches de bomberos tenían el depósito lleno de carburante. Era como para sorprenderse, en una colectividad donde todo el mundo, desde el más alto al más bajo, andaba atento a robar cualquier cosa que no estuviese fijada con clavos, el hecho de que nadie hubiera extraído aquella inapreciable gasolina mediante el correspondiente sifón.
Muy de vez en cuando, en mitad del caos, se tropieza uno con sorprendentes e inexplicables casos de responsabilidad ciudadana. Puede que la gente ya no crea más que en sus bomberos, último jirón de fe.
También supervisé la exhumación de los cuerpos enterrados junto a la cuadra. Sólo llevaban unos días bajo tierra, pero el Gobierno, encarnado en el Forense y el Examinador Médico de la Policía Estatal que tanto sabía de la crucifixión, nos dio orden de que los desenterráramos. El Gobierno tenía que tomarles las huellas dactilares y hacerles fotos, dejando constancia de qué empastes se observaban en la dentadura y qué heridas apreciables a simple vista tenían en el cuerpo, etcétera etcétera. No hubo que volver a desenterrar a los Shultzes, que ya habían sido cambiados una vez de sepultura, dejando sitio libre para el Pabellón.
Y aún no habíamos encontrado el cráneo de la joven. La excavación no había profundizado lo suficiente como para sacar a la luz lo que quedaba de la cabeza de la desaparecida Reina de las Azucenas.
El Gobierno —es decir: aquellos dos individuos de fuera del pueblo— dijo que cuando él acabara con los cuerpos nosotros tendríamos que enterrarlos a mucha mayor profundidad. Así era la ley.
—No tenemos intención de infringir la ley —dije yo.
El Forense era Negro. No me habría enterado si no me lo hubiera dicho.
Le pregunté si no podía proveer a que el Condado o el Estado o alguien se hiciera cargo de los cuerpos hasta que el pariente más próximo, si alguno había, decidiera qué hacer con ellos. Tenía la esperanza de poder trasladarlos a Rochester para que los embalsamaran o los refrigeraran o los quemaran, o por lo menos los enterraran metidos en algún envoltorio decente. Aquí los habían enterrado con la ropa que llevaban puesta, y nada más.
Dijo que ya vería, pero que no me hiciera ilusiones al respecto. Dijo que el Condado estaba sin fondos y que el Estado estaba sin fondos y el País estaba sin fondos y que él mismo estaba sin fondos. Lo poco que tenía lo había perdido en Microsecond Arbitrage.
Cuando se marchó el Gobierno tuve que enfrentarme al problema de cuál sería el mejor modo de cavar sepulturas mucho más profundas. Se me hacía cuesta arriba pedirles a los Guardias Nacionales que lo hicieran a fuerza de pala. Ya se habían tomado a mal que los obligara a exhumar los cuerpos, pero ahora se estaban poniendo cada vez más ariscos, habiendo comprendido —casi desde el inicio de la partida— que nunca se les permitiría reintegrarse a la vida civil. Iban perdiendo encanto sus Insignias de Participación en Combate.
No podía utilizar mano de obra de la cárcel de enfrente. Así, también, era la ley. Y entonces recordé que el colegio tenía una excavadora de gasoil, carburante no excesivamente apreciado en el mercado negro. De modo que, si la encontrábamos, a lo mejor le quedaba algo en el depósito.
Un soldado encontró la excavadora, ¡y con el depósito lleno!
Vuelvo a plantearme la misma pregunta: «¿Cuánto tiempo voy a empeñarme en seguir siendo Ateo?».
El depósito estaba lleno porque en Scipio no había más que un coche de gasoil cuando empezó la diáspora. Era un Cadillac que General Motors sacó al mercado por la época en que nos echaron a patadas de Vietnam. Aún sigue ahí. Salió tan malo, tan «limón», como se dice por aquí, que para darse una vuelta más valía subirse a una pirámide egipcia.
Pertenecía a un padre de Tarkington. Iba a la graduación de su hija cuando el coche se le quedó tirado delante del Black Cat Café. No era ni mucho menos la primera vez que se paraba por propia iniciativa en el trayecto desde Nueva York. De modo que el propietario fue a la ferretería y compró pintura amarilla y una brocha y le pintó limones amarillos por todas partes —y se lo vendió a Lyle Hooper por un dólar.
¡El hombre era miembro del Consejo de Administración de la General Motors!
Durante el breve espacio de tiempo en que los cadáveres volvieron a estar al aire libre, llegó de Rochester una persona con un coche fúnebre de la marca Toyota y reclamó 1 de ellos. Se trataba del Doctor Charlton Hooper, que había llegado a hacer una prueba para el equipo de baloncesto de los Knickerbockers de Nueva York, pero que al final había optado por licenciarse en Medicina. Como ya he dicho, medía 2 metros.
¡No es poca altura!
Le pregunté al de las pompas fúnebres que acompañaba a Hooper que de dónde había sacado la gasolina para el viaje.
En principio se negó a comunicármelo, pero yo lo estuve acosando hasta que me dijo:
—Inténtelo en el crematorio de detrás del Complejo Cinematográfico Meadowdale. Pregunte por Guido.
Le pregunté a Charlton si venía directamente desde Waxahachie de Texas. Según mis últimas noticias, allí se encontraba, experimentando con el enorme triturador de átomos, el llamado Supercolisionador. Me dijo que el Supercolisionador se había quedado sin presupuesto, y él había tenido que mudarse a Geneva de Nueva York, no tan lejos de aquí. Daba clase de Física a los alumnos de primer curso del Colegio Hobart.
Le pregunté si no se podría habilitar el Supercolisionador para convertirlo en cárcel.
Me dijo que podía utilizarse —se figuraba él— para encerrar a unos cuantos malvados y accionar el interruptor y que se les pusieran los pelos de punta y que les subiera un par de grados centígrados la temperatura.
Una tarde, cosa de una semana después de que Charlton se llevara el cadáver de su padre y nosotros hubiéramos enterrado los restantes a profundidad legal, con ayuda de la excavadora, me despertó un terrible estrépito en lo que hasta entonces venía siendo un pueblo la mar de pacífico. Por aquel entonces me alojaba en el Ayuntamiento, y a primera hora de la tarde solía echar una cabezadita.
El ruido venía de ahí arriba. Chirriaban las sierras mecánicas. Resonaban los martillazos. Parecía todo un ejército. Según mis datos, ahí arriba no había más que 4 Guardias Nacionales, como retén en caso de incendio.
Ni rastro del soldado que había en mi antesala, con orden de despertarme si surgía algo importante que requiriera mi atención. Había ido monte arriba a averiguar qué demontres estaba pasando. No nos habían dado aviso de ninguna actividad especial.
De modo que subí por la calle Clinton, yo solo. Llevaba zapatos de paisano y un uniforme de camuflaje que me había dado el General Florio, dejando una de sus estrellas en cada hombrera. No tenía otro uniforme.
Cuando llegué a lo alto de la calle Clinton, me encontré con que el General Florio tenía trabajando a un grupo de soldados venidos de la otra orilla del lago. Estaban convirtiendo el Patio en una ciudad de tiendas de campaña y levantando alrededor una valla de alambre de espinos.
No me hacía falta preguntar qué significaba aquello. Era evidente que el Colegio Tarkington —que se había quedado sin crecer, mientras la cárcel de la otra orilla se iba haciendo cada vez más grande— acababa él también de convertirse en cárcel.
El General Florio se volvió hacia mí, todo sonriente.
—Hola, Alcaide Hartke —me dijo.
Una vez montadas, como si el Patio hubiera sido un tablero de ajedrez, aquellas tiendas de 10 plazas traídas de la Armería de enfrente del Complejo Cinematográfico Meadowdale, cruzando la carretera, la cosa parecía la mar de lógica. Las construcciones circundantes, el Edificio Somoza, esta biblioteca, la librería, el Pabellón, y etcétera etcétera, con ametralladoras en las distintas puertas y ventanas, y con alambre de espinos aislando las tiendas, hacían muy bien las veces de muros carcelarios.
El General Florio me dijo:
—Vamos a tener compañía.
Recuerdo una conferencia que nos dio Damon Stern sobre su visita a Auschwitz —nefando campo de exterminio que los nazis instalaron en Polonia durante la Traca Final— con un grupo de alumnos de Tarkington. Stern se sacaba un dinero extra organizando viajes a Europa con alumnos que los padres no querían ni ver por casa durante las vacaciones de Navidad o de verano. Se ganó una bronca tremenda por llevar a unos cuantos a Auschwitz. Obró de modo impulsivo, sin pedir permiso a nadie. La cosa no estaba incluida en el programa, y varios de los estudiantes quedaron impresionadísimos.
En su conferencia dijo que, quitando las zanjas y los patíbulos y las cámaras de gas, aquel limpio conjunto de edificios de estuco de dos alturas, con las calles en cuadrícula, habría sido un estupendo colegio menor para los fracasados escolares de renta baja que residiesen en la zona. Los edificios fueron construidos mucho antes de la Primera Guerra Mundial, dijo Stern, para buen acomodo de las tropas del Imperio Austro-Húngaro. Entre otros muchos títulos, el Emperador tenía el de Duque de Auschwitz.
Lo que buscaba el General Florio en esta orilla del lago eran nuestras instalaciones sanitarias. Dentro de las tiendas, los prisioneros tendrían que contentarse con cubos, pero el contendido de éstos podría vaciarse luego en los inodoros de los edificios colindantes, desde donde pasaría a la planta de tratamiento de aguas residuales de Scipio, dotada de los últimos adelantos. En la orilla de enfrente se veían obligados a enterrarlo todo.
Y sin duchas.
Nosotros teníamos muchísimas duchas.
Seguramente, uno de los detalles menos terribles y más conmovedores del asedio viene constituido por el hecho de que los reclusos fugados apenas si dañaron el campus. Fue como si de verdad hubiesen creído que les iba a pertenecer durante varias generaciones.
Lo cual me trae al recuerdo otra conferencia de Damon Stern, que versaba sobre el modo en que se condujeron los tiranizados y hambrientos pobres de Petrogrado cuando la toma del Palacio de los Zares, en 1917. Viendo por primera vez los tesoros del interior del palacio, se sintieron tan ofendidos, que les vino el impulso de destrozarlo todo.
Pero un hombre disparó un tiro al techo, para que le prestaran atención, y luego dijo:
—¡Camaradas! ¡Camaradas! ¡Ahora todas estas cosas son nuestras! ¡No rompáis nada!
Cambiaron el nombre de Petrogrado por el de «Leningrado». Ahora vuelve a ser Petrogrado.
A su modo, los reclusos fugados eran como la bomba de neutrones. No tenían piedad de las cosas vivas, y, en cambio, era sorprendente lo poco que dañaban la propiedad.
Por el contrario, Damon Stern, el monociclista, dio su vida por unas cosas vivas. Ni siquiera seres humanos. Caballos. Y no suyos.
Su mujer y sus hijos abandonaron esto y, según mis últimas noticias, están viviendo en Lackawanna, donde tienen familia. Está muy bien eso de tener familia en quien buscar refugio.
Pero Damon Stern está enterrado a mucha profundidad, casi donde cayó, cerca de la cuadra, a la sombra del Monte del Mosquete, según se va poniendo el Sol.
Wanda June, su mujer, volvió por aquí después del asedio, con una camioneta que, según dijo, pertenecía a su hermanastro. Se tuvo que gastar una fortuna en gasolina para regresar a Lackawanna. Le pregunté que qué hacía para conseguir dinero, y me dijo que Damon y ella habían ido apartando un montón de yenes y guardándolos en el refrigerador, en un recipiente marcado «Coles de Bruselas».
Haciendo caso omiso de las objeciones de su mujer, Damon se quedó atrás para dar la alarma. Le dijo a ella que la seguiría más tarde, que ya encontraría algún coche que lo llevara, si no quedaba más remedio, que iría andando hasta Rochester por atajos que él conocía. Es probable que avisara a la policía local, pero no queda nadie vivo que pueda atestiguarlo. Despertó a muchos de sus vecinos más cercanos.
Lo que más visos de verosimilitud tiene es que oyera disparos en el interior de la cuadra y que cometiera la imprudencia de ir a investigar. Un Combatiente de la Libertad, provisto de un AK-47, estaba matando caballos por el gusto de matarlos. Sin dispararles a la cabeza.
Damon, seguramente, le pidió que dejase de hacerlo, de modo que el Combatiente de la Libertad también le pegó un tiro a él.
Su mujer no venía a por su cuerpo. Dijo que su marido había pasado aquí los mejores años de su vida, y que aquí debía quedarse enterrado.
Encontró los 4 monociclos de la familia. Fue fácil. Los soldados hacían cola para aprender a montar en ellos. Antes, muchos de los reclusos también lo intentaron, sin ningún éxito, que yo sepa.
De modo que me volví al Ayuntamiento, bajando por la calle Clinton, a sopesar este nuevo viraje de mi carrera, a saber: convertirme en Alcaide.
Había un Rolls Royce Corniche convertible cupé aparcado delante. Quienquiera que fuese dueño de semejante automóvil poseía yenes o marcos u otra divisa estable en cantidad suficiente para comprar en el mercado negro toda la gasolina que le hiciera falta para ir desde donde se encontrara hasta donde le pareciera bien.
Supuse que se trataría del carruaje de un alumno o padre de Tarkington que acudía con la esperanza de recuperar alguna propiedad suya abandonada en el dormitorio de la suite al emprender unas vacaciones que ahora, evidentemente, no tendrían fin.
El soldado que hacía como que me servía de recepcionista estaba de nuevo en su puesto. Había vuelto en cuanto el General Florio le dijo que dejase de andar por ahí con el dedo en el ano y que se pusiera a tender el alambre de espinos o a montar las tiendas. Estaba esperándome en la puerta delantera, y me dijo que tenía visita.
De modo que yo le pregunté:
—¿Qué visita?
Él dijo:
—Su hijo, mi General.
Me quedé anonadado.
—¿Está aquí Eugene? —dije. Eugene Jr. había puesto en mi conocimiento que no quería volver a verme mientras viviera. No estaba mal, como cadena perpetua. ¿Y andaba por ahí con un Rolls Royce? ¿Eugene?
—No, mi General —dijo el soldado—, no es Eugene.
—No tengo ningún otro hijo —dije—. ¿Qué nombre te ha dado?
—Me ha dicho que era su hijo Rob Roy, mi General —dijo el soldado.
No me hacía falta ninguna otra prueba para saber que, en efecto, tenía un hijo esperándome en el despacho. «Rob Roy», «Rob» y «Roy», y ahí estaba, de nuevo en las Islas Filipinas, recién expulsado de Vietnam. En la cama con una voluptuosa corresponsal de guerra del Des Moines Register, que tenía unos labios como almohadones de sofá, diciéndole que si yo hubiera sido un avión de combate, en vez de una persona, habría llevado todo el fuselaje lleno de hombrecitos pintados.
Hice un cálculo de los años que tendría. Veintitrés, lo cual lo convertía en mi hijo más joven. El benjamín de la familia.
Estaba en la antesala de mi despacho. Se puso en pie al entrar yo. Era exactamente de mi misma estatura. Tenía el pelo de igual color y de igual textura que el mío. Iba sin afeitar, y su barba en potencia era tan negra y cerrada como la mía. Tenía los ojos del mismo color que yo. Nuestros 4 ojos eran de color ámbar verdoso. Teníamos la misma narizota, heredada de mi padre. Actuaba con muchos nervios y muy buena educación. Llevaba ropa cómoda, aunque muy cara. Si hubiese tenido dificultades de aprendizaje o, sencillamente, si hubiera sido estúpido —que no lo era—, habría podido pasar 4 felices años en Tarkington, en especial con el automóvil que poseía.
Yo estaba como tonto. Me quité el capote al pasar, para que viera mis estrellas de General. Ya era algo, se mirase como se mirase. ¿Cuántos jóvenes hay con un padre General?
—¿Qué te trae por aquí? —dije.
—A duras penas si sé por dónde empezar —dijo él.
—Creo que ya has empezado, con lo de decirle al guardia que eres hijo mío —dije—. ¿Se trata de una broma?
—¿Cree usted que se trata de una broma?
—No pretendo haber sido un santo de joven, sobre todo con la cantidad de tiempo que he tenido que pasar lejos de casa —dije—. Pero nunca he hecho el amor usando un alias. Siempre ha sido fácil localizarme luego, para quien pusiera el suficiente interés en localizarme. De modo que si llegué a engendrar un hijo fuera de mi matrimonio, el asunto me pilla completamente de sorpresa. Lo normal habría sido que la madre se pusiera en contacto conmigo un segundo después de saber que estaba embarazada.
—Pues yo sé de una madre que no lo hizo —dijo él.
Y antes de que tuviera tiempo de contestarle, me soltó una serie de frases que debía de haber venido ensayando por el camino.
—Esta visita va a ser muy breve —dijo—. Me habré marchado antes de que se dé usted cuenta. Voy camino de Italia, y no quiero volver a ver este país nunca más, y menos aún Dubuque.
Resultó que acababa de pasar por una prueba mucho, muchísimo más prolongada que el asedio de Scipio, y probablemente mucho más dura de lo que Vietnam había sido para mí. Lo habían llevado a los tribunales por corrupción de menores, en Dubuque de Iowa, donde había fundado y regentaba un centro de atención infantil —a sus propias expensas.
No estaba casado, circunstancia que obró en perjuicio suyo a ojos de la mayor parte de los miembros del jurado —un defecto de carácter equivalente al de haber servido en la Guerra de Vietnam.
—Me crié en Dubuque —me decía—, y de Dubuque es el dinero que he heredado.
Era una fortuna basada en la congelación y empacado de carne.
—Quería devolverle algo a Dubuque. Habiendo tantos padres y madres solteros, obligados a criar a sus hijos con el salario mínimo, y habiendo tantos matrimonios donde ambos tienen que trabajar para que sus hijos coman y vayan vestidos decentemente, pensé que lo que más falta le hacía a Dubuque era un centro de atención infantil que fuera agradable y que no costase nada.
El centro llevaba 2 semanas en funcionamiento cuando lo detuvieron por corrupción de menores, porque varios niños volvieron a sus casas con los genitales inflamados.
Más tarde probaría ante el tribunal, una vez tomadas las correspondientes muestras, que el culpable era un hongo. Concretamente, un hongo relacionado con la micosis, que a lo mejor era de una nueva cepa capaz de sobreponerse a las medicinas con que habitualmente se trata dicha afección.
En aquel momento, no obstante, ya lo habían tenido 3 meses en la cárcel, sin fianza, y ya había tenido que acudir la Guardia Nacional a salvarlo de ser linchado por la multitud. Afortunadamente para él, Dubuque, como tantas otras comunidades, había reforzado su policía con carros de combate y tropas de a pie.
Cuando salió absuelto, tuvieron que sacarlo de la población y llevarlo hasta muy dentro de Illinois en un vehículo cerrado, para evitar que lo mataran.
El juez que lo declaró inocente murió asesinado. Era de origen italiano. Le mandaron una bomba escondida dentro de un descomunal salami.
Pero aquel hijo mío no me contó nada de lo anterior hasta un minuto antes de decir:
—Ha llegado el momento de decir adiós.
Introdujo el relato de sus sufrimientos con las palabras siguientes:
—Espero que comprenda usted que ni por lo más remoto pretendo forzar sus sentimientos.
—Ponme a prueba —dije yo.
Ahora, pensar en este encuentro me llena de una especie de ternura. Le gusté, me encontró lo suficientemente acogedor, como para comportarse conmigo igual que si yo hubiera sido un buen padre de verdad —aunque sólo por un ratito.
En los primeros momentos de cauteloso tanteo, cuando yo aún no había admitido que fuese hijo mío, le pregunté si «Rob Roy» era su nombre legal, el de la partida de nacimiento, o bien un sobrenombre que le hubiera puesto su madre.
Dijo que era su nombre legal.
—¿Y el padre, en la partida de nacimiento? —le pregunté.
—Aparece el nombre de un militar caído en Vietnam —dijo él.
—¿Recuerdas cómo se llamaba? —dije yo.
Aquí se produjo una sorpresa. Era el nombre de Jack Patton, mi cuñado, a quien —estoy seguro— la madre de mi hijo no conocía ni de vista. Supongo que yo se lo mencionaría en Manila y que ella se quedó con el detalle de que no estaba casado y de que había muerto por su patria.
Dije, para mis adentros: «Mi querido Jack, estés donde estés, ya puedes volver a reírte como un poseso».
—Y ¿qué es lo que te hace creer que tu padre soy yo, y no él? —dije—. ¿Te lo dijo tu madre, al final?
—Me escribió una carta —dijo él.
—¿No te lo dijo frente a frente? —dije yo.
—No pudo —dijo él—. Murió de cáncer de páncreas cuando yo tenía 4 años.
Aquello me hizo impacto. No había aguantado mucho, tras hacer el amor conmigo. Me gusta creer que las mujeres con quienes he hecho el amor siguen viviendo y viviendo sin parar. Cuando pensaba en su madre, la imaginaba tan predispuesta y tan lista y tan pimpante como cuando yo la conocí, con unos labios como almohadones de sofá, viviendo y viviendo sin parar.
—Me escribió una carta en su lecho de muerte —prosiguió él— y la depositó en un despacho de abogados de Dubuque, con instrucciones de que no se abriera hasta después del fallecimiento del buen hombre que se casó con ella, adoptándome a mí. Esto último no sucedió hasta el año pasado.
—¿Te explicó en esa carta el motivo de que te llames Rob Roy? —inquirí.
—No —dijo él—. Supuse que sería por la novela de Walter Scott del mismo título.
—Suena bien —dije yo. No iba a ganar nada, ni él ni el mundo en general, sabiendo que el nombre le venía de 2 partes de Whisky escocés, 1 parte de vermouth dulce, hielo picado y exprimir una piel de limón.
—¿Cómo me has encontrado? —le pregunté.
—Al principio no pensé que me fuera a apetecer conocerte —dijo—. Pero hace 2 semanas llegué a la conclusión de que teníamos derecho a vernos por lo menos 1 vez. De modo que llamé a West Point.
—Hace años que no tengo ningún contacto con la Academia —dije.
—Eso me dijeron —dijo él—. Pero justo antes de llamar yo los había llamado el Gobernador de Nueva York, informando de que acababa de ascenderte a General de Brigada. Quería convencerse de que no le estaban tomando el pelo, que eras de West Point, como tú afirmabas.
—Bueno —dije, y ahí seguíamos, en la antesala—, la verdad, no creo que hagan falta pruebas de sangre para saber si eres o no eres mi hijo. Eres mi vivo retrato de cuando tenía tu edad.
—Has de saber —proseguí— que quise de veras a tu madre.
—Eso decía en su carta, que estabais muy enamorados —dijo él.
—Te doy mi palabra de honor —dije yo— de que si yo hubiera sabido que tu madre estaba embarazada me habría comportado como un caballero. No estoy muy seguro de qué habríamos podido hacer. Algo se nos habría ocurrido.
Pasé yo primero a mi despacho.
—Entra —le dije—. Tengo un par de poltronas. Podemos cerrar la puerta.
—No, no, no —dijo él—. Me voy ahora mismo. Sólo quería que nos viésemos por lo menos 1 vez. Y ya está. No hagamos una montaña de un grano de arena.
—No me gusta complicarme la vida —dije yo—, pero si te fueras así, sin más, sería demasiado sencillo, y no sólo para mí, sino también para ti, espero.
De modo que pasó a mi despacho y cerramos la puerta y nos instalamos en sendas poltronas, frente a frente. No nos habíamos tocado. Nunca llegaríamos a tocarnos.
—Me gustaría ofrecerte un café —dije—, pero en este valle no hay de dónde sacarlo.
—Yo tengo en el coche —dijo él.
—Ya lo supongo —dije—. Pero no vayas a buscarlo. No te molestes, no te molestes —me aclaré la garganta—. Perdóname que lo diga, pero das la impresión de estar lo que se dice «forradísimo».
Dijo que sí, que era financieramente afortunado. El empacador de carne de Dubuque que se había casado con su madre, adoptándolo a él, había podido vender su negocio al Shah de Bratpuhr, poco antes de morir, cobrando en lingotes de oro depositados en un banco suizo.
El empacador de carne se llamaba Lowell Fenstermaker, de modo que el nombre completo de mi hijo era Rob Roy Fenstermaker. Rob Roy dijo que por supuesto no se iba a cambiar el apellido, para ponerse Hartke, que él sentía Fenstermaker, no Hartke.
Su padrastro había sido muy bueno con él. Rob Roy me dijo que lo único que no le gustaba de su padrastro era su modo de criar reses para carne. Como quien dice nada más salir del vientre de su madre, metían a los animalitos en unas jaulas tan justas, que apenas si podían moverse, con el fin de ablandarles y suavizarles los músculos. Y en cuanto alcanzaban el tamaño adecuado les rebanaban el pescuezo, sin haber tenido ocasión de corretear por ahí, de trabar amistades, de nada que hiciera de su existencia algo digno de ser vivido.
¿Qué delito habían cometido?
Rob Roy me dijo que su riqueza heredada fue más bien un estorbo que otra cosa, al principio. Me dijo que hasta hacía muy poco no se le habría pasado por la cabeza comprar un coche como el que tenía aparcado ahí afuera, ni llevar una chaqueta de cachemira ni unos zapatos italianos de piel de lagarto. Eso era lo que llevaba puesto, ahí en mi despacho.
—No habiendo en Dubuque nadie que pudiera comprar a los precios del mercado negro, yo también me las apañaba sin café ni gasolina. Iba a todas partes andando.
—Y ¿qué fue lo que ocurrió hace muy poco? —dije yo.
—Me detuvieron por corrupción de menores —dijo él.
De pronto me empezó a picar por todo el cuerpo un enjambre de abejas psicosomáticas.
Me contó toda la historia.
Y yo le dije:
—Te agradezco que me hayas hecho partícipe de esto.
Las abejas se fueron tan deprisa como habían venido.
Me sentía estupendamente, contentísimo de que me estuviese mirando y que pensara lo que quisiese. Rara vez me había alegrado de que mis hijos legítimos me mirasen y pensaran lo que quisiesen.
¿A qué se debía la diferencia? Me da rabia decirlo, porque la respuesta es muy mezquina. Pero ahí va: siempre había querido ser General, y ahí estaba, con las estrellas de General.
Qué apuro da esto de ser humano.
También había lo siguiente, a saber: ya no tenía encima a mi mujer y a mi suegra. ¿Por qué las mantuve en casa durante tanto tiempo, cuando era evidente que estaban haciendo insoportable la vida de mis hijos?
Sería, supongo, porque en algún lugar recóndito de mi cerebro persistía el convencimiento de que hay un libro donde se anotan las buenas y las malas acciones, y más me valía que en él constara alguna prueba muy manifiesta de mi caridad.
Le pregunté a Rob Roy que a qué universidad había ido.
—A Yale —me dijo.
Le comenté lo que había dicho de Yale la Doctora Helen Dole, a saber: «Escuela Técnica para Dueños de Plantación».
—No lo cojo —dijo él.
—También a mí me lo tuvo que explicar —dije yo—. Según ella, Yale es el sitio donde los hijos de los plantadores aprenden el modo de hacer que los nativos se maten entre sí, en lugar de matarlos a ellos.
—Eso no es del todo cierto —dijo él. Y a continuación me preguntó si mi primera mujer seguía con vida.
—Sólo me he casado una vez —le dije—. Y sí, sigue con vida.
—Mamá me hablaba mucho de ella en su carta —dijo él.
—¿Sí? —dije yo—. ¿Y qué te contaba?
—Que la atropello un coche la víspera del día en que tú tenías previsto llevarla al baile de fin de curso. Que se quedó paralítica de la cintura para abajo, pero que te casaste con ella de todas formas, a pesar de que nunca en su vida volvería a levantarse de la silla de ruedas.
Si venía en la carta, eso le contaría yo a su madre.
—Y tu padre ¿sigue con vida? —dijo él.
—No —dije yo—. Le cayó encima el techo de una tienda, en las Cataratas del Niágara.
—¿Llegó a recuperar la vista alguna vez? —dijo él.
—¿Cómo recuperar? —dije yo. Y tuve que suponer que su pregunta se basaba en alguna otra mentira que yo le había contado a su madre.
—Que si recuperó la vista —dijo él.
—No —dije yo—. No llegó a recuperarla.
—Me pareció tan hermoso —dijo él— que hubiese perdido la vista en la guerra y que tú le leyeses en voz alta a Shakespeare.
—Le encantaba Shakespeare —dije yo.
—De modo —dijo él— que no desciendo solamente de un héroe de guerra, sino de 2.
—¿Héroe de guerra? —dije yo.
—Ya sé que tú nunca te darías ese nombre —dijo él—. Pero así te llamaba mamá. Y lo mismo podría decirse de tu padre. ¿Cuántos norteamericanos hubo que derribaran 28 aviones alemanes en la Segunda Guerra Mundial?
—Podemos ir a la biblioteca a comprobarlo —dije yo—. Es estupenda, la biblioteca que hay aquí. Poniendo empeño, no hay nada que no acabe uno por encontrar.
—¿Dónde está enterrado mi tío Bob?
—¿Tu qué? —dije yo.
—Tu hermano Bob, el tío Bob —dijo él.
Yo nunca tuve hermanos de ninguna clase. Contesté al buen tuntún:
—Arrojamos sus cenizas desde un aeroplano —dije.
—Es increíble la mala suerte que has tenido en la vida —dijo él—. Tu padre vuelve ciego de la guerra. A tu novia de la adolescencia la atropella un coche el día antes del baile de fin de curso. Tu hermano fallece de meningitis espinal justo cuando le iban a hacer una prueba para los New York Yankees.
—Bueno, sí, qué va a hacer uno. Hay que tomar las cosas como vienen —dije yo.
—¿Todavía conservas el guante? —dijo él.
—No —dije yo. ¿De qué guante le podía yo haber hablado a su madre en Manila, hacía 24 años, mientras nos empapábamos de Sweet Rob Roys?
—¿Lo llevaste encima durante toda la guerra, y ahora lo has perdido? —dijo él.
Tenía que referirse al inexistente guante de béisbol de mi no menos inexistente hermano.
—Me lo robaron, ya en casa —dije—. Alguien que lo tomó por un guante corriente y moliente, sin imaginarse la importancia que para mí tenía.
Se puso en pie.
—Ahora sí que me tengo que ir.
Yo también me puse en pie.
Meneé tristemente la cabeza.
—No va a ser tan fácil como tú te crees, abandonar la tierra que te ha visto nacer.
—Viene a ser como el signo del zodíaco de cada cual —dijo él.
—¿Qué es lo que viene a ser como el signo del zodíaco de cada cual? —dije yo.
—La tierra que te ha visto nacer —dijo él.
—Te puedes llevar una sorpresa —dije yo.
—Pues muy bien, papá —dijo él—. No sería la primera que me llevara en la vida.
—¿Puedes decirme quién hay en este valle que tenga gasolina? —dijo él—. Estoy dispuesto a pagar lo que sea.
—¿Tienes como para llegar a Rochester? —dije yo.
—Sí —dijo él.
—Entonces —dije yo—, vuelve por el mismo camino que viniste. No hay otro, de modo que no puedes perderte. Justo cuando llegues a los límites de Rochester verás el Complejo Cinematográfico Meadowdale. Detrás está el crematorio. No trates de guiarte por el humo, porque no produce humos.
—¿Un crematorio? —dijo él.
—Exactamente, un crematorio —dije yo—. Te acercas con el coche y preguntas por Guido. Según me dicen, si tú pones el dinero él pone la gasolina.
—Y ¿no tendrá también chocolatinas? —dijo él.
—No sé —dije yo—. No te va a pasar nada por preguntarle.