38.

Sí, señor. Y ahora los japoneses se están retirando. Su Ejército de Ocupación en Traje de Calle se vuelve a casa. La fuga carcelaria de Athena fue la gota que hizo rebosar el vaso de agua, creo yo, pero ya estaban abandonando propiedades —saliéndose de ellas, simplemente— antes de que se produjera aquella costosa catástrofe.

Para mí ya es un misterio que les interesara adueñarse de un país en tan avanzado estado de descomposición física y moral e intelectual. A lo mejor pensaron que sería una buena forma de venganza por las bombas atómicas, no 1, sino 2, que les soltamos.

Con lo cual ya son 2, hasta ahora, los grupos que han renunciado a la propiedad de este país por su propia voluntad, sobre todo, creo yo, porque al final resulta que quien se queda con los bienes es un montón de individuos de todas las razas, que nada poseían y que cada vez son más desdichados y licenciosos.


Da la impresión de que piensan conservar Oahu, como una especie de listón de riada, un «hasta aquí llegó el agua» del Imperio japonés, lo mismo que los británicos mantienen las Bermudas.


Hablando de desdichados de todas las razas, muchas veces me pregunto qué trato habrían recibido los Consejeros si la cárcel de Athena hubiera sido Blanca en vez de Negra. Supongo que los reclusos Hispanos los habrían visto igual que los Negros, como armadillos de Sudáfrica, como criaturas exóticas carentes de toda relación con la vida tal como ellos la experimentaban.

Me parece a mí, sin embargo, que los reclusos, de haber sido Blancos, habrían tenido muchas ganas de matar a los Consejeros, o por lo menos de darles una buena paliza, por haberse ocupado de los pobres Blancos tan poco como de los Negros y de los Hispanos.


La Doctora Dole se volvió a Berlín. O, por lo menos, allí dijo que iba.

Le pregunté que dónde se había escondido durante el asedio. Dijo que se había metido en el fogón de la vieja caldera que hay en el sótano de esta biblioteca. La caldera llevaba sin funcionar desde antes de que yo entrara a trabajar en Tarkington, pero habría costado mucho dinero retirarla. El colegio detestaba invertir dinero en cosas que no fueran de lucimiento.


De modo que pasó el asedio a unos pocos metros de mí, mientras estaba aquí instalado, descubriendo las novedosas maravillas de la ciencia de la Futurología.


Desde luego que la Doctora Dole no tenía muy buena opinión de su propio país. Despotricaba contra las elevadísimas tasas de homicidio y de suicidio y contra la drogadicción y contra la mortandad infantil, y contra el bajo índice de alfabetización, y contra el hecho de que, proporcionalmente, hubiera aquí más personas en la cárcel que en ningún otro país del mundo, excepto Haití y Sudáfrica, y contra el hecho de que se invirtiera menos dinero en investigación y enseñanza primaria que en Japón o en Corea o en cualquier país del Este o del Oeste de Europa, etcétera etcétera.

—Por lo menos nos queda la libertad de expresión —dije yo.

Y ella dijo:

—Eso no te lo da nadie. Eso tienes que tomártelo tú.


Antes de que se me olvide: Durante la entrevista, la Doctora Dole le preguntó a Jason Wilder que a qué Universidad había ido.

Él contestó:

—A Yale.

—¿Sabe usted cómo tendría que llamarse Yale? —dijo ella.

—No —dijo él.

Y ella dijo:

—Escuela Técnica para Dueños de Plantación.


Me dijo que estando en Berlín se sentía abrumada por la ignorancia de la geografía y la historia y la lengua y las costumbres de otros países de que daban muestra tantos turistas y soldados norteamericanos.

—¿Por qué hay tantos norteamericanos orgullosos de su propia ignorancia? —me preguntó—. Deben de pensar que así resultan encantadores.

La misma pregunta de orden general me hizo Alton Darwin cuando yo trabajaba en Athena. Se emitía, por todos los televisores del lugar, una película de la Segunda Guerra Mundial. Frank Sinatra había caído en poder de los alemanes y estaba siendo interrogado por un Comandante de las SS que hablaba el inglés por lo menos tan bien como Sinatra y que tocaba el violonchelo y que pintaba acuarelas en sus ratos libres, y que le dijo a Sinatra que estaba deseando ver el final de la guerra, para reintegrarse a su primer amor, a saber: la lepidopterología.

Sinatra no tenía ni idea de qué podía ser la lepidopterología. Es el estudio de las mariposas. El comandante tuvo que explicárselo.

Y Alton Darwin me preguntó: —¿Cómo es que en todas estas películas los alemanes y los japoneses son siempre los listos y los norteamericanos los tontos, pero ganan la guerra los norteamericanos?


Darwin no se consideraba personalmente aludido. Los soldados norteamericanos de la película eran todos Blancos. No se trataba de simple propaganda Blanca. El dato era correcto desde el punto de vista histórico. Durante la Traca Final, las unidades militares norteamericanas se agrupaban por raza. La idea, por aquel entonces, era que los Blancos se habrían sentido muy miserables si hubieran tenido que compartir barracones y rancho y etcétera etcétera con los Negros. Lo mismo ocurría en la vida civil. Los Negros tenían sus propias escuelas, y no eran admitidos en casi ningún hotel o restaurante o lugar de esparcimiento, salvo cuando tocaba salir a escena o depositar el voto.

De vez en cuando los ahorcaban o los quemaban vivos o algo así, para que no se olvidasen de cuál era su sitio, en lo más bajo de la Sociedad. Vestidos de uniforme, se les consideraba faltos de decisión e iniciativa en el combate. De modo que los utilizaban más bien para hacer de obreros o para conducir camiones, en pos de los John Wayne y de los Frank Sinatra, que se ocupaban de las intrepideces.

Hubo una escuadrilla de caza compuesta exclusivamente por Negros. Para sorpresa de muchos, cumplió muy bien con su cometido.

¿No se pierdan al Negrito aviador?


Volviendo a la pregunta de Alton Darwin de por qué Frank Sinatra merecía la victoria, aunque no supiera un pimiento, le dije:

—Creo que merece ganar porque es lo mismo que Davy Crockett en El Álamo.

Habían puesto una y mil veces la película de Walt Disney sobre Davy Crockett, de modo que todos los presos sabían de quién se trataba. Y una cosa que podría beneficiarme durante el juicio es que nunca les conté a los reclusos que el General Mexicano tenía sitiado El Álamo para conseguir lo que Abraham Lincoln conseguiría más tarde, a saber: defender la unidad territorial de su país y abolir la esclavitud.

—¿En qué se parece Frank Sinatra a Davy Crockett? —me preguntó Alton Darwin.

Y yo le dije:

—En que ambos son puros de corazón.


Sí, señor. Y aún me quedan cosas por contar. Pero mi abogado me acaba de dar una noticia que me ha dejado sin aliento. Después de Vietnam, no creía que nada pudiese afectarme de tal modo. Me imaginaba acostumbrado a los cadáveres, fuesen de quien fuesen.

Nuevo error.

¡Vaya conmigo!

Si cuento ahora quién murió, y cómo murió, ayer mismo, dará la impresión de que mi relato llega a su término. Desde el punto de vista del lector, sería como si lo único que me quedara por decir fuera

FIN


Pero quiero contar otras cosas. De modo que seguiré como si no me hubiera enterado de nada, por arduo que me resulte. Y escribo lo que sigue:

El Teniente Coronel que mandó el asalto de Scipio, y que luego impidió a los lugareños el acceso a los helicópteros, era también de la Academia, pero quizá 2 decenios, 1 lustro y 2 años más joven que yo. Cuando le dije mi nombre y me vio en el dedo el anillo de la promoción, se dio cuenta de quién era yo, ahora y antes:

—¡Cielos! —exclamó—. ¡El Predicador!

Si no hubiera estado él, no sé qué habría sido de mí. Supongo que habría hecho lo mismo que casi todos los habitantes del valle, a saber: irme a Rochester o a Buffalo o todavía más lejos, en busca de trabajo, lo que fuera, por el salario mínimo, naturalmente. Toda la zona situada al sur del Complejo Cinematográfico Meadowdale sigue, aún ahora, bajo la Ley Marcial.

Se llamaba Harley Wheelock III. Me dijo que su mujer y él no podían tener hijos, de modo que habían adoptado dos huérfanas de Perú de Sudamérica, no de Perú de Indiana. Eran unas incas muy monas. Pero apenas si las veía, porque su División siempre andaba de un lado para otro, ocupadísima. Estaba en el Bronx Sur, a punto de irse de permiso a casa, cuando recibió la orden de acudir a este valle, reducir la fuga carcelaria y rescatar a los rehenes.


Su padre, Harley Wheelock II, iba 2 cursos por delante de mí en la Academia, y falleció —cosa que yo ya sabía— en un extraño accidente ocurrido en Alemania, de modo que no llegó a ir a Vietnam. Le pregunté a Harley III que cómo había muerto Harley II, exactamente. Me dijo que su padre se había ahogado tratando de salvar a una sueca que se suicidó por el procedimiento de bajar los cristales de su Volvo y lanzar éste por un muelle hasta caer en el río Ruhr, en Essen, lugar donde se encuentra la sede, qué casualidad, de A. J. Topf und Sohn, el más destacado fabricante de crematorios.

El Mundo es un Pañuelo.


Y Harley III me preguntó, cuando le llegó el turno de hacer preguntas:

—¿Sabes tú algo de este hoyo de excremento?

Claro está que él no dijo exactamente «hoyo de excremento». Nunca había oído mencionar el Valle del Mohiga, hasta que lo mandaron aquí. Le pasaba lo que a casi todo el mundo: conocía de oídas Athena y el Colegio Tarkington, pero sin tener una idea muy clara de su emplazamiento.

Le dije que este hoyo de excremento era mi casa, aunque había nacido en Delaware y me había criado en Ohio, y que aquí esperaba que me enterrasen.

—¿Dónde está el Alcalde? —dijo.

—Lo mataron —dije yo—. A él y a todos los policías, incluidos los del campus. Y al Jefe de Bomberos.

—¿De modo que no hay Gobierno? —dijo él.

—Tú eres el Gobierno, me parece a mí —dije yo.

Usó el Nombre de Nuestro Salvador como desahogo expletivo, y a continuación añadió:

—Vaya adonde vaya, de pronto resulta que el Gobierno soy yo. Ya lo soy en el sur del Bronx, y allí tengo que volverme en cuanto pueda. De modo que por las mismas te nombro Alcalde de este hoyo de excremento.

Esta vez sí que dijo «hoyo de excremento», reflejando mi forma de hablar.

—Dirígete al Ayuntamiento, dondequiera que esté, y ponte a gobernar.

¡Qué resolutivo era! ¡Qué vozarrón tenía!

Como si la conversación no hubiera sido suficientemente rara de por sí, el Teniente Coronel lucía uno de esos cascos en forma de capacho para el cisco que empezó a usar el Ejército después de la Guerra de Vietnam, quizá para ver si le cambiaba la suerte.

A ver qué ocurría, haciendo que Negros, Judíos y todo el mundo llevase la misma pinta de nazi.


—¿Cómo quieres que gobierne? —protesté—. Nadie me haría caso. Sería una tomadura de pelo.

—¡Muy bien dicho! —gritó. ¡Qué vozarrón!

Se puso en contacto por radio con la Oficina del Gobernador de Albany. El Gobernador iba camino de Rochester, en helicóptero, para salir en la tele con los rehenes liberados. La Oficina del Gobernador consiguió pasar al helicóptero, en lo alto del cielo, la llamada de Harley III. Éste le explicó al Gobernador quién era yo y cuál era la situación en Scipio.

No llevó mucho tiempo.

A continuación, Harley III se volvió hacia mí y me dijo:

—¡Enhorabuena! Acabas de ser nombrado General de Brigada de la Guardia Nacional.


—Tengo a la familia en la otra orilla del lago —dije—. Quiero ir a ver cómo están.

Harley III podía informarme al respecto. Él personalmente, el día anterior, había visto cómo las cargaban en el cajón de acero del camión de la cárcel, con destino al Hospital de Orates de Batavia.

—¡Están estupendamente! —dijo—. Tu país te necesita más que ellas. De modo que ¡saca pecho, General Hartke!


¡Qué energía la suya! Era casi como si llevara una tormenta dentro del capacho para el cisco.

¡Ni un momento de ocio! Apenas si había terminado de convencer al Gobernador de que me nombrase General de Brigada cuando salió camino de la cuadra, donde varios Combatientes de la Libertad prisioneros estaban siendo obligados a cavar tumbas para todos los cadáveres. Los hastiados sepultureros tenían todos los motivos para creer que estaban cavando sus propias tumbas. Habían visto un montón de películas de la Traca Final en que los soldados con casco de capacho para el carbón obligaban a unos pobres harapientos a cavar sus propios acomodos para el último descanso.

Oí las órdenes que Harley III ladraba a los sepultureros, diciéndoles que cavaran más hondo y que hicieran los laterales más rectos y etcétera etcétera. He visto en funcionamiento semejante capacidad de mando, en Vietnam, y yo mismo la he ejercido en alguna ocasión, de modo que estoy en condiciones de asegurar que Harley III había ingerido algún tipo de anfetamina.


Al principio no tuve mucho que gobernar. Este lugar, que era —grande o pequeño— el único establecimiento en marcha de todo el valle, estaba vacío, y así seguiría durante largo tiempo, probablemente. Casi todos los lugareños habían salido a escape durante la fuga carcelaria. Y cuando volvieron aquí no había forma de ganarse la vida. Los que poseían casas o establecimientos comerciales no hallaban a quien venderlos. Estaban completamente arruinados.

De modo que casi todos los civiles a quienes podía haber gobernado se apresuraron a meter sus mejores pertenencias en coches y remolques, pagando pequeñas fortunas en el mercado negro por la adquisición de la gasolina suficiente para largarse de aquí con viento fresco.


No tenía soldados propios. Los de mi orilla del lago me los había prestado Lucas Florio, comandante en jefe de la 42 División de la Guardia Nacional, «División Arco Iris», cuyo puesto de mando se situaba en la cárcel, en el antiguo despacho de Hiroshi Matsumoto. Florio no había pasado por West Point, y era demasiado joven para haber combatido en Vietnam, y vivía en Schenectady, de modo que nunca nos habíamos visto antes. Sus soldados eran todos Blancos, incluidos los Orientales, que tenían calificación de Blancos Honorarios. Lo mismo era cierto de la 82 Aerotransportada. Las unidades Negras e Hispanas, también existentes, estaban en algún otro sitio, porque privaba la teoría de que la gente siempre se encontraba más a gusto con los de su propia raza.

Nunca oí a ninguna personalidad pública expresarse en tales términos, pero lo cierto es que esta resegregación asimilaba las fuerzas armadas a un juego de palos de golf. El batallón a utilizar dependía del color de piel que tuviera el enemigo.

Por supuesto que la Unión Soviética, entre cuyos ciudadanos había personas de todo tipo, menos Negros e Hispanos, tuvo que descubrir a su propia costa que los soldados no ponen el debido entusiasmo cuando se trata de pelear con gente que es igual que ellos y que piensa igual que ellos y que habla igual que ellos.


La División Arco Iris, por su parte, empezó en la Primera Guerra Mundial, como experimento orientado a la integración de norteamericanos disímiles no pertenecientes al Ejército Regular. Las Divisiones de Reserva movilizadas por aquel entonces se identificaban todas con alguna parte concreta del país. Luego, alguien alumbró la idea de componer una División con reclutas y voluntarios de las diversas zonas del país, para demostrar lo bien que se llevaban.

Por aquel entonces, el arco iris representaba la armonía existente entre personas blancas de quienes se consideraba que no podían tenerse en mutuo aprecio. De hecho, la División Arco Iris se comportó tan bien como cualquier otra durante la «Guerra para acabar con todas las Guerras», preludio de la Traca Final.


Más adelante, concluido el experimento, la 42 División se convirtió en una variante más de la Guardia Nacional, aribitrariamente transferida, con todas sus insignias de combate, al Estado de Nueva York.

Pero el símbolo del arco iris pervive en las hombreras de su uniforme.

Hasta que me arrestaron por insurrección, ¡también yo lucía uno de aquellos arco iris, al lado de la estrella de General de Brigada!