En la tarde del último día de sitio, unidades de la Guardia Nacional relevaron a las tropas Aerotransportadas de la otra orilla del lago. Aquella misma noche, sin que nadie lo advirtiera, los paracaidistas tomaron posiciones detrás del Monte del Mosquete. Dos horas antes de que amaneciera el día siguiente, surgieron sin hacer ruido por ambos lados de la montaña, tomaron la cuadra, liberaron a los rehenes y a continuación ocuparon Scipio en su totalidad. Sólo tuvieron que matar a una persona, a saber: el guardia que estaba echando un sueñecito a la puerta de la cuadra. Lo estrangularon con un componente de su equipo de reglamento que yo también utilicé en Vietnam. Era un metro de cuerda de piano con un asa de madera en cada extremo.
De modo que eso fue todo.
Los defensores estaban sin munición. Aunque, la verdad, tampoco quedaban muchos defensores, propiamente dichos. Unos 10, si acaso.
Tampoco creo que hubieran hecho tanto encaje de bolillos, con la mejor tropa disponible, si no hubiera sido por la preeminencia social de los Consejeros.
Éstos fueron trasladados en helicóptero a Rochester, donde los sacaron a todos por la tele. Dieron gracias a Dios y al Ejército. Dijeron que nunca habían perdido la esperanza. Dijeron que estaban agotados pero felices y que necesitaban un buen baño de agua caliente y unas cuantas horas de sueño en una cama como Dios manda.
Todos los Guardias Nacionales que estuvieron al sur del Complejo Cinematográfico Meadowdale durante el asedio recibieron la Insignia de Participación en Combate. Fue una gran alegría para ellos.
Los Paracaidistas ya la tenían. Cuando se vistieron para el desfile de la victoria, llevaban insignias de las campañas de Costa Rica y Bimini y El Paso y etcétera etcétera, y también de la batalla del Bronx Sur, naturalmente. Esta última batalla tuvo que seguir adelante sin su colaboración.
Unos cuantos nonadies intentaron subirse al helicóptero con los Consejeros. Había sitio. Pero sólo fueron autorizados a embarcar los relacionados en una lista que venía nada menos que de la Casa Blanca. Yo la vi. Los únicos residentes de Scipio incluidos en ella eran Tex y Zuzu Johnson.
Asistí al despegue del helicóptero, al feliz desenlace. Estaba en lo alto del campanario, evaluando los destrozos. No me había atrevido a hacerlo antes. Alguien me podría haber pegado un tiro, y habría sido un blanco la mar de fácil.
Y cuando los helicópteros se convirtieron en puntitos con rumbo norte, me sorprendió la voz de una mujer. Estaba justo a mi espalda. Era de baja estatura y calzaba zapatos de lona blanca y había llegado hasta lo alto sin hacer ningún ruido. Yo no esperaba a nadie.
Dijo:
—He subido por curiosidad, a ver qué había. Está todo patas para arriba, pero la vista es estupenda, a condición de que le gusten a uno los soldados y el agua.
Había cansancio en su voz. A todos nos ocurría lo mismo.
Me volví para verla. Era Negra. No una supuesta Negra. Tenía la piel muy oscura. Puede que no tuviera ni una gota de sangre blanca. Si hubiera sido hombre y hubiera estado en Athena, el color de su piel la habría situado en la casta social más baja.
Era tan bajita y parecía tan joven, que la tomé por alumna de Tarkington, acaso la hija disléxica de algún dictador caribeño o africano que hubiera escapado a los Estados Unidos con el tesoro nacional de su hambriento país.
¡Equivocado otra vez!
Si el GRIOT™ del Colegio hubiera seguido en funcionamiento, estoy seguro de que no habría sido capaz de adivinar qué era esa mujer ni qué hacía aquí. Había vivido apartada de todas las estadísticas en que GRIOT™ basaba sus vaticinios, tan sabios en apariencia. Cuando tropezaba con alguien tan desviado de la media como aquella mujer, GRIOT™ no tenía más remedio que quedarse en silencio, zumbando. Y se le encendía una lucecita roja.
Se llamaba Helen Dole. Tenía 26 años. Era soltera. Había nacido en Corea del Sur y se había criado en lo que entonces era Berlín Occidental. Era Doctora en Física por la Universidad de Berlín. Su padre había sido Sargento Mayor del Cuerpo de Intendencia del Ejército Regular, con destino en Corea y, más tarde, en nuestro Ejército de Ocupación de Berlín. Cuando pasó a la reserva, tras 30 años de servicio, se instaló en una casita bastante agradable, en una pequeña comunidad de Cincinnati. Allí pudo su hija constatar en qué mugrienta y desesperada situación nacían casi todos los negros de la zona. De modo que se volvió a lo que por aquel entonces ya se había convertido en Berlín a secas, y obtuvo el Doctorado.
Allí la trataron tan mal como la habrían tratado aquí, pero al menos no estaba obligada a pasarse el día pensando en algún gueto negro de las proximidades, donde los niños nacieran con una esperanza de vida peor que la del país que todo el mundo consideraba más pobre del planeta, a saber: Bangla Desh.
La Doctora Helen Dole no había llegado a Scipio hasta el día antes de la fuga carcelaria, y venía a entrevistarse con Tex y los Consejeros para —oh casualidad— ocupar mi antiguo puesto de profesor de Física. Había visto la oferta de trabajo en el New York Times. Antes de venir habló por teléfono con Tex, para asegurarse de que sabían que era Negra. Tex dijo que muy bien, que no había problema. Dijo que el hecho de que fuera mujer, Negra y, además, Doctora, constituía una verdadera maravilla.
Si hubiera obtenido el puesto y hubiera firmado el contrato antes de que Tarkington hubiera dejado de existir, se habría convertido en la última de una larga serie de profesores de Física, yo incluido.
Pero la Doctora Dole la fastidió en su entrevista con el Consejo de Administración. Tenía que haber prometido que nunca, ni en clase ni en ninguna otra ocasión, hablaría de política ni de historia ni de economía ni de sociología con los alumnos. Esos temas quedaban para los expertos que el colegio tenía en cada uno de los respectivos campos.
—Qué quieres que te diga, la fastidié —me dijo.
—Lo único que me pedían —me dijo— era que no fuese humana.
—Espero que les echaras un buen chorreo —le dije.
—Desde luego —dijo ella—. Los llamé panda de plantadores europeos.
La madre de Lowell Chung ya no estaba en el Consejo, de modo que todas las caras que vio la Doctora Dole eran, en efecto, de origen europeo.
Afirmó que los europeos de su calaña iban por todo el mundo pistola en mano, quedándose con la tierra ajena, para luego repartírsela en trozos y llamarlos plantaciones. Y a los recién robados los hacían esclavos suyos. Estaba esbozando la historia en unos términos amplísimos, por supuesto. Ninguno de los Consejeros de Tarkington había merodeado por el mundo en barco, armado hasta los dientes y buscando fincas ajenas no muy bien defendidas. Lo que quería decir es que ellos habían heredado no sólo las propiedades, sino también el modo de pensar de aquellos ladrones, aunque hubieran nacido pobres y acabaran de desmantelar alguna industria vital, o de quedarse con todos los fondos de una caja de ahorros, o de obtener enormes comisiones facilitando la venta de muy veneradas instituciones o partes fundamentales de Norteamérica al capital extranjero.
Contó a los Consejeros —que seguramente habrían veraneado alguna vez en el Caribe— la historia de aquel jefe de los Indios Caribes a quien los españoles estaban a punto de quemar en la hoguera. Su delito estribaba en no captar la belleza que había en el hecho de que su pueblo fuera esclavo en su propia tierra.
A aquel jefe le dieron a besar la cruz antes de que un militar profesional o tal vez un sacerdote prendiese las encendajas y los leños amontonados hasta la altura de sus rodillas. El hombre preguntó que por qué tenía que besarla, y le dijeron que el beso aquel lo llevaría al Paraíso, donde habría de hallarse en presencia de Dios y etcétera etcétera.
El hombre quiso saber si encontraría españoles en el Paraíso.
Le dijeron que sí, que por supuesto que encontraría españoles.
En ese caso, dijo, más vale que me ahorre el beso. Y aseguró que no quería trasladarse a ningún otro sitio donde la gente fuera tan cruel.
La Doctora Dole también contó ante el Consejo lo de esas mujeres indonesias que arrojaban sus joyas a los marinos holandeses, al verlos desembarcar con las armas en la mano, en la esperanza de que se dieran por satisfechos con tan fácil ganancia y se marchasen.
Pero los holandeses también querían su tierra y su mano de obra.
Y obtuvieron ambas cosas, y lo llamaron plantación.
Eso ya me lo había contado antes Damon Stern.
—Ahora —les decía la Doctora Dole— lo que quieren ustedes es vender esta plantación, porque la tierra ya está agotada y los nativos cada vez más enfermos y más hambrientos, reclamando comida y medicinas y cobijo, todo lo cual sale muy caro. Se rompen los conductos del agua. Se caen los puentes. Y ustedes agarran todo su dinero y se marchan de aquí.
Uno de los Consejeros —no sabía cuál, pero no Wilder— replicó que él pensaba pasar el resto de su vida en los Estados Unidos.
—Usted se quedará —dijo ella—, pero su dinero y su alma se están marchando.
De modo que ambos, ella y yo, cada uno por su parte, habíamos hecho la misma observación: que nuestros propios nativos, en cuanto alcanzaban los peldaños superiores, por nacimiento o por mérito propio, empezaban a considerar extranjeros a los norteamericanos. Lo mismo podía decirse, al parecer, de las personas que alcanzaron los peldaños superiores en lo que fue la Unión Soviética: los más corrientes y molientes de entre sus compatriotas no eran la clase de gente a quien ellos tenían en gran estima y consideración.
—Y ¿qué dijo Jason Wilder a todo eso? —le pregunté. En la tele siempre era rapidísimo lanzándose contra cualquier idea que le llegara, cubriéndola de gargajos, por así decirlo, y devolviéndola con un efecto loco que la hacía intocable.
—Lo dejó pasar durante un buen rato.
No me resultaba difícil imaginar cómo se quedaría de desconcertado ante aquella mujercita negra que hablaba muchos más idiomas que él, que poseía 1000 veces más conocimientos científicos que él y que sabía por lo menos tanta historia y tanta literatura y tanta música y tanto arte como él. Seguro que nadie parecido había pasado nunca por su programa. Lo más probable es que jamás hubiera tenido que discutir con una persona cuyo destino estaba fuera del alcance profético del propio GRIOT™.
Al final se le ocurrió decir:
—Yo soy norteamericano, no europeo.
Y ella le contestó:
—Pues compórtese usted como tal.