Muriel Peck ya no trabajaba en la barra. Ahora era Profesora Titular de Inglés en Tarkington, sacando provecho de su formación en Swarthmore. Estaba durmiendo cuando se produjo el ataque sorpresa, sola en una casa para profesores, cubierta de enredaderas, en la parte alta de la calle Clinton. Había hecho lo mismo que yo, a saber: había enviado sus 2 hijos a internados caros.
En cierta ocasión le pregunté si no pensaba volverse a casar. Y ella me dijo:
—¿Pero no te has enterado? Estoy casada contigo.
No habría conseguido un puesto en Tarkington si el Consejo no me hubiera despedido. Un profesor de inglés llamado Dwight Casey odiaba de tal modo a su jefe de departamento, que solicitó mi antiguo puesto, nada más que para perderlo de vista. Lo cual creó una vacante para Muriel.
Si no me hubieran despedido, probablemente se habría marchado de este valle, y ahora estaría viva.
Si no me hubieran despedido, lo más seguro es que yo estuviera ahora donde ella está, cerca de la cuadra, a la sombra del Monte del Mosquete, según se va poniendo el Sol.
Dwight Casey sigue vivo, creo yo. Su mujer entró en posesión de una gran cantidad de dinero, poco tiempo después de que él me sustituyera. Dejó el colegio al acabar el curso y se mudó al sur de Francia.
La familia de su mujer era gente importante en la Mafia. Ella también podía haber dado clase, pero no lo hacía. Era Licenciada en Ciencias Políticas por Rutgers. Él, en cambio, no tenía más título que el de Graduado en Dirección de Hostelería por Cornell.
La batalla de Scipio duró 5 días. Duró 2 días más que la Batalla de Gettysburg, en la cual Elias Tarkington fue herido por un soldado Confederado que lo confundió con Abraham Lincoln.
En la noche de la fuga carcelaria, yo era un espectador tan impotente, una vez iniciado el ataque, como Robert E. Lee en Gettysburg o Napoleón Bonaparte en Waterloo.
Hubo en Scipio alguien que llegó a disparar un tiro. Nunca sabré quién fue. Algún pájaro nocturno, con una pistola cargada al alcance de la mano. Fuese quien fuese, debieron de matarlo en seguida, pues de otro modo habría andado por ahí alardeando de la proeza realizada nada más iniciarse el juego.
Fueron buenos soldados quienes cruzaron el hielo. Muchos de ellos habían estado en Vietnam y, por consiguiente, igual que yo, habían estudiado Ciencia Militar con Beca Completa del Gobierno. Otros tenían mucha experiencia en dar tiros y recibirlos, a menudo desde la más tierna infancia, de modo que no tenía por qué llamarles la atención aquel tiro suelto. No gastaron munición hasta que no vieron claramente contra qué tenían que disparar.
Fue cuando alcanzaron la orilla cuando tan avezadas tropas empezaron a disparar. Eran muy roñosos con las balas. Había un bang, y luego varios minutos de silencio, y luego, cuando se les mostraba otra diana, quizá un vecino con los ojos legañosos, que se asomaba a la puerta, o por la ventana, armado o desarmado, había otro bang o 2 ó 3 bangs, y luego otra vez el silencio. Los reclusos fugados, o Combatientes de la Libertad, como pronto dieron en llamarse, estaban autorizados a suponer que hubiera armas en muchas, si no en todas las casas, y que sus poseedores llevaran mucho tiempo soñando con usarlas para matar —si alguna vez sucedía precisamente lo que estaba sucediendo—. Los Combatientes de la Libertad no tenían elección. Yo habría hecho lo mismo, si me hubiese encontrado en su caso.
Bang. Y alguien se doblaría hacia adelante, antes de caer al suelo, como los actores profesionales en las películas de la tele.
La mayor ráfaga de disparos vino de lo que yo desde mi distancia supuse que era el aparcamiento de detrás del Black Cat Café, donde las prostitutas aparcaban sus camionetas. Los hombres que visitaban las camionetas a esa hora de la noche llevaban armas consigo, por si acaso. Más vale prevenir que curar.
Y luego, por los disparos esporádicos, deduje que los Combatientes de la Libertad empezaban a subir por la colina, camino de este colegio, que permanecía resplandecientemente iluminado durante toda la noche, para desanimar a cualquiera que pudiese sentir la tentación de acercarse por aquí y causar algún daño. Desde mi observatorio de la otra orilla del lago, cualquiera habría podido pensar que Tarkington, tachonado de esmeraldas, era el mismísimo Oz o la Ciudad de Dios o Camelot.
No hará falta decir que no me volví a la cama, aquella noche. Me quedé escuchando y escuchando, en espera de que empezasen a oírse las sirenas, los helicópteros, los carros de combate, como prueba de que las fuerzas de la ley y el orden pronto pondrían fin a la violencia en este valle, apelando a una violencia superior. Al amanecer, el valle estaba tan tranquilo como siempre, y la lucecita roja del depósito de agua de lo alto del Monte del Mosquete, como si no hubiera sucedido nada digno de mayor consideración, seguía pestañeando sin parar.
Pasé a casa del Alcaide. Desperté a sus 3 criados. Se habían vuelto a la cama en cuanto vieron que su dueño se iba colina arriba al volante del Isuzu. Eran hombres muy, muy ancianos, que habían sido condenados a cadena perpetua sin esperanza de libertad bajo palabra cuando yo era un muchachito y aún no había salido de Midland City. Es probable que yo ni siquiera hubiese aprendido aún a leer y escribir cuando ellos echaron a perder la vida de alguien, o de tal cosa fueron acusados, y, en consecuencia, los obligaron a llevar una vida que no vale la pena vivir.
Sin duda que así habrían aprendido la lección.
Por lo menos no los sentaron en esa cosa tan estupenda que inventó un dentista, a saber: la silla eléctrica.
«Mientras hay vida hay esperanza». Eso dice John Gay en la Biblia del Ateo. ¡Qué alucinado optimismo, el suyo!
Los 3 vejestorios llevaban decenios sin recibir una visita, ni una llamada de teléfono, ni una carta. Dadas las circunstancias, no tenían muy claro qué era lo que les apetecía hacer a continuación, de modo que aceptarían de buen grado casi todas las órdenes, viniesen de quien viniesen. Las ideas ajenas sobre el comportamiento a seguir funcionaban en ellos como trasplantes de cerebro, llenándolos de súbitos bríos.
De modo que los hice beber una gran cantidad de café solo. Puesto que yo estaba preocupado por lo que hubiera podido sucederle al Alcaide, ellos actuaron como si también lo estuviesen. De otro modo, ni se les habría ocurrido. No les dije que en la cárcel acababa de producirse una fuga tumultuaria y que Scipio estaba en poder de los delincuentes. De nada les habría valido tal información, que no habrían alcanzado a distinguir de lo que veían por la tele. Ellos tenían que quedarse donde los habían puesto, con independencia de cuanto sucediese o dejase de suceder en el mundo exterior.
Los 3 eran lo que los psicólogos llaman «personalidades dependientes de otro».
Me los llevé a casa y les di orden de que mantuvieran la chimenea encendida y diesen de comer a Margaret y a Mildred cada vez que tuviesen hambre. Había todas las latas necesarias. No hacía falta que me preocupara de los alimentos perecederos de la nevera, porque la propia cocina estaba ya lo suficientemente fría. El fuego funcionaba con propano, y de ese milagro como de ciencia ficción teníamos reservas para todo un mes.
¡Energía embotellada, nada menos!
Margaret y Mildred, afortunadamente, reaccionaron de modo neutral ante la presencia de los dos guardias zombies, igual que reaccionaban ante la mía. No les gustaron, pero tampoco les disgustaron. De modo que todo quedaba más o menos dispuesto. Las dejaba conectadas a un sistema que las mantendría vivas aunque yo me ausentara varios días o cayese herido o me matasen.
No contaba con caer herido ni con que me matasen, salvo por mala casualidad. Ninguno de los contendientes me consideraría una amenaza, los Blancos por mi código de color y los Negros porque me conocían y me apreciaban.
La opción estaba clara. O Blanco, o Negro.
Todos los Amarillos habían puesto pies en polvorosa.
Esperaba abandonar la casa sin que Margaret y Mildred llegaran a despertarse. Pero cuando pasaba junto a la barca, camino del hielo, se abrió una ventana del piso de arriba. Ahí estaba mi pobre mujer, aquella bruja putrefacta y esquelética. Había percibido que algo importante estaba sucediendo, creo yo. De otro modo nunca se habría expuesto ni al frío ni a la luz del día. Por otra parte, la voz, que se le había vuelto rasposa e indecente hacía ya un montón de años, sonaba ahora tan fluida y dulce como cuando estábamos de Luna de Miel. Y me llamó por mi nombre, otra cosa que llevaba mucho, muchísimo tiempo sin hacer. Era desconcertante.
—Eugene —dijo.
De modo que me detuve.
—Sí, Margaret —dije.
—¿A dónde vas, Eugene? —dijo ella.
—Voy a dar un paseo, Margaret. A tomar un poco el fresco —dije yo.
—Vas a verte con alguna mujer, ¿verdad? —dijo ella.
—No, Margaret. Palabra de Honor que no —dije yo.
—No pasa nada. Lo comprendo —dijo ella.
¡Era tan patético! Me abrumó de tal modo el sentimiento ante aquella hermosa voz que tanto tiempo llevaba sin oír, ante la joven Margaret que se ocultaba en el interior de la bruja… De modo que le grité, con absoluta sinceridad:
—¡Te quiero, Margaret! ¡Te quiero!
Fueron las últimas palabras que me oiría pronunciar, porque yo nunca regresaría.
No respondió. Cerró la ventana y echó la negra persiana opaca.
No la he vuelto a ver.
Una vez reconquistada esa orilla del lago por el 82 Batallón Aerotransportado, a ella y a su madre las metieron en un cajón de acero, en lo alto de un camión de la cárcel, y las depositaron en el manicomio de Batavia. Estarán bien, mientras se tengan la una a la otra. Estarán bien, aunque no se tengan la una a la otra. ¿Cómo saberlo, mientras no haya alguien que lleve a cabo el correspondiente experimento?
No he estado en esa orilla del lago desde aquella mañana, y quizá nunca vuelva a estar, a pesar de lo cerca que me encuentro. De modo que tampoco descubriré jamás lo que haya podido ser de mi viejo cofre, el ataúd en que se contenía el militar que fui, junto con aquel raro ejemplar de El Liguero Negro.
Aquella mañana atravesé el lago para nunca más volver, con intención de llevar un mensaje concreto a los reclusos fugados, y en la esperanza de salvar vidas y bienes. Sabía que los estudiantes estaban de vacaciones. Luego sólo quedaban nonadies de la sociedad, categoría en la que sin duda también cabía incluir al claustro de profesores, miembros todos de la Clase Servil.
Para mí, esa mezcla social de baja estofa era una especie de mal augurio. En Vietnam, y luego en los espectaculares números que montamos en Trípoli y Panamá, siempre se consideró perfectamente normal que nuestra Aviación enviara al Reino de los Cielos comunidades enteras de nonadies, sin pararse a considerar de qué lado estaban.
Me pareció que si el Gobierno tomaba la decisión de bombardear Scipio, también sería adecuado bombardear la cárcel.
Con lo cual se mataban dos pájaros de un tiro, y se terminaban las discusiones.
¿Algún otro problema?
Tres de cada 4 de ellos eran incapaces de volver a ponerle el tapón a una botella de whisky sin guiñar un ojo para apuntar.
Tal como había previsto, los conquistadores de Scipio me dieron tratamiento de vejete sabio e inofensivo. Los delincuentes me llamaban «El Predicador» o «El Profesor», lo mismo que en la otra orilla del lago.
Vi que muchos de ellos llevaban una cinta atada al brazo, a modo de uniforme. De modo que al cruzarme con uno que no llevaba brazalete le pregunté de broma:
—¿Por qué no vas de uniforme, Soldado?
—Predicador —dijo él, refiriéndose a su piel—, yo ya nací con el uniforme puesto.
Alton Darwin se había instalado en el despacho de Tex Johnson, en el Edificio Somoza, en su calidad de Presidente de una nueva nación. Estaba bebido. No pretendo afirmar que ninguno de los fugados fuera un ser racional, capaz de redimirse. Lo mismo les daba estar vivos que muertos. Alton Darwin se alegró de verme. Pero es que se alegraba de todo.
Tuve que advertirle, sin embargo, que en cualquier momento iban a empezar a arrojarles bombas encima, a no ser que abandonara la ciudad en compañía de todos los suyos. Le dije que su mejor posibilidad de sobrevivir estribaba en volver a la cárcel y llenarla de banderas blancas por todos lados. Si procedían de inmediato, les cabría la posibilidad de alegar que no habían tenido nada que ver con las muertes ocurridas en el pueblo. Los fugados, dicho sea de paso, mataron en total 5 personas menos de las que yo maté en la Guerra de Vietnam, sin esforzarme mucho.
De modo que la Batalla de Scipio no fue más que una «tempestad en un vaso de agua» —expresión proverbial, según la Biblia del Ateo.
Le dije a Alton Darwin que si él y su gente no querían ser bombardeados ni regresar a la cárcel, lo que tenían que hacer era reunir toda la comida posible y dispersarse hacia el norte o hacia el oeste. Le dije una cosa que ya sabía: que las zonas del sur y del este del Bosque Nacional eran tan oscuras y tan yermas, que nadie podía adentrarse en ellas sin correr el riesgo de morir de hambre o de perder la razón antes de hallar el modo de salir. Le dije otra cosa que ya sabía: que pronto habría un montón de blancos cubriendo todo el oeste y el norte, disfrutando como nunca en sus vidas con lo de cazar reclusos fugados en vez de ciervos.
El segundo punto de mi argumentación era, de hecho, algo que yo había aprendido de los reclusos. Éstos se hallaban en el convencimiento de que los Blancos que reivindicaban su derecho Constitucional a tener armamento militar en sus casas estaban deseando que llegase el día de poder disparar contra todo norteamericano que no poseyese las mismas cosas que ellos, o que no se pareciera a sus amigos y familiares, en una especie de galería de tiro al aire libre que nosotros, en Vietnam, llamábamos «Zona de Fuego a Discreción». Ahí se podía disparar contra todo lo que se moviese, en aras de un mundo mejor, que siempre estaba en algún otro sitio, muy lejos, como el Paraíso.
Alton Darwin me escuchó. Y luego me dijo que yo tenía razón, a su entender, que lo más probable era que bombardeasen la cárcel. Pero él garantizaba que Scipio no sería bombardeado, y que tampoco lo atacarían por tierra, y que el Gobierno tendría que mantenerse a distancia y cumplir las exigencias que pensaba plantearle.
—¿Qué te hace pensar eso? —le pregunté.
—Hemos capturado a un famoso de la tele —dijo él—. No querrán que le pase nada malo. Habrá demasiada gente mirando.
—¿Qué famoso? —dije yo.
Y él dijo:
—Jason Wilder.
Fue entonces cuando me enteré de que habían hecho rehenes, y no sólo a Jason Wilder, sino a todos y cada uno de los Miembros del Consejo de Administración de Tarkington. Ahora caigo en la cuenta, también, de que Alton Darwin nunca habría sabido que tenía en sus manos a un famoso de la tele si en la prisión de la otra orilla del lago no hubieran puesto una y otra vez las viejas cintas con el programa de entrevistas. Fuera de la cárcel, los pobres de cualquier color nunca se habrían detenido mucho en el programa de Jason Wilder, cuyo mensaje básico consistía en que eran los pobres quienes estaban convirtiendo en un infierno la vida de todos los demás ciudadanos.