34.

Fui razonablemente dichoso enseñando en la prisión. Hice que subiera en un 20 por 100 el número de presos que sabían leer y escribir, y cada nuevo alfabetizado enseñaba a otro. No siempre me gustó lo que a continuación escogían para leer.

Uno me dijo que sabiendo leer y escribir lo pasaba mejor al masturbarse.


No racaneé. Me gusta enseñar.

Desafié a algunos de los presos más inteligentes a que me demostraran que el Mundo era redondo, a que me explicaran la diferencia entre ruido y música, a que me explicaran cómo se heredan los rasgos físicos, a que me explicaran cómo calcular la altura de una torre de vigía sin necesidad de subir hasta lo alto, a que me explicaran qué había de ridículo en la leyenda griega del muchacho que todos los días da una vuelta en torno al establo con un novillo en brazos, y que pronto se convierte en un hombre capaz de dar una vuelta al establo con un toro en brazos, y etcétera etcétera.

Les enseñé el cuadro que un predicador fundamentalista de Scipio presentó una tarde a los alumnos de Tarkington, en el Pabellón. Les pedí que lo examinaran como ejemplo del modo en que pueden distorsionarse los hechos para que encajen en una tesis previa.

En la parte de arriba del cuadro iban los nombres de los líderes de los países beligerantes de la Segunda Guerra Mundial. Luego, debajo de cada nombre se incluía su fecha de nacimiento, los años de vida y los años que permaneció en el cargo, y por fin el total de dichos números, que en todos los casos ascendía a 3888.


CHURCHILL HITLER ROOSEVELT IL DUCE STALIN TOJO
NACIDO 1874 1889 1882 1883 1879 1884
AÑOS VIDA 70 55 62 61 65 60
OCUPA CARGO 1940 1933 1933 1922 1924 1941
AÑOS EN CARGO 4 11 11 22 20 34

Y, como digo, cada columna suma 3888.

El inventor del cuadro, quienquiera que fuese, también señaló que 3888 dividido por 2 era igual a 1944, el año en que terminó la guerra, y que la inicial del nombre de cada líder componía el nombre del Supremo Señor del Universo: C-H-R-I-S-T, en inglés.


Los más tontos, igual que antes habían hecho los más tontos de Tarkington, me utilizaban como Libro Guinness de los Récords, sólo que ambulante, preguntándome quién era la persona más vieja del mundo, quién la más rica, la mujer que más hijos había parido, etcétera etcétera. Creo que en la época de la fuga tumultuaria un 98 por 100 de los reclusos de Athena sabía que la mayor edad alcanzada por un ser humano de fecha de nacimiento bien documentada era de 121 años, y que este incomparable sobreviviente, al igual que el Alcaide y que los guardias, era japonés. De hecho, se quedó a 128 días de cumplir los 121 años. En Athena, este récord se prestaba naturalmente a toda clase de chistes, porque buena parte de los reclusos cumplían cadena perpetua, y no una sola, sino incluso 2 ó 3, amontonadas o una detrás de la otra.

También sabían que el hombre más rico del mundo era japonés, y que aproximadamente medio siglo antes de que fueran fundados el colegio y la cárcel, cada uno en su orilla del lago, una mujer rusa daba a luz al último de sus 69 hijos.


La mujer rusa que parió más niños que nadie tuvo 16 veces gemelos, 7 veces trillizos y 4 veces cuatrillizos. Todos sobrevivieron, que ya es más de lo que se puede decir de la Expedición Donner.


Hiroshi Matsumoto era el único con formación universitaria de todo el personal de la cárcel. No alternaba con los demás, y a solas hacía sus comidas particulares, y a solas paseaba, y a solas pescaba, y a solas navegaba. Tampoco frecuentaba los clubes japoneses de Rochester y Buffalo, ni las suntuosas instalaciones para ocio y esparcimiento que mantenía en Manhattan el Ejército Japonés de Ocupación en Traje de Calle. Había hecho ganar tanto dinero a su compañía, primero en Louisville y luego en Athena, y era tan brillante su captación de la psicología industrial norteamericana, que —estoy convencido— no le habría costado ningún trabajo conseguir un puesto de primera fila en la sede central. Es muy probable que conociera a los negros norteamericanos mejor que nadie en Japón —gracias a Athena— y las empresas que su compañía iba adquiriendo en Estados Unidos cada vez dependían más de la mano de obra negra o, por lo menos, de la buena voluntad de las comunidades negras. De nuevo gracias a Athena, era seguramente el japonés que mejor conocía la industria más importante, con mucho, de este país, a saber: la procura y distribución de derivados químicos que, una vez introducidos en la corriente sanguínea por uno u otro procedimiento otorgaban a quienes pudieran pagárselos una sensación de logro y plenitud completamente inmerecida.

Sólo 1 de estos derivados químicos era legal, por supuesto, y en él se basaba la fortuna de la familia que regaló a Tarkington los uniformes de la banda de música, y la torre de agua de lo alto del Monte del Mosquete, y la dotación para la cátedra de Derecho Mercantil, y cualquiera sabe cuántas cosas más.

Dicho acondicionador mental era el alcohol.


A lo largo de los 8 años que vivimos puerta con puerta con él, en el pueblo fantasma de junto al lago, jamás dio la más pequeña indicación de que le apeteciese regresar a su tierra. La vez que más se aproximó fue cuando me dijo una noche, en la cabecera del lago, que las ruinas de las esclusas, con sus enormes postes de madera y bloques de piedras diseminados por aquí y por allá, habrían podido ser obra de algún jardinero japonés de gran talento.

Dentro del Ejército Japonés de Ocupación, nuestro Alcaide era un oficial de alto rango, el equivalente de Teniente General o, quizá, incluso, de Capitán General. Pero me recordaba a los Sargentos Mayores que conocí en Vietnam. Ellos eran los que peor hablaban del Ejército y de la guerra y de los Vietnamitas. Pero estuve un par de años ausente y, al regresar, ahí me los encontré, dándole a la lengua. Era evidente que de Vietnam sólo saldrían muertos, o expulsados por los Vietnamitas.

Cuánto odiaban su tierra. Les daba más miedo su tierra que la tierra del enemigo.


Hiroshi Matsumoto decía que este valle era un «agujero infernal» y también el «ano del universo». Pero de aquí no se movió hasta que no lo echaron.

Me pregunto si el Valle del Mohiga no se habría convertido en su único hogar, tras la bomba de Hiroshima. Ahora está retirado y vive en su ciudad natal reconstruida, tras haber perdido los dos pies durante la fuga carcelaria, por efecto de la congelación. Puede que ahora esté pensado lo mismo que yo pienso con tanta frecuencia:

—¿Qué sitio es éste, y quiénes son ésos, y qué estoy haciendo aquí?


Lo vi por última vez la noche de la fuga. Nos despertó el alboroto, cuando los jamaicanos tomaban por asalto la prisión. Ambos salimos a la calle corriendo, descalzos y en ropa de dormir, y nos quedamos a la puerta de nuestras casas, a pesar de que la temperatura debía de andar por los 10 grados bajo cero.

La calle mayor del pueblo fantasma se llamaba Clinton, igual que la calle mayor de Scipio. Es difícil de concebir: dos comunidades tan próximas en lo geográfico, pero tan distantes en lo social y económico, que, teniendo tantos nombres donde elegir, ambas acuden al de Clinton para bautizar la calle mayor.


El Alcaide trató de ponerse en contacto con la prisión utilizando su teléfono sin cable. No hubo respuesta. Los 3 miembros de su servicio de casa nos miraban desde las ventanas del piso de arriba. Eran reclusos de más de 70 años, que cumplían cadena perpetua sin esperanza de libertad condicional y que llevaban un montón de tiempo sin figurar en la memoria del mundo exterior, y que estaban encocados hasta las cejas con Thorazina.

Mi suegra hizo aparición en el porche, gritándome:

—¡Dile lo del pez aquel que cogí! ¡Dile lo del pez aquel que cogí!

El Alcaide me dijo que tenía que haber reventado una de las calderas de la calefacción, o tal vez el crematorio de la cárcel. A mí me sonaba a fuego militar, cuyos ruidos él no conocía. Ni siquiera había oído estallar la bomba atómica. Sólo sintió la vaharada de calor, más tarde.

Y a continuación se apagaron todas las luces de nuestra orilla del lago. Y a continuación nos llegaron los compases de «Barras y Estrellas», procedentes de la oscura penitenciaría.


Ni con ayuda de una abultada dosis de LSD habríamos podido el Alcaide y yo imaginar lo que estaba sucediendo ahí arriba. Luego nos echaron en cara que no hubiésemos dado aviso a Scipio. En cuanto a eso, también habría cabido esperar que en Scipio, al oír la explosión y «Barras y Estrellas» y todo lo demás, en la otra orilla del lago, hubieran tomado sus precauciones. Pero no.

Algún sobreviviente me dijo luego que lo que hicieron fue taparse la cabeza con las mantas y seguir durmiendo, y nada más. ¿Habrá cosa más humana?


Lo que estaba sucediendo ahí arriba era, como ya dije, que un grupo de jamaicanos, con uniforme de la Guardia Nacional y banderas de los Estados Unidos, atacaban la prisión con éxito sorprendente. Habían montado un altavoz en lo alto de uno de los coches blindados para transporte de reclusos, y hacían sonar el Himno Nacional. A saber cuántos ciudadanos norteamericanos habría entre ellos, pero seguro que no muchos.

Pero ¿cabe esperar que un campesino japonés, que va a largarse en cuanto concluya su servicio de 6 meses en este continente perdido, sea lo suficientemente loco como para abrir fuego contra un destacamento de nativos en traje de campaña, llevando banderas del país y haciendo sonar aquella pachanga infernal?

No, desde luego. No aquella noche.


Si los japoneses hubieran disparado, habrían dado sus vidas igual que los defensores de El Álamo. Y ¿por qué?


¿Por la Sony?


¡Hiroshi Matsumoto se echa algo sobre los hombros! ¡Va hacia lo alto de la colina, al volante de su Isuzu 4x4!

¡Le disparan los jamaicanos!

¡Se tira en marcha del Isuzu! ¡Se mete en el Bosque Nacional!

Se pierde en las densas sombras. Va en sandalias y sin calcetines.

Tarda 2 días en encontrar el camino para salir del bosque, que de día está casi tan oscuro como de noche.

Sí, señor. Y la gangrena dándose una panzada tremenda, en sus pies helados.


Yo me quedé junto al lago.

Mandé a Mildred y Margaret que se volvieran a meter en la cama.

Oí unos disparos, probablemente los dirigidos contra el Isuzu. Aquélla fue la salva de despedida. Luego se hizo el silencio.

La imaginación me pintó el cuadro siguiente:

Acababa de frustrarse un intento de fuga, con probable pérdida de vidas humanas. La explosión del principio había sido una bomba preparada por los reclusos con recortes de metal o con naipes o con vaya usted a saber qué.

Sabían hacer bombas y extraer alcohol de lo que fuera, por lo general en una taza de inodoro.


Me equivoqué pensando que el silencio era buena señal.

Me daba miedo que continuasen los tiros, porque ello habría podido significar que los jóvenes campesinos japoneses le estaban tomando gusto a matar con arma de fuego, lo que puede resultar, para los no iniciados, cosa de poca dificultad y mucho esparcimiento.

Me imaginaba a los presos, dentro o fuera de sus celdas, convertidos en patitos de tiro al blanco.


Supuse, una vez hecho el silencio, que ya habían restablecido el orden y que algún japonés de los que hablaba el idioma nativo estaría llamando a la policía de Scipio y a la Estatal y al Sheriff del Condado, contándoles lo del intento abortado y probablemente pidiendo médicos y ambulancias.

Cuando lo cierto era que los japoneses habían caído en el garlito con tanta facilidad, que ni siquiera les había dado tiempo a ponerse en contacto con nadie antes de que les cortaran el teléfono y les destrozaran la instalación de radio.


Había luna llena aquella noche, pero sus rayos no llegaban al suelo en el Bosque Nacional.


No hubo heridos entre los japoneses. Los jamaicanos empezaron por desarmarlos y luego los mandaron carretera arriba, a la luz de la luna, hacia la cabecera del lago. Les ordenaron que no parasen de correr hasta llegar a Tokio.

Muchos de ellos no habían visto Tokio en su vida.

Y no llegaron a la cabecera del lago gritando «criminales, asesinos», y haciendo señas a los coches que por allí circulaban. Lo que hicieron fue esconderse. Con los Estados Unidos en contra, ¿quién iba a ponerse a su favor?


Yo no tenía pistola.

Si acaso se habían fugado unos cuantos reclusos, y todavía andaban sueltos, y suponiendo que se presentaran en nuestro pueblo fantasma, seguro que me conocían, teniéndome en buena estima. Les daría lo que quisieran, comida, dinero, vendas, ropa, el Mercedes.

Les diese lo que les diese, pensé, iban con el código de color puesto, y nunca escaparían de este valle, de este callejón sin salida más blanco que una flor de lis.

No había más que Blancos en todo el camino, hasta los carteles indicadores de Rochester.


Fui a donde tenía la barca, que había colocado en posición invertida para la invernada. Me senté a horcajadas en la lustrosa y resplandeciente proa, mirando hacia el antiguo muelle de carga de Scipio.

Aún había luces encendidas en Scipio, lo cual ofrecía un buen acicate para mi tranquilidad.

No se veía ninguna agitación, a pesar de los ruidos procedentes de la cárcel. Fueron apagándose luces. Nada. Sólo un coche se movía. Iba bajando despacio por la calle Clinton. Se detuvo en el aparcamiento de detrás del Black Cat Café y apagó los faros.

La lucecita roja del depósito de agua de lo alto del Monte del Mosquete seguía pestañeando sin parar. Llegó a convertirse en una especie de mantra, sumiéndome cada vez con más profundidad en meditaciones sin contenido, como si fuese buceando por un caldo de líquido templado.


Pestañeaba la lucecita, pestañeaba, sin parar.

¿Durante cuánto tiempo me mantuvo embelesado, a pesar de lo lejos que estaba? ¿Tres minutos? ¿Diez? Difícil decirlo.

Me devolvió la plena lucidez una extraña transformación en el aspecto del lago helado, mirando al norte, desde donde yo estaba. Parecía haber cobrado vida, en cierto modo, pero sin ruido alguno.

Y entonces comprendí que estaba viendo l00tos de hombres embarcados en un proyecto que yo también había planeado y dirigido muchas veces en Vietnam, a saber: un ataque por sorpresa.

Fui yo quien rompió el silencio. Un nombre me brotó de los labios sin darme tiempo para impedirlo.

¿Qué nombre?

—¡Muriel!