La cosa funcionó. Cuando instalé a Margaret y Mildred en la nueva casa del pueblo fantasma y luego bajé las persianas, para ellas fue como si nunca hubiéramos salido de Scipio. En mitad del césped recién sembrado me esperaba un regalo sorpresa, a saber: una barca de remos. El Alcaide se la había encontrado entre las hierbas de detrás de la Estafeta de Correos de la vieja Athena, donde llevaba, con toda probabilidad, desde antes de que yo naciera, y había ordenado que uno de sus guardias la recubriese de fibra de vidrio, haciéndola otra vez impermeable, después de tantísimos años.
Se parecía mucho al umiak esquimal forrado de piel que había en la rotonda, frente a la puerta del Decanato de Mujeres, con todo el costillar señalándosele a través de la fibra de vidrio.
Me consta a dónde fueron a parar muchas de las cosas del colegio después de la fuga carcelaria, por ejemplo el GRIOT™ y toda la pesca, pero no tengo ni idea de qué pudo suceder con el umiak.
Si no lo hubieran tenido expuesto en la rotonda, cientos de alumnos de Tarkington, sus padres y yo, habríamos pasado por la vida sin haber visto nunca un auténtico umiak esquimal.
Hice el amor a Muriel Peck en esa barca. Yo me tendí en el fondo y ella se sentó encima, sosteniendo la caña de pescar de mi suegra, haciendo como que era una dama intachable y estaba sola.
Fue idea mía. ¡Qué mujer tan maja!
Ignoro qué fue del hombre que pretendía llamarse John Donner y quería enseñar artes y oficios en Athena, 8 años antes de la fuga carcelaria. Sé que el Alguacil le dio muy poca cancha durante la entrevista, porque lo último que la cárcel necesitaba entre sus muros era un montón de escoplos y destornilladores y cortahierros y sierras y martillos de punta y etcétera etcétera.
Tuve que esperar a Donner en la antesala del Alcaide. Él era mi billete de vuelta a la civilización, a mi casa, a mi familia, a mi ejemplar de El Liguero Negro. No miré Howdy Doody en la pequeña pantalla. Estaba interesado en otra persona que también aguardaba a que la recibiese el Alcaide. Con su código de color bastaba para saber que era un recluso, pero es que también llevaba esposas y grilletes. Estaba ahí tan tranquilo, en el corredor, ocupando un banco frente al mío, con un guarda enmascarado y con guantes de goma a cada lado.
Leía un libro con pinta de barato. Viendo que sabía leer, pensé que podía tratarse de una de las personas a quienes yo tenía la obligación laboral de entretener por la vía del conocimiento. Estaba en lo cierto. Se llamaba Abdullah Akbahr. A impulso mío, llegaría a escribir varios relatos de interés. Uno, lo recuerdo bien, era la supuesta biografía de un ciervo parlante que vivía en el Bosque Nacional y que lo pasaba espantosamente para encontrar comida en invierno y que se quedaba atrapado en los alambres de espino durante los meses de verano, tratando de alcanzar el delicioso alimento que le ofrecían los campos de cultivo. Mientras agoniza, se pregunta para qué nació. La frase final del relato es la última cosa que el ciervo dice en la Tierra. Es, a saber:
—¿De qué demontres iba todo esto?
Los 3 delitos violentos por los que Abdullah había dado con sus huesos en Athena eran muertos en las guerras de la droga. A él también lo abatirían a tiros, de perdigones y postas, después de la fuga carcelaria, llevando bandera blanca. Fueron Whitey VanArsdale, el mecánico, y Lyle Hooper, el Jefe de Bomberos, quienes le dispararon.
—Perdone —le dije—, ¿puedo preguntarle qué está leyendo?
Me enseñó la cubierta del libro, para que lo viese por mí mismo. El título era Los protocolos de los Sabios de Sión.
Tos.
Dicho sea de paso: Abdullah había sido llamado al despacho del Alcaide porque era una de las varias personas, incluidos guardias y presos, que aseguraban haber visto un castillo volando por el cielo de la prisión. El Alcaide quería averiguar si habían metido de matute alguna nueva droga alucinógena, o si era por fin que todo el mundo estaba volviéndose loco, o qué caramba podía estar ocurriendo.
Los protocolos de los Sabios de Sión es una obra antisemita publicada por primera vez en Rusia hará cosa de 100 años. Pretende recoger las actas de una reunión secreta de Judíos de muchos países que tenían planeado cooperar en el plano internacional, provocando guerras y revoluciones y crisis financieras y etcétera etcétera, para acabar quedándose con todo. El autor del relato de El Liguero Negro no sólo le había parodiado el título, sino también la paranoia.
Henry Ford, gran inventor e industrial norteamericano, creyó en la autenticidad del documento. Lo hizo publicar en este país allá por los tiempos de la adolescencia de mi padre. Y, ahora, ahí teníamos un recluso negro, con grilletes, y provisto del don de saber leer y escribir, tomándoselo en serio. Luego resultó que había 100 ejemplares circulando por la cárcel, impresos en Libia y patrocinados por la banda que dominaba Athena, a saber: los Hermanos Negros del Islam.
Aquel verano pondría en marcha un programa de alfabetización carcelaria, sirviéndome de personas como Abdullah Akbahr para hacer prosélitos de las Letras, yendo de celda en celda y ofreciendo lecciones. Gracias a mí, 1000 ex analfabetos estaban en condiciones de leer Los protocolos de los Sabios de Sión cuando se produjo la fuga tumultuaria.
Denuncié el libro, pero no pude impedir que siguiera circulando. ¿Quién era yo para enfrentarme con los Hermanos Negros, que aplicaban con regularidad algo que el propio Estado se abstenía de aplicar, a saber: la pena de muerte?
Abdullah Akbahr hizo que chirriaran sus resonantes cadenas.
—¿Es éste el modo de tratar a un veterano? —dijo.
Había sido Infante de Marina en Vietnam, de modo que nunca tuvo que escuchar ninguna de mis arengas propagandísticas, estrictamente limitadas al Ejército de Tierra. Le pregunté si había oído hablar de un oficial del Ejército a quien llamaban «El Predicador», y que era yo, claro está. Sentía curiosidad por saber hasta dónde alcanzaba mi fama.
—No —dijo. Pero, como ya he dicho, había allí otros veteranos que sí que habían oído hablar de mí y que sabían, entre otras cosas, que en cierta ocasión arrojé una granada en la boca de un túnel, matando a una madre, una hija y una nieta allí refugiadas de los helicópteros que acababan de arrasar su poblado, un momento antes de que llegásemos nosotros.
Inolvidable.
¿Quién fue en aquella ocasión la Clase Dominante? Servidor, Eugene Debs Hartke, fue la Clase Dominante.
¡Abajo la clase dominante!
John Donner no hizo más que lamentarse durante el viaje de regreso. Yo había conseguido trabajo, y él no. Le habían robado la bici de su hijo, en el aparcamiento.
Hay un plato mexicano que se llama «frijoles refritos». Gracias a mí, aunque Donner nunca llegara a saberlo, ahora podía hablarse de una «bicicleta rerrobada». Una semana más tarde, Donner y el chico se desmaterializaron del valle tan misteriosamente como se habían materializado, sin dejar la dirección.
Alguien o algo tenía que irles pisando los talones.
Lo sentí por el chico. Pero ahora, si vive, ya será una persona mayor, lo mismo que yo.
Alguien iba pisándome los talones a mí también, pero con muchísima lentitud. Me refiero a mi hijo ilegítimo, allá en Dubuque de Iowa. Sólo tenía 15 años. Todavía, para localizar el nombre y el paradero de su padre, le quedaba por delante la misma labor detectivesca que yo tuve que llevar a cabo para descubrir al asesino de Letitia Smiley, que fue Reina de las Azucenas del Colegio Tarkington en 1922.
Conocí a su madre estando solo en un bar de Manila, poco después de que en Vietnam empezara a salir excremento por el acondicionador de aire. No tenía ganas de hablar con nadie, hombre o mujer. Estaba harto del género humano. Lo único que quería era que me dejasen rigurosamente a solas con mis pensamientos.
Añádase lo anterior a mi creciente colección de Ultimas Palabras Famosas.
Aquella mujer razonablemente guapa, aunque algo ajada, se sentó en el taburete contiguo.
—Perdone que interfiera en sus pensamientos —me dijo—, pero me han indicado que es usted el hombre a quien llaman «El Predicador».
Señaló a un Sargento que ocupaba una cabina con 2 prostitutas en modo alguno mayores de 15 años de edad.
—No lo conozco —dije.
—Tampoco él ha dicho que lo conociera a usted más que de oídas —dijo ella—. Igual que otros muchos militares con quienes he hablado.
—Alguien tenía que hablar —dije yo—, o no habría habido modo de llevar adelante la guerra.
—¿Es por eso por lo que le llaman «El Predicador»? —dijo ella.
—¿Quién sabe —dije yo—, en un mundo como éste, tan lleno de mentecatez?
Me venían llamando así ya desde el mismísimo West Point, por mi costumbre de no blasfemar jamás. Durante los 2 primeros años de mi estancia en Vietnam, cuando sólo daba charlas a los soldados que estaban a mis órdenes, me llamaban «El Predicador» porque sonaba a siniestro, como si hubiera sido un ángel puritano y letal. Y lo era, vaya si lo era.
—¿Prefiere usted que me vaya? —dijo ella.
—No —dije—, porque veo muy buenas posibilidades de que acabemos en la cama esta noche. Tienes pinta de ser inteligente. De modo que estarás tan melancólica como yo, con la magnífica victoria al revés que acaba de obtener nuestro país. Me preocupas. Me gustaría levantarte el ánimo.
Qué demontres.
Salió bien.
Mientras funcione, no intentes mejorarlo.