31.

Puede que John Donner fuera un embustero patológico. Quizá se inventara lo de haber estado en Donahue. Había en él algo muy equívoco. También es posible que estuviera acogido al Programa Federal de Protección de Testigos, viviendo con nombre falso y con una biografía pergeñada por GRIOT™. Estadísticamente hablando, cada cierto número de biografías GRIOT™ tendría que hacer que el sujeto ficticio pasara por Donahue.

Afirmaba que aquel chico con el que vivía era su hijo. Pero bien podía haber raptado al chaval de cuya bicicleta me apoderé yo. No llevaban en el pueblo más que 18 meses, y nunca alternaban con nadie.


Estoy convencido de que no se llamaba Donner. He conocido varios Donner. Uno de ellos iba un curso detrás de mí en la Academia. Dos, no emparentados entre sí, pasaron por Tarkington. Otro era Sargento Primero en Vietnam, y un niño lo dejó sin un brazo con una granada de fabricación casera. Todos y cada uno de aquellos Donner conocían la historia de la tristemente célebre Expedición Donner, cuyos carromatos fueron sorprendidos por una ventisca allá por 1846, cuando trataban de alcanzar California cruzando Sierra Nevada. Es muy probable que aquellos carromatos estuvieran fabricados aquí en Scipio.

Acabo de comprobar los datos en la Encyclopaedia Britannica, que se publica en Chicago y es propiedad de un misterioso traficante de armas egipcio radicado en Suiza. ¡Gobierna, Britania, gobierna los mares…!

Los que salieron de la ventisca se salvaron pasándose al canibalismo. El recuento final fue de 47 sobrevivientes sobre un total de 87 personas que emprendieron viaje, y varias mujeres y niños sirvieron de alimento.

No sería mal tema para un Donahue: seres humanos que se hayan comido a otros seres humanos.

Los seres humanos que pueden comer seres humanos son quienes más suerte tienen en este mundo.

Pero el hombre que decía llamarse Donner no supo de qué le estaba hablando cuando le pregunté si tenía algún parentesco con el hombre que dirigía la Expedición Donner.


Fuera quien fuese, lo cierto es que ambos terminamos codo con codo en un duro banco de la sala de espera adyacente al despacho del Alcaide de Athena, Hiroshi Matsumoto.

Mientras allí estábamos, dicho sea de paso, algún proveedor de la cárcel se llevó la bici que habíamos dejado en la caja de la camioneta de Donner.

¡Un mero detalle!


Donner dijo a lo menos una verdad. El Alcaide de Athena tenía previsto entrevistar aspirantes a ejercer la docencia en prisión. Pero no había nadie más que nosotros. Donner dijo que se había enterado de la oferta de trabajo por la emisora de Radio Nacional de Rochester. No es ésa la emisora que suelen escuchar quienes andan en busca de trabajo. Se pasa de fina.


Fue, por cierto, y que yo sepa, la única emisora de toda la zona que no calificó de ridículo, sino de trágico, lo ocurrido a Pamela Ford Hall en su exposición individual de Buffalo.


Teníamos delante un televisor japonés. Había televisores japoneses por toda la cárcel. Eran como ojos de buey en un transatlántico. Los pasajeros permanecían en estado de animación suspendida hasta que la enorme nave llegaba adonde quiera que se dirigiese. No obstante, cada vez que les venía en gana podían mirar por el ojo de buey, para ver la realidad exterior.

La vida también era un transatlántico para mucha gente de fuera de la cárcel, claro está. Gente con televisores como ojos de buey, para quedarse mano sobre mano, mirando, a ver qué hacía el Mundo sin ninguna ayuda de su parte.

¡Mira cómo va!


En Athena, no obstante, por la tele no daban más que programas antiguos, cuyas cintas se guardaban en una vasta biblioteca, 2 puertas más allá del despacho del Alcaide Matsumoto.

La emisión de las cintas no seguía ningún orden concreto. Un guarda que a lo mejor ni siquiera hablaba inglés se ocupaba de mantener cargado el aparato central de vídeo con lo primero que le viniera a mano, como si las cintas hubieran sido broquetas de carbón y el aparato de vídeo algún hibachi de allí, de Hokkaido.

Pero todo el sistema era un invento norteamericano del que se habían apropiado los japoneses, igual que el vídeo y que la televisión. En los tiempos de la mezcla de razas en las cárceles, el hijo adoptivo de un miembro del Consejo de Dirección del Museo de la Radiofonía fue enviado a Athena por haber estrangulado a una novia en la trasera del Museo Metropolitano de Arte. De modo que el padre hizo copiar miles de cintas de las que había en el Museo y las mandó de regalo a la cárcel. Su sueño era, al parecer, que aquellas cintas sirviesen algún día de base para impartir cursos de Radiodifusión en Athena, y que los reclusos pudieran abrazar aquel oficio cuando salieran de la cárcel, si es que salían alguna vez.

Pero los cursos de Radiodifusión nunca llegaron a cuajar. De modo que una vez y otra y otra iban pasando las mismas cintas, porque peor habrían estado los reclusos si no hubieran tenido nada que mirar, mientras cumplían su tiempo.


El hijo adoptivo del donante de las cintas volvió a aparecer en las noticias del día poco después de que distribuyeran por razas la población reclusa. De él y de otros muchos se dijo que a lo mejor los dejaban en libertad condicional, en vez de trasladarlos a otra cárcel.

Pero los padres de la chica a quien había matado en la trasera del Museo estaban bien relacionados socialmente, y exigieron que cumpliese la condena completa, que era, lo recuerdo bien, de 99 años. Era hijo adoptado, como ya dije. Luego se supo que su padre biológico también había matado a alguien.

De modo que ahora puede estar en algún portaaviones o crucero portamisiles de los que hay en el Puerto de Nueva York, convertidos en cárceles flotantes.


Donner y yo, mientras esperábamos que nos recibiera el Alcaide, vimos el asesinato del Presidente John F. Kennedy. ¡Bingo! Le salió volando la parte posterior de la cabeza. Su mujer, con un sombrero en forma de búnker, reptaba por el maletero de la limosina descapotable.

Luego venía un corte a la comisaría de policía de Dallas, cuando el propietario de un striptease local le metía un tiro en la barriga a Lee Harvey Oswald, ex infante de Marina de quien se supone que disparó contra el Presidente con un rifle italiano comprado por correo. Oswald dijo:

—Uau.

Y ahí tenemos otro «uau» de los que se escucharon en el mundo entero.

¿Hay quien se atreva a decir que la historia es aburrida?


Mientras, en el aparcamiento de la cárcel, alguien que había venido a traer comida, o lo que fuese, estaba cogiendo la bici de la camioneta de Donner, metiéndola en la suya y largándose con viento fresco. Fue como el asesinato de la Reina de las Azucenas, allá por 1922, a saber: un crimen perfecto.

Tos.


Ahora incluso se habla de habilitar nuestros submarinos nucleares y convertirlos en cárceles para quienes, como yo, se hallan en espera de juicio. No se sumergirían, claro, y los lanzatorpedos y lanzacohetes y todo el equipo electrónico podrían venderse como chatarra, dejando sitio libre para las celdas.

Me han comentado que aunque toda la flota submarina se acondicionara para cárcel, a los cinco minutos no quedaría ni una celda libre. Cuando este sitio dejó de ser colegio y lo convirtieron en prisión, quedó lleno hasta los topes antes de que nadie pudiera decir «esta boca es mía».


Me llamaron primero a mí. Cuando salí del despacho del Alcaide, no sólo con trabajo, sino con sitio para vivir, estaban dando por la tele un programa que yo veía de pequeño, a saber: Howdy Doody. El anfitrión, Buffalo Bob, estaba a punto de ser rociado con agua de seltz por Clarabell la Payasa.

Era en blanco y negro. Así de antiguos ponían los programas.

Le dije a Donner que ya podía pasar a ver al Alcaide, pero no dio la impresión de reconocerme. Era como tratar de despabilar a un mal bebedor. En Vietnam tuve que hacerlo muchas veces. En un par de ocasiones, el mal bebedor era un General. Pero el peor bebedor de todos fue un miembro del Congreso que vino a hacernos una visita.

Creí que iba a tener que pegarle a Donner para que comprendiera que Howdy Doody no era lo único importante que sucedía en el mundo.


El Alcaide Hiroshi Matsumoto era sobreviviente del bombardeo atómico de Hiroshima, teniendo yo 5 años y él 8. Cuando soltaron la bomba, él estaba en el recreo, jugando al fútbol. Fue a buscar un balón que se había metido en una zanja, detrás de una de las porterías. Se agachó para recogerlo. Hubo un resplandor acompañado de viento. Cuando se incorporó, la ciudad ya no estaba. Se hallaba solo en un desierto, con pequeñas espirales de polvo danzando aquí y allá. Pero tuve que tratarlo durante más de 2 años para que me lo contara.

Sus profesores y sus compañeros de colegio fueron ejecutados sin juicio previo, por un delito de Adoración al Emperador.

Los quemaron vivos, igual que a santa Juana de Arco.


La muerte por crucifixión, como método aplicable a los criminales de peor calaña, quedó prohibida por orden del primer Emperador Cristiano de Roma, a saber: Constantino el Grande.

La hoguera y el agua hirviendo seguían siendo de recibo.


Si hubiera tenido más tiempo para pensarlo, puede que no me hubiera atrevido a presentarme para el trabajo en Athena, al darme cuenta de que tendría que mencionar mi paso por Vietnam, matando o tratando de matar única y exclusivamente Orientales. Y Oriental sería, sin duda alguna, mi entrevistador.

En efecto, y el Alcaide Matsumoto, tan pronto como me oyó decir que había estudiado en West Point, me preguntó en un tono terriblemente grave:

—En tal caso, habrá estado usted en Vietnam.

Me dije, para mis adentros: «Oh, oh. Allá vamos».

Me equivoqué por completo, porque entonces no sabía que los japoneses se consideran tan distintos de los demás Orientales, en lo genético, como de mí o de Donner o de Nancy Reagan o, pongamos por caso, de los pálidos y peludos ainos.

—En el Ejército se está para obedecer órdenes —dije—. Nunca me sentí a gusto con lo que hacía.

Lo cual no era del todo cierto. En más de una ocasión me puse como una fiera con la excitación del combate. Y una vez llegué a matar a un hombre con mis propias manos. Luego ladraba como un perro, y me reía, y vomité.


Para mi sorpresa, mi confesión de haber combatido en Vietnam hizo que el Alcaide Matsumoto me considerara casi como un hermano. Salió de detrás de su mesa, me agarró la mano y me miró a los ojos. Me resultaba raro, como experiencia, sencillamente desde el punto de visto físico, porque el Alcaide llevaba mascarilla y guantes de cirujano.

—¡Ambos sabemos, por consiguiente —dijo—, lo que es verse enviado a tierra extraña a cumplir con una misión de loca vanagloria!