Para comprender el modo en que los guardias de rango inferior de la prisión de Athena miraban a los Blancos —por no decir nada de los Negros—, hay que tener en cuenta que casi todos ellos procedían de la isla más septentrional de Japón, a saber: Hokkaido, cuyos aborígenes, los ainos —considerados de gran fealdad, por lo peludos y lo pálidos— eran Blancos. Genéticamente hablando, son igual de Blancos que Nancy Reagan. Sus antepasados cometieron el error, hace muchísimo tiempo, humillados ante la superioridad de las civilizaciones asiáticas, de escapar hacia el norte en lugar de hacerlo hacia el oeste, para alcanzar Europa y, claro, en última instancia, el Hemisferio Occidental.
Los Blancos de Hokkaido se habían perdido un montón de cosas. Estaban retrasados prácticamente con relación a todo el mundo. Y cuando el hombre que quería enseñar artes y oficios y yo nos presentamos ante la barrera del camino que conducía a la cárcel, pasando por el Bosque Nacional, los dos guardias de servicio estaban recién llegados de Hokkaido. Por el respeto que como Blancos les inspirábamos, habría dado lo mismo que fuésemos un par de arapahos borrachos y con ganas de montar un alboroto.
El hombre que quería enseñar artes y oficios me dijo que se llamaba John Donner. Por el camino, me preguntó si lo había visto en la tele, en el programa de Phil Donahue. Era un espacio de una hora, de lunes a viernes, que consistía en reunir a un grupo de personas —no actores— que hubieran pasado todas por las mismas circunstancias adversas y que hubieran conseguido superarlas, o que estuvieran luchando contra ellas, o lo que fuese. Había tres programas parecidos a Donahue, compitiendo a la misma hora, y Paul Slazinger, el viejo novelista, solía verlos simultáneamente, cambiando para atrás y para adelante.
En cierta ocasión le pregunté que por qué lo hacía. Me dijo que no quería perderse ese momento en que, de pronto, no queda absolutamente nada más que decir.
Le dije a John Donner que, lamentablemente, no podía ver ningún programa de ésos, porque todas las tardes tenía clase de Apreciación Musical, y luego de Artes Marciales. Le pregunté que de qué había tratado Donahue la vez que él participó.
—De personas que fueron adoptadas en la infancia y a quienes todo el rato les estaban pegando palizas.
En la cárcel vi muchos Donahues atrasados, pero no el de Donner. Ese programa, en concreto, habría sido como llevar agua al río, porque en Athena no había prácticamente nadie que no hubiera sido maltratado con saña y regularidad durante toda su infancia.
No vi a Donner en la tele, pero sí que me vi a mí mismo —o a alguien que de lejos se me parecía—, en un par de antiguos noticiarios de Vietnam.
Una vez incluso llegué a gritar, en la cárcel:
—¡Ahí estoy yo! ¡Ahí estoy yo!
Los reclusos se agolparon a mi espalda, mirando el televisor y preguntando:
—¿Dónde? ¿Dónde? ¿Dónde? Demasiado tarde: yo ya no estaba.
¿Dónde había ido?
Aquí me tienen.