28.

Jerry Peck asistió en silla de ruedas y con un tubo de oxígeno en el regazo a la gran inauguración de La Heladería Imperial del Mohiga. Pero su mujer y él tenían un buen asunto entre manos, porque todo el mundo, tanto los de Tarkington como los del pueblo, estaba encantado con la decoración y con la exquisitez de los helados.


Pero el sitio no llevaba abierto ni 6 meses cuando se presentó un individuo fotografiándolo todo. Luego tiró de cinta métrica y empezó a apuntar en un cuaderno. Los Peck, sintiéndose halagados, le preguntaron si era de una revista de arquitectura o algo así. Él dijo que trabajaba par el arquitecto encargado de proyectar el nuevo centro recreativo estudiantil de la colina, el Pabellón Pahlavi. Los Pahlavis querían que tuviese una heladería idéntica a la de ellos, hasta el último detalle.


De modo que a fin de cuentas tal vez no fuese el quitapintura lo que mató a Jerry Peck.


El Pabellón también supuso la ruina de la única bolera del valle, que no pudo seguir adelante sólo con la clientela del pueblo. De modo que si a alguien que viviese en esta zona le entraba el capricho de jugar a los bolos y carecía de relación con Tarkington, tenía que irse 30 kilómetros al norte, a la bolera de al lado del Complejo Cinematográfico Meadowdale, situado en la carretera, frente a la Armería de la Guardia Nacional.


Era una hora de poco ajetreo en el Black Cat Café. Puede que hubiera alguna prostituta con su camioneta, en el aparcamiento. Pero en el interior no había nadie.

El propietario, Lyle Hooper, que también hacía las veces de Registrador y de Jefe del Cuerpo de Bomberos Voluntarios, se hallaba al otro lado de la barra, ocupado en sus cuentas. Hasta muy al final de sus días siguió sin reconocer que la disponibilidad de prostitutas en el aparcamiento explicaba en gran medida el éxito de su despacho de alcohol y comidas ligeras, y de la máquina expendedora de condones que había en el servicio de caballeros.

Para los Sabios de Tralfamadore, ni que decir tiene que aquella máquina de condones habría puesto en peligro su programa espacial.


Lyle Hooper tenía que haber oído hablar de mis proezas sexuales, porque había puesto su firma y rúbrica en las certificaciones de mi carpeta. Pero nunca me habló del asunto, ni se lo dijo a nadie, que yo sepa. Era la discreción en persona.

Lyle era seguramente el hombre más querido del valle. Los del pueblo —tanto hombres como mujeres— le tenían tanto cariño, que nunca oí a nadie referirse al Black Cat Café llamándolo burdel. Ni que decir tiene que ahí arriba, en lo alto de la colina, no se le conocía casi por ningún otro nombre.

Los del pueblo protegían la imagen que él, a pesar de las redadas de la Policía Estatal y de las visitas del Departamento de Salud Pública del Condado, tenía de sí mismo, a saber: la de un padre de familia que regentaba un local cuyo éxito dependía exclusivamente de la buena bebida y de la buena comida que sirviese. Tan amable conspiración también cubría al hijo de Lyle, llamado Charlton. Éste, de mayor, llegaría a medir 2 metros y jugaría con la selección estatal de baloncesto de los institutos de enseñanza media de Nueva York, durante el último año de sus estudios en el instituto de Scipio —y lo único que tenía que decir de su padre era que regentaba un restaurante.

Charlton era un jugador de baloncesto tan fenomenal, que llegó a hacer una prueba para los Knickerbockers de Nueva York, cuando éstos todavía eran de capital norteamericano. Prefirió la beca del Instituto Tecnológico de Massachusetts, llegando a convertirse en un científico de primera línea, responsable del funcionamiento del acelerador de partículas subatómicas bautizado con el nombre de «El Supercolisionador» y situado en las afueras de Waxahachis de Texas.


Si no he comprendido mal, los científicos del sitio aquél conseguían que las partículas invisibles les revelasen sus secretos mediante el procedimiento de hacerlas despachurrarse contra una placa fotográfica. Lo cual no se diferenciaba mucho del trato que dábamos en Vietnam a los sospechosos de ser agentes al servicio del enemigo.

¿He dicho ya que llegué a tirar a uno de ellos desde un helicóptero?


Los del pueblo no tenían que proteger la sensibilidad de la mujer de Lyle no mencionando nunca la razón de que el Black Cat Café fuera un negocio tan próspero. Lo había abandonado. En mitad de su vida descubrió que era lesbiana y se fugó a las Bermudas con la profesora de gimnasia femenina del instituto público —y allí siguen, supongo, dando clases de navegación a vela.

Con ocasión de uno de los Bailes Anuales de Confraternización entre el Pueblo y las Aulas, allá en la colina, llegué a echarle un tiento. No tuve que esperar a que ella lo descubriera, para saber que era lesbiana.


Y, no obstante, hace ahora 2 años, muy al final de la vida de Lyle Hooper, cuando los reclusos fugados lo tenían preso en el campanario, sus captores lo llamaban «Chulo». Era «¿Qué tal, Chulo, te gusta la vista?» y «¿Qué te parece a ti que deberíamos hacer contigo, Chulo?» y etcétera etcétera. Hacía frío y humedad, allá arriba. La lluvia y la nieve se colaban por los 1000 y 1 agujeros de bala que había en el techo del campanario. Era obra de los reclusos, cuando localizaron al francotirador allí escondido.

No había electricidad. Tenían cortados todos los servicios eléctricos y telefónicos. Cuando subí a hacerle una visita, Lyle conocía la historia de aquellos agujeros y sabía que el francotirador había sido crucificado en la parte alta de la cuadra. Sabía que los reclusos fugados aún no tenían decidido qué hacer con él. Sabía que para ellos era pura y simplemente culpable de asesinato. Él y Whitey VanArsdale habían disparado por sorpresa, matándolos, contra 3 reclusos que subían por el antiguo camino de sirga en dirección a la cabecera del lago, para negociar con la policía y los políticos y los soldados que tenían la carretera cortada al tráfico. Los negociadores en ciernes llevaban banderas blancas —hechas con fundas de almohada y palos de escoba— cuando Lyle Hooper y Whitey VanArsdale los mataron a tiros.

A Whitey lo mataron allí mismo, casi inmediatamente, pero Lyle fue hecho prisionero.

Y, sin embargo, cuando hablé con él en lo alto del campanario, lo que más le molestaba era que sus carceleros se pasasen el tiempo llamándolo «Chulo».


En este punto del relato, con idea de simplificar la expresión —pero sin que ello implique ninguna toma de postura por mi parte—, voy a empezar a llamar a los convictos por el nombre que ellos mismos se daban, a saber: «Combatientes de la Libertad».


De modo que Lyle Hooper era sin duda alguna responsable de la muerte de 3 Combatientes de la Libertad portadores de bandera blanca. Además, el Combatiente de la Libertad que lo vigilaba en el campanario, el día en que fui a visitarlo, era medio hermano y antiguo socio en la cosa del crack, junto con la abuela de ambos, de uno de los Combatientes de la Libertad que él o Whitey habían matado.

Pero de lo único que hablaba Lyle era del daño que le hacía que lo llamasen chulo. Para muchos, si no para todos los Combatientes de la Libertad, la palabra chulo no tenía nada de particular, en cuanto insulto.


Lyle me dijo que había sido educado por su abuela paterna, quien le hizo prometer que se marcharía del mundo dejándolo mejor de lo que estaba cuando él llegó.

—¿Lo he cumplido, Eugene? —preguntaba.

Yo le decía que sí. Puesto que lo iban a ejecutar, no sería yo quien le dijera que, al menos en mi experiencia, disparar contra alguien por sorpresa hace que el mundo quede mucho peor de lo que estaba.

—Llevé un local agradable y limpio y crié un hijo maravilloso —decía— y apagué un montón de fuegos.


Fueron los Consejeros quienes dijeron a los Combatientes de la Libertad que Lyle regentaba un burdel. De no haber sido por ello, lo habrían tomado por restaurador y Jefe de Bomberos.


El mal humor de Lyle Hooper, allá en lo alto del campanario, me recordó el de mi padre después de que lo echaran de Barrytron, cuando se fue a hacer un crucero por la Red Acuática de Tierra Firme, en la costa este, saliendo de City Island de Nueva York para llegar a Palm Beach de Florida. Era en un yate de motor, propiedad de un antiguo compañero de colegio, llamado Fred Handy. Éste también había estudiado ingeniería química, pero luego la había dejado por los bonos basura. Se enteró de que mi Padre estaba seriamente deprimido y pensó que el crucero le alegraría un poco las pajarillas.

Pero toda la ruta hasta Palm Beach, donde Handy poseía una finca ribereña, bajando por el río East y por la bahía de Barnegat, subiendo por la bahía de Delaware, bajando por la bahía de Chesapeake y por el Canal del Pantano de Dismal, y etcétera etcétera, el yate tuvo que irse abriendo paso por una alfombra flotante de botellas de plástico que se extendía de orilla a orilla, por todo el horizonte. Eran envases de líquido para frenos y de lejía para la colada y etcétera etcétera.

Mi Padre había tenido mucho que ver con la creación de dichas botellas. Sabía, además, que podían seguir flotando durante 1000 años. No era como para sentirse orgulloso.

En cierto modo, esas botellas lo estaban llamando por el mismo nombre que los Combatientes de la Libertad utilizaban para llamar a Lyle Hooper.

Las desesperadas palabras que pronunció Lyle mientras lo sacaban del campanario para ejecutarlo delante del Edificio Somoza habrían sido un buen epitafio para mi padre: