27.

Así fue como encontré trabajo en la prisión de la otra orilla del lago, el día mismo en que me despidieron de Tarkington:

Salí del garaje, una vez enterado de que eran los gérmenes, y no nosotros, los auténticos niños mimados del Universo. Me monté en el Mercedes, con intención de bajar al Black Cat Café y tratar de enterarme de si había en algún lugar de este valle alguien dispuesto a contratar a alguien para hacer prácticamente lo que fuese. Pero las 4 ruedas hicieron flof, flof, flof.

A las 4 les habían cortado el rabito los chicos del pueblo, la noche antes. Salí del coche y me di cuenta de que necesitaba orinar. Pero no quería hacerlo en casa. No me apetecía hablar con las locas de dentro. ¿A que no deja de ser emocionante? ¿Qué germen ha vivido nunca una vida tan llena de desafíos y de oportunidades?

Por lo menos, nadie disparaba contra mí, ni me buscaba la policía.

De modo que me metí entre los matorrales de un solar que había al otro lado de la calle, delante de mi casa y en plano inferior con relación a ésta, que se alzaba en una ladera. Me saqué la pilila y me encontré con que estaba apuntando a una bonita bicicleta italiana de competición, tumbada de lado en el suelo. Qué llena de magia y qué inocente parecía la bicicleta, ahí escondida. Era como toparse con un unicornio.

Tras haber orinado en otra dirección, puse en posición vertical aquel perfecto animal de artificio. Estaba flamante. Tenía el sillín como una banana. ¿Por qué la habrían tirado? Aún hoy sigo sin saberlo. A pesar de nuestros enormes cerebros y de nuestras abarrotadas bibliotecas, nosotros, los hoteles para gérmenes, nunca alcanzamos a comprenderlo todo. Supuse que algún chaval del pueblo, pobre por casa, tropezaría con ella mientras merodeaba por el campus. El chaval dio por supuesto, lo mismo que yo, que la máquina pertenecía a algún ricachón de los que estudiaban en Tarkington, dueño seguramente de un coche caro y de tanta ropa bonita, que nunca llegaría a ponérsela toda. De modo que el chaval se llevó la bici, lo mismo que hice yo, a mi vez. Pero se puso nervioso, no como yo, y la escondió entre los matorrales para evitar que lo arrestasen por hurto mayor.

Como pronto averiguaría, por las malas, la bicicleta pertenecía a un pobre, a un muchacho que trabajaba en las cuadras en el tiempo libre que le dejaban las clases, y que había estado privándose de todo hasta ahorrar lo necesario para comprarse la bicicleta más espléndida jamás vista en el campus de Tarkington.


Siguiendo con mi falso argumento de que la bicicleta pertenecía a un alumno ricachón: también se me antojó posible que el chico poseyera tantísimos juguetes caros, que no se hubiera molestado en cuidar de éste en concreto. A lo mejor no cabía en el maletero del Ferrari Gran Turismo. Es de ver y no creer, la cantidad de tesoros, pendientes de diamantes, relojes Rolex y etcétera etcétera que hay en Objetos Perdidos del colegio sin que nadie los reclame.

¿Es rencor mío contra los ricos? No. No puedo hacer nada mejor ni peor que fijarme en ellos. Estoy de acuerdo con el gran escritor Socialista George Orwell, para quien los ricos son pobres con dinero. Luego sabría que ésta era también la opinión más difundida entre los reclusos de la cárcel de la otra orilla del lago, aunque ninguno de ellos hubiera oído hablar nunca de George Orwell. Muchos de los presos habían sido pobres con dinero antes de que los atraparan, con coches carísimos y joyas y relojes y ropa. Muchos, en sus tiempos de traficantes de droga adolescentes, seguro que poseyeron bicicletas tan deseables como la que yo me encontré entre los matorrales, en Scipio.

Cuando los reclusos se enteraron de que mi coche era nada menos que un Mercedes 4 puertas de 6 cilindros, solían burlarse de mí, o manifestarme su conmiseración. Lo mismo pasaba con muchos alumnos de Tarkington. Era como si hubiese tenido una camioneta destartalada.


De modo que saqué la bici de entre los matorrales y me dirigí con ella a la cuesta de la calle Clinton. No tendría que pedalear ni que volver una esquina para llegar al Black Cat Café. Pero sí tendría que emplear los frenos, de modo que los probé antes de lanzarme. Si los frenos no funcionaban, iría a parar al antiguo muelle de mercancías de los cargueros, y de ahí, cataplás, derechito al Lago Mohiga.

Me subí al sillín abananado, que trató con sorprendente consideración mi muy sensible entrepierna y mi no menos sensible trasero. Bajar una cuesta en semejante bici, y al solecito, no se parecía absolutamente en nada a ser colgado de una cruz.


Aparqué la bicicleta donde todo el mundo podía verla, delante del Black Cat Café, no sin observar que en la acera y junto a la alcantarilla había varios tapones de champán. En Vietnam habrían sido cartuchos vacíos. Era allí donde se había congregado la pandilla de motoristas encabezada por Arthur K. Clarke, en preparación de su incruento ataque a Tarkington. La tropa, con sus mujeres, había empezado por beber champán. También había restos de bocadillos, y pisé sin darme cuenta uno que debía de ser de pepino o de berros. Me lo limpié en el borde de la acera, dejándolo ahí para uso de los gérmenes. Aunque también es cierto que ningún germen que se dedique a comer semejantes finusquiterías para mariposones saldrá nunca del Sistema Solar.

¡Plutonio! Eso es lo que tienen que comer los microbios de pelo en pecho.


Era la primera vez en mi vida que entraba en el Black Cat Café. Ahora era como mi club, porque al despedirme me acababan de reducir a la condición de habitante del pueblo. A lo mejor me tomaba unas cuantas copas y me iba otra vez por la cuesta arriba, a desinflar las ruedas de unas cuantas motos y limosinas de las de Clarke.

Me puse de pechos en la barra y dije:

—Una macarrona, por favor.

Así había oído yo que la gente del pueblo llamaba a la cerveza Budweiser, desde que los italianos compraron la Anheuser-Busch, fabricante de dicha marca. También se llevaron a los Cardinals de Saint Louis, como parte del trato.

—Marchando una macarrona —dijo la chica del bar.

Era la clase de mujer que ahora mismo me pondría en marcha, si no fuera por la tuberculosis. Tenía 30 años largos y había tenido muchísima mala suerte en los últimos tiempos y no sabía adónde acudir. Yo conocía su historia, como todo el mundo en el pueblo. Ella y su marido restauraron una antigua heladería, en la misma calle Clinton, a 2 portales del Black Cat Café. Pero en seguida se le murió el marido, por la gran cantidad de quitapintura que había inhalado. Seguro que los gérmenes de su interior tampoco se quedaron muy a gusto.


¿Quién sabe, no obstante? Puede que los Sabios de Tralfamadore hicieran que el marido restaurase la heladería sólo para obtener una nueva raza de gérmenes capaces de sobrevivir a la travesía de cualquier nube de quitapintura que se les cruzara en el espacio.


Se llamaba Muriel Peck, y su difunto marido, Jerry Peck, era descendiente directo del primer Presidente del Colegio Tarkington. Su padre nació y creció en el valle, pero a Jerry, en cambio, lo educaron en San Diego de California y luego entró a trabajar en una fábrica de helados de aquella localidad. La fábrica de helados fue comprada por el señor Mobutu, presidente de Zaire, y Jerry tuvo que irse. De modo que aquí se presentó con Muriel y con los 2 niños, a descubrir sus raíces.

Como ya sabía de helados, le pareció perfectamente lógico comprar la antigua heladería. Habría sido mucho mejor para todos los implicados que hubiera sabido un poco menos de helados y un poco más de quitapintura.


Muriel y yo acabaríamos siendo amantes, pero eso fue cuando ya llevaba 2 semanas trabajando en la Cárcel de Athena. Al cabo de cierto tiempo, reuní valor para preguntarle si Jerry y ella, siendo ambos antiguos estudiantes de literatura del Colegio Swarthmore, nunca se habían detenido a leer la etiqueta del bote de quitapintura.

—No hasta que fue demasiado tarde —me contestó.


En la cárcel tropecé con un número sorprendentemente alto de reclusos lesionados no por acción de ningún quitapintura, sino por la propia pintura. De pequeños se habían tragado trozos o habían respirado polvo de pintura antigua, de la que fabricaban a base de plomo. El envenenamiento por plomo los había vuelto muy estúpidos. Todos ellos estaban en la cárcel por los delitos más cretinos que imaginarse puedan, y nunca logré que ninguno de ellos aprendiera a leer y escribir.

¿Tenemos ahora, gracias a ellos, una raza de gérmenes comedores de plomo?

Tenemos, eso me consta, gérmenes comedores de petróleo. No sé de dónde habrán salido. A lo mejor son la gonorrea hondureña.