25.

Mi abogado sólo encontró una cosa verdaderamente interesante en mi teoría sobre la Reina de las Azucenas, a saber: lo de unas cintas de pelo anchas y de color escarlata que llevaban todas las participantes en la Carrera de las Descalzas, hasta la última que se celebró, antes de la fuga carcelaria. Los presos fugados encontraron rollos y más rollos de aquella cinta en un armario de la oficina de la Decana de las Mujeres. Alton Darwin mandó que confeccionaran brazaletes con ellos, para que hicieran las veces de uniforme y poder distinguir a primera vista los amigos de los enemigos. Claro que el color de la piel ya contribuía bastante a la identificación.

El significado del brazalete púrpura, según mi abogado, está en que yo nunca me lo puse. Lo cual ha de servir para demostrar lo verdadero de mi actitud neutral.


Los presos no crearon una bandera nueva. Colocaron las Barras y las Estrellas en lo alto del campanario. Alton Darwin afirmó que no estaban en contra de Norteamérica. Dijo:

Nosotros somos Norteamérica.


De modo que me despedí de Pamela Ford Hall aquella tarde en que me echaron de Tarkington. Nunca volvería a verla. El único favor verdadero que le hice en mi vida fue, supongo, decirle que consultara con alguien más antes de permitir que Whitey VanArsdale le vendiese una transmisión nueva. Lo hizo, según me contaron, y resultó que su transmisión estaba perfectamente.

Esta y todas las demás piezas del coche, juntas, la llevaron hasta Cayo Oeste, donde se había instalado el antiguo Escritor Residente, Paul Slazinger, viviendo la mar de bien con su Ayuda al Genio de la Fundación MacArthur. Algo debió de haber entre ellos durante el tiempo que coincidieron en Tarkington, aunque yo no me enterase, ni, desde luego, Pamela me dijera nada al respecto. Lo cierto es que cuando estaba trabajando aquí en Athena recibí la participación de su inminente enlace matrimonial, que me llegaba desde Florida vía Scipio.

Pero no salió bien. Me figuro que su mucho beber y su empeño en hacer carrera dentro del mundo artístico, careciendo de talento, acabarían por asustar al viejo novelista.


Tampoco Slazinger era ninguna joya, desde luego.


Después de la fuga carcelaria, le conté al GRIOT™ de aquí todo lo que sabía de Pamela, y le pedí que adivinara qué había sido de ella tras la ruptura con Paul Slazinger. GRIOT™ la hizo morir de cirrosis hepática. Volví a meter los mismos datos en la máquina, en un segundo intento, y esta vez la puso en un portal de Chicago, helándose de frío.

El pronóstico no era favorable.


Tras dejar a Pamela, cuyo problema básico no era yo, sino el alcohol, emprendí camino por el Monte del Mosquete arriba, con intención de sentarme un rato al pie del depósito de agua, pensándome las cosas. Pero ello dio lugar a que me localizase Zuzu, que venía monte abajo. Me dijo que se había pasado horas al pie del depósito de agua, tratando de forjarse algún sueño que sustituyera el de nuestra fuga a Venecia.

Dijo que a lo mejor se fugaba a Venecia sola, para sacar fotos Polaroid de los turistas subiendo y bajando de las góndolas.

Su pronóstico era mucho mejor que el de Pamela, por lo menos a corto plazo. Ni era adicta a nada, ni estaba sola en el mundo, aunque no tuviera más que a Tex. Ni tampoco había sido expuesta al ridículo público de costa a costa de los Estados Unidos.

Y sabía ver el lado humorístico de las cosas. Me dijo, lo recuerdo bien, que la pérdida del sueño veneciano la había convertido en un cadáver ambulante, pero que precisamente una zombie era la compañera ideal de todo Presidente de Colegio.

En ésas prosiguió durante un rato, pero no se echó a llorar, y en seguida se le pasó la furia. Lo último que me dijo fue que no me echaba a mí la culpa.

—Acepto plenamente la responsabilidad —me dijo, hablándome por encima del hombro, mientras se alejaba— por haberme enamorado de un payaso tan evidente.

Bien dicho.


A fin de cuentas, decidí no llegarme hasta lo alto del Monte del Mosquete. Lo que hice fue irme a casa. Era más sensato pensarme las cosas en mi propio garaje, donde no era probable que viniese a interrumpirme algún otro fantasma del pasado. Pero al llegar me encontré delante de la puerta, llamando al timbre, a un empleado del Servicio Unificado de Paquetería. No lo conocía. Tenía que ser nuevo en la ciudad, pues de otro modo no habría preguntado por qué estaba la casa con todas las persianas bajadas. Cualquiera que llevase algo de tiempo en Scipio, por poco que fuese, sabía por qué estaba la casa con todas las persianas bajadas.

Dentro había un par de locas.

Le dije que había alguien enfermo en la casa, y le pregunté que qué deseaba.

Dijo que me traía un paquete muy grande procedente de Saint Louis de Missouri.


Le dije que no conocía a nadie en Saint Louis de Missouri y no esperaba ningún paquete grande de ningún sitio. Pero me demostró que venía dirigido a mí, sin duda, de modo que le dije:

—Muy bien, vamos a verlo.

Resultó ser mi cofre de Vietnam, que dejé atrás cuando empezó a salir excremento por el acondicionador de aire y me dieron orden de que organizase la evacuación desde la azotea de la embajada.

Su llegada no fue una sorpresa total. Varios meses antes había recibido noticia de su existencia en un enorme almacén que el Ejército tenía, en efecto, en los alrededores de Saint Louis, con toda clase de objetos personales no reclamados por los soldados, cosas abandonadas en el campo de batalla, o lo que fuese. Algún idiota debió de meter mi cofre en uno de los últimos aviones que despegaron de Vietnam, privando así al enemigo de mi navaja de afeitar, mi cepillo de dientes, mis calcetines y mis mudas de ropa interior —y, como luego se verá, también del último regalo de cumpleaños del difunto Jack Patton, el ejemplar de El Liguero Negro. Sólo tuvieron que transcurrir 14 años para que el Ejército me informase de que se hallaba en su poder y me preguntara si lo quería. Dije que sí. Y sólo tuvieron que transcurrir otros dos años y, de pronto, ahí estaba, delante de mi puerta. Hay glaciares más rápidos.

De modo que el empleado del Servicio Unificado de Paquetería me ayudó a llevarlo al garaje. No era muy pesado. Sólo difícil de manejar.

El Mercedes estaba aparcado delante. Yo aún no me había dado cuenta, pero los chavales del pueblo le habían vuelto a cortar los rabitos. Tenía las cuatro ruedas en el suelo.


Tos, tos.


El empleado del SUP no era aún más que un muchacho. Era tan infantil, y tan nuevo en su trabajo, que tuvo que preguntarme lo que había dentro de la caja.

—Si la Guerra de Vietnam aún prosiguiera —le dije—, el contenido de esta caja podría haber sido tu propio cuerpo.

Quería decir que el chico podía haber terminado en un ataúd.

—No lo cojo —dijo él.

—Da igual —le dije. Hice saltar cerrojo y candado de un martillazo. Levanté la tapa de algo que, en efecto, para mí era una especie de ataúd. Contenía los restos del soldado que fui. Encima de todo, con la cubierta hacia arriba, estaba el ejemplar de El Liguero Negro.

—Uau —dijo el chico. Estaba impresionado por la mujer de la cubierta. Se expresaba como un Astronauta en su primer viaje espacial.

—¿No has pensado nunca en hacerte militar? —le pregunté—. Tú valdrías.


Nunca volví a verlo. Cabe la posibilidad de que lo despidieran al poco tiempo y tuviera que irse a algún otro sitio en busca de trabajo. Mucha carrera no podía hacer en el SUP, quedándose ahí al acecho como un niño en Navidad, hasta enterarse de lo que había en los diversos paquetes.


Permanecí en el garaje. No quería entrar en la casa. Ni tampoco volver a salir. Me senté en el cofre y me puse a leer «Los protocolos de los Sabios de Tralfamadore» en El Liguero Negro. Ciertos hilos de energía con una longitud de varios trillones de años-luz deseaban que fueran propagándose por el Universo las formas de vida mortal y con capacidad para reproducirse. De modo que varios de ellos —los Sabios del título— decidieron reunirse, haciendo que sus trayectorias se cortaran en las cercanías de un planeta llamado Tralfamadore. El autor en ningún momento explicaba por qué era tan importante la propagación de la vida. No lo culpo. No se me ocurre ningún poderoso argumento a favor de tal cosa. Para mí, pretender que todos los planetas habitables estén habitados es como querer que todo el mundo tenga callos en los pies.

Los Sabios llegaron a la conclusión de que sólo había un modo practicable de que la vida recorriera las grandes distancias del espacio, a saber: en forma de plantas y animales extremadamente pequeños y duraderos, montados en meteoros que rebotasen de sus planetas.

Pero en ninguna parte había evolucionado aún ningún germen lo suficientemente duro como para sobrevivir a semejante viaje. Los gérmenes llevaban una vida demasiado fácil. Eran una panda de blandengues. Estaban acostumbrados a que no fuese capaz de plantarles cara ninguna de las criaturas a quienes infectaban, químicamente hablando.


Había hombres en la tierra en la época en que los Sabios tuvieron su reunión, pero también eran cosa de coser y cantar para los gérmenes. No obstante, los seres humanos poseían grandes cerebros, y alguno de ellos gozaba del don del habla. ¡Con decir que unos pocos hasta sabían leer y escribir! De modo que los Sabios concentraron su atención en ellos, preguntándose si el cerebro de los seres humanos no sería capaz de inventar algo para que los gérmenes tuvieran que pasar por pruebas de supervivencia verdaderamente terribles.

Consideraron que los hombres poseíamos, en potencia, una maldad química a escala universal. Y no puede decirse que los defraudáramos.


¡Vaya un relato!


También se daba la circunstancia, según este relato, de que por aquel entonces era la primera vez que se ponía por escrito la historia de Adán y Eva. Se ocupaba de ello una mujer. Hasta aquel momento, tan encantadora conseja había venido transmitiéndose de generación en generación por vía oral.

Los Sabios permitieron que la mujer redactase el mito original tal como ella lo había recibido, tal como todo el mundo lo contaba, hasta muy cerca de la conclusión. Luego se hicieron con el control de su cerebro y la llevaron a escribir algo que nunca antes había formado parte del mito.

Era un supuesto discurso de Dios a Adán y Eva. Tras aquellas palabras, la vida no tardaría en convertirse en un infierno para los microorganismos:

—Llenad la tierra y sometedla, dominad los peces del mar, las aves del cielo y todos los vivientes que reptan sobre la tierra.


Tos.