23.

No eran los Ángeles del Infierno.

No era ninguna clase de gente de baja extracción.

Se trataba de una fiesta motorizada para grandes triunfadores de Norteamérica, casi todos ellos con moto, pero también con limosinas, y encabezados por Arthur Clarke, el multimillonario amante de la diversión. Éste iba en moto, llevando en el asiento trasero, aferrada como si en ello le fuese la vida y con la falda hasta las ingles, a Gloria White, estrella de cine de toda la vida, de 60 años de edad.

Cerrando la comitiva había un camión con altavoces y un remolque con un globo deshinchado. Luego, cuando lo hincharon en el centro del Patio, se vería que el globo tenía la forma de un castillo que Clarke poseía en Irlanda.


Tos, tos. Silencio. Dos más: ¡Tos, tos! Vale, ya estoy bien otra vez. Tos. Ya está. De veras que estoy bien. Paz.


No se trataba de Arthur C. Clarke, el autor de tantos libros de ciencia ficción cuyo tema es el destino de la humanidad en otras zonas del Universo. Se trataba de Arthur K. Clarke, multimillonario especulador y editor de revistas y libros cuyo tema eran las altas finanzas.


Tos. Perdón. Con algo de sangre, esta vez. En las inmortales palabras del Bardo de Stratford-upon-Avon:

«¡Fuera, maldita mancha! ¡Fuera, te digo! Una; dos: venga ya, que es llegado el momento. El infierno es lóbrego. ¡Qué bochorno, señor, qué bochorno! ¿Os asustáis, siendo soldado? ¿Por qué hemos de temer que alguien lo sepa, si nadie puede llamar nuestro poder a rendir cuentas? ¿Quién iba a pensar que aquel viejo tuviera tanta sangre en el cuerpo?».

Amén. Y otra vez gracias a las Citas familiares de Bartlett.


Leí mucha ciencia ficción cuando estaba en el ejército; entre otras cosas, El final de la infancia de Arthur C. Clarke, que me pareció una obra maestra. Clarke era más conocido por la película 2001, precisamente el año en que estoy ahora, escribiendo y con tos.

Vi 2 veces 2001 durante mi permanencia en Vietnam. Recuerdo que en una de las sesiones había en primera fila 2 soldados heridos, en silla de ruedas. Toda la primera fila eran sillas de ruedas. Los 2 soldados tenían algún tipo de destrozo en los pies, pero parecían encontrarse bien de las rodillas para arriba, y no les dolía nada. Estaban a la espera de un transporte que los llevara de vuelta a los Estados Unidos, donde me figuro que les pondrían las prótesis correspondientes. No creo que ninguno de los 2 tuviera más allá de 18 años. Uno era Negro y el otro Blanco.

Cuando encendieron las luces, oí que el Negro le decía al Blanco:

—A ver sí me lo explicas. ¿De qué iba todo eso?

El Blanco dijo:

—Qué sé yo. Yo, con tal de volver a mi casa de Cairo de Illinois, ya me doy con un canto en los dientes.

No pronunciaba «cairo», sino «queiro», como si hubiera sido palabra inglesa.

Mi suegra, nativa de Perú de Indiana, pronuncia el nombre de su pueblo «píru», no «perú».

Hay otro pueblo de Indiana, Brasil, que la vieja Mildred pronuncia «brésel».


Arthur K. Clarke venía a Tarkington a recoger su título de Colaborador de Honor en la Diplomatura de Arte y Ciencia.

El Colegio tenía prohibido otorgar ningún título cuya enunciación diera a entender que el receptor tenía que estudiar seriamente para conseguirlo. Recuerdo que Paul Slazinger, el antiguo Escritor Residente, no estaba de acuerdo con el hecho de que las verdaderas instituciones de enseñanza superior concedieran títulos honoríficos en que se contuviera la palabra «Doctor». Pretendía que en su lugar se emplease la palabra «archipámpano».

Mientras duró la Guerra de Vietnam, no obstante, todo chico que se matriculara en Tarkington quedaba exento de ser movilizado. Desde el punto de vista de las Cajas de Reclutas, Tarkington era tan colegio como el Instituto Tecnológico de Massachusetts. Sería cosa de la política, supongo.

Sería cosa de la política.


Todo el mundo estaba al corriente de que Arthur K. Clarke iba a recibir una credencial sin significado alguno. Pero sólo Tex Johnson y la policía del campus y el Administrador conocían de antemano la espectacular entrada que pensaba hacer. Fue una operación militar con todas las de la ley. Las motos —no menos de 20— y el globo fueron desembarcados con el alba en el aparcamiento de detrás del Black Cat Café.

Y luego a Clarke y a Gloria White y a todos los demás, incluido Henry Kissinger, los transportaron en limosinas desde el aeropuerto de Rochester, con el camión de los altavoces detrás. Kissinger no quiso ir en moto. Ni tampoco otros muchos, que hicieron en limosina todo el camino hasta el Patio.

No obstante, al igual que los motoristas, los ocupantes de las limosinas también llevaban cascos de oro decorados con el signo del dólar.


Fue bueno que Tex Johnson estuviera al corriente de que Clarke llegaba en moto, porque si no le habría pegado un tiro con el fusil israelita comprado en Oregon.


La gran llegada de Clarke no habría sido una mal ensayo casi general del Día del Juicio. San Juan Evangelista, el de la Biblia, concibió un espectáculo descacharrante, a fuerza de ruido y de humo y de oro y de leones y de águilas y de tronos y de celebridades y de fenómenos en el cielo y etcétera etcétera. Pero Arthur K. Clarke lo puso en práctica, gracias a la tecnología moderna y al dinero que tenía a paletadas.

Los motoristas, con sus cascos de oro, se dispusieron en formación rectangular en el centro del Patio, mirando hacia fuera y haciendo que bramaran sin pausa sus poderosos corceles.

Unos trabajadores en mono blanco empezaron a hinchar el globo.

El camión de los altavoces hacía trizas el aire con la alborotada grabación de un grupo de gaiteros.

Arthur Clarke, a horcajadas de su moto, miraba hacia mí. Era porque sus amigotes del Consejo de Administración lo estaban saludando con la mano desde el edificio que había a mis espaldas. Me humilló profundamente aquella prueba de que las grandes fortunas compran las grandes dichas.

Bostecé primorosamente. Les volví la espalda, a él y a su espectáculo. Me marché como dando a entender que tenía cosas más importantes en que ocuparme que permanecer con la boca abierta delante de un imbécil.

De modo que no estaba presente cuando el globo se soltó y —tan libre de ataduras como yo— salió volando hacia la cárcel de la otra orilla del lago.


Allí, lo único que los reclusos veían del mundo exterior era el cielo. Alguno de ellos pudo ver por un momento, desde el patio de ejercicios, un castillo volando. ¿Cómo explicar tamaño portento?


«Hay más cosas en el cielo y la tierra, Horacio, de las que sueña tu filosofía». —Bartlett, Citas familiares.


Aquel castillo vacío, con las amarras rotas, juguete del viento, se me parecía en mucho. Tanto, de hecho, que yo también haría una visita sorpresa a la prisión antes de que el Sol se pusiera.

Si el globo hubiera estado tan cerca del suelo como yo, al principio se habría visto zarandeado en una y otra dirección, hasta ganar la altura necesaria para que lo tomase el viento predominante y lo llevara a través del lago. A mí, en cambio, lo que podía hacerme cambiar de rumbo no era el azar de las vientos racheados, sino la posibilidad de tropezarme con tal o cual persona que me hiciese sentirme todavía más incómodo de lo que me sentía. No tenía, en concreto, ninguna gana de encontrarme con Zuzu Johnson ni con Pamela Ford Hall, Artista Residente por poco tiempo ya.

Pero la vida es lo que es y, por supuesto, tuve que encontrármelas a las 2.


De poder elegir, habría preferido vérmelas con Zuzu que con Pamela, porque esta última estaba hecha pedazos, y la primera no. Pero tuve que enfrentarme tanto con la una como con la otra, como ya he dicho.

No era yo lo que había empujado a Pamela hasta el borde del abismo. Era la exposición individual que había tenido en Buffalo un par de meses antes. El fallo que se produjo resultó divertido para todo el mundo menos para ella, y salió en los periódicos y en la televisión. Durante un par de días Pamela fue la vertiente ligera de las noticias, el alivio humorístico para los informes sobre la rapidez con que crecían los glaciares en los polos y los desiertos en la zona antaño ocupada por el bosque amazónico. Sin olvidar el consabido derrame de petróleo, pues alguno tuvo que haber en aquellos días. Siempre había un derrame de petróleo en alguna parte.

Si Denver y Santa Fe y Le Havre de Francia aún no habían sido evacuados por causa de la contaminación nuclear de sus reservas de agua, pronto lo serían.


Lo ocurrido en la exposición individual de Pamela también dio a mucha gente la oportunidad de mofarse del arte moderno, algo que sólo los ricos pretendían apreciar.

Como ya he dicho, Pamela trabajaba con poliuretano, que es fácil de esculpir y que no pesa casi nada, y que huele a orines cuando se calienta. Además, sus esculturas eran pequeñas figuras femeninas con falda larga, en cuclillas e inclinadas hacia adelante de tal manera que no se les veía el rostro. No había ninguna de ellas que no cupiera en una caja de zapatos.

De modo que las colocaron cada una sobre un pedestal, allá en Buffalo, pero sin pegarlas. No se consideró que pudiera haber problema por culpa del viento, porque había 3 dobles puertas entre la exposición de Pamela y la entrada principal del Museo, que daba al lago Erie.


El Museo, Centro Artístico Hanson, era muy reciente y se lo había regalado a la ciudad de Buffalo una Rockefeller que en ella residía y que acababa de juntarse con una enorme cantidad de dinero, tras la venta del Centro Rockefeller de Manhattan a los japoneses. Era una anciana en silla de ruedas. No por haber pisado una mina en Vietnam. Creo que eran los años quienes le quitaban las ganas de andar, y todo el tiempo que se había tirado esperando a que vendiesen las propiedades de los Rockefeller para tener ella algo de dinero, por una vez.

Había acudido la prensa, porque se trataba de la gran inauguración del Museo. La primera exposición individual de Pamela, bajo el título genérico de «Pordioseras», no constituía ni mucho menos el plato fuerte del programa, pero la habían montado en la sala central, donde actuaba el cuarteto de cuerda y servían champán con canapés. De etiqueta.

La señorita Hanson, la benefactora, fue la última en llegar. La situaron, con su silla de ruedas, en lo alto de la escalinata exterior. Luego abrieron de par en par las 3 puertas dobles que se interponían entre el Polo Norte y las pordioseras de Pamela. De modo que todas las pordioseras salieron volando de su pedestal y acabaron en el suelo, amontonadas contra los zócalos que disimulaban los conductos de la calefacción.

Las cámaras de televisión lo captaron todo menos el olor del poliuretano caliente. ¡Qué alivio de las preocupaciones de este mundo! ¿Quién ha dicho que las noticias siempre son igual de siniestras, día tras día?