22.

Según he podido leer, en la Segunda Guerra Mundial todo el mundo —lo mismo los militares que los paisanos, incluidos los niños pequeños— se sentía orgulloso de estar aportando su granito de arena. No cabía, al parecer, que nadie que la estuviese viviendo se sintiera ajeno a aquella guerra. Y, además, al menos hasta cierto punto, todo el mundo sentía como propio el padecimiento o la muerte de aquellos soldados y de aquellos marineros y de aquellos infantes de marina.

La Guerra de Vietnam, en cambio, pertenece exclusivamente a quienes la hicimos. A juzgar por las apariencias, nadie más tuvo nada que ver con ella. Todo el mundo es puro como la nieve recién barrida por el viento. Perder la guerra fue nuestro justo castigo por haberla empezado. La noche aquella en que me volví loco por un momento, en un restaurante chino de Harvard Square, todo el mundo había triunfado en la vida menos yo.


Antes de que yo la armase, el viejo amigo de Mildred, el de Perú de Indiana, estuvo hablando conmigo como si ambos nos hallásemos en niveles completamente distintos, como si yo hubiera sido, pongamos por caso, quiropracta, o contratista de metal laminado, en vez de lo que era, es decir, alguien que había arriesgado la vida y despreciado el sentido común en nombre suyo.

Luego resultó que él estaba en el asunto de la eliminación de desperdicios médicos, en Indianápolis. Una cosa de la que da gusto hablar en un restaurante chino, mientras se pescan trocitos de cualquiera sabe qué con los palillos.

Dijo que sus problemas cotidianos tenían tanto que ver con la estética como con la toxicidad. Esas fueron sus palabras, «estética» y «toxicidad».

Dijo:

—A nadie le gusta encontrarse un pie o un dedo o cosa por el estilo en un cubo de la basura o en el vertedero, aunque no sean más peligrosos para la salud pública que los restos de una chuletada.

Me dijo que no dudara en servirme, si me apetecía algo de lo que había en su mesa, porque se habían pasado pidiendo.

—No, señor, muchas gracias —le dije.

—Claro que —dijo él— usted sabe perfectamente a qué me refiero.

—¿Por qué? —dije yo. Estaba tratando de no prestarle atención, pero concentrándome justamente en lo que no tendría que haberme concentrado, es decir, en el rostro de mi suegra. Al parecer, aquella loca en potencia, sin sitio adonde ir, había quedado integrada en nuestra casa con carácter permanente. Era cosa hecha.

—Bueno —dijo él—, usted ha estado en la guerra —por el modo en que lo dijo, se veía con toda claridad que consideraba aquella guerra enteramente cosa mía—. Quiero decir que habrán tenido ustedes que llevar adelante ciertas operaciones de limpieza.

Fue entonces cuando el chaval aquél me tocó el cepillo del pelo. El cerebro me reventó como una cantimplora llena de nitroglicerina.


Mi abogado, prometiéndoselas muy felices por las 2 listas que estoy confeccionando y por el hecho de no haberme masturbado nunca y porque me gusta limpiar la casa, me preguntó ayer que por qué no decía nunca ninguna palabrota. Me encontró limpiando las ventanas de la biblioteca, sin que nadie me lo hubiera pedido.

De modo que le conté lo que decía mi abuelo de que las groserías y blasfemias hacen que la gente se sienta autorizada a no escucharlo a uno con respeto.

Le referí uno de los viejos relatos que me había contado el Abuelo Wills, concretamente el del pueblo donde todos las mañanas, a las doce en punto, disparaban un cañonazo. Un día, el artillero se puso enfermo en el último momento y las fuerzas no le alcanzaron para poner en funcionamiento el cañón.

De modo que a mediodía reinó el silencio.

A los del pueblo casi se les para el corazón de la sorpresa, cuando el sol alcanzó su cenit. Se iban preguntando unos a otros:

—¡Cáspita! ¿Qué ha sido eso?

El abogado quiso saber qué relación había entre aquella anécdota y el hecho de que yo no dijera palabrotas.

Le repliqué que en una época tan mal hablada como ésta «¡Cáspita!» tiene la misma capacidad de sorpresa que un buen cañonazo.


En Harvard Square, allá por 1972, Sam Wakefield volvió a constituirse en timonel de mi destino. Me dijo que me quedara fuera del restaurante, si allí me sentía a salvo. Yo temblaba como una hoja. Quería ponerme a ladrar como un perro.

Él entró en el restaurante y se las compuso para apaciguar a todo el mundo, ofreciéndose a pagar los daños de su propio bolsillo, ipso facto. Estaba casado con una mujer muy rica, que llegaría a Decana de las Mujeres de Tarkington después de que él se suicidara. Andrea murió 2 años antes de la fuga carcelaria, de modo que no está, como tantos otros, enterrada junto a la cuadra, a la sombra del Monte del Mosquete, según se va poniendo el Sol.

Está enterrada, junto a su marido, en Bryn Mwar de Pennsylvania. Aunque sigue en pie la posibilidad de que el glaciar los empuje a ambos hasta Virginia Occidental o Maryland. ¡Bon voyage!


Andrea Wakefield fue la segunda persona con quien hablé después de que me hubieran despedido de Tarkington. La primera fue Demon Stern. Estamos otra vez en 1991. Casi todos los demás estaban comiendo langosta. Andrea dio conmigo tras haberse cruzado con Stern algo más allá, en el Paseo de Mayores.

—Te hacía en el Pabellón, comiendo langosta —dijo.

—No tengo apetito —le dije.

—No soporto la idea de que las echen vivas al agua hirviendo —dijo ella—. ¿Sabes lo que acaba de decirme Damon Stern?

—Algo interesantísimo, supongo.

—Durante el reinado de Enrique VIII de Inglaterra —dijo—, los falsificadores eran arrojados a una caldera de agua hirviendo.

—Puro espectáculo —dije yo—. ¿Los hervían vivos en público?

—Eso no me lo dijo —contestó ella—. Y ¿qué haces aquí?

—Disfrutando del sol —le dije.

Me creyó. Tomó asiento a mi lado. Llevaba ya puesta la toga, para la ceremonia académica de graduación. Por el color de su birrete, había obtenido el título en la Sorbona de París, Francia. Además de cumplir con las obligaciones inherentes al cargo de Decana —embarazos involuntarios o casos de drogadicción o cosas por el estilo—, daba clase de francés y de italiano y de pintura al óleo. Procedía de una antigua y muy distinguida familia de Philadelphia, que había dado a la civilización un número notable de educadores y abogados y médicos y artistas. Era de verdad lo que Jason Wilder y otros muchos Consejeros de Tarkington creían ser, a saber: una de las criaturas más evolucionadas del planeta.

Tenía bastantes más luces de las que nunca tuvo su marido.

Siempre me apeteció preguntarle cómo era posible que una cuáquera se hubiese casado con un militar de carrera, pero nunca lo hice.

Ahora es demasiado tarde.


A su edad, que por aquel entonces frisaba los 60, 10 años más que yo, Andrea era la mejor patinadora artística del claustro de profesores. Creo que el patinaje artístico, cuando encontraba pareja que estuviese a su altura, cubría todas sus necesidades eróticas. El General Wakefield no patinaba ni aunque lo aspasen. La mejor pareja que Andrea tuvo nunca sobre el hielo de Tarkington fue seguramente Bruce Bergeron —el niño que quedó atrapado en un ascensor de Bloomingdale, que luego sería el muchacho que no aceptaban en ningún colegio aparte del Tarkington, que luego sería el joven que se metió a corista de un espectáculo sobre hielo y que luego sería asesinado por alguien que presumiblemente odiaba a los homosexuales o amaba demasiado a uno en concreto.

Andrea y yo nunca fuimos amantes. Estaba demasiado satisfecha y era demasiado mayor para mí.


—Quiero que sepas que te considero un santo —dijo Andrea.

—¿Y por qué? —dije yo.

—Por lo bien que te portas con tu mujer y con tu suegra.

—Mejor me porté, y más trabajo me costó, con los Presidentes y los Generales y con Henry Kissinger.

—Pero esto otro es voluntario —dijo ella.

—Y aquello también —le dije—. Me gustaba más que a un tonto un lápiz.


—Viendo la facilidad con que los hombres de hoy en día dan por disueltos sus matrimonios, en cuanto la situación les resulta mínimamente problemática o incómoda —dijo ella—, lo único que puedo decirte es que eres un Santo.

—Ellas no querían mudarse aquí, ¿sabes? —le dije—. Estaban la mar de contentas en Baltimore, y Margaret habría sacado el título de fisioterapeuta.

—Pero no me vas a decir que este valle tuvo la culpa de su enfermedad —dijo ella—. Como tampoco la tuvo de la enfermedad de mi marido.

—Su enfermedad dependía de una especie de reloj que llevan dentro —dije—. Les habría llegado la hora exactamente igual en cualquier otro sitio.

—Es lo mismo que yo pienso de Sam —dijo ella—. No puedo sentirme culpable.

—Ni debes —le dije yo.

—Cuando se salió del Ejército para meterse en el movimiento pacifista —dijo ella—, fue como intentando que se parara el reloj. Pero no lo consiguió.

—Lo echo en falta —dije yo.

—No dejes que la guerra te mate a ti también —dijo ella.

—No te preocupes —dije yo.


—¿Sigues sin encontrar el dinero? —dijo ella.

Se refería al dinero que le habían dado a Mildred por la casa de Baltimore. Cuando todavía estaba bastante en sus cabales, mi suegra lo depositó en la sucursal en Scipio del First National Bank de Rochester. Pero más tarde lo sacó todo, cuando el banco fue adquirido por el Sultán de Brunei, sin decírnoslo ni a Margaret ni a mí. Y luego lo escondió en algún sitio, no recordaba dónde.

—Ya ni pienso en ello —le dije—. Lo más probable es que alguna otra persona lo haya encontrado. A lo mejor una panda de chavales. O alguien que viniera a reparar algo a casa. Quienquiera que haya sido, ten por seguro que no iba a comunicárnoslo.

Estábamos hablando de 45.000 dólares y pico.

—Sé que debería importarme un pimiento —dije—, pero, no sé por qué, no logro que me importe un pimiento.

—Es la guerra la que te ha dejado así —dijo ella.

—¿Quién sabe? —dije yo.


Mientras charlábamos al sol, allá en el valle una potente motocicleta cobró vida con un rugido, en la zona del Black Cat Café. Luego se dejó oír otra, y otra.

—¿Los Ángeles del Infierno? —dijo Andrea—. No me digas que va a suceder de verdad.

El chiste era que Tex Johnson, Presidente del Colegio, con el seso sorbido por el exceso de películas sobre motos y motoristas, estaba en el convencimiento de que el campus sufriría alguna vez el asalto de los Ángeles del Infierno. La fantasía era tan real para él, que había acabado comprándose un fusil israelita de francotirador, con mira telescópica y todo, y con la munición correspondiente, en una tienda de Portland de Oregon. Él y Zuzu habían acudido a esa localidad para hacerle una visita a la hermanastra de ella. Fue esa misma arma la que en última instancia dio motivo para que lo crucificasen.

Pero ahora no resultaba tan divertida aquella premonición de Tex sobre el ataque de los Ángeles del Infierno. Había un apocalíptico coro de motos en bajo profundo haciéndose cada vez más poderoso y más próximo. ¡No cabía la más mínima duda! Quienquiera que fuese, o lo que quiera que fuese, sólo a Tarkington podía dirigirse.