21.

Cada vez que pienso en mi retorno de Vietnam me acuerdo de Bruce Bergeron, un alumno mío de Tarkington. Ya lo he mencionado antes. Entró a trabajar de chico de coro en un espectáculo sobre hielo, tras haber obtenido su Diplomatura Asimilada en Arte y Ciencia. Su padre era Presidente de la Fundación Norteamericana para la Preservación de la Vida Natural.

Estando Bruce en Apreciación Musical, un día hice escuchar a mis alumnos una grabación de la Obertura 1812 de Chaikovsky. Antes les expliqué que la composición se refería a un hecho histórico real, la derrota de Napoleón en Rusia, y luego les pedí que pensaran en algún acontecimiento importante de sus propias vidas y que trataran de imaginar el tipo de música más adecuado para describirlo. Les di una semana para pensárselo, sin decir nada a nadie ni sobre el acontecimiento elegido ni sobre la música. Pretendía que tuviesen el cerebro como una olla a presión llena de música, durante unos cuantos días.

El suceso a que Bruce Bergeron puso mentalmente música fue quedarse atrapado entre dos pisos en un ascensor, cuando tenía unos 6 años, yendo con una niñera haitiana que lo llevaba a la semana blanca posnavideña de los grandes almacenes de Bloomingdale. Iban al Museo Norteamericano de Historia Natural, pero la niñera, sin permiso de sus empleadores, decidió pasar primero por la tienda, para comprar juegos de cama en oferta y enviárselos a sus parientes de Haití.

El ascensor se quedó parado justo antes de llegar a la planta en que habían instalado las rebajas. Era un aparato automático, sin ascensorista. Estaba abarrotado de gente. Cuando se hizo evidente que el ascensor iba a permanecer donde estaba, alguien apretó el botón de alarma, y los ocupantes oyeron una campanilla en la distancia. Según Bruce, aquella era la 1ª vez en su vida que se veía en algún un tipo de aprieto que los mayores no pudieran solucionar de inmediato.


Había en el ascensor un altavoz de 2 vías, y por él salió la voz de una mujer, pidiendo a todos que conservaran la calma. Bruce la recordaba insistiendo en una cosa concreta: que nadie intentara subirse a la trampilla del techo para escapar por arriba. Si tal cosa ocurría, Bloomingdale declinaba toda responsabilidad por las consecuencias que de ello pudieran derivarse.

Pasó el tiempo. Siguió pasando el tiempo. El pequeño Bruce tenía la impresión de llevar un siglo ahí encerrado. Fueron seguramente más de 20 minutos.

El pequeño Bruce creía estar protagonizando un gran acontecimiento de la historia de los Estados Unidos. Imaginó no ya a sus padres, sino incluso al Presidente de la Nación, siguiéndolo por la tele. Pensó que cuando los rescataran saldría a recibirlos una gran muchedumbre, con banda de música y todo.

El pequeño Bruce esperaba que le diesen un banquete y que le pusieran una medalla por haberse aguantado el miedo y por no haber dicho que tenía que ir al cuarto de baño.


El ascensor, de pronto, dio un respingo de unos cuantos centímetros y volvió a pararse. Luego, en una sacudida secundaria, subió todo un metro. Se abrieron las puertas y apareció el tinglado de las rebajas, detrás de unos clientes normales que esperaban tranquilamente el ascensor y que no tenían ni idea de que hubiese sucedido nada fuera de lo común.

Lo que estas personas deseaban era que saliesen los ocupantes actuales para poder entrar ellos.

Ni siquiera hubo nadie de la dirección de los almacenes que acudiera todo nervioso a pedirles perdón por lo sucedido y a asegurarse de que nadie hubiera sufrido ningún daño. Todos los actos relativos a la liberación de los atrapados se habían producido en la distancia —dondequiera que estuviese la maquinaria, dondequiera que estuviese el gongo, dondequiera que estuviese aquella mujer cuya voz les había dicho que no se asustaran y que no trataran de encaramarse a la trampilla.

Eso fue todo.


La niñera compró sus juegos de cama y luego fueron ambos al Museo Norteamericano de Historia Natural. La niñera le hizo prometer que no les diría a sus padres lo de haber estado en Bloomingdale —y él nunca lo dijo.

Aún no se lo había dicho a sus padres cuando lo soltó en clase de Apreciación Musical.

—¿Sabes a qué otra cosa se ajusta perfectamente tu descripción? —le pregunté yo.

—No —dijo él.

Y yo le dije:

—A cuando volvimos de la Guerra de Vietnam.