Cuando Robert Moellenkamp, ignorante de su bancarrota, dijo aquello tan solemne de «¡Mala peste resulte para una y otra casa!», Jason Wilder comentó que no le parecía, en el presente caso, es decir en mi caso, que pudiera hablarse de 2 casas.
—De hecho, no creo que el número 2 puede sacarse a colación desde ningún punto de vista —dijo—. Me atrevo a asegurar que el propio señor Hartke estará de acuerdo conmigo en que al Consejo no le queda ninguna opción que no sea la de aceptarle inmediatamente la dimisión. ¿Me equivoco, señor Hartke?
Me puse en pie.
—Este es el 2º peor día de mi vida —dije—. El primero fue cuando nos echaron de Vietnam. Ya han salido a relucir 2 citas de Shakespeare. Y resulta que yo también puedo citarlo. Nunca se me ha dado muy bien aprenderme las cosas de memoria, pero una profesora de inglés que tuve en el instituto se empeñó en que todos los de clase nos aprendiéramos de memoria los fragmentos más famosos de Shakespeare. Jamás supuse que alguna vez, en la vida real, alguno de ellos llegase a significar algo para mí, al pronunciarlo. Pero ésta es la ocasión. Ahí va:
«Ser o no ser: es ésta la pregunta: ¿será más noble para el espíritu sufrir la fronda y los dardos de la airada fortuna, o tomar las armas contra un mar de dificultades y, haciéndoles frente, concluir con ellas?
»Morir: dormir; nada más; y durmiendo, afirmamos, concluyen el mal de corazón y los mil infortunios naturales de que la carne es heredera, lo cual es conclusión a desear devotamente.
»Morir, dormir; dormir: tal vez soñar: en ello, ay, está la traba; pues hemos de pararnos a pensar qué sueños pueden venirnos en el dormir de la muerte, cuando hayamos huido de este envoltorio perecedero».
El discurso seguía, claro está, pero hasta ahí nos hizo aprendernos de memoria la profesora, que se llamaba Mary Pratt. ¿Para qué excederse? Con aquello bastaba, para la ocasión, dejando en la mente de los Consejeros la posibilidad de encontrarse en las manos con otro veterano de Vietnam suicidándose dentro de los límites del colegio.
Me saqué del bolsillo la llave del campanario y la arrojé en el centro de la mesa circular. Ésta era tan grande, que para recuperar la llave tendrían que encaramarse a lo alto, o quizá buscar un palo largo.
—Buena suerte con las campanas —dije. Ya estaba fuera.
Salí del Edificio Somoza por el mismo camino que antes había seguido Tex Johnson. Me senté en un banco del recinto exterior del Patio, al otro lado de la biblioteca, junto al Paseo de Mayores. Era agradable estar fuera.
Damon Stern, mi mejor amigo del claustro, acertó a pasar por allí y me preguntó que qué estaba haciendo.
Le dije que tomando el sol. No quería comunicarle a nadie que me habían despedido, hasta que no estuviera en el bar del Black Cat Café, sentado en un taburete. De modo que el profesor Stern se consideró autorizado a expresar toda clase de gozosas tonterías. Poseía un monociclo, y sabía montarlo, y dijo que estaba pensándose la posibilidad de llevarlo en la procesión académica de las ceremonias de graduación, que no se hallaban más que a una hora de distancia en el futuro.
—Creo que hay buenos argumentos a favor, pero también muy buenos argumentos en contra —dije.
Damon se había criado en Shelby de Wisconsin, donde prácticamente todo el mundo, incluidas las abuelas, sabía montar en monociclo. Ocurrió, 60 años antes, que un circo quedó en la ruina mientras estaba instalado en Shelby, y tuvieron que salir de allí dejando un montón de cosas abandonadas —entre ellas, varios monociclos. De modo que cada vez más gente aprendía a montar en monociclo, incluso encargándolos nuevos para su uso personal y el de su familia. De modo que Shelby se convirtió en lo que sigue siendo ahora, que yo sepa, la Capital del Mundo del Monociclo.
—¡No te prives! —le dije.
—Me has convencido —dijo él, todo contento. Se marchó, y mis pensamientos, más allá de la brisa y del sol, volaron hacia la época en que todavía andaba de uniforme, aunque ya de regreso de la guerra, y recibí la oferta de trabajar en Tarkington. Sucedió en un restaurante chino de Harvard Square, en Cambridge de Massachusetts, donde cenaba en compañía de mi mujer, mi suegra —ambas aún en su sano juicio—, y mis dos hijos legítimos, Melanie, de 11 años, y Eugene, Jr., de 8. Rob Roy, el hijo ilegítimo que acababa de engendrar en Manila, hacía 2 semanas, sería entonces del tamaño de una bola de rodamiento.
Se me había indicado que fuese a Cambridge para presentarme al examen de ingreso en el Instituto Tecnológico de Massachusetts. Tenía que obtener allí la licenciatura, para luego volver a West Point en calidad de profesor, pero todo ello sin dejar el ejército —militar hasta el fin de mis días.
Mi familia, sin contar la bola de rodamiento, me estaba esperando en el restaurante chino mientras yo me dirigía a reunirme con ellos, en uniforme de paseo, con cordones y toda la pesca. Llevaba el pelo corto por arriba y pelado al cero por los lados y por detrás. La gente me miraba como si hubiese sido un bicho raro, como si hubiese andado por ahí con un liguero negro por toda vestimenta.
Así de ridículos habían acabado por resultar los hombres uniformados en los ambientes académicos, aunque buena parte de la financiación de Harvard y del Instituto Tecnológico de Massachusetts procediera de la investigación y puesta a punto de nuevo armamento. Yo mismo estaría muerto ahora si no hubiese sido por esa gran ofrenda del Departamento de Química de Harvard a la civilización, a saber: el napalm, o gasolina gelatinizada y pegajosa.
Fue ya hacia el final de aquel humillante paseo cuando oí que alguien le preguntaba a alguien, a mis espaldas:
—¡Cielos! ¿Ya estamos en carnaval?
No di réplica a aquel insulto, ni aproveché la ocasión para reventarle los tímpanos y colapsarle la tráquea a algún estudiante de aquellos que se escaqueaban del servicio militar. Seguí andando, porque en la mente llevaba la impronta de motivos mucho más profundos para sentirme desdichado. Mi mujer, con los niños a cuestas, se había mudado de Fort Bragg a Baltimore, en cuya Universidad de Johns Hopkins pensaba estudiar Fisioterapia. Su madre, recién enviudada, se había venido a vivir con ellos. Margaret y Mildred habían comprado una casa en Baltimore con el dinero que heredaron de mi suegro. La casa era de ellas, no mía. Yo no conocía un alma en Baltimore.
¿Qué demontre iba yo a hacer en Baltimore? Era exactamente como si me hubiesen matado en Vietnam y Margaret hubiera emprendido una nueva vida sin mí. Y hasta a mis propios hijos les parecía un bicho raro. También ellos me miraban como si no hubiese llevado más que un liguero negro por toda vestimenta.
¡Y qué orgullosos iban a estar de mí mi mujer y mis hijos cuando les dijera que no había sido capaz de contestar ni la cuarta parte de las preguntas del examen de ingreso en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, para matricularme en Física!
¡Bienvenido a casa!
Al entrar en el restaurante chino me crucé con dos chicas muy guapas. También ellas dieron señal de despreciar mi corte de pelo y mi uniforme. De modo que les dije:
—¿Qué pasa? ¿Nunca habéis visto a un hombre con un liguero negro por toda vestimenta?
Andaba pensando en ligueros, supongo, por lo mucho que echaba en falta a Jack Patton. Yo volvía vivo de la guerra, pero él no, y aquel regalo me lo había enviado justo unos pocos días antes de que le pegaran el tiro —me refiero a la revista de desnudos que ya mencioné con anterioridad, El Liguero Negro.
De modo que ahí estábamos todos, en el restaurante, andando yo ya por el tercer Sweet Rob Roy. Margaret y su madre, comportándose también en esto como si yo hubiera estado seis palmos bajo tierra en el Cementerio Nacional de Arlington, pidieron los platos sin consultarme. Hicieron que nos lo trajesen todo al estilo familiar. Nadie me preguntó qué tal me había ido en el examen. Nadie me preguntó qué tal me sentía en casa, después de la guerra.
Los demás parloteaban entre ellos, contándose los puntos de interés turístico que habían visto durante el día. No habían venido a acompañarme, ni a brindarme su apoyo moral. Estaba allí para ver los «Old Ironsides» y el campanario desde donde Paul Revere agitara su farol, avisando que los ingleses se acercaban por tierra, y etcétera etcétera.
Sí, señor. Y, hablando de campanarios, fue aquélla precisamente la encantadora noche en que me dijeron que mi mujer, la madre de mis hijos, contaba con un considerable número de cencerros entre sus antepasados y parientes colaterales. Era la primera noticia que mi mujer y yo teníamos de ello. Sabíamos que Mildred se había criado en Perú de Indiana. Pero de Perú sólo nos había dicho hasta entonces que era el pueblo natal de Cole Porter y que se había alegrado mucho de perderlo de vista —ella.
Mildred se había referido alguna vez a su desdichada infancia, pero eso ni se aproximaba siquiera a decirnos que ella —es decir, también mi mujer y mis hijos— pertenecía a una conocida familia de majaretas.
Resultó que mi suegra se acababa de encontrar con un viejo amigo de su pueblo, Perú de Indiana, durante la visita a los «Old Ironsides». Ahora, el viejo amigo y su mujer ocupaban la mesa contigua a la nuestra. Cuando fui a orinar, el viejo amigo fue al mismo tiempo que yo, y me contó lo dura que había sido la vida de Mildred en el instituto, con su madre y su padre en el Manicomio Estatal de allí de Indiana.
—El hermano de su madre, a quien ella quería mucho —continuó, mientras se sacudía las últimas gotas de la punta de su pilila—, también se volvió loco, estando ella en el último curso, y le dio por incendiar el pueblo. Yo, en su lugar, también habría salido de Wyoming como un gato escaldado.
Como ya he dicho, en aquel mismo momento me desayunaba yo de todo aquello.
—Lo curioso —siguió él— es que a ninguno parecía afectarle antes de llegar a la madurez.
—Perdone que no me ría —dije yo—. Es que hoy me he levantado con el pie izquierdo.
No bien había regresado a la mesa cuando a un joven que pasaba por detrás le fue imposible resistir el impulso de tocarme el cepillo del pelo. ¡Me puse como un basilisco! Era un muchacho ligerito, con el pelo largo y el símbolo de la paz colgando del cuello. Se parecía a Bob Dylan, el cantante. Por lo que yo sé, o por lo que me importa, igual se trataba del propio Bob Dylan. Lo cierto, fuera quien fuese, es que le pegué un sopapo y fue a dar contra un camarero que llegaba con su bandeja hasta los topes.
¡Comida china volando en todas direcciones!
¡Gresca monumental!
Salí a la calle. Todos los hombres y todas las cosas eran mis enemigos. ¡Estaba otra vez en Vietnam!
Pero entonces se me apareció una figura similar a Cristo. Llevaba traje y corbata, pero con la barba larga y con los ojos henchidos de amor y de piedad. Daba la impresión de conocerme perfectamente, y en verdad que me conocía. Era Sam Wakefield, que había renunciado a las estrellas del Generalato para pasarse al Movimiento Pacifista y luego ser nombrado Presidente del Colegio Tarkington.
Me dijo lo mismo que aquella otra vez, hacía tantísimo tiempo, en la Feria de la Ciencia de Cleveland:
—¿Por qué las prisas, Hijo?