Uno de los Consejeros sí que era amigo mío, con toda certeza. Se habría reído mucho con lo que yo decía en la cinta, y le habría parecido interesante. Pero no estaba presente. Se llamaba Ed Bergeron y habíamos charlado un montón de veces sobre el deterioro ambiental y sobre la excesiva confianza en la Bolsa y la Banca y etcétera etcétera. Era todavía más pesimista que yo, en todos los aspectos.
Su fortuna era tan antigua como la de los Moellenkamp y se fundaba en ancestrales campos de petróleo y en minas y en ferrocarriles, que había vendido a los extranjeros para poder dedicarse plenamente al estudio de la naturaleza y el conservacionismo. Era Presidente de la Fundación Norteamericana para la Preservación de la Vida Natural, y las fotos de animales que hizo en las Galápagos aparecieron publicadas en el National Geographic. La revista también le consagró la portada, con una foto en que se veía a una iguana digiriendo sus algas al sol, mientras que, a su lado, un esquelético pingüino parecía albergar una idea completamente distinta de la situación presente, fuera ésta cual fuera.
Ed Bergeron no se limitaba a cultivar nuestra amistad en lo apocalíptico. También tenía en su historial diversos debates con Jason Wilder sobre el tema del medio ambiente, en el programa de TV que éste dirigía. No he encontrado ninguna grabación de aquellos choques frontales en esta biblioteca, pero en la cárcel sí que teníamos un vídeo. Emergía cada 6 meses en los televisores —todo el tiempo encendidos.
En aquel debate, lo recuerdo bien, Wilder afirmaba que el error de los conservacionistas estribaba en que nunca tenían en cuenta los costes —medidos en puestos de trabajo y nivel de vida— que supondría la eliminación de los carburantes fósiles, o el hacer con la basura cualquier cosa que no consistiera pura y simplemente en arrojarla al océano, y etcétera etcétera.
Ed Bergeron le contestaba:
—¡Muy bien! Entonces ya puedo escribir el epitafio de esta esfera que antaño fue tan verde y saludable.
Se refería a la Tierra.
Wilder le dedicaba entonces una de sus sonrisas de polemista, altanera, zorruna, protectora, suavísima.
—Si no me equivoco —decía—, la mayor parte de la comunidad científica diría a ese respecto que su epitafio se adelanta en varios milenios.
Este debate se producía unos 6 años antes de que me despidieran, lo cual nos hace remontarnos a 1985, y no sé de qué comunidad científica hablaba Wilder. No había entonces ningún científico, incluidos los quiropractas, que no denunciara la progresiva destrucción del planeta.
—¿Quiere que le diga el epitafio? —preguntaba Ed Bergeron.
—Si no hay más remedio —contestaba Wilder, sin desprenderse ni por un momento de la sonrisa—. He de decirle, no obstante, que no es usted el 1º en anunciar el fin de la partida para el género humano. Estoy seguro de que en el propio Egipto, ya antes de que construyeran la 1ª pirámide, había individuos que se hacían seguir por los demás al grito de «¡Se acabó todo!».
—Lo que distingue la situación actual de la existente en Egipto antes de la construcción de la primera pirámide… —empezaba a decir Ed.
—Y antes de que los chinos inventaran la imprenta, y antes de que Colón descubriese América —interrumpía Jason Wilder.
—Exactamente —decía Bergeron—. La diferencia es que ahora tenemos la desdicha de saber lo que está sucediendo, lo cual no tiene nada de divertido. Y ello ha dado lugar al nacimiento de toda una nueva tribu de charlatanes, de petimetres narcisistas como usted, que ponen sus palabras al servicio de los ricos y de los contaminadores más desvergonzados, pretendiendo demostrarnos a todos que discutir sobre el estado actual de la atmósfera y del agua y de la corteza terrestre de que depende la vida es como tratar de averiguar cuántos ángeles bailando caben en lo alto de una pelota de tenis.
Estaba muy enfadado.
Aquella vieja grabación despertaba considerable interés cada vez que la ponían en Athena, antes de la gran fuga. Pude verla y oírla en compañía de varios alumnos. Más tarde, uno de ellos me preguntó:
—¿Quién tiene razón, profe? ¿El barbas o el bigotes?
Wilder llevaba bigote. Bergeron llevaba barba.
—El barbas —dije.
Éstas pueden muy bien haber sido las últimas palabras que le dije a un preso con anterioridad a la fuga, antes de que mi suegra decidiera que por fin había llegado el momento de mencionar aquel lucio tan enorme.
El epitafio de Bergeron por el planeta —lo recuerdo bien—, el epitafio que, según él, habría que grabar con grandes letras de molde en la pared del Gran Cañón del Colorado, para que lo viesen los platillos volantes, era como sigue:
LA PODÍAMOS HABER SALVADO,
PERO FUIMOS UNOS POBRES DIABLOS DE CACA
Sólo que él no dijo «caca».
Pero nunca volvería a tener noticias de Ed Bergeron, ni de palabra ni por escrito. Dimitió del Consejo poco después de que me despidieran, y así se ahorró que los reclusos lo utilizaran como rehén. Habría sido interesante oír qué les decía a sus captores, o qué tenía que decir de ellos. Una cosa que me solía decir a mí, y que también dijo a los alumnos una vez que lo invité a hablar en mi clase, era que ahora ya no había más meteoro que el hombre. El hombre era los huracanes y el granizo y las inundaciones. De modo que a lo mejor habría dicho que Scipio era Pompeya y que los fugados eran la corriente de lava.
No dimitió del Consejo por lo de mi despido. Le ocurrieron por lo menos dos tragedias personales, una encima de otra. Una de las compañías que había heredado fabricaba toda clase de productos con amianto, y de pronto se descubrió que el polvo de amianto era una substancia tan cancerígena como la que más entre las detectadas hasta la fecha —sin contar el cemento epoxidado ni los elementos radioactivos que accidentalmente se añaden al aire y a los acuíferos en las cercanías de las plantas de energía nuclear y de fabricación de armas atómicas. Ed me dijo que se sentía terriblemente incómodo al respecto, aunque nunca le hubiera echado la vista encima a ninguna de aquellas fábricas. Tuvo que venderlas por 4 perras, porque la compañía de Singapur que las adquirió compraba, junto con la maquinaria y los edificios, todos los litigios en curso y un tremendo inventario de productos terminados invendibles en Estados Unidos. Los de Singapur hicieron lo que Ed no se había atrevido a hacer: vendieron todas aquellas tejas y todas aquellas baldosas y todos aquellos azulejos en los países africanos emergentes.
Y luego su hijo Bruce —de la Promoción de Tarkington de 1985—, homosexual, entró a trabajar de chico de coro en un espectáculo sobre hielo. Ed se lo tomó bastante bien, porque era consciente de que ciertas personas nacían homosexuales, y no había nada que hacer. Bruce estaba contentísimo con su patinaje sobre hielo. En Tarkington ya se había revelado no sólo como buen patinador, sino como el mejor bailarín que jamás había pasado por el colegio, incluidos chicos y chicas. Bruce nos visitaba de vez en cuando, y en alguna ocasión bailó con mi suegra, por el mero placer de bailar. Él le decía a ella que era la mejor pareja de baile de su vida, y ella le devolvía el cumplido.
No le conté a mi suegra que, 4 años después de la terminación de sus estudios, Bruce apareció estrangulado con su propio cinturón, y con algo así como 100 puñaladas en el cuerpo, en un motel de las afueras de Dubuque. De modo que otra vez salía Dubuque.