Pamela me emborrachó aquella noche, e hicimos el amor. Y luego, en el Pabellón Pahlavi, delante de un grupo de alumnos, dije todo lo que tenía que decir sobre Vietnam. Y Kimberley Wilder grabó mis palabras.
Nunca había probado el aguardiente de zarzamora. Ni volveré a probarlo. Tuvo efectos muy malos en mí. Me convirtió en un lloroncete con el tema de la guerra. Y eso era algo en que me había jurado no incurrir jamás.
Si ahora pudiera elegir bebida, entre todas las posibles, pediría un Sweet Rob Roy on the Rocks, que es un Manhattan preparado con whisky escocés. Fue también una mujer quien me lo descubrió, pero produciéndome risas, en vez de lágrimas, y haciendo que me enamorara de ella.
Fue en Manila, después de que en Saigón empezara a salir excremento por el acondicionador de aire. Me estoy refiriendo a Harriet Gummer, la corresponsal de guerra de Iowa. La que me dio un hijo sin decírmelo.
¿Que cómo se llama? Rob Roy.
Tras haber hecho el amor, Pamela me preguntó lo mismo que Harriet en Manila, 15 años antes. Era algo que ambas necesitaban saber. Una y otra me preguntaron si había matado a alguien en la guerra.
Le dije a Pamela lo mismo que a Harriet:
—Si fuera un avión de combate, en vez de una persona, llevaría todo el fuselaje lleno de hombrecitos pintados.
Debería haberme vuelto a casa directamente, después de haber dicho una cosa así. Pero se me ocurrió pasarme por el Pabellón. Necesitaba más público para aquella frase tan estupenda.
De modo que me incorporé a un grupo de estudiantes que había en el salón principal, delante de la enorme chimenea. Luego, cuando la fuga de la cárcel, esa misma chimenea se emplearía para asar carne de caballo y de perro. Me coloqué entre los estudiantes y el hogar, de modo que no pudieran ignorarme por más que quisieran, y les dije:
—Si fuera un avión de combate, en vez de una persona, llevaría todo el fuselaje lleno de hombrecitos pintados.
Y de ahí para arriba.
¡Estaba tan lleno de pena por mí mismo! Eso fue lo que me resultó más intolerable cuando Jason Wilder me repitió lo que había dicho. Estaba tan borracho, que me dio por hacerme la víctima.
Las escenas de indecible crueldad y estupidez y despilfarro que pinté aquella noche no fueron más horribles que cualquiera de esos documentales ultrarrealistas sobre Vietnam que se han hecho indispensables en las distintas programaciones de televisión. Cuando hablé a los estudiantes de aquella cabeza humana cortada que vi entre las tripas de un búfalo, como en un nido, a los chicos —estoy convencido— les habría dado igual que la cabeza hubiese sido de cera y que las tripas hubiesen pertenecido a cualquier animal de gran tamaño, búfalo auténtico o no.
¿Qué importaba que la cabeza fuera o no fuera de cera, que las tripas pertenecieran o no pertenecieran a un búfalo?
Nada.
—Profesor Hartke —me dijo Jason Wilder con toda amabilidad y sosiego, cuando la cinta llegó a su fin—, ¿cómo se le ocurrió contar semejantes patrañas a unos muchachos que necesitan amar a su Patria?
Tanto deseaba conservar mi empleo, y la casa que con él venía, que ofrecí una explicación verdaderamente asnal:
—Todo lo que les dije pertenece a la historia, y además había bebido algo más de la cuenta. No es normal que beba de esa forma.
—Me consta —dijo él—. Según me dicen, es usted un hombre con muchos problemas, pero entre ellos no se incluye normalmente la bebida. Digamos, pues, que su número del Pabellón fue una clase de historia impartida con buena intención, pero que en un momento dado se le fue a usted de las manos.
—Así fue exactamente, sí, señor —dije yo.
Sus danzarinas manos revolotearon al compás lógico de sus pensamientos, antes de que volviera a tomar la palabra. Era compañero mío en lo de tocar el piano. Y dijo:
—En primer lugar, su contrato con este colegio no incluye la enseñanza de la Historia. En segundo lugar, a los alumnos de Tarkington no les hace ninguna falta que les expliquen en qué consiste la derrota. No estarían aquí si no hubiesen fracasado una y otra vez en sus estudios. A mi entender, el Milagro del Lago Mohiga, tal como viene produciéndose desde hace más de un siglo, consiste en hacer que unos muchachos repetidamente derrotados empiecen a pensar en términos de triunfo, quitándose de la cabeza toda idea de desesperanza.
—Ha sido la única vez —dije—, y lo siento.
Tos. Única tos.
Wilder dijo que él no consideraba profesor a nadie que tuviera una visión negativa de todas las cosas.
—Alguien así es, precisamente, lo contrario de profesor, porque se dedica a despojar las cabezas de sus alumnos en lugar de enriquecerlas.
—No veo yo en qué consiste mi visión negativa de todas las cosas —dije.
—¿Qué es lo primero con que tropiezan los estudiantes al entrar en la biblioteca? —preguntó él.
—¿Con los libros? —dije yo.
—Con todas esas máquinas de movimiento perpetuo —dijo él—. He visto la exposición, y he visto el cartel de la pared. No tenía ni idea de que este último fuese obra suya.
Se refería al cartel que rezaba «LA FÚTIL COMPLICACIÓN DE LA IGNORANCIA».
—Al verlo, me disgustó la idea de que mi hija, o cualquier otra persona de su edad, tuviera que tropezarse con ese mensaje tan negativo cada vez que entrara en la biblioteca —dijo—. Y luego supe que era usted el autor.
—¿Qué es lo que tiene de negativo? —pregunté.
—¿Hay algo más negativo que la palabra «fútil»? —dijo él.
—«Ignorancia» —dije yo.
—Precisamente —dijo él. Sin saber cómo, acababa de darle la razón.
—No comprendo —dije.
—Ahí está lo malo —dijo él—. Es evidente que no comprende usted con cuánta facilidad se desaniman los alumnos de Tarkington, qué sensibles son a cualquier sugerencia en el sentido de que no se empeñen en ser inteligentes. Eso es lo que significa la palabra «fútil»: «no te empeñes, no te empeñes, no te empeñes».
—Y ¿qué significa «ignorancia»? —pregunté yo.
—Colocada en lo alto de una pared, resaltándola del modo que usted la ha resaltado —dijo—, la palabra «ignorancia» constituye enojoso eco de un estribillo que casi todos los tarkingtonianos han escuchado repetidamente antes de acudir a este colegio: «Eres tonto, eres tonto, eres tonto». Y por supuesto que no son tontos.
—Nunca he dicho que lo sean.
—Usted no se da cuenta, pero lo que hace es reafirmarlos en el bajo concepto que de sí mismos tienen —dijo—. Por no mencionar cómo los desasosiega con ese humor suyo que quizá quede bien en un cuartel, pero nunca en un instituto de enseñanza superior.
—¿Se refiere usted a lo del yen y la felación? —pregunté—. Nunca lo habría dicho de haber sabido que me estaba escuchando un alumno.
—Me refiero al vestíbulo de la biblioteca, otra vez —dijo él.
—No se me ocurre qué otra cosa puede resultarle ofensiva —dije yo.
—No a mí —dijo él—, sino a mi hija.
—Me doy por vencido —dije. Lo mío no era descaro. Era abyección.
—El mismo día en que Kimberley le oyó a usted lo del yen y la felación, incluso antes de que empezaran las clases —dijo—, un estudiante de un curso superior los llevó a ella y a otros alumnos de primero a la biblioteca y puso solemnemente en su conocimiento que los badajos colgados de la pared eran penes petrificados. Lo cual, sin duda alguna, tiene que estar inspirado en otro de los chistes cuarteleros que usted se gasta.
Por una vez, no tuve que defenderme. Varios de los Consejeros aseguraron a Wilder que lo de hacer creer a los novatos que los badajos eran penes petrificados constituía una tradición que se remontaba como mínimo a 20 años antes de mi llegada al campus.
Pero aquella fue la única vez que me defendieron, aunque entre ellos había una antigua alumna mía, Madelaine Astor, nacida Peabody, y 5 padres de chicos a quienes yo había tenido en clase. Más adelante, Madelaine le dictó a su secretaria una carta para mí, explicándome que Jason Wilder los había amenazado con denunciar al colegio en su columna y en su programa de TV, si no me despedían.
De modo que no osaron acudir en mi ayuda.
También me decía que, en su condición de católica, al igual que Wilder, le había hecho daño oírme decir que Hitler era católico y que los Nazis pintaban cruces en sus carros de combate y en sus aviones porque se consideraban un ejército cristiano. Wilder había puesto esa cinta inmediatamente después de que se hubiera establecido mi inocencia en lo de hacer creer a los novatos que los badajos eran penes petrificados.
De nuevo me hallaba en serios apuros por el mero hecho de haber repetido lo dicho por otra persona. Esta vez no se trataba de mi abuelo, ni de alguien a quien los Consejeros ya no podían perjudicar en nada, como Paul Slazinger. Se trataba de algo que mi buen amigo Damon Stern había dicho en clase de Historia sólo un par de meses antes.
Si Jason Wilder me consideraba lo contrario de un profesor, tendría que haber oído a Damon Stern. Aunque, como ya he dicho, Damon Stern nunca desenmascaraba la supuesta nobleza de los actos humanos más recientes. Todos los ídolos que derribaba tenían que datar, digamos, como mínimo de 1950.
De modo que estando yo en una clase suya, por casualidad, vino a decir que Hitler era fiel Católico, Apostólico y Romano. Dijo algo en lo que yo hasta entonces no había parado mientes, algo que casi ningún Cristiano gusta de escuchar: que la Esvástica Nazi pretendía ser una versión de la cruz cristiana, una cruz confeccionada con hachas. Stern dijo que los cristianos ponían gran empeño en refutar que la Esvástica fuera una cruz más, afirmando que era un símbolo primitivo con origen en el barro primordial del pasado pagano.
Y la más preciada condecoración de los Nazis era la Cruz de Hierro.
Y los Nazis pintaban cruces normales en sus carros y aviones.
Salí de aquella clase con cierto aire de ofuscación, supongo. Y ¿con quién había de tropezar, sino con Kimberley Wilder?
—¿Qué ha dicho hoy? —me preguntó.
—Hitler era Cristiano —le contesté—. Y la Esvástica era una cruz Cristiana.
Así lo grabó en su cinta.
No me chivé de Damon Stern al Consejo de Administración. Estábamos en Tarkington, no en West Point, donde la delación era un honor.
Madelaine —según decía en su carta— también coincidía con Wilder en considerar que yo no debería haberles dicho a mis alumnos de Física que fueron los rusos, y no los norteamericanos, los primeros en fabricar una bomba de hidrógeno lo bastante manejable como para ser empleada con fines bélicos.
«Aunque fuera cierto», me escribía, «lo cual no creo, no tenía usted por qué habérselo dicho».
Decía, además, que el movimiento perpetuo sí era posible, pero que los científicos no ponían suficiente empeño en conseguirlo.
Se le notaba cierto retroceso intelectual, comparando con la época en que aprobó los exámenes orales de la Diplomatura Asimilada en Arte y Ciencia.
Yo solía decir en clase que todo el que creyera en la posibilidad del movimiento perpetuo merecía que lo cociesen vivo igual que a una langosta.
También era un obseso del Sistema Métrico. Tenía fama de volverle la espalda a cualquier alumno que me viniera con pies o con libras o con millas.
Lo cual les molestaba muchísimo.
No era ése el método docente que aplicaba en la cárcel de la otra orilla del lago, por supuesto.
Claro que casi todos los reclusos procedían del negocio de la droga, y eran del Tercer Mundo o estaban habituados a tratar con gente del Tercer Mundo. De modo que el Sistema Métrico lo tenían dominado desde hacía tiempo.
En vez de chivarme de Damon Stern en aquello de que los Nazis eran Cristianos, les dije a los Consejeros que lo había oído en la Radio Pública Nacional. Dije que lamentaba mucho habérselo transmitido a un alumno.
—Tendría que haberme arrancado la lengua —afirmé.
—¿Qué tiene que ver Hitler con la Física o con la Apreciación Musical? —preguntó Wilder.
Pude haberle contestado que con toda probabilidad Hitler no sabía más Física que los Miembros del Consejo, pero que le encantaba la música. Según me dijeron en cierta ocasión, cada vez que bombardeaban una sala de concierto la hacía reconstruir inmediatamente, como asunto de primerísima importancia. De hecho, creo que esto último sí que lo escuché en la Radio Pública Nacional.
En lugar de ello, dije:
—Si hubiera sabido que mis palabras habían afectado a Kimberley tanto como usted dice, me habría disculpado. No tenía ni idea, señor Wilder. No se le notó nada.
Lo que más me descorazonaba era la noción de haberme equivocado al pensar que me hallaba en familia, allí en la Sala de Juntas, que todos los tarkingtonianos, junto con sus padres y sus tutores, me tenían ya por una especie de tío suyo. ¡Cielo santo, la cantidad de secretos que había llegado a conocer en todos estos años, y lo callados que me los tenía! Mis labios estaban sellados. Era buenísimo, como depositario. Pero de ahí no pasaba, a ojos de los Consejeros, y seguramente tampoco a ojos de los estudiantes.
No era tío de nadie. Era miembro de la Clase Servil.
Me iban a poner en la calle.
Los soldados son licenciados. Los trabajadores por cuenta ajena son despedidos. Los sirvientes son puestos en la calle.
—¿Me vais a despedir? —le pregunté al Presidente del Consejo de Administración, incrédulo.
—Lo siento, Eugene —dijo él—. Vamos a tener que ponerte en la calle.
El Presidente del Colegio, Tex Johnson, sentado a dos sillas de mí, no había dicho ni mu. Tenía mala cara. Supuse, erróneamente, que le habrían echado la bronca por haber permitido que yo siguiese en el colegio durante el tiempo suficiente como para obtener la fijeza. Pero la mala cara se debía a una cuestión personal, también muy relacionada con el Profesor Eugene Debs Hartke.
Henry «Tex» Johnson procedía del Colegio Rollins de Winter Park de Florida, donde ocupaba el cargo de Preboste cuando lo contrataron como Presidente del Colegio Tarkington, después de que Sam Wakefield montara su magno número del suicidio. Estaba en posesión del Título de Diplomado en Administración Pública por el Tecnológico de Lubbok de Texas, y se decía descendiente de uno de los hombres que murieron en El Álamo. Damon Stern, que siempre estaba sacando a relucir hechos históricos poco conocidos, me contó —dicho sea de paso— que la Batalla de El Álamo fue por la esclavitud. Los valientes que allí perdieron la vida deseaban segregarse de México porque en dicho país no era legal poseer esclavos. Combatían por su derecho a tener esclavos.
Yo, por haber sido amante de la mujer de Tex, sabía que sus antepasados no eran de Texas, sino lituanos. Su padre —que desde luego no se llamaba Johnson—, era segundo piloto de un carguero ruso y se lanzó por la borda cuando su barco tuvo que fondear en Corpus Christi por culpa de una avería. Zuzu me dijo que el padre de Tex no sólo había entrado ilegalmente en el país, sino que, además, era sobrino de un antiguo dirigente del Partido Comunista lituano.
Hasta ahí lo de El Álamo.
Me volví hacia él en la reunión de la Junta y le dije:
—Por lo que más quieras, Tex, ¡di algo! ¡Sabes perfectamente que soy el mejor profesor que tienes! Y no soy yo quien lo dice. Son los alumnos. ¿Va a pasar todo el profesorado por esta Sala de Juntas, o soy yo el único? ¡Tex!
Miraba al frente sin pestañear. Daba la impresión de haberse convertido en cemento.
—¡Tex!
¡Menuda autoridad!
Hice la misma pregunta al Presidente del Consejo, que acababa de hundirse en la miseria por culpa de Microsecond Arbitrage, pero que aún no lo sabía.
—Bob… —empecé.
Él dio un respingo.
Volví a empezar, acusando recibo del claro mensaje de que yo no pertenecía a la familia, sino a la servidumbre:
—Señor Moellenkamp, usted y todos los aquí presentes saben muy bien que hasta el más patriota y más religioso de los norteamericanos, si alguien lo persigue durante un año con una grabadora, podría ser acusado de peores traiciones que Benedict Arnold, el que se pasó a los ingleses después de la Revolución. En los momentos de arrebato o de descuido, todos decimos cosas que nos gustaría retirar de inmediato. De modo que vuelvo a plantear la pregunta: ¿Soy yo el único a quien hace pasar por todo esto? Y, en caso afirmativo, ¿puedo saber por qué?
Se quedó inmóvil.
—¿Qué dices tú, Madelaine? —le pregunté a Madelaine Astor, la que luego me escribiría aquella carta tan tonta.
Me dijo que no le parecía bien que yo les hubiera dicho a los alumnos que se aproximaba una nueva Glaciación, por mucho que lo hubiera leído en el New York Times. Aquél era otro de los dichos míos que Wilder tenía grabados en su cinta. Y por lo menos tenía algo que ver con la ciencia, y por lo menos no era nada tomado de Slazinger, ni del Abuelo Wills, ni de Damon Stern. Por lo menos era mío de verdad.
—Bastantes preocupaciones tienen ya los alumnos —dijo Madelaine—. Lo sé por experiencia propia.
Y a continuación añadió que siempre había habido gente empeñada en hacerse famosa anunciando el fin del Mundo, pero que éste nunca había llegado.
Hubo gestos de asentimiento en torno a la mesa. No creo que hubiera allí un alma que tuviese un adarme de conocimientos científicos.
—En mis tiempos de alumna también nos profetizabas el fin del Mundo —siguió—, sólo que entonces era por los residuos atómicos y la lluvia ácida. Y aquí estamos. Tan campantes. ¿No estamos todos tan campantes? De modo que anda allá.
Se encogió de hombros.
—En cuanto a lo demás —dijo—, lamento haberme enterado. Me ha hecho sentirme mal. Si hay que volver a oírlo, no tendré más remedio que abandonar la sala.
¡Me cachis en 10! ¿Qué quería decir con aquello de «lo demás»? ¿Qué podía ser lo que ya habían escuchado y ahora tenían que escuchar otra vez en mi presencia? ¿Aún no había pasado lo peor?
No.