En el Patio, camino del Edificio Somoza, sólo me crucé con 2 personas. Una fue la Profesora Marilyn Shaw, directora del Departamento de Ciencias de la Vida. Aparte de mí, era el único miembro del Claustro de Profesores que había servido en Vietnam. Estuvo de enfermera. La otra fue Norman Everett, viejo jardinero del campus, como mi abuelo. Un hijo suyo se había quedado paralítico de cintura para abajo por culpa de una mina, en Vietnam, y estaba internado con carácter permanente en el hospital de la Junta de Excombatientes que hay en Schenectady.
Los alumnos de último curso, sus familiares y los demás profesores estaban almorzando en el Pabellón. Cada cual tenía derecho a una langosta, cocida viva.
Nunca se me pasó por la cabeza echarle los tejos a Marilyn, a pesar de que era razonablemente atractiva y estaba libre. No sé por qué. Quizá entrase en funcionamiento una especie de tabú del incesto, como si hubiéramos sido hermanos, por el hecho de haber estado ambos en Vietnam.
Ahora está muerta y enterrada junto a la cuadra, a la sombra del Monte del Mosquete, según se va poniendo el Sol. La mató, evidentemente, una bala perdida. Nadie en su sano juicio le hubiera tirado a matar.
Ahora, al recordarla, me pregunto si no estaba enamorado de ella, a pesar de que ambos hacíamos todo lo posible por evitar dirigirnos la palabra.
Debería quizá incluirla en una lista restringidísima: la de mujeres a quienes he amado. Estaría Marilyn, creo, y la Margaret de los 4 primeros años de matrimonio, hasta que un día volví a casa con gonorrea. También me gustó mucho Harriet Gummer, la corresponsal de guerra del Des Moines Register que, según luego supe, me dio un hijo a raíz de la relación amorosa que tuvimos en Manila. Creo que también sentí algo que podría llamarse amor por Zuzu Johnson, la mujer cuyo marido murió en la cruz. Y sostuve una amistad profunda, pluridimensional y recíproca con Muriel Peck, que estaba de camarera en el Black Cat Café el día en que me despidieron —y que más tarde entraría en el Departamento de Lengua Inglesa del colegio.
Ahí se acaba la lista.
También Muriel está enterrada junto a la cuadra, a la sombra del Monte del Mosquete, según se va poniendo el Sol.
Harriet Gummer también está muerta, pero allá en Iowa.
Eh, chicas, esperadme, esperadme.
No pretendo batir el récord del mundo de haberse acostado con mujeres, amadas o no. En lo que a mí respecta, el listón puede quedar para donde lo puso Georges Simenon, escritor belga de novelas de misterio. Según la nota necrológica suya que apareció en el New York Times, copuló con tres mujeres distintas al día durante años y años.
Marilyn Shaw y yo no nos conocimos en Vietnam, pero tuvimos un amigo común en aquellas tierras, a saber: Sam Wakefield. El mismo que luego nos contrataría a ambos para Tarkington, y que luego se suicidaría por razones que ni él mismo llegó a tener claras, a juzgar por el plagio contenido en la nota que dejó encima de la mesa de noche.
Sam Wakefield y su mujer —que luego sería Decana de las Mujeres de Tarkington— dormían por aquel entonces en habitaciones separadas.
A mi entender, Sam Wakefield nos salvó la vida, a Marilyn y a mí, antes de entregar la suya. Si no nos hubiera contratado para Tarkington y si una y otro no nos hubiéramos convertido en estupendos profesores de chicos con dificultades de aprendizaje, no sé qué habría sido de nosotros. Al cruzarnos en el Patio, una vez más, como navíos en la noche —camino del despido, en lo que a mí respectaba—, ¡yo era Profesor Titular de Física y ella Profesora Titular de Ciencias de la Vida!
Cuando todavía era profesor aquí, le pregunté a GRIOT™, el más popular juego de ordenador del Pabellón Pahlavi, qué podría haber sido de mí después de la guerra, en vez de lo que realmente pasó. Para jugar con GRIOT™, claro, hay que facilitar al ordenador los datos relativos a la raza y la edad y el nivel de instrucción y la situación actual y el consumo de drogas, en su caso, y etcétera etcétera de una persona. Esta persona no tiene por qué ser real. El ordenador no lo pregunta. Al ordenador no hay nada que le importe. Y menos que nada, herir los sentimientos de alguien. Lo carga uno con los detalles de una vida, real o imaginaria, y él se descuelga con el relato de lo que puede ocurrirle al interesado o interesada. El relato se basa en lo sucedido a personas reales que tienen, en general, las mismas características.
GRIOT™ no funciona sin determinados datos. Si, por ejemplo, no se incluye la raza, aparece en pantalla un rótulo intermitente con la indicación «origen étnico», y el programa se para en seco. A falta de ese detalle, no puede seguir adelante. Lo mismo para el nivel educativo.
Omití contarle a GRIOT™ que aquí tenía un trabajo que me encantaba. Sólo le conté mi vida hasta el final de la Guerra de Vietnam. La máquina no ignoraba nada de la Guerra de Vietnam, ni del tipo de excombatientes por ella generados. Me dio por perdido, juzgando, supongo, por la duración de mi estancia en aquellas tierras. Según el programa, sería uno de esos que le pegan a su mujer y que beben demasiado y que terminan solos en un Callejón de Mala Muerte.
Si ahora tuviera acceso a GRIOT™ le preguntaría lo que habría sido de Marilyn Shaw si Sam Wakefield no la hubiera rescatado. Pero los presos fugados machacaron la única máquina de ese tipo que había en el Pabellón, poco después de que yo les enseñara su funcionamiento.
La odiaban, y los comprendo. De inmediato lamenté haberles dado a conocer su existencia. Haciendo cola, todos fueron tecleando su raza y edad y oficio de los padres, si lo sabían, y cuántos años estuvieron en el colegio y qué drogas habían tomado y etcétera etcétera, y GRIOT™ los mandaba de patitas a la cárcel, con una buena condena.
No tengo ni idea de qué datos podía conocer GRIOT™, en aquella época, sobre las enfermeras de Vietnam. Los fabricantes aseguraban entonces, y siguen asegurando ahora, que no venden ningún programa con más de 3 meses de antigüedad, de modo que no habrá ninguno que no esté verdaderamente al día en lo sucedido a tal o cual tipo de persona en el momento de su adquisición. Se supone que los programadores están constantemente actualizando GRIOT™ con datos relativos a fontaneros, pedicuros, vietnamitas en barcos a la deriva y espaldas mojadas mexicanos, traficantes de droga, parapléjicos, y cualquier otra actividad concebible dentro de los límites de los Estados Unidos y de Canadá.
He oído decir que ahora se pone en duda que GRIOT™ llegue tan a lo hondo y esté tan al día como antes, porque la compañía Parker Brothers, que lo fabricaba, ha pasado a manos de inversionistas coreanos. Los nuevos propietarios están trasladando todas las actividades a Indonesia, donde la mano de obra no cuesta prácticamente nada. Dicen que se mantendrán al día de las novedades norteamericanas por medio de un satélite.
Cualquiera sabe.
No necesito ninguna ayuda de GRIOT™ para saber que Marilyn pasó una guerra mucho más dura que la mía. Todos los soldados con quienes trató estaban heridos, y todos esperaban de ella algo que las más de las veces era imposible: que los recompusiera.
Sé que estaba casada y que su marido, allá en nuestro país, obtuvo el divorcio para casarse con otra, mientras ella seguía allí en Vietnam —y que no le importó. Puede que ella y Sam Wakefield fueran amantes, allí en Vietnam. Nunca lo pregunté.
Parece probable. Después de la guerra, él fue en su busca y la encontró haciendo un curso de Informática en la Universidad de Nueva York. No quería seguir de enfermera. Sam le dijo que a lo mejor le salía bien si intentaba hacerse profesora. Ella le preguntó si había sucursal de Alcohólicos Anónimos en Scipio, y él le dijo que sí.
Cuando Sam se pegó el tiro, Marilyn, la profesora Shaw, anduvo perdida durante cosa de una semana. Desapareció, y a mí me dieron encargo de que la encontrase. La descubrí en el centro, borracha, durmiendo en una mesa de billar del salón interior del Black Cat Café. Estaba manchando el tapete de baba. Tenía la bola de señal agarrada con la mano, como si hubiera albergado la intención de arrojársela a alguien en cuanto recuperase el conocimiento.
En lo que se me alcanza, nunca volvió a beber.
GRIOT™ —en los viejos tiempos, antes de que los coreanos metiesen en vereda a la Parker Brothers, en Indonesia— no siempre daba la misma biografía cuando se le facilitaba el mismo conjunto de datos. Como la propia vida, brindaba una variedad de posibilidades, montando desenlaces según fueran las posibilidades conocidas de ganar o de perder o de cualquier otra cosa.
Volví a probar con GRIOT™ quince años después de que el programa me arrojase a un Callejón de Mala Muerte. Salí un poco mejor, pero no tan bien como me iba en la vida real. Me hizo seguir en el Ejército, en West Point, con el cargo de instructor; pero aburrido y desdichado. Otra vez perdía a mi mujer, y otra vez bebía demasiado, y tenía una sucesión de amigas que en seguida se cansaban de mí y de mis depresiones. Y volvía a morir de cirrosis hepática.
GRIOT™, sin embargo, no ofrecía muchas opciones a los presos fugados, aparte de la cárcel. Suponiendo que dejase a alguno salir en libertad bajo palabra, nunca pasaba mucho tiempo sin que el expresidiario volviera a encontrarse en chirona.
Lo mismo ocurría cuando GRIOT™ era informado de que el recluso era Hispano. Con los Blancos era un poco más optimista, con tal que supiesen leer y escribir, y no hubieran estado nunca en una clínica mental, y no hubieran sido expulsados del Ejército con Pronunciamientos Desfavorables. En caso contrario, lo mismo les habría dado ser Negros o Hispanos.
Cuando el Tribunal Supremo dio a conocer su decisión de que los presos debían segregarse por razas, hubo distritos donde no tenían bastantes delincuentes Orientales o Indios Americanos como para que fuera económicamente factible habilitarles sus propias instituciones penitenciarias. Hawai, por ejemplo, sólo tenía 2 reclusos de raza India Americana, y Wyoming, estado natal de mi mujer, sólo tenía 1 Oriental.
En tales circunstancias, los Indios y/u Orientales habían de ser considerados Blancos honorarios, y ser tratados como tales.
En este Estado no escasean, sin embargo, ninguna de las 2 variedades, especialmente desde que los Indios empezaron a hacer fortunas extrafiscales, utilizando senderos que no están en los mapas para pasar droga por la frontera canadiense. De modo que los Indios tienen su propia cárcel en lo que sus antepasados llamaban «Castor del Trueno», y nosotros «Cataratas del Niágara». Y los Orientales tienen su propia cárcel en Deer Park, Long Island, cómodamente situada a no más de 50 kilómetros de sus plantas de procesado de heroína, en el Pueblo Chino de Nueva York.
Cuando se atreve uno a pensar en lo enorme que es el comercio ilegal de droga en este país, no hay más remedio que llegar a la conclusión de que casi todo el mundo tiene que andar zumbado todo el tiempo, como yo durante los 2 últimos años del Instituto, y como el General Grant durante la Guerra Civil, y como Winston Churchill durante la Segunda Guerra Mundial.
De modo que Marilyn Shaw y yo, en el Patio, volvimos a cruzarnos como navíos en la noche. Sería nuestro último encuentro en dicho lugar. A pesar de que ninguno de los 2 sabíamos que era la última vez, dijo algo que, considerado desde el presente, me conmueve en gran medida. Era producto de la charla exploratoria que sostuvimos durante la fiesta de presentación con que nos acogió el profesorado del colegio, hace tantísimos años.
Yo le había contado el modo en que conocí a Sam Wakefield, en la Feria de la Ciencia de Cleveland, y cuáles fueron las primeras palabras que me dirigió. Ahora, según me precipitaba hacia mi triste destino, fue ella quien volvió a hacer sonar esas mismas palabras en mis oídos:
—¿Por qué las prisas, Hijo?