10.

Alton Darwin me hablaba a veces del planeta en que vivía antes de que lo metieran en un cajón de acero y lo llevasen a Athena.

—Comíamos droga —me dijo un día—. Yo trabajaba en el ramo de la alimentación. Que la gente sienta hambre de una cosa, en un planeta, y que se quede tan pancha después de comerse esa cosa, no quiere decir que en otros planetas no se puedan comer cosas distintas. Seguro que hay planetas donde la gente come piedras y se queda satisfecha durante un rato, y luego le entran ganas de comer piedras otra vez.


Durante mis 15 años de enseñanza en Tarkington apenas si pensé en la cárcel, con lo grande y lo bestial que era, allí, en la otra orilla del lago, creciendo sin parar. Cuando íbamos de excursión a la cabecera del lago, o subíamos a Rochester por algún motivo, veía muchos autobuses con los cristales cegados y muchos cajones de acero subidos a un camión. Puede que Alton Darwin estuviera en alguno de los cajones que yo vi. Pero, claro, como los contenedores de acero también se usaban para mercancía, puede que aquéllos no contuvieran sino Diet Pepsi, o papel higiénico.

Lo de dentro no fue cosa mía hasta que no me despidieron de Tarkington.


A veces, mientras tocaba las campanas, obteniendo de las paredes de la cárcel unos ecos particularmente acusados, lo cual solía suceder en pleno invierno, tenía la sensación de estar bombardeando la penitenciaría. En Vietnam me pasaba al revés, cuando me encontraba en retaguardia, con la artillería, y los cañones voleaban proyectiles contra quién sabe quién, en vaya usted a saber qué selva, porque entonces todo aquello me parecía una especie de música, de ruido interesante por sí mismo, y nada más.


Durante unas maniobras estivales, en los tiempos en que Jack y yo todavía éramos cadetes, recuerdo que estábamos durmiendo en nuestra tienda cuando abrió fuego, a corta distancia, una batería artillera.

Nos despertamos. Jack me dijo:

—Están tocando nuestra canción, Eugene. Están tocando nuestra canción.


Antes de entrar a trabajar en Athena, sólo me había tropezado con 3 reclusos, a todo lo largo y lo ancho del valle. En Scipio, la mayor parte de la gente nunca había visto ninguno. Y yo tampoco lo habría visto, si un camión con caja de acero no hubiese tenido una avería en la cabecera del lago. Yo andaba por ahí de merienda campestre, con Margaret, mi mujer, y Mildred, mi suegra. Por aquel entonces Mildred estaba ya como un cencerro, pero Margaret conservaba el juicio, y no parecían malas las perspectivas de que lo conservara para siempre.

Yo no tenía más que 45 años y vivía en la boba confianza de que seguiría enseñando en Tarkington hasta la edad del retiro obligatorio, a saber, los 70, en el 2010, para lo cual faltan ahora 9 años. ¿Que qué me sucederá de veras en los 9 próximos años? Es como preocuparse de que se vaya a estropear el queso si no lo metemos en la nevera. ¿Qué le puede ocurrir a un pedazo de queso barato y apestoso que no le haya ocurrido ya?


A mi suegra, que no representaba un peligro para nadie, ni tampoco para sí misma, le encantaba pescar. Yo le acababa de poner una lombriz en el anzuelo y se lo había lanzado hacia una zona de aspecto prometedor. Ella sostenía la caña con ambas manos, convencida, como siempre, de la inminencia de algún suceso milagroso.

Esta vez acertó.

Al levantar la vista hacia el borde superior de la ribera, vi un camión de la cárcel con el motor echando humo. Sólo llevaba 2 guardias a bordo, y uno de ellos era el conductor. Me hicieron señas de que los ayudara. Ya habían avisado por radio a la cárcel. Ambos eran Blancos. Esto sucedía antes de que los japoneses se hicieran cargo de Athena en calidad de inversión, antes de que las señales de tráfico estuviesen todas en inglés y en japonés, a partir de Rochester.

El camión parecía a punto de incendiarse, de modo que los 2 guardias abrieron la portezuela que había en la parte de atrás del cajón de acero y ordenaron salir a los reclusos. En seguida retrocedieron para colocarse en posición de alerta, apuntando hacia la portezuela tras haber levantado el cerrojo de sus fusiles automáticos.

Aparecieron los presos. Sólo eran 3, y se movían con dificultad, porque llevaban grilletes de hierro en los tobillos y esposas en las muñecas, trabadas a una cadena alrededor de la cintura. Dos eran Negros y 1 Blanco, o quizá Hispano de color claro. Esto sucedía antes de que el Tribunal Supremo declarase cruel e inhumano el hecho de encerrar a alguien en algún sitio donde su raza estuviese en abrumadora minoría con respecto a otra u otras razas.

Todavía se mezclaban las razas en las cárceles de todo el país. Más tarde, cuando fui a trabajar a Athena, allí ya no había más que gente previamente clasificada como de raza negra.


Mi suegra ni siquiera se volvió a mirar el camión humeante y todo lo demás. Estaba obsesionada con lo que pudiera ocurrir, cuando menos se lo esperase, al otro extremo del sedal. Pero Margaret y yo nos quedamos mirando como papanatas. Por aquel entonces, los reclusos eran, para nosotros, como pornografía, a saber: cosas que las personas formales no deben pararse a mirar, aunque la industria más importante de este valle fuera con mucho la penitenciaria.

Más tarde, cuando Margaret y yo hablamos del asunto, ella nunca dijo que fuera como pornografía. Dijo que fue como toparse con un grupo de animales camino del matadero.


Nosotros, en cambio, tuvimos que parecerles auténticos moradores del Paraíso, a aquellos reclusos. Era un fragante día de primavera. Al sur de donde nos hallábamos se celebraba una regata. El colegio acababa de recibir 30 pequeños balandros de un pariente que había quedado muy agradecido al mundo en general tras apoderarse de la institución de crédito y ahorro más importante de California.

Allí cerca, en la playa, se veía nuestro rutilante Mercedes recién comprado. Valía más que mi sueldo de todo un año trabajando en Tarkington. El coche me lo había regalado la madre de uno de mis alumnos, llamado Pierre LeGrand. Su abuelo materno, exdictador de Haití, se había llevado consigo el tesoro del país cuando lo derrocaron. De ahí que la madre de Pierre fuera tan rica. El muchacho no le caía bien a nadie. Trató de granjearse la amistad de los demás a fuerza de regalos carísimos, pero la cosa nunca le salió bien, de modo que intentó colgarse de una viga del depósito de agua que había en la cima del Monte del Mosquete. Dio la casualidad de que yo estaba allí, entre los matorrales, con la mujer del Entrenador del Equipo de Tenis.

De modo que corté la cuerda con mi navaja del Ejército Suizo. Así me gané el Mercedes.

Pierre tendría más suerte 2 años después, tirándose desde el Puente de San Francisco, y por el campus corrió el chiste de que yo iba a tener que devolver el Mercedes.

De modo que no era oro todo lo que relucía en ese sitio que, como ya he dicho, tuvo que antojárseles el mismísimo Paraíso a aquellos 3 reclusos. De ningún modo podían ellos saber, mientras la tuviesen de espaldas, que mi suegra estaba más loca que una chota. De ningún modo podían saber, ni yo tampoco, claro está, que la locura hereditaria se desplomaría sobre mi bella esposa como una tonelada de ladrillos, antes de 6 meses, convirtiéndola en una tarasca tan espantosa como su madre.


Si nuestros 2 hijos hubiesen estado allí en la playa con nosotros, la ilusión de que vivíamos en el Paraíso habría quedado completa. Ellos habrían añadido el toque de la nueva generación a quien la vida resultaba igual de fácil que a sus padres. Ambos sexos habrían estado representados. Teníamos una niña llamada Melanie y un niño llamado Eugene Debs Hartke, Jr. Sólo que ya no eran niños. Melanie tenía 21 años y estudiaba matemáticas en la Universidad de Cambridge, en Inglaterra. Eugene Jr. estaba terminando el último curso en la Academia Deerfield de Massachusetts, tenía 18 años, tenía su propio grupo de rock and roll, y por aquel entonces ya habría compuesto unas 100 canciones.

Pero Melanie habría echado a perder el retrato de la playa. Igual que le pasó a mi madre, hasta que se metió en los Vigilantes del Peso, era muy gorda. Tiene que tratarse de algo hereditario. Si hubiera permanecido de espaldas a los reclusos, por lo menos les habría ocultado el hecho de que tenía una nariz de berenjena como la del difunto W.C. Fields, alcohólico y gran actor. Melanie, gracias a Dios, no era también alcohólica.

Pero su hermano sí.

Y ahora me pegaría un tiro, cada vez que me acuerdo de cómo presumía delante de él, diciéndole que los hombres de mi familia nunca le habían tenido miedo al alcohol, porque sabían beber con moderación. No éramos ni pusilánimes ni inconscientes, en cuanto a las drogas se refería.


Eugene Jr. era, por lo menos, guapo, porque había heredado los rasgos de su madre. Durante su niñez, en este valle, la gente no se resistía a decirme, delante de él, para que lo oyera, que era el chaval más guapo que había visto nunca.

No tengo ni idea de dónde puede estar ahora. Hace años que cortó toda comunicación conmigo o con cualquier otra persona de este valle.

Me odia.


Lo mismo que Melanie, aunque todavía no hace 2 años que recibí su última carta. Por aquel entonces vivía en París con otra mujer. Ambas daban clase de inglés y de matemáticas en un instituto norteamericano.


Los niños nunca me perdonarán por no haber metido a mi suegra en una clínica mental, en lugar de dejarla en casa, donde suponía un gran estorbo para ellos. No podían traer amigos de visita. No obstante, si hubiera metido a Mildred en el manicomio no habría podido enviar a Melanie y a Eugene Jr. a unos colegios tan caros. En Tarkington no pagaba alojamiento, pero tenía un sueldo reducido.

Por otra parte, a mí la locura de Mildred no me parecía tan insoportable como a ellos. El Ejército me tenía acostumbrado a convivir con gente que se pasaba el día entero diciendo tonterías. Vietnam fue una gran alucinación. Si me adapté a eso, a qué no podré adaptarme.

Pero lo que más disgusta de mí a mis hijos es que me haya reproducido en conjunción con su madre. Ambos viven en el constante temor de que les entre de pronto una chifladura como la de Mildred y Margaret. Desgraciadamente, hay bastantes probabilidades de que así sea.


Lo más irónico del asunto es que además también tengo un hijo ilegítimo, cuya existencia conocí hace poco. Como es de otra madre, está exento del miedo a volverse loco un día cualquiera. No obstante, alguno de sus hijos, si llega a tenerlos, puede heredar la tendencia a la gordura que padecía mi madre.

Pero que ingresen en los Vigilantes del Peso, como mi Madre.


La herencia no se me quita de la cabeza en estos días, y con razón. De modo que he estado leyendo algo al respecto en un libro que también trata de embriología. Y miren lo que les digo: no se equivocan quienes sienten recelo ante lo que un libro pueda depararles, una vez abierto. A mí me ha sorbido el seso un ensayo que acabo de leer sobre la embriología del ojo humano.

No hay combinación de Suerte y Azar en que pueda haberse originado una cámara tan excelente, ni siquiera en el supuesto de que la cantidad de tiempo transcurrida hubiese sido de 1.000.000.000.000 de años. No está mal, como misterio a resolver.


Cuando fui a trabajar a Athena, esperaba encontrar por lo menos a uno de los 3 reclusos que nos habían visto, a Mildred, a Margaret y a mí, en la merienda campestre de tantos años antes. Como ya he dicho, uno de ellos me pareció Blanco, o quizá Hispano. De modo que ya antes de mi llegada lo habrían trasladado a una prisión para Blancos o para Hispanos. Los otros 2 eran claramente negros, pero nunca los localicé. Me habría gustado saber qué pensaron de nosotros, cuánta pinta de felicidad teníamos.

Habrían muerto, seguramente. El sida, quizá; o los mataron, o se suicidaron; o la tuberculosis. Todos los años morían 30 reclusos de Athena por cada estudiante a quien se otorgaba en Tarkington la Diplomatura Asociada en Arte y Ciencia.


Palabra de honor.


Si hubiera localizado a alguno de los reclusos que nos vieron el día de la merienda campestre, habríamos podido hablar del pez que mi suegra pescó delante de sus ojos. El preso tuvo que verla doblarse hacia adelante, y oír el aullido del carrete, como una diminuta sirena. Pero no llegó a ver el monstruo que había picado en el anzuelo y que luego nos llevamos hacia el sur, camino de Scipio. Antes de que pudiera verlo, ya estaba otra vez en la oscuridad de un nuevo camión.


Había cargado el carrete con sedal de calibre grueso. Era material previsto para la pesca en aguas profundas, para el atún y el tiburón, aunque —que nosotros supiéramos— en el Lago Mohiga no hubiese más que anguila y perca y algo de barbo. Eso era todo lo que Mildred había pescado con anterioridad.

Una vez, lo recuerdo bien, capturó una perca demasiado pequeña para pescarla. De modo que la soltamos, aunque tenía la punta del anzuelo asomando por un ojo. Minutos más tarde volvió a picar aquella misma perca. La reconocimos por el ojo estropeado. Da que pensar. Un milagro en los ojos y nada en el cerebro.


Ponía sedal grueso en el carrete de Mildred para que no hubiese captura que pudiera escapársele. Lo mismo hice una vez, en Honduras, con un General de 3 estrellas de quien era ayudante.

El pez de Mildred no lograba romper el sedal, y Mildred no soltaba la caña. Ella no pesaba nada y el pez pesaba un montón, para ser un pez. Mildred cayó de rodillas en el agua, riéndose y chillando.

Nunca olvidaré lo que decía:

—¡Es Dios! ¡Es Dios!


Acudí en su ayuda, agua a través. No había forma de que soltase la caña, de modo que agarré el sedal y empecé a cobrarlo, palmo a palmo.

¡Cómo bullía, cómo se arremolinaba el agua en torno al pez!

Cuando lo tuve en bajío, el pez cesó de pronto en sus esfuerzos. Me figuro que habría agotado todas las energías. Hasta ahí había llegado.

Lo agarré por las agallas y lo arrojé a la orilla. Era un enorme lucio. Margaret, mirándolo con horror, dijo:

—¡Un cocodrilo!

Levanté la vista hacia lo alto de la ribera, para ver qué pensaban los presos y los guardias de un pez semejante. No estaban. No quedaba allí más que el camión averiado. La puerta del cajón de acero estaba abierta de par en par. Todo el que quisiera podía meterse y cerrar tras sí, para averiguar de una vez por todas cómo se siente uno estando encajonado.


Para los fanáticos de la Medicina Forense: el lucio no se había tragado la lombriz del anzuelo, sino la perca que se había tragado la lombriz del anzuelo.

Pensé que aquello sería del interés de mi suegra, durante el viaje de regreso a casa en el Mercedes nuevo. Pero ella no quería ni oír hablar del pez. Le había pegado un susto de muerte, y estaba deseando olvidarse de él.

En los años siguientes le mencioné de vez en cuando el pez, sin obtener de ella más que un pétreo silencio. Tuve que llegar a la conclusión de que se lo había erradicado de la memoria.

Pero luego, la noche de la fuga carcelaria, cuando los 3 vivíamos en la casa vieja del pueblecito de Athena, con los muros de la cárcel cerniéndose sobre nosotros, nos despertó una explosión terrorífica.

Si Jack Patton hubiera estado allí, seguramente me habría dicho:

—¡Eugene! ¡Eugene! Están tocando otra vez nuestra canción.

De hecho, la explosión era por la voladura de la puerta principal de Athena, no desde el interior, sino desde el exterior. Seis meses antes, Jeffrey Turner, tenido por jefe del cartel jamaicano de la droga, había sido trasladado a Athena en un cajón de acero, tras un juicio televisivo de un año y medio de duración. Le metieron 25 cadenas perpetuas, una encima de otra, lo cual se consideró un nuevo récord. Ahora, una bien adiestrada fuerza de empleados suyos —que los distintos cálculos sitúan entre el pelotón y la compañía— se había plantado frente a la prisión con explosivos, un carro de combate y varios coches-oruga robados de la Armería de la Guardia Nacional, a unos 10 kilómetros al sur de Rochester, frente al Complejo Cinematográfico Meadowdale, cruzando la carretera. Luego se supo que uno de sus integrantes se había instalado previamente en Rochester para infiltrarse en la Guardia Nacional, jurando defender la Constitución y toda la pesca, con el único propósito de apoderarse de las llaves de la Armería.

Los guardias japoneses estaban tan totalmente desprevenidos como desmotivados para ofrecer resistencia a dicha fuerza, especialmente si tenemos en cuenta que los atacantes iban todos con uniforme del Ejército Norteamericano y ondeando banderas de los Estados Unidos. De modo que o se escondieron o levantaron las manos o salieron corriendo en busca de la floresta virgen. Éste no era su país, y vigilar presos no era ninguna misión de sagrada importancia, ni nada parecido. Era negocio.

Como estaban cortados los cables del teléfono y de la energía eléctrica, tampoco podían pedir socorro ni poner en marcha las sirenas.

El asalto duró una hora. A su conclusión, Jeffrey Turner se había marchado, y nadie lo ha vuelto a ver desde entonces. También desaparecieron los atacantes. Sus uniformes, junto con los vehículos militares, fueron encontrados luego donde ellos los habían abandonado, en una granja lechera propiedad de unos especuladores inmobiliarios de nacionalidad alemana, a un kilómetro al norte de la cabecera del lago. Había huellas de neumáticos de muchos automóviles, lo cual llevó a la policía a la conclusión de que la fuerza de los sin ley había alcanzado un éxito del 100 por 100 en su fuga mediante el uso de automóviles civiles carentes de toda seña distintiva y sin relación aparente entre ellos, saliendo de la granja a intervalos escalonados.

Mientras tanto, en la prisión, todo el que decidiera no quedarse entre aquellos muros era libre de salir andando, haciéndose antes, si tal era su inclinación, y si se daba prisa, con un fusil o una escopeta o una pistola o una granada de gases lacrimógenos —porque la armería de la institución tenía las puertas de par en par.


La policía dijo también que, evidentemente, los atacantes eran gente con un adiestramiento militar de primera categoría, obtenido con toda seguridad en la propia Norteamérica, en alguna de las escuelas privadas de supervivencia, pero también, a lo mejor, en Bolivia o Colombia o Perú.


De cualquier modo: a Margaret, a Mildred y a mí nos despertó la voladura de la puerta principal de la cárcel. De ninguna manera podíamos imaginar lo que de veras sucedía.

Los 3 dormíamos en dormitorios separados. Margaret en el primer piso, Mildred y yo en el segundo. No había acabado de incorporarme en la cama, con la explosión retiñéndome en los oídos, cuando se plantó en mi habitación Mildred, completamente desnuda, los ojos como platos.

Fue ella la primera en hablar. Empleó para dar idea de tamaño enorme una palabra que nunca antes le había oído decir. No pertenecía al vocabulario de su generación, ni tampoco al de la mía. Correspondía a la jerga de la generación de mis hijos. Supongo que le gustó al oírla y la tuvo en reserva para utilizarla en la primera ocasión importante.

Esto es lo que dijo, mientras se oían en la prisión disparos esporádicos de armas ligeras:

—¿Te acuerdas de la huevada de pez que pesqué aquel día?