La ciudad robot y el señor Caslow
Nota del editor: lo que sigue es un relato inacabado de ciencia ficción. Cuando se están sentando las bases de un cuento potencialmente fantástico, la historia termina a medias, en lo alto de una página escrita a máquina. No se sabe si existe un final; hasta la fecha, no se ha encontrado.
Vuelves a tu antiguo colegio un día gris, cuando se pone el sol, cuando sólo el director, el celador nocturno y algún niño en apuros están ahí. Pasas por la ciudad por casualidad y vuelves a tu escuela obedeciendo a un impulso típico de los que no tienen raíces. Llevas fuera de ahí quince años, y cinco alejado del planeta en sí. Has estado en Marte. Ese colegio es uno de los pocos lugares de la población en el que puede que aún te recuerde alguien.
La placa de cemento de la escuela, pulida para parecer de granito, dice que la escuela es la Número Catorce: Colegio Amos Crosby. Necesitas unos momentos para recordar quién era el tal Amos Crosby: el capitán de un barco ballenero. Tiempo atrás, esa población fue un puerto ballenero. Todavía se la conoce como «Ciudad Arpón». Es un sitio triste y pobre. Tu padre trabajaba en una fábrica de zapatos. La fábrica cerró. Tu padre y varios miles de personas más tuvieron que irse a vivir a otro lugar.
Descifras el número romano que hay en la placa y calculas que el edificio contaba con sesenta y un años de existencia cuando estalló la Tercera Guerra Mundial. Ese amasijo brutal de ladrillos tiene ahora setenta y seis años. Una señal nueva y rutilante, en forma de flecha, señala a lo lejos desde la escuela, captando la atención con imágenes de átomos y naves espaciales. «Nuevo Parque Industrial», dice el rótulo; y debajo, «La Ciudad Arpón Ocupa El Lugar Que Le Corresponde en la Era Espacial». Algún vándalo se ha puesto a gusto con la señal, escribiendo en letras grandes y con la más que posible ayuda de un destornillador, «Ciudad Robot»: cada letra mide más de un metro.
Tú ya estás al corriente del Nuevo Parque Industrial. El recepcionista del hotel te ha informado al respecto. Es una vasta extensión de tierra vacía, bendecida por el señor alcalde en una ceremonia de inauguración de ésas en las que se corta una cinta. Se supone que debe atraer nuevas industrias. Pero hasta ahora, aún no se ha edificado nada.
El aire invernal sigue flotando a la luz leve y plana del crepúsculo. No es que haga un frío que pela. Pero el frío que hace te cala hasta los huesos. Poco a poco, entiendes que lo que te hace sentir frío es la sensación de desolación. En esa calle, nueve de cada diez casas están a oscuras, vacías, en venta.
Te preguntas si tu antiguo colegio sigue siendo un colegio. Deduces que sí, pues hay un aparcamiento para bicicletas en el campo de juegos. Sólo ves una bicicleta, que es, sin duda, la del chaval obligado a quedarse más rato en la escuela. Se trata más bien del esqueleto de una bici, sin frenos ni cadena ni manillar. Un esqueleto oxidado.
Te acercas a la puerta principal y te la encuentras cerrada con el mismo sistema cutre de tu época. En la zona interior, una cadena con candado atraviesa las manijas de metal. Agitas la puerta y la cadena hace ruido. Recuerdas que ésta era la manera habitual de llamar al vigilante nocturno.
Ya sabes que el celador no será el señor Pensington, que era el de tus tiempos. Sabes que el señor Pensington murió en la guerra, durante el enfrentamiento entre la Guardia Doméstica y los robots de Louisville. Lo recuerdas, con afecto, como un gigante que mostraba un desprecio colosal hacia cualquier crío que no complaciera a su profesor.
Ahora, un celador nuevo asciende los peldaños de acero que arrancan del sótano. Notas que te desagrada sin motivo alguno, sólo porque no es el señor Pensington. Tiene treinta y tantos años; es un tipo espigado, con cara de halcón y que empieza a quedarse calvo. Sube las escaleras con decisión, esperando que se trate de otra persona. Muestra su decepción al verte, no quiere dejarte entrar.
—¿Eres del comité? —pregunta en voz alta a través del cristal. Su tono de voz ya te indica que no quiere ser molestado por nadie que no forme parte de ese comité.
—No —dices tú. Y tratas de impresionarle con un nombre que, probablemente, no signifique nada para él—. Quisiera ver al señor Caslow.
Caslow era el director en tu época. Hay muy pocas posibilidades de que lo siga siendo.
El celador adopta un aire furtivo y suspicaz.
—¿Estás de su parte? —pregunta. Todo parece indicar que Caslow está en un bando de una disputa y el celador en el otro.
—Yo había estudiado aquí —dices.
—Pues vuelve en otro momento —dice el celador—. Ahora Caslow no puede recibirte. Está esperando al comité.
Y hace ademán de retirarse.
Tú estás que trinas. «¡Oye!», le gritas a su espalda mientras te pones a golpear la cadena. El hombre se detiene y te mira con inquietud. Tú lo consideras un cretino. Y no es su rostro el que te hace pensar así. Es el hecho de que luce con orgullo algo que tú no has visto en años: una chapa de licenciado de la Tercera Guerra Mundial. Ya en los primeros meses posteriores a la guerra, sólo los tontos llevaban la chapa de la baja. No era ninguna medalla haber servido en las fuerzas armadas; por lo menos, no en una guerra en la que hasta los viejos, las mujeres y los niños acabaron combatiendo a los robots. Pero mira tú por dónde, pese a los años transcurridos desde la contienda, ahí tienes a un merluzo que considera la chapa de la desmovilización un gran honor.
Le gritas una mentira absoluta.
—¡Más vale que me dejes pasar! —dices—. ¡Soy amigo del alcalde!
El recepcionista del hotel te ha dicho que el alcalde es un mangante y un trepa, pero no recuerdas cómo se llama.
Tus berridos afectan al celador más de lo previsto. Tiene miedo a creerte y a no creerte. Se rasca la coronilla como si ahí hubiese algo mágico que le dijera lo que tiene que hacer. El gesto es una muestra de rendición. Es el gesto del un ex prisionero de guerra. El celador acaricia la fina antena de cable plateado que los cirujanos enemigos le implantaron bajo la piel. La antena solía decirle con exactitud lo que tenía que hacer. La antena solía enviarle al cerebro señales radiofónicas procedentes del éter. La antena, durante la guerra, era lo que le convertía en un robot.
Tú no le odias por haber sido un robot. No pudo evitarlo. Entre el momento en que le instalaron el cable y el final de la guerra, su vida fue un vacío. Un buen día, simplemente, le dijeron que la guerra había terminado y que quedaba en libertad. Ya nadie seguiría controlándole por radio. Cuando así era, había ofrecido al enemigo una prodigiosa cantidad de trabajo y de crímenes. No se le podía echar la culpa de nada.
Si tenerlo delante te da un poco de grima es porque le compadeces. Los pocos ex robots que has conocido se odiaban a sí mismos por lo que habían hecho en la guerra. Y lo que aún era peor, tenían que vivir sabiendo que en cualquier momento podían volver a ser convertidos en robots. Toquetear el adminículo que el enemigo les había metido en la mente les conduciría a una muerte segura.
Las leyes los protegen. Es un delito muy grave enviar señales de radio en el abanico de frecuencias que se conoce como «la onda robot». Esa onda no debe utilizarse hasta que muera el último ex robot.
Ahora, el ex robot celador opta reticentemente por dejarte entrar. Desata la cadena y abre la puerta.
—¿De verdad eres amigo del Alcalde Jack? —pregunta.
—El Alcalde Jack y yo estamos así de unidos —le dices mientras le pones dos dedos cruzados ante la nariz.
Accedes al interior, cargado de nostalgia ante el leve aroma a colegio. No ha cambiado. Te preguntas cuáles serán sus ingredientes. ¿Tiza, carbón blando y alientos infantiles? Recuerdas la vieja y gloriosa fortaleza de libertad que era esa destartalada escuela. Que aún es. El lugar sigue vibrando de desprecio valeroso, adorable y pueril hacia cualquiera que no sea libre.
—El alcalde llega tarde —te informa el celador.
—Lo han retrasado —replicas tú con una sonrisa de listillo.
—Como no venga —asegura el celador—, el viejo volverá a liar al comité.
—¿El viejo? —comentas.
Caslow —dice el celador, sorprendido ante la pregunta—. ¿Quién si no? —la mano se le va nuevamente hacia la coronilla—. El alcalde lo va a despedir esta noche, ¿verdad? Esta vez ya lo tienen bien pillado.
Asientes, aunque estás preocupado y alerta. Aquí está pasando algo siniestro.
El celador se te acerca para que entiendas sus susurros.
—Sé quién ha estado arrancando los carteles —te dice, meneando la cabeza—. No son los chavales. ¡Es el viejo en persona! —se acerca a un cubo de basura que hay junto a un tablón informativo y extrae dos carteles arrugados—. Le he visto arrancar estos con mis propios ojos hace cosa de una hora.
Examinas los carteles. «Los ex prisioneros de guerra también son humanos», dice uno, «respeta sus particulares necesidades». La cita se adjudica al Alcalde Harlan Jack. La imagen que la acompaña muestra a una familia ideal que parece estar viendo a Dios. Aunque en realidad sólo observan algo tan poco sobrenatural como una torre de radio. El otro cartel muestra a un hombre de una belleza trágica. Los dedos de su mano derecha descansan levemente sobre la coronilla. Como el celador, luce con orgullo la chapa de la baja militar. «Solo pide poder servir a los muy completos», reza el cartel. Se supone que eso también lo dijo el Alcalde Jack Y ambos carteles, como puedes ver, han sido publicados por algo que se llama Comité de Amigos de los Ex Prisioneros de Guerra.
La sensación de encontrarte en una pesadilla va en aumento. No tiene ninguna lógica que los ex prisioneros de guerra dispongan de unos amigos tan activos y entusiastas. Por lo que tú sabes, nunca han sufrido discriminación alguna ni han sido tratados de un modo en el que pudieran sentirse marginados. Los pocos miles que sobrevivieron a la guerra se dispersaron con gran rapidez y se convirtieron en ciudadanos normales con sus no menos normales altos y bajos. No entiendes por qué habrían de reunirse, por qué habrían de llamar la atención como grupo.
Intentas saber más.
—Veo… Veo que llevas la chapa de la desmovilización —comentas.
—Órdenes del Alcalde Jack, ¿no? —dice el celador con ansiedad—. ¿Acaso dijo que nos la quitáramos?
Se le va la mano a la insignia, dispuesto a arrancársela si así lo decreta el alcalde.
—No, no… —le tranquilizas—. Tú sigue llevándola hasta que el alcalde diga lo contrario —exageras un poco, creyendo equivocadamente que el Alcalde Jack está montando un resurgir patriótico general—. Esta mañana me he levantado con tantas prisas que me he olvidado de ponerme la mía.
Te da una palmada en el brazo. Te quiere como a un hermano.
—¡Tú también eres ex prisionero de guerra! —clama.
Y tú asientes. Aunque no es cierto.
—¿Y cómo es que nunca te he visto en las reuniones? —pregunta él.
—He estado fuera —te excusas.
—¿Has firmado la petición? ¿La última?
Es obvio que tu respuesta le importa mucho.
—Todavía no —acabas diciendo.
Saca un papel del bolsillo del mono, te obliga a cogerlo y te presta un bolígrafo.
—Fírmalo —te dice.
Te lees la petición. «Nosotros, los ex prisioneros de guerra abajo firmantes, exigimos respetuosamente la aprobación de la Ley Pública 1126, conocida como Ley Morris-Ames-McLellan, que permite la utilización en la industria de trabajadores robot». El ejemplar del celador, que es una fina copia en papel carbón, puede contener unas treinta firmas.
Tu desagrado es tan profundo que te limitas a dejar caer al suelo la petición y el bolígrafo. Te alejas del celador, subes las escaleras hasta la primera planta y enfilas el pasillo que conduce al despacho del señor Caslow. Ahora comprendes que los ex prisioneros de guerra, los ex robots, suplican que se les utilice de nuevo como tales.
§§§
Te plantas en silencio ante la puerta del señor Caslow. Su despacho sigue tal como lo recuerdas. Hay la misma desidia típica de edificio público: muebles hechos polvo, cañerías al aire, pintura desconchada que deja al descubierto tonos verdosos y de un beige sucio de tiempos remotos… Y se conservan las mismas reliquias de libertad, naturaleza y civilización: una réplica enmarcada de la Declaración de Independencia, un busto de Shakespeare en escayola, un retrato de George Washington, un nido de oropéndola, unas alegres cortinas hechas por la clase de economía doméstica… La Tercera Guerra Mundial, observas con agrado, no ha necesitado añadir ni quitar una sola reliquia.
Un crío de diez años, propietario de la bicicleta solitaria que hay en el exterior, está sentado en un sillón de madera. No está acostumbrado a que las sillas tengan brazos, así que se dedica a recorrerlos con las húmedas palmas de las manos en busca de un lugar donde dejarlas, pero no lo encuentra.
El señor Caslow está sentado a su escritorio y no le presta la menor atención al inquieto mozalbete. El señor Caslow está firmando con mucha solemnidad algún tipo de certificados. No se le ve muy preocupado por la llegada del alcalde y del comité. Tú te aclaras la garganta haciendo mucho ruido, pero él ni se inmuta ni levanta la vista de inmediato. Lo recuerdas como un tipo decente, corpulento y agradable, aunque más pobre que las ratas. A excepción del cabello, no ha cambiado prácticamente nada. Ahora tiene el pelo blanco.
—¿Sí? —dice, levantando finalmente los ojos—. ¿Tú eres la avanzadilla?
Sonríes.
—¿De qué, señor? —preguntas.
—Del comité de la asociación de corazones sangrantes —responde él.
—No, señor —le dices—. Yo estudiaba aquí. Sólo quería echar un vistazo y saludarle.
Le dices tu nombre. Él se muestra sorprendido. Parpadea varias veces y luego se pone de pie para darte la bienvenida.
—Ya me disculparás si parezco un poco oxidado a la hora de recibir a un ex alumno —te dice—. No aparecen muchos últimamente.
Se vuelve hacia el crío.
—Aaron —le dice—, bájate al sótano a ver si le puedes echar una mano a tu padre. Cuando lleguen los del comité, me los subís a todos.
—Sí, señor —dice respetuosamente Aaron. Y se marcha.
El señor Caslow espera a que Aaron no pueda oírle y entonces te dice:
—No hay muchos graduados que vuelvan por aquí desde que ellos se hicieron con el barrio.
—¿Quiénes?
—Los ex prisioneros de guerra —te informa él—. Eso es todo lo que tenemos ahora por aquí, ¿sabes? Hijos de robots. Al cien por ciento.
—¿Son… son distintos a los demás niños? —preguntas.
—No —reconoce Caslow con una sonrisita amarga—. Lamentablemente para sus padres, no —consulta su reloj de pulsera—. Por eso vienen a verme esta noche los del comité. Llegan tarde. A estas alturas, ya debería saber que es matemáticamente imposible que un comité haga nada a tiempo.
Le preguntas al señor Caslow sobre esa aparente serie de misterios sin relación alguna —el comité, la petición, los carteles, los encuentros de ex prisioneros de guerra, el chaval en problemas, el Parque Industrial, las chapas de la desmovilización—, y él te responde que todos son el mismo.
Al explicar esa unidad, el buen viejo no llega más allá del caso del crío, que es el hijo del celador.
—Fue Aaron —te informa— el que se cargó la nueva señal de la entrada, el que escribió Ciudad Robot —sonríe melancólicamente—. Cuesta ochocientos dólares y se erigió con dinero público. Y ahora, un chaval con fuertes muñecas y un destornillador de quince centavos dice exactamente lo que el alcalde y el comité no pueden soportar que se diga.
Y en ese momento aparecieron el alcalde y los del comité.
Restallaron las cadenas de la puerta principal. El celador exagera sus muestras de agradecimiento mientras las desata. Es un hombre nuevo, alegre y facundo, ahora que han llegado sus amigos. Cuando se abre la puerta, el Colegio Número Catorce se llena de murmullos de auto-importancia y de los sonidos, similares a ladridos, que emiten los miembros del comité mientras se felicitan unos a otros a cada paso que dan.
Alguien de la comitiva cree que debería darse una recepción más rutilante. «¡Que está aquí Su Señoría el alcalde!», grita.
—Vamos, Stan —dice una líquida voz de tenor que seguramente pertenece al munícipe—, no entremos aquí como si el alcalde fuese la reina de Francia.
—¿Es éste el chico? —pregunta una voz femenina dispuesta a echarse a llorar si la respuesta es afirmativa.
La mujer llora, o hace como que gimotea. Te imaginas que, en esos momentos, está abochornando al chaval con sus abrazos.
—No sabías lo que escribías en esa señal, ¿verdad? —le dice. Y luego se responde—. ¡Pues claro que no!
Otras voces coinciden en que el crío no puede ser tan malvado como para ser consciente del significado de lo que ha escrito.
Y ahora el grupo sube las escaleras y se acerca al despacho de Caslow.
Caslow vuelve a estar sentado a su escritorio, para que no lo encuentren como te lo encontraste tú: firmando certificados con aire severo. Te das cuenta de que estás en una extraña posición.
—Puedes hacer como que eres mi abogado —te dice él, muy en serio—. Eso los dejará patidifusos, les dejará tiesos durante seis meses —se ríe—. Imagínate a un director de colegio reivindicando sus derechos legales, ¡como si fuese un progenitor!
Te sientes halagado. Y el aprendiz de actor que hay en ti te hace pensar que igual puedes interpretar sorprendentemente bien el papel de abogado.
Aparece el alcalde en el umbral, encabezando la procesión. Lleva al joven Aaron de la mano. El alcalde tiene un aspecto juvenil: rosadito, rollizo y muy bien vestido. Tiene ese tono radiante que distingue a los matones. Es decir, el Alcalde Jack da por sentado que se le adora porque hay mucha gente que se esfuerza sobremanera en caerle bien.
Te sorprende tras estudiarte unos instantes, para luego llamarte por tu nombre. En realidad, ya lo conoces. Fuisteis juntos al Colegio Número Catorce. Su Señoría, el Alcalde Harlan Jack, es el hombre en el que se convirtió un chaval llamado Happy Jack. El chico llamado Happy Jack, recuerdas, tenía un talento pasmoso para interpretar siempre de una manera noble sus infinitas muestras de avaricia. Observas que ahora el Alcalde Jack le está masajeando el cogote al pequeño Aaron, haciendo todo lo posible por ablandarle el cerebro.
—Mi abogado —dice de ti el señor Caslow.
Ha acertado en sus predicciones. El comité muestra su desolación ante la presencia de un leguleyo.
—¡Y ahora tiene abogado! —dice la mujer que lloró al ver a Aaron.
Lo dice como si el señor Caslow hubiese sacado una pistola. La atisbas levemente por encima del hombro del Alcalde Jack. Parece una tortuga con gafas de montura de acero y un áspero abrigo de lana.
Ahora se cuela en tu encuadre la cabeza de un reverendo negro, un hombre trágico a causa del sufrimiento de una minoría que ya no sufre las desgracias propias de las minorías.
—Esto no es un asunto para abogados —declara—. Esto es un asunto para Dios.
—¡Muy cierto! —asevera, vehemente, el Alcalde Jack.
El hombre avanza con sus piernas cortas y gruesas hacia la mesa de Caslow, te aparta de tu supuesto cliente y te lanza una mirada asesina.
—No estamos aquí para perder el tiempo con zarandajas legales —te espeta—. ¡Y tampoco estamos aquí para gemir y lamentarnos por el destrozo de un letrero de ochocientos dólares! ¡Estamos aquí para hablar del síntoma que constituye esa señal! En la zona aledaña al Colegio Número Catorce, la autoridad paterna se ha desmoronado por completo. Y estamos aquí para hacer lo posible —dice con fervor el Alcalde Jack— para enderezar de nuevo a esas familias.
El Alcalde Jack hace pasar al capítulo local del Comité de Amigos de los Ex Prisioneros de Guerra. Y así lo hace éste en pleno, todas esas personas a las que Caslow ha definido como «la asociación de corazones sangrantes». Combates las ganas de reír. El personal, al completo, es una sátira cruel de todas las asociaciones de corazones sangrantes existentes desde el inicio de los tiempos. Te estrujas el coco en busca de una descripción adecuada, pero das con estatuas vivientes y la descartas. Esas personas tan solemnes carecen de la rotundidad de las estatuas. Pero la verdad es que tienes razón: se comportan como un membrete viviente. Cada elemento decente de la población está representado, y de una manera tan gráfica, que el grupo parece estar representando una pieza de época.
Tras apreciar sus extravagantes diferencias, les buscas lo que puedan tener en común. Y encuentras tres cosas: una cierta prosperidad, por moderada que sea; una tendencia a dejarse llevar por las más nobles emociones; y una piedad indiscriminada por los desgraciados de este mundo, tan grande como todo lo que hay por ahí fuera.
Y, sobre todo, tienen el corazón en el lugar adecuado.
Diez de ellos abarrotan la oficina, seguidos por un ayudante del alcalde que masca un cigarro, el celador y, finalmente, un tipo que no pinta nada en semejante compañía ni, ya puestos, en semejante ciudad. Es pulcro, elegante, superior y astuto. Las aletas de su nariz indican que la escuela huele mal. Y su presencia hace que el alcalde parezca un gañán y un zoquete.
De forma inmediata, el señor Caslow elige a ese hombre como la única persona con la que merece la pena hablar.
—Creo que nunca había visto a este caballero —comenta.
—Sólo soy un observador —dice el hombre, intentando ser discreto.
—¿No nos presenta? —le pregunta Caslow al alcalde.
—No estoy autorizado para decirle el nombre de este señor —dice el alcalde. Le encanta el sonido de esas palabras y cree haber controlado la situación con donosura.
Pero el señor en cuestión considera que el alcalde ha gestionado la situación de una manera estúpida.
—Me llamo Ansel B. Rybolt —dice cortésmente—. No es ningún secreto.
—¿Es usted un educador, señor Rybolt? —le pregunta Caslow—. ¿Por eso viene de observador?
El Alcalde Jack, intentando recuperar el poder, se precipita ahora en dirección contraria, diciendo demasiadas cosas de ese hombre.
—Es un fabricante —afirma—, y puedo decir que está pensando seriamente en instalar una planta de buen tamaño en el Parque Industrial.
Caslow aplaude.
—¡Ajá! —dice—. ¡Ahora ya está todo muy claro! —asiente en tu dirección—. Ahora ya sabemos con exactitud qué es lo que ha venido a observar el señor Rybolt.
Rybolt está tan harto de las bravatas del alcalde que intenta salir de allí. Pero se encuentra la puerta bloqueada por el celador.
—¿De verdad está pensando en construir aquí? —le pregunta éste.
—No he contraído ningún tipo de compromiso —dice Rybolt, que no ve la hora de largarse.
—¡No lo lamentaría! —le asegura el celador. Su voz enronquece a causa de lo mucho que ansía la nueva planta laboral—. ¡Trabajaría como un loco para usted!
Y se lanza a enunciar un relato más bien delirante sobre los prodigios laborales que llevó a cabo durante la guerra como robot.
Ansel B. Rybolt adopta una expresión fatalista mientras le suplica al alcalde o a quien sea que le quite de encima a semejante criatura.
—Tal como estoy, no le soy de utilidad a nadie —le dice el celador a Rybolt—. Pero si usted me controla por radio, ¡trabajaré como diez hombres y cobraré como uno solo!
—Ahora no es el momento de hablar de esas cosas —dice el Alcalde Jack—. Así que cállate la boca.
El celador obedece. Rybolt.